1. Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17 [1915-17])
Parte I. Los actos fallidos (1916 [1915])
1ª conferencia.
Introducción
Señoras y señores: Yo no sé cuánto sabe cada uno de ustedes acerca del psicoanálisis, sea
por sus lecturas o de oídas; pero estoy obligado, por la letra de mi anuncio -«Introducción
elemental al psicoanálisis»-, a tratarlos como si nada supieran y necesitasen una instrucción
preliminar.
Lo que sin duda puedo dar por supuesto es que ustedes saben que el psicoanálisis es una
modalidad de tratamiento médico de pacientes neuróticos. Entonces puedo presentarles, acto
seguido, un ejemplo de cómo muchas cosas ocurren en este ámbito de manera diversa, y aun
directamente al revés, de lo que es habitual en el resto de la medicina. En esta, cuando
sometemos a un enfermo a una técnica médica que le resulta nueva, por regla general
restamos importancia a las dificultades y le damos optimistas seguridades acerca del éxito del
tratamiento. Creo que está justificado hacerlo, pues con tal conducta aumentamos la
probabilidad del éxito. Ahora bien, cuando tomamos a un neurótico bajo tratamiento
psicoanalítico procedemos de otro modo. Le exponemos las dificultades del método, su
prolongada duración, los esfuerzos y los sacrificios que cuesta y, en lo tocante al resultado, le
decimos, nada podemos asegurarle: eso depende de su conducta, de su inteligencia, de su
docilidad, de su perseverancia. Desde luego, tenemos motivos para adoptar un comportamiento
en apariencia tan contrario a lo habitual, y quizá más adelante llegarán ustedes a
comprenderlos.
No lo tomen ustedes a mal si al principio los trato de manera parecida a esos enfermos
neuróticos. En verdad les desaconsejo que vengan a oírme una segunda vez. Con ese
propósito, les presentaré las deficiencias que por fuerza son inherentes a la enseñanza del
psicoanálisis y las dificultades con que tropieza quien desea formarse acerca de él un juicio
personal. Les mostraré que toda la capacitación anterior y los hábitos de pensamiento de
ustedes tienen que convertirlos en opositores al psicoanálisis, y cuánto deberían vencer dentro
de sí mismos para dominar esa hostilidad instintiva. No puedo anticiparles, desde luego, lo que
ustedes obtendrán de mis comunicaciones en cuanto a comprensión del psicoanálisis, pero
algo puedo asegurarles: oyéndolas no habrán aprendido a realizar una indagación psicoanalítica
ni a ejecutar un tratamiento de esa índole. Mas si alguno de ustedes no se sintiera satisfecho
con un trato pasajero con el psicoanálisis, y quisiera entrar en una relación permanente con él,
no sólo se lo desaconsejaría, sino que directamente lo prevendría contra ello. Tal como están
hoy las cosas, mediante esa elección vocacional se coartaría toda posibilidad de lograr éxito en
una universidad, y, si hubiera de entrar en la vida como médico practicante, se encontraría en
medio de una sociedad que no comprende sus empeños, que lo mira con desconfianza, con
hostilidad, y que le suelta todos los malos espíritus que en ella están en acecho. Las
manifestaciones que acompañan a la guerra que hoy descarga sus furias sobre Europa quizá
les permitan formarse una idea de cuántas legiones hay de tales espíritus.
Siempre hay bastantes personas que, a pesar de tales incomodidades, se sienten atraídas por
algo que puede constituirse en un nuevo fragmento del saber. Si alguno de ustedes perteneciera
a esa clase y, desdeñando mis avisos, volviera a presentarse aquí la próxima vez, será
bienvenido. Pero todos tienen el derecho a enterarse de estas dificultades del psicoanálisis a
que he aludido.
Primero están las de la instrucción, las de la enseñanza del psicoanálisis. En la enseñanza
médica se han habituado ustedes a ver. Ven el preparado anatómico, el precipitado en la
reacción química, la contracción del músculo como resultado de la estimulación de sus nervios.
Más tarde, se exhiben a los sentidos de ustedes los enfermos, los síntomas de su enfermedad,
los productos del proceso patológico y, en muchos casos, hasta el agente de la enfermedad en
su estado aislado. En los departamentos de cirugía son testigos de las intervenciones mediante
las cuales se procura aliviar al enfermo, y tal vez ustedes mismos ensayen ejecutarlas.
También en la psiquiatría la presentación del enfermo con sus muecas, sus modos de decir y
su conducta alterados les sugiere una multitud de observaciones que dejarán en ustedes una
impresión profunda. Así, el profesor de medicina desempeña predominantemente el papel de un
guía y de un intérprete que los acompaña por un museo mientras ustedes obtienen un contacto
inmediato con los objetos, y, por medio de su propia percepción, se sienten convencidos de la
existencia de los nuevos hechos.
Por desdicha, en el psicoanálisis todo es diverso. En el tratamiento analítico no ocurre otra cosa
que un intercambio de palabras entre el analizado y el médico. El paciente habla, cuenta sus
vivencias pasadas y sus impresiones presentes, se queja, confiesa sus deseos y sus
mociones afectivas. El médico escucha, procura dirigir las ilaciones de pensamiento del
paciente, exhorta, empuja su atención en ciertas direcciones, le da esclarecimientos y observa
las reacciones de comprensión o rechazo que de ese modo provoca en el enfermo. Los
parientes incultos de nuestros enfermos a quienes solamente les impresiona lo que se ve y se
palpa, de preferencia las acciones como se ven en el cinematógrafo, nunca dejan de manifestar
su duda de que «meras palabras puedan lograr algo con la enfermedad». Desde luego, es una
reflexión tan miope como inconsecuente. Es la misma gente que sabe, con igual seguridad, que
los enfermos «meramente imaginan» sus síntomas. Las palabras fueron originariamente
ensalmos, y la palabra conserva todavía hoy mucho de su antiguo poder ensalmador. Mediante
palabras puede un hombre hacer dichoso a otro o empujarlo a la desesperación, mediante
palabras el maestro trasmite su saber a los discípulos, mediante palabras el orador arrebata a
la asamblea y determina sus juicios y sus resoluciones. Palabras despiertan sentimientos y son
el medio universal con que los hombres se influyen unos a otros. Por eso, no despreciemos el
empleo de las palabras en la psicoterapia y démonos por satisfechos sí podemos ser oyentes
de las palabras que se intercambian entre el analista y su paciente (ver nota(3)).
Pero es que no podemos hacerlo. La conversación en que consiste el tratamiento psicoanalítico
no soporta terceros oyentes; no admite ser presentada en público. Desde luego, en una lección
de psiquiatría es posible presentar a los alumnos un neurasténico o un histérico. Cuenta
entonces sus quejas y síntomas, pero nada más. Las comunicaciones de que el análisis necesita sólo serán hechas por él a condición de que se haya establecido un particular lazo
afectivo con el médico; callaría tan pronto notara la presencia de un solo testigo que le fuera
indiferente. Es que esas comunicaciones tocan lo más íntimo de su vida anímica, todo lo que él
como persona socialmente autónoma tiene que ocultar a los otros y, además, todo lo que como
personalidad unitaria no quiere confesarse a sí mismo.
No pueden ustedes, por tanto, ser los oyentes de un tratamiento psicoanalítico. Sólo pueden oír
hablar de él y tomar conocimiento del psicoanálisis de oídas, en el sentido estricto de la palabra.
Esta instrucción de segunda mano, por así decir, los pone en una situación por completo
insólita para formarse un juicio. Casi todo depende, es evidente, de la fe que puedan ustedes
prestar al informante.
Figúrense ustedes que no han concurrido a una conferencia de psiquiatría sino a una de
historia’ y que el conferenciante les cuenta acerca de la vida y de los hechos bélicos de
Alejandro Magno. ¿Qué motivo tendrían para creer en la veracidad de sus comunicaciones?
Primero, la situación parece todavía más desfavorable que en el caso del psicoanálisis, pues el
profesor de historia asistió tan poco como ustedes a las expediciones guerreras de Alejandro; el
psicoanalista por lo menos les informa de cosas en que él mismo ha participado. Pero entonces
hay que considerar aquello que confirma lo que el historiador dice. Puede remitirlos a ustedes a
los informes de autores antiguos que fueron contemporáneos de los acontecimientos o
estuvieron muy próximos a ellos, vale decir, a los libros de Diodoro, Plutarco, Arriano, etc.;
puede presentarles reproducciones de las monedas o estatuas conservadas del rey, y hacer
circular entre los presentes una fotografía del mosaico pompeyano que representa la batalla de
Issos. En rigor, todos esos documentos sólo prueban que generaciones anteriores ya creyeron
en la existencia de Alejandro y en la realidad de sus hazañas, y en este punto podría
recomenzar la crítica de ustedes. Descubrirán entonces que no todo lo que se informa sobre
Alejandro es digno de crédito ni susceptible de certificarse en sus detalles, pero yo no puedo
suponer que saldrán de la sala de conferencias dudando de la realidad de Alejandro Magno. Su
juicio se regirá por dos consideraciones principales: la primera, que el conferenciante no tiene
ningún motivo concebible para presentarles como real algo que él mismo no tenga por tal, y la
segunda, que todos los libros de historia asequibles exponen los acontecimientos de una
manera parecida. Y si después se enfrascan en la compulsa de las fuentes antiguas, tomarán
en cuenta estos mismos factores, a saber, los motivos posibles del informante y el acuerdo
recíproco de los testimonios. El resultado del cotejo será sin duda tranquilizador en el caso de
Alejandro, pero es probable que no ocurra lo mismo si se trata de personalidades como Moisés
o Nimrod. Ahora bien, en lo que sigue tendrán ocasión de individualizar con suficiente nitidez la
duda que pueden elevar contra la credibilidad del informante en psicoanálisis.
Ahora tienen todo el derecho de hacer esta pregunta: Si no existe ninguna certificación objetiva
del psicoanálisis ni posibilidad alguna de hacer demostración pública de él, ¿cómo se puede
aprenderlo y convencerse de la verdad de sus aseveraciones? Ese aprendizaje no es en
realidad fácil, ni son muchos los hombres que lo hayan hecho en regla, pero desde luego existe
un camino transitable. El psicoanálisis se aprende primero en uno mismo, por el estudio de la
personalidad propia. No coincide esto en un todo con lo que se llama observación de sí, pero si
es preciso puede subsumírselo en ella. Existe una serie íntegra de fenómenos anímicos harto
frecuentes y de todos conocidos que, tras alguna instrucción en la técnica, pueden pasar a ser
objeto del análisis en uno mismo. Por esa vía se obtiene la buscada convicción acerca de la
realidad de los procesos que el psicoanálisis describe y acerca de lo correcto de sus
concepciones. De todos modos, los progresos alcanzables por este camino encuentran límites
precisos. Más lejos se llega si uno se hace analizar por un analista experto, si se vivencian en el
yo propio los efectos del análisis y se aprovecha esa oportunidad para atisbar en el analista la
técnica más fina del procedimiento. Desde luego, este excelente camino es transitable en cada
caso para una persona individual, nunca para un curso entero.
Hay una segunda dificultad en la relación de ustedes con el psicoanálisis de la que no puedo
hacer responsable a este, sino que debo achacarla a ustedes mismos, mis oyentes, al menos
en la medida en que hayan cultivado hasta ahora estudios de medicina. Esa formación previa ha
imprimido a la actividad de pensamiento de ustedes una determinada orientación que ha de
apartarlos mucho del psicoanálisis. Se les ha enseñado a buscar un fundamento anatómico
para las funciones del organismo y sus perturbaciones, a explicarlas en términos de física y de
química y a concebirlas biológicamente, pero ni un fragmento del interés de ustedes fue dirigido
a la vida psíquica que, no obstante, corona el funcionamiento de este organismo
maravillosamente complejo. Por eso les es ajeno un modo de pensamiento psicológico y se han
habituado a mirarlo con desconfianza, a negarle carácter de cientificidad y a abandonarlo a los
legos, a los poetas, a los filósofos de la naturaleza(4) y a los místicos. Esta limitación importa
por cierto un perjuicio para la actividad médica de ustedes, pues el enfermo les presentará
primero, como es la regla en todas las relaciones humanas, su fachada anímica, y yo me temo
que en castigo se verán precisados a dejar una parte de la influencia terapéutica que ustedes(5)
pretenden conseguir en manos de esos médicos legos, naturistas y místicos, a quienes tanto
desprecian.
No ignoro la disculpa que puede hacerse valer respecto de esa carencia. Falta la ciencia auxiliar
filosófica que pudiera servir a los propósitos médicos de ustedes. Ni la filosofía especulativa ni la
psicología descriptiva, ni la llamada psicología experimental, que sigue las huellas de la fisiología
de los sentidos, tal como se las enseña en las escuelas, son capaces de decirles algo útil
acerca de la relación entre lo corporal y lo anímico o de ponerles al alcance de la mano las
claves para la comprensión de una perturbación posible en las funciones anímicas. Dentro de la
medicina, es cierto que la psiquiatría se ocupa de describir las perturbaciones del alma
observadas y de reunirlas en ciertos cuadros clínicos, pero por momentos los propios
psiquiatras dudan de que sus clasificaciones meramente descriptivas merezcan el nombre de
una ciencia. Los síntomas que componen esos cuadros clínicos no han sido individualizados en
su origen, ni en su mecanismo, ni en su enlace recíproco; no les corresponden alteraciones
registrables en el órgano anatómico del alma, o esas alteraciones son tales que a partir de ellas
no podría explicárselos. Y esas perturbaciones del alma sólo son susceptibles de influencia
terapéutica cuando se las puede individualizar como efectos colaterales de una afección
orgánica por lo demás.
He ahí la laguna que el psicoanálisis se empeña en llenar. Quiere dar a la psiquiatría esa base
psicológica que se echa de menos, y espera descubrir el terreno común desde el cual se vuelva
inteligible el encuentro de la perturbación corporal con la perturbación anímica. A este fin debe
mantenerse libre de cualquier presupuesto ajeno, de naturaleza anatómica, química o
fisiológica, y trabajar por entero con conceptos auxiliares puramente psicológicos; por eso me
temo que al principio les suene a cosa extraña.
En cuanto a la dificultad que sigue, no quiero echar parte de la culpa a la formación previa o a la
actitud de ustedes. Por dos de sus tesis el psicoanálisis ultraja a todo el mundo y se atrae su
aversión; una de ellas choca con un prejuicio intelectual, la otra con uno estético-moral.
Permítanme que no subestime estos prejuicios; son poderosos, son los sedimentos de
procesos de desarrollo útiles y aun necesarios para la humanidad; alimentados por fuerzas
afectivas, la lucha contra ellos es asunto difícil.
La primera de esas aseveraciones ingratas del psicoanálisis dice que los procesos anímicos
son, en sí y por sí, inconcientes, y los procesos concientes son apenas actos singulares y
partes de la vida anímica total (ver nota(6)). Recuerden ustedes que, por el contrario, estamos
habituados a identificar lo psíquico con lo conciente. A la conciencia la consideramos
directamente el carácter definitorio de lo psíquico, y a la psicología, la doctrina de los contenidos
de la conciencia. Hasta nos parece tan trivial esa igualación que sentimos como un absurdo
manifiesto toda contradicción a ella. Y no obstante, el psicoanálisis no puede menos que
plantear esa contradicción; le es imposible tomar como supuesto la identidad entre lo conciente
y lo anímico (ver nota(7)). Su definición de lo anímico dice que consiste en procesos del tipo del
sentir, el pensar, el querer; y se ve obligado a sostener que hay un pensar inconciente, hay un
querer inconciente. Pero con eso se ha enajenado la simpatía de todos los amigos de la
cientificidad sobria y se ha hecho sospechoso de ser una fantástica doctrina esotérica que
querría edificarse en las tinieblas y pescar en río revuelto. Desde luego que ustedes, mis
oyentes, no pueden todavía comprender todo el derecho que me asiste para tachar de prejuicio
un enunciado de naturaleza tan abstracta como «Lo anímico es lo conciente»; tampoco pueden
aún colegir el desarrollo que eventualmente llevó a desmentir lo inconciente, si es que existe
una *cosa tal, ni la ventaja que de esa desmentida pudo obtenerse. Todo suena como una vacía
disputa verbal: ¿se hace coincidir lo psíquico con lo conciente o debe extendérselo más allá? No
obstante, puedo asegurarles que con el supuesto de que existen procesos anímicos
inconcientes se ha iniciado una reorientación decisiva en el mundo y en la ciencia.
