Parte III. Doctrina general de las neurosis (1917 [1916-17])
16ª conferencia. Psicoanálisis y psiquiatría
Señoras y señores: Me regocija que nos volvamos a ver,
después de un año, para proseguir nuestros coloquios. El
año pasado les expuse la concepción psicoanalítica de las
operaciones fallidas y del sueño; ahora querría introducirlos
en la comprensión de los fenómenos neuróticos, que, como
pronto descubrirán, tienen mucho en común con aquellos.
Pero les anticipo que en esta oportunidad no puedo concederles
la misma posición frente a mí que el año anterior.
Aquella vez me empeñé en no dar un paso sin que hubiera
acuerdo entre el juicio de ustedes y el mío; discutimos mucho,
me sometí a sus objeciones y en verdad los reconocí
a ustedes y a su «sano sentido común» como instancia decisiva.
Ahora no será así, y por una simple circunstancia. Operaciones
fallidas y sueños no les eran extraños como fenómenos;
podía decirse que poseían al respecto tanta experiencia como
yo o que podían fácilmente procurarse una experiencia igual.
Pero el campo de fenómenos de las neurosis les es ajeno; si
no son médicos, no tienen otro acceso a él que mis comunicaciones,
y de nada vale el mejor discernimiento cuando
falta la familiaridad con el material que ha de juzgarse.
Pero no entiendan este anuncio como si yo me propusiera
hacerles una exposición dogmática y exigirles una fe incondicional.
Semejante malentendido me haría grave injusticia.
No es mi propósito despertar convencimientos; quiero
dar incitaciones y desarraigar prejuicios. Si, por desconocer el
material, ustedes no están en condiciones de juzgar, no deben
ni creer ni desestimar. Deben escuchar y dejar que produzca
en ustedes su efecto lo que se les refiere. El convencimiento
no se alcanza con tanta facilidad o, cuando se ha llegado a
él tan sin esfuerzo, pronto se evidencia falto de valor e inconsistente.
Sólo puede pretender convencimiento quien,
como yo lo hice, ha trabajado durante muchos años con el
mismo material y ha vivido, él mismo, estas experiencias
nuevas y sorprendentes. ¿Por qué, entonces, se producen en
el campo intelectual esas convicciones súbitas, esas conversiones
fulminantes, esas repulsiones instantáneas? ¿No reparan
en que el «ícoup de foudre», el amor a primera vista,
proviene de un campo enteramente diverso, el campo afectivo?
Ni siquiera a nuestros pacientes les exigimos un acto
de convencimiento o de adhesión al psicoanálisis. Que lo
hagan nos resulta a menudo sospechoso. La actitud que más
deseamos en ellos es la de un benévolo escepticismo. Procuren
ustedes, pues, dejar que la concepción psicoanalítica coexista
y crezca en paz junto a la popular o a la psiquiátrica,
hasta que se presenten oportunidades en que ambas puedan
influirse, cotejarse y conciliarse en una decisión final.
Por otra parte, ni por un instante deben creer que esto
que les presento como concepción psicoanalítica sea un sistema
especulativo. Es más bien experiencia: expresión directa
de la observación o resultado de su procesamiento. Si
este último procedió o no de manera suficiente y justificada,
he ahí algo que se verá con el ulterior progreso de la ciencia;
y por cierto tengo derecho, trascurridos ya casi dos decenios
y medio y bastante avanzado yo en la vida,^ a aseverar sin
jactancia que fue un trabajo particularmente difícil, intenso
y empeñoso el que brindó estas observaciones. A menudo
he recibido la impresión de que nuestros oponentes no querían
considerar para nada este origen de nuestras aseveraciones,
como si creyesen que no eran sino unas ocurrencias de
cuño subjetivo a las que otro podría oponer su propio capricho.
