Obras de S. Freud: Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914), Capítulo III

Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico (1914)

III

«¡Abrevia!
En el Juicio Final eso no es más que un cuesco».
Goethe (1)

Dos años después del primer congreso privado de los psicoanalistas, se reunió el segundo, esta vez en Nuremberg (marzo de 1910). En el lapso trascurrido entre ambos, y bajo la impresión de la acogida que tuvo el psicoanálisis en Estados Unidos, de la creciente hostilidad hacia él en los países de lengua alemana y del inesperado refuerzo que significó la adhesión del grupo de Zurich, forjé un proyecto que puse en marcha en ese segundo congreso con el apoyo de mi amigo Sándor Ferenczi. Pensaba organizar el movimiento psicoanalítico, trasladar su centro a Zurich y darle un jefe cuya misión sería velar por su futuro. Como esta fundación mía despertó mucho desacuerdo entre los partidarios del análisis, quiero exponer con detalle mis motivos. Espero que después de ello se me ha de justificar, aunque se concluya que en realidad no hice nada prudente.

Juzgaba yo que el vínculo del joven movimiento con Viena no era ninguna ventaja para él, sino un obstáculo. Un lugar como Zurich, en el corazón de Europa, donde un profesor universitario había abierto su instituto al psicoanálisis, me parecía mucho más promisorio. Suponía, además, que un segundo obstáculo era mi persona, en cuya apreciación, por obra de las banderías, se habían mezclado con exceso la simpatía y el odio; se me comparaba con un Colón, un Darwin y un Kepler, o se me motejaba de paralítico general. Por eso yo quería retirarme a un segundo plano, y que lo mismo hiciera la ciudad de donde el psicoanálisis era oriundo. Además, ya no era joven, veía por delante un largo camino y sentía como algo abrumador que la obligación de ser jefe recayese sobre mí a una edad tan avanzada. (2) Pero opinaba que un mando tenía que haber. Sabía demasiado bien de los errores que acechaban a quienes se consagraban al análisis, y confiaba en que muchos de ellos podrían evitarse si se instauraba una autoridad dispuesta a aleccionar y a disuadir. Una autoridad de esa índole había recaído al principio sobre mí a causa de la ventaja incomparable que significaban casi quince años de experiencia. Por eso, estaba en mi mano trasferir esa autoridad a un hombre más joven, que tras mi desaparición estuviera destinado, como cosa natural, a ser mi sustituto. No podía ser otro que C. G. Jung, pues Bleuler tenía mi edad y en favor de aquel hablaban sus sobresalientes dotes, las contribuciones que ya había hecho al análisis, su posición independiente y la impresión de segura energía que emanaba de su personalidad. Además, parecía dispuesto a entablar relaciones amistosas conmigo y a abandonar en mi honor ciertos prejuicios raciales que hasta ese momento se había permitido. Por entonces yo no sospechaba que esa elección, a pesar de todas las ventajas que acabo de enumerar, era harto desgraciada, pues había recaído sobre una persona que, incapaz de soportar la autoridad de otro, era todavía menos apta para constituir ella misma una autoridad, y cuya energía se encaminaba íntegra a la desconsiderada consecución de sus propios intereses.

Yo juzgaba necesaria la forma de una asociación oficial porque temía el abuso de que sería objeto el psicoanálisis tan pronto como alcanzase popularidad. Entonces se requeriría de un centro capaz de emitir esta declaración: «El análisis nada tiene que ver con todo ese disparate, eso no es el psicoanálisis». En las sesiones de los grupos locales que compondrían la asociación internacional debía enseñarse el modo de cultivar el psicoanálisis, y ahí hallarían su formación médicos para cuya actividad podría prestarse una suerte de garantía. También me parecía deseable que los partidarios del psicoanálisis se encontrasen reunidos para un intercambio amistoso y para un apoyo recíproco, después que la ciencia oficial había pronunciado su solemne anatema contra él y había declarado un fulminante boycott contra los médicos e institutos que lo practicaban.

Todo eso, y nada más que eso, quería yo lograr mediante la fundación de la «Asociación Psicoanalítica Internacional». Era, probablemente, más de lo que podía obtenerse. Así como mis opositores comprobaron que no era posible detener al nuevo movimiento, a mí me aguardaba otra experiencia: no se dejaba conducir por los caminos que yo pretendía marcarle. Es verdad que se aprobó la moción presentada por Ferenczi en Nuremberg; Jung fue electo presidente, él designó a Riklin como su secretario, se acordó la publicación de un boletín para la comunicación entre el organismo central y los grupos locales. Como fin de la Asociación se estableció el siguiente: «Cultivar y promover la ciencia psicoanalítica fundada por Freud en su condición de psicología pura y en su aplicación a la medicina y a las ciencias del espíritu; alentar el apoyo recíproco entre sus miembros en todos los esfuerzos por adquirir y difundir conocimientos psicoanalíticos». Unicamente de parte de los vieneses encontró el proyecto viva oposición. Adler expresó con apasionada excitación el temor de que se intentaran «una censura y una restricción de la libertad científica». Los vieneses se avinieron al fin, tras imponer que la sede de la Asociación no se fijase en Zurich, sino en el lugar de residencia del respectivo presidente, que se elegiría por dos años.

En el mismo congreso se constituyeron tres grupos locales: el de Berlín, bajo la presidencia de Abraham, el de Zurich, que había dado su jefe para la dirección general de la Asociación, y el grupo de Viena, cuyo mando encomendé a Adler. Un cuarto grupo, el de Budapest, sólo pudo formarse más tarde. Bleuler no asistió al congreso, impedido por una enfermedad, y después expuso objeciones de principio a ingresar en la Asociación; es verdad que se dejó convencer por mí tras una entrevista personal, pero al poco tiempo se retiró por unas desinteligencias producidas en Zurich. Así quedó cancelada la unión entre el grupo local de Zurich y el instituto del Burghölzli.

Consecuencia del Congreso de Nuremberg fue también la fundación del Zentralblatt für Psychoanalyse {Periódico central de psicoanálisis}, para la cual se unieron Adler y Stekel. En su origen de evidente tendencia opositora, estaba destinado a recuperar para Viena la hegemonía amenazada por la elección de Jung. Pero cuando los dos fundadores de la revista, presionados por la dificultad de hallar editor, me aseguraron sus propósitos pacíficos y como prenda de ello me otorgaron derecho de veto, yo acepté la dirección y participé con fervor en el nuevo órgano, cuyo primer número apareció en setiembre de 1910.

Prosigo ahora con la historia de los congresos psicoanalíticos. El tercer congreso se reunió en setiembre de 1911 en Weimar y superó incluso a sus predecesores por el espíritu que reinó en él y por su interés científico. J. J. Putnam, quien había asistido a esa asamblea, expresó después en Estados Unidos su agrado y su respeto por the mental attitude de los participantes, y citó unas palabras que yo hube de usar para ellos: «Han aprendido a soportar una parcela de la verdad» [Putnam, 1912b]. Y lo cierto es que quienes ya habían asistido a congresos científicos no pudieron menos que llevarse una impresión favorable de la Asociación Psicoanalítica. Al presidir los dos congresos anteriores, yo había dejado a cada expositor tiempo para su comunicación y reservado la discusión sobre ella al intercambio privado de ideas. Jung, quien, como presidente, tomó a su cargo la dirección en Weimar, abrió el debate después de cada exposición, lo cual por esta vez no resultó perturbador.