Menos todavía pueden ustedes sospechar cuán estrecho es el lazo que une esta primera
audacia del psicoanálisis con la segunda, que ahora mencionaré. Este segundo enunciado que
el psicoanálisis proclama como uno de sus hallazgos contiene, en efecto, la aseveración de que
mociones pulsionales que no pueden designarse sino como sexuales, en sentido estricto y en
sentido lato, desempeñan un papel enormemente grande, hasta ahora no apreciado lo
suficiente, en la causación de las enfermedades nerviosas y mentales. Y, más aún, que esas
mismas mociones sexuales participan, en medida que no debe subestimarse, en las más
elevadas creaciones culturales, artísticas y sociales del espíritu humano. (ver nota(8))
Según mi experiencia la repulsa por este resultado de la investigación psicoanalítica es la fuente
más importante de la resistencia con que ella ha chocado. ¿Quieren saber cómo nos
explicamos este hecho? Creemos que, bajo el acicate del apremio de la vida, la cultura fue
creada a expensas de la satisfacción pulsional, y en buena parte es recreada siempre de nuevo
en la medida en que los individuos que van ingresando en la comunidad de los hombres repiten,
en favor del todo, ese sacrificio de satisfacción pulsional. Entre las fuerzas pulsionales así
empleadas, las pertenecientes a las mociones sexuales desempeñan un importante papel; en
ese proceso son sublimadas, vale decir, desviadas de sus metas sexuales y dirigidas hacia
otras, que se sitúan socialmente en un plano más elevado y ya no son sexuales. Pero esta
construcción es lábil; las pulsiones sexuales no quedan bien domadas, y en todo individuo que
debe sumarse a la obra cultural subsiste el peligro de que sus pulsiones sexuales se rehusen a
ese empleo. La sociedad no discierne amenaza mayor a su cultura que la eventual
emancipación de las pulsiones sexuales y el regreso de ellas a sus metas originarias (ver
nota(9)). Por eso no gusta de que se la alerte sobre esa delicada pieza de su basamento, no
tiene interés alguno en que se reconozca la fuerza de las pulsiones sexuales y se ponga en
claro la importancia que la vida sexual posee para los individuos; más bien, con propósito
pedagógico, opta por desviar la atención de todo ese ámbito. Por eso no soporta el mencionado
hallazgo de la investigación psicoanalítica, y daría cualquier cosa por ponerle el marbete de
repulsivo en lo estético ‘ de vituperable en lo moral, o de peligroso. Pero nada puede hacerse
con tales objeciones contra un hallazgo del trabajo científico que se supone objetivo. Si es que
ha de expresarse en voz alta esa contradicción, debe trasponérsela al ámbito intelectual. Ahora
bien, es propio de la naturaleza humana el inclinarse por tachar de incorrecto algo que no gusta,
y después es fácil hallar argumentos en su contra. La sociedad convierte entonces lo ingrato en
incorrecto y pone en entredicho las verdades del psicoanálisis con argumentos lógicos y
fácticos, pero lo hace a partir de fuentes afectivas y sostiene estas objeciones, en calidad de
prejuicios, contra todo intento de réplica.
Ahora bien: nosotros, estimadas señoras y señores, podemos decir que cuando formulamos
ese enunciado que se nos objeta no perseguíamos ningún propósito tendencioso. No quisimos
sino expresar algo que pertenece al orden de los hechos y que, mediante un empeñoso trabajo,
creímos haber reconocido. Y ahora exigimos también el derecho de mantener lejos del trabajo
científico la injerencia de tales prevenciones prácticas, y ello incondicionalmente, aun antes de
que hayamos averiguado si se justifica o no se justifica el temor que pretende dictárnoslas.
Muy bien, esas serían algunas de las dificultades que les saldrían al paso si ustedes se
ocuparan del psicoanálisis. Quizás es más que suficiente para empezar. Si pueden
sobreponerse a la impresión que ellas les han causado, habremos, por nuestra parte, de
continuar.
2ª conferencia.
Los actos fallidos
Señoras y señores: No partiremos de premisas, sino de una investigación. Como objeto de ella
escogeremos ciertos fenómenos que son muy frecuentes, harto conocidos y muy poco
apreciados, y que nada tienen que ver con enfermedades puesto que pueden observarse en
cualquier persona sana. Son las llamadas operaciones fallidas del hombre, como cuando
alguien quiere decir algo y dice en cambio otra palabra, el desliz verbal {Versprechen =
trastrabarse}, o le ocurre lo mismo escribiendo, sea que pueda reparar en ello o no. 0 cuando
alguien, en la publicación impresa o en el manuscrito de otro, lee algo diverso de lo que ahí se
dice, el desliz en la lectura {Verlesen}; lo mismo si oye falsamente algo que se le dice, el desliz
auditivo {Verhoren}, desde luego sin que exista para ello una afección orgánica de su capacidad
auditiva. Otra serie de esos fenómenos tiene por base un olvido {Vergessen}, pero no uno
permanente, sino sólo temporario; por ejemplo, cuando alguien no puede hallar un nombre que
sin embargo conoce y que por regla general reencuentra luego, o cuando olvida ejecutar un
designio del que más tarde empero se acuerda, y por tanto sólo lo había olvidado durante cierto
lapso. En una tercera serie falta esa condición de lo meramente temporario, por ejemplo, en el
extraviar {Verlegen}, cuando alguien guarda un objeto en alguna parte y después ya no atina a
encontrarlo, o en el caso totalmente análogo del perder {Vertieren}. Frente a este olvido nos
comportamos diversamente que frente a otros; nos asombra o nos enoja, en lugar de hallarlo
comprensible. A ello se suman ciertos errores {Irrtümer} en los que de nuevo sale al primer
plano la temporariedad, pues durante cierto lapso se cree algo de lo cual antes se supo y más
tarde volverá a saberse que no es así, y una cantidad de fenómenos semejantes, a los que se
conoce bajo diversos nombres.
Son todos acaecimientos cuyo parentesco estrecho se expresa [en alemán] en que van
precedidos de idéntico prefijo, «ver-(11)»; casi todos son de naturaleza nimia, la mayoría de las
veces muy efímeros, y sin mayor importancia en la vida del hombre. Sólo de tiempo en tiempo
uno de ellos, como la pérdida de objetos, alcanza repercusión práctica. Por eso casi no llaman
la atención, excitan apenas débiles afectos, etc.
Para estos fenómenos quiero ahora solicitar la atención de ustedes. Pero, disgustados, me
opondrán: «Hay tantos grandiosos enigmas en el ancho(12) mundo, y en el más estrecho de la
vida anímica; hay tantos motivos de asombro que piden y merecen explicación en el campo de
las perturbaciones del alma, que parece en realidad desatinado malgastar trabajo e interés en
tales pequeñeces. Si usted pudiera hacernos comprender cómo es que un hombre sano de
vista y de oído puede ver y oír a la luz del día cosas que no existen, por qué otro se cree de
pronto perseguido por aquellos seres que le eran hasta entonces los más entrañables o, con los
fundamentos más sagaces, sustenta productos de su delirio que hasta a un niño tendrían que
parecerle unos dislates, entonces estimaríamos en algo al psicoanálisis; pero si este no puede
hacer otra cosa que ocuparnos en las razones por las cuales un orador en un banquete dijo una
palabra por otra o un ama de casa extravió sus llaves y tonterías parecidas, entonces sabremos
emplear en algo mejor nuestro tiempo y nuestro interés».
Les respondería yo: ¡Paciencia, estimadas señoras y señores! Creo que esa crítica no va por la
senda correcta. El psicoanálisis, eso es verdad, no puede gloriarse de no haberse dedicado
nunca a pequeñeces. Al contrario, su material de observación lo constituyen por lo común
aquellos sucesos inaparentes que las otras ciencias arrojan al costado por demasiado ínfimos,
por así decir la escoria del mundo de los fenómenos. Pero, ¿no confunden ustedes en su crítica
la grandiosidad de los fenómenos con lo llamativo de sus indicios? ¿Acaso no existen cosas
muy importantes que, en ciertas circunstancias y épocas, sólo pueden traslucirse por medio de
indicios sumamente débiles? Podría mencionarles sin dificultad varias situaciones de esa
índole. ¿No es mediante indicios mínimos como infieren -me dirijo a los hombres jóvenes que
hay entre ustedes- que han conquistado la preferencia de una dama? ¿Aguardan para ello una
expresa declaración de amor, un abrazo tórrido, o más bien les basta con una mirada
inadvertida para otros, con un movimiento fugitivo, la presión de una mano *prolongada un
segundo? Y si han participado como detectives en la investigación de un asesinato, ¿esperan
realmente encontrarse con que el asesino dejó tras sí, en el lugar del hecho, una fotografía junto
con su dirección, o más bien se conforman por fuerza con las huellas más leves e
imperceptibles de la persona buscada? No despreciemos, entonces, los pequeños síntomas;
quizá a partir de ellos logremos ponernos en la pista de algo más grande. Y además, como
ustedes, yo pienso que los grandes problemas del mundo y de la ciencia tienen prioridad en
nuestro interés. Pero las más de las veces de muy poco vale el expreso designio de ocuparse
ahora en la investigación de este o estotro gran problema. Es que a menudo no sabemos
adónde dirigir el paso siguiente. En el trabajo científico es más promisorio el abordaje de lo que
se tiene directamente frente a sí y ofrece un camino para su investigación. Si se lo hace bien en
profundidad, sin supuestos ni expectativas previos, y si se tiene suerte, es posible, a
consecuencia de la concatenación que une todo con todo, también lo pequeño con lo grande,
que incluso un trabajo tan falto de pretensiones dé acceso al estudio de los grandes problemas.
Así hablaría yo para retener el interés de ustedes en la consideración de las operaciones fallidas
de las personas sanas, fenómenos en apariencia tan nimios. Ahora consultemos a cualquiera
que sea ajeno al psicoanálisis y preguntémosle por el modo en que él se explica el
acaecimiento de tales cosas.
Sin duda responderá primero: «¡Oh! Eso no merece explicación ninguna; son pequeñas
contingencias». ¿Qué entiende nuestro hombre con eso? ¿Quiere decir que hay sucesos tan
ínfimos que se salen del encadenamiento del acaecer universal, y que lo mismo podrían no ser
como son? Si alguien quebranta de esa suerte en un solo punto el determinismo de la
naturaleza, echa por tierra toda la cosmovisión científica. Podríamos hacerle ver cuánto más
consecuente consigo misma es la cosmovisión religiosa cuando asegura de manera expresa
que ningún gorrión se cae del tejado sin la voluntad expresa de Dios. Creo que nuestro amigo
no querrá extraer esa consecuencia de su primera respuesta, se retractará y dirá que si él
estudiara estas cosas hallaría de todos modos explicaciones para ellas. Se trata de pequeños
deslizamientos de la función, de imprecisiones de la operación del alma, cuyas condiciones
pueden indicarse. Un hombre que por lo demás habla correctamente quizá cometa un desliz
verbal: 1) si está algo indispuesto y fatigado; 2) si está emocionado, y 3) si es :solicitado en
demasía por otras cosas. Es fácil corroborar estas indicaciones. Y en efecto, el trastrabarse
emerge con particular frecuencia cuando se está fatigado, se tienen dolores de cabeza o a uno
está por atacarle una jaqueca. En esas mismas circunstancias ocurre con facilidad el olvido de
nombres propios. Muchas personas suelen anticipar por esas ausencias de nombres propios la jaqueca que está por sobrevenirles (ver nota(13)). También emocionados confundimos a
menudo las palabras, y lo mismo las cosas, «trastrocamos las cosas confundidos»
{Vergreifen}, y el olvido de designios así como una multitud de otras acciones impremeditadas
se hacen notables cuando se está distraído, vale decir, en verdad, cuando se está concentrado
en otra cosa. Un ejemplo conocido de semejante distracción es el profesor de la Fliegende
BIätter(14), que olvida recoger su paraguas y se confunde de sombrero porque está pensando
en los problemas que ha de tratar en su próximo libro. Cada uno de nosotros conoce por
experiencia propia ejemplos de designios que nos hemos forjado, de promesas que hemos
hecho y que olvidamos porque entretanto vivenciamos algo que nos solicitó con fuerza.
Esto nos suena por completo inteligible y parece exento de contradicción. Quizá no es muy
interesante, al menos no tanto como habíamos esperado. Consideremos con mayor atención
esas explicaciones de las operaciones fallidas. Las condiciones que se indicaron para la
emergencia de esos fenómenos no son todas del mismo tipo. Estar indispuesto o tener
trastornos circulatorios dan una fundamentación fisiológica a la falla de la función normal;
excitación, fatiga, distracción son factores de otro tipo, que podrían llamarse psicofisiológicos.
Estos últimos pueden trasponerse con facilidad a la teoría. Tanto por la fatiga como por la
distracción, y quizá también por la excitación general, la atención se distribuye de un modo tal
que puede traer por consecuencia que se dirija una atención escasa a la operación de que se
trate. Es entonces particularmente fácil que esta se perturbe, se ejecute fallidamente. Un leve
estado enfermizo o modificaciones en el aflujo de sangre al órgano nervioso central pueden
traer este mismo efecto, ya que influyen de manera similar sobre el factor decisivo, la
distribución de la atención. En todos los casos entrarían en juego, pues, los efectos de una
perturbación de la atención, sea por causas orgánicas o por causas físicas.
Esto no parece proporcionarnos gran cosa para nuestro interés psicoanalítico. Podríamos
sentirnos tentados de desistir del tema. Pero es el caso que, considerando las observaciones
más de cerca, no todo se acomoda a esta teoría de las operaciones fallidas basada en la
atención, o al menos no se deduce naturalmente de ella. Sabemos por la experiencia que esas
acciones fallidas y esos olvidos ocurren también en personas que no están fatigadas, distraídas
ni emocionadas, sino que en todo sentido se encuentran en su estado normal, a menos que
precisamente a causa de la operación fallida se quiera atribuir con posterioridad a esas
personas un estado de emoción que ellas mismas no confiesan. Tampoco puede concederse
tan simplemente que una operación esté garantizada si aumenta la atención que se le dispensa,
y amenazada si disminuye. Existe gran número de desempeños que se cumplen de manera
puramente automática, con muy escasa atención, y no obstante se ejecutan con total
seguridad. El paseante que apenas sabe adónde va, mantiene empero el camino correcto y
llega a destino sin haberse descaminado [vergangen]. Al menos es lo que ocurre por regla
general. El pianista ejercitado acierta en las teclas correctas sin pensar en ello. Desde luego,
también puede trastrocarlas confundido alguna vez, pero sí el tocar de manera automática
hubiera de acrecentar el peligro de que ello ocurra, precisamente el virtuoso, que por su gran
ejercitación ejecuta de manera por entero automática, sería el más expuesto a este peligro.
Vemos, por el contrario, que muchas ejecuciones salen especialmente bien cuando no son
objeto de una atención muy elevada(15), y que el percance de la operación fallida puede
sobrevenir cuando se otorga particular importancia a la operación correcta, vale decir, en casos
en que con seguridad no se desvía la atención requerida. Podría sostenerse que esto es efecto
de la «emoción», pero no se entiende por qué motivo la emoción no haría, más bien, que se
pusiera mayor atención en algo que se procura con tanto interés. Cuando alguien, en un
discurso importante o en un debate oral, comete un desliz y dice lo contrario de aquello que se
proponía, ello difícilmente puede explicarse con arreglo a la teoría psicofisiológica o teoría de la
atención.
Y entre las operaciones fallidas hay en verdad muchos fenómenos colaterales que no se
comprenden ni se nos aclaran por las explicaciones propuestas hasta ahora. Si alguien, por
ejemplo, olvida temporariamente un nombre, ello le enfada y a toda costa quiere recordarlo y no
puede cejar en el empeño. ¿Por qué el enfadado logra tan raras veces dirigir su atención, como
quisiera, a esa palabra que, según dice, «tiene en la punta de la lengua» y que al instante
reconoce si la oye mencionar ante él? O bien: hay casos en que las operaciones fallidas se
multiplican, se encadenan unas con otras, se sustituyen unas a otras. La primera vez habíamos
olvidado una cita; la vez siguiente, en que nos hicimos el designio de no olvidarla, comprobamos
que por error habíamos anotado otra hora. Por ciertos rodeos buscamos acordarnos de una
palabra olvidada, y entonces se nos escapa un segundo nombre que habría podido servirnos
para encontrar el primero. Y si ahora perseguimos ese segundo nombre, se nos sustrae un
tercero, etc. Lo mismo, como es sabido, puede suceder en el caso de los errores de imprenta,
que pueden concebirse como operaciones fallidas del cajista. Una de esas obstinadas erratas
se filtró cierta vez en una hoja socialdemócrata. En la noticia sobre una festividad, se leía:
«Entre los presentes se observó también a Su Alteza, el Kornprinz». Al día siguiente se intentó
una enmienda. La hoja se disculpó y escribió: «Quiso decirse, desde luego, el «Knorprinz(16)»».
En tales casos suele hablarse del diablo de las erratas, del duende de la caja tipográfica y
cosas parecidas, expresiones que en todo caso van más allá de una teoría psicofisiológica de
los errores de imprenta. [Cf. PVC, págs. 130-1.]
