Moisés, su pueblo y la religión monoteísta
Parte I
Advertencia Preliminar I
([Viena] Antes de marzo de 1938)
Con la temeridad de quien tiene muy poco o nada que perder, voy a quebrantar por segunda vez
un bien fundado designio, haciendo seguir, a mis dos ensayos sobre Moisés publicados en
Imago(96), esta pieza final que me había reservado. Había concluido aquellos con la declaración
de que mis fuerzas no alcanzarían; desde luego, me refería al debilitamiento de las capacidades
creadoras que la vejez conlleva(97), pero también tenía en mente otro obstáculo.
Vivimos en una época muy curiosa. Descubrimos con asombro que el progreso ha sellado un
pacto con la barbarie. En la Rusia soviética se han lanzado a la empresa de elevar a unos cien
millones de seres humanos, mantenidos en la sofocación, hasta formas de vida mejores. Se
tuvo la osadía suficiente para quitarles el «opio» de la religión, y se fue lo bastante sabio para
concederles una medida razonable de libertad sexual. Pero, en cambio, se los sometió a la
compulsión más cruel, y se les arrebató toda posibilidad de pensar libremente. Con parecida
violencia, el pueblo italiano es educado para el orden y el sentimiento del deber. Uno se siente
casi aliviado de una aprehensión oprimente viendo, en el caso del pueblo alemán, que la recaída
en una barbarie poco menos que prehistórica puede producirse sin apuntalamiento en ideas
progresistas. Comoquiera que fuese, las cosas se han plasmado de tal suerte que hoy las
democracias conservadoras se han convertido en las guardianas del progreso cultural y,
curiosamente, la institución de la Iglesia Católica opone una vigorosa defensa contra la difusión
de aquel peligro cultural. ¡Ella, hasta ahora la acérrima enemiga de la libertad de pensamiento y
del progreso hacia el discernimiento de la verdad!
Vivimos aquí en un país católico, bajo la protección de esa Iglesia, sin saber por cuánto tiempo
ha de ampararnos. Pero, mientras perdure, es natural que vacilemos en emprender cosa
alguna que provoque la hostilidad de la Iglesia. No es cobardía, sino precaución; el nuevo
enemigo, bajo cuya servidumbre no queremos caer, es más peligroso que el antiguo, con el
cual ya hemos aprendido a convivir. Es que la investigación psicoanalítica que nosotros
cultivamos es ya, de suyo, mirada con desconfianza por el catolicismo. Y no afirmaremos que
injustamente. Si nuestro trabajo nos lleva al resultado de que la religión se reduce a una
neurosis de la humanidad, y su poder grandioso se esclarece lo mismo que la compulsión
neurótica que hallamos en algunos de nuestros pacientes, estamos seguros de atraernos el
más fuerte enojo de los poderes que entre nosotros imperan. No es que hayamos dicho algo
nuevo, algo que no se formulara con harta claridad ya un cuarto de siglo antes (ver nota(98)).
Pero esto se ha olvidado, y no puede dejar de traer sus consecuencias que lo repitamos hoy y
lo elucidemos en un ejemplo que es decisivo para todas las fundaciones de religión.
Probablemente llevaría a que se nos prohibiera el quehacer psicoanalítico. Es que aquellos
métodos de sofocación violenta no son en modo alguno ajenos a la Iglesia; antes bien, ella
siente como usurpación de sus prerrogativas que otros se sirvan de ellos. Y el psicoanálisis,
que en el curso de mi larga vida se ha difundido por doquier, aún no tiene un hogar más
preciado que la ciudad donde ha nacido y crecido.
No sólo lo creo, sino que lo sé bien: este otro obstáculo, este peligro exterior, me disuadirá de
publicar la última parte de mi estudio sobre Moisés. Todavía he intentado remover de mi camino
la dificultad diciéndome que esa angustia tiene por fundamento una sobrestimación de mi valía
personal. Es probable, me dije, que a las instancias decisivas les resulte indiferente lo que yo
pueda escribir sobre Moisés y el origen de las religiones monoteístas. Pero no me siento seguro
de este juicio. Me parece mucho más posible que la maldad y el placer sensacionalista hayan
de compensar lo que a mí me falta en el reconocimiento de mis contemporáneos. Por tanto, no
daré a la luz este trabajo, pero ello no podrá disuadirme de escribirlo; en particular, porque ya lo
he redactado, hace hoy dos años(99), de suerte que sólo debo refundirlo y añadirlo a los dos
ensayos previos. Y luego, que se conserve oculto hasta que llegue el tiempo en que pueda
conocer la luz del día sin peligro, o hasta que alguien que sustente idénticos raciocinios y
profese las mismas opiniones pueda decir: «Ya hubo uno, en tiempos oscuros, que pensó lo
mismo que tú».
Advertencia Preliminar II
([Londres] Junio de 1938)
Las particularísimas dificultades que me asediaron durante la redacción de este estudio referido
a la persona de Moisés -reparos íntimos y disuasiones exteriores- hicieron que este tercer
ensayo, el de conclusión, lleve dos diversos prólogos que se contradicen y aun se anulan entre
sí. En efecto, en el breve lapso que media entre ambos han variado radicalmente las
circunstancias externas del autor. En aquel tiempo vivía bajo la protección de la Iglesia Católica
y con la angustia de perderla con mi publicación y provocar, para los seguidores y discípulos del
psicoanálisis una prohibición de trabajar en Austria. De pronto sobrevino la invasión alemana; el
catolicismo reveló ser, para decirlo con palabras bíblicas, una «caña flexible». En la certidumbre
de que ahora no me perseguirían sólo por mi modo de pensar, sino también por mi «raza»,
abandoné con muchos amigos la ciudad que había sido mi patria desde mi temprana infancia y
durante 78 años.
Hallé la más amistosa acogida en la bella, libre y generosa Inglaterra. Aquí vivo ahora, como
huésped bien visto, y he cobrado el aliento, pues aquella opresión se ha quitado de mí y ahora
vuelvo a tener permitido hablar y escribir -casi estuve por decir: pensar- como quiero o debo.
Oso, pues, dar a publicidad la última parte de mi trabajo.
Ya no hay más disuasivos exteriores, o por lo menos no de aquellos ante los que es preciso
retroceder. En las pocas semanas de mi estadía aquí he recibido innúmeras salutaciones de
amigos que se regocijan de mi presencia, de desconocidos, y aun de personas desinteresadas
que sólo querían expresar su satisfacción por haber hallado yo aquí libertad y seguridad. Y a
estos se sumaron, en número sorprendente para el extranjero, misivas de otra índole: se
empeñaban en la salvación de mi alma, me enseñaban los caminos de Cristo y querían
esclarecerme sobre el futuro de Israel.
Las buenas gentes que así me escribían acaso no supieran mucho sobre mí; pero mi
expectativa es que cuando este trabajo sobre Moisés se conozca entre mis nuevos
compatriotas, a través de una traducción, perderé sin duda bastante de las simpatías que cierto
número de otras personas me han mostrado hasta ahora.
En cuanto a las dificultades interiores, en nada podían modificarlas la subversión política ni el
cambio del lugar de residencia. Ahora como antes me siento inseguro frente a mi propio trabajo,
echo de menos la conciencia de la unidad y coherencia que deben existir entre el autor y su
obra. No es que me falte convencimiento sobre lo correcto del resultado. Lo adquirí ya hace un
cuarto de siglo, en 1912, cuando escribí mi libro Tótem y tabú, y desde entonces no ha hecho
sino refirmarse. No he puesto más en duda que los fenómenos religiosos sólo son
comprensibles según el modelo de los síntomas neuróticos del individuo, con que hemos
llegado a familiarizarnos: unos retornos de procesos sobrevenidos en el acontecer histórico
primordial de la familia humana, procesos sustantivos, olvidados de antiguo; y que tales
retornos deben a este origen, justamente, su carácter compulsivo y, por tanto, ejercen efecto
sobre los seres humanos en virtud de su peso en verdad histórico-vivencial {historisch}. [Cf.
AE, 23, págs. 123 y sigs.] La incertidumbre sólo me acude cuando me pregunto si he logrado
demostrar esas tesis en el ejemplo aquí elegido, el del monoteísmo judío. Ante mi crítica, este
trabajo que toma a Moisés como punto de partida aparece como una bailarina que se
balanceara sobre la punta de un pie. Si no pudiera apoyarme en la interpretación analítica del
mito de abandono y, desde ahí, pasar a la conjetura de Sellin sobre el final de Moisés, el todo
habría debido quedar sin escribirse. Comoquiera que fuese, arriesguémonos ahora.
La premisa histórica {historisch}
(Ver nota(100))
El trasfondo histórico de los sucesos que han cautivado nuestro interés es, pues, el siguiente.
Por las conquistas de la dinastía decimoctava, Egipto se convierte en un imperio universal. El
nuevo imperialismo se refleja en el desarrollo de las representaciones religiosas, si no de todo el
pueblo, al menos de su estrato superior dominante y espiritualmente activo. Bajo el influjo de los
sacerdotes del dios solar en On (Heliópolis), acaso reforzado aquel por incitaciones
provenientes de Asia, se eleva la idea de un dios universal, Atón, ya no limitado a un país y a un
pueblo. Con el joven Amenhotep IV adviene al poder un faraón que no conoce interés superior al
desarrollo de esta idea de dios. Promueve la religión de Atón a religión de Estado; por obra suya,
el dios universal se convierte en el dios único: todo cuanto se refiere sobre otros dioses es
fraude y es mentira. Con grandiosa intransigencia resiste todas las tentaciones del pensamiento
mágico, desestima la ilusión de una vida tras la muerte, ilusión tan cara al egipcio
particularmente. En una asombrosa vislumbre de una posterior intelección científica, discierne
en la energía de los rayos solares la fuente de toda vida sobre la Tierra, y la venera como el
símbolo del poder de su dios. Se gloria por regocijarse él en la creación y por vivir en Maat
(verdad y justicia).
Es el primer caso, y quizás el más puro, de religión monoteísta en la historia humana; una visión
más profunda de las condiciones históricas y psicológicas de su génesis sería de valor
inapreciable. Pero se ocuparon de que no nos llegaran demasiadas noticias sobre la religión de
Atón. Ya bajo los débiles sucesores de Ikhnatón entró en quiebra todo cuanto él había creado.
La venganza de la casta sacerdotal por él sofocada descargó su furia sobre su memoria, la
religión de Atón fue abolida, y la residencia del faraón motejado de herético fue víctima de la
destrucción y el saqueo. Hacia el año 1350 a. C. se extinguió la dinastía decimoctava; le sucedió
una época de anarquía, tras la cual restableció el orden el general Haremhab, quien gobernó
hasta 1315 a. C. La reforma de Ikhnatón parecía un episodio destinado al olvido.
Hasta aquí lo comprobado históricamente; lo que sigue es nuestra continuación hipotética. Entre
las personas allegadas a Ikhnatón se encontraba un hombre que quizá se llamaba Thotmés,
como muchos otros en esa época(101); el nombre no importa mucho, sino sólo que su
segundo componente debió de ser «mose». Ocupaba un alto puesto, era un secuaz convencido
de la religión de Atón, pero, por oposición al caviloso rey, era un hombre enérgico y apasionado.
Para él, el final de Ikhnatón y la apostasía de su religión significaron el término de todas sus
expectativas. Sólo como proscrito o como renegado habría podido seguir viviendo en Egipto.
Acaso como jefe militar de una provincia fronteriza había entrado en contacto con una estirpe
semita que inmigrara allí unas generaciones atrás. En el apremio del desengaño y la soledad,
se volvió a estos extranjeros, buscó en ellos el resarcimiento de sus pérdidas. Los eligió como
su pueblo, intentó realizar en ellos sus ideales. Luego que, acompañado por la gente de su
séquito, hubo abandonado con ellos Egipto, los santificó mediante el signo de la circuncisión,
les impartió leyes, los introdujo en las doctrinas de la religión de Atón que los egipcios acababan
de abolir. Quizá los preceptos que este Moisés dictó a sus judíos fueran todavía más rígidos que
los de su señor y maestro Ikhnatón; quizá resignara incluso el apuntalamiento en el dios solar
de On, que este había conservado.
Al éxodo de Egipto tenemos que datarlo en el período del interregno, después de 1350 a. C. Los
lapsos siguientes, hasta que se consuma la toma de posesión del país de Canaán, son
particularmente inescrutables. Desde la oscuridad que el informe bíblico ha dejado aquí, o que
más bien ha creado, la investigación historiográfica de nuestros días pudo entresacar dos
hechos. El primero, descubierto por Ernst Sellin, es que los judíos, recalcitrantes y tercos aun
de acuerdo con lo que la Biblia declara, un buen día se sublevaron contra su legislador y
caudillo, lo asesinaron y, como antes lo habían hecho los egipcios, abolieron la religión de Atón
que él les impusiera. Y el otro hecho, demostrado por Eduard Meyer: estos judíos que
regresaban de Egipto se reunieron luego con otras estirpes, parientes cercanas de ellos, en la
comarca situada entre Palestina, la península de Sinaí y Arabia, y allí, en Qadesh, un oasis,
adoptaron, bajo el influjo de los árabes madianitas, una nueva religión, el culto del dios volcánico
Yahvé. Poco tiempo después, se aprestaban para irrumpir como conquistadores en Canaán.
