Obras de S. Freud: Esquema del psicoanálisis (1940 [1938]). III- El desarrollo de la función sexual

Esquema del psicoanálisis (1940 [1938])

Parte I. [La psique y sus operaciones]

El desarrollo de la función sexual

Según la concepción corriente, la vida sexual humana consistiría, en lo esencial, en el afán de

poner en contacto los genitales propios con los de una persona del otro sexo. Besar, mirar y

tocar ese cuerpo ajeno aparecen ahí como unos fenómenos concomitantes y unas acciones

introductorias. Ese afán emergería con la pubertad -vale decir, a la edad de la madurez

genésica- al servicio de la reproducción. No obstante, siempre fueron notorios ciertos hechos

que no calzaban en el marco estrecho de esta concepción: 1) Curiosamente, hay personas

para quienes sólo individuos del propio sexo y sus genitales poseen atracción. 2) Es también

curioso que ciertas personas, cuyas apetencias se comportan en un todo como si fueran

sexuales, prescinden por completo de las partes genésicas o de su empleo normal; a tales

seres humanos se los llama «perversos». 3) Es llamativo, para concluir, que muchos niños,

considerados por esta razón degenerados, muestren muy tempranamente un interés por sus

genitales y por los signos de excitación de estos.

Bien se comprende que el psicoanálisis provocara escándalo y contradicción cuando,

retomando en parte estos tres menospreciados hechos, contradijo todas las opiniones

populares sobre la sexualidad. Sus principales resultados son los siguientes:

a. La vida sexual no comienza sólo con la pubertad, sino que se inicia enseguida después del

nacimiento con nítidas exteriorizaciones.

b. Es necesario distinguir de manera tajante entre los conceptos de «sexual» y de «genital». El

primero es el más extenso, e incluye muchas actividades que nada tienen que ver con los

genitales.

e. La vida sexual incluye la función de la ganancia de placer a partir de zonas del cuerpo,

función que es puesta con posterioridad {nachträglich} al servicio de la reproducción. Es

frecuente que ambas funciones no lleguen a superponerse por completo.

El principal interés se dirige, desde luego, a la primera tesis, de todas la más inesperada. Se ha

demostrado que, a temprana edad, el niño da señales de una actividad corporal a la que sólo un

antiguo prejuicio pudo rehusar el nombre de sexual, y a la que se conectan fenómenos

psíquicos que hallamos más tarde en la vida amorosa adulta; por ejemplo, la fijación a

determinados objetos, los celos, etc. Pero se comprueba, además, que estos fenómenos que

emergen en la primera infancia responden a un desarrollo acorde a ley, tienen un

acrecentamiento regular, alcanzando un punto culminante hacia el final del quinto año de vida, a

lo que sigue un período de reposo. En el curso de este se detiene el progreso, mucho es

desaprendido e involuciona. Trascurrido este período, llamado «de latencia», la vida sexual

prosigue con la pubertad; podríamos decir: vuelve a aflorar. Aquí tropezamos con el hecho de

una acometida en dos tiempos de la vida sexual, desconocida fuera del ser humano y que,

evidentemente, es muy importante para la hominización (ver nota(175)). No es indiferente que

los eventos de esta época temprana de la sexualidad sean víctima, salvo unos restos, de la

amnesia infantil. Nuestras intuiciones sobre la etiología de las neurosis y nuestra técnica de

terapia analítica se anudan a estas concepciones. El estudio de los procesos de desarrollo de

esa época temprana también ha brindado pruebas para otras tesis.

El primer órgano que aparece como zona erógena y propone al alma una exigencia libidinosa

es, a partir del nacimiento, la boca. Al comienzo, toda actividad anímica se acomoda de manera

de procurar satisfacción a la necesidad de esta zona. Desde luego, ella sirve en primer término

a la autoconservación por vía del alimento, pero no es lícito confundir fisiología con psicología.

Muy temprano, en el chupeteo en que el niño persevera obstinadamente se evidencia una

necesidad de satisfacción que -si bien tiene por punto de partida la recepción de alimento y es

incitada por esta- aspira a una ganancia de placer independiente de la nutrición, y que por eso

puede y debe ser llamada sexual.

Ya durante esta fase «oral» entran en escena, con la aparición de los dientes, unos impulsos

sádicos aislados. Ello ocurre en medida mucho más vasta en la segunda fase, que llamamos

«sádico-anal» porque aquí la satisfacción es buscada en la agresión y en la función excretoria.

