Obras de S. Freud: La sexualidad en la etiología de las neurosis (1898)

Nota introductoria:
Una carta a Fliess (Freud, 1950a, Carta 83) nos anoticia de que este trabajo fue terminado el 9 de febrero de 1898; su redacción había comenzado un mes antes. En esas dos cartas, Freud se refiere a él peyorativamente como un artículo «Gartenlaube» {«glorieta de jardín»}, título de una revista para el hogar que se había vuelto célebre por sus historias sentimentales. Agrega, sin embargo, que el artículo «es bastante desvergonzado y por su naturaleza está destinado a provocar escándalo … lo cual sin duda ocurrirá. Breuer dirá que me he causado un gran perjuicio».

Habían trascurrido dos años desde el último trabajo psicopatológico de Freud, «La etiología de la histeria» (1896c), y en ese lapso fueron muchas las cosas que lo atarearon. La menos importante, tal vez (siquiera desde nuestro punto de vista), fue la terminación, a principios de 1897, de su tratado de trescientas páginas de extensión sobre las parálisis infantiles, para la gran enciclopedia médica de Nothnagel; durante varios años había estado trabajando a regañadientes en esta, la última de sus obras neurológicas -véanse, por ejemplo, sus cartas a Fliess del 20 y el 31 de octubre y del 8 de noviembre de 1895, del 4 de junio y el 2 de noviembre de 1896, y del 24 de enero de 1897 (Freud, 1950a, Cartas 32, 33, 35, 47, 50 y 57)-. Una vez desembarazado de esta tarea, pudo dedicarse con más exclusividad a la psicología, y pronto estuvo inmerso en un acontecimiento trascendental: su autoanálisis. Iniciado en el verano de 1897, ya lo llevó a los pocos meses a algunos descubrimientos fundamentales: el abandono de la teoría sobre la etiología traumática de las neurosis (21 de setiembre, Carta 69), AE, 1, pág. 301; el descubrimiento del complejo de Edipo (15 de octubre, Carta 71 ), AE, 1, pág. 307; y el gradual reconocimiento de la sexualidad infantil como un hecho normal y universal (p. ej., 14 de noviembre, Carta 75), AE, 1, pág. 312.

De todos estos desarrollos (y de sus concomitantes avances en la comprensión de la psicología de los sueños) apenas si hay huellas en el presente artículo; y a ello obedecía, sin duda, el desdén que el autor sentía por él. En lo tocante a los postulados fundamentales, no lleva las cosas más allá de donde ellas se encontraban dos años atrás; Freud se reservaba para su próximo empeño de envergadura, que habría de materializarse en un plazo de dos años más: La interpretación de los sueños (1900a).

Pero si en su primera parte el presente trabajo contiene poco más que una reenunciación de las concepciones anteriores de Freud sobre la etiología de las neurosis, nos ofrece luego, como nuevo elemento, un abordaje de problemas sociológicos. La crítica franca que se eleva aquí contra la actitud de los profesionales de la medicina en materia sexual (en particular, en lo tocante a la masturbación, el uso de anticonceptivos y las dificultades de la vida conyugal) anticipa toda una serie de posteriores animosidades de Freud contra las convenciones sociales de la civilización -que comienzan en «La moral sexual-cultural» y la nerviosidad moderna» (1908d) y culminan en El malestar en la cultura (1930a)-.

James Strachey

Por medio de ahondadas indagaciones he llegado en los últimos años al discernimiento de que unos factores de la vida sexual constituyen las causas más próximas y de mayor sustantividad práctica en todos los casos de afección neurótica. Esta doctrina no es enteramente nueva; desde siempre, todos los autores atribuyeron cierta significatividad a los factores sexuales en la etiología de las neurosis; y en muchas corrientes subterráneas de la medicina se ha unido siempre en una promesa única la curación de los «achaques sexuales» y la «endeblez nerviosa». Por eso, una vez que se renuncie a desconocer el acierto de esta doctrina, no será difícil poner en tela de juicio su originalidad.

En algunos ensayos breves aparecidos estos últimos años en Neurologisches Zentralblatt [1894, 1895b y 1896b], Revue Neurologique [1895c y 1896al y Wiener klinische Rundschau [1895f y 1896c], he intentado indicar el material y los puntos de vista que ofrecen apoyos científicos a la doctrina de la «etiología sexual de las neurosis». Es cierto que no hay todavía una exposición circunstanciada, pero ello se debe esencialmente a que en el empeño de esclarecer el nexo discernido como fáctico uno tropieza cada vez con nuevos problemas, para cuya solución faltan los trabajos preparatorios. No obstante, en modo alguno me parece prematuro el intento de guiar el interés del médico práctico sobre las constelaciones por mí aseveradas, a fin de que él se convenza de la corrección de estas tesis y, al mismo tiempo, de las ventajas que de su discernimiento puede obtener para su práctica.

Sé que no faltarán empeños por disuadir al médico, mediante unos argumentos de tinte ético, de estudiar estos temas. Quien quiera convencerse de que las neurosis de sus enfermos realmente se entraman con su vida sexual no podrá evitar el indagarlos por esta última e instarlos a su veraz esclarecimiento. Pero en esto mismo, se argüirá, radica el peligro para el individuo y para la sociedad. El médico, oigo decir, no tiene ningún derecho a inmiscuirse en los secretos sexuales de sus pacientes, a herir groseramente con ese examen su pudor -sobre todo en el caso de las mujeres-. Su mano inhábil sólo podrá destruir la dicha familiar, menoscabar la inocencia de los jóvenes y usurpar la autoridad de los padres; y con los adultos adquirirá una complicidad incómoda y arruinará la relación con sus enfermos. Se concluirá, entonces, que es su deber ético mantenerse alejado de todo el asunto sexual.

Pero es lícito responder: He ahí la exteriorización de una mojigatería indigna del médico, mojigatería que se cubre apenas con unos malos argumentos. Si factores de la vida sexual se disciernen real y efectivamente como causas patológicas, averiguar tales factores y traerlos a colación se convierte, sin más reparos, en un deber del médico. La lesión del pudor en que de ese modo incurre no es diversa ni más enojosa, se diría, que la inspección de los genitales femeninos por él emprendida para curar una afección local, a realizar la cual la propia academia lo obliga. De señoras mayores que pasaron su juventud en provincias a menudo se oye contar todavía que alguna vez estuvieron a punto de desfallecer a raíz de hemorragias genitales desmedidas, porque no podían resolverse a permitir que un médico mirara sus desnudeces. El influjo educativo ejercido por los médicos sobre el público ha conseguido, en el curso de una generación, que rarísima vez nuestras señoras jóvenes muestren esa renuencia. Y toda vez que se manifieste, se la condenará como incomprensible mojigatería, vergüenza donde no corresponde. ¿Acaso vivimos en Turquía -preguntaría el marido-, donde la señora enferma sólo tiene permitido enseñar al médico el brazo por un agujero practicado en la pared?

