Obras de Michel Foucault: Historia de la locura en la época clásica II (Introducción)

Historia de la locura en la época clásica II

INTRODUCCIÓN

VERDAD trivial a la que ya es tiempo de volver ahora: la conciencia de la
locura, al menos en la cultura europea, nunca ha sido un hecho macizo, que
forme un bloque y se metamorfosee como un conjunto homogéneo. Para la
conciencia occidental, la locura surge simultáneamente en puntos múltiples,
formando una constelación que se desplaza poco a poco, transforma su
diseño y cuya figura oculta, quizás, el enigma de una verdad. Sentido
siempre fracasado.
Pero, después de todo, ¿qué forma del saber es bastante singular, esotérica
o regional para no ser dada nunca más que en un punto, y en una
formulación única? ¿Qué conocimiento es sabido al mismo tiempo bastante
bien y bastante mal para ser conocido una sola vez, de una sola manera,
según un solo tipo de aprehensión? ¿Cuál es la figura de la ciencia, por
coherente y cerrada que sea, que no deje gravitar a su alrededor formas
más o menos oscuras de conciencia práctica, mitológica o moral? Si no
hubiese vivido en un orden disperso, y reconocido solamente por sus
perfiles, toda verdad entraría en el sueño.
Quizá, sin embargo, cierta no coherencia es más esencial a la experiencia
de la locura que a ninguna otra; quizás esta dispersión concierne, antes que
a diversos modos de elaboración entre los cuales sea posible sugerir un
esquema evolutivo, a lo que hay de más fundamental en esta experiencia y
más próximo de sus datos originarios. Y en tanto que en la mayor parte de
las otras formas del saber la convergencia se esboza a través de cada perfil,
aquí la divergencia se inscribe en las estructuras, no autorizando otra
conciencia de la locura más que la ya rota y fragmentada desde el principio
en un debate que no puede terminar. Puede ocurrir que unos conceptos o
una cierta pretensión de saber recubran de manera superficial esta primera
dispersión: testigo, el esfuerzo que hace el mundo moderno para no hablar
de la locura más que en los términos serenos y objetivos de la enfermedad
mental, y para dejar en las sombras los valores patéticos en los significados
mixtos de la patología y de la filantropía. Pero el sentido de la locura en una
época dada, incluso la nuestra, no hay que preguntarlo a la unidad al menos
esbozada de un proyecto, sino a esa presencia desgarrada; y si ocurre a la
experiencia de la locura tratar de superarse y de equilibrarse,
proyectándose sobre un plano de objetividad, nada ha podido borrar los
valores dramáticos dados desde el origen a su debate.
Con el curso del tiempo, ese debate retorna con obstinación:
incansablemente, puede poner en juego, bajo formas diversas, pero con la
misma dificultad de conciliación, las mismas formas de conciencia, siempre
irreductibles.
1. Una conciencia crítica de la locura, que la reconoce y la designa sobre el
fondo de lo razonable, de lo reflexionado, de lo moralmente sabio;
conciencia que se entrega por completo en su juicio, desde antes de la
elaboración de sus conceptos; conciencia que no define, que denuncia. La
locura es concebida allí a modo de una oposición resentida inmediatamente;
estalla en su visible aberración, mostrando por una plétora de pruebas «que
tiene la cabeza vacía y está invertida»i. En ese punto aún inicial, la
conciencia de la locura es segura de sí misma, es decir, de no estar loca.
Pero se ha arrojado, sin medida ni concepto, en el interior mismo de la
diferencia, en lo más vivo de la oposición, en el corazón de ese conflicto en
que locura y no locura intercambian su lenguaje más primitivo; y la
oposición se vuelve reversible: en esta ausencia de punto fijo, bien puede
ser que la locura sea razón, y que la conciencia de locura sea presencia
secreta, estratagema de la locura misma.
Quien por viajar se embarca en bajel,
ve que se va la tierra, y no que avanza él.ii
Pero, puesto que para la locura no existe la certeza de no estar loca, hay allí
una locura más general que todas las otras, y que coloca en el mismo sitio
que a la locura a la más obstinada de las sabidurías.
