Cinco conferencias sobre psicoanálisis (1910 [1909])
Über Psychoanalyse
I
Señoras y señores: Dictar conferencias en el Nuevo Mundo ante un auditorio ávido de saber
provoca en mí un novedoso y desconcertante sentimiento. Parto del supuesto de que debo ese
honor solamente al enlace de mi nombre con el tema del psicoanálisis, y por eso me propongo
hablarles de este último. Intentaré proporcionarles en la más apretada síntesis un panorama
acerca de la historia, la génesis y el ulterior desarrollo de este nuevo método de indagación y
terapia.
Si constituye un mérito haber dado nacimiento al psicoanálisis, ese mérito no es mío. (ver
nota)(2) Yo no participé en sus inicios. Era un estudiante preocupado por pasar sus últimos
exámenes cuando otro médico de Viena, el doctor Josef Breuer(3), aplicó por primera vez ese
procedimiento a una muchacha afectada de histeria (desde 1880 hasta 1882). De ese historial
clínico y terapéutico nos ocuparemos; ahora. Lo hallarán expuesto con detalle en Estudios
sobre la histeria [1895], publicados luego por Breuer y por mí. (ver nota)(4)
Una sola observación antes de empezar: no sin satisfacción me he enterado de que la mayoría
de mis oyentes no pertenecen al gremio médico. No tengan ustedes cuidado; no hace falta una
particular formación previa en medicina para seguir mi exposición. Es cierto que por un trecho
avanzaremos junto con los médicos, pero pronto nos separaremos para acompañar al doctor
Breuer en un peculiarísimo camino.
La paciente del doctor Breuer, una muchacha de veintiún años, intelectualmente muy dotada,
desarrolló en el trayecto de su enfermedad, que se extendió por dos años, una serie de
perturbaciones corporales y anímicas merecedoras de tomarse con toda seriedad. Sufrió una
parálisis con rigidez de las dos extremidades del lado derecho, que permanecían insensibles, y
a veces esta misma afección en los miembros del lado izquierdo; perturbaciones en los
movimientos oculares y múltiples deficiencias en la visión, dificultades para sostener la cabeza,
una intensa tussis nervosa, asco frente a los alimentos y en una ocasión, durante varias
semanas, incapacidad para beber no obstante una sed martirizadora; además, disminución de
la capacidad de hablar, al punto de no poder expresarse o no comprender su lengua materna, y,
por último, estados de ausencia, confusión, deliria, alteración de su personalidad toda, a los
cuales consagraremos luego nuestra atención.
Al tomar conocimiento ustedes de semejante cuadro patológico, se inclinarán a suponer, aun
sin ser médicos, que se trata de una afección grave, probablemente cerebral, que ofrece pocas
perspectivas de restablecimiento y acaso lleve al temprano deceso de los aquejados por ella.
Admitan, sin embargo, esta enseñanza de los médicos: para toda una serie de casos que
presentan esas graves manifestaciones está justificada otra concepción, mucho más favorable.
Si ese cuadro clínico aparece en una joven en quien una indagación objetiva demuestra que sus
órganos internos vitales (corazón, riñones) son normales, pero que ha experimentado violentas
conmociones del ánimo, y si en ciertos caracteres más finos los diversos síntomas se apartan
de lo que cabría esperar, los médicos no juzgarán muy grave el caso. Afirmarán no estar frente
a una afección orgánica del cerebro, sino ante ese enigmático estado que desde los tiempos de
la medicina griega recibe el nombre de histeria y es capaz de simular toda una serie de graves
cuadros. Por eso no disciernen peligro mortal y consideran probable una recuperación -incluso
total- de la salud. No siempre es muy fácil distinguir una histeria de una afección orgánica grave.
Pero no necesitamos saber cómo se realiza un diagnóstico diferencial de esta clase; bástenos
la seguridad de que justamente el caso de la paciente de Breuer era uno de esos en que ningún
médico experto erraría el diagnóstico de histeria. En este punto podemos traer, del informe
clínico, un complemento: ella contrajo su enfermedad mientras cuidaba a su padre, tiernamente
amado, de una grave dolencia que lo llevó a la tumba, y a raíz de sus propios males debió dejar
de prestarle esos auxilios.
Hasta aquí nos ha resultado ventajoso avanzar junto con los médicos, pero pronto nos
separaremos de ellos. En efecto, no esperen ustedes que las perspectivas del tratamiento
médico hayan de mejorar esencialmente para el enfermo por el hecho de que se le diagnostique
una histeria en lugar de una grave afección cerebral orgánica. Frente a las enfermedades
graves del encéfalo, el arte médico es impotente en la mayoría de los casos, pero el facultativo
tampoco sabe obrar nada contra la afección histérica. Tiene que dejar librados a la bondadosa
naturaleza el momento y el modo en que se realice su esperanzada prognosis. (ver nota)(5)
Entonces, poco cambia para el enfermo al discernírsele la histeria; es al médico a quien se le
produce una gran variación. Podemos observar que su actitud hacia el histérico difiere por
completo de la que adopta frente al enfermo crónico. No quiere dispensar al primero el mismo
grado de interés que al segundo, pues su dolencia es mucho menos seria, aunque parezca
reclamar que se la considere igualmente grave. Pero no es este el único motivo. El médico, que
en sus estudios ha aprendido tantas cosas arcanas para el lego, ha podido formarse de las
causas y alteraciones patológicas (p. ej., las sobrevenidas en el encéfalo de una persona
afectada de apoplejía o neoplasia) unas representaciones que sin duda son certeras hasta
cierto grado, puesto que le permiten entender los detalles del cuadro clínico. Ahora bien, todo su
saber, su previa formación patológica y anátomo-fisíológica, lo desasiste al enfrentar las
singularidades de los fenómenos histéricos. No puede comprender la histeria, ante la cual se
encuentra en la misma situación que el lego. He ahí algo bien ingrato para quien tanto se precia
de su saber en otros terrenos. Por eso los histéricos pierden su simpatía; los considera como
unas personas que infringen las leyes de su ciencia, tal como miran los ortodoxos a los
heréticos; les atribuye toda la malignidad posible, los acusa de exageración y deliberado
engaño, simulación, y los castiga quitándoles su interés.
Pues bien; el doctor Breuer no incurrió en esta falta con su paciente: le brindó su simpatía e
interés, aunque al comienzo no sabía cómo asistirla. Es probable que se lo facilitaran las
notables cualidades espirituales y de carácter de ella, de las que da testimonio en el historial
clínico que redactó. Su amorosa observación pronto descubrió el camino que le posibilitaría el
primer auxilio terapéutico.
Se había notado que en sus estados de ausencia, de alteración psíquica con confusión, la
enferma solía murmurar entre sí algunas palabras que parecían provenir de unos nexos en que
se ocupase su pensamiento. Entonces el médico, que se hizo informar acerca de esas
palabras, la ponía en una suerte de hipnosis y en cada ocasión se las repetía a fin de moverla a
que las retornase. Así comenzaba a hacerlo la enferma, y de ese modo reproducía ante el
médico las creaciones psíquicas que la gobernaban durante las ausencias y se habían
traslucido en esas pocas palabras inconexas. Eran fantasías tristísimas, a menudo de poética
hermosura -sueños diurnos, diríamos nosotros-, que por lo común tomaban como punto de
partida la situación de una muchacha ante el lecho de enfermo de su padre. Toda vez que
contaba cierto número de esas fantasías, quedaba como liberada y se veía reconducida a la
vida anímica normal. Ese bienestar, que duraba varías horas, daba paso al siguiente día a una
nueva ausencia, vuelta a cancelar de igual modo mediante la enunciación de las fantasías
recién formadas. No era posible sustraerse a la impresión de que* la alteración psíquica
exteriorizada en las ausencias era resultado del estímulo procedente de estas formaciones de
fantasía, plenas de afecto en grado sumo. La paciente misma ‘ que en la época de su
enfermedad, asombrosamente, sólo hablaba y comprendía el inglés, bautizó a este novedoso
tratamiento como «talking cure» {«cura de conversación»} o lo definía en broma como «chimney-sweeping» {«limpieza de chimenea»}.
Pronto se descubrió como por azar que mediante ese deshollinamiento del alma podía
obtenerse algo más que una eliminación pasajera de perturbaciones anímicas siempre
recurrentes. También se conseguía hacer desaparecer los síntomas patológicos cuando en la
hipnosis se recordaba, con exteriorización de afectos, la ocasión y el asunto a raíz del cual esos
síntomas se habían presentado por primera vez. «En el verano hubo un período de intenso
calor, y la paciente sufrió mucha sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de
pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan
pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que
durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc.,
que le mitigaban su sed martirizadora. Cuando esta situación llevaba ya unas seis semanas, se
puso a razonar en estado de hipnosis acerca de su dama de compañía inglesa, a quien no
amaba, y refirió entonces con todos los signos de la repugnancia cómo había ido a su
habitación, y ahí vio a su perrito, ese asqueroso animal, beber de un vaso. Ella no dijo nada
pues quería ser cortés. Tras dar todavía enérgica expresión a ese enojo que se le había
quedado atascado, pidió de beber, tomó sin inhibición una gran cantidad de agua y despertó de
la hipnosis con el vaso en los labios. Con ello la perturbación desaparecía para siempre». (ver
nota)(6)
Permítanme detenerme un momento en esta experiencia. Hasta entonces nadie había eliminado
un síntoma histérico por esa vía, ni penetrado tan hondo en la inteligencia de su causación. No
podía menos que constituir un descubrimiento de los más vastos alcances si se corroboraba la
expectativa de que también otros síntomas, y acaso la mayoría, nacían de ese modo en los
enfermos e igualmente se los podía cancelar. Breuer no ahorró esfuerzos para convencerse de
ello, y pasó a investigar de manera planificada la patogénesis de los otros síntomas, más
graves. Y así era, efectivamente; casi todos los síntomas habían nacido como unos restos,
como unos precipitados si ustedes quieren, de vivencias plenas de afecto a las que por eso
hemos llamado después. «traumas psíquicos»; y su particularidad se esclarecía por la
referencia a la escena traumática que los causó. Para decirlo con un tecnicismo, eran
determinados {determinieren} por las escenas cuyos restos mnémicos ellos figuraban, y ya no
se debía describirlos como unas operaciones arbitrarias o enigmáticas de la neurosis.
Anotemos sólo una desviación respecto de aquella expectativa. La que dejaba como secuela al
síntoma no siempre era una vivencia única; las más de las veces habían concurrido a ese
efecto repetidos y numerosos traumas, a menudo muchísimos de un mismo tipo. Toda esta
cadena de recuerdos patógenos debía ser reproducida luego en su secuencia cronológica, y por
cierto en sentido inverso: los últimos primero, y los primeros en último lugar; era de todo punto
imposible avanzar hasta el primer trauma, que solía ser el más eficaz, saltando los
sobrevenidos después.
Querrán ustedes, sin duda, que les comunique otros ejemplos de causación de síntomas
histéricos, además de esta aversión al agua por asco al perro que bebió del vaso. Empero, si
deseo cumplir mi programa, debo limitarme a muy pocas muestras. Así, Breuer refiere que las
perturbaciones en la visión de la enferma se reconducían a ocasiones «de este tipo: la paciente
estaba sentada, con lágrimas en los ojos, junto al lecho de enfermo de su padre, cuando este le
preguntó de pronto qué hora era; ella no veía claro, hizo un esfuerzo, acercó el reloj a sus ojos y
entonces la esfera se le apareció muy grande (macropsia y strabismus convergens); o bien se
esforzó por sofocar las lágrimas para que el padre no las viera». Por otra parte, todas las
impresiones patógenas venían de la época en que participó en el cuidado de su padre enfermo.
«Cierta vez hacía vigilancia nocturna con gran angustia por el enfermo, que padecía alta fiebre, y
en estado de tensión porque se esperaba a un cirujano de Viena que practicaría la operación. La
madre se había alejado por un rato, y Anna estaba sentada junto al lecho del enfermo, con el
brazo derecho sobre el respaldo de la silla. Cayó en un estado de sueño despierto y vio cómo
desde la pared una serpiente negra se acercaba al enfermo para morderlo. (Es muy probable
que en el prado que se extendía detrás de la casa aparecieran de hecho algunas serpientes y ya
antes hubieran provocado terror a la muchacha, proporcionando ahora el material de la
alucinación.) Quiso espantar al animal pero estaba como paralizada; el brazo derecho,
pendiente sobre el respaldo, se le había «dormido», volviéndosele anestésico y parético, y
cuando lo observó los dedos se mudaron en pequeñas serpientes rematadas en calaveras (las
uñas). Probablemente hizo intentos por ahuyentar a la serpiente con la mano derecha
paralizada, y por esa vía su anestesia y parálisis entró en asociación con la alucinación de la
serpiente. Cuando esta hubo desaparecido, quiso en su angustia rezar, pero se le denegó toda
lengua, no pudo hablar en ninguna, hasta que por fin dio con un verso infantil en inglés y
entonces pudo seguir pensando y orar en esa lengua». Al recordar esta escena en la hipnosis,
quedó eliminada también la parálisis rígida del brazo derecho, que persistía desde el comienzo
de la enfermedad, llegando así a su fin el tratamiento.
