Esquema del psicoanálisis (1940 [1938])
Parte I. [La psique y sus operaciones]
Cualidades psíquicas
Hemos descrito el edificio del aparato psíquico, las energías o fuerzas activas en su interior,
y con relación a un destacado ejemplo estudiamos el modo en que estas energías,
principalmente la libido, se organizan en una función fisiológica al servicio de la conservación de
la especie. Pero nada de ello subrogaba el carácter enteramente peculiar de lo psíquico,
prescindiendo, desde luego, del hecho empírico de que ese aparato y esas energías están en
la base de las funciones que llamamos nuestra vida anímica. Ahora pasamos a lo que es
característico y único de eso psíquico, y aun, de acuerdo con una muy difundida opinión,
coincide con lo psíquico por exclusión de lo otro.
El punto de partida para esta indagación lo da el hecho de la conciencia, hecho sin parangón,
que desafía todo intento de explicarlo y describirlo. Y, sin embargo, sí uno habla de conciencia,
sabe de manera inmediata y por su experiencia personal más genuina lo que se mienta con ello.
Muchos, situados tanto dentro de la ciencia como fuera de ella, se conforman
con adoptar el supuesto de que la conciencia es, sólo ella, lo psíquico, y entonces en la
psicología no resta por hacer más que distinguir en el interior de la fenomenología psíquica entre
percepciones, sentimientos, procesos cognitivos y actos de voluntad. Ahora bien, hay general
acuerdo en que estos procesos concientes no forman unas series sin lagunas, cerradas en sí
mismas, de suerte que no habría otro expediente que adoptar el supuesto de unos procesos
físicos o somáticos concomitantes de lo psíquico, a los que parece preciso atribuir una
perfección mayor que a las series psíquicas, pues algunos de ellos tienen procesos concientes
paralelos y otros no. Esto sugiere de una manera natural poner el acento, en psicología, sobre
estos procesos somáticos, reconocer en ellos lo psíquico genuino y buscar una apreciación
diversa para los procesos concientes. Ahora bien, la mayoría de los filósofos, y muchos otros
aún, se revuelven contra esto y declaran que algo psíquico inconciente sería un contrasentido.
Sin embargo, tal es la argumentación que el psicoanálisis se ve obligado a adoptar, y este
es su segundo supuesto fundamental [cf. AE, 23, pág. 143]. Declara que esos procesos
concomitantes presuntamente somáticos son lo psíquico genuino, y para hacerlo prescinde al
comienzo de la cualidad de la conciencia. Y no está solo en esto. Muchos pensadores, por
ejemplo Theodor Lipps(179), han formulado lo mismo con iguales palabras, y el universal
descontento con la concepción usual de lo psíquico ha traído por consecuencia que algún
concepto de lo inconciente demandara, con urgencia cada vez mayor, ser acogido en el pensar
psicológico, sí bien lo consiguió de un modo tan impreciso e inasible que no pudo cobrar influjo
alguno sobre la ciencia (ver nota(180)).
No obstante que en esta diferencia entre el psicoanálisis y la filosofía pareciera tratarse
sólo de un desdeñable problema de definición sobre si el nombre de «psíquico» ha de darse a
esto o a estotro, en realidad ese paso ha cobrado una significatividad enorme. Mientras que la
psicología de la conciencia nunca salió de aquellas series lagunosas, que evidentemente
dependen de otra
cosa, la concepción según la cual lo psíquico es en sí inconciente permite configurar la
psicología como una ciencia natural entre las otras. Los procesos de que se ocupa son en sí
tan indiscernibles como los de otras ciencias, químicas o físicas, pero es posible establecer las
leyes a que obedecen, perseguir sus vínculos recíprocos y sus relaciones de dependencia sin
dejar lagunas por largos trechos -o sea, lo que se designa como entendimiento del ámbito de
fenómenos naturales en cuestión-. Para ello, no puede prescindir de nuevos supuestos ni de la
creación de conceptos nuevos, pero a estos no se los ha de menospreciar como testimonios
de nuestra perplejidad, sino que ha de estimárselos como enriquecimientos de la ciencia;
poseen títulos para que se les otorgue, en calidad de aproximaciones, el mismo valor que a las
correspondientes construcciones intelectuales auxiliares de otras ciencias naturales, y esperan
ser modificados, rectificados y recibir una definición más fina mediante una experiencia
acumulada y tamizada. Por tanto, concuerda en un todo con nuestra expectativa que los
conceptos fundamentales de la nueva ciencia, sus principios (pulsión, energía nerviosa, entre
otros), permanezcan durante largo tiempo tan imprecisos como los de las ciencias más
antiguas (fuerza, masa, atracción).