Este comportamiento opositor no me resulta del
todo comprensible. Quizá provenga de que los médicos se
comprometen muy poco con los neuróticos; oyen con tan
poca atención lo que ellos tienen que decirles que se han
enajenado la posibilidad de extraer algo valioso de sus comunicaciones,
y por tanto de hacer en ellos observaciones en
profundidad. En esta ocasión les prometo que en el curso
de mis conferencias polemizaré poco, al menos con personas
individuales. Nunca he podido convencerme de la verdad de
la sentencia según la cual la guerra es el padre de todas las
cosas. Creo que proviene de la sofística griega y falla, como
esta, por sobrestimación de la dialéctica. Me parecía, al contrario,
como si la llamada polémica científica fuese en todo
sentido infecunda, prescindiendo de que casi siempre se la
cultiva con un sesgo en extremo personal. Hasta hace unos
años podía gloriarme, respecto de mí mismo, de que con un
solo investigador (Löwenfeld, de Munich) había entablado
una vez una polémica científica en regla. 2 El final fue que nos hicimos amigos y lo seguimos siendo hasta el día de
hoy. Pero por mucho tiempo no he repetido el experimento;
no estaba seguro de obtener idéntico desenlace.3
Ustedes juzgarán, sin duda, que una repulsa tal de la discusión
académica atestigua un grado particularmente alto de
inaccesibilidad a las objeciones, de terquedad o, como lo
suelen expresar los científicos en su cortés lenguaje, de «extravagante
pertinacia». Me gustaría responderles que si a
costa de tantos trabajos ustedes adquiriesen una convicción,
les cabría cierto derecho de sostenerla con alguna tenacidad.
Además, puedo invocar en mi favor que en el curso de mis
trabajos he modificado mis opiniones sobre algunos puntos
importantes sustituyéndolas por otras nuevas, de lo cual,
desde luego, hice comunicación pública en cada caso. ¿Y el
resultado de esta sinceridad? Algunos ni siquiera han tomado
conocimiento de mis autoenmiendas y todavía hoy me
critican por tesis que desde hace mucho ya no significan
para mí lo mismo. Los otros me reprochan justamente esas
mudanzas y me declaran por eso mismo poco sólido. ¿No
es cierto que quien ha cambiado algunas veces sus opiniones
no merece crédito, pues con harta probabilidad puede andar
errado también en las aseveraciones que últimamente ha
hecho? Pero al que se atiene, imperturbable, a lo que una
vez expresó o no se deja apartar de ello con suficiente rapidez,
le llaman obcecado y extravagante. ¿Qué puede uno
hacer, en vista de estos contrapuestos ataques de la crítica,
sino mantenerse como uno es y comportarse como su propio
juicio lo autoriza? Estoy decidido a esto, y no me abstendré
de rehacer y corregir todas mis doctrinas según lo exija mi
experiencia más avanzada. En las intelecciones básicas, hasta
ahora no he hallado nada que modificar; y espero que en
lo sucesivo sea también así.4
Debo presentarles, entonces, la concepción psicoanalítica
de los fenómenos neuróticos. Para ello, me parece indicado
empalmar con los fenómenos ya tratados, tanto a modo de
analogía como de contraste. He de echar mano a una acción
sintomática * en que veo que incurren muchas personas en
mis horas de consulta. El analista no atina a hacer gran cosa
con la gente que lo visita en su consultorio médico para desplegar
frente a él, en un cuarto de hora, las lamentaciones de
su larga vida. Su saber más profundo le impide pronunciar
el veredicto a que recurriría otro médico: «Lo que usted tiene
no es nada», e impartir el consejo: «Tome una ligera cura
de aguas». Uno de nuestros colegas, preguntado por lo que
hacía con sus pacientes de consultorio, respondió incluso,
con un encogimiento de hombros: «Les impongo una multa
de unas buenas coronas». Por eso no les asombrará enterarse
de que aun en el caso de psicoanalistas con mucha clientela
las horas de consulta no suelen ser muy concurridas. Yo
puse doble puerta en remplazo de la simple que separaba mi
sala de espera de mi sala de tratamiento y consultorio, reforzándola
además con una cubierta de fieltro. El propósito
de este pequeño artificio no es nada dudoso. Ahora bien,
siempre acontece que personas que hago pasar desde la sala
de espera descuidan cerrar la puerta tras sí, y por cierto casi
siempre dejan las dos puertas abiertas. Tan pronto lo observo,
me obstino, con tono bastante inamistoso, en que el o la
ingresante vuelva sobre sus pasos para reparar ese descuido,
por más que se trate de un elegante caballero o de una dama
empingorotada. Esto hace la impresión de una descortés pedantería.