Yo no sé si es de ustedes conocido que el trastrabarse puede ser provocado, inducido por
sugestión, por así decir. Una anécdota lo ilustra: cierta vez, a alguien que debutaba en las tablas
se le confió el importante papel de anunciar al rey, en Die Jungfrau von Orleans [de Schillerl,
que «der Connétable schickt sein Schwert zurück» {el Condestable le devuelve su espada}; uno
de los primeros actores se permitió la broma de apuntar al amilanado principiante repetidas
veces durante el ensayo este otro texto, a cambio de aquel: «der Komfortabel schíckt sein Pferd
zurück» {el cochero le devuelve su caballo}; y logró su propósito (ver nota(17)). En la
representación, el desdichado debutó realmente con ese modificado anuncio, por más que iba
bastante advertido o quizá precisamente por eso.
Ninguno de estos pequeños rasgos de las operaciones fallidas encuentra explicación en la
teoría de la falta de atención. Mas no por eso ha de ser ella necesariamente falsa. Quizá le falte
algo, un complemento, para volverse por entero satisfactoria. Pero, a su vez, muchas de las
operaciones fallidas pueden ser consideradas todavía desde otro punto de vista.
Tomemos, como la más apta para nuestros propósitos entre las operaciones fallidas, el desliz
en el habla. Podríamos escoger a igual título el desliz en la escritura o en la lectura (ver
nota(18)). Sobre eso tenemos que advertir que hasta ahora sólo nos hemos preguntado
cuándo, en qué condiciones, cometemos tales deslices, y únicamente con relación a eso
hemos obtenido una respuesta. Pero también podemos dirigir hacía otro punto nuestro interés y
proponernos averiguar la razón por la cual nos trastrabamos precisamente de este modo y no
de otro; podemos tomar en cuenta lo que resulta del trastrabarse. Bien advierten ustedes que mientras no se dé respuesta a esa pregunta, mientras no se explique el efecto del trastrabarse,
el fenómeno seguirá siendo una contingencia en su aspecto psicológico, por más que haya
encontrado una explicación fisiológica. Cada vez que cometo un desliz al hablar, es evidente
que podría hacerlo de maneras infinitamente diversas, cambiando la palabra correcta por una
entre millares de otros o consumando incontables desfiguraciones de ella. Ahora bien, ¿hay
algo que en el caso particular me impone, entre todas las maneras posibles, una manera
determinada de trastrabarme, o ello queda librado al azar, al capricho, y nada racional puede
aducirse para esta pregunta?
Dos autores, Meringer y Mayer (un filólogo y un psiquiatra), hicieron ya en 1895 el intento de
abordar la cuestión del trastrabarse desde este costado. Reunieron ejemplos y los consideraron
primero desde puntos de vista puramente descriptivos. Por supuesto, esto no proporciona
todavía una explicación, pero puede indicarnos el camino hacia ella. Distinguen las
desfiguraciones que el trastrabarse ocasiona en lo que se tenía la intención de decir, como:
permutaciones, anticipaciones del sonido {VorkIarg}, posposiciones del sonido {NachkIang},
mezclas (contaminaciones) y recambios (sustituciones). Les daré ejemplos de estos grupos
principales propuestos por los dos autores. Es un caso de permutación si alguien dice «La Milo
de Venus» en lugar de «La Venus de Milo» (permutación en la secuencia de las palabras); una
anticipación de sonido: «Es war mir auf der Schwest … auf der Brust so schwer»;(ver nota(19) y
referencia(20)) una posposición de sonido sería el conocido brindis malogrado: «Ich fordere Sie
auf, auf das Wohl unseres Chefs auizustossen» (ver nota(21) y referencia(22)). Estas tres
formas de trastrabarse no son muy frecuentes. En mayor número podrán observar ustedes
casos en que el trastrabarse se produce por contracción o por mezcla; por ejemplo, si un
caballero se dirige a una dama por la calle con estas palabras: «Si usted lo permite, señorita,
querría yo acomtrajarla {begleitdigen} ». Es evidente que en la palabra mixta se esconde, junto a
«acompañar» {Begleiten}, «ultrajar» {Beleídigen}. (Dicho sea de paso, el joven no habrá tenido
mucho éxito con la dama.) Como sustitución, M. y M. citan el caso en que alguien dice: «Ich
gebe die Práparate in den Briefkasten», en lugar de «Brütkasten», etc. (ver nota(23)).
El intento de explicación que ambos autores fundan en su colección de ejemplos es
particularmente insuficiente. Opinan que los sonidos y sílabas de una palabra tienen valencias
diversas, y que la inervación del elemento de mayor valor puede influir perturbadoramente sobre
la del de menor valor. Es evidente que para ello se basan en las anticipaciones y posposiciones
del sonido, en sí mismas no tan frecuentes; en el caso de otros resultados del trastrabarse,
esas preferencias del sonido, si es que en general existen, no cuentan. En efecto; la mayor
parte de las veces nos trastrabamos diciendo en lugar de una palabra otra muy semejante a la
primera, y esta semejanza satisface a muchos como explicación del trastrabarse. Valga el
ejemplo de un profesor en su discurso inaugural: «No estoy geneigt {inclinado} (por geeignet
{calificado}) para apreciar los méritos de mi estimado predecesor». Y otro: «En el caso de los
genitales femeninos, a pesar de muchas Versuchungen {tentaciones} … Perdón: Versuche
{experimentos} … ». [Cf. PVC, págs. 72 y 81.]
El tipo más habitual y también el más llamativo de trastrabarse es, empero, aquel en que se
dice exactamente lo contrario de lo que se tenía la intención de decir. Esto, desde luego, nos
lleva muy lejos de las relaciones entre los sonidos y de los efectos de semejanza, y en cambio
puede sostenerse que los opuestos poseen entre sí un fuerte parentesco conceptual y se sitúan
en una particular proximidad dentro de la asociación psicológica. Hay ejemplos históricos de
este tipo: Un presidente de nuestra Cámara de Diputados abrió una vez la sesión con estas
palabras: «Compruebo la presencia en el recinto de un número suficiente de señores diputados,
y por tanto declaro cerrada la sesión» (ver nota(24)).
Cualquier otra asociación corriente, que en ciertas circunstancias puede emerger de manera
harto embarazosa, provoca parecida proclividad al desliz que el vínculo de oposición. Así, se
cuenta que en una fiesta en honor del matrimonio de un vástago de H. HeImholtz con un
vástago del conocido inventor y gran industrial W. Siemens, el famoso fisiólogo
Dubois-Reymond hubo de pronunciar el brindis. Fue su discurso sin duda brillante, y lo cerró
con estas palabras: «Larga vida entonces para la nueva firma: ¡Siemens y… HaIske!». Era,
naturalmente, el nombre de la vieja firma. Para un berlinés, la conjunción de los dos nombres
debía de ser tan usual como «Riedel y Beutel(25)» lo sería para un vienés.
Por tanto, a las relaciones entre los sonidos y a la semejanza entre las palabras debemos
agregar todavía la influencia de las asociaciones de palabras. Pero no basta con ello. En una
serie de casos parece que la explicación del trastrabarse observado no se alcanza hasta que
no se toma en cuenta una frase anterior, pronunciada o aun sólo pensada. Estamos de nuevo,
pues, ante un caso de posposición del sonido, como aquellos destacados por Meringer, sólo
que de proveniencia más distante. ¡Debo confesar que, en general, tengo la impresión de que
ahora estamos más lejos que antes de comprender esa operación fallida que es el trastrabarse!
De todas maneras, creo no andar errado si declaro que, en el curso de la indagación
emprendida, todos nosotros hemos recibido una impresión nueva que nos han dejado los
ejemplos de deslices en el habla, y en la que tal vez valga la pena demorarse. Primero
habíamos estudiado las condiciones bajo las cuales se produce en general un desliz de esa
índole, y después abordamos las influencias que determinan el modo de la desfiguración
provocada por él. Pero no hemos considerado todavía al efecto del trastrabarse por sí solo, sin
mirar a su génesis. Si ahora nos decidimos a hacerlo, tendríamos que hallar por fin la osadía
para decir: En algunos de los ejemplos, eso que el trastrabarse produjo tiene sin duda un
sentido. ¿Qué significa que tiene un sentido? Solamente que el efecto del trastrabarse puede
quizás exigir que se lo considere como un acto psíquico de pleno derecho que también persigue
su meta propia, como una exteriorización de contenido y de significado. Hasta aquí hemos
hablado siempre de acciones fallidas, pero ahora parece como si muchas veces la acción
fallida misma fuese una acción cabal que no ha hecho sino remplazar a la otra, a la esperada o
intentada.
Y este sentido propio de la acción fallida parece palpable e innegable en ciertos casos
singulares. Cuando el presidente, con sus primeras palabras, cierra la sesión de la Cámara de
Diputados en lugar de abrirla, nosotros nos inclinamos, conociendo las circunstancias en las
cuales ocurrió el desliz, a discernir un sentido en esa acción fallida: él no esperaba nada bueno
de la sesión, y le haría feliz poder interrumpirla de nuevo enseguida. Sin dificultad alguna
revelamos ese sentido, vale decir, interpretamos este trastrabarse. O si una dama pregunta a
otra, con tono en apariencia aprobatorio: «¿A ese sombrero nuevo, tan encantador, usted
misma lo ha aulgepatzt [vocablo no existente, por aufgeputzt {arreglado}]? », ninguna
cientificidad del mundo nos impedir á entender que ese trastrabarse quiere decir: «Ese
sombrero es una Patzerei {chapucería}». O si una dama, conocida por lo enérgica, cuenta: «Mi
marido preguntó al doctor por la dieta que debía observar; pero el doctor le dijo que no le hace falta ninguna dieta, puede comer y beber lo que yo quiera», ese trastrabarse no es otra cosa
que la expresión indisimulable de un consecuente programa (ver nota(26)).
Si entonces resulta, señoras y señores, que no sólo poseen sentido unos pocos casos de
deslices en el habla y de operaciones fallidas en general, sino gran número de ellos,
inevitablemente este sentido de las operaciones fallidas, del que hasta ahora nada se nos ha
dicho, se convertirá para nosotros en lo más interesante y relegará con justicia todos los otros
puntos de vista a un segundo plano. Podemos hacer a un lado, por consiguiente, todos los
factores fisiológicos o psicofisiológicos, y nos está permitido consagrarnos a indagaciones de
carácter puramente psicológico acerca del sentido, vale decir, el significado, el propósito de la
operación fallida. Para ello no descuidaremos examinar con esa expectativa un material de
observación más vasto.
Pero antes de llevar adelante este designio, los invito a que me sigan ustedes por otra pista.
Hartas veces ha ocurrido que un escritor se sirviera del trastrabarse o de alguna otra operación
fallida como recurso de figuración literaria. Este hecho por sísolo nos demuestra que a su juicio
la operación fallida, el trastrabarse por ejemplo, posee un sentido, puesto que lo produce
intencionadamente. No es que el autor se haya equivocado por casualidad al escribir, y después
dejó que ese desliz en la escritura quedase como un desliz en el hablar de su personaje.
Mediante el trastrabarse quiere darnos a entender algo. Por cierto, podemos examinar qué
puede ser eso: si, por ejemplo, quiere indicarnos que su personaje está distraído o fatigado o ha
de sobrevenirle una jaqueca. Desde luego, no hemos de sobrestimar que el autor emplee el
trastrabarse como provisto de sentido. En la vida real podría carecer de sentido, podría ser una
contingencia psíquica o poseer sentido sólo en rarísimos casos, y el autor reservarse el
derecho de infundirle un sentido, mediante la presentación tipográfica, para sus propios fines.
Pero no nos asombraría que el poeta nos enseñara sobre el trastrabarse más que el filólogo y el
psiquiatra.
Un ejemplo de esta índole se encuentra en Wallenstein [de Schiller] (Piccolomini, acto I, escena
5). En la escena precedente, Max Piccolomini ha abrazado con la pasión más ardiente el partido
del duque [de Wallenstein], y ha echado a volar la imaginación sobre las bendiciones de la paz
que se le revelaron en su viaje, mientras acompañaba al campo a la hija de Wallenstein. Deja a
su padre [Octavio] y al enviado de la corte, Questeriberg, sumidos en la consternación. Y ahora
prosigue la quinta escena:
«Questenberg: ¡Ay de nosotros! ¿Así son las cosas? ¿Lo dejaremos, amigo mío, en ese
delirio? ¿No lo llamamos ya mismo para abrirle los ojos?
Octavio (recobrándose después de una ensimismada meditación): El me los ha abierto ahora,
y mi mirada penetra más lejos de lo que quisiera.
Questenberg: ¿De qué habla?
Octavio: ¡Maldito sea ese viaje!
Questenberg: ¿Pero por qué? ¿Qué ocurre?
Octavio: Venga usted. Debo seguir al punto la desdichada pista, verlo con mis propios ojos.
Venga usted. (Quiere llevarlo consigo.)
Questenberg: ¿Por qué? ¿Adónde?
Octavio (urgido): Hacia ella.
Questenberg: Hacia…
Octavio (corrigiéndose): Hacia el duque, varnos».
Octavio quiso decir «hacía él» {zu ihm}, hacía el duque, pero se trastraba y al decir «hacia ella»
{zu ihr} nos deja traslucir al menos que ha reconocido muy bien la influencia que hizo soñar con
la paz al joven guerrero (ver nota(27)).
Un ejemplo todavía más notable ha sido descubierto por O. Rank [1910c] en Shakespeare. Se
encuentra en El mercader de Venecia, en la famosa escena en que el pretendiente preferido
debe elegir entre los tres cofrecillos, y quizá no puedo hacer nada mejor que leerles aquí la
breve exposición de Rank:
«En El mercader de Venecia de Shakespeare (acto III, escena 2) encontramos un desliz en el
habla motivado con extrema fineza dramática, brillante como recurso técnico, que nos deja ver,
como el que Freud señaló en el Wallenstein, que los poetas conocen muy bien el mecanismo y
el sentido de esta operación fallida, y presuponen que también los lectores habrán de
comprenderlos. Porcia, compelida por la voluntad de su padre a elegir un esposo echándolo a
suertes, por obra del azar se ha librado hasta ahora de todos los pretendientes que le
desagradaban. Por fin, en Basanio ha encontrado al candidato por quien se siente atraída, y no
puede menos que temer que también a él la suerte le sea esquiva. En su corazón querría
decirle que puede estar seguro de su amor aun si ello sucede, pero su voto se lo impide. En
este conflicto interior, el poeta le hace decirle al festejante bienvenido:
«No os apresuréis, os lo suplico; esperad un día o dos antes de consultar la suerte, ya que si
escogéis mal vuestra compañía perderé; aguardad, pues, un poco: algo me dice (¡pero no es el
amor!) que perderos no quisiera. [ … ]
…Podría enseñaros el medio de escoger bien, pero sería perjura, y no lo seré jamás; podéis
perderme, entonces, y si eso ocurre, me haréis desear pecar convirtiéndome en perjura. ¡Mal
haya vuestros ojos!, me han embrujado y partido en dos mitades; Una mitad es vuestra, la otra
es vuestra… , mía, quiero decir; pero si mía, es vuestra, y así soy toda vuestra».
»Justamente eso que ella quería insinuarle apenas, porque en verdad a toda costa debía callarlo
-que aun antes de la elección era toda de él y lo amaba-, es lo que el dramaturgo, con una sutil y
asombrosa penetración psicológica, deja traslucir en el trastrabarse; mediante ese artificio sabe calmar la insoportable incertidumbre del amante, así como la tensión que el espectador,
compenetrado con él, siente frente al resultado de la elección».
Noten ustedes, además, la finura con que Porcia concilia al final las dos expresiones contenidas
en su trastrabarse, el modo en que resuelve la contradicción contenida en ellas y, sin embargo,
da en definitiva la razón al desliz:
« … pero si mía, es vuestra,
y así soy toda vuestra».
Un pensador alejado de la medicina ha descubierto también de pasada, con una observación,
el sentido de una operación fallida, ahorrándonos por anticipado el trabajo de explicarla. Todos
ustedes conocen al autor satírico Lichtenberg (1742-1799), dotado de un espíritu sagaz, de
quien Goethe ha dicho: «Donde él hace una broma es que hay un problema oculto». Y aun a
veces a través de la broma añora también la solución del problema. En sus Witzige und
satirische Einfälle {Ocurrencias satíricas y chistosas} [1853], Lichtenberg registra esta frase:
«Tanto había leído a Homero que donde decía «angenommen» {supuesto} él veía siempre
«Agamemnon»». Es realmente la teoría del desliz en la lectura (ver nota(28)).
La próxima vez examinaremos si podemos seguir a los creadores literarios en su concepción
de las operaciones fallidas.
3ª conferencia.
Los actos fallidos.
(Continuación)
Señoras y señores: En la conferencia anterior se nos ocurrió que la operación fallida no había
de considerarse en relación con la operación intentada que ella perturbó, sino en sí y por sí.
Tuvimos la impresión de que en casos singulares parece dejar traslucir su sentido propio, y nos
dijimos que si se corroborara en un ámbito más vasto que la operación fallida tiene un sentido,
entonces este último se tornaría para nosotros más interesante que la investigación de las
circunstancias en que aquella se produce.