Cuando años después yo empecé a aplicar el método de indagación y tratamiento de Breuer a
mis propios pacientes, hice experiencias que coincidían en un todo con las de él. Una dama de
unos cuarenta años sufría de un tic, un curioso ruido semejante a un chasquido que ella
producía a raíz de cualquier emoción y aun sin ocasión visible. Tenía su origen en dos vivencias
cuyo rasgo común era que ella se había propuesto no hacer ruido alguno, a pesar de lo cual, por
una suerte de voluntad contraria, rompió el silencio justamente con aquel chasquido: una vez,
cuando al fin había conseguido hacer dormir con gran trabajo a su hija enferma y se dijo que
ahora tenía que guardar un silencio absoluto para no despertarla, y la otra, cuando durante un
viaje en coche con sus dos hijas los caballos se espantaron con la tormenta, y ella pretendió
evitar cuidadosamente todo ruido para que los animales no se asustaran todavía más. Les doy
este ejemplo entre muchos otros consignados en Estudios sobre la histeria. (ver nota)(7)
Señoras y señores: Si me permiten ustedes la generalización que es inevitable aun tras una
exposición tan abreviada, podemos verter en esta fórmula el conocimiento adquirido hasta
ahora: Nuestros enfermos de histeria padecen de reminiscencias. Sus síntomas son restos y
símbolos mnémicos de ciertas vivencias (traumáticas). Una comparación con otros símbolos,
mnémicos de campos diversos acaso nos lleve a comprender con mayor profundidad este
simbolismo. También los monumentos con que adornamos nuestras grandes ciudades son
unos tales símbolos mnémicos. Si ustedes van de paseo por Londres, hallarán, frente a una de
las mayores estaciones ferroviarias de la ciudad, una columna gótica ricamente guarnecida, la
Charing Cross. En el siglo xiii, uno de los antiguos reyes de la casa de Plantagenet hizo
conducir a Westminstet los despojos de su amada reina Eleanor y erigió cruces góticas en
cada una de las estaciones donde el sarcófago se depositó en tierra; Charing Cross es el último
de los monumentos destinados a conservar el recuerdo de este itinerario doliente. (ver nota)(8)
En otro lugar de la ciudad, no lejos del London Bridge, descubrirán una columna más moderna,
eminente, que en aras de la brevedad es llamada «The Monument». Perpetúa la memoria del
incendio que en 1666 estalló en las cercanías y destruyó gran parte de la ciudad. Estos monumentos son, pues, símbolos mnémicos como los síntomas histéricos; hasta este punto
parece justificada la comparación. Pero, ¿qué dirían ustedes de un londinense que todavía hoy
permaneciera desolado ante el monumento recordatorio del itinerario fúnebre de la reina
Eleanor, en vez de perseguir sus negocios con la premura que las modernas condiciones de
trabajo exigen o de regocijarse por la juvenil reina de su corazón? ¿O de otro que ante «The
Monument» llorara la reducción a cenizas de su amada ciudad, que empero hace ya mucho
tiempo que fue restaurada con mayor esplendor todavía? Ahora bien, los histéricos y los
neuróticos todos se comportan como esos dos londinenses no prácticos. Y no es sólo que
recuerden las dolorosas vivencias de un lejano pasado; todavía permanecen adheridos a ellas,
no se libran del pasado y por él descuidan la realidad efectiva y el presente. Esta fijación de la
vida anímica a los traumas patógenos es uno de los caracteres más importantes y de mayor
sustantividad práctica de las neurosis.
Les concedo de buen grado la objeción que quizá formulan ustedes en este momento,
considerando el historial clínico de la paciente de Breuer. En efecto, todos sus traumas
provenían de la época en que cuidaba a su padre enfermo, y sus síntomas sólo pueden
concebirse como unos signos recordatorios de su enfermedad y muerte. Por tanto,
corresponden a un duelo, y no hay duda de que una fijación a la memoria del difunto tan poco
tiempo después de su deceso no tiene nada de patológico, sino que más bien responde a un
proceso de sentimiento normal. Yo se los concedo; la fijación a los traumas no es nada
llamativo en el caso de la paciente de Breuer. Pero en otros, como el del tic tratado por mí,
cuyos ocasionamientos se remontaban a más de quince y a diez años, el carácter de la
adherencia anormal al pasado resulta muy nítido, y es probable que la paciente de Breuer lo
habría desarrollado igualmente de no haber iniciado tratamiento catártico trascurrido un lapso
tan breve desde la vivencia de los traumas y la génesis de los síntomas.
Hasta aquí sólo hemos elucidado el nexo de los síntomas histéricos con la biografía de los
enfermos; en este punto, a partir de otros dos aspectos de la observación de Breuer podemos
obtener una guía acerca del modo en que es preciso concebir el proceso de la contracción de la
enfermedad y del restablecimiento.
En primer lugar, corresponde destacar que la enferma de Breuer, en casi todas las situaciones
patógenas, debió sofocar una intensa excitación en vez de posibilitarle su decurso mediante los
correspondientes signos de afecto, palabras y acciones. En la pequeña vivencia con el perro de
su dama de compañía, sofocó, por miramiento hacía ella, toda exteriorización de su muy
intenso asco; y mientras vigilaba Junto al lecho de su padre, tuvo el permanente cuidado de no
dejar que el enfermo notara nada de su angustia y dolorosa desazón. Cuando después
reprodujo ante el médico esas mismas escenas, el afecto entonces inhibido afloró con
particular violencia, como si se hubiera reservado durante todo ese tiempo. Y en efecto: el
síntoma que había quedado pendiente de es a escena cobraba su máxima intensidad a medida
que uno se acercaba a su causación, para desaparecer tras la completa tramitación de esta
última. Por otro lado, pudo hacerse la experiencia de que recordar la escena ante el médico no
producía efecto alguno cuando por cualquier razón ello discurría sin desarrollo de afecto. Los
destinos de estos afectos, que uno podía representarse como magnitudes desplazables, eran
entonces lo decisivo tanto para la contracción de la enfermedad como para el restablecimiento.
Así resultó forzoso suponer que aquella sobrevino porque los afectos desarrollados en las
situaciones patógenas hallaron bloqueada una salida normal, y la esencia de su contracción
consistía en que entonces esos afectos «estrangulados» eran sometidos a un empleo anormal.
En parte persistían como unos lastres duraderos de la vida anímica y fuentes de constante
excitación; en parte experimentaban una trasposición a inusuales inervaciones e inhibiciones
corporales que se constituían como los síntomas corporales del caso. Para este último proceso
hemos acuñado el nombre de conversión histérica. Lo corriente y normal es que una parte de
nuestra excitación anímica sea guiada por el camino de la inervación corporal, y el resultado de
ello es lo que conocemos como «expresión de las emociones». Ahora bien, la conversión
histérica exagera esa parte del decurso de un proceso anímico investido de afecto; corresponde
a una expresión mucho más intensa, guiada por nuevas vías, de la emoción. Cuando un cauce
se divide en dos canales, se producirá la congestión de uno de ellos tan pronto como la
corriente tropiece con un obstáculo en el otro.
Lo ven ustedes; estamos en vías de obtener una teoría puramente psicológica de la histeria, en
la que adjudicamos el primer rango a los procesos afectivos.
Una segunda observación de Breuer nos fuerza ahora a conceder una significatividad
considerable a los estados de conciencia entre los rasgos característicos del acontecer
patológico. La enferma de Breuer mostraba múltiples condiciones anímicas (estados de
ausencia, confusión y alteración del carácter) junto a su estado normal. En este último no sabía
nada de aquellas escenas patógenas ni de su urdimbre con sus síntomas; había olvidado esas
escenas, o en todo caso desgarrado la urdimbre patógena. Cuando se la ponía en estado de
hipnosis, tras un considerable gasto de trabajo se lograba reevocar en su memoria esas
escenas, y merced a este trabajo de recuerdo los síntomas eran cancelados. La interpretación
de estos hechos habría provocado gran desconcierto si las experiencias y experimentos del
hipnotismo no hubieran indicado ya el camino. El estudio de los fenómenos hipnóticos nos había
familiarizado con la concepción, sorprendente al comienzo, de que en un mismo individuo son
posibles varios agrupamientos anímicos que pueden mantener bastante independencia
recíproca, «no saber nada» unos de otros, y atraer hacia sí alternativamente a la conciencia. En
ocasiones se observan también casos espontáneos de esta índole, que se designan como de
«double conscience» {«doble conciencia»}. Cuando, dada esa escisión de la personalidad, la
conciencia permanece ligada de manera constante a uno de esos dos estados, se lo llama el
estado anímico conciente, e inconciente al divorciado de él. En los consabidos fenómenos de la
llamada «sugestión pos-hipnótica», en que una orden impartida durante la hipnosis se abre paso
luego de manera imperiosa en el estado normal, se tiene un destacado arquetipo de los influjos
que el estado conciente puede experimentar por obra del que para él es inconciente; y siguiendo
este paradigma se logra ciertamente explicar las experiencias hechas en el caso de la histeria.
Breuer se decidió por la hipótesis de que los síntomas histéricos nacían en unos particulares
estados anímicos que él llamó hipnoides. Excitaciones que caen dentro de tales estados
hipnoides devienen con facilidad patógenas porque ellos no ofrecen las condiciones para un
decurso normal de los procesos excitatorios. De estos nace entonces un insólito producto: el
síntoma, justamente; y este se eleva y penetra como un cuerpo extraño en el estado normal, al
que le falta, en cambio, toda noticia sobre la situación patógena hipnoide. Donde existe un
síntoma, se encuentra también una amnesia, una laguna del recuerdo; y el llenado de esa
laguna conlleva la cancelación de las condiciones generadoras del síntoma.
Me temo que esta parte de mi exposición no les haya parecido muy trasparente. Pero
consideren que se trata de novedosas y difíciles intuiciones, que quizá no puedan aclararse mucho más: prueba de que no hemos avanzado todavía un gran trecho en nuestro
conocimiento. Por lo demás, la tesis de Breuer acerca de los estados hipnoides demostró ser
estorbosa y superflua, y el actual psicoanálisis la ha abandonado. Les diré luego, siquiera
indicativamente, qué influjos y procesos habrían de descubrirse tras esa divisoria de los estados
hipnoides postulados por Breuer. Habrán recibido ustedes, sin duda, la justificada impresión de
que las investigaciones de Breuer sólo pudieron ofrecerles una teoría harto incompleta y un
esclarecimiento insatisfactorio de los fenómenos observados; pero las teorías no caen del cielo,
y con mayor justificación todavía deberán ustedes desconfiar si alguien les ofrece ya desde el
comienzo de sus observaciones una teoría redonda y sin lagunas. Es que esta última sólo
podría ser hija de la especulación y no el fruto de una explotación de los hechos sin supuestos
previos.
II
Señoras y señores: Más o menos por la misma época en que Breuer ejercía con su paciente la
«talking cure», el maestro Charcot había iniciado en París aquellas indagaciones sobre las
histéricas de la Salpétriere que darían por resultado una comprensión novedosa de la
enfermedad. Era imposible que esas conclusiones ya se conocieran por entonces en Viena.
Pero cuando una década más tarde Breuer y yo publicamos la comunicación preliminar sobre el
mecanismo psíquico de los fenómenos histéricos [1893a], que tomaba como punto de partida el
tratamiento catártico de la primera paciente de Breuer, nos encontrábamos enteramente bajo el
sortilegio de las investigaciones de Charcot. Equiparamos las vivencias patógenas de nuestros
enfermos, en calidad de traumas psíquicos, a aquellos traumas corporales cuyo influjo sobre
parálisis histéricas Charcot había establecido; y la tesis de Breuer sobre los estados hipnoides
no es en verdad sino un reflejo del hecho de que Charcot hubiera reproducido artificialmente en
la hipnosis aquellas parálisis traumáticas.
El gran observador francés, de quien fui discípulo entre 1885 y 1886, no se inclinaba a las
concepciones psicológicas; sólo su discípulo Pierre Janet intentó penetrar con mayor
profundidad en los particulares procesos psíquicos de la histeria, y nosotros seguimos su
ejemplo cuando situamos la escisión anímica y la fragmentación de la personalidad en el centro
de nuestra concepción. Hallan ustedes en Janet una teoría de la histeria que toma en cuenta las
doctrinas prevalecientes en Francia acerca del papel de la herencia y de la degeneración.
