Obras de S. Freud: Fragmento de análisis de un caso de Histeria. Epílogo

Epílogo

Es cierto que anuncié esta comunicación como fragmento de un análisis; pero se la habrá hallado incompleta en medida mucho mayor de lo que el título haría esperar. Conviene que ensaye fundamentar esas omisiones, que en modo alguno se deben al azar.

Falta una serie de resultados del análisis; la razón de ello es, en parte, que en el momento en que se interrumpió el trabajo no se los había llegado a discernir con suficiente certeza y, en parte, que habrían requerido desarrollarse más para alcanzar valor general. En otros lugares, donde me pareció lícito, indiqué el rumbo probable en que se hallaría cada solución. Además, omití por completo la técnica (que no es obvia ni mucho menos), única que permite extraer de las ocurrencias del enfermo, como material en bruto, el metal puro y valioso de los pensamientos inconcientes. Esto presenta la desventaja de que el lector no pueda comprobar, en mi exposición, si he aplicado de manera correcta el procedimiento; pero me pareció totalmente impracticable tratar al mismo tiempo de la técnica de análisis y de la estructura interna de un caso de histeria; para mí se convertiría en una tarea casi imposible, y con seguridad el lector hallaría indigerible la lectura. La técnica exige, absolutamente, una exposición separada, que la elucide sobre la base de numerosos ejemplos tomados de los casos más diversos, y que pueda prescindir del resultado a que se llegó en cada uno de ellos. Tampoco intenté fundamentar aquí las premisas psicológicas que se traslucen en mis descripciones de fenómenos psíquicos. Nada se lograría con una fundamentación incidental; y una bien circunstanciada constituiría una obra especial. Sólo puedo asegurar que fui al estudio de los fenómenos que revela la observación de los psiconeuróticos sin sentirme obligado hacia ningún sistema psicológico en particular. Y después modifiqué una y otra vez mis opiniones, hasta que me parecieron aptas para dar razón de la trama de lo observado. No me enorgullezco de haber evitado la especulación; pero el material de estas hipótesis se obtuvo mediante la más amplia y laboriosa observación, En particular, podrá chocar el carácter tajante de mi punto de vista acerca del inconciente, pues opero con representaciones, itinerarios de pensamiento y mociones inconcientes como si fueran unos objetos de la psicología tan buenos e indubitables como todo lo conciente; pero hay algo de lo que estoy seguro: quienquiera que emprenda la exploración del mismo campo de fenómenos y empleando idéntico método no podrá menos que situarse en este punto de vista, a pesar de todas las disuaciones de los filósofos.

Aquellos colegas que juzgan puramente psicológica mi teoría de la histeria, y por eso la declaran de antemano incapaz de dar solución a un problema patológico, deducirán de este ensayo que su reproche trasfiere ilícitamente a la teoría lo que constituye un carácter de la técnica. Sólo la técnica terapéutica es puramente psicológica; la teoría en modo alguno deja de apuntar a las bases orgánicas de la neurosis, si bien no las busca en una alteración anátomo-patológica; cabe esperar encontrarse con una alteración química, pero, no siendo ella todavía aprehensible, la teoría la sustituye provisionalmente por la función orgánica. Nadie podrá negar el carácter de factor orgánico que presenta la función sexual, en la cual yo veo el fundamento de la histeria así como de las psiconeurosis en general. Conjeturo que una teoría de la vida sexual no podrá evitar la hipótesis de que existen unas determinadas sustancias sexuales de efecto excitador. Es que, entre todos los cuadros patológicos, los más próximos a las psiconeurosis genuinas son los de intoxicación y abstinencia, en el caso de uso crónico de ciertos venenos.

En cuanto a lo que hoy puede afirmarse acerca de la «solicitación somática», los gérmenes infantiles de la perversión, las zonas erógenas y la disposición (constitucional} a la bisexualidad, tampoco lo he consignado en este ensayo; sólo he puesto de relieve los lugares en que el análisis tropieza con estos fundamentos orgánicos de los síntomas. Más no puede hacerse respecto de un caso aislado; para evitar una elucidación incidental de estos factores me asistieron las mismas razones que antes apunté. Esto es motivo suficiente para producir otros trabajos, apoyados en un número mayor de análisis.