Y cuanto más cavila mi caletre profundo,
mi convicción es firme, que yerra todo el mundo.iii
Sabiduría frágil, pero suprema. Supone, exige el perpetuo desdoblamiento
de la conciencia de la locura, su hundimiento en la locura y su nuevo
surgimiento. Se apoya sobre valores, o, antes bien, sobre el valor,
formulado desde el principio, de la razón, pero la suprime para encontrarla
inmediatamente en la lucidez irónica y falsamente desesperada de esta
abolición. Conciencia crítica que finge llevar el rigor hasta hacerse crítica
radical de sí misma, y hasta arriesgarse en lo absoluto de un combate
dudoso, pero que se guarda de ello, secretamente, por adelantado,
reconociéndose como razón en el hecho único de aceptar el riesgo. En un
sentido, el compromiso de la razón es total en esta oposición sencilla y
reversible a la locura, pero sólo es total a partir de una secreta posibilidad
de zafarse completamente.
2. Una conciencia práctica de la locura: aquí la separación no es ni
virtualidad ni virtuosismo de la dialéctica. Se impone como una realidad
concreta porque es dada en la existencia y las normas de un grupo; pero,
más aún, se impone como elección, como elección inevitable, puesto que
hay que estar de este lado o del otro, en el grupo o fuera del grupo.
Además, esa elección es una elección falsa, pues sólo quienes están en el
interior del grupo tienen el derecho de designar a quienes, estando
considerados como en el exterior, son acusados de haber escogido estar
allí. La conciencia, solamente crítica, que han desviado, se apoya sobre la
conciencia de que han escogido otra vía, y por ello, se justifica —se aclara y
se oscurece a la vez— en un dogmatismo inmediato. No es una conciencia
perturbada por haberse comprometido en la diferencia y la homogeneidad
de la locura y de la razón; es una conciencia de la diferencia entre locura y
razón, conciencia que es posible en la homogeneidad del grupo considerado
como portador de las normas de la razón. Para ser social, normativa,
sólidamente apoyada desde el principio, esta conciencia práctica de la
locura no deja de ser dramática; simplifica la solidaridad del grupo, indica
igualmente la urgencia de una separación.
En esa separación se ha callado la libertad siempre peligrosa del diálogo; no
queda más que la tranquila certidumbre de que hay que reducir la locura al
silencio. Conciencia ambigua, serena, puesto que está segura de detectar la
verdad, pero inquieta de reconocer los sombríos poderes de la locura.
Contra la razón, aparece ahora desarmada la locura; pero contra el orden,
contra lo que la razón puede manifestar de ella misma en las leyes de las
cosas y de los hombres, revela extraños poderes. Es este orden el que
siente amenazado esta conciencia de la locura, y la separación que ella
consuma arriesga su suerte. Pero ese riesgo es limitado, falsificado desde el
principio; no hay confrontación real, sino el ejercicio sin compensación de
un derecho absoluto que la conciencia de la locura se arroga desde el origen
al reconocerse como homogéneo a la razón y al grupo. La ceremonia triunfa
sobre el debate; y no son los avatares de una lucha real que expresa esta
conciencia de la locura, sino tan sólo los ritos inmemoriales de una
conjuración. Esta forma de conciencia es, al mismo tiempo, la más y la
menos histórica; se da a cada instante como reacción inmediata de defensa,
pero esta defensa no hace más que reactivar todas las viejas obsesiones del
horror. El asilo moderno, si al menos se piensa en la conciencia oscura que
le justifica y que funda su necesidad, no está puro de la herencia de los
leprosarios. La conciencia práctica de la locura, que parece no definirse más
que por la transparencia de su finalidad, es sin duda la más espesa, la más
cargada de antiguos dramas en su ceremonia esquemática.