Un cuadro por entero diverso ofreció el cuarto congreso, realizado en Munich dos años después, en setiembre de 1913; está fresco todavía en el recuerdo de todos los participantes. Fue presidido por Jung de manera descomedida e incorrecta; se limitó el tiempo a los expositores, los debates predominaron sobre las comunicaciones. Un endiablado capricho del destino quiso que ese mal espíritu de Hoche [cf. AE, 14, pág. 26n.] fuera a buscar su morada en el mismo edificio en que los analistas celebraban sus sesiones. Hoche los había caracterizado como una secta fanática que obedecía ciegamente a un jefe. Allí habría podido convencerse de la falsedad de su juicio, que la conducta de los analistas demostraba por el absurdo. Las fatigosas y enojosas reuniones trajeron también la reelección de Jung como presidente de la Asociación Psicoanalítica Internacional, cargo que él aceptó aunque dos quintos de los presentes le retiraron su confianza. Los participantes se separaron sin deseos de volver a encontrarse.

Los efectivos de la Asociación Psicoanalítica Internacional eran los siguientes en la época de este congreso: Los grupos locales de Viena, Berlín y Zurich ya se habían constituido en el Congreso de Nuremberg de 1910. En mayo de 1911 se sumó un grupo de Munich, bajo la dirección del doctor L. Seif. Ese mismo año se formó el primer grupo local en Estados Unidos bajo el nombre de The New York Psychoanalytic Society, presidido por A. A. Brill. En el Congreso de Weimar se autorizó la fundación de un segundo grupo norteamericano que nació a la vida en el curso del año siguiente como American Psychoanalytic Association, reunió miembros de Canadá y de todo Estados Unidos y eligió a Putnam como presidente y a Ernest Jones como secretario. Poco antes de realizarse el Congreso de Munich de 1913, se activó el grupo local de Budapest bajo la presidencia de S. Ferenczi. Y enseguida de esto, Ernest Jones, trasladado a Londres, fundó el primer grupo inglés. Desde luego, el número de afiliados de los ocho grupos locales ahora existentes no servía como índice del número de discípulos y partidarios no organizados del psicoanálisis.

También el desarrollo de las publicaciones periódicas del psicoanálisis merece una breve mención. La primera consagrada al análisis fueron los Schrífien zur angewandten Seelenkunde (Escritos sobre psicología aplicada (3)}, los cuales han aparecido de manera irregular desde 1907 y en la actualidad llegan a los quince cuadernos. (El editor fue primero Hugo Heller, de Viena, y después F. Deuticke.) Han publícado trabajos de Freud (n° 5- 1 y 7), Riklin, Jung, Abraham (n° 4 y 11), Rank (n° 5 y 13), Sadger, Pfister, Max Graf, Jones (n° 10 y 14), Storfer y Von Hug-Hellmuth (4). La fundación de Imago, que mencionaré después, disminuyó en alguna medida el valor de esta forma de publicación. Tras el encuentro de Salzburgo, de 1908, se creó el Jabrbuch für psychoanalytische und psychopathologische *Forschungen {Anuario de investigaciones psicoanalíticas y psicopatológicas}, que bajo la dirección de Jung alcanzó las cinco entregas y ahora, con una nueva dirección y un título algo modificado, el de Jahrbuch der Psychoanalyse {Anuario del psicoanálisis}, sale de nuevo a la luz. Ya no quiere ser un archivo que reúna trabajos especializados, como lo fue en los últimos años, sino que pretende, mediante la actividad de sus redactores, exponer todos los procesos y conquistas habidos en el ámbito del psicoanálisis (5). El Zentralblatt für Psychoanalyse, proyectado, según ya dijimos, por Adler y Stekel después de la fundación de la Asociación Psicoanalítica Internacional (Nuremberg, 1910), tuvo en su corta existencia cambiantes destinos. Ya el décimo número del primer volumen [julio de 1911] fue encabezado por la noticia de que el doctor Alfred Adler había decidido separarse voluntariamente de la redacción por diferendos en materia científica con el director. A partir de ahí el doctor Stekel quedó como único redactor. En el Congreso de Weimar [setiembre de 1911], el Zentralblatt fue elevado a la condición de órgano oficial de la Asociación Internacional y se hizo asequible a todos sus miembros a cambio de un incremento en su contribución anual. Desde el tercer número del segundo volumen (6) (invierno [diciembre] de 1912), Stekel pasó a ser el único responsable de su contenido. La conducta de Stekel, que es difícil de exponer en público, me había obligado a renunciar a la dirección y a crear a toda prisa un nuevo órgano para el psicoanálisis: la Internationale Zejtschríft für ärztliche Psychoanalyse {Revista internacional de psicoanálisis médico}. Con la ayuda de casi todos los colaboradores y del nuevo editor, Hugo Heller, el primer número de esta revista pudo aparecer en enero de 1913 y remplazar al Zentralblatt en su calidad de órgano oficial de la Asociación Psicoanalítica Internacional.

Entretanto, a comienzos de 1912 el doctor Hanns Sachs y el doctor Otto Rank habían creado una nueva revista, Imago (editada por Heller), destinada con exclusividad a las aplicadones del psicoanálisis a las ciencias del espíritu. Imago se halla en mitad de su tercer volumen y despierta creciente interés aun en los lectores ajenos al análisis médico (ver nota agregada en 1924 (7)).

Además de estas cuatro publicaciones periódicas (Schriften zur angewandten Seelenkunde, Jahrbuch, Internationale Zeitschrift e Imago), también en otras (escritas en lengua alemana u otras lenguas) se incluyen trabajos que pueden aspirar a un lugar dentro de la literatura del psicoanálisis. El Journal of Abnormal Psychology, dirigido por Morton Prince, contiene por regla general contribuciones analíticas tan buenas que es preciso considerarlo el principal exponente de la literatura analítica en Estados Unidos. En el invierno de 1913, Whíte y Jelliffe crearon en Nueva York una nueva revista consagrada en forma exclusiva al psicoanálisis (The Psychoanalytic Review), que toma bien en cuenta el hecho de que para la mayoría de los médicos de Estados Unidos interesados en el análisis la lengua alemana constituye una dificultad (ver nota agregada en 1924(8)).

Ahora tengo que mencionar dos movimientos separatistas consumados en las filas del psicoanálisis, el primero entre la fundación de la Asociación, en 1910, y el Congreso de Weimar, de 1911, y el segundo tras este, de suerte que añoró en Munich, en 1913. Habría podido evitar la desilusión que me depararon atendiendo mejor a los procesos que sobrevienen a quienes están bajo tratamiento analítico. En efecto, yo comprendía muy bien que en su primera aproximación a las desagradables verdades del análisis alguien pudiera emprender la huida, y yo mismo había aseverado siempre que las represiones de cada individuo (o las resistencias que las mantienen) le atajan toda inteligencia, a raíz de lo cual en su relación con el análisis no puede superar un determinado punto. Pero no estaba en mi expectativa que alguien, habiendo comprendido el análisis hasta una cierta profundidad, pudiera renunciar a esa inteligencia, pudiera volver a perderla. Y no obstante, la experiencia cotidiana había mostrado en los enfermos que la total reflexión (9) de los conocimientos analíticos puede producirse desde cualquier estrato más profundo en que se encuentre una resistencia particularmente fuerte; cuando mediante un empeñoso trabajo se ha logrado que uno de estos enfermos aprehenda algunas piezas del saber analítico y las maneje como cosa propia, todavía nos aguarda quizás esta experiencia: bajo el imperio de la resistencia siguiente arroja al viento lo aprendido y se defiende como en sus mejores días de principiante. Me estaba deparado aprender que en los psicoanalistas puede ocurrir lo mismo que en enfermos bajo análisis.