Ahora bien; con esta publicación tan incompleta quise lograr dos cosas. En primer lugar, mostrar, como complemento a mi libro sobre la interpretación de los sueños, el modo en que este arte, de lo contrario inútil, puede aplicarse al descubrimiento de lo escondido y lo reprimido en el interior de la vida anímica; además, a raíz del análisis de los dos sueños aquí comunicados, se tomó en consideración la técnica de la interpretación de sueños, parecida a la técnica psicoanalítica. En segundo lugar, quise despertar interés por una serie de cosas que la ciencia sigue ignorando totalmente; es que sólo la aplicación de este procedimiento específico permite descubrirlas. Nadie pudo tener una vislumbre certera acerca de la complicación de los procesos psíquicos en el caso de la histeria, de la sucesión de las más diversas mociones, del vínculo recíproco de los opuestos, de las represiones y desplazamientos, etc. La insistencia de Janet en la idée fixe, que se traspone en el síntoma, no es más que una esquematizacíón verdaderamente lamentable. No podemos evitar la conjetura de que unas excitaciones cuyas respectivas representaciones son insusceptibles de conciencia repercutirán entre sí diversamente, tendrán otros circuitos y llevarán a otras exteriorizaciones que las que llamamos «normales», cuyo contenido de representaciones nos deviene conciente. Una vez puesto en claro lo anterior, nada más podrá oponerse a la comprensión de una terapia que suprime síntomas neuróticos mudando representaciones del primer tipo en representaciones normales.

También me interesaba mostrar que la sexualidad no interviene meramente como un deus ex machina que se presentaría de improviso en algún punto de la trama de procesos característicos de la histeria, sino que presta la fuerza impulsora para cada síntoma singular y para cada exteriorización singular de un síntoma. Los fenómenos patológicos son, dicho llanamente, la práctica sexual de los enfermos. Un caso aislado nunca permitirá demostrar una tesis tan general; pero puedo repetir una y otra vez -porque siempre hallo que es así- que la sexualidad constituye la clave para el problema de las psiconeurosis, así como de las neurosis en general. El que se niegue a reconocerlo jamás podrá descubrir esa clave. Estoy esperando todavía las indagaciones destinadas a refutar o restringir esa tesis. Lo que he escuchado hasta ahora no fueron sino exteriorizaciones de disgusto personal o de incredulidad. Basta oponerles el dicho de Charcot: «Ça n’empêche pas d’exister». (1)

El caso de cuyo historial clínico y terapéutico he publicado aquí un fragmento tampoco es apropiado para poner bajo su justa luz el valor de la terapia psicoanalítica. No sólo la brevedad del tratamiento, que apenas llegó a tres meses; también otro factor, inherente al caso mismo, impidió que la cura concluyese con la mejoría que en otras ocasiones puede alcanzarse, una mejoría admitida por el enfermo y sus parientes y que se aproxima más o menos a una curación completa. Se alcanza ese feliz resultado cuando los fenómenos patológicos son sustentados únicamente por el conflicto interior entre las mociones tocantes a la sexualidad. En estos casos, uno ve mejorar el estado de los enfermos en la medida en que, traduciendo el material patógeno en un material normal, se ha contribuido a que solucionen sus problemas psíquicos. Otro es el desarrollo cuando los síntomas se han puesto al servicio de motivos vitales externos, como le había ocurrido a Dora desde los últimos dos años. Uno se sorprende, y puede con facilidad errar el camino, al enterarse de que el estado de los enfermos no da señales de cambiar ni aun cuando el trabajo ha proseguido largamente. En realidad, las cosas no son tan enfadosas; es cierto que los síntomas no desaparecen mientras dura el trabajo, pero sí un tiempo después, cuando se han disuelto los vínculos con el médico. La dilación de la cura o de la mejoría sólo es causada, en realidad, por la persona del médico.

Para que se comprenda ese estado de cosas, tenemos que hacer una digresión algo más amplia. En el curso de una cura psicoanalítica, la neoformación de síntoma se suspende (de manera regular, estamos autorizados a decir); pero la productividad de la neurosis no se ha extinguido en absoluto, sino que se afirma en la creación de un tipo particular de formaciones de pensamiento, las más de las veces inconcientes, a las que puede darse el nombre de «trasferencias».

¿Qué son las trasferencias? Son reediciones, recreaciones de las mociones y fantasías que a medida que el análisis avanza no pueden menos que despertarse y hacerse concientes; pero lo característico de todo el género es la sustitución de una persona anterior por la persona del médico. Para decirlo de otro modo: toda una serie de vivencias psíquicas anteriores no es revivida como algo pasado, sino como vínculo actual con la persona del médico. Hay trasferencias de estas que no se diferencian de sus modelos en cuanto al contenido, salvo en la aludida sustitución. Son entonces, para continuar con el símil, simples reimpresiones, reediciones sin cambios. Otras proceden con más arte; han experimentado una moderación de su contenido, una sublimación, como yo lo digo, y hasta son capaces de devenir concientes apuntalándose en alguna particularidad real de la persona del médico o de las circunstancias que lo rodean, hábilmente usada.