Todas las ciencias descansan en observaciones y experiencias mediadas por nuestro aparato
psíquico; pero como nuestra ciencia tiene por objeto a ese aparato mismo, cesa la analogía.
Hacemos nuestras observaciones por medio de ese mismo aparato de percepción, justamente
con ayuda de las lagunas en el interior de lo psíquico, en la medida en que completamos lo
faltante a través de unas inferencias evidentes y lo traducimos a material conciente. De tal
suerte, establecemos, por así decir, una serie complementaria conciente de lo psíquico
inconciente. Sobre el carácter forzoso de estas inferencias reposa la certeza relativa de nuestra
ciencia psíquica. Quien profundice en este trabajo hallará que nuestra técnica resiste cualquier
crítica.
En el curso de ese trabajo se nos imponen los distingos que designamos como cualidades
psíquicas. En cuanto a lo que llamamos «conciente», no hace falta que lo caractericemos; es lo
mismo que la conciencia de los filósofos y de la opinión popular. Todo lo otro psíquico es para
nosotros lo «inconciente». Enseguida nos vemos llevados a suponer dentro de eso inconciente
una importante separación. Muchos procesos nos devienen con facilidad concientes, y si luego
no lo son más, pueden devenirlo de nuevo sin dificultad; como se suele decir, pueden ser
reproducidos o recordados. Esto nos avisa que la conciencia en general no es sino un estado
en extremo pasajero. Lo que es conciente, lo es sólo por un momento. Si nuestras
percepciones no corroboran esto, no es más que una contradicción aparente; se debe a que los
estímulos de la percepción pueden durar un tiempo más largo, siendo así posible repetir la
percepción de ellos. Todo este estado de cosas se vuelve más nítido en torno de la percepción
conciente de nuestros procesos cognitivos, que por cierto también perduran, pero de igual
modo pueden discurrir en un instante. Entonces, preferimos llamar «susceptible de conciencia»
o preconciente a todo lo inconciente que se comporta de esa manera -o sea, que puede trocar
con facilidad el estado inconciente por el estado conciente-. La experiencia nos ha enseñado
que difícilmente exista un proceso psíquico, por compleja que sea su naturaleza, que no pueda
permanecer en ocasiones preconciente aunque por regla general se adelante hasta la
conciencia, como lo decimos en nuestra terminología. Otros procesos psíquicos, otros
contenidos, no tienen un acceso tan fácil al devenir-conciente, sino que es preciso inferirlos de
la manera descrita, colegirlos y traducirlos a expresión conciente. Para estos reservamos el
nombre de «lo inconciente genuino».
Así pues, hemos atribuido a los procesos psíquicos tres cualidades: ellos son concientes,
preconcientes o inconcientes. La separación entre las tres clases de contenidos que llevan
esas cualidades no es absoluta ni permanente. Lo que es preconciente deviene conciente,
según vemos, sin nuestra colaboración; lo inconciente puede ser hecho conciente en virtud de
nuestro empeño, a raíz de lo cual es posible que tengamos a menudo la sensación de haber
vencido unas resistencias intensísimas. Cuando emprendemos este intento en otro individuo,
no debemos olvidar que el llenado conciente de sus lagunas perceptivas, la construcción que le
proporcionamos, no significa todavía que hayamos hecho conciente en él mismo el contenido
inconciente en cuestión. Es que este contenido al comienzo está presente en él en una
fijación(181) doble: una vez, dentro de la reconstrucción conciente que ha escuchado, y,
además, en su estado inconciente originario. Luego, nuestro continuado empeño consigue las
más de las veces que eso inconciente le devenga conciente a él mismo, por obra de lo cual las
dos fijaciones pasan a coincidir. La medida de nuestro empeño, según la cual estimamos
nosotros la resistencia al devenir-conciente, es de magnitud variable en cada caso. Por
ejemplo, lo que en el tratamiento analítico es el resultado de nuestro empeño puede acontecer
también de una manera espontánea, un contenido de ordinario inconciente puede mudarse en
uno preconciente y luego devenir conciente, como en vasta escala sucede en estados
psicóticos. De esto inferimos que el mantenimiento de ciertas resistencias internas es una
condición de la normalidad. Un relajamiento así de las resistencias, con el consecuente avance
de un contenido inconciente, se produce de manera regular en el estado del dormir, con lo cual
queda establecida la condición para que se formen sueños. A la inversa, un contenido
preconciente puede ser temporariamente inaccesible, estar bloqueado por resistencias, como
ocurre en el olvido pasajero (escaparse algo de la memoria), o aun cierto pensamiento
preconciente puede ser trasladado temporariamente al estado inconciente, lo que parece ser la
condición del chiste. Veremos que una mudanza hacia atrás como esta, de contenidos (o
procesos) preconcientes al estado inconciente, desempeña un gran papel en la causación de
perturbaciones neuróticas.