No es tarea fácil ni envidiable escribir la historia de estos dos movimientos separatistas; en efecto, por un lado, no me asisten los fuertes motivos personales para ello -no he esperado agradecimiento ni soy rencoroso en una medida notable- y, por otro, sé que así me expongo a las invectivas de oponentes poco escrupulosos y ofrezco a los enemigos del análisis el espectáculo que tanto anhelaban: ver cómo «los psicoanalistas se despedazan entre ellos». Me he impuesto con gran fuerza no querellar con los oponentes ajenos al análisis, y ahora me veo precisado a recoger el desafío de quienes fueron sus partidarios o todavía hoy querrían titularse tales. Pero no tengo opción; el silencio sería comodidad o cobardía, y haría más daño a la causa que la revelación franca del daño que ya hay. Quien haya estudiado otros movimientos científicos sabrá que también en ellos suele haber trastornos y desinteligencias en un todo análogos. Quizás en otras partes se ponga más cuidado en mantenerlos secretos; el psicoanálisis, que desmiente muchos ideales convencionales, es también más sincero en estas cosas.

Otro escollo, muy espinoso, es que no puedo evitar del todo cierta iluminación analítica de las dos oposiciones. Pero el análisis no se presta a un uso polémico; supone la entera aquiescencia del analizado y la situación de un superior y un subordinado. Por tanto, quien emprenda un análisis con propósito polémico tiene que disponerse a que el analizado a su turno lo vuelva en contra de él, y así la discusión caerá en un estado en que no habrá posibilidad alguna de producir convencimiento en un tercero imparcial. Por eso limitaré a un grado mínimo el uso del análisis, y con él de la indiscreción y la agresión contra mis oponentes; dejo sentado, además, que no fundo sobre ese recurso ninguna crítica científica. No me ocupo del eventual contenido de verdad de las doctrinas que desapruebo, no intento refutarlas. Quede ello reservado para otros trabajadores competentes en el campo del psicoanálisis, aunque en parte ya se lo ha hecho. Yo quiero mostrar, nada más, que estas doctrinas desmienten los principios del análisis (y especificaré los aspectos en que lo hacen), por lo cual no deben correr bajo ese nombre. Entonces, utilizo el análisis solamente para hacer comprensible la manera en que unos analistas pudieron engendrar esas desviaciones del análisis. Cierto es que en los puntos de fractura me veré obligado a dar batalla por el buen derecho del psicoanálisis con unas observaciones puramente críticas.

La tarea más inmediata que afrontó el psicoanálisis fue la explicación de las neurosis; tomó como puntos de partida los dos hechos de la resistencia y de la trasferencia, y mirando al tercero, el de la amnesia, dio razón de ellos con las teorías de la represión, de las fuerzas sexuales impulsoras de la neurosis, y de lo inconciente. Nunca pretendió proporcionar una teoría completa de la vida anímica del hombre; sólo pidió que sus averiguaciones se usaran para completar y enmendar nuestro conocimiento adquirido por otras vías. Ahora bien, la teoría de Alfred Adler rebasa con mucho esa meta; quiere hacer inteligibles de un tirón, al par que las neurosis y psicosis que contraen los hombres, su comportamiento y carácter; en realidad, es más adecuada para cualquier otro campo que el de las neurosis, y sólo sigue poniendo a este en primer plano por motivos de su propia historia genética. A lo largo de muchos años tuve ocasión de estudiar al doctor Adler, y nunca me rehusé a reconocerle una gran cabeza, con particular disposición a lo especulativo. Como prueba de las «persecuciones » que dice haber sufrido de mi parte, puedo sin duda hacer valer que, fundada la Asociación, le trasferí la jefatura del grupo de Viena. Sólo tras el insistente reclamo de todos sus miembros acepté retomar la presidencia en las reuniones científicas. Cuando hube reconocido sus escasas dotes para apreciar el material inconciente, puse mis esperanzas en que sabría descubrir las conexiones del psicoanálisis con la psicología y con las bases biológicas de los procesos pulsionales, para lo cual en cierto sentido* lo habilitaban sus valiosos estudios acerca de la inferioridad de órgano (10). Y en efecto creó algo parecido, pero su obra resultó como si -para decirlo en su propia jerga (11)- la demostración exigiera admitir por fuerza esto: que el psicoanálisis anduvo errado en todo y sólo defendió la importancia de las fuerzas impulsoras sexuales por su credulidad hacia lo que exponen los neuróticos mismos. En cuanto al motivo personal de su trabajo, es lícito decirlo en público, pues él mismo lo ha revelado en presencia de un pequeño círculo de miembros del grupo de Viena: «¿Acaso cree que me agrada tanto pasarme toda la vida a la sombra de usted? ». No hallo nada reprochable en que un hombre más joven confiese la ambición que, de cualquier manera, se presumiría como uno de los resortes impulsores de su labor. Pero aun bajo el imperio de un motivo así habría que saber evitar la caída en eso que los ingleses, con su fino tacto social, llaman unfair, (12) y para lo cual los alemanes sólo disponen de una palabra mucho más grosera. Cuán poco lo ha logrado Adler, lo muestra el cúmulo de malignidades pequeñitas que desfiguran sus trabajos, y los pujos de una desaforada manía de prioridad que ahí se traslucen. En la Asociación Psicoanalítica de Viena llegamos a escuchar directamente, cierta vez, que reclamaba para sí la prioridad sobre el punto de vista de la «unidad de las neurosis» y de la «concepción dinámica» de estas. Sorpresa grande para mí, pues siempre creí haber sustentado estos dos principios aun antes de conocer a Adler.

Este afán de Adler por hacerse un lugar bajo el sol ha tenido entretanto una consecuencia que el psicoanálisis no puede menos que sentir como benéfica. Cuando salieron a relucir las incompatibles discrepancias científicas de Adler, y yo hice que se lo excluyese de la redacción del Zentralblatt, él abandonó también la Asociación y fundó una nueva Unión que al principio se atribuyó el sabroso nombre de «Unión para el Psicoanálisis Libre» {Verein für freie Psychoanalyse}. Pero las personas extrañas, ajenas al análisis, se dan evidentemente tan poca mafia para apreciar las diferencias en las concepciones de dos psicoanalistas como nosotros, los europeos, para reconocer los matices que distinguen entre sí los rostros de dos chinos. El psicoanálisis «libre» quedó a la sombra del «oficial», el «ortodoxo», y fue tratado sólo como apéndice de este. Entonces Adler dio un paso que ha de agradecérsele: rompió todo lazo con el psicoanálisis y separó de él su doctrina como «psicología individual». Sobrado espacio hay en el mundo del Señor, y el que se sienta capaz de hacerlo tiene el indudable derecho a largarse por esos campos libre de toda traba, pero no es deseable que sigan conviviendo bajo un mismo techo quienes han dejado de entenderse y no se sopor. tan más. La «psicología individual» de Adler es ahora una de las muchas corrientes psicológicas que se oponen al psicoanálisis y cuyo ulterior desarrollo cae fuera de su interés.

La teoría de Adler fue desde su comienzo mismo un «sistema», cosa que el psicoanálisis evitó cuidadosamente. Es también un destacado ejemplo de «elaboración secundaria», como la que el pensamiento de vigilia emprende con el material onírico. Aquí, hace las veces de este último el material recién ganado por los estudios psicoanalíticos, que ahora es asido enteramente desde el punto de vista del yo, traído bajo las categorías habituales del yo, traducido y volcado a ellas y, tal cual acontece en la formación del sueño, convertido en objeto de un malentendido (ver referencia (13)). Así, la doctrina de Adler se caracteriza menos por lo que asevera que por lo que desmiente; consta, según eso, de tres elementos de valor desigual: buenas contribuciones a la psicología del yo, traducciones -superfluas, pero aceptables- de los hechos analíticos a la nueva jerga, y desfiguraciones y tergiversaciones de estos hechos en todo lo que no se adecuan a las premisas del yo.

