La Metamorfosis
de Franz Kafka
II
Hasta la caída de la tarde no se despertó Gregor de su profundo sueño similar
a una pérdida de conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho
más tarde, aun sin ser molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y
descansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos
pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con
cuidado.
El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí
y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero
abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro.
Tanteando todavía torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar,
se deslizó lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí.
Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba
desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de
patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida
durante los incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una
hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia
ella, había sido el olor a algo comestible, porque allí había una escudilla llena
de leche dulce en la que nadaban trocitos de pan.
Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por
la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta
por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo
comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía
comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que
siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había
traído la hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de
la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta,
estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del
día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana,
el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta
costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su
hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos.
Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el
piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo
Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se
sintiócansado; sin embargo, le parecía como si le hubiesen despertado unos
pasos fugaces y el ruido de la puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con
cuidado.
El resplandor de las farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí
y allí, en el techo de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero
abajo, donde se encontraba Gregor, estaba oscuro. Tanteando todavía
torpemente con sus antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó
lentamente hacia la puerta para ver lo que había ocurrido allí.
Su costado izquierdo parecía una única y larga cicatriz que le daba
desagradables tirones y le obligaba realmente a cojear con sus dos filas de
patas. Por cierto, que una de las patitas había resultado gravemente herida
durante los incidentes de la mañana – casi parecía un milagro que sólo una hubiese resultado herida –, y se arrastraba sin vida. Sólo cuando ya había
llegado a la puerta advirtió lo que le había atraído hacia ella, había sido el olor
a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la
que nadaban trocitos de pan.
Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora tenía aún más hambre que por
la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza dentro de la leche casi hasta
por encima de los ojos. Pero pronto volvió a sacarla con desilusión, no sólo
comer le resultaba difícil debido a su delicado costado izquierdo – sólo podía
comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando –, sino que, además, la leche, que
siempre había sido su bebida favorita, y que seguramente por eso se la había
traído la hermana, ya no le gustaba, es más, se retiró casi con repugnancia de
la escudilla y retrocedió a rastras hacia el centro de la habitación.
En el cuarto de estar, por lo que veía Gregor a través de la rendija de la puerta,
estaba encendido el gas, pero mientras que, como era habitual a estas horas del
día, el padre solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana,
el periódico vespertino, ahora no se oía ruido alguno.
Bueno, quizá esta costumbre de leer en voz alta, tal como le contaba y le
escribía siempre su hermana, se había perdido del todo en los últimos tiempos.
Pero todo a su alrededor permanecía en silencio, a pesar de que, sin duda, el
piso no estaba vacío. «iQué vida tan apacible lleva la familia!», se dijo
Gregor, y, mientras miraba fijamente la oscuridad que reinaba ante él, se
sintiómuy orgulloso de haber podido proporcionar a sus padres y a su hermana
la vida que llevaban en una vivienda tan hermosa.
Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar, toda la
satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en tales
pensamientos, prefirió Gregor ponerse en movimiento y arrastrarse de acá
para allá por la habitación.
En una ocasión, durante el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una
vez en una puerta lateral y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar
rápidamente; probablemente alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo
tiempo, sentía demasiada vacilación.
Entonces Gregor se paró justamente delante de la puerta del cuarto de estar,
decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al menos,
para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y Gregor
esperó en vano.
Por la mañana temprano, cuando todas las puertas estaban bajo llave, todos querían entrar en su
habitación, ahora que había abierto una puerta, y las
demás habían sido abiertas sin duda durante el día, no venía nadie y, además,
ahora las llaves estaban metidas en las cerraduras desde fuera. Muy tarde, ya
de noche, se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar
que los padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo,
porque tal y como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres
juntos en este momento.
Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie más en la
habitación de Gregor; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que nadie le
molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida.
Pero la habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la
cual estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, le asustaba sin que
pudiera descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba
desde hacía cinco años, y con un giro medio insconciente y no sin una cierta
vergüenza, se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su
caparazón era algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza,
se sintió pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese
demasiado ancho para poder desaparecer por completo debajo del canapé.
Allí permaneció durante toda la noche, que pasó, en parteinmerso en un
semisueño, del que una y otra vez le despertaba el hambre con un sobresalto,
y, en parte, entre preocupaciones y confusas esperanzas, que le llevaban a la
consecuencia de que, de momento, debía comportarse con calma y, con la
ayuda de una gran paciencia y de una gran consideración por parte de la
familia, tendría que hacer soportables las molestias que Gregor, en su estado
actual, no podía evitar producirles.