Son muy inciertas las relaciones cronológicas entre estos dos sucesos, y con el éxodo de
Egipto. El siguiente asidero histórico nos lo proporciona una estela del faraón Merneptah (hasta
1215 a. C.), quien, en su informe sobre expediciones guerreras en Siria y Palestina, cita a
«Israel» entre los vencidos. Si uno toma la fecha de esa estela como un terminus ad quem,
queda para todo el decurso desde el éxodo más o menos un siglo (entre después de 1350 y
antes de 1215 a. C.). Pero es posible que el nombre de Israel no se refiera a las estirpes cuyos
destinos nosotros perseguimos, y que en realidad dispongamos de un lapso más largo. El
asentamiento del posterior pueblo judío en Canaán no fue, sin duda, una conquista de rápida
ejecución, sino un proceso que se consumó en oleadas y se extendió por una larga época. Si
nos emancipamos de la restricción que nos impone la estela de Merneptah, tanto más fácil nos
resultará ver el período de Moisés como el de una generación (treinta años)(102), y dejar luego
trascurrir por lo menos dos generaciones, quizá más, hasta la reunificación en Qadesh(103), el
período entre Qadesh y la irrupción en Canaán pudo haber sido breve; la tradición judía tenía
buenas razones, como lo he mostrado en mi anterior ensayo [cf. AE, 23, págs. 46-71, para
abreviar el intervalo trascurrido entre el éxodo y la fundación religiosa en Qadesh; en el interés
de nuestra exposición vale lo inverso.
Pero todo esto es todavía historia conjetural {Historie}, intento de llenar las lagunas de nuestras
noticias sobre el acontecer histórico real {Geschichte}, en parte repetición del segundo ensayo
aparecido en Imago, Nuestro interés persigue los destinos de Moisés y sus doctrinas, a que en
apariencia había puesto fin la sublevación de los judíos. Por el informe del Yahvista, redactado
hacía el año 1000 a. C., pero que sin duda se basó en fijaciones(104) anteriores, hemos
discernido que con la reunión y la fundación religiosa de Qadesh se estableció una solución de
compromiso en que todavía se pueden discernir bien las dos partes. A. uno de los socios sólo le
importaba desmentir la novedad y ajenidad del dios Yahvé y acrecentar su título a la devoción
del pueblo; el otro no quería abandonar sus caros recuerdos de la liberación de Egipto y la
grandiosa figura del caudillo Moisés, y en efecto logró introducir a ambos, la hazaña y el
hombre, en el nuevo relato de la prehistoria, conservar por lo menos el signo externo de la
religión de Moisés, la circuncisión, y acaso imponer ciertas limitaciones al uso del nuevo
nombre de Dios. Hemos dicho que los subrogantes de estos reclamos eran los descendientes
de la gente de Moisés, los levitas, distanciados sólo por unas pocas generaciones de los
contemporáneos y compatriotas de aquel, y ligados todavía a su memoria por un recuerdo vivo.
Los relatos engalanados de poesía que atribuimos al Yahvista y a su posterior competidor, el
Elohísta, eran como los túmulos funerarios mediante los cuales se sustraía del saber de las
siguientes generaciones la noticia verdadera de aquellas antiguas cosas, la naturaleza de la
religión mosaica y la violenta eliminación del grande hombre; esa verdad, por así decir, estaba
destinada a encontrar ahí su eterno descanso. Y si nosotros hemos colegido rectamente este
proceso, ya no queda en él nada que nos parezca enigmático; no obstante ello, muy bien podría
haber significado el término definitivo del episodio de Moisés en el acontecer histórico del pueblo
judío.
Y bien, lo asombroso es que así no fuera: que los efectos más intensos de aquella vivencia del
pueblo salieran a la luz sólo más tarde, hubieran de esforzarse hacia la realidad efectiva poco a
poco en el curso de muchos siglos. No es probable que por su carácter Yahvé se diferenciara
mucho de los dioses venerados por los pueblos y estirpes vecinos; sin duda luchaba con ellos,
como los pueblos mismos se combatían entre sí, pero es lícito suponer que a ningún adorador
de Yahvé en aquellos tiempos se le ocurriría desconocer la existencia de los dioses de Canaán,
Moab, Amalek, etc., como no podía desconocer la de los pueblos mismos que en ellos creían.
La idea monoteísta que ardió con Ikhnatón se había vuelto a apagar y estaba destinada a
permanecer todavía largo tiempo en la oscuridad. Descubrimientos en la isla Elefantina, próxima
a la primera catarata del Nilo, han traído la sorprendente noticia de que allí existía una colonia
militar judía, establecida siglos atrás, en cuyo templo, junto al dios principal Yahú, se veneraba a
dos deidades femeninas, una de ellas llamada Anat-Yahú. Estos judíos sin duda se separaron
de la madre patria, no acompañaron su desarrollo religioso; el gobierno imperial persa (siglo v a.
C.) les trasmitió el conocimiento de los nuevos preceptos del culto de Jerusalén (ver nota(105)).
Si nos remontamos a épocas más antiguas, tenemos derecho a decir que el dios Yahvé no se
parecía en nada al dios mosaico. Atón había sido pacifista como su subrogante sobre la Tierra,
su modelo en verdad, el faraón Ikhnatón, quien contempló, inactivo, cómo se derrumbaba el
imperio universal conquistado por sus antepasados. Para un pueblo que se disponía a
posesionarse de un nuevo suelo por la violencia, Yahvé resultaba sin duda más apropiado. Y
todo aquello que era digno de veneración en el Dios mosaico se sustrajo por completo de la
inteligencia de la masa primitiva.
Ya lo he dicho -invocando en esto de buena gana la coincidencia con otros autores-: el hecho
central del desarrollo de la religión judía ha sido que el dios Yahvé perdiera en el curso de los
tiempos sus caracteres propios y cobrara semejanza cada vez mayor con Atón, el antiguo dios
de Moisés. Por cierto, subsisten diferencias que a primera vista uno se inclinaría a estimar en mucho; pero es fácil esclarecerlas.
Atón había reinado en Egipto durante un período feliz de posesión segura, y aun cuando el
imperio empezó a flaquear, sus veneradores pudieron aislarse de la perturbación y siguieron
apreciando sus creaciones y gozando de ellas. Al pueblo judío, en cambio, le deparó el destino
una serie de graves pruebas y dolorosas experiencias; su dios devino duro y riguroso, como
ofuscado. Conservó el carácter del Dios universal, el que reina sobre todos los países y
pueblos, pero el hecho de que su culto hubiera pasado de los egipcios a los judíos halló
expresión en el agregado de que estos eran su pueblo elegido, cuyas particulares obligaciones
hallarían al final una recompensa particular. Puede que al pueblo no le resultara fácil conciliar la
creencia en que era el predilecto de su Dios omnipotente con las tristes experiencias de su
desdichado destino. Pero no se dejaron extraviar; acrecentaron su propio sentimiento de culpa a
fin de ahogar su duda en Dios, y acaso en definitiva se remitieran al «inescrutable decreto de
Dios», como todavía hoy lo hacen los fieles. Sí podía maravillar que aparecieran siempre nuevos
déspotas -asirios, babilonios, persas- por los cuales eran sometidos y maltratados, se discernía
no obstante el poder de Dios en el hecho de que todos esos malignos enemigos caían
derrotados una y otra vez, y desaparecían sus imperios.
En tres puntos importantes el posterior Dios judío terminó por igualarse al antiguo dios mosaico.
El primero y más decisivo es que efectivamente fue reconocido como el Dios único, junto al
cual otro era inconcebible. El monoteísmo de Ikhnatón fue tomado en serio por todo un pueblo, y
aun tanto se aferró este a la idea, que ella pasó a constituir el contenido rector de su vida
espiritual y le quitó todo interés por otra cosa. El pueblo y la casta sacerdotal devenida
dominante estaban de acuerdo en este punto, pero los sacerdotes agotaron su actividad en
edificar el ceremonial para su culto y así entraron en oposición con intensas corrientes
populares, que buscaban reanimar otras dos entre las enseñanzas de Moisés sobre su Dios.
Las voces de los profetas no se cansaron de proclamar que Dios desdeñaba el ceremonial y el
sacrificio, y sólo exigía que uno tuviera fe en él y viviera en verdad y justicia. Y sin duda obraban
bajo el influjo de los ideales mosaicos cuando alababan la simplicidad y santidad de la vida en el
desierto.
Es tiempo de plantear una pregunta: si es a toda costa necesario invocar el influjo de Moisés
sobre la plasmación final de la representación judía de Dios, y si no bastaría el supuesto de un
desarrollo espontáneo hacia una espiritualidad superior en el curso de una vida cultural que se
extiende a lo largo de siglos. Dos cosas se pueden decir sobre esta posibilidad explicativa que
pondría término a todos nuestros acertijos. En primer lugar, que no explica nada. En el pueblo
griego, sin duda de extraordinarias dotes, la misma constelación no llevó al monoteísmo, sino al
aflojamiento de la religión politeísta y a los comienzos del pensar filosófico. En Egipto el
monoteísmo había crecido, hasta donde lo comprendemos, como un efecto colateral del
imperialismo; Dios era el espejamiento de un faraón que gobernaba sin restricciones sobre un
vasto imperio universal. Entre los judíos, las circunstancias políticas eran en extremo
desfavorables para el progreso desde la idea del dios exclusivo de un pueblo hasta la del que
gobierna el universo entero. ¿Y de dónde esta nación diminuta e impotente extraería la audacia
para presentarse como la predilecta del Gran Señor? Así quedaría sin responder la pregunta por
la génesis del monoteísmo entre los judíos, a menos de contentarse con la respuesta corriente,
a saber, que sería la expresión del particular genio religioso de este pueblo. Bien se sabe, el
genio es insondable e irresponsable, y por eso no se debe recurrir a él como expediente
explicativo basta que se haya denegado toda otra solución (ver nota(106)).
En segundo lugar, tropezamos con el hecho de que las propias narraciones e historiografía
judías nos enseñan el camino; en efecto, y esta vez sin contradecirse, aseveran con la máxima
decisión que la idea de un dios único fue aportada al pueblo por Moisés. Si cabe objetar algo a la
credibilidad de este aserto, es, por cierto, que evidentemente en el texto trasmitido se
reconducen a Moisés demasiadas cosas. Instituciones, así como preceptos rituales, cuya
pertenencia a épocas posteriores es inequívoca son presentados como mandamientos
mosaicos, con el nítido propósito de granjearles autoridad. He ahí, sin duda, un motivo de
sospecha para nosotros, pero no basta para una desestimación. En efecto, es asaz claro el
motivo más profundo de esa exageración. Los sacerdotes quieren figurar una secuencia
continuada entre su presente y aquella temprana edad mosaica, quieren desmentir justamente
lo que nosotros hemos designado el hecho más llamativo de la historia de la religión judía, a
saber, que entre la legislación de Moisés y la posterior religión judía se abre una laguna llenada
primero por el culto de Yahvé, y sólo después colmada poco a poco. Impugnan ese proceso con
toda clase de medios, aunque su autenticidad histórica queda establecida fuera de toda duda
por las figuraciones del relato sacerdotal; en efecto, a pesar del particular tratamiento que el
texto bíblico ha experimentado, quedaron abundantes indicios que lo demuestran. La
elaboración sacerdotal ha intentado aquí algo parecido a aquella tendencia desfiguradora que
convirtió al nuevo dios Yahvé en el dios de los patriarcas [AE, 23, pág. 42]. Si tomamos en
cuenta este motivo del Código Sacerdotal, se nos vuelve difícil denegar crédito a la afirmación
de que, efectivamente, el propio Moisés dio a sus judíos la idea monoteísta. Y creerlo debiera
resultarnos tanto más fácil a nosotros, puesto que sabemos decir de dónde le vino a Moisés
esa idea, cosa que los sacerdotes judíos, por cierto, ya no sabían.
En este punto, alguien podría preguntar qué conseguimos derivando el monoteísmo judío del
egipcio; así el problema no haría más que desplazarse un tramo; seguiríamos sin saber nada
con respecto a la génesis de la idea monoteísta. La respuesta es la siguiente: No se trata de
ganancia, sino de investigación. Y es probable que aprendamos algo si averiguamos el proceso
efectivo.
Período de latencia y tradición
Profesamos entonces la creencia de que la idea de un dios único, así como la desestimación del
ceremonial de efecto mágico y la insistencia en el reclamo ético en nombre de ese dios,
eran de hecho unas doctrinas mosaicas que primero no hallaron audiencia, pero luego,
trascurrido un largo período intermedio, entraron en vigor y terminaron por imponerse para
siempre. ¿Cómo explicaríamos un efecto así demorado, y en qué otro ámbito tropezamos con
fenómenos parecidos?