No es cierto que el examen de asuntos sexuales y el ser consabedor de ellos amenace la autoridad del médico frente a sus pacientes. Más justificadamente se podría haber hecho la misma objeción, en su momento, al empleo de narcóticos que despojaban al enfermo de su conciencia y de su voluntad y dejaban en la mano del médico determinar si las recuperaría y cuándo. Sin embargo, hoy la narcosis se nos ha vuelto indispensable, porque es útil como ninguna otra cosa para el afán terapéutico del médico, y este ha aceptado entre sus otros serios deberes la responsabilidad por su empleo.

El médico puede dañar en todos los casos si es torne e inescrupuloso, y esto es tan válido para los restantes casos como para la investigación de la vida sexual de sus pacientes. Claro está, quien en un encomiable esbozo de conocimiento de sí mismo no se atribuya el tacto, la seriedad y la discreción que se requieren para el examen de los neuróticos, quien de sí mismo sepa que las revelaciones de la vida sexual le provocan unas voluptuosas cosquillas en vez de un interés científico, hará bien en mantenerse apartado del tema de la etiología de las neurosis. Sólo le pediremos que también permanezca ajeno al tratamiento de los neuróticos.

Tampoco es cierto que los enfermos opongan insuperables obstáculos a una exploración de su vida sexual. Los adultos, tras breve vacilación, suelen recapacitar con estas palabras: «Pero estoy con el médico, a quien es lícito decirle todo». Numerosas señoras, a quienes la tarea de ocultar sus sentimientos sexuales les resulta una carga asaz pesada de llevar en la vida, se sienten aliviadas cuando notan, en el consultorio del médico, que ahí no rige miramiento alguno que no sea el de su curación, y le agradecen poder abordar siquiera allí las cosas sexuales en términos puramente humanos. Una oscura noticia sobre la preeminente significación de unos factores sexuales para la génesis de la nerviosidad, idéntica a la que yo procuro ahora ganar para la ciencia, no parece que se haya perdido nunca para la conciencia de los legos. Harto a menudo vive uno escenas como esta: Se está frente a una pareja de cónyuges, uno de los cuales padece de una neurosis. Tras muchos introitos y disculpas -que para el médico no han de valer las barreras convencionales si es que ha de auxiliar en tales casos, etc.-, uno les comunica a ambos su conjetura de que la razón de la enfermedad residiría en la manera innatural y nociva de comercio sexual que ellos acaso escogieron luego del último parto de la señora. Y les dice también que por lo general los médicos no suelen ocuparse de tales relaciones, cosa esta siempre vituperable aunque a los enfermos no les guste enterarse de tales cosas, etc. Y hete ahí que uno de los cónyuges se dirige al otro y le dice: «¿Lo ves? Ya te había dicho que eso me enfermaría». Y el otro que responde: «Yo también lo he pensado, pero, ¿qué remedio queda?».

En algunas otras circunstancias, por ejemplo en el caso de muchachas que han sido educadas sistemáticamente para disimular su vida sexual, uno deberá conformarse con un grado muy modesto de sinceridad en la respuesta. Además, cuenta aquí que el médico experto no enfrenta a sus enfermos sin estar él preparado, y de ordinario no les pedirá esclarecimiento, sino la mera corroboración de lo que conjetura. A quien se avenga a seguir mis indicaciones sobre el modo en que es preciso explicarse la morfología de las neurosis y traducirla a lo etiológico, sólo muy pocas confesiones más deberán hacerle los enfermos. En la pintura de sus síntomas patológicos, que con harta presteza proporcionan, ellos dejan traslucir al mismo tiempo la noticia sobre los factores sexuales escondidos.

Sería una gran ventaja que los enfermos supieran mejor cuán ciertamente puede ahora el médico interpretar sus achaques neuróticos e inferir desde estos, hacia atrás, la etiología sexual eficiente. Sin duda, ello los impulsaría a renunciar al secreto desde el instante mismo en que se resolvieran a demandar auxilio para su padecer. Ahora bien, todos tenemos interés en que también en cosas sexuales impere como deber entre los seres humanos un grado de sinceridad mayor del que hasta ahora se reclama. La eticidad sexual sólo ganará con ello. Hoy por hoy, en materia de sexualidad todos y cada uno de nosotros, enfermos y sanos a la par, somos unos hipócritas. No podrá menos que beneficiarnos sí como resultado de la sinceridad general se impone cierta tolerancia en cosas sexuales.

El médico tiene por lo común escasísimo interés en las cuestiones que los neuropatólogos debaten acerca de las neurosis: si se justifica una estricta separación entre histeria y neurastenia, si es lícito distinguir además una histero-neurastenia, si cabe incluir las representaciones obsesivas en la neurastenia o es preciso reconocerlas como una neurosis particular, etc. Y, en realidad, tales distingos podrían ser indiferentes para el médico toda vez que la decisión así tomada no trajera más consecuencias -ninguna intelección más profunda ni indicación alguna para la terapia- y que los enfermos, sin excepción, fueran enviados al sanatorio de cura de aguas o debieran oír que no tienen nada. Pero diversa sería la situación si se admitieran nuestros puntos de vista sobre los vínculos causales entre la sexualidad y las neurosis. Se despertaría así un nuevo interés por la sintomatología de los distintos casos de neurosis, y cobraría importancia práctica que uno supiera separar rectamente el complejo cuadro en sus componentes y dar a estos su denominación justa. Y en efecto, la morfología de las neurosis se traduce con facilidad a etiología, y del discernimiento de esta se infieren, como es evidente, nuevas indicaciones terapéuticas.