Expuesta así, con esa generalidad y simplificación, la doctrina de las tres cualidades de lo
psíquico más parece una fuente de interminables confusiones que un aporte al esclarecimiento.
Pero no se olvide que en verdad no es una teoría, sino una primera rendición de cuentas sobre
los hechos de nuestras observaciones; ella se atiene con la mayor cercanía posible a esos
hechos, y no intenta explicarlos. Y acaso las complicaciones que pone en descubierto permitan
aprehender las particulares dificultades con que tiene que luchar nuestra investigación. Pero
cabe conjeturar que esta doctrina se nos hará más familiar cuando estudiemos los vínculos que
se averiguan entre las cualidades psíquicas y las provincias o instancias del aparato psíquico,
por nosotros supuestas. Es cierto que tampoco estos vínculos tienen nada de simples.
El devenir-conciente se anuda, sobre todo, a las percepciones que nuestros órganos
sensoriales obtienen del mundo exterior. Para el abordaje tópico, por tanto, es un fenómeno que
sucede en el estrato cortical más exterior del yo. Es cierto que también recibirnos noticias
concientes del interior del cuerpo, los sentimientos, y aun ejercen estos un influjo más
imperioso sobre nuestra vida anímica que las percepciones externas; además, bajo ciertas
circunstancias, también los órganos de los sentidos brindan sentimientos, sensaciones de
dolor, diversas de sus percepciones específicas. Pero dado que estas sensaciones, como se
las llama para distinguirlas de las percepciones concientes, parten también de los órganos
terminales, y a todos estos los concebimos como prolongación, como unos emisarios del
estrato cortical, podemos mantener la afirmación anterior. La única diferencia sería que para los
órganos terminales, en el caso de las sensaciones y sentimientos, el cuerpo mismo sustituiría
al mundo exterior.
Unos procesos concientes en la periferia del yo, e inconciente todo lo otro en el interior del yo:
ese sería el más simple estado de cosas que deberíamos adoptar como supuesto. Acaso sea
la relación que efectivamente exista entre los animales; en el hombre se agrega una
complicación en virtud de la cual también procesos interiores del yo pueden adquirir la cualidad
de la conciencia. Esto es obra de la función del lenguaje, que conecta con firmeza los
contenidos del yo con restos mnémicos de las percepciones visuales, pero, en particular, de las
acústicas. A partir de ahí, la periferia percipiente del estrato cortical puede ser excitada desde
adentro en un radio mucho mayor, pueden devenir concientes procesos internos, así como
decursos de representación y procesos cognitivos, y es menester un dispositivo particular que
diferencie entre ambas posibilidades, el llamado examen de realidad: La equiparación
percepción = realidad objetiva (mundo exterior) se ha vuelto cuestionable. Errores que ahora se
producen con facilidad, y de manera regular en el sueño, reciben el nombre de alucinaciones.