Y aun en ocasiones me he puesto en ridículo con
esa exigencia, ante una de esas personas incapaces de asir un
picaporte y que ven con agrado que su acompañante les
ahorre ese contacto. Pero en la enorme mayoría de los casos
yo tenía razón, pues quien se porta de ese modo, quien deja
abierta la puerta que separa la sala de espera del consultorio
del médico, pertenece a la plebe y merece que lo
traten descortésmente. Ahora bien, no tomen ustedes partido
antes de oír lo que sigue. Este descuido del paciente, en
efecto, no acontece más que cuando se ha encontrado solo en la sala de espera y por tanto deja tras sí una habitación
desierta; nunca cuando otras personas extrañas esperaron
con él. En este último caso comprende muy bien que es su
interés no ser espiado con las orejas {belauschen} mientras
habla con el médico, y jamás omite cerrar cuidadosamente
ambas puertas.
La omisión del paciente obedece entonces a un determinismo,
no es contingente ni carece de sentido; ni siquiera es
intrascendente, pues veremos que ilustra la relación del recién
llegado con el médico. El paciente pertenece al gran número
de los que claman por una autoridad mundana, de los
que quieren ser deslumbrados, intimidados. Quizás hizo
preguntar telefónicamente cuál era la mejor hora a que podía
venir y se preparó para encontrarse con un gentío en busca
de asistencia, como si fuera una filial de Julius Meinl.5
Y ahora entra en una sala de espera desierta, por añadidura
en extremo modesta, y eso lo perturba. Tiene que hacerle
pagar al médico su intención de ofrecerle una muestra tan
superfina de respeto y . . . omite cerrar las puertas entre
sala de espera y consultorio. Con eso quiere decirle: «¡Ah!
Aquí no hay nadie, y probablemente durante todo el tiempo
en que yo esté no vendrá nadie tampoco». Además, en la
entrevista se portaría con total descortesía y falta de respeto
si desde el comienzo mismo no se le pusiera un dique a su
arrogancia mediante una tajante reconvención.
En el análisis de esta pequeña acción sintomática ustedes
no encuentran nada que no les sea ya familiar: la aseveración
de que no es contingente, sino que posee un motivo, un sentido
y un propósito; que pertenece a una trabazón anímica
pesquisable y que, en calidad de pequeño indicio, anoticia
de un proceso anímico más importante. Pero, sobre todo,
que la conciencia de quien la consuma ignora el proceso cuya
marca es la acción misma: ninguno de los pacientes que han
dejado abiertas ambas puertas admitirían que mediante esa
omisión quisieron testimoniarme su menosprecio. Muchos,
probablemente, recordarían haber tenido un conato de desengaño
al ingresar en la sala de espera desierta; pero el nexo
entre esta impresión y la acción sintomática subsiguiente ha
permanecido con seguridad desconocido para su conciencia.
Ahora abandonaremos estos pequeños análisis de una
acción sintomática para pasar a la observación de un enfermo.
Escojo una por tener fresco su recuerdo, y también porque
puede exponerse en breve espacio. Un cierto grado de
prolijidad es indispensable en una comunicación así.
Un joven oficial, al regresar a la casa con una breve licencia,
me pidió que tomara bajo tratamiento a su suegra, que,
viviendo en las más dichosas condiciones, se amargaba la
vida y la amargaba a los suyos a causa de una idea disparatada.