La ocurrencia inmediata dice que no es raro hallarlos en muy diversos campos, y es probable
que se produzcan de múltiples maneras, inteligibles con mayor o menor facilidad, Tomemos
como ejemplo el destino de una nueva teoría científica como la doctrina de la evolución, de
Darwin. Al principio tropieza con una desautorización enconada, se la impugna con violencia
durante décadas, pero no hace falta más de una generación para que se la reconozca como un
gran progreso hacia la verdad. Y a Darwin mismo se le discierne el honor de una tumba o
cenotafio en Westminster. Un caso así nos deja pocos enigmas para desentrañar. La verdad
nueva despierta resistencias afectivas; estas se hacen subrogar por unos argumentos que
permiten poner en tela de juicio las pruebas en favor de la doctrina desagradable; la lucha de las
opiniones demanda cierto tiempo, desde el comienzo mismo hay partidarios y oponentes, y el
número de los primeros aumenta cada vez más hasta que al fin prevalecen; durante todo el
período de la lucha, nadie ha olvidado de qué se trataba. Apenas nos asombra que el decurso
entero haya requerido un tiempo largo; acaso no apreciamos lo bastante que estamos frente a
un proceso de la psicología de las masas.
No ofrece dificultad alguna hallar para este proceso una analogía que le responda en todas sus
partes dentro de la vida anímica de un individuo. Sería el caso de alguien enterado de algo nuevo
que deba reconocer como verdad sobre la base de ciertas pruebas, pero que contradiga
muchos de sus deseos y afrente algunas de sus preciadas convicciones. Titubeará entonces,
buscará razones con que pueda poner en duda lo nuevo, y durante un tiempo luchará consigo
mismo, hasta que al fin se confiese: «Sin embargo, es así, por más que no me resulte fácil
aceptarlo, por más que me sea penoso tener que creer en ello». De este caso aprendemos
solamente que pasa un tiempo antes que el trabajo de entendimiento del yo supere las
objeciones que son sustentadas por unas fuertes investiduras afectivas. No es muy grande la
semejanza entre este caso y aquel en inteligir el cual nos empeñamos.
El siguiente ejemplo a que acudimos tiene, aparentemente, todavía menos en común con
nuestro problema. Supóngase que un hombre abandone indemne en apariencia los sitios donde
ha vivenciado un terrible accidente, por ejemplo un choque ferroviario, pero que en el curso de
las semanas siguientes desarrolle una serie de graves síntomas psíquicos y motores, que uno
sólo puede derivar de aquel choque, aquella conmoción, o lo que obrase sobre él en ese
momento. Tiene ahora una «neurosis traumática». He aquí un hecho que en modo alguno
entendemos, vale decir, un hecho nuevo. Al tiempo trascurrido entre el accidente y la primera
aparición de los síntomas se lo llama «período de incubación», con trasparente referencia a la
patología de las enfermedades infecciosas. Ahora caemos por fuerza en la cuenta de que, a
pesar de la diversidad fundamental, entre ambos casos, el problema de la neurosis traumática y
el del monoteísmo judío, hay empero coincidencia en un punto, a saber, en el carácter que se
podría llamar latencia. En efecto, de acuerdo con nuestro certificado supuesto hay en la historia
de la religión judía una larga época, tras la apostasía de la religión de Moisés, en que no se
registra nada de la idea monoteísta, ni del desdén por el ceremonial, ni de la hiperinsistencia en
lo ético. Así, estamos preparados para la posibilidad de que la solución a nuestro problema deba
buscarse dentro de una particular situación psicológica.
Ya hemos expuesto repetidas veces lo que aconteció en Qadesh cuando las dos partes del
posterior pueblo judío se dieron cita para adoptar una religión nueva. Del lado de quienes habían
estado en Egipto, los recuerdos del éxodo y de la figura de Moisés eran aún tan fuertes y vívidos
que demandaron ser recogidos en un informe sobre la prehistoria. Acaso eran nietos de
personas que habían conocido al propio Moisés, y algunos se sentían egipcios y llevaban
nombres de ese origen. Pero tenían buenos motivos para reprimir {suplantar} el recuerdo del
destino que se había deparado a su caudillo y legislador. Para los otros, el propósito decisivo
era glorificar al nuevo dios y cuestionar su ajenidad. A ambas partes las guiaba el mismo interés
por desmentir que hubieran tenido una religión anterior, y el contenido de esta. Así se produjo
aquel primer compromiso, que probablemente hallara pronto una fijación escrita; la gente de
Egipto traía consigo la escritura y el gusto por la historiografía, pero largas épocas debían pasar
hasta que esta última discerniera como su obligación la veracidad intransigente. Al principio no
tuvo escrúpulos en plasmar sus informes de acuerdo con sus necesidades y tendencias del
momento, como si todavía no hubiera descubierto el concepto de la falsificación {Verfälschung}.
En virtud de estas constelaciones, pudo configurarse una oposición entre la fijación escrita y la
tradición oral de una misma sustancia, la sustancia de la tradición. Lo omitido o modificado en la
trascripción (Niederschrift} muy bien pudo conservarse incólume en la tradición. Esta última era
el complemento y a la vez la contradicción de la historiografía. Estaba menos sometida al influjo
de las tendencias desfiguradoras, acaso en muchas de sus piezas se sustraía por entero de
estas, y por eso podía ser más veraz que el informe fijado por escrito. Empero, perjudicaba su
confiabilidad que fuera más variable e imprecisa que la trascripción; estaba expuesta a múltiples
alteraciones y deformaciones por tener que trasferirse de una generación a otra mediante
comunicación oral. Una tradición así podía experimentar diversos destinos. En primer lugar,
esperaríamos que la trascripción la extinguiera, que no pudiera afirmarse al lado de esta, que se
volviera cada vez más desvaída y finalmente cayera en el olvido. Empero, también son posibles
otros destinos: uno de ellos, que la tradición misma termine en una fijación escrita; y en el curso
de este trabajo habremos de considerar incluso otros.
Respecto del fenómeno que nos ocupa, la latencia en la historia de la religión judía, se nos
ofrece entonces la explicación de que las circunstancias de hecho y los contenidos que la
historiografía por así decir oficial desmentía de una manera deliberada en realidad no se
perdieron nunca. Su saber pervivió en tradiciones que se conservaron en el pueblo. Y aun,
según lo asegura Sellin, sobre el final de Moisés subsistía una tradición que llanamente
contradecía a las figuraciones del relato oficial y se aproximaba más a la verdad. Y lo mismo
ocurriría, tenemos derecho a suponerlo, con muchas otras cosas que en apariencia habían
hallado su sepultamiento {Untergang} junto con Moisés, muchos contenidos de la religión
mosaica que habían sido inaceptables para la mayoría de los contemporáneos de aquel.
Ahora bien, aquí tropezamos con un hecho asombroso: esas tradiciones, en vez de debilitarse
con el tiempo, se volvieron cada vez más poderosas en el curso de los siglos, esforzaron su
ingreso en las posteriores elaboraciones de la historiografía oficial, y al fin mostraron bastante
fuerza para influir de una manera decisiva sobre el pensar y el obrar del pueblo. Es cierto que en
un primer abordaje escapan de nuestra noticia las condiciones que pudieron posibilitar ese desenlace.
Y es tan asombroso este hecho que nos sentimos justificados a evocarlo otra vez. En él se
encierra nuestro problema. El pueblo judío había abandonado la religión de Atón, que Moisés le
brindara, para entregarse al culto de otro dios que se diferenciaba poco de los baalim {dioses
locales} de los pueblos vecinos. No bastaron los empeños de posteriores tendencias para velar
ese abochornante estado de cosas. Pero la religión de Moisés no se había sepultado sin dejar
rastros: se había conservado una suerte de recuerdo de ella, una tradición acaso oscurecida y
desfigurada. Y fue esta tradición de un gran pasado la que, por así decir, siguió produciendo
efectos desde el trasfondo; poco a poco fue adquiriendo un imperio mayor sobre los espíritus, y
al fin consiguió mudar al dios Yahvé en el dios mosaico y llamar de nuevo a la vida a la religión
de Moisés, que, instituida muchos siglos antes, fue luego olvidada. Que una tradición ignorada
ejerza un efecto tan poderoso sobre la vida anímica de un pueblo, he ahí una representación
que en modo alguno nos resulta familiar. Nos encontramos en un campo de la psicología de las
masas donde no nos sentimos en terreno propio. Buscamos con la vista unas analogías, unos
hechos de naturaleza por lo menos afín, aunque provengan de otros ámbitos. Creemos poder
hallarlos.
Por los tiempos en que se preparaba entre los judíos el retorno de la religión de Moisés, el
pueblo griego se hallaba en posesión de un tesoro asaz abundante de sagas acerca de su
estirpe y mitos sobre sus héroes. En los siglos ix u viii a. C., según se cree, nacieron las dos
epopeyas homéricas que tomaron su asunto de aquel círculo de sagas. Con las intelecciones
psicológicas que hoy poseemos se habría podido preguntar, mucho antes de Schliemann y de
Evans: ¿De dónde tomaron los griegos todo el material de sagas elaborado después por
Homero y los grandes dramaturgos áticos en sus obras maestras? La respuesta habría debido
rezar: Es probable que este pueblo vivenciara en su prehistoria una época de brillo externo y
florecimiento cultural sepultada en una catástrofe histórica, y en estas sagas se ha conservado
una oscura tradición. La investigación arqueológica de nuestros días confirma esta conjetura,
que formulada en aquel tiempo sin duda se habría declarado demasiado osada. Ha descubierto
los testimonios de la grandiosa cultura minoico-micénica, que en la Grecia continental llegó a su
fin probablemente ya antes de 1250 a. C. En los historiadores griegos de épocas posteriores
apenas se encuentra referencia a ella. Sólo la observación de que hubo una época en que los
cretenses poseían el imperio del mar, el nombre del rey Minos y el de su palacio, el Laberinto;
eso es todo, y en lo demás sólo restaron las tradiciones recogidas por los poetas.
Conocemos epopeyas también de otros pueblos, como los germanos, los hindúes, los fineses.
Es tarea de los historiadores de la literatura indagar si cabe suponer respecto de su génesis las
mismas condiciones que en el caso de los griegos. Yo creo que esa indagación arrojará un
resultado positivo. La condición que discernimos es: Un fragmento de prehistoria que
inmediatamente después tuvo que aparecer como rico en contenido, sustantivo y grandioso,
quizás en todos los casos heroico, pero tan remoto en el tiempo, perteneciente a épocas de un
pasado tan distante, que las posteriores generaciones sólo recibieron noticia de él por una
tradición oscura e incompleta, Ha causado asombro que en épocas más tardías se extinguiera
la épica como género literario. Acaso la explicación esté en que aquella condición suya ya no se
produjo más. El viejo asunto se había agotado, y para todos los episodios posteriores la
historiografía remplazó a la tradición. Si las mayores hazañas heroicas de nuestro tiempo no
fueron capaces de inspirar una épica, ya Alejandro el Grande tenía derecho a quejarse de que
no hallaría un Homero.
Epocas de un remoto pasado poseen una atracción grande, a menudo enigmática, para la
fantasía de los seres humanos. Toda vez que están insatisfechos con su presente -y ello ocurre
con harta frecuencia-, se vuelven hacía atrás, hacia el pasado, donde esperan hallar realizado el
inextinguible sueño de una Edad de Oro (ver nota(107)). Es probable que estén siempre bajo el
ensalmo de su infancia, que un recuerdo no imparcial les espeja como una época de
imperturbada bienaventuranza. Cuando del pasado no subsisten más que los recuerdos
incompletos y nebulosos que llamamos «tradición», ellos ofrecen un particular atractivo para el
artista, pues entonces queda en libertad de llenar las lagunas del recuerdo según las apetencias
de su fantasía, y de plasmar de acuerdo con sus propios propósitos la imagen de la época que
quiere reproducir. Casi se podría decir que cuanto más vaga se haya vuelto la tradición, más
utilizable será para el poeta. No ha de asombrarnos, por tanto, la significatividad que la tradición
posee para la poesía, y la analogía con el condicionamiento de la épica nos hará más aceptable
la extraña hipótesis de que entre los judíos fue la tradición de Moisés la que mudó el culto de
Yahvé en el espíritu de la religión mosaica. Pero en lo demás, estos dos casos todavía difieren
demasiado. En uno el resultado es una poesía, en el otro una religión; y respecto del segundo
hemos supuesto que, bajo la impulsión de la tradición, ella fue reproducida con una fidelidad de
la que la épica no puede, desde luego, mostrar el correspondiente. De nuestro problema, pues,
nos quedan bastantes cosas pendientes para que se justifique la busca de unas analogías más
certeras.
La analogía
La única analogía satisfactoria con el curioso proceso que hemos discernido en la historia de la
religión judía se encuentra en un campo en apariencia muy alejado; pero es tan completa que
llega casi a la identidad. Ahí volvemos a toparnos con el fenómeno de la latencia, el surgimiento
de unos fenómenos que no se entienden y esperan explicación, y la condición de la vivencia
temprana, olvidada luego. Y de igual modo, el carácter de la compulsión {Zwang, «obsesión»},
que se impone a la psique avasallando el pensar lógico, rasgo este que, por ejemplo, no
interviene en la génesis de la épica.