3. Una conciencia enunciadora de la locura, que da la posibilidad de decir en
lo inmediato, y sin ninguna desviación por el saber: «Aquél es un loco.» No
es aquí cuestión de calificar o descalificar a la locura, sino solamente de
indicarla en una especie de existencia sustantiva; hay allí, ante la mirada,
alguien que está irrecusablemente loco, alguien que es evidentemente loco:
existencia simple, inmóvil, obstinada, la locura antes de toda calidad y de
todo juicio. La conciencia no está entonces al nivel de los valores: de los
peligros y de los riesgos; está al nivel del ser, no siendo otra cosa que un
conocimiento monosilábico reducido a lo constante. En un sentido, es la
más serena de todas las conciencias de la locura, puesto que no es, en
suma, más que una simple aprehensión perceptiva. No pasando por saber,
evita hasta las inquietudes del diagnóstico. Es la conciencia irónica del
interlocutor del Sobrino de Ramean, es la conciencia reconciliada con ella
misma que, apenas habiendo ascendido del fondo del dolor, cuenta, a
medio camino entre la fascinación y la amargura, los sueños de Aurelia. Por
sencilla que sea, esta conciencia no es pura: entraña un retroceso perpetuo,
puesto que supone y prueba a la vez que no es locura por el hecho mismo
de que ella es su conciencia inmediata. La locura no estará allí, presente y
designada en una evidencia irrefutable, más que en la medida en que la
conciencia ante la que está presente la ha recusado ya, definiéndose por
relación y por oposición a ella. No es conciencia de locura más que ante el
fondo de conciencia de no ser locura. Por libre de prejuicios que pueda
estar, por alejada de todas las formas de coacción y de represión, siempre
es cierta manera de haber dominado ya la locura. Su negativa a calificar la
locura presupone siempre cierta conciencia cualitativa de sí misma, como no
siendo locura, no es percepción simple más que en la medida en que es
esta oposición subrepticia: «Porque otros han estado locos, nosotros
podemos no estarlo», decía Blake.iv Pero no hay que equivocarse ante esta
aparente anterioridad de la locura de los otros: aparece en el tiempo,
cargada de antigüedad, porque, por encima de toda memoria posible, la
conciencia de no estar loco había extendido ya su calma intemporal: «Las
horas de la locura se miden por el reloj, pero las de la sabiduría no puede
medirlas ningún reloj.»v
4. Una conciencia analítica de la locura, conciencia desplegada de sus
formas, de sus fenómenos, de sus modos de aparición. Sin duda, el todo de
esas formas y de esos fenómenos no está jamás presente en esta
conciencia; durante largo tiempo y para siempre quizá la locura ocultará lo
esencial de sus poderes y de sus verdades en el mal conocido; empero, en
esta conciencia analítica, ella se une a la tranquilidad del bien conocido. Aun
si es cierto que no se llegará jamás al fin de sus fenómenos y de sus
causas, pertenece por pleno derecho a la mirada que la domina. La locura
no es allí más que la totalidad al menos virtual de sus fenómenos; no
entraña más peligro, no implica más separación; no presupone otro
retroceso que cualquier objeto de conocimiento. Esta forma de conciencia es
la que funda la posibilidad de un saber objetivo de la locura.
Cada una de esas formas de conciencia es a la vez suficiente en sí misma y
solidaria de todas las demás. Solidarias puesto que no pueden dejar de
apoyarse subrepticiamente las unas sobre las otras;no existe saber de la
locura, por objetivo que se pretenda, tan fundado como se pretenda sobre
las solas formas del conocimiento científico, que no suponga, a pesar de
todo, el movimiento anterior de un debate crítico, en que la razón se ha
medido con la locura, experimentándola a la vez en la simple oposición, y
en el peligro de la reversibilidad inmediata; presupone también como
virtualidad siempre presente en su horizonte una separación práctica, en
que el grupo confirma y refuerza sus valores por la conjuración de la locura.
Inversamente, puede decirse que no hay conciencia crítica de la locura que
no trate de fundarse o de sobrepasarse en un conocimiento analítico en que
se aplacará la inquietud del debate, en que serán conjurados los riesgos, en
que las distancias quedarán definitivamente establecidas. Cada una de las
cuatro formas de conciencia de la locura indica una o varias otras que le
sirven de referencia constante, de justificación o de presuposición.