Los elementos del primer tipo nunca fueron ignorados por el psicoanálisis, si bien no les prestó una atención especial. Tenía un interés mayor en mostrar que todos los afanes del yo llevan mezclados componentes libidinosos. La doctrina de Adler destaca la contraparte, el complemento egoísta de las mociones pulsionales libidinosas. Ahora bien, esta sería una apreciable ganancia si Adler no hubiera utilizado esa comparación para desmentir en todos los casos, y en beneficio de los componentes pulsionales yoicos, la moción libidinosa. Su teoría hace con ello lo que todos los enfermos; es lo que en general hace nuestro pensamiento conciente: se vale de la racionalización (como la llama Jones [1908]) para encubrir el motivo inconciente. Adler es tan consecuente en esto que llega a apreciar como el resorte impulsor más poderoso del acto sexual el propósito de estar encima, de enseñarle a la mujer quién es el amo. No sé si también en sus escritos ha sostenido estas enormidades.

El psicoanálisis había reconocido desde muy temprano que todo síntoma neurótico debe su posibilidad de existencia a un compromiso. Por eso el síntoma tiene que contemplar de algún modo las exigencias del yo, que maneja la represión; tiene que ofrecerle una ventaja, permitirle una aplicación útil, pues de lo contrario sufriría el mismo destino que la moción pulsional originaria, la que cayó bajo Ia defensa. La expresión «ganancia de la enfermedad» dio razón de este estado de cosas; y aun se justificaría distinguir la ganancia primaria para el yo, que tiene que ser efectiva desde la misma génesis del síntoma, de una parte «secundaria» que se sobreañade, apuntalándose en otros propósitos del yo, si es que el síntoma está destinado a afirmarse (14). También desde hace mucho es notorio para el análisis que la sustracción de esta ganancia de la enfermedad, o su cese a consecuencia de una variación real [de las circunstancias externas], ofrece uno de los mecanismos de la curación del síntoma. Sobre estas relaciones, fácilmente comprobables e inteligibles sin esfuerzo, recae el acento principal en la doctrina de Adler; así se descuida por completo que, incontables veces, el yo hace meramente de la necesidad virtud, prestando su aquiescencia al síntoma más indeseable, que le viene impuesto, a causa de la utilidad inherente a él; por ejemplo, cuando acepta la angustia como medio de aseguramiento. El yo juega ahí el risible papel del payaso del circo, quien, con sus gestos, quiere mover a los espectadores a convencerse de que todas las variaciones que van ocurriendo en la pista se producen por efecto exclusivo de su voluntad. Pero sólo los más jóvenes entre los espectadores le dan crédito.

En cuanto al segundo componente de la doctrina de Adler, el psicoanálisis tiene que avalarlo como patrimonio propio. No es otra cosa que conocimiento psicoanalítico, absorbido por este autor de todas las fuentes asequibles durante los diez años de trabajo en común, y al que después, mediante un cambio de nomenclatura, le ha estampado su marca de propiedad. Y aun, por ejemplo, juzgo que «aseguramiento» {Sicherung} es una expresión mejor que «medida protectiva» {Schutzmassregel}, usada por mí; pero no puedo hallarle un sentido nuevo. De igual modo, si «fingido, ficticio y ficción» vuelven a sustituirse por los términos más originarios de «fantaseado» y «fantasía», se descubren en las afirmaciones de Adler una multitud de rasgos conocidos de antiguo. El psicoanálisis destacaría la identidad de estos términos aunque su autor no hubiera participado durante largos años en los trabajos en común.

La tercera porción de la doctrina de Adler, las reinterpretaciones y desfiguraciones de los hechos analíticos incómodos, contiene aquello que divorcia definitivamente a esa «psicología individual», como ha de llamársela en lo sucesivo, del análisis. El principio del sistema de Adler reza, como es sabido, que el propósito de la autoafirmación del individuo, su «voluntad de poder», es el que bajo la forma de «protesta masculina (15)»  se revela dominante en la conducción de la vida, en la formación del carácter y en la neurosis. Ahora bien, esta protesta masculina, el motor adleriano, no es otra cosa que la represión desprendida de su mecanismo psicológico y sexualizada, por añadidura, lo que mal condice con el proclamado destronamiento del papel de la sexualidad dentro de la vida anímica (16). La protesta masculina existe, sin duda alguna; pero en su elevación al sitial de motor [único] del acontecer anímico la observación no ha intervenido más que como el trampolín que uno abandona para elevarse. Tomemos una de las situaciones básicas del anhelo infantil, la observación del acto sexual entre adultos. El análisis revela, en las personas de cuya biografía el médico tendrá que ocuparse más tarde, que dos mociones se apoderan del inmaduro espectador; sí se trata de un muchacho, una es la de ponerse en el lugar del hombre activo, y la otra, la aspiración contraria, la de identificarse con la mujer pasiva (17). Entre esas dos aspiraciones agotan las posibilidades de placer que resultan de la situación. Sólo la primera admite subordinarse a la protesta masculina, si es que este concepto ha de conservar algún sentido. La segunda, de cuyo destino Adler no hace caso, o no lo conoce, es la que cobrará una importancia mayor para la neurosis subsiguiente. Adler se ha recluido tan enteramente dentro de la celosa estrechez del yo que sólo toma en cuenta aquellas mociones pulsionales que son agradables para el yo y que este promueve; precisamente el caso de la neurosis, donde esas mociones se contraponen al yo, cae fuera de su horizonte.

En el intento, que se ha hecho insoslayable por obra del psicoanálisis, de anudar el principio fundamental de la doctrina a la vida anímica del niño, le han sido deparadas a Adler las más serias desviaciones de la realidad observada y los más profundos extravíos conceptuales. Los sentidos biológico, social y psicológico de «masculino» y «femenino» se han entreverado sin remedio en una formación mixta (18). Es imposible, y la observación lo refuta, que el niño -sea varón o mujer- pueda fundar su plan de vida sobre un originario menosprecio del sexo femenino y hacer de este deseo su guía (19): «Quiero ser un hombre hecho y derecho». El niño al comienzo no vislumbra el significado de la diferencia de los sexos; más bien parte de la premisa de que los dos sexos poseen el mismo genital (el masculino). Su investigación sexual no parte del problema de la diferencia entre los sexos, y le es por completo ajeno el menosprecio social por la mujer. Existen mujeres en cuya neurosis el deseo de ser un hombre no ha cumplido papel alguno. Lo que hay de comprobable en la protesta masculina se reconduce con facilidad a la perturbación del narcisismo primordial por la amenaza de castración, o a los primeros obstáculos puestos a las actividades sexuales. Toda polémica acerca de la psicogénesis de las neurosis deberá zanjarse en definitiva en el ámbito de las neurosis infantiles. La cuidadosa disección de una neurosis en la primera infancia pone fin a todos los errores respecto de la etiología de las neurosis y a las dudas sobre el papel de las pulsiones sexuales (20). Por eso Adler [1911a], en su crítica al trabajo de Jung «Konflikte der kindlichen Seele» [1910c], se vio obligado a echar mano de la imputación de que el material del caso había sido amañado, «sin duda por el padre [del niño]», para darle determinado aspecto.