Según él, la histeria es una forma de la alteración degenerativa del sistema nervioso que se da a
conocer mediante una endeblez innata de la síntesis psíquica. Sostiene que los enfermos de
histeria son desde el comienzo incapaces de cohesionar en una unidad la diversidad de los
procesos anímicos, y por eso se inclinan a la disociación anímica. Si me permiten ustedes un
símil trivial, pero nítido, la histérica de Janet recuerda a una débil señora que ha salido de
compras y vuelve a casa cargada con una montaña de cajas y paquetes. Sus dos brazos y los
diez dedos de las manos no le bastan para dominar todo el cúmulo y entonces se le cae
primero un paquete. Se agacha para recogerlo, y ahora es otro el que se le escapa, etc. No
armoniza bien con esa supuesta endeblez anímica de las histéricas el hecho de que entre ellas
puede observarse, ¡unto a los fenómenos de un rendimiento disminuido, también ejemplos de
un incremento parcial de su productividad, como a modo de un resarcimiento. En la época en
que la paciente de Breuer había olvidado su lengua materna y todas las otras salvo el inglés, su
dominio de esta última llegó a tanto que era capaz, si se le presentaba un libro escrito en
alemán, de producir de primer intentó una traducción intachable y fluida al inglés leyendo en voz
alta.
Cuando luego me apliqué a continuar por mi cuenta las indagaciones iniciadas por Breuer,
pronto llegué a otro punto de vista acerca de la génesis de la disociación histérica (escisión de
conciencia). Semejante divergencia, decisiva para todo lo que había de seguir, era forzoso que
se produjese, pues yo no partía, como Janet, de experimentos de laboratorio, sino de empeños
terapéuticos.
Sobre todo me animaba la necesidad práctica. El tratamiento catártico, como lo había ejercitado
Breuer, implicaba poner al enfermo en estado de hipnosis profunda, pues sólo en el estado
hipnótico hallaba este la noticia ¿le aquellos nexos patógenos, noticia que le faltaba en su
estado normal. Ahora bien, la hipnosis pronto empezó a desagradarme, como un recurso
tornadizo y por así decir místico; y cuando hice la experiencia de que a pesar de todos mis
empeños sólo conseguía poner en el estado hipnótico a una fracción de mis enfermos, me
resolví a resignar la hipnosis e independizar de ella al tratamiento catártico. Puesto que no podía
alterar a voluntad el estado psíquico de la mayoría de mis pacientes, me orienté a trabajar con
su estado normal. Es cierto que al comienzo esto parecía una empresa sin sentido ni
perspectivas. Se planteaba la tarea de averiguar del enfermo algo que uno no sabía y que ni él
mismo sabía; ¿cómo podía esperarse averiguarlo no obstante? Entonces acudió en mi auxilio el
recuerdo de un experimento muy asombroso e instructivo que yo había presenciado junto a
Bernheim en Nancy [en 1889]. Bernheim nos demostró por entonces que las personas a
quienes él había puesto en sonambulismo hipnótico, haciéndoles vivenciar en ese estado toda
clase de cosas, sólo en apariencia habían perdido el recuerdo de lo que vivenciaron
sonámbulas y era posible despertarles tales recuerdos aun en el estado normal. Cuando les
inquiría por sus vivencias sonámbulas, al comienzo aseveraban por cierto no saber nada; pero
si él no desistía, si las esforzaba, si les aseguraba que empero lo sabían, en todos los casos
volvían a acudirles esos recuerdos olvidados.
Fue lo que hice también yo con mis pacientes. Cuando había llegado con ellos a un punto en
que aseveraban no saber nada más, les aseguraba que empero lo sabían, que sólo debían
decirlo, y me atrevía a sostenerles que el recuerdo justo sería el que les acudiese en el
momento en que yo les pusiese mi mano sobre su frente. De esa manera conseguía, sin
emplear la hipnosis, averiguar. de los enfermos todo lo requerido para restablecer el nexo entre
las escenas patógenas olvidadas y los síntomas que estas habían dejado como secuela. Pero era un procedimiento trabajoso, agotador a la larga, que no podía ser el apropiado para una
técnica definitiva.
Mas no lo abandoné sin extraer de las percepciones que él procuraba las conclusiones
decisivas. Así, pues, yo había corroborado que los recuerdos olvidados no estaban perdidos. Se
encontraban en posesión del enfermo y prontos a aflorar en asociación con lo todavía sabido
por él, pero alguna fuerza les impedía devenir concientes y los constreñía a permanecer
inconcientes. Era posible suponer con certeza la existencia de esa fuerza, pues uno registraba
un esfuerzo {Anstrengung} correspondiente a ella cuando se empeñaba, oponiéndosele, en
introducir los recuerdos inconcientes en la conciencia del enfermo. Uno sentía como resistencia
del enfermo esa fuerza que mantenía en pie al estado patológico.
Ahora bien, sobre esa idea de la resistencia he fundado mi concepción de los procesos
psíquicos de la histeria. Cancelar esas resistencias se había demostrado necesario para el
restablecimiento; y ahora, a partir del mecanismo de la curación, uno podía formarse
representaciones muy precisas acerca de lo acontecido al contraerse la enfermedad. Las
mismas fuerzas que hoy, como resistencia, se oponían al empeño de hacer conciente lo
olvidado tenían que ser las que en su momento produjeron ese olvido y esforzaron {drängen}
afuera de la conciencia las vivencias patógenas en cuestión. Llamé represión {esfuerzo de
desalojo} a este proceso por mí supuesto, y lo consideré probado por la indiscutible existencia
de la resistencia.
Desde luego, cabía preguntarse cuáles eran esas fuerzas y cuáles las condiciones de la
represión en la que ahora discerníamos el mecanismo patógeno de la histeria. Una indagación
comparativa de las situaciones patógenas de que se había tenido noticia mediante el
tratamiento catártico permitía ofrecer una respuesta. En todas esas vivencias -había estado en
juego el afloramiento de una moción de deseo que se encontraba en aguda oposición a los
demás deseos del individuo, probando ser inconciliable con las exigencias éticas y estéticas de
la personalidad. Había sobrevenido un breve conflicto, y el final de esta lucha interna fue que la
representación que aparecía ante la conciencia como la portadora de aquel deseo inconciliable
sucumbió a la represión {esfuerzo de desalojo} y fue olvidada. y esforzada afuera de la
conciencia junto con los recuerdos relativos a ella. Entonces, la inconciliabilidad de esa
representación con el yo del enfermo era el motivo {Motiv, «la fuerza impulsora»} de la
represión; y las fuerzas represoras eran los reclamos éticos, y otros, del individuo. La
aceptación de la moción de deseo inconciliable, o la persistencia del conflicto, habrían
provocado un alto grado de displacer; este displacer era ahorrado por la represión, que de esa
manera probaba ser uno de los dispositivos protectores de la personalidad anímica.
Les referiré, entre muchos, uno solo de mis casos, en el que se disciernen con bastante nitidez
tanto las condiciones como la utilidad de la represión. Por cierto que para mis fines me veré
obligado a abreviar este historial clínico, dejando de lado importantes premisas de él. Una
joven(9) que poco tiempo antes había perdido a su amado padre, de cuyo cuidado fue partícipe
-situación análoga a la de la paciente de Breuer-, sintió, al casarse su hermana mayor, una
particular simpatía hacia su cuñado, que fácilmente pudo enmascararse como una ternura
natural entre parientes. Esta hermana pronto cayó enferma y murió cuando la paciente se
encontraba ausente junto con su madre. Las ausentes fueron llamadas con urgencia sin que se
les proporcionase noticia cierta del doloroso suceso, Cuando la muchacha hubo llegado ante el
lecho de su hermana muerta, por un breve instante afloró en ella una idea que podía expresarse
aproximadamente en estas palabras: «Ahora él está libre y puede casarse conmigo». Estamos
autorizados a dar por cierto que esa idea, delatora de su intenso amor por el cuñado, y no
conciente para ella misma, fue entregada de inmediato a la represión por la revuelta de sus
sentimientos. La muchacha contrajo graves síntomas histéricos y cuando yo la tomé bajo
tratamiento resultó que había olvidado por completo la escena junto al lecho de su hermana, así
como la moción odiosa y egoísta que emergiera en ella. La recordó en el tratamiento, reprodujo
el factor patógeno en medio de los indicios de la más violenta emoción, y sanó así.
Acaso me sea lícito ilustrarles el proceso de la represión y su necesario nexo con la resistencia
mediante un grosero símil que tomaré, justamente, de la situación en que ahora nos
encontramos. Supongan que aquí, dentro de esta sala y entre este auditorio cuya calma y
atención ejemplares yo no sabría alabar bastante, se encontrara empero un individuo revoltoso
que me distrajera de mi tarea con sus impertinentes risas, charla, golpeteo con los pies. Y que
yo declarara que así no puedo proseguir la conferencia, tras lo cual se levantaran algunos
hombres vigorosos entre ustedes y tras breve lucha pusieran al barullero en la puerta. Ahora él
está «desalojado» (reprimido} y yo puedo continuar mi exposición. Ahora bien, para que la
perturbación no se repita si el expulsado intenta volver a ingresar en la sala, los señores que
ejecutaron mi voluntad colocan sus sillas contra la puerta y así se establecen como una
«resistencia» tras un esfuerzo de desalojo (represión} consumado. Si ustedes trasfieren las dos
localidades a lo psíquico como lo «conciente» y lo «inconciente», obtendrán una imagen
bastante buena del proceso de la represión.
Ahora ven ustedes en qué radica la diferencia entre nuestra concepción y la de Janet. No
derivamos la escisión psíquica de una insuficiencia innata que el aparato anímico tuviera para la
síntesis, sino que la explicamos dinámicamente por el conflicto de fuerzas anímicas en lucha,
discernimos en ella el resultado de una renuencia activa de cada uno de los dos agrupamientos
psíquicos respecto del otro, Ahora bien, nuestra concepción engendra un gran número de
nuevas cuestiones. La situación del conflicto psíquico es sin duda frecuentísima; un afán del yo
por defenderse de recuerdos penosos se observa con total regularidad, y ello sin que el
resultado sea una escisión anímica. Uno no puede rechazar la idea de que hacen falta todavía
otras condiciones para que el conflicto tenga por consecuencia la disociación. También les
concedo que con la hipótesis de la represión no nos encontramos al final, sino sólo al
comienzo, de una teoría psicológica, pero no tenemos otra alternativa que avanzar paso a paso
y confiar a un trabajo progresivo en anchura y profundidad la obtención de un conocimiento
acabado.
Desistan, por otra parte, del intento de situar el caso de la paciente de Breuer bajo los puntos de
vista de la represión. Ese historial clínico no se presta a ello porque se lo obtuvo con el auxilio
del influjo hipnótico. Sólo si ustedes desechan la hipnosis pueden notar las resistencias y
represiones y formarse una representación certera del proceso patógeno efectivo. La hipnosis
encubre a la resistencia; vuelve expedito un cierto ámbito anímico, pero en cambio acumula la
resistencia en las fronteras de ese ámbito al modo de una muralla que vuelve inaccesible todo
lo demás.
Lo más valioso que aprendimos de la observación de Breuer fueron las noticias acerca de los
nexos entre los síntomas y las vivencias patógenas o traumas psíquicos, y ahora no podemos omitir el apreciar esas intelecciones desde el punto de vista de la doctrina de la represión. Al
comienzo no se ve bien cómo desde la represión puede llegarse a la formación de síntoma. En
lugar de proporcionar una compleja deducción teórica, retomaré en este punto la imagen que
antes usamos para ilustrar la represión {esfuerzo de desalojo}. Consideren que con el
distanciamiento del miembro perturbador y la colocación de los guardianes ante la puerta el
asunto no necesariamente queda resuelto. Muy bien puede suceder que el expulsado, ahora
enconado y despojado de todo miramiento, siga dándonos qué hacer. Es verdad que ya no está
entre nosotros; nos hemos librado de su presencia, de su risa irónica, de sus observaciones a
media voz, pero en cierto sentido el esfuerzo de desalojo no ha tenido éxito, pues ahora da ahí
afuera un espectáculo insoportable, y sus gritos y los golpes de puño que aplica contra la puerta
estorban mi conferencia más que antes su impertinente conducta. En tales circunstancias no
podríamos menos que alegrarnos si, por ejemplo, nuestro estimado presidente, el doctor
Stanley Hall, quisiera asumir el papel de mediador y apaciguador. Hablaría con el miembro
revoltoso ahí afuera y acudiría a nosotros con la exhortación de que lo dejáramos reingresar,
ofreciéndose él como garante de su buen comportamiento. Obedeciendo a la autoridad del
doctor Hall, nos decidimos entonces a cancelar de nuevo el desalojo, y así vuelven a reinar la
calma y la paz. En realidad, no es esta una figuración inadecuada de la tarea que compete al
médico en la terapia psicoanalítica de las neurosis.