Ya muy de mañana, era todavía casi de noche, tuvo Gregor la oportunidad de
poner a prueba las decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi
vestida del todo, abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación
hacia dentro. No le encontró enseguida, pero cuando le descubrió debajo del
canapé – ¡Dios mío, tenía que estar en alguna parte, no podía haber volado! –
se asustó tanto que, sin poder dominarse, volvió a cerrar la puerta desde fuera.
Pero como si se arrepintiese de su comportamiento, inmediatamente la abrió
de nuevo y entró de puntillas, como si se tratase de un enfermo grave o de un
extraño. Gregor había adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la
observaba.
¿Se daría cuenta de que se había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería otra
comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma,
Gregor preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a
pesar de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé,
arrojarse a los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer.
Pero la hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se
había vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, cierto que no lo hizo
directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó.
Gregor tenía mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al
respecto las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo
que la bondad de la hermana iba realmente a hacer.
Para poner a prueba su gusto, le trajo muchas cosas donde elegir, todas ellas
extendidas sobre un viejo periódico. Había verduras pasadas medio podridas,
huesos de la cena, rodeados de una salsa blanca que se había ya endurecido,
algunas uvas pasas y almendras”, un queso que, hacía dos días, Gregor había
calificado de incomible, un trozo de pan, otro trozo de pan untado con
mantequilla y otro trozo de pan untado con mantequilla y sal.
Además añadió a todo esto la escudilla, que, a partir de ahora, probablemente
estaba destinada a Gregor, en la cual había echado agua.
Y por delicadeza, como sabía que Gregor nunca comería delante de ella, se
retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregor se diese cuenta de
que podía ponerse todo lo cómodo que desease.
Las patitas de Gregor zumbaban cuando se acercaba el momento de comer.
Por cierto, que sus heridas ya debían estar curadas del todo, ya no notaba
molestia alguna, se asombró y pensó en cómo, hacía más de un mes, se había
cortado un poco un dedo y esa herida, todavía anteayer, le dolía bastante.
¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó, y ya chupaba con voracidad el
queso, que fue lo que más fuertemente y de inmediato le atrajo de todo.
Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos llenos de lágrimas de alegría,
devoró el queso, las verduras y la salsa; los alimentos frescos, por el contrario,
no le gustaban, ni siquiera podía soportar su olor, e incluso alejó un poco las
cosas que quería comer.
Ya hacía tiempo que había terminado y permanecía tumbado perezosamente
en el mismo sitio, cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró
lentamente la llave.
Esto le asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el
canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé aún el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación,
porque, a causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un
poco y apenas podía respirar en el reducido espacio.
Entre pequeños ataques de asfixia, veía con ojos un poco saltones, cómo la
hermana, que nada imaginaba de esto, no solamente barría con su escoba los
restos, sino también los alimentos que Gregor ni siquiera había tocado, como
si éstos ya no se pudiesen utilizar, y cómo lo tiraba todo precipitadamente a un
cubo, que cerró con una tapa de madera, después de lo cual se lo llevó todo.
Apenas se había dado la vuelta, cuando Gregor salía ya de debajo del canapé,
se estiraba y se inflaba. De esta forma recibía Gregor su comida diaria una vez
por la mañana, cuando los padres y la criada todavía dormían, y lasegunda vez
después de la comida del mediodía, porque entonces los padres dormían un
ratito y la hermana mandaba a la criada a algún recado.
Sin duda los padres no querían que Gregor se muriese de hambre, pero quizá
no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias, más de
lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles una
pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.
Gregor no pudo enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero
habían sido despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que,
como no podían entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él
pudiera entender a los demás, y, así, cuando la hermana estaba en su
habitación, tenía que conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros
y sus invocaciones a los santos.
Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo –
naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo –, cazaba
Gregor a veces una observación hecha amablemente o que así podía
interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía, cuando Gregor había comido
con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía
con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo.»
Mientras que Gregor no se enteraba de novedad alguna de forma directa,
escuchaba algunas cosas procedentes de las habitaciones contiguas, y allí
donde escuchaba voces una sola vez, corría enseguida hacia la puerta
correspondiente y se estrujaba con todo su cuerpo contra ella.
Especialmente en los primeros tiempos no había ninguna conversación que de
alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase de él.
A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones sobre cómo se debían
comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba
del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la
familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco
podían dejar de ningún modo la casa sola.