Hallamos esa analogía en el terreno psicopatológico, en la génesis de las neurosis humanas,
vale decir, en un campo que pertenece a la psicología del individuo, mientras que los fenómenos
religiosos se incluyen, desde luego, en la psicología de las masas. Se demostrará que esta
analogía no es tan sorprendente como a primera vista se creerla, y, al contrario, responde a un postulado.
Llamamos traumas a esas impresiones de temprana vivencia, olvidadas luego, a las cuales
atribuimos tan grande significatividad para la etiología de las neurosis. Quede sin decidir si es
lícito considerar traumática la etiología de las neurosis en general. La objeción evidente a ello es
que no en todos los casos se puede poner de relieve un trauma manifiesto en la historia
primordial del individuo neurótico. A menudo hay que conformarse diciendo que sólo se está
frente a una reacción extraordinaria, anormal, ante vivencias y requerimientos que alcanzan a
todos los individuos, y que estos suelen procesar y tramitar de otra manera, que se llamaría
normal. Toda vez que para la explicación sólo se disponga de unas predisposiciones
hereditarias y constitucionales, es natural tentación decir que la neurosis no es adquirida, sino
desarrollada.
Ahora bien, destaquemos dos puntos dentro de este contexto. El primero, que la génesis de la
neurosis dondequiera y siempre se remonta a impresiones infantiles muy tempranas (ver
nota(108)). Y el segundo: es correcto que hay casos designados «traumáticos» porque los
efectos se remontan de manera inequívoca a una o varias impresiones de esa época temprana
que se han sustraído de una tramitación normal, de suerte que uno juzgaría que, de no haber
sobrevenido aquellas, tampoco se habría producido la neurosis. Pues bien; para nuestros
propósitos bastaría que la analogía buscada se limitara a estos casos traumáticos. Sin
embargo, el abismo entre ambos grupos no parece insalvable. Es muy posible reunir esas dos
condiciones etiológicas en una sola concepción; importa, sólo, lo que se defina como
traumático. Si es lícito suponer que la vivencia cobra carácter traumático únicamente a
consecuencia de un factor cuantitativo; que, entonces, toda vez que una vivencia provoque
reacciones insólitas, patológicas, el culpable de ello es un exceso de exigencia, con facilidad se
puede formular el argumento de que en cierta constitución producirá el efecto de un trauma algo
que en otra no lo tendría. Así obtenemos la representación de una de las llamadas series
complementarias(109), una serie variable en la que dos factores se dan cita para el
cumplimiento etiológico: un más de uno de ellos es compensado por un menos del otro, se
produce universalmente un efecto conjugado de ambos, y sólo en los dos extremos de la serie
se puede hablar de una motivación simple. Tras esta consideración, es posible dejar de lado,
pues no resulta esencial para la analogía por nosotros buscada, ese distingo entre etiología
traumática y no traumática.
Quizá sea adecuado, no obstante el peligro de la repetición, resumir aquí los hechos que
contienen la analogía para nosotros sustantiva. Son los siguientes: Se ha evidenciado para
nuestra investigación que lo que llamamos fenómenos (síntomas) de la neurosis son las
consecuencias de ciertas vivencias e impresiones a las que, justamente por ello, reconocemos
como traumas etiológicos. Ahora tenemos dos tareas ante nosotros: en primer lugar, buscar el
carácter común de estas vivencias y, en segundo, el de los síntomas neuróticos, en lo cual no
podremos evitar ciertas esquematizaciones.
I. a) Todos esos traumas corresponden a la temprana infancia, hasta los cinco años
aproximadamente. Las impresiones del período en que se inicia la capacidad del lenguaje se
destacan como de particular interés; el período entre los dos y los cuatro años aparece como el
más importante; no se puede establecer con certeza el momento, a partir del nacimiento, en
que se inicia este período de receptividad. b) Por regla general, las vivencias pertinentes han
caído bajo un completo olvido, no son asequibles al recuerdo, pertenecen al período de la
amnesia infantil que las más de las veces es penetrado por restos mnémicos singulares, los
llamados «recuerdos encubridores(110)». c) Se refieren a impresiones de naturaleza sexual y
agresiva, y por cierto que también a daños tempranos del yo (mortificaciones narcisistas).
Sobre esto cabe señalar que a tan temprana edad los niños no distinguen todavía de manera
tajante, como sí lo hacen más tarde, entre las acciones sexuales y las puramente agresivas
(malentendido sádico del acto sexual) (ver nota(111)). El predominio del factor sexual es, desde
luego, muy llamativo y demanda ser apreciado en la teoría.
Estos tres puntos -aparición temprana dentro de los primeros cinco años, olvido y contenido
sexual-agresivo- se copertenecen de manera estrecha. Los traumas son vivencias en el cuerpo
propio o bien percepciones sensoriales, las más de las veces de lo visto y oído, vale decir,
vivencias o impresiones. El nexo entre aquellos tres puntos es establecido por una teoría, un
resultado del trabajo analítico, el único que ofrece una noticia sobre las vivencias olvidadas;
dicho de manera más vívida, pero también más incorrecta: el único capaz de devolverlas al
recuerdo. La teoría sostiene que, en oposición a la opinión popular, la vida sexual de los seres
humanos -o lo que le corresponde en una época posterior- muestra un florecimiento temprano
que termina hacia los cinco años, tras el cual sigue el llamado período de latencia -hasta la
pubertad-, en el que no se produce ningún desarrollo de la sexualidad hacia adelante; antes
bien, se deshace lo ya alcanzado. Esta doctrina es corroborada por la indagación anatómica del
crecimiento de los genitales interiores; lleva a la conjetura de que el ser humano desciende de
una especie animal que alcanzaba la madurez sexual a los cinco años, y despierta la sospecha
de que la demora y la acometida en dos tiempos de la vida sexual se entraman de la manera
más íntima con el acontecer histórico de la hominización {Menschwerdung}. El hombre parece
ser el único animal con esa latencia y ese retardo sexual. Para el examen de la teoría sería
indispensable hacer indagaciones, que yo sepa inexistentes, en primates. En lo psicológico, no
puede ser indiferente que el período de la amnesia infantil coincida con este período temprano
de la sexualidad. Acaso este estado de cosas aporte la condición eficaz para la posibilidad de la
neurosis, que en cierto sentido es un privilegio humano y en este abordaje aparece como una
supervivencia (survival) del tiempo primordial, lo mismo que ciertos elementos de la anatomía
de nuestro cuerpo.
II. En cuanto a las propiedades o particularidades comunes de los fenómenos neuróticos,
corresponde destacar dos puntos: a) Los efectos del trauma son de índole doble, positivos y
negativos. Los primeros son unos empeños por devolver al trauma su vigencia, vale decir,
recordar la vivencia olvidada o, todavía mejor, hacerla real-objetiva (real}, vivenciar de nuevo una
repetición de ella: toda vez que se tratara sólo de un vínculo afectivo temprano, hacerlo revivir
dentro de un vínculo análogo con otra persona. Resumimos tales empeños corno fijación al
trauma y como compulsión de repetición. Pueden ser acogidos en el yo llamado normal y, como
tendencias de él, prestarle unos rasgos de carácter inmutables, aunque su fundamento real y
efectivo, su origen histórico-vivencial {historisch}, esté olvidado, o más bien justamente por ello.
Así, un hombre que pasó su infancia dentro de una ligazón-madre hiperpotente, hoy olvidada,
durante toda su vida buscará una mujer de quien pueda hacerse dependiente, una mujer que lo
alimente y mantenga. Una muchacha que en su temprana infancia fue objeto de una seducción
sexual puede organizar su posterior vida sexual de manera de provocar una y otra vez tales
ataques. Es fácil colegir que con estas intelecciones rebasamos el problema de las neurosis y
avanzamos hacia la inteligencia de la formación del carácter en general.
Las reacciones negativas persiguen la meta contrapuesta; que no se recuerde ni se repita nada
de los traumas olvidados. Podemos resumirlas como reacciones de defensa. Su expresión
principal son las llamadas evitaciones, que pueden acrecentarse hasta ser inhibiciones y fobias.
También estas reacciones negativas prestan las más intensas contribuciones á la acuñación
del carácter; en el fondo, ellas son también, lo mismo que sus oponentes, fijaciones al trauma,
sólo que unas fijaciones de tendencia contrapuesta. Los síntomas de la neurosis en el sentido
estricto son formaciones de compromiso en las que se dan cita las dos clases de aspiraciones
que parten del trauma, de suerte que en el síntoma halla expresión prevaleciente ora la
participación de una de esas direcciones, ora la de otra. En virtud de esta oposición de las
reacciones se producen conflictos que, en general, no pueden llegar a conclusión alguna.
b) Todos estos fenómenos, tanto los síntomas como las limitaciones del yo y las alteraciones
estables del carácter, poseen naturaleza compulsiva; es decir que, a raíz de una gran
intensidad psíquica, muestran una amplia independencia respecto de la organización de los
otros procesos anímicos, adaptados estos últimos a los reclamos del mundo exterior real y
obedientes a las leyes del pensar lógico. No son influidos, o no lo bastante, por la realidad
exterior; no hacen caso de esta ni de su subrogación psíquica, de suerte que fácilmente entran
en contradicción activa con ambas. Son, por así decir, un Estado dentro del Estado, un partido
inaccesible, inviable para el trabajo conjunto, pero que puede llegar a vencer al otro, llamado
normal, y constreñirlo a su servicio. Si esto acontece {geschehen}, se alcanza así el imperio de
una realidad psíquica interior sobre la realidad del mundo exterior, y se abre el camino a la
psicosis (ver nota(112)). Y aun en los casos en que no se llega tan lejos, difícilmente se
sobrestimaría el significado práctico de estas constelaciones. La inhibición e incapacidad de
vivir de las personas gobernadas por una neurosis es un factor muy sustantivo en la sociedad
humana, y es lícito discernir ahí la expresión directa de su fijación a una temprana pieza de su
pasado.
Y ahora preguntemos: ¿Qué ocurre con la latencia, que nos interesa particularmente para
nuestra analogía? Al trauma de la infancia puede seguir de manera inmediata un estallido
neurótico, una neurosis de infancia, poblada por los empeños defensivos y con formación de
síntomas. Puede durar un tiempo largo, causar perturbaciones llamativas, pero también se la
puede pasar latente e inadvertida. En ella prevalece, por lo común, la defensa; en todos los
casos quedan como secuelas alteraciones del yo (ver nota(113)), comparables a unas
cicatrices. Sólo rara vez la neurosis de la infancia se prolonga, sin interrupción, en la neurosis
del adulto. Mucho más frecuente es que sea relevada por una época de desarrollo en apariencia
imperturbado, proceso este sustentado o posibilitado por la intervención del período fisiológico
de latencia. Sólo más tarde sobreviene el cambio con el cual la neurosis definitiva se vuelve
manifiesta como efecto demorado del trauma. Esto acontece con la irrupción de la pubertad o
un tiempo después. En el primer caso, porque las pulsiones reforzadas por la maduración física
pueden retomar ahora la lucha en que inicialmente sucumbieron a la defensa; en el segundo,
porque las reacciones y alteraciones del yo producidas por la defensa se revelan ahora como
unos obstáculos para tramitar las nuevas tareas de la vida, y entonces se cae en conflictos
graves entre las exigencias del mundo exterior real y el yo, que quiere preservar la organización
que laboriosamente adquirió dentro de la lucha defensiva. El fenómeno de una latencia de la
neurosis, entre las primeras reacciones frente al trauma y el posterior estallido de la
enfermedad, tiene que ser reconocido como típico. También es lícito considerar la contracción
de esta enfermedad como intento de curación, como empeño por volver a reconciliar con las
demás las partes del yo escindidas por el influjo del trauma y reunirlas en un todo poderoso
dirigido contra el mundo exterior. Pero sólo rara vez cuaja un intento así si no viene en su auxilio
el trabajo analítico, y aun entonces no siempre. Asaz a menudo termina en una total devastación
del yo y en su despedazamiento, o en su avasallamiento (ver nota(114)) por el sector
tempranamente escindido, gobernado por el trauma.
Para obtener el convencimiento del lector se requeriría la comunicación detallada de numerosos
historiales clínicos neuróticos. Pero dado lo prolijo y difícil del asunto, ello estropearía por
completo el carácter de este trabajo. Se trasformaría en un tratado sobre doctrina de las
neurosis, y aun así es probable que sólo resultara eficaz entre aquella minoría que ha escogido
como la tarea de su vida el estudio y el ejercicio del psicoanálisis. Y como aquí me dirijo a un
círculo más amplio, no puedo hacer otra cosa que rogar al lector que preste a las
comunicaciones sumarios que acabo de hacer una cierta creencia provisional, lo cual impone la
admisión, de mi parte, de que únicamente estará obligado a aceptar las conclusiones a que yo
lo lleve si demuestran ser correctas las doctrinas que constituyen sus premisas.
Sin embargo, puedo tratar de narrar un caso que permita discernir con particular nitidez muchas
de las mencionadas propiedades de la neurosis. Desde luego, de un solo caso no se puede
esperar que lo muestre todo, y no se debe uno desilusionar sí por su contenido está muy
distante de aquello en virtud de lo cual buscamos la analogía.