De ese modo conocí a una dama de unos 53 años, bien
conservada, de naturaleza simple y afable, que sin resistirse
me dio el siguiente informe: Vive en el campo, en feliz matrimonio
con su marido, quien dirige una gran fábrica. Todo
le parece poco para encomiar el amoroso cuidado que él le
dedica. Casada por amor treinta años antes, desde entonces
ninguna nube, ni querella, ni ocasión de celos. Ya bien casados
los dos hijos, el marido y padre, movido por un sentimiento
de deber, no quiere darse todavía descanso. Hace un
año ocurrió lo increíble, incomprensible para ella misma: le
llegó una carta anónima donde se le denunciaba que su virtuoso
marido mantenía relaciones amorosas con una muchacha
joven, y ella le prestó crédito en el acto; desde entonces
quedó destruida su dicha. Más en detalle, lo ocurrido fue
aproximadamente como sigue: Tenía una mucama con quien
conversaba quizá demasiado de cosas íntimas. Esta muchacha
perseguía a otra con una hostilidad animada directamente
por el odio; ello se debía a que esta última había progresado
mucho más en la vida, sin ser de mejor cuna. En lugar de
entrar a trabajar en servicio doméstico, se había procurado
una formación en asuntos de comercio, ingresó en la fábrica
y, a causa de la falta de personal producida por el llamamiento
a filas de los empleados, fue promovida a un buen puesto.
Ahora vivía en la propia fábrica, tenía trato con caballeros
y aun se hacía llamar señorita. La que se había quedado
atrás en la vida estaba naturalmente dispuesta a decir todo
el mal posible de su antigua compañera de escuela. Un día
conversaba nuestra dama con su mucama acerca de un señor
anciano que habían recibido en la casa, y de quien se sabía
que no vivía con su mujer, sino que mantenía una relación
con otra. Ella no sabe cómo fue que de pronto dijo: «Para
mí sería lo más terrible enterarme de que mi buen esposo
tiene también una relación». Al día siguiente recibió por el
correo una carta anónima que, con escritura disimulada, le
comunicaba eso mismo que ella, por así decir, había conjurado.
Extrajo la conclusión —probablemente acertada— de
que la carta era obra de su maligna mucama, pues señalaba
como la amada del marido precisamente a esa señorita a
quien la sirvienta perseguía con su odio. Pero aunque se percató
enseguida de la intriga y en su lugar de residencia
había vivido sobrados ejemplos de la poca fe que merecían
tales cobardes denuncias, aconteció que esa carta la hizo derrumbarse
al instante. Presa de una terrible emoción, envió de inmediato por su marido para hacerle los más acerbos reproches.
El hombre rechazó riendo la imputación e hizo lo
mejor que podía hacer. Llamó al médico de la casa y de la
fábrica, quien puso todo su empeño en calmar a la desdichada
señora. El ulterior proceder de ambos fue también enteramente
razonable. La mucama fue despedida, pero la supuesta
rival no. Desde entonces, una y otra vez, la enferma a
pareció tranquilizarse a punto tal de no dar más crédito al
contenido de la carta anónima, pero nunca radicalmente ni
por mucho tiempo. Bastaba que oyera nombrar a esa señorita
o que la encontrara por la calle para que se le desencadenase
un nuevo ataque de desconfianza, dolor y reproches-
He ahí, pues, la historia clínica de esa honrada señora. No
hacía falta mucha experiencia psiquiátrica para comprender
que, a diferencia de otros neuróticos, había expuesto su caso
más bien suavizando las tintas, como si dijéramos disimulándolo,
y que nunca había vencido su creencia en la inculpación
de la carta anónima.
Ahora bien, ¿qué actitud adopta el psiquiatra frente a un
caso clínico así? Harto lo sabemos: la misma que adoptaría
frente a la acción sintomática del paciente que no cierra las
puertas que dan a la sala de espera. La declara una contingencia
sin interés psicológico, y no le da más importancia.
Pero esta conducta ya no es viable en el caso patológico de L^
señora celosa. La acción sintomática parece ser algo indiferente,
pero el síntoma se impone como importante. Va conectado
a un intenso sufrimiento subjetivo, y objetivamente
amenaza la convivencia de una familia; es, por tanto, un
objeto insoslayable del interés psiquiátrico. El psiquiatra intenta
primero caracterizar el síntoma mediante una propiedad
esencial. La idea con que esta mujer se martiriza no ha
de llamarse disparatada en sí misma; ocurre, en efecto, que
hombres casados de edad avanzada mantienen relaciones amorosas
con muchachas jóvenes. Pero otra cosa hay aquí disparatada
e incomprensible. El único fundamento que tiene
la paciente para creer que su tierno y fiel esposo pertenece a
esa categoría de hombres —no tan rara, por lo demás- es
la aseveración de la carta anónima. Sabe que ese escrito no
posee fuerza probatoria alguna, puede esclarecerse satisfactoriamente
su origen; debería poder decirse, entonces, que no
tiene fundamento para sus celos, y así se lo dice; no obstante,
sufre como si admitiera la total justificación de esos
celos. A ideas de este tipo, inaccesibles a argumentos lógicos
y tomados de la realidad, se ha convenido en llamarlas ideas
delirantes. La buena señora padece, pues, de un delirio de
celos. He ahí la característica esencial de ese caso patológico.
