PRÓLOGO
Para este libro ya viejo debería yo escribir un nuevo prólogo. Mas confieso que
la idea me desagrada, pues, por más que yo hiciera, no dejaría de querer
justificarlo por lo que era y de reinscribirlo, hasta donde pudiera, en lo que
acontece hoy. Posible o no, hábil o no, eso no sería honrado. Sobre todo, no
sería conforme a como, en relación a un libro, debe ser la reserva de quien lo
ha escrito. Se produce un libro: acontecimiento minúsculo, pequeño objeto
manuable. Desde entonces, es arrastrado a un incesante juego de
repeticiones; sus «dobles», a su alrededor y muy lejos de él, se ponen a
pulular; cada lectura le da, por un instante, un cuerpo impalpable y único;
circulan fragmentos de él mismo que se hacen pasar por él, que, según se
cree, lo contienen casi por entero y en los cuales finalmente, le ocurre que
encuentra refugio; los comentarios lo desdoblan, otros discursos donde
finalmente debe aparecer él mismo, confesar lo que se había negado a decir,
librarse de lo que ostentosamente simulaba ser. La reedición en otro momento,
en otro lugar es también uno de tales dobles: ni completa simulación ni
completa identidad.
Grande es la tentación, para quien escribe el libro, de imponer su ley a toda
esa profusión de simulacros, de prescribirles una forma, de darles una
identidad, de imponerles una marca que dé a todos cierto valor constante. «Yo
soy el autor: mirad mi rostro o mi perfil; esto es a lo que deben parecerse
todas esas figuras calcadas que van a circular con mi nombre; aquellas que se
le aparten no valdrán nada; y es por su grado de parecido como podréis juzgar
del valor de las demás. Yo soy el nombre, la ley, el alma, el secreto, el
equilibrio de todos esos dobles míos. » Así se escribe el prólogo, primer acto
por el cual empieza a establecerse la monarquía del autor, declaración de
tiranía: mi intención debe ser vuestro precepto, plegaréis vuestra lectura,
vuestros análisis, vuestras críticas, a lo que yo he querido hacer. Comprended
bien mi modestia: cuando hablo de los límites de mi empresa, mi intención es
reducir vuestra libertad; y si proclamo mi convicción de no haber estado a la
altura de mi tarea, es porque no quiero dejaros el privilegio de oponer a mi
libro el fantasma de otro, muy cercano a él, pero más bello. Yo soy el monarca
de las cosas que he dicho y ejerzo sobre ellas un imperio eminente: el de mi
intención y el del sentido que he deseado darles. Yo quiero que un libro, al
menos del lado de quien lo ha escrito, no sea más que las frases de que está
hecho; que no se desdoble en el prólogo, ese primer simulacro de sí mismo,
que pretende imponer su ley a todos los que, en el futuro, podrían formarse a
partir de él. Quiero que este objeto-acontecimiento, casi imperceptible entre
tantos otros, se re-copie, se fragmente, se repita, se imite, se desdoble y
finalmente desaparezca sin que aquel a quien le tocó producirlo pueda jamás
reivindicar el derecho de ser su amo, de imponer lo que debe decir, ni de decir
lo que debe ser. En suma, quiero que un libro no se dé a sí mismo ese estatuto
de texto al cual bien sabrán reducirlo la pedagogía y la crítica; pero que no
tenga el desparpajo de presentarse como discurso: a la vez batalla y arma,
estrategia y choque, lucha y trofeo o herida, coyuntura y vestigios, cita
irregular y escena respetable.
Por eso, a la demanda que se me ha hecho de escribir un nuevo prólogo para
este libro reeditado, sólo he podido responder una cosa: suprimamos el
antiguo. Eso sería lo honrado. No tratemos de justificar este viejo libro, ni de
re-inscribirlo en el presente; la serie de acontecimientos a los cuales concierne
y que son su verdadera ley está lejos de haberse cerrado. En cuanto a
novedad, no finjamos descubrirla en él, como una reserva secreta, como una
riqueza antes inadvertida: sólo está hecha de las cosas que se han dicho
acerca de él, y de los acontecimientos a que ha sido arrastrado.
Me contentaré con añadir dos textos: uno, ya publicado, en el cual comento
una frase que dije un poco a ciegas: «la locura, la falta de obra»; el otro inédito
en Francia, en el cual trato de contestar a una notable crítica de Derrida.
—Pero ¡usted acaba de hacer un prólogo!
—Por lo menos es breve
MlCHEL FOUCAULT
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