Ahora bien, en cada caso la decisión más sustantiva, que debe tomarse con certeza mediante una evaluación cuidadosa de los síntomas, atañe a saber si se está frente a los caracteres de una neurastenia o de una psiconeurosis (histeria, neurosis obsesiva). (Con enorme frecuencia se presentan casos mixtos en que se aúnan signos de la neurastenia con los de una psiconeurosis; pero reservemos su apreciación para más adelante.) Sólo en las neurastenias el examen de los enfermos permite descubrir factores etiológicos pertenecientes a la vida sexual; es que aquí, desde luego, ellos son consabidos para los enfermos y pertenecen al presente o, mejor dicho, al período de la vida que comienza con la madurez genésica (si bien este deslinde no permite abarcar todos los casos). En las psiconeurosis, ese examen es poco fructífero; quizá nos anoticie sobre unos factores que es preciso reconocer como ocasionamientos, que pueden entramarse o no con la vida sexual; si en efecto se entraman, no revelan ser de diferente índole que los factores etiológicos de la neurastenia, y entonces echamos de menos, totalmente, un nexo específico para la causación de la psiconeurosis. A pesar de ello, la etiología de las psiconeurosis se sitúa siempre en lo sexual. Por un curioso rodeo, del que luego hablaremos, uno puede llegar a tomar noticia de esa etiología, y a concebir que el enfermo no sepa decirnos nada de ella. Y es que los sucesos e injerencias que están en la base de toda psiconeurosis no corresponden a la actualidad, sino a una época de la vida del remoto pasado, por así decir prehistórica, de la primera infancia, y por eso no son consabidos para el enfermo. Este los ha olvidado -sólo que en un sentido preciso.

O sea, hay una etiología sexual en todos los casos de neurosis, pero en las neurastenias ella es de índole actual, y en las psiconeurosis son factores de naturaleza infantil: he ahí la primera gran oposición en la etiología de las neurosis. Otra oposición surge si se toma en cuenta un distingo dentro de la sintomatología de la neurastenia como tal. Aquí hallamos, por un lado, casos en que pasan al primer plano ciertos achaques característicos de la neurastenia (presión intracraneana, fatiga, dispepsia, obstrucción intestinal, irritación espinal, etc.), mientras que en otros casos estos signos quedan relegados, y el cuadro patológico se compone de otros síntomas, todos los cuales permiten discernir un nexo con el síntoma nuclear de la «angustia» (estado de angustia libre, inquietud, angustia de expectativa, ataques de angustia completos, rudimentarios y suplementarios, vértigo locomotor, agorafobia, insomnio, acrecentamiento del dolor, etc.). Al primer tipo de neurastenia le he dejado su nombre, pero al segundo lo he singularizado como «neurosis de angustia», y para esta separación he dado razones en otro lugar donde también se fundamenta el hecho de que por regla general ambas neurosis se presentan juntas. Para nuestros fines, basta poner de relieve que junto con la diversidad sintomática entre las dos formas corre pareja una diferencia en la etiología. La neurastenia se deja reconducir siempre a un estado del sistema nervioso como el que se adquiere por una masturbación excesiva o el que engendran unas frecuentes poluciones; y en la neurosis de angustia generalmente se hallan unos influjos sexuales que tienen en común el factor de la contención o la satisfacción incompleta (como coitus interruptus, abstinencia existiendo una viva libido, la llamada excitación frustránea, etc.). En el breve ensayo donde me empeñé en introducir la neurosis de angustia, declaré esta fórmula: La angustia es, en general, libido desviada de su empleo [normal].

Cuando en un caso se aúnan síntomas de la neurastenia y de la neurosis de angustia, vale decir, cuando se está frente a un caso mixto, uno se atiene a la tesis, averiguada por vía empírica, de que una contaminación entre neurosis corresponde a la acción conjugada de varios factores etiológicos; y siempre halla corroborada esa expectativa. Valdría la pena estudiar en detalle cuán a menudo estos factores etiológicos se enlazan entre sí orgánicamente en virtud del nexo de los procesos sexuales -p. ej., el coitus interruptus o la potencia insuficiente del varón, con la masturbación-.

Si pues, frente al caso, uno diagnostica con certeza una neurosis neurasténica y agrupa sus síntomas de manera correcta, podrá traducir la sintomatología a una etiología y entonces pedir sin ambages al enfermo la corroboración de las conjeturas que uno ha hecho. No debe desorientarnos que inicialmente nos contradiga; si uno persevera en lo que ha inferido e insiste en lo inconmovible de su convencimiento, termina por triunfar sobre toda resistencia. De ese modo, uno averigua toda clase de cosas sobre la vida sexual de los seres humanos, a punto de poder llenar un libro entero, útil e instructivo. Pero también aprende a lamentar, en todo sentido, que hoy la ciencia de lo sexual se siga considerando vergonzosa. Siendo las desviaciones más pequeñas respecto de una vita sexualis normal demasiado frecuentes para que se pudiera atribuir un valor a su descubrimiento, sólo se habrá de considerar esclarecedora una anormalidad grave y prolongada en la vida sexual de los pacientes neuróticos. Y, por otra parte, uno puede confiar en que el peligro de que un enfermo psíquicamente normal sea esforzado a acusarse falsamente de faltas sexuales es imaginario.

Si uno procede de esta manera con sus enfermos, se convencerá también de que para la doctrina sobre la etiología sexual de la neurastenia no existen casos negativos. Para mí, al menos, ha cobrado tanta certeza esta convicción que hasta di empleo diagnóstico al resultado negativo del examen, a saber, diciéndome que esos casos no pueden ser una neurastenia. Así, en varias oportunidades supuse una parálisis progresiva en lugar de una neurastenia, y ello porque no había conseguido comprobar la masturbación abundante que mi doctrina reclama: la trayectoria de esos casos me dio con posterioridad la razón. En otro enfermo que, en ausencia de alteraciones orgánicas nítidas, se quejaba de presión intracraneana, dolores de cabeza, dispepsia, y con sinceridad y una certeza total refutó mis sospechas sexuales, se me ocurrió conjeturar una infección latente en una de las cavidades sinusoideas de la nariz; un colega especialista corroboró esta inferencia, extraída de la negatividad del examen sexual, librando al enfermo de sus achaques mediante el vaciamiento de la supuración fétida de esas cavidades.

La apariencia de que existirían, no obstante, «casos negativos» puede generarse también de otra manera. A veces el examen comprueba una vida sexual normal en personas cuya neurosis, para la observación superficial, se asemeja realmente mucho a una neurastenia o una neurosis de angustia. Pero una investigación más profunda suele poner en descubierto el verdadero estado de cosas. Tras esos casos que uno creyó de neurastenia, se esconde una psiconeurosis (una histeria o una neurosis obsesiva). En particular la histeria, que imita a tantas afecciones orgánicas, puede fácilmente espejar una de las neurosis actuales elevando los síntomas de estas a la condición de histéricos. Y en verdad no son muy raras esas histerias con forma de neurastenia. Pero no implica ningún fácil expediente recurrir a las psiconeurosis para las neurastenias con informe sexual negativo; podemos aportar la prueba de ello por el único camino infalible que permite desenmascarar una histeria, el camino del psicoanálisis, que luego mencionaremos.