Pero ninguna puede reabsorberse jamás totalmente en otra. Por estrecha
que sea, su relación jamás puede reducirlas a una unidad que las aboliría a
todas en una forma tiránica, definitiva y monótona de conciencia. Y es que,
por su naturaleza, por su significación y su fundamento, cada una conserva
su autonomía: la primera cierne en el instante toda una región del idioma
en que se encuentran y se confrontan a la vez el sentido y el no-sentido, la
verdad y el error, la sabiduría y la embriaguez, la luz del día y el sueño
cintilante, los límites del juicio y las presunciones infinitas del deseo. La
segunda, heredera de los grandes horrores ancestrales, retoma, sin
saberlo, quererlo ni decirlo, los viejos ritos mudos que purifican y vigorizan
las conciencias oscuras de la comunidad; envuelve con ellas toda una
historia que no se nombra, y pese a las justificaciones que pueda proponer
de sí misma, permanece más cerca del rigor inmóvil de las ceremonias que
de la labor incesante del idioma. La tercera no es del orden del
conocimiento, sino del reconocimiento; es espejo (como en el Sobrino de
Ramean), o recuerdo (como en Nerval o en Artaud), siempre, en el fondo,
reflexión sobre sí en el momento mismo en que cree designar o el extraño o
lo que hay de más extraño en sí; lo que pone a distancia, en su enunciación
inmediata, en este descubrimiento totalmente perceptivo, es su secreto más
próximo; y bajo esta existencia sencilla y no de la locura, que está allí como
una cosa abierta y desarmada, reconoce sin saberlo la familiaridad de su
dolor. En la conciencia analítica de la locura efectúa el aplacamiento del
drama y se cierra el silencio del diálogo; ya no hay ni rito ni lirismo; los
fantasmas toman su verdad, los peligros de la contra-naturaleza se
convierten en signos y manifestaciones de una naturaleza; lo que evocaba
el horror no llama más que a la técnica de supresión. La conciencia de la
locura no puede encontrar aquí su equilibrio más que en la forma del
conocimiento.
Desde que, con el Renacimiento, ha desaparecido la experiencia trágica del
insensato, cada figura histórica de la locura implica la simultaneidad de esas
cuatro formas de conciencia; a la vez, su conflicto oscuro y su unidad sin
cesar desanudada; a cada instante se hace y se deshace el equilibrio de lo
que, en la experiencia de la locura, proviene de una conciencia dialéctica, de
una separación ritual, de un reconocimiento lírico y, en fin, del saber. Los
rostros sucesivos que toma la locura en el mundo moderno reciben lo que
hay de más característico en sus rasgos de la proporción y de los vínculos
que se establecen entre esos cuatro grandes elementos. Ninguno
desaparece jamás enteramente, pero llega a ocurrir que uno de ellos sea
privilegiado, hasta el punto de mantener a los otros en una semi-oscuridad
en que nacen tensiones y conflictos que reinan por debajo del nivel del
lenguaje. También llega a ocurrir que se establezcan agrupaciones entre tal
o tal de esas formas de conciencia, que constituyen entonces grandes
sectores de experiencia con su autonomía y su estructura propias. Todos
esos movimientos designan los rasgos de un devenir histórico.
Si se adoptara una cronología larga, desde el Renacimiento hasta nuestros
días, es probable que pudiera encontrarse un movimiento de gran
envergadura que hiciera desviar la experiencia de la locura desde las formas
críticas de conciencia hasta las formas analíticas. El siglo XVI ha privilegiado
la experiencia dialéctica de la locura: más que ninguna otra época, ha sido
sensible a lo que podía haber allí de indefinidamente reversible entre la
razón de la locura, a todo lo que había de próximo, de familiar, de similar
en la presencia del loco, a todo aquello que su existencia, en sí, podía
denunciar de ilusión y hacer estallar de irónica verdad. De Brant a Erasmo,
a Louise Labe, a Montaigne, a Charron, a Régnier, es la misma inquietud la
que se comunica, la misma vivacidad crítica, el mismo consuelo en la
aceptación sonriente de la locura. «Así esta razón es una extraña bestia.» vi
Y ni siquiera la experiencia médica deja ni por un momento de ordenar sus
conceptos y sus medidas según el movimiento indefinido de esta conciencia.