Cuando uno se adentra en la teoría de la técnica analítica, llega a la intelección de que la trasferencia es algo necesario. Al menos, uno se convence en la práctica de que no hay medio alguno para evitarla, y que es preciso combatir a esta ultima creación de la enfermedad como se lo hace con todas las anteriores. Ahora bien, esta parte del trabajo es, con mucho, la más difícil. La interpretación de los sueños, la destilación de los pensamientos inconcientes a partir de las ocurrencias del enfermo, y otras artes parecidas de traducción, se aprenden con facilidad; el enfermo siempre brinda el texto para ello. Unicamente a la trasferencia es preciso colegirla casi por cuenta propia, basándose en mínimos puntos de apoyo y evitando incurrir en arbitrariedades.

Pero no se puede eludirla; en efecto, es usada para producir todos los impedimentos que vuelven inasequible el material a la cura, y, además, sólo después de resolverla puede obtenerse en el enfermo la sensación de convencimiento en cuanto a la corrección de los nexos construidos.

Se tenderá a considerar una seria desventaja del procedimiento, de por sí nada cómodo, el hecho de que multiplique el trabajo del médico creando un nuevo género de productos psíquicos patológicos. Y aun se querrá inferir, de la existencia de las trasferencias, que la cura analítica es dañina para el enfermo. Las dos cosas serían erróneas. El trabajo del médico no es multiplicado por la trasferencia; puede resultarle indistinto, en efecto, tener que vencer la moción respectiva del enfermo en conexión con su Persona o con alguna otra. Pero tampoco la cura obliga al enfermo, mediante la trasferencia, a una neoproducción que de otra manera no habría consumado. Si se producen curaciones de neurosis también en institutos que excluyen el tratamiento psicoanalítico; si pudo decirse que la histeria no era curada por el método, sino por el médico; si suele obtenerse por resultado una ciega dependencia y un permanente cautiverio del enfermo respecto del médico que lo liberó de sus síntomas mediante sugestión hipnótica, la explicación científica de todo eso ha de verse en las «trasferencias» que el enfermo emprende regularmente sobre la persona del médico. La cura psicoanalítica no crea la trasferencia; meramente la revela, como a tantas otras cosas ocultas en la vida del alma. La única diferencia reside en que, espontáneamente, el enfermo sólo da vida a trasferencias tiernas y amistosas que contribuyan a su curación; y donde esto no es posible, se alejará todo lo rápido que pueda, sin ser influido por el médico que no le es «simpático». En el psicoanálisis, en cambio, de acuerdo con su diferente planteo de los motivos, son despertadas todas las mociones, aun las hostiles; haciéndolas concientes se las aprovecha para el análisis, y así la trasferencia es aniquilada una y otra vez. La trasferencia, destinada a ser el máximo escollo para el psicoanálisis, se convierte en su auxiliar más poderoso cuando se logra colegirla en cada caso y traducírsela al enfermo. (2)

Me vi obligado a hablar de la trasferencia porque sólo este factor me permitió esclarecer las particularidades del análisis de Dora. Lo que constituye su ventaja y lo hizo parecer apto para una primera publicación introductoria -su particular trasparencia- guarda íntima relación con su gran falla, la que llevó a la ruptura prematura. Yo no logré dominar a tiempo la trasferencia; a causa de la facilidad con que Dora ponía a mi disposición en la cura una parte del material patógeno, olvidé tomar la precaución de estar atento a los primeros signos de la trasferencia que se preparaba con otra parte de ese mismo material, que yo todavía ignoraba. Desde el comienzo fue claro que en su fantasía yo hacía de sustituto del padre, lo cual era facilitado por la diferencia de edad entre Dora y yo. Y aun me comparó concientemente con él; buscaba angustiosamente asegurarse de mi cabal sinceridad hacia ella, pues su padre «prefería siempre el secreto y los rodeos tortuosos». Después, cuando sobrevino el primer sueño, en que ella se alertaba para abandonar ti cura como en su momento lo había hecho con la casa del señor V, yo mismo habría debido tomar’precauciones, diciéndole: «Ahora usted ha hecho una trasferencia desde el señor K. hacia mí. ¿Ha notado usted ‘algo que le haga inferir malos propósitos, parecidos (directamente o por vía de alguna sublimación) a los del señor K.? ¿Algo le ha llamado la atención en mí o ha llegado a saber alguna cosa de mí que cautive su inclinación como antes le ocurrió con el señor K.?». Entonces su atención se habría dirigido sobre algún detalle de nuestro trato, en mi persona o en mis cosas, tras lo cual se escondiera algo análogo, pero incomparablemente más importante, concerniente al señor K. Y mediante la solución de esta trasferencia el análisis habría obtenido el acceso a un nuevo material mnémico, probablemente referido a hechos. Pero yo omití esta primera advertencia; creí que había tiempo sobrado, puesto que no se establecían otros grados de la trasferencia y aún no se había agotado el material para el análisis. Así fui sorprendido por la trasferencia y, a causa de esa x por la cual yo le recordaba al señor K., ella se vengó de mí como se vengara de él, y me abandonó, tal como se había creído engañada y abandonada por él. De tal modo, actuó (agieren) un fragmento esencial de sus recuerdos y fantasías, en lugar de reproducirlo en la cura. (3) No puedo saber, desde luego, cuál era esa x: sospecho que se refería a dinero, o eran celos por otra paciente que tras su curación siguió vinculada a mi familia. Cuando en el análisis es posible replegar tempranamente las trasferencias, su curso se vuelve más oscuro y se retarda, pero su subsistencia queda mejor asegurada frente a resistencias repentinas e insuperables.