Tras esta primera comprobación, nuestro interés psiquiátrico se avivará con fuerza todavía mayor.
Si una idea delirante
no puede ser desarraigada refiriéndola a la realidad, no
ha de provenir de esta. ¿Y de dónde vendría entonces? Existen
ideas delirantes del más diverso contenido; ¿por qué
justamente los celos son en nuestro caso el contenido del
delirio? Aquí querríamos escucharlo al psiquiatra, pero aquí
mismo nos deja en la estacada. Se internará, exclusivamente,
en una sola de las cuestiones que hemos planteado. Investigará
en la historia familiar de esta señora y nos aportará
quizás esta respuesta: «Ideas delirantes se presentan en aquellas
personas en cuyas familias han aparecido repetidas veces
estas y otras perturbaciones psíquicas».. Con otras palabras,
esta señora ha desarrollado una idea delirante porque estaba
predispuesta a causa de una trasmisión hereditaria. Es
por cierto algo, pero, ¿es todo lo que queremos saber?
¿Todo lo que ha cooperado en la causación de este caso patológico?
¿Tendremos que contentarnos con suponer que es
indiferente, arbitrario o inexplicable que se haya desarrollado
un delirio de celos en vez de cualquier otro delirio? ¿Y es
lícito que entendamos también en sentido negativo el aserto
que proclama el predominio de la influencia hereditaria, a
saber, que son indiferentes las vivencias que sobrevinieron
a esta alma pues estaba condenada a producir alguna vez un
delirio? Querrán ustedes saber por qué la psiquiatría científica
no quiere darnos más referencias. Pero yo les respondo:
¡Maldito sea quien dé más de lo que tiene! Digamos que el
psiquiatra, justamente, no conoce ningún camino que lo haga
avanzar más en el esclarecimiento de un caso de esta índole.
Tiene que conformarse con el diagnóstico y una prognosis
del desarrollo ulterior, prognosis insegura por rica que sea
su experiencia.
Ahora bien, ¿puede el psicoanálisis desempeñarse mejor?
Sí, por cierto; espero mostrarles que aun en un caso así, de
tan difícil acceso, es capaz de descubrir algo que posibilite
la comprensión más directa. Primero, les ruego que atiendan
a este pequeño detalle: fue la propia paciente quien provocó
esa carta anónima que sirve de apoyo a su idea delirante,
cuando, el día anterior, dijo a la intrigante muchacha que
su máxima desventura sería que su marido mantuviera una
relación amorosa con una muchacha joven. Sólo entonces
concibió la servidora la idea de enviarle la carta anónima. La
idea delirante cobra así una cierta independencia de la carta;
ya antes había estado presente como temor —¿o como deseo?—
en la enferma. Ahora agreguen ustedes algunos pequeños
indicios más que sólo dos sesiones de análisis han
brindado. La paciente se comportó con mucha renuencia
cuando se la exhortó a comunicar, tras el relato de su historia,
sus ulteriores pensamientos, ocurrencias y recuerdos.
Aseveró que nada se le ocurría, lo había dicho todo, y trascurridas
dos sesiones fue preciso interrumpir realmente el
ensayo con ella, pues había proclamado que ya se sentía
sana y estaba segura de que la idea enfermiza no reaparecería.