Para decirlo ahora más directamente: mediante la indagación de los histéricos y otros
neuróticos llegamos a convencernos de que en ellos ha fracasado la represión de la idea
entramada con el deseo insoportable. Es cierto que la han pulsionado afuera de la conciencia y
del recuerdo, ahorrándose en apariencia una gran suma de displacer, pero la moción de deseo
reprimida perdura en lo inconciente, al acecho de la oportunidad de ser activada; y luego se las
arregla para enviar dentro de la conciencia una formación sustitutiva, desfigurada y vuelta
irreconocible, de lo reprimido, a la que pronto se anudan las mismas sensaciones de displacer
que uno creyó ahorrarse mediante la represión. Esa formación sustitutiva de la idea reprimida
-el síntoma- es inmune a los ataques del yo defensor, y en vez de un breve conflicto surge
ahora un padecer sin término en el tiempo. En el síntoma cabe comprobar, junto a los indicios
de la desfiguración, un resto de semejanza, procurada de alguna manera, con la idea
originariamente reprimida; los caminos por los cuales se consumó la formación sustitutiva
pueden descubrirse en el curso del tratamiento psicoanalítico del enfermo, y para su
restablecimiento es necesario que el síntoma sea trasportado de nuevo por esos mismos
caminos hasta la idea reprimida. Si lo reprimido es devuelto a la actividad anímica conciente, lo
cual presupone la superación de considerables resistencias, el conflicto psíquico así generado y
que el enfermo quiso evitar puede hallar, con la guía del médico, un desenlace mejor que el que
le procuró la represión. De tales tramitaciones adecuadas al fin, que llevan conflicto y neurosis a
un feliz término, las hay varias, y en algunos casos es posible alcanzarlas combinadas entre sí.
La personalidad del enfermo puede ser convencida de que rechazó el deseo patógeno sin razón
y movida a aceptarlo total o parcialmente, o este mismo deseo ser guiado hacia una meta
superior y por eso exenta de objeción (lo que se llama su sublimación), o bien admitirse que su
desestimación es justa, pero sustituirse el mecanismo automático y por eso deficiente de la
represión por un juicio adverso {Verurteilung) con ayuda de las supremas operaciones
espirituales del ser humano; así se logra su gobierno conciente.
Discúlpenme ustedes si no he logrado exponerles de una manera claramente aprehensible
estos puntos capitales del método de tratamiento ahora llamado psicoanálisis. Las dificultades
no se deben sólo a la novedad del asunto. Sobre la índole de los deseos inconciliables que a
pesar de la represión saben hacerse oír desde lo inconciente, y sobre las condiciones
subjetivas o constitucionales que deben darse en cierta persona para que se produzca ese
fracaso de la represión y una formación sustitutiva o de síntoma, daremos noticia luego, con
algunas puntualizaciones.
III
Señoras y señores: No siempre es fácil decir la verdad, en particular cuando uno se ve obligado
a ser breve; así, hoy me veo precisado a corregir una inexactitud que formulé en mi anterior
conferencia. Les dije que si renunciando a la hipnosis yo esforzaba a mis enfermos a
comunicarme lo que se les ocurriera sobre el problema que acabábamos de tratar -puesto que
ellos de hecho sabían lo supuestamente olvidado y la ocurrencia emergente contendría sin duda
lo que se buscaba-, en efecto hacía la experiencia de que la ocurrencia inmediata de mis
pacientes aportaba lo pertinente y probaba ser la continuación olvidada del recuerdo. Pues bien;
esto no es universalmente cierto. Sólo en aras de la brevedad lo presenté tan simple. En
realidad, sólo las primeras veces sucedía que lo olvidado pertinente se obtuviera tras un simple
esforzar de mi parte. Si uno seguía aplicando el procedimiento, en todos los casos acudían
ocurrencias que no podían ser las pertinentes porque no venían a propósito y los propios
enfermos las desestimaban por incorrectas. Aquí el esforzar ya no servía de ayuda, y cabía
lamentarle de haber resignado la hipnosis.
En ese estadio de desconcierto, me aferré a un prejuicio cuya legitimidad científica fue
demostrada años después en Zurich por C. G. Jung y sus discípulos. Debo aseverar que a
menudo es muy provechoso tener prejuicios. Sustentaba yo una elevada opinión sobre el
determinismo {Determinierung} de los procesos anímicos y no podía creer que una ocurrencia
del enfermo, producida por él en un estado de tensa atención, fuera enteramente arbitraria y
careciera de nexos con la representación olvidada que buscábamos; en cuanto al hecho de que
no fuera idéntica a esta última, se explicaba de manera satisfactoria a partir de la situación
psicológica presupuesta. En los enfermos bajo tratamiento ejercían su acción eficaz dos
fuerzas encontradas: por una parte, su afán conciente de traer a la conciencia lo olvidado
presente en su inconciente, y, por la otra, la consabida resistencia que se revolvía contra ese
devenir-conciente de lo reprimido o de sus retoños. Si la resistencia era igual a cero o muy
pequeña, lo olvidado devenía conciente sin desfiguración; cabía entonces suponer que la desfiguración de lo buscado resultaría tanto mayor cuanto más grande fuera la resistencia a su
devenir-conciente. Por ende, la ocurrencia del enfermo, que acudía en vez de lo buscado, había
nacido ella misma como un síntoma; era una nueva, artificiosa y efímera formación sustitutiva
de lo reprimido, y tanto más desemejante a esto cuanto mayor desfiguración hubiera
experimentado bajo el influjo de la resistencia. Empero, dada su naturaleza de síntoma, por
fuerza mostraría cierta semejanza con lo buscado y, si la resistencia no era demasiado intensa,
debía ser posible colegir, desde la ocurrencia, lo buscado escondido. La ocurrencia tenía que
comportarse respecto del elemento reprimido como una alusión, como una figuración de él en
discurso indirecto.
En el campo de la vida anímica normal conocemos casos en que situaciones análogas a la
supuesta por nosotros brindan también parecidos resultados. Uno de ellos es el del chiste. Así,
por los problemas de la técnica psicoanalítica me he visto precisado a ocuparme de la técnica
de la formación de chistes. Les elucidaré un solo ejemplo de esta índole; se trata, por lo demás,
de un chiste en lengua inglesa.
He aquí la anécdota(10): Dos hombres de negocios poco escrupulosos habían conseguido
granjearse una enorme fortuna mediante una serie de empresas harto osadas, y tras ello se
empeñaron en ingresar en la buena sociedad. Entre otros medios, les pareció adecuado
hacerse retratar por el pintor más famoso y más caro de la ciudad, cada uno de cuyos cuadros
se consideraba un acontecimiento. Quisieron mostrarlos por primera vez durante una gran
soirée, y los dueños de casa en persona condujeron al crítico y especialista en arte más
influyente hasta la pared del salón donde ambos retratos habían sido colgados uno junto al otro;
esperaban así arrancarle un juicio admirativo. El crítico los contempló largamente, y al fin
sacudió la cabeza como si echara de menos algo; se limitó a preguntar, señalando el espacio
libre que quedaba entre ambos cuadros: «And where is the Saviour?» (« ¿Y dónde está el
Salvador? »}. Veo que todos ustedes ríen con este buen chiste; ahora tratemos de entenderlo.
Comprendemos que el especialista en arte quiere decir: «Son ustedes un par de pillos, como
aquellos entre los cuales se crucificó al Salvador». Pero no se los dice; en lugar de ello.,
manifiesta algo que a primera vista parece raramente inapropiado y que no viniera al caso, pero
de inmediato lo discernimos como una alusión al insulto por él intentado y como su cabal
sustituto. No podemos esperar que en el chiste reencontraremos todas las circunstancias que
conjeturamos para la génesis de la ocurrencia en nuestros pacientes, pero insistamos en la
identidad de motivación entre chiste y ocurrencia. ¿Por qué nuestro crítico no dice a los dos
pillos directamente lo que le gustaría? Porque junto a sus ganas de espetárselo sin disfraz
actúan en él eficaces motivos contrarios. No deja de tener sus peligros ultrajar a personas de
quienes uno es huésped y tienen a su disposición los vigorosos puños de gran número de
servidores. Uno puede sufrir fácilmente el destino que en la conferencia anterior aduje como
analogía para el «esfuerzo de desalojo» {represión}. Por esta razón el crítico no expresa de
manera directa el insulto intentado, sino que lo hace en una forma desfigurada como «alusión
con omisión». (ver nota)(11) Y bien; opinamos que es esta misma constelación la culpable de
que nuestro paciente, en vez de lo olvidado que se busca, produzca una ocurrencia sustitutiva
más o menos desfigurada.
Señoras y señores: Es de todo punto adecuado llamar «Complejo», siguiendo a la escuela de
Zurich (Bleuler, Jung y otros), a un grupo de elementos de representación investidos de afecto.
Vemos, pues, que si para buscar un complejo reprimido partimos en cierto enfermo de lo último
que aún recuerda, tenemos todas las perspectivas de colegirlo siempre que él ponga a nuestra
disposición un número suficiente de sus ocurrencias libres. Dejamos entonces al enfermo decir
lo que quiere, y nos atenemos a la premisa de que no puede ocurrírsele otra cosa que lo que de
manera indirecta dependa del complejo buscado. Si este camino para descubrir lo reprimido les
parece demasiado fatigoso, puedo al menos asegurarles que es el único transitable.
Al aplicar esta técnica todavía vendrá a perturbarnos el hecho de que el enfermo a menudo se
interrumpe, se atasca y asevera que no sabe decir nada, no se le ocurre absolutamente nada.
Si así fuera y él estuviese en lo cierto, otra vez nuestro procedimiento resultaría insuficiente.
Pero una observación más fina muestra que esa denegación de las ocurrencias en verdad no
sobreviene nunca. Su apariencia se produce sólo porque el enfermo, bajo el influjo de las
resistencias, que se disfrazan en la forma de diversos juicios críticos acerca del valor de la
ocurrencia, se reserva o hace a un lado la ocurrencia percibida. El modo de protegerse de ello
es prever esa conducta y pedirle que no haga caso de esa crítica. Bajo total renuncia a
semejante selección crítica, debe decir todo lo que se le pase por la cabeza, aunque lo
considere incorrecto, que no viene al caso o disparatado, y con mayor razón todavía si le resulta
desagradable ocupar su pensamiento en esa ocurrencia. Por medio de su obediencia a ese
precepto nos aseguramos el material que habrá de ponernos sobre la pista de los complejos
reprimidos.
Este material de ocurrencias que el enfermo arroja de sí con menosprecio cuando en lugar de
encontrarse influido por el médico lo está por la resistencia constituye para el psicoanalista, por
así decir, el mineral en bruto del que extraerá el valioso metal con el auxilio de sencillas artes
interpretativas. Si ustedes quieren procurarse una noticia rápida y provisional de los complejos
reprimidos de cierto enfermo, sin internarse todavía en su ordenamiento y enlace, pueden
examinarlo mediante el experimento de la asociación, tal como lo han desarrollado Jung(12) y
sus discípulos. Este procedimiento presta al psicoanalista tantos servicios como al químico el
análisis cualitativo; es omisible en la terapia de enfermos neuróticos, pero indispensable para la
mostración objetiva de los complejos y en la indagación de las psicosis, que la escuela de
Zurich ha abordado con éxito.
La elaboración de las ocurrencias que se ofrecen al paciente cuando se somete a la regla
psicoanalítica fundamental no es el único de nuestros recursos técnicos para descubrir lo
inconciente. Para el mismo fin sirven otros dos procedimientos: la interpretación de sus sueños
y la apreciación de sus acciones fallidas y casuales.
Les confieso mis estimados oyentes, que consideré mucho tiempo si antes que darles este
sucinto panorama de todo el campo del psicoanálisis no era preferible ofrecerles la exposición
detallada de la interpretación de los sueños(13). Un motivo puramente subjetivo y en apariencia
secundario me disuadió de esto último. Me pareció casi escandaloso presentarme en este país,
consagrado a metas prácticas, como un «intérprete de sueños» antes que ustedes conocieran
el valor que puede reclamar para sí este anticuado y escarnecido arte. La interpretación de los
sueños es en realidad la vía regia para el conocimiento de lo inconciente(14), el fundamento
más seguro del psicoanálisis y el ámbito en el cual todo trabajador debe obtener su
convencimiento y su formación. Cuando me preguntan cómo puede uno hacerse psicoanalista,
respondo: por el estudio de sus propios sueños. Con certero tacto todos los oponentes del
psicoanálisis han esquivado hastá ahora examinar La interpretación de los sueños o han pretendido pasarla por alto con las más insulsas objeciones. Si, por lo contrario, son ustedes
capaces de aceptar las soluciones de los problemas de la vida onírica, las novedades que el
psicoanálisis propone a su pensamiento ya no les depararán dificultad alguna.