No me detendré más en los aspectos biológicos de la teoría de Adler y no indagaré si una palpable inferioridad de órgano [pág. 49, n. 10] o el sentimiento subjetivo de ella -no se sabe cuál de ambos- están en condiciones de sustentar, en calidad de fundamento, al sistema adleriano. Notemos solamente que, según eso, la neurosis no sería sino el resultado secundario de la atrofia en general, cuando en realidad la observación nos enseña que una aplastante mayoría de los feos, los contrahechos, los tullidos, los desvalidos, en modo alguno reaccionan frente a su defecto mediante el desarrollo de una neurosis. También dejo de lado el interesante conocimiento de que la inferioridad tiene que situarse en el sentimiento de ser niño. Nos muestra el disfraz con que reaparece en la psicología individual el factor del infantilismo, tan destacado en el análisis. En cambio, me veo precisado a poner de resalto que todas las conquistas del psicoanálisis en materia de psicología han sido arrojadas al viento por Adler. Lo inconciente aparece todavía como una particularidad psicológica en su über den nervosen Charakter [1912], pero sin relación alguna con el sistema. Luego ha declarado, en buena lógica, que no le importa si una representación es conciente o inconciente. Desde el comienzo, la represión no encontró en Adler comprensión alguna. En el resumen de una conferencia dada por él en la Asociación de Viena (febrero de 1911) se lee: «Sobre la base de un caso, se señala que el paciente no había reprimido su libido; en cambio, de continuo procuraba un aseguramiento frente a ella… » (21).  En una discusión habida poco después en Viena expresó: «Si ustedes preguntan de dónde viene la represión, obtienen por respuesta: «De la cultura». Pero sí después preguntan: «¿De dónde viene la cultura?», se les responderá: «De la represión». Como ven, no es sino un juego de palabras». Una partícula de la agudeza con que Adler puso en descubierto los artificios defensivos de su «carácter neurótico» le habría bastado para mostrarle el modo de salir de ese argumento de rábula. Lo que queremos decir es simplemente que la cultura descansa en las operaciones represivas de generaciones anteriores, y cada generación nueva es exhortada a conservar esa cultura consumando las mismas represiones. He sabido de un niño que se consideraba burlado y empezaba a chillar cuando a su pregunta: «¿De dónde vienen los huevos?», le respondían: «De las gallinas»; y a su ulterior pregunta: «¿De dónde vienen las gallinas?», le contestaban: «De los huevos». Y no obstante, no había en eso un juego de palabras, sino que al niño le decían algo verdadero.

Igualmente lamentable y vacío es todo lo que Adler ha expresado sobre el sueño, ese shibbólet (22) del psicoanálisis. Al principio el sueño fue para él una vuelta de la línea femenina a la masculina, lo cual no significaba sino la traducción de la doctrina del cumplimiento de deseo en el sueño al lenguaje de la «protesta masculina». Después descubre la esencia del sueño en que el hombre se posibilita inconcientemente por medio de él lo que concientemente le es denegado [Adler, 1911b, pág. 215n.], También debe atribuírsele la prioridad en la confusión del sueño con los pensamientos oníricos latentes; he ahí la base de su reconocimiento de una «tendencia prospectiva». Maeder [1912] lo siguió en esto más tarde (23). Así se descuida paladinamente que toda interpretación de un sueño que en su fenómeno manifiesto no dice nada comprensible descansa en la aplicación de esa misma interpretación de los sueños cuyas premisas e inferencias se impugnan. Sobre la resistencia, Adler sabe indicar que le sirve al enfermo para imponerse sobre el médico. Esto es sin duda correcto; equivale a decir: la resistencia sirve a la resistencia. ¿De dónde viene ella y cómo es que sus fenómenos están a disposición de ese propósito del enfermo? He ahí cuestiones que no se dilucidan, pues no son interesantes para el yo. No se presta atención ninguna a los mecanismos detallados de los síntomas y los fenómenos, ni a la fundamentación de la diversidad de las enfermedades y sus exteriorizaciones; es que todo ello por igual se hace tributario de la protesta masculina, la afirmación de sí y el engrandecimiento de la personalidad. El sistema está listo, ha costado un extraordinario trabajo de reinterpretación, pero no ha ofrecido ni una sola observación nueva. Creo haber mostrado que eso nada tiene que ver con el psicoanálisis.

La imagen de la vida que se desprende del sistema de Adler está fundada íntegramente en la pulsión de agresión; no deja espacio alguno al amor. Cabría maravillarse por el eco que ha encontrado una tan desconsolada cosmovisión; pero no hay que olvidar que la humanidad, oprimida bajo el yugo de sus necesidades sexuales, está dispuesta a aceptarlo todo apenas se le tienda el señuelo del «doblegamiento de la sexualidad».

El movimiento separatista de Adler se consumó antes del Congreso de Weimar, de 1911; después de esa fecha se inició el de los suizos. Los primeros signos fueron, extrañamente, algunas expresiones de Riklin, vertidas en ensayos populares aparecidos en publicaciones suizas, por las cuales los contemporáneos se enteraron, aun antes que los especialistas más próximos, de que el psicoanálisis había superado algunos lamentables errores que lo desacreditaban. En 1912, Jung, en carta que me envió desde Estados Unidos, se gloriaba de que sus modificaciones al psicoanálisis habían vencido las resistencias en muchas personas que hasta entonces no querían saber nada de él. Le respondí que eso no era ningún título de gloria, y cuantas más sacrificase de esas laboriosamente ganadas verdades del psicoanálisis, tanto más vería desaparecer la resistencia. La modificación introducida por los suizos, de la que tan orgullosos se mostraban, no era otra, de nuevo, que el refrenamiento teórico del factor sexual. Confieso que desde el principio vi en este «progreso» una adaptación excesiva a los reclamos de la actualidad.

Estos dos movimientos retrógrados, que se apartan del psicoanálisis y ahora he de comparar entre sí, muestran también esta semejanza: ambos cortejan el favor del público por medio de ciertos puntos de vista que se empinan como sub specie aeternitatis. En Adler cumple este papel la relatividad de todo conocimiento y el derecho de la personalidad a plasmar artísticamente, según su propio cuño individualista, el material del saber; en Jung se machaca en el derecho histórico-cultural de los jóvenes a arrojar de sí las cadenas con que los viejos tiránicos y petrificados en sus opiniones que rrían aherrojarlos. Estos argumentos hacen necesarias unas palabras de refutación.

La relatividad de nuestro conocimiento es un reparo que puede oponerse a toda ciencia, no sólo al psicoanálisis. Nace de bien conocidas corrientes contemporáneas, reaccionarias y hostiles a la ciencia, y se arroga el relumbrón de una superioridad improcedente. Ninguno de nosotros puede entrever el juicio definitivo que la humanidad pronunciará sobre nuestros empeños teóricos. Hay ejemplos de rechazo por parte de las tres primeras generaciones, que la próxima corrige y troca en aceptación. Al individuo no le resta sino sustentar con todas sus fuerzas su convicción apoyada en la experiencia, tras haber prestado oídos a sus propias críticas con todo cuidado, y con alguna atención a las de sus oponentes. Cada cual ha de conformarse con llevar adelante su asunto honrosamente, sin usurpar un papel de juez reservado a un futuro lejano. Esa insistencia en la arbitrariedad personal en materia científica es maliciosa; evidentemente quiere discutirle al psicoanálisis su valor de ciencia, cuando de todos modos ya se había rebajado a esta con la observación anterior [acerca de la naturaleza relativa de todo conocimiento]. El que tenga en alta estima al pensamiento científico buscará, más bien, los medios y los métodos que le permitan restringir en todo lo posible ese factor de la arbitrariedad estética personal ahí donde todavía desempeñe un papel excesivo. Es oportuno recordar, además, que está fuera de lugar todo ardor en la defensa de la propia causa. Estos argumentos de Adler no están pensados seriamente; quieren aplicarse con exclusividad al oponente, pero dejar intactas las teorías propias. Los partidarios de Adler no se han abstenido de celebrarlo como al Mesías, para cuyo advenimiento tantos y tantos precursores fueron preparando a la humanidad esperanzada. Y el Mesías, por cierto, ya no es más algo relativo.