Pongámonos de acuerdo otra vez sobre lo que entendemos por el «sentido» de un proceso
psíquico. No es otra cosa que el propósito a que sirve, y su ubicación dentro de una serie
psíquica. Para la mayor parte de nuestras investigaciones podemos sustituir «sentido» también
por «propósito», «tendencia»(29). ¿No incurrimos entonces en una ilusión engañosa o en una
exaltación poética de la operación fallida cuando creímos reconocer en ella un propósito?
Atengámonos a los ejemplos del trastrabarse y abarquemos con la mirada un número mayor de
tales observaciones. Hallaremos entonces categorías enteras de casos en que el propósito, el
sentido del trastrabarse aparece con claridad. Sobre todo aquellos en que se dice lo contrario
de lo que se tenía el propósito de expresar. Dice el presidente en el discurso de apertura [pág.
301: «Declaro cerrada la sesión». Y bien, eso es unívoco. Sentido y propósito de su dicho fallido
{Fehlrede} es que él quiere cerrar la sesión. Nos gustaría recordar la cita «El mismo lo está
diciendo(30)»: no necesitamos más que tomarle la palabra. Y no me vengan ustedes con la
objeción de que eso no es posible, porque bien sabemos que no quería cerrar la sesión sino
abrirla, y él mismo, a quien acabamos de reconocer como la instancia decisoria, puede
corroborarnos que quería abrirla. Con ello olvidarían que tenemos convenido considerar la
operación fallida en sí y por sí; sobre su vínculo con la intención por ella perturbada deberemos
hablar después. De lo contrario incurrirían ustedes en una falacia lógica, escamoteando lisa y
llanamente el problema que ha de tratarse, lo que en inglés se llama begging the question
{petición de principio}.
En otros casos en que uno no se ha trastrabado con lo contrario, es posible, no obstante, que a
través del trastrabarse se exprese un sentido opuesto. «No estoy geneigt {inclinado} (por
geeignet {calificado}) para apreciar los méritos de mi predecesor». Inclinado no es lo contrario
de calificado, pero es una confesión paladina en nítida oposición a la situación en que el orador
se propone hablar.
En otros casos todavía, el trastrabarse añade simplemente otro sentido al intentado. La frase
suena como una síntesis, una abreviación, una condensación de varias frases. Así la dama
enérgica: «El puede comer y beber lo que yo quiera». Es como si hubiera dicho: «El puede
comer y beber lo que quiera; pero, ¿qué va a querer él? En su lugar quiero yo». El trastrabarse
deja a menudo la impresión de una abreviación de esta índole. Por ejemplo, si un profesor de
anatomía, después de su exposición sobre las cavidades nasales, pregunta a sus oyentes si
entendieron, y frente a la unánime respuesta afirmativa replica: «Apenas puedo creerlo, pues las
personas que entienden sobre las cavidades nasales pueden contarse, en una ciudad de
millones de habitantes, con un dedo … perdón, con los dedos de una mano». El dicho abreviado
tiene también su sentido: dice que hay un solo hombre que entiende sobre eso (ver nota(31)).
A estos grupos de casos en que la propia operación fallida exhibe como en un escaparate su
sentido, se contraponen otros en que el trastrabarse no ha ofrecido nada en sí provisto de
sentido, y que por tanto contradicen enérgicamente nuestras expectativas. Si alguien, por un
desliz, trabuca un nombre propio o reúne una serie insólita de sonidos, ya este solo hecho,
harto habitual, parece decidir por la negativa nuestro interrogante, a saber, si todas las acciones
fallidas rinden algo provisto de sentido. Sólo que una consideración más atenta de tales
ejemplos revela que es posible llegar a comprender esas desfiguraciones, y aun que no es muy
grande la diferencia entre estos casos más oscuros y los anteriores, más claros.
Un señor a quien preguntaron por el estado de su caballo respondió: «Y… draut [palabra
inexistente] … dauert {durará} quizás un mes». Al indagársele qué quiso decir verdaderamente,
manifestó que había pensado que era esa una historia «traurige» {triste}; el choque de «dauert»
y «traurige» dio por resultado aquel «draut» (ver nota(32))
Otro contaba acerca de algunos asuntos que él desaprobaba, y prosiguió: «Pero entonces
ciertos hechos salieron a Vorschtvein[palabra inexistente, en lugar de Vorschein {a la luz}] … ».
Preguntado, confirmó que había querido calificar de «Schweinereien» {porquerías} a esos
asuntos. «Vorschein» y «Schweinerei», conjugados, engendraron ese extraño «Vorschwein»
(ver nota(33)). Recuerden ustedes el caso del joven que quiso begleitdigen a la dama
desconocida. Nos habíamos tomado la libertad de descomponer esta formación léxica en
begleiten {acompañar} y beleidigen {ultrajar}, y nos sentimos seguros de esa interpretación, sin
pedir corroboración para ella. Por estos ejemplos ven ustedes que también estos casos más
oscuros del trastrabarse admiten ser explicados por el encuentro, la interferencia, de dos
propósitos diversos en el decir; las diferencias sólo surgen por el hecho de que en un caso un
propósito sustituye enteramente a otro, como en el trastrabarse con lo contrario, mientras que
otras veces debe conformarse con desfigurarlo o modificarlo, de suerte que se engendran
formaciones mixtas que en sí resultan provistas de mayor o menor sentido.
Ahora creemos tener asido el secreto de un gran número de deslices del habla. Si nos
afirmamos en esta intelección podremos comprender otros grupos, hasta ahora enigmáticos.
En la desfiguración de nombres no podemos suponer, por ejemplo, que en todos los casos esté
en juego la competencia entre dos nombres parecidos y no obstante diferentes; no es difícil,
empero, colegir el segundo propósito. Es harto usual que se desfigure un nombre sin que medie
desliz alguno; así, se procura hacerlo malsonante o que suene a algo despreciable, y esta clase
de insulto es una conocida costumbre, o mala costumbre; a los hombres educados, muy
temprano se les enseña a renunciar a ella, pero lo hacen de mala gana. Y aun siguen
permitiéndosela como «chiste», de muy baja estofa, por lo demás. Para dar sólo un llamativo e
irrespetuoso ejemplo de esa desfiguración de nombres: al de Poincaré, el presidente de la
República Francesa, se lo han convertido en estos tiempos [los de la Primera Guerra Mundial]
en «Schweinskarré(34)». Esto nos lleva a suponer también en el trastrabarse un parecido
propósito de insultar que se abre paso en la desfiguración del nombre. Esclarecimientos de tipo
semejante se nos imponen cuando atendemos a ciertos casos de trastrabarse con un efecto
cómico o absurdo. «Ich Jordere Sie auf, auf das Wobl unseres Cbefs aufzustossen». Aquí un
humor festivo es perturbado inesperadamente por la irrupción de una palabra que despierta una
representación chocante y, tomando como paradigma ciertos dichos insultantes u ofensivos, no
podemos sino conjeturar que ahí pugna por expresarse una tendencia que contradice
enérgicamente al homenaje que la ha suplantado; ella querría decir: «No se crea en eso, no lo
digo en serio, ese tipo me importa un bledo», y cosas parecidas. Lo mismo es válido para
aquellos deslices que trasforman unas palabras inofensivas en otras indecorosas y obscenas,
como «Apopos» por á propos o «Eiscbeissweibcben» por Eiweissscbeibchen (ver nota(35)).
Conocemos muchos hombres con esta tendencia a desfigurar intencionadamente palabras
inocentes haciéndolas obscenas a fin de obtener una cierta ganancia de placer; se las tiene por
chistosas, y en realidad, cuando las oímos de alguien, tenemos que averiguar primero si las dijo
intencionadamente como chiste o se le deslizaron como percance.
¡Y bien, habríamos resuelto entonces, y con un esfuerzo relativamente escaso, el enigma de las
operaciones fallidas! No son contingencias sino actos anímicos serios; tienen su sentido y
surgen por la acción conjugada -quizá mejor: la acción encontrada- de dos propósitos diversos.
Pero ahora me está pareciendo que ustedes quieren bombardearme con un sinnúmero de
dudas y de preguntas que deben ser respondidas y satisfechas antes de que podamos
regocijarnos con este primer resultado de nuestro trabajo. Desde luego, no quiero urgirlos a que
tomen decisiones apresuradas. Avengámonos a considerarlo todo en su secuencia, una cosa
después de otra, sopesándolas fríamente.
¿Qué quieren ustedes decirme? ¿Si yo opino que este esclarecimiento vale para todos los
casos de deslices en el habla, o sólo para cierto número de ellos? ¿Si es lícito extender la
misma concepción también a las otras muchas variedades de operaciones fallidas, al desliz en
la lectura, al desliz en la escritura, al olvido, al trastrocar las cosas confundido, al extravío, etc.?
¿Qué importancia siguen teniendo los factores de la fatiga, la excitación, la distracción, la
perturbación de la atención, en vista de la naturaleza psíquica de las operaciones fallidas?
Además, bien se ve que de las dos tendencias concurrentes de la operación fallida una es
siempre manifiesta, la otra no siempre. ¿Cómo hacemos para discernir esta última y cuándo
creemos haberla discernido? ¿Cómo demostramos que no es meramente probable, sino que
es la única correcta? ¿Tienen ustedes todavía algo más que preguntar? Si no lo tienen,
proseguiré. Les recuerdo que en verdad no nos importan mucho las operaciones fallidas, y que
con su estudio sólo hemos querido aprender algo valioso para el psicoanálisis. Por eso formulo
esta pregunta: ¿Qué clase de propósitos o tendencias son los que de ese modo pueden
perturbar a los otros propósitos o tendencias, y qué relaciones existen entre las tendencias
perturbadoras y las perturbadas? Así, tras la solución del problema, nuestro trabajo empieza de
nuevo.
Comencemos, entonces. ¿Este esclarecimiento vale para todos los casos de deslices en el
habla? Me siento muy inclinado a creerlo, puesto que cuantas veces se investiga un caso de
trastrabarse se puede hallar una solución de esa índole. Pero es imposible demostrar que sin
ese mecanismo no puede producirse el desliz. Tal vez pueda; para nosotros es teóricamente
indiferente, pues las claves que queremos deducir para la introducción al psicoanálisis quedan
en pie con que sólo una minoría de casos -lo cual por cierto no es así- de deslices responda a
nuestra concepción. En cuanto a la pregunta que sigue, a saber, si nos es lícito extender a las,
otras variedades de operaciones fallidas lo que hemos aprendido respecto del trastrabarse,
anticipadamente quiero responderla en forma afirmativa. Ustedes mismos se convencerán de
ello cuando pasemos a considerar ejemplos de deslices en la escritura, de trastrocar las cosas
confundido, etc. Pero por razones técnicas les propongo que pospongamos este trabajo hasta
que hayamos tratado con mayor profundidad al trastrabarse mismo.
En cuanto a la importancia que pueda caber todavía a los factores privilegiados por los autores
(la perturbación circulatoria, la fatiga, la excitación, la distracción, la teoría de la perturbación de
la atención), si aceptamos el ya descrito mecanismo psíquico del trastrabarse, merece una
respuesta más circunstanciada. Reparen bien en que no ponemos en entredicho esos factores.
En general no es frecuente que el psicoanálisis ponga en entredicho algo que desde otros
sectores se ha afirmado; como regla, se limita a agregar algo nuevo, y ocasionalmente sin duda
da en el blanco, pues eso que hasta entonces se descuidó y que se agrega es lo esencial. Es
preciso admitir sin más en la producción del trastrabarse la influencia de las disposiciones
fisiológicas constituidas por un ligero malestar físico, perturbaciones circulatorias o estados de
agotamiento; la experiencia diaria y personal de ustedes los convencerá de ello. Pero, ¡cuán
poco queda explicado así! Sobre todo, no son condiciones necesarias de la operación fallida. El
trastrabarse es posible igualmente en alguien que goza de plena salud y se encuentra en un
estado normal. Por tanto, esos factores corporales no tienen otro valor que el de facilitar y
favorecer el peculiar mecanismo anímico del trastrabarse. En una oportunidad anterior utilicé un
símil a fin de ejemplificar esa relación (ver nota(36)), y ahora lo repetiré porque no se me ocurre
otro mejor. Supongan ustedes que una noche oscura yo caminaba por un lugar solitario y fui
asaltado por un ladrón que me arrebató reloj y cartera, y entonces, no habiendo visto con
claridad el rostro del ladrón, presenté mi queja en la comisaría más próxima con estas palabras:
«La soledad y la oscuridad me acaban de robar mis objetos de valor». El comisario puede
decirme sobre eso: «Usted parece rendir tributo, equivocadamente, a una concepción
demasiado mecanicista. Diga mejor: «Amparado por la oscuridad, favorecido por la soledad, un
ladrón desconocido le arrebató sus objetos de valor». La tarea esencial en su caso es, me
parece, que nosotros descubramos al ladrón. Quizá podamos después restituirle lo robado».
Los factores psicofisiológicos, como la emoción, la distracción, la atención perturbada,
evidentemente nos sirven muy poco a los fines de la explicación. No son más que unos giros
verbales, unos biombos tras los cuales no debemos abstenernos de atisbar. Más bien
corresponde indagar aquello que en este caso ha sido el producto de la excitación, de la
desviación particular de la atención. De nuevo hemos de admitir la importancia de las
influencias acústicas, las semejanzas entre las palabras y las asociaciones (Assoziation}
usuales que parten de estas. Ellas facilitan el trastrabarse mostrándole los caminos por los que
puede transitar. Pero cuando yo tengo frente a mí un camino, ¿eso decide también, como si
fuera obvio, que habré de avanzar por él? Hace falta todavía un motivo para que me decida a
hacerlo, y además una fuerza que me empuje hacia adelante por ese camino. Estas relaciones
acústicas y léxicas, lo mismo que las disposiciones corporales, no hacen sino favorecer el
desliz y no pueden proporcionar su genuino esclarecimiento. Piensen ustedes que en una
enorme mayoría de casos mi decir no es perturbado por la circunstancia de que las palabras
que uso recuerden a otras por semejanza de sonido, ni por el hecho de que se conecten
íntimamente con sus contrarias o de ellas partan asociaciones usuales. Quizá podría
orientarnos lo que sostiene el filósofo Wundt, a saber, que el desliz en el habla se produce
cuando a consecuencia de un estado de agotamiento físico las inclinaciones a asociar
prevalecen sobre la intención que se tenía de decir algo. Esto sería muy atendible sí la
experiencia no lo contradijera; según su testimonio, en efecto, en una serie de casos de
deslices en el habla no existen factores corporales que los favorezcan y, en otra, no existen los
que podrían favorecerlos por asociación.
Ahora bien, reviste particular interés para mí la pregunta siguiente de ustedes, referida al modo
en que pueden discernirse las dos tendencias que se interfieren entre sí. Quizá no sospechan
ustedes toda la importancia de esta cuestión. Una de ellas, la tendencia perturbada, es siempre
inequívoca, ¿no es verdad? La persona que comete la operación fallida la conoce y la declara.
Sólo la otra, la perturbadora, puede dar ocasión a dudas y a cavilaciones, Pues bien, ya
tenemos dicho, y con seguridad ustedes no lo han olvidado, que en una serie de casos esta otra
tendencia es igualmente nítida. El efecto mismo del trastrabarse la indica, con que sólo osemos
considerar ese efecto por sí mismo. El presidente que se trastraba en lo contrario … es claro, él
quería abrir la sesión, pero también es claro que le gustaría cerrarla. Eso es tan nítido que no
nos queda nada por interpretar. Pero en los otros casos, en que la tendencia perturbadora no
hace más que desfigurar a la originaria sin expresarse para nada ella misma … ¿cómo
averiguarla a partir de la desfiguración?
En toda una primera serie de casos, de manera muy simple y segura, a saber: de la misma
manera en que se discierne la tendencia perturbada. Esta puede ser comunicada
inmediatamente por el hablante; después del desliz, él restaura enseguida el texto
originariamente intentado. «Y … draut, no; … dauert {durará} quizás un mes». Ahora bien, la
tendencia desfiguradora puede ser igualmente declarada por él. Le preguntan: «¿Por qué dijo
usted primero «draut»?», y responde: «Quise decir «Es una traurige {triste} historia»». Y en el otro
caso, en el del que se trastrabó con «Vorschwein», él les corroboró también que primero quiso
decir «Eso es una Schweinerei {porquería}», pero después se moderó y viró hacia otra frase.
Por tanto, la tendencia desfiguradora se discierne aquí con igual seguridad que la desfigurada.
No sin intención les he traído ejemplos cuya comunicación y resolución no provienen de mí ni de
alguno de mis partidarios. Y no obstante, en los dos casos fue necesaria una cierta intervención
para resolverlos. Fue preciso preguntar al hablante por qué se había equivocado así, qué
atinaba él a decir sobre su desliz. De lo contrario, quizás habría seguido de largo después de
trastrabarse, sin querer esclarecerlo. Preguntado, empero, dio la explicación con la primera
ocurrencia {Einfall} que le vino. Y ahora vean ustedes: esa pequeña intervención y su éxito, eso
es ya un psicoanálisis y el paradigma de toda indagación psicoanalítica que habremos de
emprender en lo que sigue.