Incluso ya el primer día la criada (no estaba del todo claro qué y cuánto sabía
de lo ocurrido) había pedido de rodillas a la madre que la despidiese
inmediatamente, y cuando, cuarto de hora después, se marchaba con lágrimas
en los ojos, daba gracias por el despido como por el favor más grande que
pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo pi diese hizo un solemne juramento de
no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no
ocasionaba demasiado trabajo porque apenas se comía nada. Una y otra vez
escuchaba Gregor cómo uno animaba en vano al otro a que comiese y no
recibía más contestación que: «¡Gracias, tengo suficiente!», o algo parecido.
Quizá tam poco se bebía nada. A veces la hermana perguntaba al padre si
quería tomar una cerveza, y se ofrecía amablemente a ir ella misma a buscarla,
y como el padre permanecía en silencio, añadía, para que él no tuviese
reparos, que también podía mandar a la portera, pero entonces el padre
respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se hablaba más del asunto.
Ya en el transcurso del primer día el padre explicó tanto a la madre como a la
hermana toda la situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se
levantaba de la mesa y reco gía de la pequeña caja marca Wertheim*, que
había salvado de la quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún
documento o libro de anotaciones. Se oía cómo abría el compli cado cerrojo y lo
volvía a cerrar después de sacar lo que busca ba.
Estas explicaciones del padre eran, en parte, la primera cosa grata que Gregor
oía desde su encierro. Gregor había creído que al padre no le había quedado
nada de aquel negocio, .al menos el padre no le había dicho nada en sentido
contrario y, por otra parte, tampoco Gregor le había preguntado.
En aquel entonces la preocupación de Gregor había sido hacer todo lo posible
para que la familia olvidase rápidamente el de sastre comercial que les había
sumido a todos en la más com pleta desesperación, y así había empezado
entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la noche a la mañana,
ha bía pasado a ser de un simple dependiente a un viajante que, naturalmente,
tenía otras muchas posibilidades de ganar dine ro, y cuyos éxitos
profesionales, en forma de comisiones, se convierten inmediatamente en dinero contante y sonante, que se podían poner sobre la mesa en casa ante la
familia asombra da y feliz.
Habían sido buenos tiempos y después nunca se habían repetido, al menos con
ese esplendor, a pesar de que Gregor, después, ganaba tanto dinero, que estaba
en situación de cargar con todos los gastos de la familia y así lo hacía. Se
habían acostumbrado a esto tanto la familia como Gregor, se aceptaba el
dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto, pero ya no emanaba de
ello un calor especial.
Solamente la hermana había permanecido unida a Gregor, y su intención
secreta consistía en mandarla el año próximo al conservatorio sin tener en
cuenta los grandes gastos que ello traería consigo y que se compensarían de
alguna otra forma, porque ella, al contrario que Gregor, sentía un gran amor
por la música y tocaba el violín de una forma conmovedora.
Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregor en la ciudad, se
mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la hermana, pero sólo
como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni pensarse, y a los
padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes alusiones; pero Gregor
pensaba decididamente en ello y tenía la intención de darlo a conocer
solemnemente en Nochebuena.
Este tipo de pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran
los que se le pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta
y escuchaba.
A veces ya no podía escuchar más de puro cansancio y, en un descuido, se
golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla,
porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello, había sido
escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.
¿Qué es lo que hará? – decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a
todas luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación
que había sido interrumpida.
De esta forma Gregor se enteró muy bien – el padre solía repetir con
frecuencia sus explicaciones, en parte porque él mismo ya hacía tiempo que
no se ocupaba de estas cosas, y, en parte también, porque la madre no entendía
todo a la primera – de que, a pesar de la desgracia, todavía quedaba una
pequeña fortuna, que los intereses, aún intactos, habían hecho aumentar un
poco más durante todo este tiempo.
Además, el no dormía ni un momento, y se restregaba durante horas sobre el cuero.
O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una silla hasta la
ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en la silla,
apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como recuerdo
de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había estado
apoyado aquí.
Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con menos claridad las
cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver el hospital de
enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no hubiese sabido
muy bien que vivía en la tranquila pero central Charlottenstrasse, podría haber
creído que veía desde su ventana un desierto en el que el cielo gris y la gris
tierra se unían sin poder distinguirse uno de otra.
Sólo dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla
estaba bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber
recogido la habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase
abierta la contraventana interior.
Si Gregor hubiese podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo
que tenía que hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta
forma sufría con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero
lo desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba,
tanto más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregor adquirió con el
tiempo una visión de conjunto más exacta.