Por el contrario, los siglos XIX y XX han dejado caer todo el peso de su
interrogación sobre la conciencia analítica de la locura. Hasta han supuesto
que había que buscar allí la verdad total y final de la locura, no siendo las
otras formas de experiencia más que aproximaciones, tentativas poco
evolucionadas, elementos arcaicos. Y sin embargo la crítica nietzscheana,
todos los valores investidos en la separación del asilo, y la gran
investigación que Artaud, después de Nerval, ejerció implacablemente sobre
sí mismo, son testimonios suficientes de que todas las otras formas de
conciencia de la locura aún viven en el núcleo de nuestra cultura. El hecho
de que no puedan recibir apenas otra formulación que la lírica no demuestra
que estén pereciendo, ni que hayan prolongado, a pesar de todo, una
existencia que el saber ha rechazado desde hace tiempo, sino que,
mantenidas en la sombra, se vivifican en las formas más libres y más
originales del idioma. Y su poder de contestación, sin duda, sale así más
vigorizado.
En la época clásica, en cambio, la experiencia de la locura encuentra su
equilibrio en una separación que define dos dominios autónomos de la
locura: por un lado, la conciencia crítica y la conciencia práctica; por el otro,
las formas del conocimiento y del reconocimiento. Se aisla toda una región
que agrupa el conjunto de las prácticas y de los juicios por los cuales es
denunciada y excluida la locura; lo que en ella está vecino, demasiado
vecino de la razón, todo lo que amenaza a ésta con un parecido ridículo, es
separado según el modo de la violencia, y reducido a riguroso silencio; es
ese peligro dialéctico de la conciencia razonable, es esa separación
salvadora la que recubre el gesto del internamiento. La importancia del
internamiento no está en que sea una nueva forma institucional, sino en
que resume y manifiesta una de las dos mitades de la experiencia clásica de
la locura: aquella en que se organizan en la coherencia de una práctica la
inquietud dialéctica de la conciencia y la repetición del ritual de la
separación. En la otra región, por el contrario, la locura se manifiesta: trata
de decir su verdad, de denunciarse allí donde está, y de desplegarse en el
conjunto de sus fenómenos; intenta adquirir una naturaleza y un modo de
presencia positiva en el mundo.
Después de haber intentado, en los capítulos precedentes, analizar el
dominio del internamiento y las formas de la conciencia que recubre esta
práctica, desearemos, en los capítulos que van a seguir, restituir el dominio
del reconocimiento y del conocimiento de la locura a la época clásica: pues,
con toda certidumbre y en una percepción inmediata, ¿quién ha podido ser
reconocido como loco? ¿Cómo viene a manifestarse la locura en signos que
no pueden ser rechazados? ¿Cómo ha llegado a tener un sentido en una
naturaleza?
Pero sin duda, esta separación entre dos dominios de experiencia es
bastante característica de la época clásica, y lo bastante importante en sí
misma para que podamos extendernos sobre ella algunos instantes.
Se dirá, acaso, que en esta censura no hay nada de extraordinario ni de
rigurosamente propio de una época histórica dada. Que las prácticas de
exclusión y de protección no coinciden con la experiencia más teórica que se
tiene de la locura, es, ciertamente, un hecho bastante constante en la
experiencia occidental. Aún en nuestros días, en el cuidado mismo con el
cual nuestra buena conciencia se empecina en fundar toda tentativa de
separación sobre una designación científica, fácilmente se puede descifrar el
malestar de una inadecuación.
Pero lo que ha caracterizado a la época clásica es que no se encuentra en
ella ni aun malestar, ni aspiración a una unidad. La locura ha tenido,
durante un siglo y medio, una existencia rigurosamente dividida. Y hay de
ello una prueba concreta que salta inmediatamente a la vista: y es que el
internamiento, lo hemos visto, no ha sido de ninguna manera una práctica
médica, y que el rito de exclusión al que procede no se abre sobre un
espacio de conocimiento positivo, y que, en Francia, habrá que esperar a la
gran circular de 1785 para que una orden médica penetre en el
internamiento, y un decreto de la Asamblea para que, a propósito de cada
internado, se plantee la cuestión de saber si está loco o no. A la inversa,
hasta Haslam y Pinel, prácticamente no habrá experiencia médica nacida del
asilo y en el asilo; el saber de la locura ocupará un lugar en un cuerpo de
conocimientos médicos, en que figura como un capítulo entre muchos otros,
sin que nada indique el modo de existencia particular de la locura en el
mundo, ni el sentido de su exclusión.