¿Soy acaso demasiado desconfiado si conjeturo que en el mismo momento en que emerge
frente a ustedes el psicoanálisis también asoma su cabeza la resistencia contra él? ¿No
sienten ganas de objetarme que el informe de la persona preguntada, la que produjo el desliz,
no es enteramente probatorio? Tiene desde luego el empeño, opinan ustedes, de obedecer a la
exhortación de que explique su desliz, y entonces dice justamente lo primero que por azar se le
ocurre, con tal que le parezca apropiado como explicación. Con ello no se ha probado que el
trastrabarse realmente se produjo así. Podría ser así, pero también de otro modo. Podría
habérsele ocurrido otra cosa que se adecuase igualmente bien o quizá mejor.
¡Es asombroso el poco respeto que en el fondo tienen ustedes por un hecho psíquico!
Supongan que alguien ha emprendido el análisis químico de una cierta sustancia y para un
componente de ella ha hallado un cierto peso, de tantos miligramos. De la cuantía de este peso
pueden extraerse determinadas conclusiones. ¿Acaso creen que a un químico alguna vez se le
hubiera ocurrido criticar esas conclusiones con el motivo de que la sustancia aislada habría
podido tener también otro peso? Todo el mundo se inclina ante el hecho de que era
precisamente ese peso y no otro, y sobre él construye, confiado, sus inferencias subsiguientes.
En cambio, ¡cuando se presenta el hecho psíquico de que al preguntado le viene una
determinada ocurrencia, ustedes no lo admiten y dicen que también habría podido ocurrírsele
otra cosa! Es que abrigan en su interior la ilusión de una libertad psíquica y no quieren renunciar
a ella. Lamento encontrarme en este punto en la más tajante oposición con ustedes.
Ahora cederán ustedes, pero sólo para reanudar la resistencia en otro lugar. Prosiguen:
«Entendemos que la técnica particular del psicoanálisis consiste en hacerle decir al analizado
mismo la solución de su problema. Tomemos otro ejemplo, el del orador del banquete, quien, al
proponer el brindis, exhorta a la concurrencia a «eructar» por la salud de su jefe. Dijo usted que
la intención perturbadora es en este caso el insulto: es ella la que contradice a la expresión del
homenaje. Pero esto es mera interpretación de parte suya, apoyada en observaciones
exteriores al desliz. Si en este caso usted inquiriera al que lo produjo, no corroboraría que se
propusiera insultar; más bien lo pondría enérgicamente en entredicho. ¿Por qué no resigna
usted su indemostrable interpretación, en vista de esta tajante negativa?».
Sí; esta vez han sacado a relucir algo fuerte. Me imagino al desconocido orador de ese
banquete; es con probabilidad un asistente del jefe de departamento festejado, quizá ya profesor
auxiliar, un hombre joven con excelentes posibilidades en su vida. Yo quiero apremiarlo para que
me diga si no sintió algo que pudo contradecir a su brindis de honor … ¡así me va! El se pone
impaciente y de pronto me espeta: «A ver usted, termine de una buena vez con sus preguntitas;
de lo contrario me enfadaré. Usted me arruina toda mi carrera con sus sospechas. He dicho
«aufslossen{eructar} en lugar de «anstossen» {brindar} simplemente porque en la misma frase
ya por dos veces había proferido un «auf». Es lo que Meringer llama posposición del sonido, y ahí
no caben sutilezas. ¿Me entiende usted? ¡Basta!». ¡Hum! Es una sorprendente reacción, una
desautorización realmente enérgica. Veo que nada puede conseguirse con este joven, pero
pienso entre mí que deja traslucir un fuerte interés personal en que su operación fallida no tenga
sentido. Quizá también ustedes piensen que no tiene razón en enojarse tanto a causa de una
indagación puramente teórica, pero en definitiva opinarán que él debe saber con exactitud lo que
quiso decir y lo que no.
¿Debe saberlo? Quizá sea esa la cuestión.
Ahora creen ustedes tenerme atrapado. «Conque esa es su técnica», les oigo decir. «Cuando la
persona que ha producido un desliz dice sobre él algo que a usted le conviene, entonces lo
declara autoridad inapelable. «El mismo lo está diciendo». Pero cuando lo que él dice no le viene
bien, asevera usted que eso no vale nada, que no hay que creerle» (ver nota(37)).
De acuerdo. Pero puedo presentarles un caso parecido en que se procede de manera
igualmente monstruosa. Cuando un acusado confiesa su delito ante el juez, este cree en la
confesión; pero cuando niega, el juez no le cree. De otro modo no habría ninguna administración
de justicia, y, a pesar de ocasionales errores, tienen ustedes que admitir ese sistema.
«¡Oh! ¿Es usted entonces el juez, y el que cometió el desliz, un acusado ante usted? ¿Conque
trastrabarse es un delito?» (ver nota(38)).
Quizá ni siquiera necesitemos rechazar esta comparación. Pero vean cuán profundas son las
diferencias que han surgido entre nosotros tras ahondar apenas en los problemas, en
apariencia tan inofensivos, de las operaciones fallidas. Y diferencias que por el momento no
atinamos a zanjar. Les ofrezco un compromiso provisional sobre la babe del símil del juez y del
acusado. Deben concederme que el sentido de una operación fallida no deja lugar a dudas
cuando es el mismo analizado quien lo confiesa. Y a cambio de ello yo les admitiré que no
puede obtenerse una prueba directa del sentido conjeturado cuando aquel rehusa comunicarlo,
y desde luego tampoco cuando no está a mano para darnos ese informe. Aquí, como en el caso
de la administración de justicia, nos vemos remitidos a indicios que nos permiten adoptar una
decisión con mayor o menor grado de probabilidad. En un tribunal, por razones prácticas, es
preciso pronunciar la culpabilidad aun por pruebas indiciarias. Nosotros no nos vemos
compelidos a ello; pero tampoco estamos obligados a renunciar al empleo de tales indicios.
Sería un error creer que una ciencia consta íntegramente de doctrinas probadas con rigor, y
sería injusto exigirlo. Una exigencia así sólo puede plantearla alguien ansioso de autoridad,
alguien que necesite sustituir su catecismo religioso por otro, aunque sea científico. La ciencia
tiene en su catecismo sólo muy pocos artículos apodícticos; el resto son aseveraciones que ella
ha llevado hasta cierto grado de probabilidad. Es justamente signo de que se tiene un modo de
pensar científico el darse por contento con esas aproximaciones a la certeza, y poder continuar
el trabajo constructivo a pesar de la ausencia de confirmaciones últimas.
Pero, ¿de dónde tomamos los puntos de apoyo para nuestras interpretaciones, los indicios para
nuestra prueba, cuando lo dicho por el analizado no esclarece por sí el sentido de la operación
fallida? De diversas partes. En primer lugar, de la analogía con fenómenos externos a las
operaciones fallidas; por ejemplo, cuando sostenemos que el desfigurar nombres por
trastrabarse tiene el mismo sentido insultante que el deformarlos intencionadamente. Además,
de la situación psíquica en que acontece la operación fallida, de nuestro conocimiento sobre el
carácter de la persona que la comete y de las impresiones que la han afectado antes, y frente a
las cuales posiblemente reacciona de ese modo. Como regla, la interpretación de la operación
fallida se realiza siguiendo ciertos principios generales; primero no es sino una conjetura, un
esbozo de interpretación, y después el estudio de la situación psíquica nos permite corroborarla.
Y aun muchas veces debemos esperar acontecimientos venideros, que se anunciaron, por así
decir, a través de la operación fallida, para confirmar nuestra conjetura.
No me resulta fácil ofrecerles las ilustraciones de esto si es que debo circunscribirme al ámbito
del trastrabarse aunque también aquí se obtienen algunos buenos ejemplos. El joven que
quería begleitdigen a una dama es sin duda un tímido; la dama cuyo marido puede comer y
beber lo que ella quiera me es conocida como una de esas mujeres enérgicas que llevan los
pantalones en su casa. 0 tomen ustedes el siguiente caso: En una asamblea general de la
«Concordia» (ver nota(39)), un joven afiliado pronunció un Vigoroso discurso de oposición en el
curso del cual se dirigió a la presidencia de la asamblea como los señores
«Vorsebussmitglieder» {miembros del préstamo}, que parece compuesto de Vorstand y
Ausschuss {presidencia y consejo}. Conjeturaremos que en él se despertó una tendencia
perturbadora contra su oposición, que pudo apoyarse en algo que tenía que ver con un
préstamo. Y de hecho nuestro informante nos dice que el orador sufría continuas penurias de
dinero y en ese momento acababa de presentar una solicitud de crédito. Como intención
perturbadora podemos entonces sustituir realmente este pensamiento: «Modérate en tu
oposición; son las mismas personas que deben aprobarte el préstamo».
Ahora bien, cuando pase al ámbito de las otras operaciones fallidas, podré presentarles un rico florilegio de tales pruebas indiciarias.
Si alguien olvida un nombre propio que no obstante le es familiar, o, a pesar de sus esfuerzos,
sólo con dificultad puede retenerlo, sospechamos que tiene algo contra el que lleva ese nombre,
de suerte que prefiere no pensar en él; consideren ustedes las revelaciones acerca de la
situación psíquica en que sobrevino la operación fallida en los siguientes casos.
«Un señor Y se enamora de una dama pero no tiene éxito con esta, la que poco después se
casó con un señor X. Ahora bien, a pesar de que el señor Y conoce al señor X desde hace ya
mucho tiempo, y hasta mantiene con él relaciones de negocios, olvida una y otra vez el nombre
de este último, de modo tal que en varias ocasiones debió preguntarlo a otras personas cuando
quiso comunicarse por carta con él». Es evidente que el señor Y no quiere saber nada de su
dichoso rival, «En él no deberá ni pensarse(40)».
O: Una dama pregunta a su médico por una conocida de ambos, pero la menciona por su
nombre de soltera. Es que ha olvidado su nombre de casada. Confiesa que le disgustó mucho
ese casamiento y no podía soportar al marido de su amiga (ver nota(41)).
Acerca del olvido de nombres tendremos todavía mucho que decir en otros contextos; ahora
nos interesa fundamentalmente la situación psíquica en que el olvido acontece.
El olvido de designios puede reconducirse en general a una corriente opositora que no quiere
ejecutar el designio. Pero no lo creemos así sólo en el psicoanálisis, sino que es la concepción
general de los hombres, que refrendan en la vida todo aquello que desmienten únicamente en la
teoría. El protector que se disculpa ante su protegido por haber olvidado una petición que este le
hiciera, en modo alguno se justifica a sus ojos. El protegido piensa enseguida: «A él no le
importa nada; sin duda que prometió, pero en realidad no quiere hacer nada». [Cf. págs. 64-5.1
Por eso también en la vida está prohibido olvidarse en ciertas situaciones, y parece borrada la
diferencia entre la concepción popular y la psicoanalítica de esta operación fallida. Imagínense
ustedes a un ama de casa que recibe al huésped con estas palabras: «¡Qué! ¿Hoy viene
usted? Había olvidado por completo que lo invité para hoy». 0 el joven que debe confesar a su
amada que había olvidado concurrir a la última cita convenida; seguro que no lo confesará; más
bien inventará improvisando los más inverosímiles obstáculos que en ese momento le
impidieron acudir y después dar aviso de ello. Que en asuntos militares de nada vale y no salva
del castigo la disculpa de haber olvidado algo, es cosa que todos sabemos y tenemos que
hallarla justificada. Aquí hay acuerdo unánime acerca de que una determinada operación fallida
posee sentido, y aun acerca del sentido que tiene. ¿Por qué no se es lo bastante consecuente
para extender esta intelección a las otras operaciones fallidas y para confesarla cabalmente
respecto de ellas? Desde luego, también para esto hay una respuesta.
Si el sentido de este olvido de designios es tan poco dudoso incluso para los legos, tanto menos
sorprenderá a ustedes hallar que los creadores literarios emplean esta operación fallida en
idéntico sentido. Aquel de vosotros que haya visto o leído César y Cleopatra, de Bernard Shaw,
recordará que en la última escena, César, que se va de Egipto, es asediado por la idea de que
se había propuesto hacer algo que no obstante ahora se le olvida. Al fin se acuerda: era
despedirse de Cleopatra. Este pequeño artificio del autor quiere atribuir al gran César una
superioridad que él no poseyó y a la que no aspiraba. Pueden enterarse ustedes, por las fuentes
históricas, de que César hizo que Cleopatra lo siguiera a Roma, y de que ella vivía allí con su
pequeño Cesarión cuando César fue asesinado, tras lo cual huyó de la ciudad (ver nota(42)).
Los casos de olvido de designios son en general tan claros que nos resultan poco útiles para
nuestro propósito, que es derivar de la situación psíquica indicios sobre el sentido de la
operación fallida. Volvámonos por eso a una acción fallida particularmente multívoca e
impenetrable, el perder y extraviar. Que en el caso del perder, una contingencia que a menudo
se siente como tan dolorosa, participemos nosotros mismos con un propósito, he ahí algo que
ustedes sin duda no hallarán creíble. Pero existen abundantes observaciones como esta: Un
joven pierde su lápiz de mina, que le había sido muy querido. El día anterior había recibido una
carta de su cuñado, que terminaba con estas palabras: «Por ahora no tengo ganas ni tiempo de
solventar tu frivolidad y tu pereza». Ahora bien, el lápiz de mina era precisamente un obsequio
de este cuñado. Sin esta coincidencia no podríamos haber afirmado desde luego, que en esa
pérdida participó el propósito de desprenderse de la cosa (ver nota(43)). Casos parecidos son
muy frecuentes. Perdemos objetos cuando nos hemos enemistado con el dador y no queremos
acordarnos más de él, o también cuando han dejado de gustarnos y queremos crearnos un
pretexto para sustituirlos por otros mejores. A ese mismo propósito en relación con un objeto
sirven también, por supuesto, el dejar caer, el romper, el destrozar. ¿Puede juzgarse
contingente que un escolar, inmediatamente antes de su cumpleaños, pierda, arruine, rompa
los objetos que usa, por ejemplo su portafolios o su reloj?
Quien haya vivido suficientemente el suplicio de no poder encontrar algo que él mismo guardó,
tampoco querrá creer en la existencia de un propósito en el extraviar. Y no obstante, no son
raros los ejemplos en que las circunstancias concomitantes del extrav iar indican una tendencia
a desechar el objeto temporaria o permanentemente. Quizás el ejemplo más bello de este tipo
es el siguiente. Un hombre joven me cuenta: «Hace algunos años había desinteligencias en mi
matrimonio; yo encontraba a mi mujer demasiado fría y, aunque admitía de buen grado sus
sobresalientes cualidades, vivíamos sin ternura uno junto al otro. Cierto día, al volver de un
paseo, ella me trajo un libro que había comprado porque podría interesarme. Le agradecí esa
muestra de «atención», prometí leer el libro, lo guardé con ese fin y nunca más lo encontré. Así
pasaron meses en que de tiempo en tiempo me acordaba de ese libro trasconejado, y era en
vano querer hallarlo. Como medio año después enfermó mi querida madre, que vivía en otra
casa. Mi mujer abandonó la nuestra para cuidar a su suegra. El estado de la enferma empeoró y
dio a mi mujer ocasión de mostrar sus mejores cualidades. Al atardecer de cierto día vuelvo a
casa entusiasmado por la devoción de mí mujer y rebosante de agradecimiento hacia ella. Me
encamino a mi escritorio, abro un determinado cajón sin propósito deliberado, pero con la
seguridad de un sonámbulo, y ahí, encima de todo, encuentro el libro que por tanto tiempo había
echado de menos, el libro extraviado (ver nota(44)). Al desaparecer el motivo tocó a su fin
también el extravío del objeto.
Señoras y señores: Podría multiplicar al infinito esta colección de ejemplos. Pero no quiero
hacerlo aquí. En mi Psicopatología de la vida cotidiana (la primera edición es de 1901)
encontrarán ustedes, en todo caso, una rica casuística para el estudio de las operaciones
fallidas (ver nota(45)). Todos esos ejemplos producen siempre el mismo resultado: tornan
verosímil que las operaciones fallidas tienen un sentido, y muestran el modo en que ese sentido
se averigua o se corrobora a partir de circunstancias concomitantes. Hoy abrevio porque nos
hemos ceñido al propósito de extraer algún beneficio del estudio de estos fenómenos para una preparación al psicoanálisis. Sólo dos grupos de observaciones tengo que considerar todavía
aquí, las operaciones fallidas acumuladas y combinadas, y la corroboración de nuestras
interpretaciones mediante acontecimientos que sobrevienen después.