En el segundo sueño de Dora, la trasferencia estaba subrogada por varias y nítidas alusiones. Cuando me lo contó, yo aún no sabía -me enteré dos días después- que sólo nos quedaban por delante dos horas de trabajo, el mismo tiempo que pasó ante la imagen de la Madonna Sixtina y también (introduciendo una corrección: dos horas en lugar de dos horas y media) el que le indicaron como medida del camino costero del lago, que ella no desanduvo. Las aspiraciones y esperas del sueño, que se referían al joven que se había trasladado a Alemania y provenían de la espera hasta que el señor K. pudiera casarse con ella, ya se habían exteriorizado unos días antes en la trasferencia: La cura se le -hacía larga, no tendría la paciencia de esperar tanto, mientras que en las primeras semanas había demostrado la suficiente penetración para atender, sin hacer tales objeciones, a mi anuncio de que su restablecimiento pleno requeriría tal vez un año. El rechazo del acompañante y la preferencia por ir sola, que aparecen en el sueño y provienen de la visita a la galería de Dresde, debía experimentarlos yo mismo el día señalado. Tenían sin duda este sentido: «Puesto que todos los hombres son detestables, prefiero no casarme. Es mi venganza».  (4)

En los casos en que mociones de crueldad y de venganza que ya en la vida del enfermo se aplicaron a la sustentación de sus síntomas; se trasfieren al médico en el curso de la cura, antes que él haya tenido tiempo de apartarlos de su persona reconduciéndolos a sus fuentes, no puede maravillar que el estado de los enfermos no acuse el efecto de su empeño terapéutico. Pues, ¿qué mejor venganza para estos que mostrar, en su propia persona, la impotencia y la incapacidad del médico? Empero, no me inclino a subestimar el valor terapéutico de tratamientos aun tan fragmentarios como el de Dora.

Hubieron de pasar quince meses de la conclusión del tratamiento y del presente informe antes de que recibiera noticias del estado de mi paciente y, con ellas, del desenlace de la cura. En una fecha no del todo indiferente, el primero de abril -sabemos que las precisiones de tiempo no carecían de importancia en su caso-, se me presentó para poner fin a su historia y pedirme nuevo auxilio: pero una mirada a la expresión de su rostro me hizo adivinar que no tomaba en serio ese pedido. En las cuatro a cinco semanas posteriores al fin del tratamiento anduvo «toda revuelta», según dijo. Luego le sobrevino una gran mejoría, los ataques ralearon, se puso de mejor talante. En mayo de ese año murió un hijo del matrimonio K., que siempre había sido enfermizo. A raíz del duelo hizo a los K. una visita de condolencias, y ellos la recibieron como si nada hubiera ocurrido en esos últimos tres años. En ese momento se reconcilió con ellos; se vengó de ellos y llevó su asunto a una conclusión que le resultaba satisfactoria. Dijo a la mujer: «Sé que tienes una relación con mi papá», y ella no lo negó. Y movió al marido a confesar la escena junto al lago, que él antes había impugnado. Llevó entonces a su padre esta noticia, justificatoria para ella. No reanudó el trato con esa familia.