Esa separación sin apelación hace de la época clásica una época de
entendimiento para la existencia de la locura. No hay posibilidad para
ningún diálogo, para alguna confrontación entre una práctica que domina la
contra-natura y la reduce al silencio, y un conocimiento que trata de
descifrar verdades de naturaleza; el gesto que conjura lo que el hombre no
sabría reconocer ha permanecido ajeno al discurso en el cual una verdad
surge en el conocimiento. Las formas de conocimiento se han desarrollado
por sí mismas, una en una práctica sin comentario, la otra en un discurso
sin contradicción. Totalmente excluida por una parte, totalmente objetivada,
por la otra, la locura nunca se ha manifestado por sí misma en un lenguaje
que le fuera propio. No es la contradicción la que está viva en ella, sino que
es ella la que vive separada entre los términos de la contradicción. En tanto
que el mundo occidental estuvo consagrado a la época de la razón, la locura
ha permanecido sumisa a la división del entendimiento.
Sin duda, es ésta la razón de ese profundo silencio que da a la locura de la
época clásica la apariencia del sueño: tal era la fuerza con que se imponía el
clima de evidencia que rodeaba y protegía unos conceptos y prácticas de los
otros.
Quizá ninguna época haya sido más insensible al patetismo de la locura que
esta época que, sin embargo, fue la del extremo desgarramiento en su vida
profunda. Y es que, por virtud misma de ese desgarramiento, no era posible
tomar conciencia de la locura como de un punto único en que vendrían a
reflejarse —lugar imaginario y real a la vez— las preguntas que el hombre
se plantea a propósito de sí mismo. Aun cuando en el siglo XVII se hubiese
estado seguro de que un internamiento no era justo, no era la esencia
misma de la razón la que por ello se encontraba comprometida; y, a la
inversa, la incertidumbre de lo que era la locura o del punto a partir del cual
había que trazar sus límites, no era considerada como amenaza inmediata
para la sociedad o para el hombre en concreto. El exceso mismo de la
separación garantizaba la calma de cada una de las dos formas de
interrogación. Ninguna recurrencia amenazaba, al ponerlas en corítacto, con
provocar la chispa de una cuestión fundamental y sin apelación.
Y, sin embargo, no dejan de ocurrir asombrosas coincidencias, por doquier.
Esos dos dominios, tan rigurosamente separados, no dejan de manifestar, si
se les examina de cerca, muy estrictas analogías de estructura. El retroceso
de la locura provocado por las prácticas del internamiento, la desaparición
del personaje del loco como tipo social familiar: fácilmente encontraremos,
en las páginas siguientes, las consecuencias o las causas, antes bien, para
ser a la vez más objetivo y más exacto, las formas correspondientes en las
reflexiones teóricas y científicas sobre la locura. Lo que hemos descrito
como un acontecimiento, por un lado, lo encontraremos en el otro lado
como forma de desarrollo conceptual. Por separados que estén estos dos
dominios, no hay nada importante en el primero que no esté equilibrado en
el segundo, lo que hace que esa separación no pueda ser concebible más
que en relación con las formas de unidad cuya aparición autoriza.
Quizá no admiramos, por el momento, más que la unidad de la teoría y de
la práctica. Nos parece, sin embargo, que la separación operada en la época
clásica entre las formas de conciencia de la locura no corresponde a la
distinción de lo teórico y de lo práctico. La conciencia científica o médica de
la locura, aun cuando reconozca la imposibilidad de curar, siempre está
virtualmente comprometida en un sistema de operaciones que debería
permitir borrar los síntomas o dominar las causas; por otra parte, la
conciencia práctica que separa, condena y hace desaparecer al loco está
necesariamente mezclada con cierta concepción política, jurídica, económica
del individuo en la sociedad. Por tanto, la separación es distinta. Lo que se
encuentra en un lado, bajo la gran rúbrica del internamiento, es el
momento —tanto teórico como práctico— de la separación, es la
reanudación del viejo drama de la exclusión, es la forma de apreciación de
la locura en el movimiento de su supresión: lo que, por sí mismo, llega a
formularse en su aniquilamiento concertado. Y lo que vamos a encontrar
ahora es el despliegue, también teórico y práctico, de la verdad de la locura
a partir de un ser que es un no-ser, puesto que no se presenta en sus
signos más manifiestos más que como error, fantasma, ilusión, lenguaje
vano y carente de contenido; va a tratarse, ahora, de la constitución de la
locura como naturaleza a partir de esta no-naturaleza que es su ser mismo.