Lo dijo, desde luego, sólo por resistencia y por angustia
frente a la prosecución del análisis. Pero en esas dos sesiones
había dejado caer algunas observaciones que permitieron una
interpretación determinada, y aun la hicieron inevitable; y
esta interpretación echa una luz fulgurante sobre la génesis
de su delirio de celos. Había dentro de ella un intenso
enamoramiento por un hombre joven, ese mismo yerno que
la instó a buscarme en calidad de paciente. De este enamoramiento,
ella no sabía nada o quizá muy poco; dada la relación
de parentesco existente, esta amorosa inclinación podía
enmascararse fácilmente como una ternura inocente. Tras
todas las experiencias que hemos recogido en otras partes, no
nos resulta difícil una comprensión empática {einfühlen} de
la vida anímica de esta decente señora y honrada madre
de 53 años. Un enamoramiento así, que sería algo monstruoso,
imposible, no pudo devenir consiente; no obstante,
persistió y, en calidad de inconsciente, ejerció una seria presión.
Alguna cosa tenía que acontecer con él, algún remedio
tenía que buscarse, y el alivio inmediato lo ofreció sin duda
el mecanismo del desplazamiento, que con tanta regularidad
toma parte en la génesis de los celos delirantes. Si fio sólo
ella, una señora mayor, se había enamorado de un hombre
joven, sino también su anciano marido mantenía una relación
amorosa con una joven muchacha, entonces su conciencia
moral se descargaba del peso de la infidelidad. La
fantasía de la infidelidad del marido fue entonces un paño
frío sobre su llaga ardiente. Su propio amor no le había
devenido consiente, pero el reflejo de él, que le aportaba
esa ventaja, ahora se le hizo consiente de manera obsesiva,
delirante. Todos los argumentos en contra no podían, desde
luego, dar fruto alguno, pues sólo se dirigían a la imagen
reflejada, no al modelo a que aquella debía su poder y que
acechaba inatacable en lo inconsciente.
Resumamos ahora lo que un breve y dificultoso empeño
psicoanalítico aportó para la comprensión de este caso clínico,
suponiendo, desde luego, que nuestras averiguaciones
se hayan realizado correctamente, cosa que no puedo someter
aquí al juicio de ustedes. En primer lugar: La idea delirante
ha dejado de ser algo disparatado o incomprensible, posee
pleno sentido, tiene sus buenos motivos, pertenece a la trama
de una vivencia, rica en afectos, de la enferma. En segundo
lugar: Es necesaria como reacción frente a un proceso anímico inconsciente colegido
por otros indicios, y precisamente
a esta dependencia debe su carácter delirante, su resistencia
a los ataques basados en la lógica y la realidad. Es
a su vez algo deseado, una suerte de consuelo. En tercer lugar:
La vivencia que hay tras la contracción de la enfermedad
determina unívocamente que habría de engendrarse una idea
de celos delirantes y ninguna otra cosa.* Bien lo recuerdan
ustedes: el día anterior había manifestado a esa muchacha
intrigante que lo más terrible sería que su marido le fuera
infiel. No descuiden tampoco las dos importantes analogías
con la acción sintomática que hemos analizado, a saber, en
cuanto al esclarecimiento del sentido o del propósito y en
cuanto a la dependencia de algo inconsciente que estaba dado
dentro de la situación.
Con ello, desde luego, no quedan respondidas todas las
preguntas que pudimos plantearnos a raíz de este caso. Más
bien, él rebosa de otros problemas, unos que todavía nos
resultan insolubles y otros que no se dejan solucionar a causa
de lo desfavorable de las circunstancias. Por ejemplo, ¿por
qué esta señora, que vive un matrimonio dichoso, sufre un
enamoramiento hacia su yerno, y por qué el alivio, que también
habría sido posible por otras vías, ocurre en la forma
de un espejamiento así, de una proyección de su propio estado
sobre su marido? Y no crean ustedes que es ocioso o
pretencioso plantear tales preguntas. Disponemos ya de mucho
material para una respuesta posible. Esta señora se encuentra
en la edad crítica que trae a la necesidad sexual
femenina una intensificación indeseada y repentina; quizás
esto baste por sí solo. O tal vez quepa agregar que su marido,
bueno y fiel, desde hace muchos años ya no posee aquella
capacidad de rendimiento sexual que esta señora bien conservada
necesitaría para satisfacerse. La experiencia nos ha
hecho notar que justamente esos maridos, cuya fidelidad se
descuenta, se distinguen por una particular ternura en el
trato con sus esposas y por una inhabitual paciencia hacia
sus achaques nerviosos. Y hasta quizá no sea indiferente que
fuera el joven marido de una hija quien deviniera objeto de
este enamoramiento patógeno. Un fuerte lazo erótico con la
hija, que en su último fundamento se reconduce a la constitución
sexual de la madre, a menudo halla el camino para
proseguirse en una trasmudación de esa índole. En este contexto,
quizá me sea lícito recordarles que la relación entre
suegra y yerno fue juzgada desde siempre espinosa por los
seres humanos, y entre los primitivos dio ocasión a tabúes y «evitaciones» muy estrictos.»