El argumento de Jung ad captandam benevolentiam (24) descansa en una premisa demasiado optimista: el progreso de la humanidad, de la cultura, del saber, se habría consumado siguiendo una línea continua y sin fracturas. Como si nunca hubieran existido epígonos, reacciones y restauraciones tras cada revolución, descendientes que por vía de un retroceso renunciaron a lo conquistado por una generación anterior. La aproximación al punto de vista del vulgo, el abandono de una novedad que se recibió con disgusto, hacen improbable de antemano que la enmienda introducida por Jung en el psicoanálisis pueda pretenderse una hazaña juvenil liberadora.

Lo que en definitiva decide sobre eso no son los años del héroe, sino el carácter de la hazaña.

De los dos movimientos aquí considerados, el de Adler es sin duda el más importante; radicalmente falso, se distingue empero por su consecuencia y su coherencia. A pesar de todo, sigue fundado en una doctrina de las pulsiones. En cambio, la modificación de Jung ha aflojado el nexo de los fenómenos con la vida pulsional; es, además, como lo han destacado sus críticos (Abraham, Ferenczi, Jones.), tan oscura, impenetrable y confusa que no es fácil tomar posición frente a ella. Sea cual fuere el lado por donde se la ataque, hay que ir sabiendo que nos dirán que la comprendimos mal, y no se ve de qué modo podría llegarse a su recta comprensión. A sí misma, se concibe de una manera extrañamente tornadiza, ora como «una desviación enteramente dócil, que no merece toda la grita que se ha levantado» (Jung), ora como un nuevo evangelio salvador que inicia una nueva era para el psicoanálisis, y hasta una nueva cosmovisión para todo el mundo.

En vista de los desacuerdos entre las diversas manifestaciones privadas y públicas de la corriente de Jung, cabe preguntarse en qué proporción esto se debe a la oscuridad en que ellos mismos puedan estar, y en qué proporción a su insinceridad. Pero debe admitirse que los sostenedores de la nueva doctrina se encuentran en una difícil situación. Combaten ahora cosas que ellos mismos defendieron antes, y por cierto que no sobre la base de observaciones nuevas que podrían haberlos instruido, sino a consecuencia de reinterpretaciones que ahora les hacen aparecer las cosas diversamente que antes. Por eso no quieren romper el vínculo con el psicoanálisis, cuyos defensores se confesaron ante el mundo, y prefieren proclamar que el psicoanálisis se ha modificado. En el Congreso de Munich me vi precisado a terminar con esa navegación a dos aguas y lo hice declarando que no admitía las innovaciones de los suizos como continuación legítima ni como desarrollo ulterior del psicoanálisis creado por mí. Críticos ajenos al psicoanálisis (como Furtmüller) ya habían reconocido este estado de cosas, y Abraham dijo con acierto que Jung se encontraba en plena retirada del psicoanálisis. Estoy dispuesto a conceder, desde luego, que cada cual tiene el derecho a pensar y a escribir lo que quiera, pero no a presentar eso como algo diverso de lo que realmente es.

Así como la investigación de Adler aportó algo nuevo al psicoanálisis, una pieza de la psicología del yo, y quiso hacerse pagar demasiado caro este presente con la desestimación de todas las doctrinas analíticas fundamentales, también Jung y sus seguidores enlazan su lucha contra el psicoanálisis con una nueva conquista que le han conseguido. Han estudiado en detalle (precedidos en esto por Pfister) el modo en que el material de las representaciones sexuales procedentes del complejo familiar y de la elección incestuosa de objeto es empleado en la figuración de los supremos intereses éticos y religiosos de los hombres; vale decir, han esclarecido un importante caso de sublimación de las fuerzas impulsoras eróticas y de su trasposición a aspiraciones que ya no pueden llamarse eróticas. Esto se ajustaba a la perfección a las expectativas contenidas en el psicoanálisis; condeciría, sobre todo, con la concepción según la cual en el sueño y en la neurosis se hace visible la resolución regresiva de estas sublimaciones, así como de todas las otras. Sólo que ello habría provocado indignación en la gente … ¡la ética y la religión, sexualizadas! No puedo abstenerme de pensar por una vez de manera «finalista» y suponer que los descubridores no se sintieron capaces de afrontar esa tormenta de indignación general. Quizás hasta empezó a agitarse en el pecho de ellos mismos. La prehistoria teológica de tantos de los suizos no es indiferente para su posición hacia el psicoanálisis, como no lo es la prehistoria socialista de Adler para el desarrollo de su psicología. Le viene a uno a la memoria la famosa historia de Mark Twain sobre las peripecias de su reloj, y la expresión de asombro con que concluye: «And he used to wonder what became of all the unsuccessful tinkers, and gunsmiths, and shoemakers, and blacksmiths; but nobody couId ever tell him» (25)

Quiero establecer un símil y suponer que en cierta sociedad vive un advenedizo que dice pertenecer a una familia de antiguo abolengo, pero de otras tierras, y se alaba de su linaje. Le demuestran que sus padres viven en algún lugar de la vecindad y son gentes muy modestas. Ahora le queda todavía un subterfugio, y echa mano de él. Ya no puede desmentir su origen, pero asevera que sus padres son de encumbrada nobleza, sólo que venida a menos, y hace que algún funcionario condescendiente les extienda el título de su alcurnia, Pienso que de manera semejante se vieron obligados a comportarse los suizos. Si no era permitido sexualizar la ética y la religión, sino que ellas desde el comienzo eran algo «más elevado», pero al mismo tiempo parecía incontrastable que sus representaciones provenían del complejo familiar y del complejo de Edipo, no quedaba sino una sola explicación: estos complejos a su vez, desde el comienzo, no podían significar lo que parecían enunciar; poseían ese otro sentido «anagógico» (según la terminología de Silberer), más elevado, gracias al cual admitieron que se los aplicara a las ilaciones de pensamientos abstractos de la ética y de la mística religiosa.

Ahora estoy preparado para que me digan de nuevo que he entendido mal el contenido y el propósito de la nueva doctrina de Zurich. Pero de antemano protesto contra cualquier intento de cargar en mi cuenta, y no en la de ellos, las contradicciones a mi concepción que resultan de las publicaciones de esa escuela. De ningún otro modo puedo hacer que me resulte comprensible y concebir como algo coherente el conjunto de las innovaciones de Jung. Todas las modificaciones que Jung ha emprendido en el psicoanálisis emanan del propósito de eliminar lo chocante en los complejos familiares a fin de no reencontrarlo en la religión y en la ética. La libido sexual fue sustituida por un concepto abstracto que, hay derecho a aseverarlo, permaneció como algo misterioso e inasible para sabios y para necios por igual. El complejo de Edipo se entendió sólo «simbólicamente»; en él la madre significó lo inalcanzable a lo cual debe renunciarse en aras del desarrollo de la cultura; el padre, a quien se da muerte en el mito de Edipo, es el padre «interior» del que es preciso emanciparse para devenir autónomo. Otras piezas del material de las representaciones sexuales sufrirán, qué duda cabe, parejas reinterpretaciones en el curso del tiempo. El conflicto entre aspiraciones eróticas desacordes con el yo {ichwidrig} y la afirmación del yo fue remplazado por el conflicto entre la «tarea de vida» y la «inercia psíquica»; el sentimiento neurótico de culpa correspondió al reproche que el individuo se hace por no haber cumplido su tarea de vida. De tal modo se creó un nuevo sistema ético-religioso  que, lo mismo que el de Adler, se vio forzado a reinterpretar, desfigurar o dejar de lado los resultados del análisis. En realidad no fue sino esto: de la sinfonía del acaecer universal se alcanzaron a escuchar sólo un par de acordes culturales y se desoyó de nuevo la potente, primordial melodía de las pulsiones.