Le fue después muy bien hasta mediados de octubre, época en la cual le sobrevino otro ataque de afonía, que perduró unas seis semanas. Sorprendido ante esa comunicación, le pregunté si había habido alguna ocasión para ello, v me enteré de que el ataque había seguido a un fuerte susto. Vio cómo una persona era arrollada por un carruaje. Por último sacó a relucir que la víctima del accidente no era otra que el señor K. Lo encontró un día por la calle, en un lugar de intenso tránsito; él se quedó atónito, como confuso, ante la presencia de ella, y en ese estado de olvido de sí mismo se dejó atropellar por un carruaje. (5) Por lo demás, ella se cercioró de que había pasado por el trance sin grave daño. Todavía se pica algo cuando oye hablar de las relaciones de su papá con la señora K., pero ya no se inmiscuye en ellas. Me dijo que estaba consagrada a sus estudios y no pensaba en casarse.

Demandaba mi ayuda por una neuralgia facial, del lado derecho, que ahora la acosaba día y noche. -¿Desde cuándo? -le pregunté-. «Desde hace justamente catorce días». No pude menos que reír, pues me fue posible demostrarle que justamente catorce días antes había leído en los diarios una noticia referida a mí, cosa que ella confirmó (esto sucedió en 1902).

La pretendida neuralgia facial respondía entonces a un autocastigo, al arrepentimiento por el bofetón que propinó aquella vez al señor K. y por la trasferencia vengativa que hizo después sobre mí. No sé qué clase de auxilio pretendía de mí, pero le prometí disculparla por haberme privado de la satisfacción de librarla mucho más radicalmente de su penar.

Han pasado, de nuevo, varios años desde su visita. La muchacha se ha casado, y por cierto con aquel joven a quien, si todos los indicios no me engañan, aludían las ocurrencias que tuvo al comienzo del análisis del segundo sueño. (6).

Si el primer sueño dibujaba el apartamiento del hombre amado y el refugio en el padre, vale decir, la huida de la vida hacia la enfermedad, este segundo sueño anunciaba que se desasiría del padre y se recuperaría para la vida.

Notas:
1) («Eso no impide que las cosas sean como son».)
[Esta es una de las citas favoritas de Freud; véase su nota necrológica sobre Charcot (1893f).]
2) Nota agregada en 1923. Lo que aquí decimos sobre la trasferencia se continúa en mi ensayo técnico sobre el «amor de trasferencia» (1915a) [y en el trabajo anterior, más teórico, «Sobre la dinámica de la trasferencia» (1912b). – Freud ya había examinado con cierta extensión la trasferencia en su capítulo sobre «La psicoterapia de la histeria», en Estudios sobre la histeria (Breuer y Freud, 1895), AE, 2, págs. 306-8; pero el presente pasaje es el primero en el que indica la importancia de la trasferencia en el proceso terapéutico del psicoanálisis. El término «trasferencia» («Obertragung»), que aparece por primera vez en Estudios sobre la histeria, fue empleado en un sentido algo distinto, más general, en algunos fragmentos de La interpretación de los sueños (1900a) (p. e¡., en AE, 5, págs. 554 y sigs.)
3)  [Este importante tema fue examinado más tarde por Freud en otro de sus trabajos técnicos, «Recordar, repetir y reelaborar», (1914g).]
4) A medida que me voy alejando en el tiempo de la terminación de este análisis, tanto más probable me parece que mi error técnico consistiera en la siguiente omisión: No atiné a colegir en el momento oportuno, y comunicárselo a la enferma, que la moción de amor homosexual (ginecófila) hacia la señora K. era la más fuerte de las corrientes inconcientes de su vida anímica. Habría debido conjeturar que ninguna otra persona que la señora K. podía ser la fuente principal del conocimiento que Dora tenía de cosas sexuales: la misma persona que la acusó por el interés que mostraba hacia tales asuntos. Era bien llamativo que supiera todas esas cosas chocantes, y nunca quisiera saber de dónde las sabía. Habría debido tratar de resolver ese enigma y buscar el motivo de esa extraña represión. El segundo sueño me lo podría haber traslucido. La implacable manía de venganza que este sueño expresaba era más apta que ninguna otra cosa para ocultar la corriente opuesta: la nobleza con que ella perdonó la traición de la amiga amada y ocultó a todos que fue ella, justamente, quien le hizo las revelaciones sobre cuyo conocimiento la calumnió después. Antes de llegar a individualizar la importancia de la corriente homosexual en los psiconeuróticos me quedé muchas veces atascado, o caí en total confusión, en el tratamiento de ciertos casos.
5)  Una interesante contribución a los intentos de suicidio indirecto, de los que me ocupo en mi Psicopatología de la vida cotidiana [1901b, capítulo VIII].
6)  [En las ediciones de 1909, 1912 y 1921 figuraba en este punto la siguiente nota al pie: «Esta idea era equivocada, como pude averiguar más adelante».]

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