No olviden que nuestras producciones oníricas nocturnas, por una parte, muestran la máxima
semejanza externa y parentesco interno con las creaciones de la enfermedad mental y, por la
otra, son conciliables con la salud plena de la vida despierta. No es ninguna paradoja aseverar
que quien se maraville ante esos espejismos sensoriales, ideas delirantes y alteraciones del
carácter «normales», en lugar de entenderlos, no tiene perspectiva alguna de aprehender mejor
que el lego las formaciones anormales de unos estados anímicos patológicos. Entre tales legos
pueden ustedes contar hoy, con plena seguridad, a casi todos los psiquiatras. Síganme ahora
en una rápida excursión por el campo de los problemas del sueño.
Despiertos, solemos tratar tan despreciativamente a los sueños como el paciente a las
ocurrencias que el psicoanalista le demanda. Y también los arrojamos de nosotros, pues por
regla general los olvidamos de manera rápida y completa. Nuestro menosprecio se funda en el
carácter ajeno aun de aquellos sueños que no son confusos ni disparatados, y en el evidente
absurdo y sinsentido de otros sueños; nuestro rechazo invoca las aspiraciones
desinhibidamente vergonzosas e inmorales que campean en muchos sueños. Es notorio que la
Antigüedad no compartía este menosprecio por los sueños. Y aun en la época actual, los
estratos inferiores de nuestro pueblo no se dejan conmover en su estima por ellos; como los
antiguos, esperan de ellos la revelación del futuro.
Confieso que no tengo necesidad alguna de unas hipótesis místicas para llenar las lagunas de
nuestro conocimiento presente, y por eso nunca pude hallar nada que corroborase una
supuesta naturaleza profética de los sueños. Son cosas de muy otra índole, aunque harto
maravillosas también ellas, las que pueden decirse acerca de los sueños.
En primer lugar, no todos los sueños son para el soñante ajenos, incomprensibles y confusos.
Si ustedes se avienen a someter a examen los sueños de niños de corta edad, desde un año y
medio en adelante, los hallarán por entero simples y de fácil esclarecimiento. El niño pequeño
sueña siempre con el cumplimiento de deseos que el día anterior le despertó y no le satisfizo.
No hace falta ningún arte interpretativo para hallar esta solución simple, sino solamente
averiguar las vivencias que el niño tuvo la víspera (el día del sueño). Sin duda, obtendríamos la
solución más satisfactoria del enigma del sueño si también los sueños de los adultos no fueran
otra cosa que los de los niños, unos cumplimientos de mociones de deseo nacidas el día del
sueño. Y así es efectivamente; las dificultades que estorban esta solución pueden eliminarse
paso a paso por medio de un análisis más penetrante de los sueños.
Entre ellas sobresale la primera y más importante objeción, a saber, que los sueños de adultos
suelen poseer un contenido incomprensible, que en modo alguno permite discernir nada de un
cumplimiento de deseo. Pero la respuesta es: Estos sueños han experimentado una
desfiguración; el proceso psíquico que está en su base habría debido hallar originariamente una
muy diversa expresión en palabras. Beben ustedes diferenciar el contenido manifiesto del
sueño, tal como lo recuerdan de manera nebulosa por la mañana y trabajosamente visten con
unas palabras al parecer arbitrarias, de los pensamientos oníricos latentes cuya presencia en lo
inconciente han de suponer. Esta desfiguración onírica es el mismo proceso del que han
tomado conocimiento al indagar la formación de síntomas histéricos; señala el hecho de que
idéntico juego contrario de las fuerzas anímicas participa en la formación del sueño y en la del
síntoma. El contenido manifiesto del sueño es el sustituto desfigurado de los pensamientos
oníricos inconcientes, y esta desfiguración es la obra de unas fuerzas defensoras del yo, unas
resistencias que en la vida de vigilia prohiben {verwehren} a los deseos reprimidos de lo
inconciente todo acceso a la conciencia, y que aún en su rebajamiento durante el estado del
dormir conservan al menos la fuerza suficiente para obligarlos a adoptar un disfraz encubridor.
Luego el soñante no discierne el sentido de sus sueños más que el histérico la referencia y el
significado de sus síntomas.
Que existen pensamientos oníricos latentes., y que entre ellos y el contenido manifiesto del
sueño hay en efecto la relación que acabamos de describir, he ahí algo de lo que ustedes
pueden convencerse mediante el análisis de los sueños, cuya técnica coincide con la
psicoanalítica. Han de prescindir de la trama aparente de los elementos dentro del sueño
manifiesto, y ponerse a recoger las ocurrencias que para cada elemento onírico singular se
obtienen en la asociación libre siguiendo la regla del trabajo psicoanalítico. A partir de este
material colegirán los pensamientos oníricos latentes de un modo idéntico al que les permitió
colegir, desde las ocurrencias del enfermo sobre sus síntomas y recuerdos, sus complejos
escondidos. Y en los pensamientos oníricos latentes así hallados se percatarán ustedes, sin
más, de cuán justificado es reconducir los sueños de adultos a los de niños. Lo que ahora
sustituye al contenido manifiesto del sueño como su sentido genuino es algo que siempre se
comprende con claridad, se anuda a las impresiones vitales de la víspera, y prueba ser
cumplimiento de unos deseos insatisfechos. Entonces, no podrán describir el sueño manifiesto,
del que tienen noticia por el recuerdo del adulto, como no sea diciendo que es un cumplimiento
disfrazado de unos deseos reprimidos.
Y ahora, mediante una suerte de trabajo sintético, pueden obtener también una intelección del
proceso que ha producido la desfiguración de los pensamientos oníricos inconcientes en el
contenido manifiesto del sueño. Llamamos «trabajo del sueño» a este proceso. Merece nuestro
pleno interés teórico porque en él podemos estudiar, como en ninguna otra parte, qué
insospechados procesos psíquicos son posibles en lo inconciente, o, expresado con mayor
exactitud, entre dos sistemas psíquicos separados como el conciente y el inconciente. Entre
estos procesos psíquicos recién discernidos se han destacado la condensación y el
desplazamiento. El trabajo del sueño es un caso especial de las recíprocas injerencias de
diferentes agrupamientos anímicos, vale decir el resultado de la escisión anímica, y en todos
sus rasgos esenciales parece idéntico a aquel trabajo de desfiguración que muda los complejos
reprimidos en síntomas a raíz de un esfuerzo de desalojo {represión} fracasado.
Además, en el análisis de los sueños descubrirán con asombro, y de la manera más
convincente para ustedes mismos, el papel insospechadamente grande que en el desarrollo del
ser humano desempeñan impresiones y vivencias de la temprana infancia. En la vida onírica el
niño por así decir prosigue su existencia en el hombre, conservando todas sus peculiaridades y
mociones de deseo, aun aquellas que han devenido inutilizables en la vida posterior. Así se les
hacen a ustedes patentes, con un poder irrefutable, todos los desarrollos, represiones,
sublimaciones y formaciones reactivas por los cuales desde el niño, de tan diversa disposición,
surge el llamado hombre normal, el portador y en parte la víctima de la cultura trabajosamente
conquistada.
También quiero señalarles que en el análisis de los sueños hemos hallado que lo inconciente se
sirve, en particular para la figuración de complejos sexuales, de un cierto simbolismo que en
parte varía con los individuos pero en parte es de una fijeza típica, y parece coincidir con el
simbolismo que conjeturamos tras nuestros mitos y cuentos tradicionales. No sería imposible
que estas creaciones de los pueblos recibieran su esclarecimiento desde el sueño.
Por último, debo advertirles que no se dejen inducir a error por la objeción de que la emergencia
de sueños de angustia contradiría nuestra concepción del sueño como cumplimiento de deseo.
Prescindiendo de que también estos sueños de angustia requieren interpretación antes que se
pueda formular un juicio sobre ellos, es preciso decir, con validez universal, que la angustia no
va unida al contenido del sueño de una manera tan sencilla como se suele imaginar cuando se
carece de otras noticias sobre las condiciones de la angustia neurótica. La angustia es una de
las reacciones desautorizadoras del yo frente a deseos reprimidos que han alcanzado
intensidad, y por eso también en el sueño es muy explicable cuando la formación de este se ha
puesto demasiado al servicio del cumplimiento de esos deseos reprimidos.
Ven ustedes que la exploración de los sueños tendría su justificación en sí misma por las
noticias que brinda acerca de cosas que de otro modo sería difícil averiguar. Pero nosotros
llegamos a ella en conexión con el tratamiento psicoanalítico de los neuróticos. Tras lo dicho
hasta aquí, pueden ustedes comprender fácilmente cómo la interpretación de los sueños,
cuando no es demasiado estorbada por las resistencias del enfermo, lleva al conocimiento de
sus deseos ocultos y reprimidos, así como de los complejos que estos alimentan; puedo pasar
entonces al tercer grupo de fenómenos anímicos, cuyo estudio se ha convertido en un medio
técnico para el psicoanálisis.
Me refiero a las pequeñas operaciones fallidas de los hombres tanto normales como neuróticos,
a las que no se suele atribuir ningún valor: el olvido de cosas que podrían saber y que otras
veces en efecto saben (p. ej., el hecho de que a uno no le acuda temporariamente un nombre
propio); los deslices cometidos al hablar, que tan a menudo nos sobrevienen; los análogos
deslices en la escritura y la lectura; el trastrocar las cosas confundido en ciertos manejos y el
perder o romper objetos, etc., hechos notables para los que no se suele buscar un
determinismo psíquico y que se dejan pasar sin reparos como unos sucesos contingentes, fruto
de la distracción, la falta de atención y parecidas condiciones. A esto se suman las acciones y
gestos que los hombres ejecutan sin advertirlo para nada y -con mayor razón- sin atribuirles
peso anímico: el jugar o juguetear con objetos, tararear melodías, maniobrar con el propio
cuerpo o sus ropas, y otras de este tenor(15). Estas pequeñas cosas, las operaciones fallidas
así como las acciones sintomáticas y casuales, no son tan insignificantes como en una suerte
de tácito acuerdo se está dispuesto a creer. Poseen pleno sentido desde la situación en que
acontecen; en la mayoría de los casos se las puede interpretar con facilidad y certeza, y se
advierte que también ellas expresan impulsos y propósitos que deben ser relegados,
escondidos a la conciencia propia, o que directamente provienen de las mismas mociones de
deseo y complejos reprimidos de que ya tenemos noticia como los creadores de los síntomas y
de las imágenes oníricas. Merecen entonces ser consideradas síntomas, y tomar nota de ellas,
lo mismo que de los sueños, puede llevar a descubrir lo escondido en la vida anímica. Por su
intermedio el hombre deja traslucir de ordinario sus más íntimos secretos. Si sobrevienen con
particular facilidad y frecuencia, aun en personas sanas que globalmente han logrado bien la
represión de sus mociones inconcientes, lo deben a su insignificancia y nimiedad. Pero tienen
derecho a reclamar un elevado valor teórico, pues nos prueban la existencia de la represión y la
formación sustitutiva aun bajo las condiciones de la salud.
Ya echan de ver ustedes que el psicoanalista se distingue por una creencia particularmente
rigurosa en el determinismo de la vida anímica. Para él no hay en las exteriorizaciones
psíquicas nada insignificante, nada caprichoso ni contingente; espera hallar una motivación
suficiente aun donde no se suele plantear tal exigencia. Y todavía más: está preparado para
descubrir una motivación múltiple del mismo efecto anímico, mientras que nuestra necesidad
de encontrar las causas, que se supone innata, se declara satisfecha con una única causa
psíquica.
Recapitulen ahora los medios que poseemos para descubrir lo escondido, olvidado, reprimido
en la vida anímica: el estudio de las convocadas ocurrencias del paciente en la asociación libre,
de sus sueños y de sus acciones fallidas y sintomáticas; agreguen todavía la valoración de
otros fenómenos que se ofrecen en el curso del tratamiento psicoanalítico, sobre los cuales
haré luego algunas puntualizaciones bajo el título de la «trasferencia», y llegarán conmigo a la
conclusión de que nuestra técnica es ya lo bastante eficaz para poder resolver su tarea, para
aportar a la conciencia el material psíquico patógeno y así eliminar el padecimiento provocado
por la formación de síntomas sustitutivos. Y además, el hecho de que en tanto nos empeñamos
en la terapia enriquezcamos y ahondemos nuestro conocimiento sobre la vida anímica de los
hombres normales y enfermos no puede estimarse de otro modo que como un particular
atractivo y excelencia de este trabajo.