El varoncito que, como tan a menudo sucede en familias pequeño-burguesas, compartió
durante los primeros años de su vida el dormitorio de sus padres, tuvo repetidas y aun regulares
oportunidades, a la edad en que apenas había alcanzado la capacidad del lenguaje, de observar
los procesos sexuales entre sus progenitores, de ver mucho y de escuchar mucho más
todavía. En su posterior neurosis, que estalla inmediatamente después de la primera polución
espontánea, el más temprano síntoma, y el más molesto, es la perturbación del dormir. Le entra
una susceptibilidad extraordinaria a los ruidos nocturnos y, una vez que se ha despertado, no
puede ya conciliar el sueño. Este insomnio es un verdadero síntoma de compromiso: por un
lado, la expresión de su defensa contra aquellas percepciones nocturnas; por el otro, un intento
de restablecer el estado de vigilia en que pudo espiar aquellas impresiones.
Despertado temprano, por tal observación, a una virilidad agresiva, el niño empezó a excitar con
la mano su pequeño pene y a ensayar diversos ataques sexuales a su madre, identificándose
con el padre, en cuyo lugar se ponía. Esto siguió hasta que al fin recibió de la madre la
prohibición de tocarse el miembro y, además, oyó de ella la amenaza de que se lo diría al padre,
quien, como castigo, le quitaría el miembro pecador. Esta amenaza de castración tuvo sobre el muchacho un efecto traumático de extraordinaria intensidad. Resignó su actividad sexual y
cambió su carácter. En vez de identificarse con el padre le tuvo miedo, adoptó frente a él una
actitud pasiva y lo provocó, mediante un comportamiento en ocasiones díscolo, a que le
propinara unos castigos corporales que para él tenían significado sexual, de suerte que podía
identificarse con la madre maltratada. Y a la propia madre se aferraba cada vez más
angustiosamente, como si no pudiera prescindir un solo momento de su amor, en el cual veía la
protección del peligro de castración con que el padre lo amenazaba. Dentro de esta
modificación del complejo de Edipo pasó el período de latencia, que no experimentó
perturbaciones llamativas. Devino un muchacho modelo, tuvo éxito en la escuela.
Hasta aquí hemos perseguido el efecto inmediato del trauma y comprobado el hecho de la
latencia.
El advenimiento de la pubertad trajo la neurosis manifiesta y reveló su segundo síntoma
principal, la impotencia sexual. Había perdido la sensibilidad de su miembro, no intentaba
tocarlo, no osaba aproximarse a una mujer con propósito sexual. Su quehacer sexual
permaneció limitado a un onanismo psíquico con fantasías sadomasoquistas en las que uno
discierne, sin dificultad, los emisarios de aquellas tempranas observaciones de coito entre los
padres. La oleada de virilidad reforzada que la pubertad conlleva se volcó a un furioso odio al
padre y una oposición a él. Este comportamiento extremo hacia el padre, desconsiderado hasta
la autodestrucción, fue además el culpable de su fracaso en la vida y de sus conflictos con el
mundo exterior. No tuvo permitido lograr nada en su profesión porque el padre lo había
esforzado a abrazarla. Tampoco hizo amigos, y nunca estuvo bien con sus jefes.
Cuando, aquejado por estos síntomas e incapacidades, halló por fin una mujer tras la muerte
del padre, le salieron a relucir, como el núcleo de su ser, unos rasgos de carácter que volvían
difícil su trato para todos sus allegados. Desarrolló una personalidad absolutamente egoísta,
despótica y brutal, para quien era una evidente necesidad sofocar y mortificar a los demás. Era
la copia fiel del padre tal como el retrato de este se había plasmado en su recuerdo: una
reanimación de la identificación-padre en la cual el varoncito había entrado en su momento por
motivos sexuales. En esta pieza discernimos el retorno de lo reprimido, que, junto a los efectos
inmediatos del trauma y al fenómeno de la latencia, hemos descrito entre los rasgos esenciales
de una neurosis. {Cf. AE, 23, pág. 123, n. 20.}
Aplicación
Trauma temprano-defensa-latencia-estallido de la neurosis-retorno parcial de lo reprimido: así
rezaba la fórmula que establecimos para el desarrollo de una neurosis. Ahora invitamos al lector
a dar el siguiente paso: adoptar el supuesto de que en la vida del género humano ha ocurrido
algo semejante a lo que sucede en la vida de los individuos. Vale decir, que también en aquella
hubo procesos de contenido sexual-agresivo que dejaron secuelas duraderas, pero las más de
las veces cayeron bajo la defensa, fueron olvidados; y más tarde, tras un largo período de
latencia, volvieron a adquirir eficacia y crearon fenómenos parecidos a los síntomas por su
arquitectura y su tendencia.
Creemos colegir esos procesos, y mostraremos que esas secuelas suyas parecidas a
síntomas son los fenómenos religiosos. Una conclusión así posee casi el peso de un postulado,
porque desde el surgimiento de la idea de evolución ya no se puede poner en duda que el
género humano tiene una prehistoria, y porque esta no es consabida, vale decir, es olvidada. Y
si llegamos a averiguar que los traumas eficientes y olvidados se refieren en uno y otro caso a
la vida dentro de la familia humana, lo saludaremos como un suplemento en extremo
bienvenido, que no había sido previsto ni lo exigían las elucidaciones anteriores.
Yo he formulado ya esas tesis hace un cuarto de siglo en mi libro Tótem y tabú (1912-13), y no
tengo más que .repetirlas aquí. La construcción parte de una indicación de Darwin(115) e
incorpora una conjetura de Atkinson(116). Enuncia que, en tiempos primordiales, el hombre
primordial vivía en pequeñas hordas(117), cada una bajo el imperio de un macho fuerte. No
podemos ofrecer la datación, por no poseer la referencia a las épocas geológicas con que
estamos familiarizados. Es probable que aquel homínido no haya llegado muy lejos en el
desarrollo del lenguaje. Una pieza esencial de la construcción es el supuesto de que los
destinos que describiremos afectaron a todos los hombres primordiales; por tanto, a todos
nuestros antepasados.
El acontecer histórico {Geschichte} será narrado en una condensación grandiosa, como si
hubiera sucedido de un golpe lo que en realidad ha demandado milenios y en esa larga época
se ha repetido innumerables veces. El macho fuerte era amo y padre de la horda entera,
¡limitado en su poder, que usaba con violencia. Todas las hembras eran propiedad suya:
mujeres e hijas de la horda propia, y quizás otras robadas de hordas ajenas. El destino de los
hijos varones era duro; cuando excitaban los celos del padre eran muertos, o castrados, o
expulsados. Estaban obligados a convivir en pequeñas comunidades y a procurarse mujeres
por robo, con lo cual uno que otro lograba alzarse hasta una posición parecida a la del padre en
la horda primordial. Por razones naturales, los hijos menores tenían una posición excepcional:
protegidos por el amor de la madre, sacaban ventaja de la avanzada edad del padre y podían
sustituirlo tras su muerte. Tanto de la expulsión de los hijos varones mayores como de la
predilección por los menores cree uno discernir los ecos en las sagas y los cuentos
tradicionales.
El siguiente paso decisivo para el cambio de esta primitiva variedad de organización «social»
debe de haber sido que los hermanos expulsados, que vivían en comunidad, se conjuraran,
avasallaran al padre y, según la costumbre de aquellos tiempos, se lo comiesen crudo. Estaría
fuera de lugar tomar a escándalo este canibalismo, pues persiste hasta épocas mucho más
tardías. Ahora bien, lo esencial es que atribuimos a estos hombres primordiales las mismas
actitudes de sentimiento que podemos comprobar entre los primitivos del presente, nuestros
niños, por medio de exploración analítica. Vale decir, que no sólo odiaban y temían al padre, sino que lo veneraban como arquetipo, y en realidad cada uno de ellos quería ocupar su lugar. El
acto canibálico se vuelve entonces inteligible como un intento de asegurarse la identificación
con él por incorporación de una parte suya.
Cabe suponer que al parricidio siguiera una larga época en que los hermanos varones lucharon
entre sí por la herencia paterna, que cada uno quería ganar para sí solo. La intelección de los
peligros y de lo infructuoso de estas luchas, el recuerdo de la haz aña libertadora consumada en
común, y las recíprocas ligazones de sentimiento que habían nacido entre ellos durante las
épocas de la expulsión, los llevaron finalmente a unirse, a pactar una suerte de contrato social.
Nació la primera forma de organización social con renuncia de lo pulsional(118), reconocimiento
de obligaciones mutuas, erección de ciertas instituciones que se declararon inviolables
(sagradas); vale decir: los comienzos de la moral y el derecho. Cada quien renunciaba al ideal
de conquistar para sí la posición del padre, y a la posesión de madre y hermanas. Así se
establecieron el tabú del incesto y el mantenimiento de la exogamia. Buena parte de la
plenipotencia vacante por la eliminación del padre pasó a las mujeres; advino la época del
matriarcado. La memoria del padre pervivía en este período de la «liga de hermanos». Como
sustituto del padre hallaron un animal fuerte -al comienzo, acaso temido también-. Puede que
semejante elección nos parezca extraña, pero el abismo que el hombre estableció más tarde
entre él y los animales no existía entre los primitivos ni existe tampoco entre nuestros niños,
cuyas zoofobias hemos podido discernir como angustia frente al padre. En el vínculo con el
animal totémico se conservaba íntegra la originaria biescisión (ambivalencia) de la relación de
sentimientos con el padre. Por un lado, el tótem era considerado el ancestro carnal y el espíritu
protector del clan, se lo debía honrar y respetar; por otro lado, se instituyó un día festivo en que
le deparaban el destino que había hallado el padre primordial. Era asesinado en común por
todos los camaradas, y devorado (banquete totémico, según Ro bertson Smith(119)). Esta gran
fiesta era en realidad una celebración del triunfo de los hijos varones, coligados, sobre el padre.
¿Qué se hizo de la religión en esta trama? Opino que tenemos pleno derecho a discernir en el
totemismo -con su veneración de un sustituto del padre, la ambivalencia testimoniada por el
banquete totémico, la institución de la fiesta conmemorativa y de prohibiciones cuya violación se
castiga con la muerte-; estamos autorizados a discernir en el totemismo, digo, la primera forma
en que se manifiesta la religión dentro de la historia humana, así como a comprobar que desde
el comienzo mismo la religión se enlaza con configuraciones sociales y obligaciones morales.
Aquí sólo podemos ofrecer el más sumario panorama sobre los ulteriores desarrollos de la
religión. Sin duda, fueron paralelos a los progresos culturales del género humano y a las
alteraciones en la configuración de las comunidades.
El progreso que sigue al totemismo es la humanización del ser a quien se venera. Los animales
son remplazados por dioses humanos cuyo origen en el tótem no se oculta. Unas veces el dios
es figurado todavía como un animal o, al menos, con rostro zoomorfo; otras, el tótem se
convierte en el compañero predilecto del dios, inseparable de él; y otras, aún, en la saga el dios
mata a ese mismo animal, pese a que este era su estadio anterior. En un punto de este
desarrollo, que todavía no podemos situar con exactitud, aparecen grandes deidades maternas,
es probable que con anterioridad a los dioses masculinos, y luego se mantienen largo tiempo
junto a estos últimos. Entretanto, se ha consumado una gran subversión social. El derecho
materno fue relevado por un régimen patriarcal restablecido. Empero, los nuevos padres nunca
alcanzaron la omnipotencia del padre primordial; ellos eran muchos, convivían en asociaciones
mayores que la antigua horda, tenían que tolerarse entre sí, permanecían limitados por estatutos
sociales. Probablemente las deidades maternas nacieron en los tiempos iniciales de la
limitación del matriarcado, como un resarcimiento para las madres relegadas. Las divinidades
masculinas aparecen primero como hijos varones junto a la Gran Madre, y sólo después cobran
los rasgos nítidos de figuras paternas. Estos dioses masculinos del politeísmo espejan las
constelaciones de la época patriarcal. Son numerosos, se limitan unos a otros, en ocasiones se
subordinan a un dios superior. Y bien; el paso siguiente nos lleva al tema que aquí nos ocupa, el
retorno de un dios-padre único, que gobierna sin limitación alguna (ver nota(120)).