Ya el solo hecho de que la hermana entrase le parecía terrible. Apenas había
entrado, sin tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que
siempre ponía mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la
habitación de Gregor, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par,
con manos presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío,
permanecía durante algunos momentos ante ella y respiraba profundamente.
Estas carreras y ruidos asustaban a Gregor dos veces al día; durante todo ese
tiempo temblaba bajo el canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado
con gusto todo esto, si es que le hubiese sido posible permanecer con la
ventana cerrada en la habitación en la que se encontraba Gregor.
Una vez, hacía aproximadamente un mes de la transformación de Gregor, y el
aspecto de éste ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó
un poco antes de lo previsto y encontró a Gregor cuando miraba por la
ventana, inmóvil y realmente colocado para asustar.
Para Gregor no hubiese sido inesperado si ella no hubiese entrado, ya que él,
con su posición, impedía que ella pudiese abrir de inmediato la ventana, pero
ella no solamente no entró, sino que retrocedió y cerró la puerta; un extraño
habría podido pensar que Gregor la había acechado y había querido morderla.
Gregor, naturalmente, se escondió enseguida bajo el canapé, pero tuvo que
esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese de nuevo, y además
parecía mucho más intranquila que de costumbre.
Gregor sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable
y continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para
no salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía
del canapé.
Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la espalda –
para ello necesitó cuatro horas – la sábana encima del canapé, y la colocó de
tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se
agachaba, no podía verlo.
Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese sido necesaria, podría
haberla retirado, porque estaba suficientemente claro que Gregor no se aislaba
por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e incluso Gregor creyó
adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado, levantó la cabeza un
poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición. Durante los
primeros catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su
habitación, y Gregor escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el
trabajo de la hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado
muchas veces con ella, porque les parecía una chica un poco inútil.
Pero ahora, a veces, ambos, el padre y la madre, esperaban ante la habitación
de Gregor mientras la hermana la recogía y, apenas había salido, tenía que
contar con todo detalle qué aspecto tenía la habitación, lo que había comido
Gregor, cómo se había comportado esta vez y si, quizá, se advertía una
pequeña mejoría.
Por cierto, que la madre quiso entrar a ver a Gregor relativamente pronto, pero
el padre y la hermana se lo impidieron, al principio con argumentos
racionales, que Gregor escuchaba con mucha atención, y con los que estaba
muy de acuerdo, pero más tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si
entonces gritaba.
«¡Dejadme entrar a ver a Gregor, pobre hijo mío! ¿Es que no comprendéis que
tengo que entrar a verle?» Entonces Gregor pensaba que quizá sería bueno que
la madre entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su
valor, no era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había
hecho cargo de una tarea tan difícil por irreflexión infantil. El deseo de Gregor
de ver a la madre pronto se convirtió en realidad.
Durante el día Gregor no quería mostrarse por la ventana, por consideración a
sus padres, pero tampoco podía arrastrarse demasiado por los pocos metros
cuadrados del suelo; ya soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente
durante la noche, pronto ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y
así, para distraerse, adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones
por las paredes y el techo.
Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy distinto
a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero balanceo
atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que se
encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer y se
golpease contra el suelo.
Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de una forma muy distinta a
como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso después de semejante
caída.
La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva diversión que Gregor
había descubierto – dejaba tras de sí al arrastrarse por todas partes huellas de
su substancia pegajosa – y entonces se le metió en la cabeza proporcionar a
Gregor la posibilidad de arrastrarse a gran escala y sacar de allí los muebles
que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el escritorio, ella no era
capaz de hacerlo todo sola; tampoco se atrevía a pedir ayuda al padre; la
criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica, de unos dieciséis
años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió la cocinera anterior,
pero había pedido el favor de poder mantener la cocina constantemente
cerrada y abrirla solamente a una señal determinada, Así pues, no leque sólo
Gregor era dueño y señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar
ninguna otra persona más que Grete.
Así pues, no se dejó disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de
pura inquietud, parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció
y ayudó a la hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario.
Bueno, en caso de necesidad, Gregor podía prescindir del armario, pero el
escritorio tenía que quedarse; y apenas habían abandonado las mujeres la
habitación con el armario, en el cual se apoyaban gimiendo, cuando Gregor sacó la cabeza de debajo del canapé para ver cómo podía tomar cartas en el
asunto lo más prudente y discretamente posible.
Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero,
mientras Grete, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con
los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un
ápice de su sitio.
Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregor, podría haberse puesto
enferma por su culpa, y así Gregor, andando hacia atrás, se alejó asustado
hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar que la sábana se moviese
un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente para llamar la atención de
la madre.
Ésta se detuvo, permaneció allí un momento en silencio y luego volvió con
Grete.
A pesar de que Gregor se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de
lo común, sino que sólo se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo,
como pronto habría de confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres,
sus breves gritos, el arrastrar de los muebles sobre el suelo, le producían la
impresión de un gran barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y,
por mucho que encogía la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el
cuerpo contra el suelo, tuvo que confesarse irremisiblemente que no soportaría
todo esto mucho tiempo.
Ellas le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño,
el armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían
sacado; ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual
había hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del
instituto e incluso alumno de la escuela primaria – ante esto no le quedaba ni
un momento para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos
mujeres, y cuya existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro
agotamiento traba jaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de
sus pies.
Y así salió de repente – las mujeres estaban en ese momento en la habitación
contigua, apoyadas en el escritorio para to mar aliento –, cambió cuatro veces
la dirección de su marcha, no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar
primero, cuando vio en la pared ya vacía, llamándole la atención, el cua dro de
la mujer envuelta en pieles, se arrastró apresuradamen te hacia arriba y se
apretó contra el cuadro, cuyo cristal le suje taba y le aliviaba el ardor de su
vientre.
Al menos este cuadro, que Gregor tapaba ahora por completo, seguro que no
se lo llevaba nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de es tar para
observar a las mujeres cuando volviesen.
No se habían permitido una larga tregua y ya volvían; Grete había rodeado a
su madre con el brazo y casi la llevaba en vo landas. ¿Qué nos llevamos
ahora? – dijo Grete, y miró a su alre dedor. Entonces sus miradas se cruzaron
con las de Gregor, que estaba en la pared.
Seguramente sólo a causa de la presen cia de la madre conservó su serenidad,
inclinó su rostro hacia la madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y
dijo temblando y aturdida: – Ven, ¿nos volvemos un momento al cuarto de
estar? Gregor veía claramente la intención de Grete, quería llevar a la madre a
un lugar seguro y luego echarle de la pared. Bue no, ¡que lo intentase! Él
permanecería sobre su cuadro y no re nunciaría a él. Prefería saltarle a Grete a
la cara.
Pero justamente las palabras de Grete inquietaron a la ma dre, se echó a un
lado, vio la gigantesca mancha parduzca so bre el papel pintado de flores y,
antes de darse realmente cuen ta de que aquello que veía era Gregor, gritó con
voz ronca y estridente: – ¡Ay Dios mío, ay Dios mío! – y con los brazos
extendi dos cayó sobre el canapé, como si renunciase a todo, y se que dó allí
inmóvil.
–¡Cuidado Gregor! – gritó la hermana levantando el puño y con una mirada
penetrante.
Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía
directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con
la que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregor también
quería ayudar – había tiempo más que suficiente para sal var el cuadro –, pero
estaba pegado al cristal y tuvo que des prenderse con fuerza, luego corrió
también a la habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún
consejo, como en otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin ha
cer nada; mientras que Grete revolvía entre diversos frascos, se asustó al darse
la vuelta, un frasco se cayó al suelo y se rom pió y un trozo de cristal hirió a
Gregor en la cara; una medici na corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse
más tiempo, Grete cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos
hacia donde estaba la madre; cerró la puerta con el pie.
Gregor estaba ahora aislado de la madre, que quizá estaba a punto de morir
por su culpa; no debía abrir la habitación, no quería echar a la hermana que
tenía que permanecer con la madre; ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afli gido por los remordimientos y la preocupación, comenzó a
arrastrarse, se arrastró por todas partes: paredes, muebles y te chos, y
finalmente, en su desesperación, cuando ya la habita ción empezaba a dar
vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la gran mesa. Pasó un
momento, Gregor yacía allí extenuado, a su alrede dor todo estaba tranquilo,
quizá esto era una buena señal. En tonces sonó el timbre.
La chica estaba, naturalmente, encerra da en su cocina y Grete tenía que ir a
abrir. El padre había lle gado. ¿Qué ha ocurrido? – fueron sus primeras
palabras.