Tanto en el aspecto positivo
cuanto en el negativo ella rebasa a menudo la medida culturalmente
deseada. Ahora bien, cuál de estos tres factores
operó en nuestro caso, si dos de ellos, si todos se conjugaron,
no puedo decírselo a ustedes, pero únicamente porque
no me fue permitido proseguir el análisis del caso más allá
de esas dos sesiones.
Ahora caigo en la cuenta, señores míos, de que he hablado
de cosas que ustedes todavía no están preparados para comprender.
Lo hice con el fin de comparar la psiquiatría con el
psicoanálisis. Pero hay algo que tengo derecho a preguntarles:
(¡Han observado alguna contradicción entre ambos? La
psiquiatría no aplica los métodos técnicos del psicoanálisis,
omite todo otro anudamiento con el contenido de la idea delirante
y, al remitirnos a la herencia, nos proporciona una
etiología muy general y remota, en vez de poner de manifiesto
primero la causación más particular y próxima. Pero,
¿hay ahí una contradicción, una oposición? ¿No es más bien
un completamiento? ¿Acaso el factor hereditario contradice
la importancia de la vivencia? ¿No se conjugan ambos, más
bien, de la manera más eficaz? Me concederán que en la naturaleza
del trabajo psiquiátrico no hay nada que pudiera
rebelarse contra la investigación psicoanalítica. Son entonces
los psiquiatras los que se resisten al psicoanálisis, no la psiquiatría.
El psicoanálisis es a la psiquiatría lo que la histología
a la anatomía: esta estudia las formas exteriores de los
órganos; aquella, su constitución a partir de los tejidos y
de las células. Es inconcebible una contradicción entre estas
dos modalidades de estudio, una de las cuales continúa a la
otra. Gimo saben, la anatomía es hoy para nosotros la base
de una .medicina científica, pero hubo un tiempo en que estaba
tan prohibido disecar cadáveres humanos para averiguar
la constitución interna del cuerpo como lo parece hoy
ejercer el psicoanálisis para averiguar la fábrica interna de
la vida del alma. Y previsiblemente, en una época no muy
lejana comprenderemos que no es posible una psiquiatría
profundizada en sentido científico sin un buen conocimiento
de los procesos de la vida del alma que van por lo profundo,
de los procesos inconscientes.
Ahora bien, quizás el psicoanálisis, tan combatido, tiene
entre ustedes también amigos que verían con buenos ojos que
se lo pudiera justificar desde otro costado, el costado terapéutico.
Ustedes saben que nuestra terapia psiquiátrica no
ha sido capaz hasta ahora de influir sobre las ideas delirantes.
¿Podrá hacerlo acaso el psicoanálisis gracias a su intelección
del mecanismo de estos síntomas? No, señores míos, no
puede; al menos provisionalmente, es tan impotente contra
esta enfermedad como cualquier otra terapia. Podemos comprender,
es verdad, lo que ha ocurrido dentro del enfermo,
pero no tenemos medio alguno para hacer que él mismo lo
comprenda. Acaban de escuchar que yo no pude llevar el
análisis de aquella idea delirante más allá de los primeros
esbozos. ¿Afirmarán por ello que el análisis de esos casos
es desestimable porque no arroja fruto? Creo que no, en
modo alguno. Tenemos el derecho, más aún, el deber, de
cultivar la investigación sin mirar por un efecto útil inmediato.