Las operaciones fallidas acumuladas y combinadas son por cierto las flores más preciadas de
su género. Si aquí sólo nos interesara demostrar que las operaciones fallidas tienen un sentido,
desde el comienzo nos habríamos circunscrito a ellas, pues su sentido es inequívoco aun para
una inteligencia obtusa y sabe salir airoso del juicio crítico más exigente. La acumulación de
manifestaciones trasluce una obstinación que casi nunca se debe al mero azar, sino que
concuerda bien con un designio. Por último, la permutación recíproca de las diversas
variedades de operación fallida nos muestra lo importante, lo esencial en esta última: no la
forma ni los medios de que se vale, sino el propósito a que sirve y que debe ser alcanzado por
los caminos más diferentes. Quiero presentarles, entonces, un caso de olvido repetido: Ernest
Jones [1911b, pág. 483] cuenta que en una ocasión, por motivos que él ignoraba, había dejado
estar una carta varios días sobre su escritorio. Al fin se decidió a enviarla, pero le fue devuelta
por la «Dead Letter Office(46)» pues había olvidado ponerle la dirección. Hizo esto último, la
llevó al correo, pero esta vez sin sello postal. Y entonces tuvo que confesarse por fin su
aversión a despachar la carta.
En otro caso se combinan un trastrocar las cosas confundido y un extravío. Una dama viaja con
su cuñado, un artista famoso, a Roma. El visitante es muy agasajado por los alemanes que
viven en Roma, quienes le obsequian, entre otras cosas, una medalla de oro antigua. A la dama
le mortifica que su cuñado no sepa apreciar suficientemente esa bella pieza. Llegada a su casa
tras ser relevada por su hermana, al desempacar descubre que se ha traído consigo -no sabe
cómo- la medalla. Enseguida se lo comunica por carta a su cuñado y le anuncia que al día
siguiente reexpedirá a Roma lo sustraído. Pero al día siguiente la medalla se ha extraviado tan
habilidosamente que no se la puede encontrar ni enviar, y entonces se le trasluce a la dama el
significado de su «distracción», a saber, que quería quedarse con la pieza (ver nota(47)).
Ya les mencioné un ejemplo de combinación entre un olvido y un error: alguien olvida la primera
vez una cita y la segunda vez, con el firme propósito de no olvidarla, se aparece a una hora
diversa de la convenida. Un caso enteramente análogo es el que me ha contado un amigo,
vivido por él mismo; este amigo, además de intereses científicos, los tiene literarios. Dice:
«Hace algunos años acepté ser elegido para integrar el comité directivo de una sociedad
literaria porque suponía que esto podría ayudarme a conseguir que se representara mi pieza
dramática, y participé regularmente, aunque sin mucho interés, en las sesiones que se
realizaban todos los viernes. Ahora bien, hace algunos meses recibí seguridades de que mi
pieza se representaría en el teatro de F., y desde entonces me ocurrió olvidar habitualmente las
reuniones de esa sociedad. Cuando leí el libro de usted sobre estas cosas, me avergoncé de mi
olvido, y me reproché que era una bajeza faltar ahora, cuando ya no podía servirme de esa
gente; y tomé la resolución de no olvidar por nada del mundo la reunión del viernes siguiente.
Mantuve continuamente en la memoria este designio hasta que lo cumplí y me encontré ante la
puerta de la sala de sesiones. Para mi asombro, estaba cerrada. La reunión ya se había
realizado; yo había errado el día: ¡Ya era sábado!».
Sería bastante atractivo reunir observaciones parecidas, pero sigo adelante; quiero que ustedes
entrevean los casos en que nuestra interpretación tiene que aguardar a que el futuro la
corrobore.
La condición principal de estos casos es, según se comprende, que ignoremos la situación
psíquica presente o no podamos averiguarla. Entonces nuestra interpretación sólo tiene el valor
de una conjetura a la que nosotros mismos no queremos atribuirle demasiado peso. Pero más
tarde acontece algo que nos muestra cuán justificada era ya entonces esa interpretación
nuestra. Una vez era yo huésped en casa de una pareja de recién casados, y escuché a la
joven señora contar riendo su última vivencia: el día siguiente a su regreso del viaje de bodas
fue a visitar a su hermana soltera a fin de salir de compras con ella, como en los viejos tiempos,
mientras el marido acudía a sus ocupaciones. De pronto advirtió la presencia de un señor en el
otro extremo de la calle y exclamó, codeando a su hermana: «¡Mira, ahí va el señor L.!». Había
olvidado que ese señor desde hacía algunas semanas era su marido. Me quedé helado con ese
relato pero no me atreví a extraer la inferencia. Esta pequeña historia sólo fue revivida por mí
años más tarde, después que ese matrimonio tuvo el desenlace más desdichado (ver nota(48)).
A. Maeder cuenta de una dama que el día anterior a su boda había olvidado probarse el vestido
de novia y, para desesperación de la modista, sólo se acordó de hacerlo casi al anochecer. Y a
propósito de este olvido Maeder dice quepoco después se divorció de su marido. Conozco a
una dama, hoy divorciada, que en los actos de administración de sus bienes a menudo firmaba
documentos con su nombre de soltera, muchos años antes de que recuperase este. Sé de
otras señoras que durante el viaje de bodas perdieron su anillo matrimonial, y sé también que el
curso del matrimonio otorgó sentido a esta contingencia. Agregaré un brillante ejemplo que tuvo
mejor desenlace. De un famoso químico alemán se cuenta que su matrimonio no se produjo
porque él había olvidado la hora de la boda y en lugar de presentarse en la iglesia se había ido al
laboratorio. Fue lo bastante prudente para conformarse con su intento, y murió soltero a edad
avanzada.
Quizá se les haya ocurrido a ustedes que en estos ejemplos las acciones fallidas hacen las
veces de los augurios o presagios de los antiguos. Y en verdad, una parte de los augurios no
eran otra cosa que las operaciones fallidas, por ejemplo, cuando alguien tropezaba o caía. Otra
parte, es cierto, presentaba los caracteres del acaecer objetivo, no del obrar subjetivo. Pero
ustedes no imaginan cuán difícil es muchas veces, con ocasión de un suceso determinado,
decidir si pertenece a uno u otro de esos dos grupos. El obrar se las arregla con harta
frecuencia para enmascararse como un vivenciar pasivo.
Aquel de nosotros que tenga tras de sí una experiencia más larga de la vida y pueda reflexionar
sobre ella se dirá, probablemente, que se habría ahorrado muchos desengaños y muchas
sorpresas dolorosas si hubiera reunido el coraje y la decisión para interpretar como presagios
las pequeñas acciones fallidas que sobrevienen en el trato de los hombres, y para valorarlas
como indicios de sus intenciones todavía secretas. La mayoría de las veces no nos atrevemos
a hacerlo; podría parecer que por el rodeo de la ciencia nos estamos volviendo de nuevo
supersticiosos. Pero no todos los presagios aciertan, y ustedes comprenderán, por nuestras
teorías, que no hace falta que todos acierten.
4ª conferencia.
Los actos fallidos.
(conclusión)
Señoras y señores: Que las operaciones fallidas tienen un sentido es algo que, como resultado
de nuestros anteriores empeños, tenemos derecho a admitir y a tomar como base de nuestras
indagaciones ulteriores. Destaquemos otra vez que no afirmamos -y no necesitamos hacerlo
para nuestros fines- que todas las operaciones fallidas poseen sentido, por más que yo lo juzgo
verosímil. Nos basta con demostrar que ese sentido aparece con relativa frecuencia en sus
diversas formas. Por lo demás, estas diversas formas se comportan diferentemente en este
aspecto. En el trastrabarse, en el desliz en la escritura, etc., pueden darse casos de base
puramente fisiológica. En las variedades que dependen del olvido (olvido de nombres, de
designios, extravíos, etc.) no puedo creer en eso. En cuanto a las pérdidas, es probable que
algunas deban reconocerse como no intencionadas. Y es cierto que los errores que se cometen
en la vida sólo en cierta proporción pueden ser considerados desde nuestros puntos de vista.
Deben tener presentes estas restricciones cuando en lo que sigue supongamos que las
operaciones fallidas son actos psíquicos y nacen por la interferencia de dos propósitos.
Este es el primer resultado del psicoanálisis. Hasta ahora la psicología nada ha sabido de la
producción de tales interferencias ni de la posibilidad de que ellas tengan como consecuencia
fenómenos de ese tipo. Hemos ampliado en un fragmento muy considerable el mundo de los
fenómenos psíquicos, conquistando para la psicología algunos que antes no se le adjudicaban.
Detengámonos todavía un momento en la aseveración según la cual las operaciones fallidas
son «actos psíquicos». ¿Es más amplio su contenido que el de nuestro anterior enunciado, a
saber, que tienen un sentido? No creo; más bien es más indeterminado y equív oco. Todo lo que
podemos observar en la vida anímica lo caracteriza remos llegado el caso como fenómeno
anímico. Enseguida nos interesará averiguar si cierta exteriorización anímica ha surgido
directamente de influencias corporales, orgánicas, materiales, en cuyo caso su investigación no
corresponde a la psicología, o si primero deriva de otros procesos anímicos tras los cuales
después, en alguna parte, empieza la serie de las influencias orgánicas. Tenemos en vista este
último estado de cosas cuando caracterizamos a un fenómeno como proceso anímico, y por
eso es más conveniente revestir nuestro enunciado en esta forma: El fenómeno posee un
sentido. Por «sentido» entendemos significado, propósito, tendencia y ubicación dentro de una
serie de nexos psíquicos.
Existe una cantidad de otros fenómenos que se aproximan mucho a las operaciones fallidas,
pero a los cuales ya no conviene darles ese nombre. Los llamamos acciones casuales y
acciones sintomáticas. Tienen también el carácter de lo inmotivado, de lo inaparente, de lo
irrelevante, y más acusadamente el de lo superfluo. Se distinguen de las acciones fallidas
porque no hay otra intención con la que choquen y que sea perturbada por ellos. Por otra parte,
se confunden, sin que haya una línea demarcatoria, con los gestos y movimientos que
consideramos como expresión de los movimientos del ánimo. A estas acciones casuales
pertenecen todos los manejos que se ejecutan como jugando, en apariencia sin fin alguno, con
nuestra ropa, con partes de nuestro cuerpo, con objetos que están a nuestro alcance, así como
las omisiones de aquellos manejos y, también, las melodías que tarareamos para nosotros.
Afirmo que todos estos fenómenos poseen sentido y son interpretables de la misma manera
que las acciones fallidas; son pequeños indicios de otros procesos psíquicos, son actos
psíquicos de pleno derecho. Pero no pienso detenerme en esta nueva ampliación del ámbito de
los fenómenos anímicos, sino regresar a las operaciones fallidas, en las que pueden obtenerse,
con nitidez mucho mayor, comprobaciones importantes para el psicoanálisis (ver nota(49)).
Las cuestiones más interesantes que hemos planteado con relación a las operaciones fallidas y
a las que no hemos respondido todavía son sin duda las siguientes: Hemos dicho que son
resultado de la interferencia de dos intenciones diversas, de las que una puede llamarse la
perturbada, y la otra, la perturbadora. Las intenciones perturbadas no dan motivo a preguntas
ulteriores, pero de las otras queremos saber, primero, qué clase de intenciones son esas que
emergen como perturbadoras de otras y, segundo, cómo se comportan las perturbadoras
respecto de las perturbadas.
Permítanme ustedes que tome de nuevo al desliz en el habla como representante de todo el
género y que responda la segunda pregunta antes que la primera.
La intención perturbadora en el trastrabarse puede mantener un vínculo de contenido con la
perturbada, y entonces incluye su contradicción a ella, su rectificación o su complemento. O
bien, y es el caso más oscuro y el más interesante, la intención perturbadora nada tiene que ver
en su contenido con la perturbada.
Ilustraciones del primero de esos dos vínculos podemos hallar sin dificultad en los ejemplos que
ya conocemos y en otros parecidos. En casi todos los casos de trastrabarse en lo contrario, la
intención perturbadora expresa el opuesto de la perturbada; la operación fallida es la figuración
del conflicto entre dos aspiraciones incompatibles. «Yo declaro abierta la sesión, pero preferiría
haberla cerrado ya», he ahí el sentido del desliz del presidente. Una revista política que ha sido
acusada de corruptela se defiende en un artículo que debe culminar con estas palabras:
«Ponemos a nuestros lectores por testigos de que siempre hemos campeado
desinteresadamente por el bien de la comunidad». Pero el redactor a quien se confió la defensa
escribe: «interesadamente». Vale decir, piensa «Eso es lo que yo me veo obligado a escribir, pero sé que las cosas son de otro modo». Un diputado [del parlamento alemán] que exhortaba a
decir al emperador la verdad rückhaltlos (sin reservas) ha de haber escuchado en su interior
una voz que le raetía miedo por su osadía, y mediante un trastrabarse mudó el «ruckhaltlos» en
«rükgratlos» {sin espina dorsal} (ver nota(50)).
En los ejemplos por ustedes conocidos que dan la impresión de contracciones o abreviaciones,
se trata de rectificaciones, añadidos o continuaciones con las que una segunda tendencia se
hace valer junto a la primera. Ciertas cosas salieron a Vorschein {a la luz), pero él preferiría
decir que eran Schweinereien {porquerías}; por tanto: «Ciertos hechos salieron a Vorschwein».
Las personas que pueden entenderlo se cuentan con los dedos de la mano; pero no, en verdad
no hay sino uno que las entienda; por tanto: «Se cuentan con un dedo». O mi marido puede
comer y beber lo que quiera, pero ustedes saben que yo por nada del mundo tolero que quiera
algo; por tanto: «Puede comer y beber lo que yo quiera». En todos estos casos, pues, el
trastrabarse proviene del contenido de la intención perturbada misma o se anuda a ella.
El otro modo del vínculo entre las dos intenciones que se interfieren opera de manera
sorprendente. Si la intención perturbadora nada tiene que ver con el contenido de la perturbada,
¿de dónde viene entonces y a qué se debe que se haga notable como perturbación
precisamente en ese punto? La observación, única que puede dar aquí una respuesta, permite
reconocer que la perturbación proviene de una ilación de pensamientos que había ocupado
poco antes a la persona en cuestión y ahora repercute de esa manera, sin que importe que ya
haya encontrado o no expresión en el decir. Por tanto, debe caracterizársela en verdad como
posposición del sonido, pero no necesariamente como posposición del sonido de palabras
dichas. Tampoco en este caso falta un nexo asociativo entre lo perturbante y lo perturbado, pero
no está dado en el contenido sino artificiosamente, y a menudo se establece por vías de
conexión muy forzadas.
Escuchen ustedes un ejemplo simple, que yo mismo he observado. Cierta vez, en nuestros
hermosos Dolomitas, me encontré con dos damas vienesas que iban vestidas como turistas.
Las acompaño un trecho, y hablamos de los goces pero también de los esfuerzos de la vida del
turista. Una de las damas conviene en que ese modo de pasar el día trae muchas
incomodidades. «Es verdad», dice, «que no es agradable marchar bajo el sol todo el día y
trasudarse blusa y camisa». Al decir esta frase tuvo que vencer una pequeña vacilación.
Después siguió: «Pero cuando se regresa nach Hose y una puede mudarse de ropa … ». No
hemos analizado este trastrabarse, pero espero que podrán comprenderlo fácilmente. La dama
había tenido el propósito de hacer una enumeración más completa y decir «blusa, camisa y
Hose (calzón}». Por motivos de decoro se suprimió la mención del Hose, pero en la frase
siguiente, por completo independiente de la primera en cuanto al contenido, la palabra no
pronunciada salió a la luz como deformación de «nach Hause» {a casa}, de sonido parecido
(ver nota(51)).
Ahora podemos volver a la pregunta principal que venimos posponiendo desde hace tiempo:
¿Qué clase de intenciones son las que de manera desacostumbrada se expresan como
perturbaciones de otras? Ellas son, claro está, de índole muy diversa; queremos hallar lo que
tienen en común. Si para ello estudiamos una serie de ejemplos, ense guida se nos separarán
en tres grupos. Al primer grupo pertenecen los casos en que la tendencia perturbadora le es
notoria al hablante, y además la notó antes de trastrabarse. Así, al decir erróneamente
«Vorschwein», el hablante no sólo admite que se había formado el juicio «Schweinereien»
{porquerías} sobre los procesos en cuestión, sino también que había tenido el propósito, del que
después desistió, de expresarlo. Un segundo grupo lo constituyen otros casos en que la
tendencia perturbadora es de igual modo reconocida por el hablante como suya, pero no sabe
que estuvo activa en él justamente antes del desliz. Acepta entonces nuestra interpretación,
pero en cierta medida le produce asombro. Ejemplos de esta conducta pueden darse con
mayor facilidad tal vez para otras operaciones fallidas que para el trastrabarse. En un tercer
grupo, el hablante desautoriza enérgicamente la interpretación de la intención perturbadora; no
sólo impugna que se hubiera despertado en él antes del trastrabarse, sino que pretende
aseverar que le es absolutamente extraña. Recuerden el ejemplo del «eructar» y el rechazo
francamente descortés de que me hizo objeto ese hablante por mi descubrimiento de la
intención perturbadora. Ya saben ustedes que en cuanto a la concepción de estos casos aún no
hemos alcanzado un acuerdo. Yo no me dejaría conmover por la contradicción del que dijo el
brindis y me atendría impertérrito a mi interpretación, mientras que ustedes, según creo, están
todavía bajo la impresión de su renuencia y consideran si no habría que renunciar a la
interpretación de esas operaciones fallidas, tomándolas nomás como actos puramente
fisiológicos en el sentido preanalítico. Puedo darme cuenta de lo que los asusta. Mi
interpretación incluye el supuesto de que en el hablante pueden exteriorizarse intenciones de las
que él mismo nada sabe, pero que yo puedo discernir por indicios. Ante un supuesto tan
novedoso y de tan graves consecuencias, ustedes se detienen. Yo lo comprendo, y hasta ahí
les concedo razón. Pero dejemos sentado esto solo: Si quieren aplicar de manera consecuente
la concepción de las operaciones fallidas que tantos ejemplos vienen a confirmar, tendrán que
decidirse por adoptar ese extraño supuesto que hemos mencionado. Si no pueden hacerlo,
deberán renunciar entonces a esta recién adquirida comprensión de las operaciones fallidas.