Ahora bien, quizá muchos, pese a estar dispuestos a tomar en cuenta la etiología sexual en sus enfermos de neurastenia, censuren por unilateral no ser instados a prestar atención también a los otros factores que la generalidad de los autores cita como causas de la neurastenia. Pero a mí no se me ha ocurrido sustituir en las neurosis esas otras etiologías por la sexual, de suerte que yo declarase cancelada la acción eficiente de aquellas. Sería un malentendido. Opino, más bien, que a todos los factores etiológicos para la génesis de la neurastenia consabidos por los autores, y probablemente reconocidos con justicia, se suman los sexuales, que hasta ahora no se habían apreciado lo suficiente. Y, por otra parte, estimo que estos últimos merecen que se les asigne una posición particular dentro de la serie etiológica. En efecto, sólo ellos no están ausentes en ningún caso de neurastenia; sólo ellos son capaces de producir la neurosis sin más auxilio, de suerte que aquellos otros factores parecen quedar rebajados al papel de una etiología auxiliar y suplementaria; y sólo ellos permiten al médico discernir unos vínculos ciertos entre su diversidad y los múltiples cuadros clínicos. En cambio, si cotejo los casos en que se contrajo neurastenia supuestamente por exceso de trabajo, por una irritación emotiva, o luego de un tifus, etc., no advierto en sus síntomas nada común; y no sabría concebir expectativa alguna sobre sus síntomas a partir de la índole de la etiología, así como, a la inversa, del cuadro clínico no podría inferir la etiología eficiente.

Las causas sexuales son también las que más asidero ofrecen al médico para su acción terapéutica. La herencia es sin duda un factor sustantivo toda vez que está presente; permite que sobrevenga un gran efecto patológico donde de ordinario se produciría uno muy leve. Pero la herencia es inasequible al influjo médico; cada quien trae congénitas sus inclinaciones patológicas hereditarias, y nada se puede modificar en ello. Y tampoco podemos olvidar que, justamente en la etiología de las neurastenias, por fuerza hemos de denegar a la herencia el primer rango. La neurastenia (en sus dos formas) se cuenta entre las afecciones que fácilmente puede adquirir cualquiera, aunque esté exento de lastre hereditario. Si fuera de otro modo, sería inconcebible su gigantesco incremento, de que todos los autores se quejan. Por lo que toca a la civilización, en cuyo registro de pecados se suele a menudo inscribir la causación de la neurastenia, es muy posible que los autores anden acertados (aunque es probable que ello se produzca por otros caminos de los que ellos suponen); ahora bien, el estado de nuestra civilización es, por así decir, inmodificable para el individuo; y además, este factor, que es de universal validez para los miembros de una misma sociedad, nunca podría explicar que ciertos individuos contrajeran la enfermedad y otros no. Desde luego que el médico no neurasténico está bajo los mismos influjos de esa sociedad supuestamente insana que el enfermo de neurastenia a quien debe tratar.  El valor de los influjos agotadores subsiste con la limitación antes indicada; pero por cierto se abusa en exceso del factor del surmenage, que tan a menudo los médicos indican a sus pacientes como la causa de su neurosis. Es por completo verdadero que si alguien está predispuesto a la neurastenia por unos influjos sexuales nocivos, soportará mal el trabajo intelectual y los empeños psíquicos de la vida, pero nadie se volverá neurótico por obra del trabajo o de la irritación solamente. Antes bien, el trabajo intelectual es un medio protector frente a una eventual afección neurasténica; justamente los trabajadores intelectuales más perseverantes permanecen a salvo de la neurastenia, y lo que los neurasténicos inculpan de «exceso de trabajo enfermante» no merece en general, ni por su cualidad ni por su envergadura, ser reconocido como un «trabajo intelectual». Los médicos tendrán que acostumbrarse a dar al funcionario que se ha «agotado» en su oficina, o al ama de casa a quien las tareas hogareñas se le han vuelto demasiado pesadas, el esclarecimiento de que no han enfermado porque intentaran cumplir con sus deberes, en verdad livianos para un cerebro civilizado, sino porque entretanto han descuidado y estropeado groseramente su vida sexual. (1)

Sólo la etiología sexual, además, nos posibilita entender todos los detalles de los historiales clínicos neurasténicos, las enigmáticas mejorías en medio de la trayectoria de la enfermedad, así como los empeoramientos igualmente inexplicables que médicos y enfermos suelen relacionar con la terapia emprendida. En mi archivo de casos, que incluye más de doscientos, se registra la historia de un hombre que, no habiéndole servido de nada el tratamiento de su médico de cabecera, acudió al pastor Kneipp (2) y luego de ser atendido por él durante un año entero registró una extraordinaria mejoría en su padecimiento. Pero cuando un año después los achaques volvieron a reforzarse y buscó de nuevo auxilio en Wörishofen, esta segunda cura no tuvo éxito. Un vistazo a la crónica familiar de este paciente resuelve el doble enigma: seis meses y medio después del primer regreso de Wörishofen, la esposa del enfermo le dio un hijo: vale decir que la había dejado al comienzo de una gravidez todavía ignorada y a su regreso pudo mantener con ella un comercio sexual natural. Y cuando, trascurrido ese tiempo salubre, su neurosis se reavivó por tornar él a la práctica del coitus interruptus, la segunda cura hubo de resultar forzosamente infructuosa, pues el citado embarazo fue el último,

Un caso semejante, en que también se debía explicar un efecto inesperado de la terapia, resultó todavía más instructivo, pues contenía una enigmática alternancia en los síntomas de la neurosis. Un joven neurótico fue enviado por su médico a un reputado instituto de cura de aguas a causa de una neurastenia típica. Allí su estado mejoró más y más al comienzo, de modo que existían todas las perspectivas de dar de alta al paciente como agradecido partidario de la hidroterapia. Pero en la sexta semana sobrevino un vuelco; el enfermo «no toleró más el agua», se puso cada vez más nervioso y, por fin, pasadas otras dos semanas, abandonó el instituto sin haberse curado, y descontento. Cuando se me quejó por esa decepción terapéutica, yo averigüé un poco los síntomas que lo habían aquejado durante la cura. Asombrosamente, se había producido en ellos un cambio, Había ingresado en el instituto con presión intracraneana, fatiga y dispepsia; y los síntomas que lo perturbaron durante el tratamiento fueron: estado de irritación, ataques de opresión, vértigo al andar e insomnio. Entonces pude decir al enfermo: «Usted es injusto con la hidroterapia. Como usted mismo lo sabe muy bien, se ha enfermado a consecuencia de una masturbación continua durante largo tiempo. En el instituto resignó usted ese modo de satisfacción y por eso se recuperó con rapidez. Pero cuando se sintió bien, imprudentemente buscó unos vínculos con cierta dama, supongámosla también una paciente, que sólo podían llevar a la irritación sin satisfacción normal. Los hermosos paseos por los alrededores del instituto le brindaban harta oportunidad. Usted volvió a enfermar por estas relaciones, no porque repentinamente le sobreviniese una intolerancia a la hidroterapia. Y de su estado presente infiero, además, que ha proseguido en la ciudad esa misma relación». Puedo asegurar que el enfermo me corroboró esto punto por punto.