Al final —no sabemos dónde ni cuándo— cada partícula
de saber se traspondrá en un poder hacer, también en
un poder hacer terapéutico. Aunque para todas las otras formas
de contracción de enfermedades nerviosas y psíquicas el
psicoanálisis se mostrara tan huero de éxitos como en el caso
de las ideas delirantes, seguiría siendo; con pleno derecho,
un medio insustituible de investigación científica. Es verdad
que entonces no estaríamos en condiciones de ejercitarlo; el
material de hombres en que queremos aprender, un material
viviente, tiene su voluntad propia; le hacen falta motivos
para colaborar en el trabajo, y en tal caso rehusaría hacerlo.
Por eso, permítanme que concluya hoy con esta comunicación:
existen vastos grupos de perturbaciones nerviosas para
los cuales la trasposición de nuestra mejor comprensión en
un poder hacer terapéutico se ha comprobado en los hechos,.
y en el caso de estas enfermedades, de difícil acceso por
otras vías, obtenemos, en ciertas condiciones, éxitos que no
les van en zaga a otros cualesquiera en el campo de la medicina
clínica.8
Notas:
1 [Freud tenía alrededor de 60 años a k sazón.]
2 [La polémica giró en torno de las primeras teorías de Freud sobre
la angustia. Su segundo trabajo sobre ese tema (1895/) estuvo
enteramente consagrado a las críticas de Lowenfeld. Aunque este
nunca adhirió a las opiniones de Freud, tuvo más adelante una actitud
más favorable hacia ellas. Cf. mi «Nota introductoria» a dicho trabajo,
AE, 3, pág. 119.]
3 [Hay aquí una alusión a las controversias, mucho más recientes,
que mantuvo Freud con Adler y Jung, especialmente en su «Contribución
a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914¿).]
4 [El cambio fundamental que habían experimentado las concepciones
de Freud hasta el momento de esta conferencia fue, tal vez, su
abandono de la noción de una causación puramente traumática de
las neurosis y su insistencia, en lugar de ello, en la importancia de
las mociones pulsionales innatas y en el gran papel desempeñado por
las fantasías. Véase, al respecto, su trabajo sobre la sexualidad en la
etiología de las neurosis (1906fl), AE, 7, págs. 165-9. Más tarde, sus
puntos de vista sufrieron, por supuesto, otros cambios importantes;
por ejemplo, en lo tocante a la naturaleza de la angustia (cf. Inhibición,
síntoma y angustia {I926d), AE, 20, págs. 147 y sigs.) y al desarrollo
sexual de la mujer (cf. mi «Nota introductoria» a «Algunas
consecuencias psíquicas de la diferencia anatómica entre los sexos»
(1925/), AE, 19, págs. 261 y sigs.). Pero lo decisivo en años posteriores
fue la revisión de la teoría de las pulsiones en Más allá del principio
de placer (1920g) y el nuevo cuadro estructural de la psique trazado en El yo y el ello (\925b).
Todas estas modificaciones serían
examinadas quince años más tarde, en las Nuevas conferencias de
introducción de psicoanálisis (1933tf).] {En la nota precedente y en
todas las que siguen hemos traducido «pulsión» cuando Strachey emplea
«instinto»^
* {Cf. IS, pág. 54. Se entiende que estas remisiones internas corresponden
al volumen 15 de la presente edición. La equivalencia, página
por página, con las Gesammelte Werke y la Standard Edition, como
aclaramos en la «Advertencia» (15, pág. x, n. 5), se dará en el volumen
24.}
5 [Se refiere a las colas que, en la época de la guerra, se formaban
en Austria en esa conocida cadena de almacenes.]
6 [Esta oración no aparece con la misma claridad en algunas de
las primeras ediciones alemanas.]
7 Véase mi libro Tótem y tabú (1912-13) [«Ensayo I», AE, 13,
págs. 21 y sigs.]
8 [La última de las conferencias de esta serie (la 28ª) tiene por
tema el psicoanálisis como método de psicoterapia.]
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