Para sustentar ese sistema fue preciso apartarse por completo de la observación y de la técnica del psicoanálisis. A veces, el entusiasmo que inspira el excelso asunto habilita también a menospreciar la lógica científica; así, cuando Jung no halla bastante «específico» al complejo de Edipo para la etiología de las neurosis y atribuye esa especificidad a la inercia, vale decir, ¡la propiedad más general de los cuerpos animados e inanimados! Esto exige anotar que el «complejo de Edipo» no figura sino un contenido con el que se miden las fuerzas anímicas del individuo, pero no es él mismo una fuerza, como sería la «inercia psíquica». La exploración de los individuos había mostrado, y lo mostrará siempre, que los complejos sexuales están vivos en el interior de ellos en su sentido originario. Por eso la investigación del individuo fue relegada y sustituida por un enjuiciamiento cuyo asidero se extrajo de la investigación de los pueblos. Es que era en la primera infancia de cada hombre donde se corría más peligro de toparse con el sentido originario y sin disfraz de los complejos que habían sido reinterpretados. De ahí resultó para la terapia el precepto de demorarse lo menos posible en ese pasado y de poner el acento principal sobre el regreso al conflicto actual, donde lo esencial no es ni por asomo lo contingente y lo personal, sino lo general, precisamente el incumplimiento de la tarea de vida. Pero nosotros tenemos sabido que el conflicto actual del neurótico sólo es comprensible y solucionable si se lo reconduce a la prehistoria del enfermo, si se transita el camino que su libido recorrió cuando él contrajo la enfermedad.

El perfil que ha cobrado la neoterapia de Zurich bajo el imperio de tales tendencias puede bosquejarse siguiendo las indicaciones de un paciente que debió sufrirlas en su persona: «Esta vez, ningún cuidado por el pasado ni por la trasferencia. Donde yo creí asir esta última, la presentaron como mero símbolo de la libido. Los consejos morales eran muy hermosos, y yo los seguí al pie de la letra, pero no di un solo paso adelante. Para mí era todavía más desagradable que para él, pero, ¿qué podía hacer yo? ( … ) En lugar de una liberación por el análisis, cada sesión traía consigo nuevas y enormes exigencias, de cuyo cumplimiento se hacía depender la superación de la neurosis; por ejemplo, una concentración interior mediante introversión, ahondamiento religioso, nueva vida comunitaria con mi mujer en amorosa entrega, etc. Eso casi sobrepasaba las fuerzas de uno, equivalía a una remodelación radical de todo el hombre interior. Uno abandonaba el análisis como un pobre pecador con los más fuertes sentimientos de contrición y los mejores propósitos, pero, al mismo tiempo, con el más profundo desánimo. Lo que él me recomendó, cualquier cura párroco me lo aconsejaría, pero, ¿de dónde vendría la fuerza?». El paciente comunica entonces que, por lo que ha sabido, previo a ello tiene que haber un análisis del pasado y de la trasferencia. Se le dijo que tenía bastante de eso. Puesto que la primera variedad del análisis no le había ayudado más, me parece justificado inferir que el paciente no había recibido lo bastante de ella. Y en modo alguno podía ayudarle ese otro tramo de tratamiento que ya no merece el nombre de psicoanálisis. Maravilla que los de Zurich hayan necesitado de ese largo desvío por Viena para llegar en definitiva a Berna, tan próxima a ellos, donde Dubois (26) cura más consideradamente las neurosis mediante el aliento ético (27).

Esta nueva orientación revela desde luego su total ruptura con el psicoanálisis por su modo de tratar a la represión, que en los escritos de Jung apenas si se menciona; por su yerro sobre el sueño, al cual, lo mismo que Adler, lo confunde con los pensamientos oníricos latentes, renunciando a la psicología del sueño; por la pérdida de discernimiento para lo inconciente, y, en suma, por todos los puntos en que yo situaría lo esencial del psicoanálisis. Cuando oímos decir a Jung que el complejo del incesto es sólo simbólico, que no tiene existencia real, y que el salvaje no siente gana ninguna por una vieja bruja, sino que prefiere una hembra joven y bella, estamos tentados a conjeturar que «simbólico» y «no tiene existencia real» significan lo mismo que en el psicoanálisis se denota, por referencia a sus manifestaciones y a sus efectos patógenos, como «existente en lo inconciente», y a finiquitar de esa manera la aparente contradicción.

Si se tiene presente que el sueño es algo &verso de los pensamientos oníricos que él elabora, no maravillará que los enfermos sueñen con las cosas con que se les ha llenado la cabeza durante el tratamiento, sea la «tarea de vida», sea el «estar encima y el estar debajo». Por cierto que los sueños del analizado son guiables, tal como se puede influirlos mediante estímulos acercados experimentalmente. Es posible determinar una parte del material que aparece en los sueños. Pero ello en nada modifica la esencia y el mecanismo del sueño. Por mi parte, no creo que los llamados sueños «biográficos» se produzcan fuera del análisis (28). Y si en cambio se analizan sueños sobrevenidos antes del tratamiento, si se toma nota de lo que el soñante agrega a las incitaciones que se le suministraron durante la cura o si puede evitarse el plantearle tareas semejantes, es posible convencerse de que el sueño está muy lejos de ofrecer sólo intentos de solución de la tarea de vida. El sueño no es más que una forma del pensar; y la comprensión de esa forma jamás podrá lograrse desde el contenido de sus pensamientos: la apreciación del trabajo del sueño, exclusivamente, lleva a ella (29).

No es difícil la refutación fáctica de los malentendidos y desviaciones del psicoanálisis en que ha incurrido Jung. Todo análisis ejecutado según las reglas, y en particular cualquier análisis de niños, refirma las convicciones en que descansa la teoría del psicoanálisis y refuta las reinterpretaciones que de ella hacen los sistemas de Adler y de Jung. Antes que recibiera su iluminación, el propio Jung [1910b; cf. AE, 14, pág. 30] ejecutó y publicó uno de esos análisis de niños, y está por verse si ensayará una nueva interpretación de él con el auxilio de otro «amaño de los hechos» (según la expresión de Adler, referida a él [ AE, 14, pág. 54]).

La opinión según la cual la figuración sexual de pensamientos «superiores» en el sueño y en la neurosis no importa sino un modo arcaico de expresión es incompatible, desde luego, con el hecho de que estos complejos sexuales demuestran ser en la neurosis los portadores de aquellas cantidades de libido que fueron sustraídas a la vida real. Si se tratara de una mera jerga sexual, ello no podría alterar la economía de la libido. El propio Jung lo concede todavía en su Darsiellung der psychoanalytischen Theorie [1913], y formula como tarea terapéutica la de sustraer de estos complejos su investidura libidinal. Pero esto en ningún caso se logra apartando al paciente de ellos y esforzando su sublimación, sino, únicamente, ocupándose de ellos hasta la máxima hondura y haciéndolos concientes en todo su alcance. El primer fragmento de la realidad con que el enfermo ha de saldar cuentas es, justamente, su enfermedad. Los empeños por sustraerlo de esa tarea indican la incapacidad del médico para ayudarle a vencer las resistencias, o su horror frente a los resultados de este trabajo.