Hay que admitirlo: este panorama hístórico-conjetural {historisch} es lagunoso y en muchos
puntos incierto. Pero quien pretendiera declarar puramente fantástica nuestra construcción del
acontecer histórico primordial {Urgeschichte} incurriría en una enojosa subestimación de la
riqueza y la fuerza probatoria del material que la íntegra. Grandes fragmentos del pasado que
aquí enlazamos en un todo han sido atestiguados por la ciencia histórica: el totemismo, las ligas
de varones. Y otros se han conservado en notables réplicas. Así, a más de un autor le ha
sorprendido la fidelidad con que el rito de la comunión cristiana, en que los fieles incorporan de
manera simbólica la carne y la sangre de su Dios, repite el sentido y el contenido del antiguo
banquete totémico. Numerosos relictos del tiempo primordial olvidado se conservan en las
sagas y cuentos tradicionales de los pueblos, y el estudio analítico de la vida anímica infantil nos
ha brindado, con una riqueza inesperada, material para llenar las lagunas de nuestro
conocimiento sobre los tiempos primordiales. Como unas contribuciones a la inteligencia del tan
sustantivo comportamiento hacia el padre, no me hace falta más que mencionar las zoofobias,
el miedo -que nos produce tan extraña impresión- de ser devorado por el padre, y la enorme
intensidad de la angustia de castración. No; en nuestra construcción nada hay de invención
libre, nada que no pueda apoyarse en sólidas bases,
Si se toma nuestra exposición del acontecer histórico-primordial como creíble en su conjunto,
se discierne en las doc-trinas y ritos religiosos dos órdenes de elementos: por un lado,
fijaciones a la antigua historia familiar y superviven-cias de ella; por el otro, restauraciones del
pasado, retornos de lo olvidado tras largos intervalos. Este último componente ha sido el omitido
hasta hoy, y por eso no se lo comprendió; aquí, al menos, se lo demostrará con un
impresionante ejemplo.
Es digno de destacar, en especial, que cada fragmento que retorna del pasado se abre paso
con un poder particular, ejerce sobre las masas humanas un influjo de intensidad incomparable
y reclama unos títulos de verdad irresistibles, frente a los que permanece impotente el veto
lógico. Ello es al modo del «Credo quia absurdum(121)». Este asombroso carácter sólo se
puede comprender siguiendo el paradigma del extravío psicótico. Hace tiempo hemos caído en
la cuenta de que en la idea delirante se esconde un fragmento de verdad olvidada que en su
retorno tuvo que consentir desfiguraciones y malentendidos, y que el convencimiento
compulsivo que obtiene el delirio parte de ese núcleo de verdad y se difunde por los errores que
lo envuelven. Un contenido así, de verdad que se llamaría histórico- vivencial {historisch},
debemos atribuir también a los artículos de fe de las religiones, las cuales ciertamente conllevan
el carácter de unos síntomas psicóticos, pero, como fenómenos de masa que son, se sustraen
a la maldición del aislamiento {Isolierung}. [Cf. AE, 23, págs. 123 y sigs.]
Ningún otro fragmento del acontecer histórico de la religión se nos ha vuelto tan trasparente
como la institución del monoteísmo en el judaísmo y su prosecución en el cristianismo, si
dejamos de lado el desarrollo, inteligible también él sin lagunas, del animal totémico en dios
humano con su compañero, que es regla que lo tenga. (Por otra parte, cada uno de los cuatro
evangelistas cristianos tiene su animal predilecto.) Admitiendo provisionalmente que el imperio
universal faraónico fue la ocasión para que aflorara la idea monoteísta, vemos que esta,
desprendida de su suelo y trasferida a otro pueblo, es tomada en propiedad por este último tras
un largo período de latencia, guardada como su posesión más preciada, y entonces, a su turno,
ella mantiene en vida al pueblo regalándole el orgullo de ser el elegido.
Es la religión del padre primordial, a la que se anuda la esperanza de una recompensa, una
distinción y, por fin, un imperio universal. Esta última fantasía de deseo, resignada hace tiempo
por el pueblo judío, perdura todavía hoy entre sus enemigos con la creencia en el juramento de
los «Sabios de Sión». Nos reservamos para exponer en un capítulo posterior cómo las
particulares propiedades de la religión monoteísta tomada en préstamo a los egipcios ejercieron
su efecto sobre el pueblo judío y dieron cuño duradero a su carácter por la desautorización de la
magia y la mística, la incitación a progresos en la espiritualidad, la ‘ exigencia de sublimaciones;
cómo el pueblo, arrobado por la posesión de la verdad, subyugado por la conciencia de ser el
elegido, alcanzó la alta estima por lo intelectual y la insistencia en lo ético, y cómo los tristes
destinos, las desilusiones reales de ese pueblo, pudieron reforzar todas esas tendencias. Ahora
perseguiremos el desarrollo en otra dirección.
La reinstitución del padre primordial en los derechos que le correspondían en lo
histórico-vivencial {historisch} era un gran progreso, mas no podía ser el final. También los otros
fragmentos de la tragedia prehistórica esforzaban hacia su cumplimiento. No es fácil colegir qué
puso en marcha este proceso. Parece que una creciente conciencia de culpa se había
apoderado del pueblo judío, acaso de todo el universo de cultura de aquel tiempo, como
precursora del retorno del contenido reprimido. Hasta que al fin alguien de este pueblo judío
halló, en la absolución de culpa de un agitador político-religioso, la ocasión con la cual una
religión nueva, la cristiana, se desasió del judaísmo. Pablo, un judío romano de Tarso,
aprehendió esta conciencia de culpa y la recondujo certeramente a su fuente en el acontecer
histórico primordial. La llamó el «pecado original», era un crimen contra Dios que sólo se podía
expiar mediante la muerte. Con el pecado original había llegado la muerte al mundo. En realidad,
ese crimen merecedor de la muerte había sido el asesinato del padre primordial después
endiosado. Pero no se recordó el asesinato, sino que, en lugar de él, se fantaseó su expiación, y
por eso esta fantasía pudo ser saludada como mensaje de redención (evangelium). Un Hijo de
Dios se había hecho matar siendo inocente, y así tomaba sobre sí la culpa de todos. Tenía que
ser un Hijo, pues había sido un asesinato perpetrado en el Padre. Es probable que tradiciones
de misterios orientales y griegos hayan influido sobre la trama de la fantasía de redención. Lo
esencial de ella parece ser contribución del propio Pablo. Era un hombre de disposición
religiosa en el sentido genuino; las oscuras huellas del pasado acechaban en su alma, prontas
a irrumpir en regiones más concientes.
Que el redentor se sacrificara siendo inocente era una desfiguración evidentemente
tendenciosa que deparaba dificultades a la inteligencia lógica, pues, ¿cómo uno que era
inocente del asesinato podía tomar sobre sí la culpa de los asesinos por el hecho de hacerse
matar él mismo? En la efectividad histórico-vivencial no existía una contradicción semejante. El
«redentor» no podía ser otro que el principal culpable, el caudillo de la liga de hermanos que
había avasallado al padre. A mi juicio, hay que dejar sin decidir la existencia o no de ese rebelde
principal y caudillo. Ella es muy posible, pero es preciso considerar también que cada uno de
los que integraban la liga de hermanos tenía sin duda el deseo de perpetrar la hazaña por sí solo
y, de ese modo, procurarse una posición excepcional y un sustituto para la identificación-padre
que se resignaba, que se sepultaba en el interior de la comunidad. Si no existió tal caudillo,
Cristo es el heredero de una fantasía de deseo incumplida; si existió, es su sucesor y su
reencarnación. Pero sin importar que estemos aquí frente a una fantasía o a un retorno de una
realidad objetiva olvidada, ha de hallarse en este lugar el origen de la representación del héroe,
el héroe que siempre se subleva contra el padre y lo mata en alguna figura suya (ver nota(122)).
También, el fundamento real de la «culpa trágica» del héroe en el drama, de otro modo difícil de
rastrear. Apenas se puede dudar de que en el drama griego el héroe y el coro figurasen a este
mismo héroe rebelde y a la liga de hermanos, y no deja de tener su significatividad que en la
Edad Media el teatro recomenzara con la figuración de la historia de la Pasión.
Ya hemos dicho que la ceremonia cristiana de la sagrada comunión, en que los fieles
incorporan sangre y carne del Salvador, repite el contenido del antiguo banquete totémico, si
bien sólo en su sentido tierno, que expresa la veneración; no en su sentido agresivo. Ahora bien,
la ambivalencia por la cual está gobernado el comportamiento hacia el padre se mostró con
claridad en el resultado final de la innovación religiosa. Supuestamente destinada a la
reconciliación con el padre-dios, terminó en su destronamiento y eliminación. El judaísmo había
sido una religión del padre; el cristianismo devino una religión del hijo. El viejo dios-padre se
oscureció detrás de Cristo, y Cristo, el hijo, advino a su lugar, en un todo como lo había ansiado
cada hijo varón en aquel tiempo primordial. Pablo, el continuador del judaísmo, fue también su
destructor. Sin duda que debió su éxito en primer término al hecho de conjurar, con la idea de
redención, la conciencia de culpa de la humanidad; pero, junto a ello, lo debió a la circunstancia
de resignar para su pueblo la condición de elegido y su distinción visible, la circuncisión, de
suerte que la religión nueva pudo devenir universal, abrazar a todos los seres humanos. No
importa si, para dar ese paso, gravitó en el ánimo de Pablo una manía personal de venganza
por la contradicción que en los círculos judíos halló la innovación suya; lo cierto es que así se
restablecía un carácter de la vieja religión de Atón, se cancelaba una estrechez por ella
adquirida al pasar a un nuevo portador, el pueblo judío.
En algunos aspectos, la nueva religión significaba, con referencia a la antigua, la judía, una
regresión cultural, como es regla que suceda cuando irrumpen o son admitidas masas de
hombres de nivel inferior. La religión cristiana no mantuvo la altura de es piritualización hasta la
cual se había elevado el judaísmo. No conservó un monoteísmo riguroso, tomó de los pueblos
circundantes numerosos ritos simbólicos, restauró a la gran divinidad materna y halló sitio para
colocar con trasparente disfraz, si bien en posiciones subordinadas, a muchas figuras divinas
del politeísmo. Sobre todo, no se cerró, como la religión de Atón y su sucesora, la mosaica, a la
injerencia de elementos supersticiosos, mágicos y míticos, que durante los dos milenios
siguientes habrían de significar una inhibición grave para el desarrollo espiritual.
El triunfo del cristianismo fue una victoria renovada de los sacerdotes de Amón sobre el dios de
Ikhnatón, tras un intervalo de mil quinientos años y sobre un escenario más vasto. Y a pesar de
todo ello, el cristianismo, desde el punto de vista de la historia de la religión, vale decir, por referencia al retorno de lo reprimido, fue un progreso; y la religión judía, a partir de entonces, fue
en cierta medida un fósil.,
Sería bueno comprender cómo la idea monoteísta pudo hacer una impresión tan profunda
justamente sobre el pueblo judío, y retenerla este con tanta tenacidad. Creo que se puede
responder a esta cuestión. El destino había aproximado al pueblo judío la gran hazaña y el
crimen atroz del tiempo primordial, el parricidio, dándole la ocasión de repetirlo él mismo en la
persona de Moisés, una sobresaliente figura paterna. Fue un caso de «actuar» {«Agieren»} en
lugar de recordar, como tan frecuentemente sucede en el neurótico durante el trabajo analítico
(ver nota(123)).24 Ahora bien, a la incitación a recordar, que les trajo la enseñanza de Moisés,
ellos reaccionaron con la desmentida de su acción, permanecieron atascados en el
reconocimiento del gran padre y así se bloquearon el acceso al lugar desde donde Pablo
anudaría luego la continuación del acontecer histórico primordial. Difícilmente sea indiferente o
casual que la muerte violenta de otro grande hombre deviniera también el punto de partida para
la creación religiosa de Pablo. Un hombre a quien un pequeño número de partidarios en Judea
tenía por el Hijo de Dios y el Mesías anunciado, a quien además le fue traspasado luego un
fragmento de la historia de infancia poetizada para Moisés [AE, 23, pág. 13], pero de quien
apenas si sabemos algo con más certeza que acerca del propio Moisés -no sabemos si
realmente fue el gran maestro que los Evangelios pintan, o si más bien el hecho y las
circunstancias de su muerte fueron lo decisivo para la significatividad que su persona ha
cobrado-. Pablo, que devino su apóstol, no lo conoció en persona.
El asesinato de Moisés por su pueblo judío, discernido por Sellin desde las huellas que dejó en
la tradición, y asombrosamente supuesto también por el joven Goethe sin prueba alguna (ver
nota(124)), pasa a ser entonces una pieza indispensable de nuestra construcción, un
importante eslabón unitivo entre el proceso olvidado del tiempo primordial y su tardío
reafloramiento en la forma de l as religiones monoteístas (ver nota(125)). Es una atractiva
conjetura que el arrepentimiento por el asesinato de Moisés diera la impulsión a la fantasía de
deseo del Mesías, quien volvería y traería a su pueblo la redención y el imperio universal
prometido. Si Moisés fue este primer Mesías, Cristo es su sustituto y su sucesor, y entonces
Pablo podía apostrofar a los pueblos con cierta justificación históríco-vivencial: «¡Ved! El Mesías
ha vuelto realmente, ha sido muerto ante vuestros ojos». Y, por tanto, también en la
resurrección de Cristo hay cierta verdad histórico-vivencial, pues era [Moisés resurrecto, y, tras
él(126)] el padre primordial retornado, de la horda primitiva; glorificado y situado, como hijo, en el
lugar del padre.
El pobre pueblo judío, que con una obstinación consuetudinaria siguió desmintiendo el asesinato
del padre, lo pagó con dura penitencia en el curso de las épocas. Una y otra vez se le reprochó:
«Habéis muerto a nuestro Dios». Y este reproche es verdadero si se lo traduce correctamente.