Detengámonos todavía en lo que une a los tres grupos, en lo común a los tres mecanismos del
trastrabarse. Por suerte, eso es inequívoco. En los dos primeros grupos la tendencia
perturbadora es confesada por el hablante; y en el primero, por añadidura, se ha anunciado
inmediatamente antes del desliz. Pero en los dos casos es refrenada {Zurückdrängung}. El
hablante se ha decidido a no trasponerla en un dicho, y entonces le ocurre el desliz, vale decir,
la tendencia refrenada se traspone contra su voluntad en una exteriorización, ya sea alterando
la expresión de la intención que él había admitido, entreverándose con ella o bien directamente
sustituyéndola. En esto consiste, pues, el mecanismo del trastrabarse.
Y desde mi punto de vista, también al proceso que ocurre en nuestro tercer grupo puedo
hacerlo armonizar perfectamente con el mecanismo aquí descrito. Me basta suponer que estos
tres grupos se diferencian por el alcance mayor o menor en que fue refrenada la intención. En el
primero, la intención está presente y se le hace notoria al hablante antes de su proferencia; sólo
después experimenta el rechazo {Zurückweisen} del cual se desquita en el trastrabarse. En el
segundo grupo, el rechazo tiene un alcance mayor; la intención ya no es notoria antes de la
proferencia. ¡Qué extraño que ello en modo alguno le impida participar en la causación del
trastrabarse! Ahora bien, esta conducta nos facilita la explicación del proceso que ocurre en el
tercer grupo. Tendré suficiente osadía para suponer que en la operación fallida puede
exteriorizarse aun una tendencia que desde hace mucho tiempo, quizá desde hace muchísimo
tiempo, ha sido refrenada, que no es notada y por eso el hablante puede desmentirla
directamente. No obstante, dejen ustedes de lado el problema del tercer grupo; por las
observaciones hechas en los otros casos tienen que extraer esta inferencia: La sofocación {Unterdrückung} del propósito ya presente de decir algo es la condición indispensable para que
se produzca un desliz en el habla.
Ahora estamos autorizados a aseverar que hemos hecho progresos en la comprensión de las
operaciones fallidas. No sólo sabemos que son actos anímicos en los que puede reconocerse
un sentido y un propósito; no sólo que surgen por la interferencia entre dos diversas intenciones,
sino que, además, la ejecución de una de estas intenciones tiene que haber sufrido cierto
refrenamiento para que pueda exteriorizarse mediante la perturbación de la otra. Ella misma
tiene que haber sido perturbada antes que pueda devenir perturbadora. Con ello, desde luego,
no hemos ganado todavía una explicación completa de los fenómenos que llamamos
operaciones fallidas. Enseguida vemos emerger otras cuestiones, y tenemos la sospecha de
que habrá más ocasiones para que aparezcan otras y otras nuevas a medida que avancemos
en la comprensión. Podemos preguntar, por ejemplo, por que las cosas no son mucho más
simples. Si el propósito consiste en refrenar cierta tendencia en lugar de ejecutarla, ese
refrenamiento podría tener éxito, de tal modo que nada de ella llegara a expresarse, o también
podría fracasar, de suerte que la tendencia refrenada alcanzase plena expresión. Pero las
operaciones fallidas son resultado de compromisos, conllevan un éxito a medias y un fracaso a
medias respecto de cada uno de los dos propósitos; la intención amenazada no se sofoca del
todo ni (prescindiendo de casos singulares) se impone incólume. Podemos imaginarnos que
tienen que existir condiciones particulares para el advenimiento de tales resultados de
interferencia o de compromiso, pero no vislumbramos siquiera la índole de esas condiciones. Y
tampoco creo que esas circunstancias desconocidas para nosotros puedan descubrirse
mediante una mayor profundización en el estudio de las operaciones fallidas. Más bien será
necesario explorar antes otros ámbitos de la vida anímica, todavía oscuros; sólo las analogías
que ahí nos salen al paso pueden darnos el coraje para establecer los supuestos requeridos
para un esclarecimiento más profundo de las operaciones fallidas. ¡Y algo más todavía!
También el trabajar con pequeños indicios, tal como de continuo lo hacemos en este ámbito,
conlleva sus peligros. Existe una enfermedad mental, la paranoia combinatoria, en la cual el
aprovechamiento de estos pequeños indicios se practica sin restricción alguna, y desde luego
no he de sostener que las conclusiones edificadas sobre esa base son invariablemente
correctas. De tales peligros sólo pueden precavernos la extensa base de nuestras
observaciones, la repetición de impresiones semejantes tomadas de los más diversos ámbitos
de la vida anímica.
Dejaremos aquí, por consiguiente, el análisis de las operaciones fallidas; conserven ustedes en
la memoria, como paradigmático, el modo en que hemos tratado esos fenómenos. Por este
ejemplo pueden colegir los propósitos de nuestra psicología. No queremos meramente describir
y clasificar los fenómenos, sino concebirlos como indicios de un juego de fuerzas que ocurre
dentro del alma, como exteriorización de tendencias que aspiran a alcanzar una meta y que
trabajan conjugadas o enfrentadas. Nos esforzamos por alcanzar una concepción dinámica de
los fenómenos anímicos. Para el psicoanálisis, los fenómenos percibidos tienen que ceder el
paso a tendencias sólo supuestas.
No profundizaremos más, entonces, en las operaciones fallidas, pero podemos todavía
emprender una excursión por ese vasto ámbito, en la que reencontraremos lo ya conocido y
espigaremos algo nuevo. Me atendré para ello a la división en tres grupos ya establecida al
comienzo:(52) el desliz en el habla, con las formas emparentadas del desliz en la escritura, el
desliz en la lectura, el desliz auditivo; el olvido, con sus subdivisiones según cuáles sean los
objetos olvidados (nombres propios, palabras extranjeras, designios, impresiones, y el
trastrocar las cosas confundido, el extraviar y el perder,. Los errores, en la medida en que
entran para nosotros en la cuenta, corresponden en parte al olvidar y en parte al trastrocar las
cosas confundido.
Del desliz en el habla ya hemos tratado con mucho detalle; no obstante, nos resta agregar algo.
A él se anudan fenómenos afectivos de menor importancia que no carecen totalmente de
interés. A nadie le gusta trastrabarse; a menudo comete un desliz auditivo respecto del
trastrabarse propio, nunca respecto del de otro. El trastrabarse es también en cierto sentido
contagioso; no es fácil hablar del trastrabarse sin incurrir uno mismo en un desliz de este tipo.
Las formas más triviales del trastrabarse, precisamente las que no pueden dar
esclarecimientos particulares sobre procesos anímicos ocultos, dejan ver con facilidad su
motivación. Si alguien, por ejemplo, ha pronunciado como breve una vocal larga a consecuencia
de una perturbación debida a motivos cualesquiera y sobrevenida a raíz de esa palabra,
alargará a cambio de ello una vocal breve que aparezca enseguida, cometiendo un nuevo desliz
a modo de compensación del anterior. Y lo mismo si pronunció de manera impropia Y
descuidada un diptongo, por ejemplo, «eu», «oi» o «ei»; buscará compensarlo alterando un «ei»
que le sigue en «eu» o en «oi». Ahí parece cumplir un papel decisivo la consideración por el
oyente, no vaya a creer este que al que habla le resulta indiferente el modo en que trata la
lengua materna. La segunda desfiguración compensadora tiene directamente el propósito de
llamar la atención al oyente sobre la primera y asegurarle que tampoco al que habla se le
escapó. Los casos más frecuentes, más simples y triviales de trastrabarse consisten en
contracciones y anticipaciones del sonido, que se exteriorizan en partes insignificantes de la
oración. En una oración larga, por ejemplo, es posible trastrabarse anticipando la última palabra
de lo que se tenía la intención de decir. Esto deja la impresión de una cierta impaciencia por
terminar con la oración, y en general atestigua cierta renuencia a comunicar esa oración o aún a
hablar. Así llegamos a casos fronterizos en que las diferencias entre la concepción
psicoanalítica y la concepción fisiológica corriente del trastrabarse se confunden. Suponemos
que en estos casos está presente una tendencia que perturba a la intención del habla; ahora
bien, ella puede indicar sólo su presencia, no lo que ella misma intenta. La perturbación que
provoca sigue luego ciertas influencias fonéticas o atracciones asociativas y puede concebirse
como desviación de la atención respecto de la intención del habla. Pero ni esta perturbación de
la atención ni las inclinaciones asociativas que se han vuelto operantes aciertan con la esencia
del proceso. Esta sigue siendo, a pesar de todo, la referencia a la existencia de una intención
perturbadora del propósito del habla, sólo que esta vez su naturaleza no puede discernirse a
partir de sus efectos, como en cambio es posible hacerlo en todos los casos de deslices en el
habla más claramente delineados.
El desliz en la escritura, a cuyo tratamiento paso ahora, coincide a punto tal con el trastrabarse
que no cabe esperar que amplíe nuestros puntos de vista. Quizá podamos espigar un poco
más. Los pequeños deslices en la escritura, contracciones y anticipaciones de palabras que
vienen después, en particular de las últimas (ver nota(53)), fenómenos tan difundidos, apuntan
una vez más a un desgano general para escribir y a la impaciencia por acabar con ello; efectos
mejor perfilados del desliz en la escritura permiten reconocer la naturaleza y el propósito de la
tendencia perturbadora. En general, cuando en una carta se encuentra un desliz, se sabe que
no todo estaba en orden en quien la escribía; en cuanto a lo que lo inquietaba, no siempre es posible determinarlo. Las más de las veces, el que comete el desliz en la escritura no lo nota,
tal como ocurre con el desliz en el habla. Sorprendente, además, es esta observación: Hay
hombres que tienen la costumbre de releer las cartas que escriben antes de enviarlas. Otros no
suelen hacerlo; pero cuando por excepción lo hacen, siempre tienen ocasión de descubrir y de
corregir un llamativo desliz. ¿Cómo se explica esto? Parece como si esas personas supieran
que han cometido un desliz en la redacción. ¿Debemos creerlo realmente?
Con la importancia práctica del desliz en la escritura se anuda un interesante problema. Quizá
recuerden ustedes el caso de un asesino, H., que supo procurarse, en institutos científicos,
cultivos de agentes patógenos en extremo peligrosos; para ello se presentaba como
bacteriólogo, pero usaba esos cultivos para eliminar por ese medio, el más moderno, a
personas de su entorno. Cierta vez este hombre se quejó a la dirección de uno de esos
institutos por la ineficacia de los cultivos que le habían enviado, pero cometió un desliz al
escribirle, y en lugar de las palabras «en mis experimentos con ratas {Mäusen} o cobayos
{Meerschweinchen}» se leía nítidamente «en mis experimentos con hombres {Menschen}».
Este desliz llamó la atención de los médicos del instituto; pero, por lo que yo sé, no extrajeron
ninguna consecuencia de él. Ahora bien, ¿qué opinan ustedes? ¿No habrían debido los médicos
tomar ese desliz como una confesión e iniciar una investigación que impidiera a tiempo los
manejos del asesino? El desconocimiento de nuestra concepción sobre las operaciones
fallidas, ¿no habrá sido en este caso la causa de una omisión grave por sus consecuencias
prácticas? Yo creo que un desliz así me habría parecido altamente sospechoso, pero hay algo
muy importante que impide darle el valor de una confesión. La cosa no es tan simple. El desliz
en la escritura es con seguridad un indicio, pero por sí solo no habría bastado para iniciar una
investigación. El desliz de ese individuo nos dice, sin duda, que rumia el pensamiento de
infectar a otros hombres, pero no permite decidir si ese pensamiento tiene el valor de un claro
designio de hacer daño o el de una fantasía sin consecuencias prácticas. Hasta es posible que
el hombre que cometió el desliz desmienta esa fantasía con la mejor justificación subjetiva,
rechazándola de sí por algo enteramente ajeno a él. Más adelante, cuando consideremos el
distingo entre realidad psíquica y realidad material, podrán ustedes comprender todavía mejor
estas posibilidades (ver nota(54)). De cualquier modo, es este otro caso en que la operación
fallida cobra con posterioridad una importancia insospechada.
En el desliz en la lectura encontramos una situación psíquica que se diferencia nítidamente de
los deslices en el habla y en la escritura. Una de las dos tendencias que chocan entre sí está
aquí sustituida por una incitación sensorial y quizá por eso es me nos resistente. Lo que ha de
leerse no es una producción de la vida anímica propia, como en cambio lo es aquello que se
quiere poner por escrito. Por eso en una gran mayoría de los casos el desliz en la lectura
consiste en una sustitución total. La palabra que debe leerse es sustituida por otra, sin que se
requiera un vínculo de contenido entre el texto y el efecto del desliz, que por regla general se
apuntala en el parecido entre las palabras. El ejemplo de Lichtenberg: Agamemnon en lugar de
angenommen, es el mejor de este grupo. Si se quiere descubrir la tendencia perturbadora que
produjo el desliz, debe dejarse por completo de lado el texto equivocadamente leído, y puede
iniciarse la investigación analítica con estas dos preguntas: ¿Cuál es la ocurrencia más
inmediata que se obtiene frente al efecto del desliz? ¿En qué situación se produjo este último?
En ocasiones, el conocimiento de dicha situación basta por sí solo para esclarecer el desliz.
Por ejemplo, cuando alguien que experimenta una cierta urgencia deambula por una ciudad que
le es extraña y en un gran cartel que pende de un primer piso lee la palabra Klosetthaus
{baños}. Quizá todavía le quede tiempo para asombrarse por el hecho de que el cartel esté
colocado tan alto, antes de descubrir que literalmente debe leerse ahí Korsetthaus (corsetería}
(ver nota(55)). En otros casos, precisamente este tipo de lectura errónea del texto que es
independiente de su contenido requiere un análisis más profundo, que no puede realizarse sin
tener práctica en la técnica psicoanalítica ni confianza en ella. Casi siempre, empero, no es tan
difícil esclarecer un desliz en la lectura. La palabra sustituyente deja traslucir sin más, corno en
el ejemplo de Agamemnon, el círculo de pensamientos de que procede la perturbación. En
estos tiempos de guerra es, por ejemplo, muy común que los nombres de las ciudades, de los
generales y de las expresiones militares se lean dondequiera que una palabra parecida nos sale
al paso. Lo que nos interesa y nos ocupa remplaza a lo que nos es ajeno y no nos interesa. Las
posimágenes de los pensamientos [anteriores] perturban la nueva percepción.
Tampoco en el desliz en la lectura faltan casos de otro tipo, en que el propio texto leído
despierta a la tendencia perturbadora, que después lo muda casi siempre en su contrario. Lo
que debe leerse es algo no deseado, y por el análisis nos convencemos de que un deseo
intenso de desautorizar lo leído fue el responsable de su modificación.
En los casos más frecuentes de deslices en la lectura, los que mencionarnos en primer
término, echamos de menos dos factores a que hemos atribuido un importante papel en el
mecanismo de las operaciones fallidas: el conflicto entre dos tendencias y el refrenamiento de
una de ellas, que se desquita mediante el efecto de la operación fallida. No es que en el desliz
en la lectura descubramos lo contrario; pero la preeminencia del contenido de pensamiento que
lleva al desliz es mucho más llamativa que el refrenamiento que este pueda haber
experimentado antes. Precisamente estos dos factores se nos presentan del modo más
palpable en las diversas situaciones de operación fallida creadas por un olvido.
El olvido de designios es por completo unívoco; como vimos, ni los legos impugnan su
interpretación. La tendencia perturbadora del designio es siempre un propósito contrario, un no
querer; y todo lo que nos resta averiguar de él es la razón por la cual no se expresó de otro
modo, menos disfrazado. Pero la presencia de esa volición contraria(56) es indudable. Muchas
veces se logra también entrever algo de los motivos que la obligaron a ocultarse; actuando
subrepticiamente mediante la operación fallida siempre alcanza su propósito, mientras que con
seguridad se la habría rechazado de haber emergido como contradicción franca. Si entre el
designio y su ejecución ha sobrevenido un cambio importante en la situación psíquica, a
consecuencia del cual la ejecución de aquel ya no sería pertinente, el olvido del designio cae
fuera del marco de las operaciones fallidas: no provoca ya asombro, y se comprende que,
como recordar ese designio habría sido superfluo, se lo borró temporaria o duraderamente. El
olvido del designio sólo puede llamarse operación fallida si no podemos creer que este haya
quedado suspendido de ese modo.