La terapia hoy usada para la neurastenia, tal como se la practica quizá de la manera más favorable en los institutos de cura de aguas, tiene por meta mejorar el estado nervioso mediante dos factores: protegerlo al paciente y fortalecerlo. Yo no sabría objetar otra cosa a esta terapia que su descuido de las condiciones sexuales del caso. Según mi experiencia, es en extremo deseable que los orientadores médicos de esos institutos tengan suficientemente en claro que no están ante víctimas de la civilización o de la herencia, sino -«sit venia verbo»- (3) ante tullidos de la sexualidad. Si tal hicieran, por una parte se explicarían mejor sus éxitos y sus fracasos, y por la otra obtendrían éxitos nuevos, hasta ahora librados al azar o a la conducta espontánea del enfermo. Si a una señora neurasténica angustiada se la aleja de su casa enviándola al instituto de cura de aguas, y allí, libre ella de toda obligación, se la hace bañarse, practicar gimnasia y alimentarse abundantemente, uno se inclinará a atribuir la mejoría (a menudo brillante) que así se alcanza en algunas semanas o meses al reposo de que la enferma ha gozado y al fortalecimiento que le aportó la hidroterapia. Puede ser; sin embargo, de ese modo se descuida que su alejamiento del hogar supuso para la paciente una interrupción del comercio conyugal, y que sólo esta temporaria remoción de la causa patógena le brinda la posibilidad de restablecerse con una terapia adecuada. La omisión de este punto de vista etiológico se venga con posterioridad, cuando el éxito terapéutico, tan satisfactorio en apariencia, se revela asaz pasajero. Poco tiempo después que la paciente se ha reintegrado a sus circunstancias de vida, se le vuelven a instalar los síntomas de la afección, y la constriñen de tiempo en tiempo a malgastar improductivamente en esos institutos una parte de su existencia, o bien la mueven a dirigir a otra parte sus esperanzas de curación. Resulta claro entonces que las tareas terapéuticas que la neurastenia requiere deben ser abordadas, no en los institutos de cura de aguas, sino dentro de las circunstancias vitales de los enfermos.

En otros casos, nuestra doctrina etiológica puede aportar al médico de sanatorio un esclarecimiento sobre la fuente de fracasos que se producen en el sanatorio mismo, y sugerirle cómo evitarlos. En muchachas adultas y hombres maduros la masturbación es mucho más frecuente de lo que se suele suponer, y ejerce su nocividad no sólo mediante la producción de los síntomas neurasténicos, sino además por mantener a los enfermos bajo la presión de un secreto que sienten deshonesto. El médico no habituado a traducir neurastenia a masturbación se explica el estado patológico remitiéndose a lemas como anemia, alimentación insuficiente, surmenage, etc., y espera que con el empleo de la terapia concebida para tales males el enfermo ha de curar. Y bien, para su asombro, alternan en el enfermo épocas de mejoría con otras en que todos los síntomas empeoran en medio de una grave desazón. El desenlace de un tratamiento así es, en general, dudoso. Si el médico supiera que el enfermo ha luchado todo el tiempo con su hábito sexual, sabría arrebatarle su secreto, desvalorizar a sus ojos la gravedad de este, y apoyarlo en su lucha para deshabituarse; por esa vía se aseguraría el éxito de la terapia.

Ahora bien, deshabituar de la masturbación es sólo una de las nuevas tareas terapéuticas que impone al médico la consideración de la etiología sexual, y justamente ella, como cualquier otra deshabituación, parece solucionable sólo en un sanatorio y bajo permanente vigilancia del médico. Librado a sí mismo, el masturbador suele recaer, a cada contingencia desazonadora, en la satisfacción que le resulta cómoda. El tratamiento médico no puede proponerse aquí otra meta que llevar al neurasténico ahora fortalecido a un comercio sexual normal, pues a la necesidad sexual, una vez despierta y satisfecha durante cierto tiempo, ya no es posible imponerle silencio, sino sólo desplazarla hacia otro camino. Por lo demás, una puntualización enteramente análoga vale para todas las otras curas de abstinencia, que tendrán un éxito sólo aparente si el médico se conforma con sustraer al enfermo la sustancia narcótica, sin cuidarse de la fuente de la cual brota la imperativa necesidad de aquella. «Habituación» es un mero giro verbal sin valor de esclarecimiento; no todo el que ha tenido oportunidad de tomar durante un lapso morfina, cocaína, clorhidrato, etc., contrae por eso una «adicción» a esas cosas. Una indagación más precisa demuestra por lo general que esos narcóticos están destinados a sustituir -de manera directa o mediante unos rodeos- el goce sexual faltante, y cuando ya no se pueda restablecer una vida sexual normal, cabrá esperar con certeza la recaída del deshabituado. (4)

Otra tarea es la que plantea al médico la etiología de la neurosis de angustia, y consiste en mover al enfermo a que abandone todas las variedades nocivas del comercio sexual y adopte unos vínculos sexuales normales. Como bien se entiende, ello es deber sobre todo del médico de confianza del enfermo, de su médico de cabecera, quien inferirá grave daño a su cliente si considera que su respetabilidad le impide intervenir en esta esfera.

Puesto que en tales casos se trata la mayoría de las veces de parejas conyugales, el empeño del médico choca enseguida con las tendencias malthusianas a limitar el número de concepciones en el matrimonio. Me parece indudable que tales designios se difunden cada vez más en nuestras clases medias; me he encontrado con matrimonios que ya desde el primer hijo empezaron a practicar medidas anticonceptivas, y con otros cuyo comercio sexual pretendió atender a aquel propósito desde la misma noche de bodas. El problema del malthusianismo es vasto y complicado; no me propongo tratarlo aquí exhaustivamente, como en verdad haría falta para la terapia de las neurosis. Sólo quiero elucidar la mejor postura que podía adoptar frente a este problema un médico que reconociera la etiología sexual de las neurosis.