No sé si han recibido ustedes la impresión de que la técnica por cuyo arsenal acabo de guiarlos
es particularmente difícil. Opino que es por entero apropiada para el asunto que está destinada
a dominar. Pero hay algo seguro: ella no es evidente de suyo, se la debe aprender como a la
histológica o quirúrgica. Acaso les asombre enterarse de que en Europa hemos recibido, sobre
el psicoanálisis, una multitud de juicios de personas que nada saben de esta técnica ni la
aplican, y luego nos piden, como en burla, que les probemos la corrección de nuestros
resultados. Sin duda que entre esos contradictores hay también personas que en otros campos
no son ajenas a la mentalidad científica, y por ejemplo no desestimarían un resultado de la
indagación microscópica por el hecho de que no se lo pueda corroborar a simple vista en el
preparado anatómico, ni antes de formarse sobre el asunto un juicio propio con la ayuda del
microscopio. Pero en materia de psicoanálisis las condiciones son en verdad menos favorables
para el reconocimiento. El psicoanálisis quiere llevar al reconocimiento conciente lo reprimido
en la vida anímica, y todos los que formulan juicios sobre él son a su vez hombres que poseen
tales represiones, y acaso sólo a duras penas las mantienen en pie. No puede menos, pues,
que provocarles la misma resistencia que despierta en el enfermo, y a esta le resulta fácil
disfrazarse de desautorización intelectual y aducir argumentos semejantes a los que nosotros
proscribimos {abwehren} en nuestros enfermos con la regla psicoanalítica fundamental. Así
como en nuestros enfermos, también en nuestros oponentes podemos comprobar a menudo
un muy notable rebajamiento de su facultad de juzgar, por obra de influjos afectivos. La
presunción de la conciencia, que por ejemplo desestima al sueño con tanto menosprecio, se
cuenta entre los dispositivos protectores provistos universalmente a todos nosotros para
impedir la irrupción de los complejos inconcientes, y por eso es tan difícil convencer a los seres
humanos de la realidad de lo inconciente y darles a conocer algo nuevo que contradice su IV
Señoras y señores: Ahora demandarán ustedes saber lo que con ayuda del ya descrito medio
técnico hemos averiguado acerca de los complejos patógenos y mociones de deseo reprimidas
de los neuróticos.
Pues bien; una cosa sobre todas: La investigación psicoanalítica reconduce con una regularidad
asombrosa los síntomas patológicos a impresiones de la vida amorosa de los enfermos; nos
muestra que las mociones de deseo patógenas son de la naturaleza de unos componentes
pulsionales eróticos, y nos constriñe a suponer que debe atribuirse a las perturbaciones del
erotismo la máxima significación entre los influjos que llevan a la enfermedad, y ello, además,
en los dos sexos.
Sé que esta aseveración no se me creerá fácilmente. Aun investigadores que siguen con
simpatía mis trabajos psicológicos se inclinan a opinar que yo sobrestimo la contribución
etiológica de los factores sexuales, y me preguntan por qué excitaciones anímicas de otra índole
no habrían de dar ocasión también a los descritos fenómenos de la represión y la formación
sustitutiva. Ahora bien, yo puedo responder: No sé por qué no habrían de hacerlo, y no tengo
nada que oponer a ello; pero la experiencia muestra que no poseen esa significación, que a lo
sumo respaldan el efecto de los factores sexuales, mas sin poder sustituirlos nunca. Es que yo
no he postulado teóricamente ese estado de las cosas; en los Estudios sobre la histeria, que en
colaboración con el doctor Josef Breuer publiqué en 1895, yo aún no sostenía ese punto de
vista: debí abrazarlo cuando mis experiencias se multiplicaron y penetraron con mayor
profundidad en el asunto. Señores: Aquí, entre ustedes, se encuentran algunos de mis más
cercanos amigos y seguidores, que me han acompañado en este viaje a Worcester.
Indáguenlos, y se enterarán de que todos ellos descreyeron al comienzo por completo de esta
tesis sobre la significación decisiva de la etiología sexual, hasta que sus propios empeños
analíticos los compelieron a hacerla suya.
El convencimiento acerca de la justeza de la tesis en cuestión no es en verdad facilitado por el
comportamiento de los pacientes. En vez de ofrecer de buena gana las noticias sobre su vida
sexual, por todos los medios procuran ocultarlas. Los hombres no son en general sinceros en
asuntos sexuales. No muestran con franqueza su sexualidad, sino que gastan una espesa bata
hecha de… tejido de embuste para esconderla, como si hiciera mal tiempo en el mundo de la
sexualidad. Y no andan descaminados; en nuestro universo cultural ni el sol ni el viento son
propicios para el quehacer sexual; en verdad, ninguno de nosotros puede revelar francamente
su erotismo a los otros. Pero una vez que los pacientes de ustedes reparan en que pueden
hacerlo sin embarazo en el tratamiento, se quitan esa cáscara de embuste y sólo entonces
están ustedes en condiciones de formarse un juicio sobre el problema en debate. Por desdicha,
tampoco los médicos gozan de ningún privilegio sobre las demás criaturas en su personal
relación con las cuestiones de la vida sexual, y muchos de ellos se encuentran prisioneros de
esa unión de gazmoñería y concupiscencia que gobierna la conducta de la mayoría de los
«hombres de cultura» en materia de sexualidad.
Permítanme proseguir ahora con la comunicación de nuestros resultados. En otra serie de
casos, la exploración psicoanalítica no reconduce los síntomas, es cierto, a vivencias sexuales,
sino a unas traumáticas, triviales. Pero esta diferenciación pierde valor por otra circunstancia. El
trabajo de análisis requerido para el radical esclarecimiento y la curación definitiva de un caso
clínico nunca se detiene en las vivencias de la época en que se contrajo la enfermedad, sino
que se remonta siempre hasta la pubertad y la primera infancia del enfermo, para tropezar, sólo
allí, con las impresiones y sucesos que comandaron la posterior contracción de la enfermedad.
Unicamente las vivencias de la infancia explican la susceptibilidad para posteriores traumas, y
sólo descubriendo y haciendo concientes estas huellas mnémicas por lo común olvidadas
conseguimos el poder para eliminar los síntomas. Llegamos aquí al mismo resultado que en la
exploración de los sueños, a saber, que las reprimidas, imperecederas mociones de deseo de
la infancia son las que han prestado su poder a la formación de síntoma, sin lo cual la reacción
frente a traumas posteriores habría discurrido por caminos normales. Pues bien, estamos
autorizados a calificar de sexuales a todas esas poderosas mociones de deseo de la infancia.
Ahora con mayor razón estoy seguro de que se habrán asombrado ustedes. « ¿Acaso existe
una sexualidad infantil? », preguntarán; «¿No es la niñez más bien el período de la vida
caracterizado por la ausencia de la pulsión sexual?». No, señores míos; ciertamente no ocurre
que la pulsión sexual descienda sobre los niños en la pubertad como, según el Evangelio, el
Demonio lo hace sobre las marranas. El niño tiene sus pulsiones y quehaceres sexuales desde
el comienzo mismo, los trae consigo al mundo, y desde ahí, a través de un significativo
desarrollo, rico en etapas, surge la llamada sexualidad normal del adulto. Ni siquiera es difícil
observar las exteriorizaciones de ese quehacer sexual infantil; más bien hace falta un cierto arte
para omitirlas o interpretarlas erradamente.
Por un favor del destino estoy en condiciones de invocar para mis tesis un testimonio originario
del medio de ustedes. Aquí les muestro el trabajo de un doctor Sanford Bell, publicado en la
American Journal of Psychology en 1902. El autor es miembro de la Clark University, el mismo
instituto en cuyo salón de conferencias nos encontramos. En este trabajo, titulado «A
Preliminary Study of the Emotion of Love between the Sexes» y aparecido tres años antes de
mis Tres ensayos de teoría sexual [ 1905d], el autor dice exactamente lo que acabo de
exponerles: «The emotion of sex-love ( … ) does not make its appearance for the first time at the
period of adolescence, as has been thought». (ver nota)(16) Como diríamos en Europa, él
trabajó al estilo norteamericano, reuniendo no menos de 2.500 observaciones positivas en el curso de 15 años, de las que 800 son propias. Acerca de los signos por los que se dan a
conocer esos enamoramientos, expresa: «Tbe unprejudiced mind, in observing these
manifestations in hundreds of couples of children, cannot escape referring them to sex origin.
The most exacting mind is satisfied when to these observations are added the confessions of
those who have, as children, experienced the emotion to a marked degree of intensity, and
whose memories ol childhood are relatively distinct». (ver nota)(17) Pero lo que más
sorprenderá a aquellos de ustedes que no quieran creer en la sexualidad infantil será enterarse
de que, entre estos niños tempranamente enamorados, no pocos se encuentran en la tierna
edad de tres, cuatro y cinco años.
No me extrañaría que creyeran ustedes más en estas observaciones de su compatriota que en
las mías. Hace poco yo mismo he tenido la suerte de obtener un cuadro bastante completo de
las exteriorizaciones pulsionales somáticas y de las producciones anímicas en un estadio
temprano de la vida amorosa infantil, por el análisis de un varoncito de cinco años, aquejado de
angustia, que su propio padre emprendió con él siguiendo las reglas del arte. (ver nota)(18) Y
puedo recordarles que hace pocas horas mi amigo, el doctor Carl G. Jung, les expuso en esta
misma sala la observación de una niña aún más pequeña, que a raíz de igual ocasión que mi
paciente -el nacimiento de un hermanito- permitió colegir con certeza casi las mismas
mociones sensuales, formaciones de deseo y de complejo. (ver nota)(19) No desespero, pues,
de que se reconcilien ustedes con esta idea, al comienzo extraña, de la sexualidad infantil;
quiero ponerles aún por delante el ejemplo de Eugen Bleuler, psiquiatra de Zurich, quien hace
apenas unos años manifestaba públicamente «no entender mis teorías sexuales», y desde
entonces ha corroborado la sexualidad infantil en todo su alcance por sus propias
observaciones. (ver nota)(20)
Es fácil de explicar el hecho de que la mayoría de los hombres, observadores médicos u otros,
no quieran saber nada de la vida sexual del niño. Bajo la presión de la educación para la cultura
han olvidado su propio quehacer sexual infantil y ahora no quieren que se les recuerde lo
reprimido. Obtendrían otros convencimientos si iniciaran la indagación con un autoanálisis, una
revisión e interpretación de sus recuerdos infantiles.
Abandonen la duda y procedan conmigo a una apreciación de la sexualidad infantil desde los
primeros años de vida. (ver nota)(21)
La pulsión sexual del niño prueba ser en extremo compuesta, admite una descomposición en
muchos elementos que provienen de diversas fuentes. Sobre todo, es aún independiente de la
función de la reproducción, a cuyo servicio se pondrá más tarde. Obedece a la ganancia de
diversas clases de sensación placentera, que, de acuerdo con ciertas analogías y nexos,
reunimos bajo el título de placer sexual. La principal fuente del placer sexual infantil es la
apropiada excitación de ciertos lugares del cuerpo particularmente estimulables: además de los
genitales, las aberturas de la boca, el ano y la uretra, pero también la piel y otras superficies
sensibles. Como en esta primera fase de la vida sexual infantil la satisfacción se halla en el
cuerpo propio y prescinde de un objeto ajeno, la llamamos, siguiendo una expresión acuñada
por Havelock Ellis, la fase del autoerotismo. Y denominamos «zonas erógenas» a todos los
lugares significativos para la ganancia de placer sexual. El chupetear o mamar con fruición de
los pequeñitos es un buen ejemplo de una satisfacción autoerótica de esa índole, proveniente de
una zona erógena; el primer observador científico de este fenómeno, un pediatra de Budapest
de nombre Lindner, ya lo interpretó correctamente como una satisfacción sexual y describió de
manera exhaustiva su paso a otras formas, superiores, del quehacer sexual. (ver nota)(22) Otra
satisfacción sexual de esta época de la vida es la excitación masturbatoria de los genitales, que
tan grande significación adquiere para la vida posterior y que muchísimos individuos nunca
superan del todo. junto a estos y otros quehaceres autoeróticos, desde muy temprano se
exteriorizan en el niño aquellos componentes pulsionales del placer sexual, o, como
preferiríamos decir, de la libido, que tienen por premisa una persona ajena en calidad de objeto.