Los casos de olvido de designios son en general tan uniformes y trasparentes que justamente
por eso no tienen interés para nuestra investigación. Pero en dos puntos, no obstante, podemos
aprender algo nuevo del estudio de esta operación fallida. Hemos dicho que el olvido, vale decir,
la no ejecución de un designio, apunta a una volición contraria que le es hostil. Esto muy bien
puede quedar así, pero nuestras investigaciones nos dicen que la volición contraria puede ser
de dos clases, directa o indirecta. Es mejor ilustrar con uno o dos ejemplos lo que se entiende
por esta última. Cuando el protector olvida interceder ante una tercera persona en favor de su protegido, ello puede suceder porque en verdad no se interesa mucho por este último, a raíz de
lo cual no tiene grandes deseos de hacerlo. En este sentido, al menos, interpretará el protegido
el olvido de su protector. Pero las cosas pueden ser también más complicadas. La volición
contraria a ejecutar el designio puede venirle al protector de otro lado y apuntar a algo por entero
diverso. No es forzoso que se dirija al protegido; puede dirigirse, por ejemplo, a la tercera
persona ante la cual debe hacerse esa recomendación. Ven entonces ustedes los reparos que
también aquí se oponen a la aplicación práctica de nuestras interpretaciones. A pesar de su
recta interpretación del olvido, el protegido corre el riesgo de caer en un exceso de recelo y de
hacer objeto de grave injusticia a su protector. Otro ejemplo: Cuando alguien olvida la cita que
convino con otro y a la que él mismo se propuso acudir, la razón más frecuente ha de ser sin
duda la desgana directa de encontrarse con esa persona; pero el análisis podría aquí aportar la
prueba de que la tendencia perturbadora no atañe a esa persona, sino al lugar en que debe
realizarse la cita y que es evitado a consecuencia de un recuerdo penoso conectado a él. Otro
ejemplo: Cuando alguien olvida despachar una carta, la tendencia contraria puede apoyarse en
el contenido mismo de aquella; pero en modo alguno está excluido que la carta en sí sea
inofensiva y que la tendencia contraria la afecte únicamente porque algo en ella trae a la
memoria otra carta, escrita en una ocasión anterior, que ofreció a la volición contraria un asidero
directo; puede decirse entonces que la volición contraria se trasfirió desde aquella carta anterior,
donde estaba justificada, a la carta presente, en que nada tiene que hacer. Ven ustedes que en
la aplicación de nuestras interpretaciones, por justificadas que sean, tenemos que andarnos
con tiento y precaución; lo que psicológicamente tiene el mismo valor puede ser multívoco en la
práctica.
Fenómenos como estos les parecerán insólitos. Quizá tiendan a suponer que la volición
contraria «indirecta» caracteriza ya el proceso como patológico. Pero puedo asegurarles que se
produce también en el marco de lo normal y de lo sano. Y no me entiendan ustedes mal. En
manera alguna quiero admitir la falta de confiabilidad de nuestras interpretaciones analíticas.
Esa multivocidad del olvido de designios, mencionada antes, sólo subsiste mientras no hemos
emprendido ningún análisis del caso y nos limitamos a interpretar sobre la base de nuestras
premisas generales. Sí ejecutamos el análisis con la persona en cuestión, en todos los casos
averiguaremos con suficiente certidumbre si se trata de una volición contraria directa, o de qué
otro lugar proviene.
Un segundo punto es el siguiente: Sí en una gran mayoría de casos confirmamos que el olvido
de un designio se remite a una volición contraria, nos atrevemos a extender esta solución
también a otra serie de casos en que la persona analizada no corrobora la volición contraria
discernida por nosotros, sino que la desmiente. Tomen ustedes como ejemplos de ello sucesos
tan corrientes como el olvido de devolver libros que se tomaron prestados, de pagar cuentas o
deudas. Nos atreveremos a enrostrarle a la persona en cuestión que tiene el propósito de
guardarse los libros y de no saldar las deudas, mientras que ella desmentirá ese propósito, pero
no estará en condiciones de darnos otra explicación de su conducta. Sobre esto proseguimos
diciendo que ella tiene ese propósito, sólo que nada sabe de él; pero nos basta que el propósito
se le trasluzca a través del efecto del olvido. Puede repetirnos que no fue sino un olvido. Ahora
reconocen ustedes la situación como la misma en que ya nos encontramos una vez. Si
queremos proseguir consecuentemente nuestra interpretación de las operaciones fallidas, que
se ha demostrado justificada tantas veces, nos veremos obligados a suponer que en el hombre
hay tendencias que pueden ser eficaces sin que él sepa nada de ellas. Pero con esto nos
ponemos en contradicción con todas las opiniones predominantes en la vida ordinaria y en la
psicología.
El olvido de nombres propios y de nombres extranjeros, así como de palabras extranjeras en
general, puede reconducirse de igual modo a un propósito contrario que se dirige directa o
indirectamente contra los nombres en cuestión. Ya les he presentado varios ejemplos de una
aversión directa de esa índole. Empero, la causación indirecta es aquí particularmente frecuente
y suele requerir cuidadosos análisis para establecerla. Así, en este tiempo de guerra que nos ha
forzado a resignar tantas de nuestras inclinaciones anteriores, también nuestra capacidad de
recordar nombres propios ha sufrido a consecuencia de las más extrañas conexiones. Hace
poco me sucedió que no podía reproducir el nombre de la ciudad morava de Bisenz, y el
análisis mostró que no era culpable de ello ninguna hostilidad directa, sino la asonancia con el
nombre del Palazzo Bisenzi,de Orvieto, que en repetidas ocasiones yo había visitado con gusto
(ver nota(57)). Como motivo de la tendencia dirigida contra el recuerdo de este nombre nos
topamos aquí, por primera vez, con un principio que más adelante nos revelará su enorme
importancia para la causación de síntomas neuróticos: la aversión de la memoria a recordar
algo que estuvo conectado con sensaciones de displacer y cuya reproducción renovaría ese
displacer. En este propósito de evitar el displacer que provocarían el recuerdo u otros actos
psíquicos, en esta huida psíquica frente al displacer, podemos reconocer el motivo último que
opera no sólo en el olvido de nombres, sino en muchas otras operaciones fallidas, como
omisiones, errores, etc.
Empero, el olvido de nombres parece estar particularmente facilitado por factores
psicofisiológicos, y por eso ocurre también en casos en que no puede corroborarse la
interferencia de un motivo de displacer. Si alguien en una circunstancia tiende a olvidar
nombres, mediante una investigación analítica podrán comprobar ustedes que no sólo se le
escapan esos nombres porque no le gustan o le recuerdan algo desagradable, sino también
porque en su caso el mismo nombre pertenece a otro círculo asociativo con el cual mantiene
relaciones más íntimas. El nombre se mantiene, por así decir, anclado ahí, y se rehusa a las
otras asociaciones momentáneamente activadas. Sí ustedes recuerdan los artificios de la
mnemotecnia, comprobarán con algún asombro que pueden olvidarse nombres a raíz de los
mismos nexos que se establecen deliberadamente para precaverse del olvido. El ejemplo más
llamativo lo proporcionan los nombres propios de personas, que, como bien se comprende, han
de tener para diferentes individuos una valencia psíquica enteramente diversa. Tomen ustedes,
verbigracia, un nombre como Teodoro. Para algunos de ustedes no significará nada particular;
para otros, será el nombre de su padre, de su hermano, de su amigo o su propio nombre. La
experiencia analítica les mostrará después que los primeros no corren el peligro de olvidar que
una cierta persona extraña lleva ese nombre, mientras que los otros se inclinarán de continuo a
escatimar al extraño un nombre que les parece reservado para relaciones íntimas. Ahora
adopten la hipótesis de que esta inhibición asociativa puede coincidir con la acción del principio
de displacer(58) y además con un mecanismo indirecto, y estarán en condiciones de formarse
una idea acertada sobre la compleja causación del olvido temporario de nombres. Pues bien, un
análisis concreto les develará todas estas complicaciones, sin excepción.
El olvido de impresiones y de vivencias muestra, todavía con mayor nitidez y exclusividad que
el olvido de nombres, la acción de la tendencia a mantener alejado del recuerdo lo
desagradable. No todo su ámbito, desde luego, pertenece a las operaciones fallidas, sino sólo aquellos casos que, medidos con el patrón de nuestra experiencia ordinaria, nos parecen
llamativos e injustificados; así, cuando el olvido recae sobre vivencias demasiado frescas o
demasiado importantes, o tales que su falta abre una laguna en una trama que en lo demás se
recuerda bien. Un problema por entero diverso es este: ¿Por qué y de qué modo podemos
olvidar, entre otras, vivencias que sin duda nos han dejado la más profunda impresión, tales
como los sucesos de nuestros primeros años de infancia? En relación con esto, la defensa
contra mociones de displacer cumple cierto papel, pero está lejos de explicarlo todo (ver
nota(59)). Las impresiones desagradables pueden olvidarse con facilidad; es un hecho
indubitable. Diversos psicólogos lo han notado, y al gran Darwin le produjo una impresión tan
fuerte que se creó la «regla de oro» de anotar con particular cuidado observaciones que
parecían desfavorables para su teoría, pues se había convencido de que precisamente estas no
querían quedarse en su memoria (ver nota(60)).
Quien oiga hablar por primera vez de este principio, según el cual el olvido es un medio para
defenderse del displacer que provocaría un recuerdo, rara vez dejará de objetar que su
experiencia le indica, más bien, que lo penoso es justamente lo difícil de olvidar. En efecto,
siempre retorna, contra la voluntad de la persona, para torturarla; así, el recuerdo de injurias y
humillaciones. También este hecho es correcto, pero la objeción no es justa. Es importante
empezar a tomar oportunamente en cuenta que la vida anímica es una liza donde libran
combate tendencias encontradas o, para expresarlo en términos no dinámicos, consiste en
contradicciones y en pares de opuestos. La demostración de una tendencia determinada no
implica que deba excluirse su opuesta; hay lugar para ambas. Sólo interesa el comportamiento
recíproco de los opuestos, averiguar los efectos que parten de uno y los que parten del otro.
La pérdida y el extravío nos interesan particularmente por su multivocidad, vale decir, el hecho
de que estas operaciones fallidas pueden entrar al servicio de múltiples tendencias. Común a
todos los casos es que se quiso perder algo; pero son variables el motivo por el cual se lo
perdió y el fin para el cual se lo hizo. Perdemos una cosa cuando se ha averiado, cuando
tenemos el propósito de sustituirla por una mejor, cuando ha dejado de gustarnos, cuando
proviene de una persona con quien nuestras relaciones se han deteriorado o cuando fue
adquirida en circunstancias de que ya no queremos acordarnos. Al mismo fin pueden servir
también el dejar caer la cosa, el estropearla o el hacerla añicos. La experiencia de la vida en
sociedad, se dice, indica que los niños indeseados e ¡legítimos están mucho más expuestos a
accidentes que los concebidos regularmente. Para alcanzar este resultado no hace falta la
grosera técnica de las llamadas «hacedoras de ángeles(61)»; basta y sobra con un cierto
descuido en la vigilancia de los niños. Con la preservación de las cosas podría suceder lo
mismo que con los niños.
Pero, también, ciertas cosas pueden estar condenadas a perderse sin que su. valor haya
desmerecido nada; por ejemplo, cuando existe el propósito de ofrendar algo al destino para
defenderse contra otra pérdida temida. Según nos dice el análisis, tales exorcismos del destino
son todavía muy frecuentes entre nosotros; por eso muchas veces nuestra pérdida es un
sacrificio voluntario. También la pérdida puede ponerse al servicio del desafío o del autocastigo;
en suma: las motivaciones más remotas de la tendencia a deshacerse de una cosa perdiéndola
son inabarcables.
El trastrocar las cosas confundido, lo mismo que otros errores, se usa con frecuencia para
cumplir deseos que uno debe denegarse. Para ello el propósito se enmascara como feliz
contingencia. Así, cuando, según le sucedió a un amigo mío, debemos hacer una visita
-obviamente contra nuestra voluntad- a un lugar próximo a la ciudad; tomamos el tren y en la
estación de trasbordo subimos por error al que nos conduce de nuevo a la ciudad. O si, estando
de viaje, a toda costa querríamos hacer una estadía más larga en una estación intermedia, pero
no debemos permitírnoslo a causa de determinadas obligaciones, y entonces olvidarnos cierto
empalme o llegamos tarde a él y así nos vernos forzados a la deseada interrupción. O como le
ocurrió a uno de mis pacientes a quien yo había prohibido llamar por teléfono a su amada: «Por
error», «distraído», dio un número equivocado cuando quiso comunicarse conmigo por teléfono,
y de pronto quedó conectado con su amada (ver nota(62)). Un bonito ejemplo, que tuvo también
consecuencias prácticas, de un yerro {Fehlgreifen} directo nos lo da la observación de un
ingeniero acerca de la prehistoria de un daño material:
«Desde hacía algún tiempo yo trabajaba con varios colegas en el laboratorio de la escuela
técnica en una serie de complejos experimentos sobre elasticidad; habíamos emprendido este
trabajo voluntariamente, pero ya empezaba a demandarnos más tiempo del que esperábamos.
Yendo un día al laboratorio con mi colega F., él manifestó cuán desagradable le resultaba
precisamente ese día perder tanto tiempo, pues tenía muchas cosas que hacer en su casa; no
pude sino convenir en ello, y además manifesté medio en broma, aludiendo a un suceso de la
semana anterior: «¡Espero que la máquina tenga otro desperfecto, así podemos interrumpir el
trabajo y volvernos más temprano!».
»Dentro de la división del trabajo establecida, acertó a suceder que mi colega F. debía regular la
válvula de la prensa, es decir, abriéndola con precaución, tenía que dejar que el fluido sometido
a presión pasara poco a poco del acumulador al cilindro de la prensa hidráulica. El director del
experimento atendía al manómetro y exclamó en alta voz, cuando se hubo alcanzado la presión
justa: «¡Paren!». Al oír esta orden, F. tomó la válvula y la hizo girar con toda su fuerza … hacia la
izquierda ( ¡todas las válvulas, sin excepción, se cierran haciéndolas girar hacia la derecha!)
Tan pronto como lo hizo, toda la presión del acumulador accionó dentro de la prensa; el
tubo-guía no estaba preparado para ello. En el acto estalló una junta del tubo, un desperfecto
totalmente inofensivo para la máquina, pero que nos forzó a interrumpir ese día el trabajo y
regresar a casa.
»Cosa curiosa: algún tiempo después, conversando sobre este suceso, mi amigo F. no quiso
acordarse de mis palabras, que yo recordaba con certeza» (Ver nota(63)).
Esto puede hacerles sospechar que no siempre es la casualidad inofensiva la que hace de las
manos del personal doméstico de ustedes unos enemigos tan peligrosos de sus pertenencias
hogareñas. Y pueden preguntarse también si siempre es debido a la casualidad el que uno se
dañe a sí mismo y ponga en peligro su integridad. Sugerencias estas cuyo valor, llegado el
caso, podrán examinar con el auxilio del análisis de observaciones.
Mi estimado auditorio: Ni con mucho es esto todo lo que podría decirse sobre las operaciones
fallidas. Mucho queda todavía por investigar y por discutir. Pero me doy por satisfecho si por
obra de nuestras elucidaciones sobre el asunto ustedes han dudado algo de sus opiniones
anteriores y han ganado cierta disposición a aceptar otras nuevas. En cuanto a lo demás, me
conformo con dejar a la consideración de ustedes un problema no aclarado. El estudio de las operaciones fallidas no nos permite demostrar todos los puntos de nuestra doctrina, ni estamos
obligados a proporcionar una demostración sobre la base exclusiva de ese material. El gran
valor que las operaciones fallidas tienen para nuestros fines reside en que son fenómenos muy
frecuentes, fáciles de observar también en uno mismo, y cuya producción no tiene en manera
alguna por premisa el estar enfermo. Y para concluir, querría mencionar sólo una de las
preguntas no respondidas que ustedes me dirigen: Si, según vimos en muchos ejemplos, los
hombres se encuentran tan próximos ala comprensión de las operaciones fallidas y a menudo
se comportan como si penetraran enteramente su sentido, ¿cómo es posible que con tanta
unanimidad declaren que esos mismos fenómenos son contingentes, faltos de sentido y de
significado, y se opongan con tanta energía a su esclarecimiento psicoanalítico?
Tienen razón, eso es llamativo y requiere explicación. Pero no se las daré, sino que poco a
poco los internaré por los nexos que les harán patente esa explicación sin mi ayuda.
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