El interior del yo, que abarca sobre todo los procesos cognitivos, tiene la cualidad de lo
preconciente. Esta cualidad es característica del yo, le corresponde sólo a él. Sin embargo, no
sería correcto hacer de la conexión con los restos mnémicos del lenguaje la condición del
estado preconciente; antes bien, este es independiente de aquella, aunque la presencia de esa
conexión permite inferir con certeza la naturaleza preconciente del proceso. No obstante, el
estado preconciente, singularizado por una parte en virtud de su acceso a la conciencia y, por la
otra, merced a su enlace con los restos de lenguaje, es algo particular, cuya naturaleza estos
dos caracteres no agotan. La prueba de ello es que grandes sectores del yo, sobre todo del
superyó -al cual no se le puede cuestionar el carácter de lo preconciente-, las más de las veces
permanecen inconcientes en el sentido fenomenológico. No sabemos por qué es preciso que
sea así. Más adelante intentaremos abordar el problema de averiguar la efectiva naturaleza de lo
preconciente.
Lo inconciente es la cualidad que gobierna de manera exclusiva en el interior del ello. Ello e
inconciente se co-pertenecen de manera tan íntima como yo y preconciente, y aun la relación
es en el primer caso más excluyente aún. Una visión retrospectiva sobre la historia de
desarrollo de la persona y su aparato psíquico nos permite comprobar un sustantivo distingo en
el interior del ello. Sin duda que en el origen todo era ello; el yo se ha desarrollado por el
continuado influjo del mundo exterior sobre el ello. Durante ese largo desarrollo, ciertos
contenidos del ello se mudaron al estado preconciente y así fueron recogidos en el yo. Otros
permanecieron inmutados dentro del ello como su núcleo, de difícil acceso. Pero en el curso de
ese desarrollo, el yo joven y endeble devuelve hacia atrás, hacia el estado inconciente, ciertos
contenidos que ya había acogido, los abandona, y frente a muchas impresiones nuevas que
habría podido recoger se comporta de igual modo, de suerte que estas, rechazadas, sólo
podrían dejar como secuela una huella en el ello. A este último sector del ello lo llamamos, por
miramiento a su génesis, lo reprimido (esforzado al desalojo}. Importa poco que no siempre
podamos distinguir de manera tajante entre estas dos categorías en el interior del ello.
Coinciden, aproximadamente, con la separación entre lo congénito originario y lo adquirido en el
curso del desarrollo yoico.
Ahora bien, si nos hemos decidido a la descomposición tópica del aparato psíquico en yo y ello,
con la cual corre paralelo el distingo de la cualidad de preconciente e inconciente, y hemos
considerado esta cualidad sólo como un indicio del distingo, no como su esencia, ¿en qué
consiste la naturaleza genuina del estado que se denuncia en el interior del ello por la cualidad
de lo inconciente, y en el interior del yo por la de lo preconciente, y en qué consiste el distingo
entre ambos?
Pues bien; sobre eso nada sabemos, y desde el trasfondo de esta ignorancia, envuelto en
profundas tinieblas, nuestras escasas intelecciones se recortan harto mezquinas. Nos hemos
aproximado aquí al secreto de lo psíquico, en verdad todavía no revelado. Suponemos, según
estamos habituados a hacerlo por otras ciencias naturales, que en la vida anímica actúa una
clase de energía, pero nos falta cualquier asidero para acercarnos a su conocimiento por
analogía con otras formas de energía. Creemos discernir que la energía nerviosa o psíquica se
presenta en dos formas, una livianamente móvil y una más bien ligada; hablamos de
investiduras y sobreinvestiduras de los contenidos, y aun aventuramos la conjetura de que una
«sobreinvestidura» establece una suerte de síntesis de diversos procesos, en virtud de la cual
la energía libre es traspuesta en energía ligada. Si bien no hemos avanzado más allá de ese
punto, sostenemos la opinión de que el distingo entre estado inconciente y preconciente se sitúa
en constelaciones dinámicas de esa índole, lo cual permitiría entender que uno de ellos pueda
ser trasportado al otro de manera espontánea o mediante nuestra colaboración.
Tras todas estas incertidumbres se asienta, empero, un hecho nuevo cuyo descubrimiento
debemos a la investigación psicoanalítica. Hemos averiguado que los procesos de lo
inconciente o del ello obedecen a leyes diversas que los producidos en el interior del yo
preconciente. A esas leyes, en su totalidad, las llamamos proceso primario, por oposición al
proceso secundario que regula los decursos en lo preconciente, en el yo. De este modo, pues,
el estudio de las cualidades psíquicas no se habría revelado infecundo a la postre.
Volver al índice principal de «Obras Sigmund Freud«