El aspecto de Grete lo revelaba todo. Grete contestó con voz ahogada, sin
duda apretaba su rostro contra el pecho del padre: – La madre se quedó
inconsciente, pero ya está mejor. Gre gor se ha escapado. – Ya me lo esperaba
– dijo el padre –, os lo he dicho una y otra vez, pero vosotras, las mujeres,
nunca hacéis caso. Gregor se dio cuenta de que el padre había interpretado mal
la escueta información de Grete y sospechaba que Gregor ha bía hecho uso de
algún acto violento.
Por eso ahora tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle
explicaciones no tenía ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregor se
precipitó hacia la puerta de su habitación y se apretó contra ella para que el padre,
ya desde el momento en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregor tenía la
más sana intención de re gresar inmediatamente a su habitación, y que no era
necesario hacerle retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e
inmediatamente desaparecería.
Pero el padre no estaba en situación de advertir tales sutilezas.
– ¡Ah! – gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso
y contento. Gregor retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre.
Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es
verdad que en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas
partes, había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que
ocurrían en el resto de la casa, y tenía realmente que haber estado preparado
para encontrar las circunstancias cambiadas.
Aun así, aun así.
¿Era este todavía el padre? El mismo hombre que yacía sepultado en la cama,
cuando, en otros tiempos, Gregor salía en viaje de negocios? ¿El mismo
hombre que, la tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y
que no estaba en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría,
sólo levantaba los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos en común, un par de domingos al año o en las festividades
más importantes, se abría paso hacia delante entre Gregor y la madre, que ya
de por sí andaban despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo
abrigo, siempre apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería decir
algo, casi siempre se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su
alrededor? Pero ahora estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme
azul con botones, como los que llevan los ordenan zas de los bancos; por
encima del cuello alto y tieso de la chaqueta sobresalía su gran papada; por
debajo de las pobladas cejas se abría paso la mirada, despierta y atenta, de
unos ojos ne gros.
El cabello blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un
peinado a raya brillante y exacto.
Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma dorado,
probablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habitación
formando un arco, y se dirigió hacia Gregor con el rostro enconado, las puntas
de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en los
bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer, sin
embargo levantaba los pies a una altura desusada y Gregor se asombró del
tamaño enorme de las suelas de sus botas.
Pero Gregor no permanecía parado, ya sabía desde el primer día de su nueva
vida que el padre, con respecto a él, sólo consideraba oportuna la mayor
rigidez.
Y así corría delante del padre, se paraba si el padre se paraba, y se apresuraba
a seguir hacia delante con sólo que el padre se moviese. Así recorrieron varias
veces la habitación sin que ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese
tenido el aspecto de una persecución, como consecuencia de la lentitud de su
recorrido.
Por eso Gregor permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque
temía que el padre considerase una especial maldad por su parte la huida a las
paredes o al techo. Por otra parte, Gregor tuvo que confesarse a sí mismo que
no soportaría por mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba
un paso, él tenía que realizar un sinnúmero de movimientos.
Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es verdad que tampoco anteriormente
había tenido unos pulmones dignos de confianza. Mientras se tambaleaba con
la intención de reunir todas sus fuerzas para la carrera, apenas tenía los ojos
abiertos; en su embotamiento no pensaba en otra posibilidad de salvación que
la de correr; y ya casi había olvidado que las paredes estaban a su disposición, bien es verdad
que éstas estaban obstruidas por muebles llenos de esquinas y
picos.
En ese momento algo, lanzado sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por
delante de él. Era una manzana; inmediatamente siguió otra; Gregor se quedó
inmóvil del susto; seguir corriendo era inútil, porque el padre había decidido
bombardearle.
Con la fruta procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había
llenado los bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con
exactitud, de momento. Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el sueño
como electrificadas y chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin
fuerza rozó la espalda de Gregor, pero resbaló sin causarle daños.
Sin embargo, otra que la siguió inmediatamente, se incrustó en la espalda de
Gregor; éste quería continuar arrastrándose, como si el increíble y
sorprendente dolor pudiese aliviarse al cambiar de sitio; pero estaba como
clavado y se estiraba, totalmente desconcertado.
Sólo al mirar por última vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se
abría de par en par y por delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la
madre en enaguas, puesto que la hermana la había desnudado para
proporcionarle aire mientras permanecía inconsciente; vio también cómo, a
continuación, la madre corría hacia el padre y, en el camino, perdía una tras
otra sus enaguas desatadas, y cómo, tropezando con ellas, caía sobre el padre,
y abrazándole, unida estrechamente a él – ya empezaba a fallarle la vista a Gregor –, le
suplicaba, cruzando las manos por detrás de su nuca, que
perdonase la vida de Gregor.
Continúa en «La metamorfosis, Capítulo III«
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