Estas pulsiones se presentan en pares de opuestos, como activas y pasivas; les menciono los
exponentes más importantes de este grupo: el placer de infligir dolor (sadismo) con su
correspondiente {Gegenspiel} pasivo (masoquismo), y el placer de ver activo y pasivo; del
primero de estos últimos se ramifica más tarde el apetito de saber, y del segundo, el esfuerzo
que lleva a la exhibición artística y actoral. Otros quehaceres sexuales del niño caen ya bajo el
punto de vista de la elección de objeto, cuyo asunto principal es una persona ajena que debe su
originario valor a unos miramientos de la pulsión de autoconservación. Ahora bien, la diferencia
de los sexos no desempeña todavía, en este período infantil, ningún papel decisivo; así, pueden
ustedes atribuir a todo niño, sin hacerle injusticia, una cierta dotación homosexual.
Esta vida sexual del niño, abigarrada, rica, pero disociada, en que cada una de las pulsiones se
procura su placer con independencia de todas las otras, experimenta una síntesis y una
organización siguiendo dos direcciones principales, de suerte que al concluir la época de la
pubertad las más de las veces queda listo, plasmado, el carácter sexual definitivo del individuo.
Por una parte, las pulsiones singulares se subordinan al imperio de la zona genital, por cuya vía
toda la vida sexual entra al servicio de la reproducción, y la satisfacción de aquellas conserva un
valor sólo como preparadora y favorecedora del acto sexual en sentido estricto. Por otra parte,
la elección de objeto esfuerza hacia atrás al autoerotismo, de modo que ahora en la vida
amorosa todos los componentes de la pulsión sexual quieren satisfacerse en la persona
amada. Pero no a todos los componentes pulsionales originarios se les permite participar en
esta conformación definitiva de la vida sexual. Aún antes de la pubertad se imponen, bajo el
influjo de la educación, represiones en extremo enérgicas de ciertas pulsiones, y se establecen
poderes anímicos, como la vergüenza, el asco, la moral, que las mantienen a modo de unos
guardianes. Cuando luego, en la pubertad, sobreviene la marea de la necesidad sexual, halla en
esas formaciones anímicas reactivas o de resistencia unos diques que le prescriben su
discurrir por los caminos llamados normales y le imposibilitan reanimar las pulsiones sometidas
a la represión. Son sobre todo las mociones placenteras coprófilas de la infancia, vale decir las
que tienen que ver con los excrementos, las afectadas de la manera más radical por la
represión; además, la fijación a las personas de la elección primitiva de objeto.
Señores: Una proposición de la patología general nos dice que todo proceso de desarrollo
conlleva los gérmenes de la predisposición patológica, pues puede ser inhibido, retardado, o
discurrir de manera incompleta. Lo mismo es válido para el tan complejo desarrollo de la
función sexual. No todos los individuos lo recorren de una manera tersa, y entonces deja como
secuela o bien anormalidades o unas predisposiciones a contraer enfermedad más tarde por el
camino de la involución (regresión). Puede suceder que no todas las pulsiones parciales se
sometan al imperio de la zona genital; si una de aquellas pulsiones ha permanecido
independiente, se produce luego lo que llamamos una perversión y que puede sustituir la meta
sexual normal por la suya propia. Dijimos ya que es harto frecuente que el autoerotismo no se
supere del todo, de lo cual son testimonio después las más diversas perturbaciones. La igual valencia originaria de ambos sexos como objetos sexuales puede conservarse, de lo cual
resulta en la vida adulta una inclinación al quehacer homosexual, que en ciertas circunstancias
puede acrecentarse hasta la homosexualidad exclusiva. Esta serie de perturbaciones
corresponde a las inhibiciones directas en el desarrollo de la función sexual; comprende las
perversiones y el no raro infantilismo general de la vida sexual.
La predisposición a las neurosis deriva de diverso modo de un deterioro en el desarrollo sexual.
Las neurosis son a las perversiones como lo negativo a lo positivo: en ellas se rastrean, como
portadores de los complejos y formadores de síntoma, los mismos componentes pulsionales
que en las perversiones, pero producen sus efectos desde lo inconciente; por tanto, han
experimentado una represión, pero, desafiándola, pudieron afirmarse en lo inconciente. El
psicoanálisis nos permite discernir que una exteriorización hiper-intensa de estas pulsiones en
épocas muy tempranas lleva a una suerte de fijación parcial que en lo sucesivo constituye un
punto débil dentro de la ensambladura de la función sexual. Sí el ejercicio de la función sexual
normal en la madurez tropieza con obstáculos, se abrirán brechas en la represión {esfuerzo de
desalojo y suplantación} de esa época de desarrollo justamente por los lugares en que
ocurrieron las fijaciones infantiles.
Ahora quizá objeten ustedes: Pero no todo eso es sexualidad. Yo uso esa expresión en un
sentido mucho más lato que aquel al que ustedes están habituados a entenderla. Se los
concedo. Pero cabe preguntar si no sucede más bien que ustedes la emplean en un sentido
demasiado estrecho cuando la limitan al ámbito de la reproducción. Así sacrifican la
comprensión de las perversiones, el nexo entre perversión, neurosis y vida sexual normal, y se
incapacitan para discernir en su verdadero significado los comienzos, fáciles de observar, de la
vida amorosa somática y anímica de los niños. Pero cualquiera que sea la decisión de ustedes
sobre el uso de esa palabra, retengan que el psicoanalista entiende la sexualidad en aquel
sentido pleno al que uno se ve llevado por la apreciación de la sexualidad infantil.
Volvamos otra vez sobre el desarrollo sexual del niño. Nos resta mucho por pesquisar porque
habíamos dirigido nuestra atención más a las exteriorizaciones somáticas que a las anímicas
de la vida sexual, La primitiva elección de objeto del niño, que deriva de su necesidad de
asistencia, reclama nuestro ulterior interés. Primero apunta a todas las personas encargadas
de su crianza, pero ellas pronto son relegadas por los progenitores. El vínculo del niño con
ambos en modo alguno está exento de elementos de coexcitación sexual, según el testimonio
coincidente de la observación directa del niño y de la posterior exploración analítica. El niño
toma a ambos miembros de la pareja parental, y sobre todo a uno de ellos, como objeto de sus
deseos eróticos. Por lo común obedece en ello a una incitación de los padres mismos, cuya
ternura presenta los más nítidos caracteres de un quehacer sexual, si bien inhibido en sus
metas. El padre prefiere por regla general a la hija, y la madre al hijo varón; el niño reacciona a
ello deseando, el hijo, reemplazar al padre, y la hija, a la madre. Los sentimientos que
despiertan en estos vínculos entre progenitores e hijos, y en los recíprocos vínculos entre
hermanos y hermanas, apuntalados en aquellos, no son sólo de naturaleza positiva y tierna,
sino también negativa y hostil. El complejo así formado está destinado a una pronta represión,
pero sigue ejerciendo desde lo inconciente un efecto grandioso y duradero. Estamos
autorizados a formular la conjetura de que con sus ramificaciones constituye el complejo
nuclear de toda neurosis, y estamos preparados para tropezar con su presencia, no menos
eficaz, en otros campos de la vida anímica. El mito del rey Edipo, que mata a su padre y toma
por esposa a su madre, es una revelación, muy poco modificada todavía, del deseo infantil, al
que se le contrapone luego el rechazo de la barrera del incesto. El Hamlet de Shakespeare se
basa en el mismo terreno del complejo incestuoso, mejor encubierto. (ver nota)(23)
Hacia la época en que el niño es gobernado por el complejo nuclear no reprimido todavía, una
parte significativa de su quehacer intelectual se pone al servicio de los intereses sexuales.
Empieza a investigar de dónde vienen los niños y, valorando los indicios que se le ofrecen,
colige sobre las circunstancias efectivas más de lo que los adultos sospecharían. Por lo común,
la amenaza material que le significa un hermanito, en el que ve al comienzo sólo al competidor,
despierta su interés de investigación. Bajo el influjo de las pulsiones parciales activas dentro de
él mismo, alcanza cierto número de teorías sexuales infantiles. Por ejemplo, que ambos sexos
poseen el mismo genital masculino, que los niños se conciben por el comer y se paren por el
recto, y que el comercio entre los sexos es un acto hostil, una suerte de sometimiento. Pero
justamente la inmadurez de su constitución sexual y la laguna en sus noticias que le provoca la
latencia del canal sexual femenino constriñen al investigador infantil a suspender su trabajo por
infructuoso. El hecho de esta investigación infantil, así como las diversas teorías sexuales que
produce, conservan valor determinante para la formación de carácter del niño y el contenido de
su eventual neurosis posterior.
Es inevitable y enteramente normal que el niño convierta a sus progenitores en objetos de su
primera elección amorosa. Pero su libido no debe permanecer fijada a esos objetos primeros,
sino tomarlos luego como unos meros arquetipos y deslizarse hacia personas ajenas en la
época de la elección definitiva de objeto. El desasimiento del niño respecto de sus padres se
convierte así en una tarea insoslayable si es que no ha de peligrar la aptitud social del joven.
Durante la época en que la represión selecciona entre las pulsiones parciales, y luego, cuando
debe ser mitigado el influjo de los padres, que había costeado lo sustancial del gasto de esas
represiones, incumben al trabajo pedagógico unas tareas que en el presente no siempre se
tramitan de manera inteligente e inobjetable.
Señoras y señores: No juzguen que con estas elucidaciones sobre la vida sexual y el desarrollo
psicosexual del niño nos hemos alejado demasiado del psicoanálisis y su tarea de eliminar
perturbaciones neuróticas. Si ustedes quieren, pueden caracterizar al tratamiento psicoanalítico
sólo como una educación retomada para superar restos infantiles.
V
Señoras y señores: Con el descubrimiento de la sexualidad infantil y la reconducción de los
síntomas neuróticos a componentes pulsionales eróticos hemos obtenido algunas inesperadas
fórmulas sobre la esencia y las tendencias de las neurosis. Vemos que los seres humanos
enferman cuando a consecuencia de obstáculos externos o de un defecto interno de adaptación
se les deniega la satisfacción de sus necesidades eróticas en la realidad. Vemos que luego se
refugian en la enfermedad para hallar con su auxilio una satisfacción sustitutiva de lo denegado.
Discernimos que los síntomas patológicos contienen un fragmento del quehacer sexual de la
persona o su vida sexual íntegra, y hallamos en el mantenerse alejados de la realidad la
principal tendencia, pero también el principal perjuicio, de la condición de enfermo.
Sospechamos que la resistencia de nuestros enfermos a la curación no es simple, sino
compuesta de varios motivos. No sólo el yo del enfermo se muestra renuente a resignar las
represiones {esfuerzos de suplantación} mediante las cuales ha escapado a sus disposiciones
originarias, sino que tampoco las pulsiones sexuales quieren renunciar a su satisfacción
sustitutiva mientras sea incierto que la realidad les ofrezca algo mejor.
La huida desde la realidad insatisfactoria a lo que nosotros llamamos enfermedad a causa de
su nocividad biológica, pero que nunca deja de aportar al enfermo una ganancia inmediata de
placer, se consuma por la vía de la involución (regresión), el regreso a fases anteriores de la
vida sexual que en su momento no carecieron de satisfacción. Esta regresión es al parecer
doble: temporal, pues la libido, la necesidad erótica, retrocede a estadios de desarrollo
anteriores en el tiempo, y formal, pues para exteriorizar esa necesidad se emplean los medios
originarios y primitivos de expresión psíquica, Ahora bien, ambas clases de regresión apuntan a
la infancia y se conjugan para producir un estado infantil de la vida sexual. (ver nota)(24)
Mientras más a fondo penetren ustedes en la patogénesis de la contracción de neurosis, más
se les revelará la trabazón de estas con otras producciones de la vida anímica humana, aun las
más valiosas. Advertirán que nosotros, los hombres, con las elevadas exigencias de nuestra
cultura y bajo la presión de nuestras represiones internas, hallamos universalmente
insatisfactoria la realidad, y por eso mantenemos una vida de la fantasía en la que nos gusta
compensar, mediante unas producciones de cumplimiento de deseos, las carencias de la
realidad. En estas fantasías se contiene mucho de la genuina naturaleza constitucional de la
personalidad, y también de sus mociones reprimidas {desalojadas) de la realidad efectiva. El
hombre enérgico y exitoso es el que consigue trasponer mediante el trabajo sus fantasías de
deseo en realidad. Toda vez que por las resistencias del mundo exterior y la endeblez del
individuo ello no se logra, sobreviene el extrañamiento respecto de la realidad; el individuo se
retira a su mundo de fantasía, que le procura satisfacción y cuyo contenido, en caso de
enfermar, traspone en síntomas. Bajo ciertas condiciones favorables, le resta la posibilidad de
hallar desde estas fantasías un camino diverso hasta la realidad, en vez de enajenarse de ella
de manera permanente por regresión a lo infantil. Cuando la persona enemistada con la realidad
posee el talento artístico, que todavía constituye para nosotros un enigma psicológico, puede
trasponer sus fantasías en creaciones artísticas en lugar de hacerlo en síntomas; así escapa al
destino de la neurosis y recupera por este rodeo el vínculo con la realidad. (ver nota)(25) Toda
vez que persistiendo la rebelión contra el mundo real falle o no baste ese precioso talento, será
inevitable que la libido, siguiendo el rastro de las fantasías, arribe por el camino de la regresión a
reanimar los deseos infantiles y, así, a la neurosis. La neurosis hace, en nuestro tiempo, las
veces del convento al que solían retirarse antaño todas las personas desengañadas de la vida o
que se sentían demasiado débiles para afrontarla.