Reza, en efecto, referido a la historia de las religiones: «No queréis admitir haber dado muerte a
vuestro Dios (la imagen primordial de Dios, el padre primordial, y sus posteriores
reencarnaciones)». Un agregado debiera enunciar: «Nosotros, en cambio, hemos hecho lo
mismo, pero lo hemos confesado, y desde entonces quedamos sin pecado». No todos los
reproches con que el antisemitismo persigue a los descendientes del pueblo judío pueden
invocar parecida justificación. Un fenómeno de la intensidad y permanencia del odio de los
pueblos al judío debe de tener, desde luego, más de un fundamento. Uno puede colegir toda una
serie de razones, muchas de ellas derivadas manifiestamente de la realidad objetiva y que no
han menester de interpretación alguna, y otras situadas más en lo profundo, provenientes de
fuentes secretas, que uno tendería a reconocer como los motivos específicos. Entre las
primeras, el reproche de extranjería es sin duda el más frágil, pues en muchos lugares hoy
dominados por el antisemitismo los judíos se cuentan entre los más antiguos integrantes de la
población o estuvieron instalados ahí antes que los habitantes actuales. Por ejemplo, esto se
aplica a la ciudad de Colonia, donde los judíos llegaron junto con los romanos, antes que ella
fuera ocupada por germanos (ver nota(127)). Otros fundamentos del odio al judío son más
intensos, como la circunstancia de vivir ellos las más de las veces como minorías entre otros
pueblos, pues el sentimiento de comunidad de las masas ha menester para completarse de la
hostilidad hacia una minoría extranjera, y la debilidad numérica de est os excluidos invita a su
sofocación. En cuanto a otras dos propiedades de los judíos, son de todo punto imperdonables.
La primera, que en muchos aspectos sean diferentes de sus «pueblos anfitriones». No de
manera radical, pues no son unos asiáticos de raza extranjera, como aseveran los enemigos,
sino, la mayoría de las veces, mezcla de los pueblos mediterráneos y herederos de su cultura.
No obstante, son ajenos, y con frecuencia ajenos de una manera indefinible con respecto a los
pueblos nórdicos, sobre todo. Y es cosa asombrosa, por otra parte: la intolerancia de las masas
se exterioriza con más intensidad frente a diferencias pequeñas que frente a diferencias
fundamentales (ver nota(128)). Más fuerte todavía es el efecto de la segunda propiedad: que
desafían todas las opresiones, y ni las más crueles persecuciones han conseguido
desarraigarlos; antes bien, muestran aptitud para afianzarse en la ganancia del sustento y, toda
vez que les es permitido, prestan valiosas contribuciones a todos los logros culturales.
Los motivos más profundos del odio al judío arraigan en épocas del remoto pasado, producen
sus efectos desde lo inconciente de los pueblos, y yo estoy preparado para que no parezcan
creíbles a primera vista. Aventuro la tesis de que todavía hoy los otros pueblos no han superado
los celos frente a aquel que se presentó como el hijo primogénito y predilecto de Dios Padre, ni
más ni menos como si hubieran dado crédito a esa pretensión. Además, entre las costumbres
por las cuales los judíos se segregaron, la circuncisión hizo una impresión desagradable,
ominosa, que sin duda se explica por recordar a la castración temida y tocar así un fragmento
del pasado de los tiempos primordiales, que de buena gana se olvidaría. Y, por último, el motivo
más reciente de esta serie: uno no debería olvidar que todos estos pueblos que hoy se precian
de odiar a los judíos sólo se hicieron cristianos tardíamente en la historia, a menudo forzados a
ello por una sangrienta compulsión. Uno podría decir que todos son «falsos conversos», y bajo
un delgado barniz de cristianismo han seguido siendo lo que sus antepasados eran, esos
antepasados suyos que rendían tributo a un politeísmo bárbaro. No han superado su inquina
contra la religión nueva que les fue impuesta, pero la desplazaron a la fuente desde la cual el
cristianismo llegó a ellos. El hecho de que los Evangelios narren una historia que se desarrolla
entre judíos y en verdad sólo trata de ellos les facilitó semejante desplazamiento. Su odio a los
judíos es, en el fondo, odio a los cristianos; no cabe asombrarse, pues, si en la revolución
nacional-socialista alemana este íntimo vínculo entre las dos religiones monoteístas halla tan
nítida expresión en el hostil tratamiento dispensado a ambas (ver nota(129)).
Dificultades
Acaso en lo que precede se haya conseguido establecer la analogía entre procesos neuróticos
y aconteceres religiosos y, así, señalar el insospechado origen de estos últimos. A raíz de esa
trasferencia de la psicología individual a la de masas surgen dos dificultades de diversa
naturaleza y jerarquía, que debemos considerar ahora. La primera es que aquí sólo tratamos de
un único ejemplo entre la rica fenomenología de las religiones, sin arrojar luz alguna sobre los
otros. Con pena debe el autor confesar su imposibilidad de ofrecer más que esta sola muestra,
pues sus conocimientos especializados no le alcanzan para completar la indagación. De sus
limitadas noticias quizá pueda agregar, todavía, que el caso de la fundación religiosa
mahometana le parece una repetición abreviada de la judía, como cuya imitación entró en
escena. Parece, en efecto, que el profeta tuvo originariamente el propósito de adoptar de
manera plena el judaísmo para sí y para su pueblo. La reconquista del grande y único padre
primordial produjo entre los árabes una elevación extraordinaria de la conciencia de sí, la cual
condujo a grandes éxitos universales, mas, también, se agotó en estos. Alá se mostró mucho
más agradecido hacia su pueblo elegido que, en su tiempo, Yahvé hacia el suyo. Pero el
desarrollo interior de la religión nueva se detuvo pronto, acaso porque le faltó el ahondamiento
causado, entre los judíos, por el asesinato del fundador de la religión. Las religiones orientales,
en apariencia racionalistas, son por su núcleo un culto de los antepasados y, por tanto, se
detienen en un estadio anterior de la reconstrucción del pasado. Si es cierto que entre pueblos
primitivos contemporáneos hallamos el reconocimiento de un ser supremo como contenido
único de su religión, sólo se puede concebir esto como una atrofia del desarrollo religioso y
relacionarlo con los innumerables casos de neurosis rudimentarias que uno comprueba en
aquel otro campo. En cuanto a saber por qué no se avanzó más ni en estos ni en aquellos, es
algo que no llegamos a inteligir. Uno no puede menos que pensar que serían responsables de
ello el talento individual de estos pueblos, la orientación de su actividad y sus condiciones
sociales generales. Por lo demás, es una buena regla del trabajo analítico que uno se conforme
con explicar lo existente, y no se empeñe en explicar lo que no se ha producido.
La segunda dificultad que surge de esta trasferencia a la psicología de las masas es mucho
más sustantiva, porque plantea un problema nuevo de naturaleza fundamental. Surge la
pregunta por la forma en que la tradición eficiente ha podido mantener su presencia en la vida
de los pueblos, una pregunta que no se aplica a los individuos, pues, en estos, la resuelve la
existencia de las huellas mnémicas del pasado. Volvamos a nuestro ejemplo histórico. Hemos
fundado el compromiso de Qadesh en la persistencia de una potente tradición entre quienes
habían regresado de Egipto. Este caso no esconde problema alguno. Según nuestro supuesto,
tal tradición se apoyaba sobre un recuerdo conciente de comunicaciones orales que esos
hombres recibieron de sus predecesores, de apenas dos o tres generaciones atrás, quienes
habían sido partícipes y testigos oculares de aquellos sucesos. Pero, ¿podemos creer respecto
de posteriores siglos lo mismo, o sea, que la tradición tuvo por base un saber comunicado de
manera normal, trasferido de abuelos a nietos? Ya no es posible indicar, como en el caso
anterior, qué personas conservarían ese saber y lo propagarían por vía oral. Según Sellin, la
tradición del asesinato de Moisés estuvo siempre presente en los círculos sacerdotales, hasta
que por fin halló expresión escrita, único indicio este que permitió a Sellin colegirla. Pero sólo
pudo ser consabida por unos pocos, no era un patrimonio popular. ¿Y basta ello para explicar
su efecto? ¿Se puede atribuir a un saber así, de unos pocos, el poder de cautivar de manera tan
eficaz a las masas tan pronto toman noticia de él? Por otra parte, parece como si aun en la
masa ignorante tuviera que estar presente algo emparentado de algún modo con el saber de
esos pocos y ofreciera solicitación {entgegenkommen} a este saber cuando es exteriorizado.
Más difícil todavía se nos torna apreciar las cosas si nos volvemos al caso análogo del tiempo
primordial. Por cierto que al cabo de los milenios Se habrá olvidado por completo la existencia
de un padre primordial con las peculiaridades consabidas y el destino que sufrió; y tampoco
cabe suponer, acerca de él, una tradición oral como en el caso de Moisés. ¿En qué sentido,
pues, cuenta una tradición como tal? ¿En qué forma ha estado presente?
Para facilitar las cosas a lectores que no quieran profundizar en complejas razones
psicológicas, o que no estén preparados para ello, anticiparé el resultado de la indagación que
sigue. Opino que la coincidencia entre el individuo y la masa es en este punto casi perfecta:
también en las masas se conserva la impresión {impronta} del pasado en unas huellas
mnémicas inconcientes.
En el caso del individuo creemos verlo claro. La huella mnémica de lo vivenciado antes ha
permanecido conservada en su interior, sólo que dentro de un particular estado psicológico. Se
puede decir que el individuo ha sabido siempre eso, del mismo modo como se sabe acerca de
lo reprimido. Nos hemos formado unas representaciones precisas, de fácil corroboración por el
análisis, sobre cómo algo puede ser olvidado y salir de nuevo a la luz después de un tiempo. Lo
olvidado no fue borrado, sino sólo «reprimido» {desalojado}; sus huellas mnémicas están
presentes en toda su frescura, pero aisladas por «contrainvestiduras». No pueden entrar en
comercio con los otros procesos intelectuales, son inconcientes, inasequibles a la conciencia.
También puede suceder que ciertas partes de lo reprimido se hayan sustraído del proceso,
permanezcan asequibles al recuerdo, en ocasiones afloren en la conciencia, pero también
entonces estén aisladas como unos cuerpos extraños carentes de todo nexo con lo demás.
Puede, pero no es necesario que así suceda; es posible también que la represión sea completa,
y a este caso nos atendremos en lo que sigue.
Esto reprimido conserva su pulsión emergente, su aspiración a avanzar hasta la conciencia.
Alcanza su meta bajo tres condiciones:
1) si la intensidad de la contrainvestidura es rebajada por unos procesos patológicos que
aquejen a lo otro, al llamado «yo», o por una diversa distribución de las energías de investidura
en el interior de este yo, como por regla general acontece en el estado del dormir; 2) cuando los sectores de pulsión que adhieren a lo reprimido experimentan un refuerzo
particular, de lo cual el mejor ejemplo son los procesos que sobrevienen durante la pubertad;
3) cuando en el vivenciar reciente, en un momento cualquiera, aparecen impresiones, vivencias,
tan semejantes a lo reprimido que tienen la capacidad de despertarlo; entonces lo reciente se
refuerza mediante la energía latente de lo reprimido, y esto reprimido recobra eficacia a la zaga
de lo reciente y con su ayuda. En ninguno de estos tres casos lo hasta entonces reprimido llega
a la conciencia de una manera neta, inalterada, sino que siempre tiene que consentir unas
desfiguraciones {dislocaciones} que dan testimonio del influjo de la resistencia, no superada del
todo, que proviene de la contrainvestidura, o del influjo modificador ejercido por la vivencia
reciente, o de ambas cosas.
Como signo distintivo y jalón para orientarnos nos ha servido el distingo, en cada caso, entre
proceso psíquico conciente o inconciente. Lo reprimido es inconciente. Ahora bien, sería una
simplificación bienvenida que esta frase admitiera inversión, a saber, que la diferencia de las
cualidades «conciente» (cc(130)) e «inconciente» (icc(131)) coincidiera con la separación entre
nativo del yo y reprimido. Ya sería nuevo y asaz importante el hecho de que en nuestra vida
anímica existieran tales cosas aisladas e inconcientes. En realidad, el asunto es más
complicado. Es cierto que todo lo reprimido es inconciente, pero ya no lo es que todo cuanto
pertenezca al yo sea conciente. Reparamos en que la conciencia es una cualidad pasajera que
sólo provisionalmente adhiere a un proceso psíquico. Por eso, para nuestros fines, tenemos
que sustituir «conciente» por «susceptible de conciencia», y llamar «preconciente» (prcc(132))
a esta cualidad. De manera más correcta, pues, diremos que el yo es esencialmente
preconciente (conciente virtualmente), pero que sectores del yo son inconcientes.
Esta última comprobación nos enseña que las cualidades a las que nos atuvimos hasta ahora
para orientarnos en la oscuridad de la vida anímica no bastan. Tenemos que introducir otro
distingo, ya no cualitativo, sino tópico y al mismo tiempo -lo cual le otorga un valor particulargenético.