Fundamos nuestro derecho a anotar bajo el rótulo de la libido las aspiraciones agresivas en la

concepción de que el sadismo es una mezcla pulsional de aspiraciones puramente libidinosas

con otras destructivas puras, una mezcla que desde entonces no se cancela más (ver

nota(176)).

La tercera fase es la llamada «fálica», que, por así decir como precursora, se asemeja ya en un

todo a la plasmación última de la vida sexual. Es digno de señalarse que no desempeñan un

papel aquí los genitales de ambos sexos, sino sólo el masculino (falo). Los genitales femeninos

permanecen por largo tiempo ignorados; el niño, en su intento de comprender los procesos

sexuales, rinde tributo a la venerable teoría de la cloaca, que tiene su justificación genética (ver

nota(177)).

Con la fase fálica, y en el trascurso de ella, la sexualidad de la primera infancia alcanza su

apogeo y se aproxima al sepultamiento. Desde entonces, varoncito y niña tendrán destinos

separados. Ambos empezaron por poner su actividad intelectual al servicio de la investigación

sexual, y ambos parten de la premisa de la presencia universal del pene. Pero ahora los

caminos de los sexos se divorcian. El varoncito entra en la fase edípica, inicia el quehacer

manual con el pene, junto a unas fantasías simultáneas sobre algún quehacer sexual de este

pene en relación con la madre, hasta que el efecto conjugado de una amenaza de castración y

la visión de la falta de pene en la mujer le hacen experimentar el máximo trauma de su vida,

iniciador del período de latencia con todas sus consecuencias. La niña, tras el infructuoso

intento de emparejarse al varón, vivencia el discernimiento de su falta de pene o, mejor, de su

inferioridad clitorídea, con duraderas consecuencias para el desarrollo del carácter; y a menudo,

a raíz de este primer desengaño en la rivalidad, reacciona lisa y llanamente con un primer

extrañamiento de la vida sexual.

Se caería en un malentendido si se creyera que estas tres fases se relevan unas a otras de

manera neta; una viene a agregarse a la otra, se superponen entre sí, coexisten juntas. En las

fases tempranas, las diversas pulsiones parciales parten con recíproca independencia a la

consecución de placer; en la fase fálica se tienen los comienzos de una organización que

subordina las otras aspiraciones al primado de los genitales y significa el principio del

ordenamiento de la aspiración general de placer dentro de la función sexual. La organización

plena sólo se alcanza en la pubertad, en una cuarta fase, «genital». Así queda establecido un

estado en que: 1) se conservan muchas investiduras libidinales tempranas; 2) otras son

acogidas dentro de la función sexual como unos actos preparatorios, de apoyo, cuya

satisfacción da por resultado el llamado «placer previo», y 3) otras aspiraciones son excluidas

de la organización y son por completo sofocadas (reprimidas) o bien experimentan una

aplicación diversa dentro del yo, forman rasgos de carácter, padecen sublimaciones con

desplazamiento de meta.

Este proceso no siempre se consuma de manera impecable. Las inhibiciones en su desarrollo

se presentan como las múltiples perturbaciones de la vida sexual. En tales casos han

preexistido fijaciones de la libido a estados de fases más tempranas, cuya aspiración,

independiente de la meta sexual normal, es designada perversión. Una inhibición así del

desarrollo es, por ejemplo, la homosexualidad cuando es manifiesta. El análisis demuestra que

una ligazón de objeto homosexual preexistía en todos los casos y, en la mayoría, se conservó

latente. Las constelaciones se complican por el hecho de que, en general, no es que los

procesos requeridos para producir el desenlace normal se consumen o estén ausentes a

secas, sino que se consuman de manera parcial,de suerte que la plasmación final depende de

estas relaciones cuantitativas. En tal caso, se alcanza, sí, la organización genital, pero

debilitada en los sectores de libido que no acompañaron ese desarrollo y permanecieron fijados

a objetos y metas pregenitales. Ese debilitamiento se muestra en la inclinación de la libido a

retroceder hasta las investiduras pregenitales anteriores (regresión) en caso de no satisfacción

genital o de dificultades objetivas.

Durante el estudio de las funciones sexuales pudimos obtener una primera y provisional

convicción o, mejor dicho, una vislumbre de dos íntelecciones que más tarde se revelarán

importantes por todo este ámbito. La primera, que los fenómenos normales y anormales que

observamos (es decir, la fenomenología) demandan ser descritos desde el punto de vista de la

dinámica y la economía (en nuestro caso, la distribución cuantitativa de la libido); y la segunda,

que la etiología de las perturbaciones por nosotros estudiadas se halla en la historia de

desarrollo, o sea, en la primera infancia del individuo.

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