Lo peor sería, evidentemente, que pretendiera ignorar ese problema con cualquier pretexto. Nada que sea necesario y forzoso podría menoscabar nuestra dignidad médica, y aquí lo necesario es asistir con consejos médicos a un matrimonio que se propone limitar la concepción, toda vez que no se quiera dejar a merced de la neurosis a uno de los cónyuges o a ambos. Es imposible poner en tela de juicio que prevenciones malthusianas se volverán indispensables alguna vez dentro de un matrimonio, y teóricamente sería uno de los máximos triunfos de la humanidad, una de las más sensibles liberaciones de la compulsión natural a que está sometida nuestra especie, que se elevara el acto responsable de la procreación hasta el nivel de una acción querida y deliberada, desentreverándolo de la satisfacción obligada de una necesidad natural.

El médico esclarecido se reservará entonces decidir las condiciones bajo las cuales se justifica el empleo de medidas anticonceptivas, y entre estas distinguirá las nocivas de las inocuas. Nocivo es todo cuanto estorba que advenga la satisfacción; y bien, como es notorio, no poseemos por el momento ningún medio anticonceptivo que cumpla todos los razonables requisitos, es decir, que sea seguro, cómodo, y no menoscabe la sensación de placer en el coito ni lastime la delicadeza de la mujer. Aquí se plantea a los médicos una tarea práctica a cuya solución pueden aplicar sus fuerzas con promisorias perspectivas. Quien llene aquella laguna de nuestra técnica médica habrá preservado el goce de la vida para incontables personas y mantenido su salud, al tiempo que habrá iniciado una alteración profundísima en los estados de nuestra vida social. (5)

Con esto no se agotan las incitaciones que fluyen del discernimiento de una etiología sexual de las neurosis. El logro principal que podemos alcanzar en favor de los neurasténicos atañe a la profilaxis. Sí la masturbación es la causa de la neurastenia en la juventud, y luego, por el aminoramiento de la potencia, que ella produce, cobra también significatividad etiológica para la neurosis de angustia, prevenir la masturbación en ambos sexos es una tarea que merece más atención de la que se le ha prestado hasta ahora. Si uno reflexiona sobre todos los efectos nocivos de la neurastenia, afección esta que, según se dice, se propaga cada vez más, discernirá un interés directamente comunitario en que los varones entren con potencia plena en el comercio sexual. Ahora bien, en materia de profilaxis el individuo tiene poca influencia. Es el conjunto social el que debe interesarse por estos asuntos y aprobar la creación de instituciones sancionadas por la comunidad. Por ahora seguimos alejadísimos de esa situación que prometería un remedio, y eso mismo torna lícito responsabilizar a nuestra civilización por la propagación de la neurastenia. Muchas cosas tendrían que cambiar. Es preciso quebrar la resistencia de una generación de médicos que ya no pueden acordarse de su propia juventud; debe vencerse la arrogancia de los padres que ante sus hijos no están dispuestos a descender al nivel de la comprensión humana, y hay que combatir el irracional pudor de las madres, a quienes hoy por lo general les parece una fatalidad inescrutable e inmerecida que «justamente sus hijos se hayan vuelto nerviosos». Pero, sobre todo, es necesario crear en la opinión pública un espacio para que se discutan los problemas de la vida sexual; se debe poder hablar de estos sin ser por eso declarado un perturbador o alguien que especula con los bajos instintos. Y respecto de todo esto, resta un gran trabajo para el siglo venidero, en el cual nuestra civilización tiene que aprender a conciliarse con las exigencias de nuestra sexualidad.

El valor de una correcta separación diagnóstica entre las psiconeurosis y la neurastenia se muestra también en que las primeras reclaman una diversa apreciación práctica y particulares medidas terapéuticas. Las psiconeurosis aparecen bajo dos clases de condiciones: o de manera autónoma, o a la zaga de las neurosis actuales (6) (neurastenia y neurosis de angustia). En el segundo caso se está frente a un tipo nuevo, por lo demás muy frecuente, de neurosis mixta. La etiología de la neurosis actual se ha convertido en etiología auxiliar de la psiconeurosis; el resultado es un cuadro clínico que, por ejemplo, está dominado por la neurosis de angustia, pero también contiene rasgos de la neurastenia genuina, de la histeria y de la neurosis obsesiva. Mas sería incorrecto renunciar a una separación entre los diversos cuadros clínicos neuróticos por el hecho de presentarse mezclados, pues resulta fácil explicarse el caso de la siguiente manera: Que la neurosis de angustia se haya acusado hasta volverse predominante prueba que la enfermedad se ha generado bajo el influjo etiológico de una nocividad sexual actual. Ahora bien, el individuo en cuestión estaba además predispuesto a una o varías psiconeurosis en virtud de una etiología particular, y en algún momento habría contraído una psiconeurosis espontáneamente o por el agregado de algún otro factor debilitante. Y entonces, la etiología auxiliar que faltaba para la psiconeurosis fue provista por la etiología actual de la neurosis de angustia. (7)

Para tales casos se ha impuesto, con acierto, la práctica terapéutica de prescindir de los componentes psiconeuróticos en el cuadro clínico y. tratar exclusivamente la neurosis actual. Y en muchísimos casos uno consigue enseñorearse también de la [psico]neurosis concomitante si contrarresta la neurastenia de manera adecuada. Sin embargo, reclaman apreciación diversa los casos de psiconeurosis que restan como secuela independiente luego de trascurrida una afección mixta de neurastenia y psiconeurosis, o que aparecen de manera espontánea. Cuando hablo de aparición «espontánea» de una psiconeurosis, no quiero decir que en la exploración anamnésica se echaría de menos todo factor etiológico. Podría ocurrir eso, pero también que se sindicara a un factor indiferente, una emoción, un debilitamiento por enfermedad somática, etc. Sin embargo, en todos esos casos, sin excepción, se comprueba que la etiología genuina de las psiconeurosis no se sitúa en tales ocasionamientos; permanece inasible para una anamnesis realizada de la manera habitual.