Permítanme insertar en este lugar el principal resultado al que hemos llegado mediante la
indagación psicoanalítica de los neuróticos, a saber: sus neurosis no poseen un contenido
psíquico propio que no se encuentre también en los sanos, o, como lo ha dicho Carl G. Jung,
enferman a raíz de los mismos complejos con que luchamos también los sanos. Depende de
constelaciones cuantitativas, de las relaciones entre las fuerzas en recíproca pugna, que la
lucha lleve a la salud, a la neurosis o a un hiperrendimiento compensador.
Señoras y señores: Les he mantenido en reserva la experiencia más importante que corrobora
nuestro supuesto sobre las fuerzas pulsionales sexuales de la neurosis. Siempre que tratamos
psicoanalíticamente a un neurótico, le sobreviene el extraño fenómeno de la llamada
trasferencia, vale decir, vuelca sobre el médico un exceso de mociones tiernas, contaminadas
hartas veces de hostilidad, y que no se fundan en ningún vínculo real; todos los detalles de su
emergencia nos fuerzan a derivarlas de los antiguos deseos fantaseados del enfermo,
devenidos inconcientes. Entonces, revive en sus relaciones con el médico aquella parte de su
vida de sentimientos que él ya no puede evocar en el recuerdo, y sólo reviviéndola así en la
«trasferencia» se convence de la existenc ia y del poder de esas mociones sexuales
inconcientes. Los síntomas, que para tomar un símil de la química son los precipitados de
tempranas vivencias amorosas (en el sentido más lato), sólo pueden solucionarse y
trasportarse a otros productos psíquicos en la elevada temperatura de la vivencia de
trasferencia. Según una acertada expresión de Sándor Ferenczi(26), el médico desempeña en
esta reacción el papel de un fermento catalítico que de manera temporaria atrae hacia sí los
afectos que libremente devienen a raíz del proceso. El estudio de la trasferencia puede
proporcionarles también la clave para entender la sugestión hipnótica de la que al comienzo nos
habíamos servido como medio técnico para explorar lo inconciente en nuestros enfermos. En
aquella época la hipnosis demostró ser un auxiliar terapéutico, pero también un obstáculo para
el discernimiento científico de la relación de las cosas, pues removía las resistencias psíquicas
de cierto ámbito para acumularlas en sus lindes hasta erigir una muralla infranqueable. Por lo
demás, no crean ustedes que el fenómeno de la trasferencia, sobre el que desdichadamente es
muy poco lo que puedo decirles aquí, sería creado por el influjo psicoanalítico. Ella se produce
de manera espontánea en todas las relaciones humanas, lo mismo que en la del enfermo con el
médico; es dondequiera el genuino portador del influjo terapéutico, y su efecto es tanto mayor
cuanto menos se sospecha su presencia. Entonces, el psicoanálisis no la crea; meramente la
revela a la conciencia y se apodera de ella a fin de guiar los procesos psíquicos hacia las metas
deseadas. Sin embargo, no puedo abandonar el tema de la trasferencia sin destacar que este
fenómeno no sólo cuenta decisivamente para el convencimiento del enfermo, sino también para
el del médico. Sé que todos mis partidarios sólo mediante sus experiencias con la trasferencia
se convencieron de la justeza de mis tesis sobre la patogénesis de las neurosis, y muy bien
puedo concebir que no se obtenga esa certeza en el juicio mientras uno mismo no haya hecho
psicoanálisis, vale decir, no haya observado por sí mismo los efectos de la trasferencia.
Señoras y señores: Opino que del lado del intelecto cabe apreciar sobre todo dos obstáculos
para el reconocimiento de las argumentaciones psicoanalíticas. En primer lugar, la falta de
hábito de contar con el determinismo estricto y sin excepciones de la vida anímica y, en segundo, el desconocimiento de las peculiaridades por las cuales unos procesos anímicos
inconcientes se diferencian de los concientes con que estamos familiarizados. Una de las más
difundidas resistencias al trabajo psicoanalítico -tanto en personas enfermas como en sanasse
reconduce al segundo de los factores mencionados. Se teme causar daño mediante el
psicoanálisis, se tiene angustia a convocar ja la conciencia del enfermo las mociones sexuales
reprimidas, como si esto aparejara el peligro de que con ello resultaran luego avasalladas sus
aspiraciones éticas superiores y fuera despojado de sus adquisiciones culturales. (ver nota)(27)
Uno nota que el enfermo tiene puntos débiles en su vida anímica, pero no se atreve a tocarlos
para no aumentarle todavía más su padecimiento. Podemos retomar esta analogía. Sin duda,
es más benigno no tocar lugares enfermos si por esa vía uno no sabe otra cosa que deparar
dolor. Pero, como es bien sabido, el cirujano no se abstiene de investigar y trabajar sobre el
foco enfermo cuando se propone una intervención destinada a procurar curación duradera.
Nadie piensa en reprocharle las inevitables molestias de la investigación ni los fenómenos
reactivos de la operación cuando esta alcanza su propósito y el enfermo, mediante un
temporario empeoramiento de su estado, gana su definitiva eliminación. Parecida es la situación
en el caso del psicoanálisis; tiene derecho a reclamar lo mismo que la cirugía, pero, siendo
buena la técnica, las mayores molestias que depara al enfermo en el curso del tratamiento son
incomparablemente menores que las que el cirujano impone, y de todo punto desdeñables con
relación a la gravedad del sufrimiento básico. Y en cuanto al temido desenlace, la destrucción
del carácter cultural por obra de las pulsiones emancipadas de la represión, es por completo
imposible, pues tales aprensiones no toman en cuenta lo que nos han enseñado con certeza
nuestras experiencias, a saber, que el poder anímico y somático de una moción de deseo, toda
vez que su represión haya fracasado, es incomparablemente más intenso cuando es
inconciente que cuando es conciente, de suerte que hacerla conciente no puede tener otro
efecto que debilitarla. El deseo inconciente es insusceptible de influencia e independiente de
cualquier aspiración contraria, en tanto que el deseo conciente resulta inhibido por todo cuanto
es igualmente conciente y lo contraría. Por tanto, el trabajo psicoanalítico, como sustituto mejor
de la infructuosa represión, se pone directamente al servicio de las aspiraciones culturales
supremas y más valiosas.
¿Cuáles son, en general, los destinos de los deseos inconcientes liberados por el psicoanálisis,
por qué caminos conseguimos volverlos inocuos para la vida del individuo? Esos caminos son
varios. Lo más frecuente es que ya durante el trabajo sean consumidos por la actividad anímica
correcta de las mociones mejores que se les contraponen. La represión es sustituida por un
juicio adverso {Verurteilting} llevado a cabo con los mejores medios. Ello es posible porque en
buena parte sólo tenemos que eliminar consecuencias de estadios más tempranos de
desarrollo del yo. El individuo produjo en su momento una represión de la pulsión inutilizable
sólo porque en esa época él mismo era muy endeble y su organización muy imperfecta; con su
madurez y fortaleza actuales quizá pueda gobernar de manera intachable lo que le es hostil.
Un segundo desenlace del trabajo psicoanalítico es poder aportarles a las pulsiones
inconcientes descubiertas aquella aplicación acorde a fines que ya habrían debido hallar antes
si el desarrollo no estuviera perturbado. En efecto, el desarraigo de las mociones infantiles de
deseo en modo alguno constituye la meta ideal del desarrollo. Mediante sus represiones, el
neurótico ha mermado muchas fuentes de energía anímica, cuyos aportes habrían sido muy
valiosos para su formación de carácter y quehacer en la vida. Conocemos un proceso de
desarrollo muy adecuado al fin, la llamada sublimación, mediante la cual la energía de mociones
infantiles de deseo no es bloqueada, sino que permanece aplicable si a las mociones singulares
se les pone, en lugar de la meta inutilizable, una superior, que eventualmente ya no es sexual. Y
son los componentes de la pulsión sexual los que se destacan en particular por esa aptitud para
la sublimación, para permutar su meta sexual por una más distante Y socialmente más valiosa.
Es probable que a los aportes de energía ganados de esa manera para nuestras operaciones
anímicas debamos los máximos logros culturales. Una represión sobrevenida temprano excluye
la sublimación de la pulsión reprimida; cancelada la represión, vuelve a quedar expedito el
camino para la sublimación.
No podemos dejar de considerar también el tercero de los desenlaces del trabajo psicoanalítico.
Cierta parte de las mociones libidinosas reprimidas tienen derecho a una satisfacción directa y
deben hallarla en la vida. Nuestras exigencias culturales hacen demasiado difícil la vida para la
mayoría de las organizaciones humanas, y así promueven el extrañamiento de la realidad y la
génesis de las neurosis sin conseguir un superávit de ganancia cultural a cambio de ese
exceso de represión sexual. No debemos llevar nuestra arrogancia hasta descuidar por
completo lo animal originario de nuestra naturaleza, y tampoco nos es lícito olvidar que la
satisfacción dichosa del individuo no puede eliminarse de las metas de nuestra cultura. Es que
la plasticidad de los componentes sexuales, que se anuncia en su aptitud para la sublimación,
puede engendrar la gran tentación de obtener efectos culturales cada vez mayores mediante
una sublimación cada vez más vasta. Pero así como en nuestras máquinas no podemos contar
con trasformar en trabajo mecánico útil más que un cierto fragmento del calor aplicado, no
debemos aspirar a enajenar la pulsión sexual de sus genuinas metas en toda la amplitud de su
energía. No es posible lograrlo, y si la limitación de la sexualidad se lleva demasiado lejos, no
podrá menos que aparejar todos los nocivos resultados de una explotación depredadora.
No sé si la advertencia con que concluyo mi exposición puede haberles parecido a ustedes, a
su vez, una arrogancia. Sólo me atreveré a presentar de manera indirecta mi convicción
contándoles una vieja historia cuya moraleja dejo a su cargo. La literatura alemana conoce un
pueblito de Schilda, a cuyos moradores atribuye la fama toda clase de agudezas. Los
habitantes de Schilda, se nos refiere, poseían también un caballo de cuyo vigor para el trabajo
estaban muy satisfechos, y sólo una cosa tenían para reprocharle: consumía demasiada avena,
avena cara. Resolvieron quitarle esta mala costumbre benévolamente, reduciéndole día tras día
su ración en varios tallos hasta habituarlo a la abstinencia total. Por un tiempo todo marchó a
pedir de boca. El caballo se había deshabituado a comer, salvo un solo tallo diario, y por fin al
día siguiente trabajaría sin avena ninguna. Esa mañana hallaron muerto al alevoso animal; los
pobladores de Schilda no pudieron explicarse de qué había Muerto.
Nos inclinaremos a creer que el caballo murió de hambre, y sin una cierta ración de avena no
puede esperarse que ningún animal trabaje.
Agradézcoles, señores, la invitación que me han hecho y la atención que me han dispensado.
Apéndice.
Obras de divulgación del psicoanálisis escritas por Freud.
[La fecha que aparece a la izquierda es la del año de redacción; la que figura luego de cada uno
de los títulos corresponde al año de publicación y remite al ordenamiento adoptado en la
bibliografía del final del volumen. Los trabajos que se dan entre corchetes fueron publicados
póstumamente. 1
1903 «El método psicoanalítico de Freud» (1904).
1904 «Sobre psicoterapia» (1905a).
1905 «Mis tesis sobre el papel de la sexualidad en la etiología de las neurosis»(1906a).
1909 Cinco conferencias sobre psicoanálisis (1910a).
1911 «Sobre psicoanálisis», ponencia ante el Congreso Médico de Australasia (1913;n).
1913 «El interés por el psicoanálisis»(1913j).
1914 «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914d).
1915-17 Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17).
1922 «Dos artículos de enciclopedia: «Psicoanálisis» y «Teoría de la libido»» (1923a).
1923 «Breve informe sobre el psicoanálisis» (1924f).
1924 Presentación autobiográfica (1925d) y Posfacio (1935a).
1926 ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (1926e).
1926 «Psicoanálisis », artículo publicado en la Encyclopaedia Britannica (1926f).
1932 Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a).
1938 Esquema del psicoanálisis (1940a).]
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