Para concluir, diré que Jung, con su «modificación» del psicoanálisis, ha ofrecido la contraparte del famoso cuchillo de Lichtenberg (30). Le cambió el mango y le puso una hoja nueva; como lleva grabada la misma marca, se supone que hemos de creer que ese instrumento es el original.

Creo haber mostrado, por lo contrario, que la nueva doctrina que querría sustituir al psicoanálisis implica una renuncia al análisis y una secesión respecto de él. Con facilidad podría caerse en el temor de que esa secesión será más perniciosa que cualquier otra para su destino, puesto que proviene de personas que han desempeñado un papel tan importante en el movimiento y lo han hecho avanzar un trecho tan considerable. Yo no comparto ese temor.

Los hombres son fuertes durante todo el tiempo en que sustentan una idea fuerte; se vuelven impotentes cuando se le ponen en contra. El psicoanálisis soportará esta pérdida y a cambio de estos partidarios ganará otros. Sólo me queda desear que el destino depare un cómodo ascenso a quienes la residencia en el mundo subterráneo del psicoanálisis les ha provocado desasosiego. Y a los otros, que les sea permitido llevar hasta el final y sin tropiezos sus trabajos en las profundidades.

Febrero de 1914

Notas:
1- Estas líneas pertenecen a unos versos irónicos escritos por Goethe hacia el final de su vida (edición del archiduque Wilhelm Ernst, 15, págs. 400-1). En ellos se describe a Satán enunciando una cantidad de cargos contra Napoleón, y las palabras citadas por Freud son la respuesta del Padre Eterno. Muchos años antes (el 4 de diciembre de 1896), Freud había citado las mismas palabras en una carta a Fliess, como un posible lema para un capítulo sobre la resistencia (Freud, 1950a, Carta 51). Dos explicaciones admisibles -no necesariamente excluyentes- del empleo de la cita en el presente contexto son las siguientes. Freud puede estar aplicándola a las críticas formuladas por los oponentes del psicoanálisis, o puede estar dirigiéndose irónicamente a sí mismo por perder su tiempo en semejantes trivialidades.  Cabe señalar, en beneficio del lector no familiarizado con el alemán, que «Jüngsten Tag» {«Juicio Final», aunque literalmente es «último día»} no se escribe habitualmente en el alemán moderno con «J» mayúscula.
2- En 1910 Freud tenía 54 años.
3- Véase la presentación que hizo Freud de esa serie (1907e).
4- Nota agregada en 1924: Desde entonces han aparecido trabajos de Sadger (n° 16 y 18) y Melholz (n° 17).
5- Nota agregada en 1924: Dejó de editarse al comenzar la Guerra tras haber publicado un solo volumen (1914)
6- «Segundo volumen» en todas las ediciones anteriores. En realidad debería ser «tercer volumen». Los volúmenes comenzaban en octubre y terminaban en setiembre.
7- [Nota agregada en 1924:] La publicación de estas dos revistas fue trasferida en 1919 a la Internationaler Psychoanalytischer Verlag. En este momento (1923) se encuentran ambas en la novena entrega (En realidad, la Internationale Zeitschrift se halla ya en su undécimo año de vida, e Imago, en el duodécimo; pero, a raíz de la Guerra, el volumen 4 de la Zeitscbrift abarca más de un año -los años 1916-18-, y el volumen 5 de Imago, los años 1917-18.) A partir del volumen 6 se suprimió el adjetivo «ärztliche» {médico} del título de la Internationale Zeitschrift Jür Psychoanalyse.
8- [Nota agregada en 1924:] En 1920 Ernest Jones fundó The International Journal of Psycho-Analysis, dirigido a los lectores de Gran Bretaña y Estados Unidos.
9- {«Totale Reflexion»: metáfora óptica; los conocimientos psicoanalíticos serían la luz.}
10- Adler, 1907.
11- Los términos «como si» y «jerga» figuran abundantemente en los escritos de Adler.
12- «Unfair», aplicado a un modo de proceder, significa aproximadamente «injusto», «desleal», «de mala fe»; por oposición a «fair», como en «fair play», «juego limpio».
13- Cf. La interpretacíón de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 487.
14- Se encontrará un examen completo de la ganancia primaria y secundaria de la enfermedad en la 24° de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17).
15- La expresión «protesta masculina» fue introducida por Adler en un artículo titulado «Der psychische Hermaphrodítismus im Leben und in der Neurose» {El hermafroditismo psíquico en la vida y en la neurosis}, presentado al Congreso de Nuremberg en 1910. Un resumen del artículo apareció en Jabrbuch für psychoanalytische und psychopathologische Forschungen, 2 (1910), pág. 738, y el artículo completo, en Fortschritte der Medizin, 28 (1910), pág. 486.
16- Freud se ocupó más extensamente de la explicación adleriana de la represión en «»Pegan a un niño»» (1919e), AE, 17, pág. 196.  Sobre la «protesta masculina» en relación con el narcisismo, véase «Introducción del narcisismo» (1914c), infra, pág, 89.
17- Cf. el capítulo III de El yo y el ello (1923b).
18- Véase una nota agregada en 1915 a Tres ensayos de teoría sexual  (Freud, 1905d), AE, 7, págs. 200-1.
19- «Guía»: «Leittinie», término usado continuamente por Adler.
20- La ejemplificación de este hecho constituye la tesis principal en el análisis del «Hombre de los Lobos» (Freud, 1918b), cuyo borrador es unos pocos meses posterior al presente artículo.
21- Este resumen puede consultarse en Zentralblatt für Psychoanalyse, 1, pág. 371.
22- «Shibbólet», palabra hebrea que utilizaban los galaaditas para reconocer a sus enemigos los efraimitas, quienes decían «sibbólet» «porque no podían pronunciar de aquella suerte»
(Jueces, 12:5-6).
23- Véase una nota al pie agregada en 1914 a La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, págs. 570-1.
24- {«Con el fin de ganarse la buena voluntad».}
25- {«Y solía preguntarse qué habría sido de todos los malogrados caldereros ambulantes, y armeros, y zapateros, v herreros; pero nadie pudo decírselo jamás». Párrafos finales del cuento «Mi reloj».}
26- Paul Dubois (1848-1918), profesor de neuropatología en Berna, alcanzó cierta celebridad a comienzos de siglo con su tratamiento de las neurosis por «persuasión».
27- Conozco los reparos que se oponen al uso de lo que dicen los pacientes, y por eso aseguro de manera expresa que mí testigo es una persona digna de crédito y capaz de discernimiento Me informó sin que yo se lo pidiese, y me sirvo de su comunicación sin recabar su consentimiento porque no puedo admitir que una técnica psicoanalítica se proteja tras la pantalla de la discreción médica.
28- Cf. La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 354.
29- El tema de este párrafo es abordado más extensamente por Freud en la sección VII de «Observaciones sobre la teoría y la práctica de la interpretación de los sueños» (1923c), AE, 19, págs. 115-6. Véase también una nota agregada en 1925 a La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 502.
30- El mot es citado en una nota al pie agregada en 1912 al libro sobre el chiste (Freud, 1905c), AE, 8, pág. 58n.