De lo que se trataba antes era, pues, de la constitución dramática de un ser
a partir de la supresión violenta de su existencia; ahora, de la constitución,
en la serenidad del saber, de una naturaleza a partir de una revelación de
un no-ser.
Pero al mismo tiempo que esta constitución de una naturaleza, trataremos
de aislar la experiencia única que sirve de fundamento tanto a las formas
dramáticas de la separación como al calmado movimiento de esta
constitución. Esta experiencia única, que reposa aquí y allá, que sostiene,
explica y justifica la práctica del internamiento y el ciclo del conocimiento,
es, ella, la que constituye la experiencia clásica de la locura; es ella la que
se puede designar con el término mismo de sinrazón. Bajo la gran escisión
de que acabamos de hablar, extiende su secreta coherencia: pues es, al
mismo tiempo, la razón de la cesura, y la razón de la unidad que se
descubre de uno y otro lado de la cesura. Es ella la que explica que se
encuentren las mismas formas de experiencia de una y otra parle, pero que
no se les encuentre jamás en una y otra parte. La sinrazón en la época
clásica es, al mismo tiempo, la unidad y la división de ella misma.
Se nos preguntará por qué haber esperado tanto tiempo para aislarla; por
qué haberla nombrado finalmente, esta sinrazón, a propósito de la
constitución de una naturaleza, es decir, finalmente, a propósito de la
ciencia, de la medicina, de la «filosofía natural». Por qué no haberla tratado
más que por alusión o preterición en tanto que se trataba de la vida
económica y social, de las formas de la pobreza y el desempleo, de las
instituciones políticas y policíacas. ;No es esto atribuir más importancia al
devenir conceptual que al movimiento real de la historia?
A todo ello se podría responder, quizá, que en la reorganización del mundo
burgués en la época del mercantilismo, la experiencia de la locura sólo se
presenta al sesgo, en perfiles lejanos y de manera silenciosa; que habría
sido arriesgado definirla a partir de líneas tan parciales en lo que la
concierne, y tan integradas, en cambio, en otras figuras más visibles y más
legibles; que en ese primer nivel de la investigación, bastaría con hacer
sentir su presencia y prometer su explicación. Pero cuando al filósofo o al
médico se presenta el problema de las relaciones de la razón, de la
naturaleza y de la enfermedad es entonces, en todo el espesor de su
volumen, cuando se presenta la locura; todas las masas de las experiencias
entre las cuales se encuentra dispersa descubren su punto de coherencia, y
ella misma llega a la posibilidad del lenguaje. En fin, aparece entonces una
experiencia singular. Las líneas sencillas, un poco heterogéneas, seguidas
hasta entonces, vienen a ocupar su lugar exacto; cada elemento puede
gravitar según su ley justa.
Esta experiencia no es ni teórica ni práctica. Se remite a esas experiencias
fundamentales en las que una cultura arriesga los valores que le son
propios; es decir, los compromete en la contradicción. Pero, al mismo
tiempo, los previene contra ella. Una cultura como la de la época clásica,
tantos de cuyos valores estaban investidos en la razón, ha arriesgado en la
locura al mismo tiempo el más y el menos. El más, puesto que la locura
formaba la contradicción más inmediata de todo lo que la justificaba; el
menos, puesto que la desarmaba enteramente, dejándola en la impotencia.
Ese máximo y ese mínimo de riesgo aceptados por la cultura clásica, en la
locura, es lo que expresa bien la palabra sinrazón: el anverso, sencillo,
inmediato, encontrado inmediatamente en la razón; y esta forma vacía sin
contenido ni valor, puramente negativa, donde no figura más que la huella
de una razón que acaba de huir, pero que queda para siempre para la
sinrazón como razón de ser lo que es.

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NOTAS:

i Régnier, Satire XIV. (Euvres completes, cd. Railaud, v. 9.
ii Ibid., vv. 13-14.
iii Ibid., vv. 7-8.
iv W. Blake, Le Mariage du del et de l’enfer, trad. A. Gide, p. 24.
v Ibid., p. 20.
vi Régnier, loc. cit., v. 155.