Como es notorio, esta laguna es la que se ha intentado llenar mediante el supuesto de una predisposición neuropática particular, que si existiera no dejaría por cierto muchas perspectivas de éxito para una eventual terapia de tales estados patológicos. La predisposición neuropática misma es concebida como signo de una degeneración general, y así este cómodo expediente verbal se usa en demasía contra los pobres enfermos a quienes los médicos son impotentes para socorrer. La predisposición neuropática existe, en efecto, pero yo dudo de que baste para producir la psiconeurosis. Y cuestiono, además, que la conjugación de una predisposición neuropática con unas causas ocasionadoras, sobrevenidas en el curso de la vida, pudiera constituir una etiología suficiente para las psiconeurosis. Se ha ido demasiado lejos en la reconducción de los destinos patológicos del individuo a las vivencias de sus antepasados, olvidando que entre la concepción y la madurez vital se extiende un largo y sustantivo trecho, la infancia, en que pueden adquirirse los gérmenes de una posterior afección. Es lo que de hecho sucede en el caso de las psiconeurosis. Su etiología eficiente está en vivencias de la infancia, y también aquí ciertamente -y de manera exclusiva, en impresiones que afectan la vida sexual. Uno yerta al descuidar por completo la vida sexual de los niños; hasta donde alcanza mi experiencia, ellos son capaces de todas las operaciones sexuales psíquicas, y de muchas somáticas. Así como no es cierto que los genitales exteriores y ambas glándulas genésicas constituyan todo el aparato sexual del ser humano, tampoco su vida sexual empieza sólo con la pubertad, como pudiera parecer a la observación grosera. Es verdad, empero, que la organización y el desarrollo de la especie humana aspiran a evitar un quehacer sexual más vasto en la infancia: se diría que las fuerzas pulsionales sexuales deben almacenarse en el ser humano para que, liberadas en la época de la pubertad, puedan servir luego a grandes fines culturales (W. Fliess). A partir de estos nexos acaso se comprenda por qué unas vivencias sexuales de la infancia forzosamente tendrán un efecto patógeno. Pero sólo en mínima medida despliegan su efecto en la época en que se producen; mucho más sustantivo es su efecto retardado {nachträglich}, que sólo puede sobrevenir en períodos posteriores de la maduración. Este efecto retardado arranca, como no podría ser de otro modo, de las huellas psíquicas que las vivencias sexuales infantiles han dejado como secuela. En el intervalo entre vivenciar estas impresiones y su reproducción (o, más bien, el reforzarse los impulsos libidinosos que de aquellas parten), no sólo el aparato sexual somático sino también el aparato psíquico ha experimentado una sustantiva plasmación, y por eso a la injerencia de esas vivencias sexuales tempranas sigue ahora una reacción psíquica anormal: se generan formaciones psicopatológicas.

En estos apuntes, yo sólo podría indicar los principales factores en que se apoya la teoría de las psiconeurosis: el efecto retardado, el estado infantil del aparato genésico y del instrumento anímico. Para alcanzar una efectiva inteligencia del mecanismo a través del cual se generan las psiconeurosis harían falta unas puntualizaciones más extensas; sobre todo, sería inevitable adoptar como verosímiles ciertos supuestos sobre la composición y el modo de trabajo del aparato psíquico, supuestos que me parecen novedosos.

En un libro que estoy preparando sobre «interpretación de los sueños», tendré oportunidad de tocar esos fundamentos de una psicología de las neurosis. Y es que el sueño pertenece a la misma serie de formaciones psicopatológicas que la idea fija histérica, la representación obsesiva y la idea delirante. (8)

Como los fenómenos de las psiconeurosis se generan por el efecto retardado de unas huellas psíquicas inconcientes sólo serán asequibles para una psicoterapia que en esto debe transitar otros caminos que los de la sugestión con o sin hipnosis, únicos hasta ahora recorridos. Basándome en el método «catártico» indicado por J. Breuer, he llegado a desarrollar casi por completo en los últimos años un procedimiento terapéutico que llamaré «psicoanalítico»; le debo ya numerosos éxitos, y me es lícito esperar que acrecentaré todavía considerablemente su eficacia. En mis Estudios sobre la histeria (en colaboración con J. Breuer), publicados en 1895, se dieron las primeras comunicaciones sobre la técnica y el alcance del método. Desde entonces, tengo derecho a aseverarlo, es mucho lo que se lo ha perfeccionado. Si en ese tiempo nosotros declarábamos con modestia poder abordar sólo la eliminación de síntomas histéricos, no la curación de la histeria misma, este distingo se me ha revelado después evidentemente vacío, y en consecuencia se me ha abierto la perspectiva de una curación efectiva de la histeria y de las representaciones obsesivas. Por eso me interesaba vivamente leer en las publicaciones de colegas: «En este caso ha fracasado el ingenioso procedimiento inventado por Breuer y Freud», o «El método no ha cumplido lo que parecía prometer». Ante eso me sentía como un hombre que hallara en los periódicos su nota necrológica, pudiendo él estar tranquilo con su mejor conocimiento de los hechos. En efecto, el procedimiento es tan difícil que decididamente es preciso aprenderlo; y no puedo acordarme de que alguno de mis críticos quisiera aprenderlo de mí, y ni creo tampoco que se empeñara con la misma intensidad que yo para descubrirlo por sí solo. Las puntualizaciones contenidas en Estudios sobre la histeria de ninguna manera alcanzan para posibilitar al lector el dominio de esta técnica, ni se proponen semejante instrucción total.

La terapia psicoanalítica no es por el momento de aplicación universal; tengo noticia de las siguientes limitaciones: Exige cierto grado de madurez e intelección en el enfermo, y por eso es inepta para personas infantiles o adultos imbéciles o incultos. No sirve para personas demasiado ancianas, pues les demandaría un tiempo excesivo en proporción al material acumulado, de suerte que la terminación de la cura caería en un período de la vida en que la salud nerviosa ya deja de tener valor. Por último, sólo es posible cuando el enfermo tiene un estado psíquico normal desde el cual se pueda dominar el material patológico. Nada se consigue con los recursos del psicoanálisis durante una confusión histérica, una manía o melancolía interpoladas. Sin embargo, estos casos pueden ser sometidos a nuestro procedimiento después que con las medidas habituales se han apaciguado los fenómenos tormentosos. En la práctica, los casos de psiconeurosis tolerarán mejor el método que los casos de crisis agudas, en que el centro de gravedad se sitúa naturalmente en la rapidez de la tramitación. De ahí que las fobias histéricas y las diversas formas de la neurosis obsesiva constituyan el más propicio campo de trabajo para esta nueva terapia.