Separamos ahora dentro de nuestra vida anímica, que concebimos como un aparato
compuesto por varias instancias, comarcas, provincias, una región que llamamos el yo genuino,
de otra que llamamos el ello. El ello es el más antiguo; el yo se ha desarrollado desde él como
un estrato cortical por obra del influjo del mundo exterior. Dentro del ello campean nuestras
pulsiones originarias, en su interior todos los procesos trascurren inconcientes. El yo se
superpone, según ya dijimos, con la comarca de lo preconciente; contiene sectores que
normalmente permanecen inconcientes. Para los procesos psíquicos que ocurren en el interior
del ello rigen leyes de decurso y de influjo recíproco enteramente diversas a las que gobiernan
en el interior del yo. En realidad, fue descubrir este distingo lo que nos guió a esta concepción
nueva, y es lo que la justifica.
Lo reprimido ha de imputarse al ello y está sometido también a sus mecanismos; sólo se
separa del ello con respecto a la génesis. La diferenciación se cumple en la primera edad,
mientras el yo se desarrolla desde el ello. Luego una parte del contenido del ello es recogida por
el yo y elevada al estado preconciente; otra parte no es alcanzada por esta traducción y queda
atrás como lo inconciente genuino dentro del ello. Ahora bien, en la ulterior trayectoria de la
formación del yo ciertas impresiones y ciertos procesos psíquicos interiores al yo son excluidos
mediante un proceso defensivo; se les sustrae el carácter de lo preconciente, de suerte que a
su turno son degradados a la condición de integrantes del ello. Esto es pues, lo «reprimido»
dentro del ello. Por lo que atañe al comercio entre ambas provincias anímicas, suponemos que
por un lado el proceso inconciente dentro del ello es elevado al nivel de lo preconciente e
incorporado al yo, y que por otro lado algo preconciente en el interior del yo puede recorrer el
camino inverso y ser trasladado hacia atrás, dentro del ello. Queda fuera de nuestro interés
actual que más tarde se deslinde dentro del yo un distrito particular, el del «superyó» (ver
nota(133)).
Puede que todo esto parezca bien distante de la simplicidad (ver nota(134)); pero si se está
familiarizado con la insólita concepción espacial del aparato anímico, nada de ello deparará
dificultades particulares para representarlo. Apuntaré, además, que la tópica psíquica aquí
desarrollada no tiene nada que ver con la anatomía encefálica; en verdad, sólo la roza en un
punto(135). Lo insatisfactorio de esta representación,. que yo siento con tanta nitidez como
cualquiera, procede de nuestra total ignorancia acerca de la naturaleza dinámica de los
procesos anímicos. Nos decimos: lo que distingue a tina representación conciente de una
preconciente, y a esta de una inconciente, no puede ser más que cierta modificación, acaso
también una diversa distribución, de la energía psíquica. Hablamos de investiduras y
sobreinvestiduras, pero acerca de esto carecemos de toda noticia y aun de cualquier asidero
que nos permitiera formular una hipótesis de trabajo viable. En cuanto al fenómeno de la
conciencia, podemos indicar, aún, que depende originariamente de la percepción. Todas las
sensaciones que nacen por una percepción dolorosa, táctil, auditiva o visual, son por excelencia
concientes. Los procesos del pensar, y lo que pueda serles análogo en el interior del ello, son
en sí inconcientes y se conquistan el acceso a la conciencia mediante su enlace con restos
mnémicos de percepciones visuales y auditivas por la vía de la función del lenguaje (ver
nota(136)). En el animal, que carece de lenguaje, estas constelaciones habrán de ser por fuerza
más simples.
Las impresiones de los traumas tempranos, que fueron nuestro punto de partida, o no son
traducidas a lo preconciente o son trasladadas pronto hacia atrás, por la represión, al
estado-ello. Sus restos mnémicos son, entonces, inconcientes y producen efectos desde el
ello. Creemos poder perseguir bien su ulterior destino mientras se trate de algo vivenciado por
uno mismo {Selbsterleb}; «vivenciado por sí-mismo»}. Pero una nueva complicación sobreviene
si reparamos en la probabilidad de que en la vida psíquica del individuo puedan tener eficacia no
sólo contenidos vivenciados por él mismo sino otros que le fueron aportados con el nacimiento,
fragmentos de origen filogenético, una herencia arcaica. Surgen así estas preguntas: ¿En qué
consiste ella? ¿Qué contenido tiene? ¿Cuáles son sus pruebas?
La respuesta más inmediata y segura reza: Consiste en determinadas predisposiciones(137),
como las que son propias de todo ser vivo. Vale decir, en la aptitud y la inclinación para
emprender determinadas direcciones de desarrollo y para reaccionar de particular manera
frente a ciertas excitaciones, impresiones y estímulos. Como la experiencia enseña que entre
los individuos de la especie humana existen diferencias en este aspecto, la herencia arcaica
incluye estas diferencias; ellas constituyen lo que se reconoce como el factor constitucional en
el individuo. Y puesto que todos los seres humanos, siquiera en su primera infancia, vivencian
más o menos lo mismo, también reaccionan frente a ello de manera uniforme, y podría
engendrarse la duda sobre si estas reacciones, junto con sus diferencias individuales, no debieran imputarse a la herencia arcaica. Pero cabe rechazar esa duda; por el hecho de esa
uniformidad no se enriquece nuestra noticia sobre la herencia arcaica.
Entretanto, la investigación analítica arrojó algunos resultados que nos dan que pensar.
Tenemos, en primer término, la universalidad del simbolismo del lenguaje. La subrogación
simbólica de un asunto por otro -lo mismo vale en el caso de los desempeños- es cosa
corriente, por así decir natural, en todos nuestros niños. No podemos pesquisarles cómo la
aprendieron, y en muchos casos tenemos que admitir que un aprendizaje fue imposible. Se
trata de un saber originario que el adulto ha olvidado. Es cierto que él emplea esos mismos
símbolos en sus sueños, pero no los comprende si el analista no se los interpreta, y aun
entonces no da crédito de buena gana a la traducción. Sí se ha servido de uno de los giros
lingüísticos tan usuales en que ese simbolismo se encuentra fijado, tiene que admitir que su
sentido genuino se le ha escapado por completo. Además, el simbolismo se abre paso por
encima de la diversidad de las lenguas; si se emprendieran indagaciones, probablemente su
resultado sería que es ubicuo, el mismo en todos los pueblos. Al parecer, pues, estaríamos
frente a un caso seguro de herencia arcaica, del tiempo en que se desarrolló el lenguaje. Sin
embargo, se podría ensayar otra explicación. En efecto, acaso alguien diría que se trata de unos
vínculos cognitivos entre representaciones, establecidos durante el desarrollo histórico del
lenguaje, y que ahora no podrían menos que ser repetidos cada vez que un individuo recorre su
desarrollo lingüístico. Sería un caso en que se heredaría una predisposición cognitiva, como se
podría heredar una predisposición pulsional; tampoco obtenemos de esto una contribución
nueva para nuestro problema.
Ahora bien, el trabajo analítico también ha traído a la luz otras cosas cuyo alcance rebasa en
mucho todo lo anterior. Cuando estudiamos las reacciones frente a traumas tempranos, con
harta frecuencia nos sorprende hallar que no se atienen de manera estricta a lo real y
efectivamente vivenciado por sí-mismo, sino que se distancian de esto de una manera que se
adecua mucho más al modelo de un suceso filogenético y, en términos universales, sólo en
virtud de su influjo se pueden explicar. La conducta del niño neurótico hacia sus progenitores
dentro del complejo de Edipo y de castración sobreabunda en tales reacciones que parecen
injustificadas para el individuo y sólo se vuelven concebibles filogenéticamente, por la referencia
al vivenciar de generaciones anteriores. Bien valdría la pena dar a publicidad en una compilación
este material que aquí me es posible invocar. Su fuerza probatoria me parece bastante grande
para dar otro paso y formular la tesis de que la herencia arcaica del ser humano no abarca sólo
predisposiciones, sino también contenidos, huellas mnémicas de lo vivenciado por
generaciones anteriores. Con ello, tanto el alcance como la significatividad de la herencia
arcaica se acrecentarían de manera sustantiva.
Ante una meditación más ceñida, no podemos sino confesarnos que desde hace tiempo nos
comportamos como sí la herencia de huellas mnémicas de lo vivenciado por los antepasados,
independiente de su comunicación directa o del influjo de la educación por el ejemplo, estuviera
fuera de cuestión. Cuando hablamos de la persistencia de una tradición antigua en un pueblo,
de la formación del carácter de un pueblo, las más de las veces tenemos en mente una
tradición así, heredada, y no una que se propague por comunicación. O, al menos, no hemos
distinguido entre ambas si nos hemos puesto en claro sobre la temeridad que cometemos con
tal descuido. Además, nuestra situación es dificultada por la actitud presente de la ciencia
biológica, que no quiere saber nada de la herencia, en los descendientes, de unos caracteres
adquiridos. Nosotros, por nuestra parte, con toda modestia confesamos que, sin embargo, no
podemos prescindir de este factor en el desarrollo biológico. Es cierto que no se trata de lo
mismo en los dos casos: en uno, son caracteres adquiridos difíciles de asir; en el otro, son
huellas mnémicas de impresiones exteriores, algo en cierto modo asible. Pero acaso suceda
que no podamos representarnos lo uno sin lo otro.
Si suponemos la persistencia de tales huellas mnémicas en la herencia arcaica, habremos
tendido un puente sobre el abismo entre psicología individual y de las masas; podremos tratar a
los pueblos como a los neuróticos individuales. Concedido que por el momento no poseemos,
respecto de las huellas mnémicas dentro de la herencia arcaica, ninguna prueba más fuerte
que la brindada por aquellos fenómenos residuales del trabajo analítico que piden que se los
derive de la filogénesis; empero, esa prueba nos parece lo bastante fuerte para postular una
relación así de cosas. Si fuera de otro modo, por el camino emprendido no daríamos un paso
más ni en el análisis ni en la psicología de las masas. Es una temeridad inevitable.
Así conseguimos todavía otra cosa. Reducimos el abismo excesivo que el orgullo humano de
épocas anteriores abrió entre hombre y animal. Si los llamados «instintos» de los animales, que
les permiten comportarse desde el comienzo mismo en la nueva situación vital corno si ella
fuera antigua, familiar de tiempo atrás; sí la vida instintiva de los animales admite en general una
explicación, sólo puede ser que llevan congénitas a su nueva existencia propia las experiencias
de su especie, vale decir, que guardan en su interior unos recuerdos de lo vivenciado por sus
antepasados. Y en el animal humano las cosas no serían en el fondo diversas. Su propia
herencia arcaica correspondería a los instintos de los animales, aunque su alcance y contenido
fueran diversos.
Tras estas elucidaciones, no vacilo en declarar que los seres humanos han sabido siempre -de
aquella particular manera- que antaño poseyeron un padre primordial y lo mataron.
Cabe responder aquí a otras dos preguntas. La primera: ¿Bajo qué condiciones ingresa un
recuerdo así en la herencia arcaica? La segunda: ¿Bajo qué circunstancias puede devenir
activo, es decir, avanzar desde su estado inconciente dentro del ello hasta la conciencia, si bien
alterado y desfigurado? La respuesta a la primera pregunta es fácil de formular: Cuando el
suceso tuvo suficiente importancia o se repitió con frecuencia bastante, o ambas cosas. En el
caso del parricidio, ambas condiciones se cumplen. Acerca de la segunda pregunta se puede
puntualizar: Es posible que entren en cuenta toda una serie de influjos, que no necesariamente
han de ser todos consabidos; también es concebible un decurso espontáneo, análogo al
proceso que se advierte en muchas neurosis. Pero, sin duda, es de una significatividad decisiva
el despertar de la huella mnémica olvidada por obra de una repetición real reciente del suceso.
Una repetición así fue el asesinato de Moisés; y más tarde, el presunto asesinato legal de
Cristo, de suerte que tales episodios avanzan hasta el primer plano de la causación. Es como si
la génesis del monoteísmo no hubiera podido prescindir de estos sucesos. A uno le viene a la
memoria la sentencia del poeta: «Lo que está destinado a una vida inmortal en el canto, tiene que sucumbir en la vida». (Ver
nota(138))
Para concluir una puntualización que aporta un argumento psicológico. Una tradición fundada
sólo en el hecho de ser comunicada no podría testimoniar el carácter compulsivo que
corresponde a los fenómenos religiosos. Sería escuchada, juzgada y, llegado el caso,
rechazada como cualquier otra noticia que llega de afuera: nunca alcanzaría el privilegio de
librarse de la compulsión del pensar lógico. Es preciso que haya recorrido antes el destino de la
represión, pasado por el estado de permanencia dentro de lo inconciente, para que con su
retorno se desplieguen efectos tan poderosos y pueda constreñir a las masas en su embrujo,
como lo hemos visto con asombro, y sin entenderlo hasta ahora, en el caso de la tradición
religiosa. Y esta reflexión pesa mucho en la balanza para hacernos creer que las cosas en
efecto ocurrieron como nos hemos empeñado en pintarlas, o, al menos, ocurrieron
aproximadamente así. (Ver nota(139)).
Volver al índice principal de «Obras Sigmund Freud«