Que el método esté encerrado dentro de esos límites se explica en buena parte por las constelaciones bajo las cuales se vio precisado a constituirse. Es que mi material son neuróticos crónicos de los estamentos más cultos. Considero muy posible que se puedan desarrollar procedimientos complementarios para niños y para el público que demanda asistencia en los hospitales. Tengo que señalar también que hasta ahora he probado mí terapia exclusivamente en casos graves de histeria y de neurosis obsesiva. No sé indicar cómo se plasmaría en aquellas afecciones leves que vemos desembocar en una curación al menos aparente tras una terapia cualquiera, aplicada durante pocos meses. Como bien se comprende, un tratamiento nuevo, que reclama muchos sacrificios, sólo puede contar con aquellos enfermos que ya han ensayado infructuosamente los métodos terapéuticos conocidos o cuyos estados permiten inferir que nada tendrían que esperar de esas terapias supuestamente más cómodas y breves. Así pues, me vi precisado a abordar desde el principio las más difíciles tareas con un, instrumento inacabado; y por eso su prueba resultó tanto más convincente.

Las dificultades esenciales que todavía hoy se oponen al método terapéutico psicoanalítico no residen en él mismo, sino en la incomprensión de médicos y legos sobre la esencia de las psiconeurosis. Y no es más que el necesario correlato de esta total ignorancia que los médicos se consideren autorizados a consolar a sus enfermos, o a recomendarles unas medidas terapéuticas, con las más infundadas seguridades: «Intérnese por seis semanas en mi instituto y se librará de sus síntomas« (angustia a los viajes, representaciones obsesivas, etc.). De hecho, el sanatorio es indispensable para sosegar estados agudos en la trayectoria de una psiconeurosis, por medio de la distracción, cuidado y preservación del enfermo; pero en cuanto a eliminar estados crónicos, no logra nada, y aun los mejores sanatorios, bajo supuesta guía científica, no consiguen más que los vulgares institutos de cura de aguas.

Sería más digno, y más llevadero para el enfermo -quien en definitiva lo paga con sus penas-, que el médico declarara la verdad tal como cotidianamente la conoce: las psiconeurosis, como género patológico, en modo alguno son afecciones leves. Una vez que una histeria comienza, nadie puede saber de antemano cuándo terminará. Las más de las veces uno se consuela en vano profetizando: «Algún día, de pronto, se pasará». Asaz a menudo la curación revela ser un mero pacto de recíproca tolerancia entre lo sano y lo enfermo del paciente, o sobreviene por el camino de la trasmudación de un síntoma en una fobia. La histeria de la muchacha soltera, trabajosamente apaciguada, reaparece, tras la breve interrupción que le procuró la dicha conyugal recién estrenada, en la histeria de la esposa, sólo que ahora es otra persona, el marido, quien por interés propio callará sobre la afección. Toda vez que a consecuencia de la enfermedad no se llega a una manifiesta incapacidad para existir, casi nunca faltan los menoscabos al libre despliegue de las fuerzas anímicas. Las representaciones obsesivas retornan durante toda la vida; las fobias y otras limitaciones de la voluntad no han podido ser influidas hasta ahora por ninguna terapia. Los legos nada saben de todo esto, y por eso el padre de una hija histérica se espanta si debe dar su aquiescencia, por ejemplo, a un tratamiento de un año, cuando acaso la enfermedad sólo ha durado unos meses. El lego está, por así decir, profunda e íntimamente convencido de lo superfluo de todas estas psiconeurosis, y por eso no muestra paciencia alguna hacia el curso de la enfermedad ni está dispuesto a sacrificios en aras de la terapia. Si su comportamiento es razonable frente a una afección de tifus, que dura tres semanas, o a la fractura de una pierna, cuyo restablecimiento reclama unos seis meses; si la prosecución de unas medidas ortopédicas durante varios años le parece comprensible tan pronto como aparecen los primeros signos de una deformación de la columna vertebral en su hijo, esta diferencia se debe a la mejor inteligencia del médico, quien trasfiere su saber al lego en honrada comunicación. La sinceridad de los médicos y el acatamiento de los legos se establecerán también para las psiconeurosis cuando se convierta en patrimonio común de los primeros la intelección sobre la esencia de estas afecciones. Su tratamiento psicoterapéutico radical reclamará siempre una particular instrucción y será incompatible con el ejercicio de otra actividad médica. A cambio, para esta clase de médicos, sin duda numerosa en el futuro, despunta la oportunidad de obtener unos logros gloriosos y una satisfactoria intelección sobre la vida anímica de los seres humanos.

Notas:

1) [Se hacen algunas consideraciones acerca del exceso de trabajo o «surmenage» en el segundo de los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 185, y en «Análisis terminable e interminable» (1937c), AE, 23, pág. 228, n. 11.]

2) [Sebastian Kneipp (1821-1897), de Bad Wörishofen, en Suabia, era célebre por sus curas de agua fría y «naturales». Parte de su tratamiento consistía en hacer que el enfermo caminara descalzo sobre el pasto húmedo. El presente caso fue referido por Freud más sucintamente en su primer trabajo sobre la neurosis de angustia (1895b)

3) {«Perdón por mis palabras».}

4) [En las cartas a Fliess se encuentran muchas alusiones a la masturbación como fuente de la neurastenia; véase, por ejemplo, el Manuscrito B, del 8 de febrero de 1893 (Freud, 195(Ya), AE, 1 pág. 219. Las puntualizaciones más completas de Freud sobre este tema son las de sus «Contribuciones para un debate sobre el onanismo» (19121), donde se advierte que modificó muy poco las opiniones que sustentaba en esta época. Se hallarán otras referencias en mi «Nota introductoria» a ese trabajo (AE, U, págs. 249 y sigs.).]

5) [Freud volvió a tratar el problema del uso de anticonceptivos en «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna» (1908d) , AE, 9, pág. 174. Ya lo había examinado varias veces en sus cartas a Fliess, desde fecha tan temprana como el 8 de febrero de 1893 (Freud, 1950a, Manuscrito B), AE, 1, págs. 219-23.]

6) Aunque este concepto es de antigua data, aquí se presenta la expresión por vez primera. El distingo entre las «neurosis actuales» y las psiconeurosis ya está implícito en la contribución de Freud a Estudios sobre la histeria (1895d), AE, 2, págs. 265 y sigs., y se lo enuncia con más claridad en el segundo de los trabajos sobre las neuropsicosis de defensa (1896b), donde a aquellas se las denomina «neurosis simples». En esta época, Freud solía designarlas «las neurosis» a secas. (Cf. la conferencia «Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos» (1893h). En una nota a pie de página de «Sobre el psicoanálisis «silvestre»» (l9l0k), AE, 11, pág. 224, damos una serie de referencias posteriores.

7) Esto ya había sido apuntado más sumariamente en el segundo trabajo sobre las neuropsicosis de defensa (1896b)

8) [La interpretación de los sueños (1900a), que apareció menos de dos años después del presente artículo, incluyó en su capítulo VII la primera publicación de las concepciones de Freud sobre la estructura y funcionamiento del aparato psíquico.]