1. Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17 [1915-17])
Parte II. El sueño (1916 [1915-16])
6ª conferencia.
Premisas y técnica de la interpretación
Señoras y señores: Necesitamos entonces un nuevo camino, un método, si queremos avanzar
en la exploración del sueño. Ahora he de hacerles una sencillísima propuesta. Supongamos,
como premisa para todo lo que sigue, que el sueño no es un fenómeno somático, sino psíquico.
Lo que esto quiere decir, ya lo saben ustedes. Pero, ¿qué justificación tenemos para hacer este
supuesto? Ninguna, aunque tampoco hay nada que nos impida hacerlo. La cosa es así: Si el
sueño es un fenómeno somático, nada nos importa de él; sólo puede interesarnos bajo la
premisa de que es un fenómeno anímico. Por tanto, trabajamos bajo la premisa de que lo es
realmente, a fin de ver qué sale de ahí. El resultado de nuestro trabajo decidirá si hemos de
conservar ese supuesto y si podremos entonces defenderlo, a su vez, como un resultado.
¿Qué queremos alcanzar en verdad, para qué trabajamos? Queremos aquello a que se aspira
en general en la ciencia: una comprensión de los fenómenos, el establecimiento de una
concatenación entre ellos y, como objetivo último, en los casos en que sea posible, ampliar
nuestro poder sobre ellos.
Proseguimos entonces la tarea bajo el supuesto de que el sueño es un fenómeno psíquico. Por
tanto, es una operación y una manifestación del soñante, pero de tal índole que no nos dice
nada y no la comprendemos, Ahora bien, ¿qué hacen ustedes si yo les digo algo que les resulta
incomprensible? Me preguntan qué quise decir, ¿no es cierto? ¿Por qué no podríamos hacer lo
mismo, inquirir al soñante por el significado de su sueño?
Recuerden ustedes; ya una vez nos encontramos en esta situación. Fue en la indagación de
ciertas operaciones fallidas, de un caso de desliz en el habla. Alguien había dicho: «Pero
entonces ciertos hechos salieron a Vorschwein», tras lo cual le preguntamos … no, por suerte
no fuimos nosotros, sino otros, por completo ajenos al psicoanálisis; le preguntaron qué quiso
significar con ese dicho incomprensible. Respondió enseguida que había tenido el propósito de
afirmar: «Eran Schweinereien {porquerías}», pero refrenó este propósito en favor de otro, más
moderado:
«Ciertos hechos salieron a Vorschein {a la luz} ». Ya en ese momento les declaré que esa
averiguación era el paradigma de toda indagación psicoanalítica; ahora ustedes comprenden
que el psicoanálisis sigue la técnica de hacerse decir por los mismos a quienes estudia, sí ello
cabe, la solución de sus enigmas. Por tanto, el propio soñante debe decirnos lo que su sueño
significa.
Pero, es notorio, las cosas no son tan simples en el caso del sueño. En las operaciones
fallidas, eso funciona en cierto número de casos; después dimos con uno en que el preguntado
no quería decir nada, y aun rechazó con enojo la respuesta que le sugerimos. En el sueño nos faltan por completo los casos del primer tipo; el soñante dice siempre que nada sabe. En cuanto
a rechazar nuestra interpretación, no puede hacerlo, pues no tenemos ninguna para
presentarle. Entonces, ¿debemos abandonar nuestro intento? Puesto que él nada sabe y
nosotros nada sabemos y un tercero menos todavía puede saber algo, no existe perspectiva
alguna de llegar a averiguarlo. Y bien; si ustedes quieren, abandonen el intento; pero si lo
quieren de otro modo, pueden proseguir camino conmigo. Yo les digo, en efecto, que es muy
posible, y aun muy probable, que el soñante a pesar de todo sepa lo que su sueño significa, sólo
que no sabe que lo sabe y por eso cree que no lo sabe.
Me harán notar ustedes que de nuevo he introducido un supuesto y va ya el segundo dentro de
esta breve argumentación; así he rebajado enormemente la pretensión de credibilidad de mi
procedimiento. «Bajo la premisa de que el sueño es un fenómeno psíquico, y además bajo la
premisa de que en el hombre hay cosas anímicas que él sabe sin saber que las sabe, y … »,
etc. Entonces, no hace falta sino tener presente la improbabilidad interna de cada una de estas
premisas para que apartemos tranquilamente nuestro interés de las conclusiones basadas en
ellas.
Y bien, señoras y señores; no los he reunido aquí para tenerlos engañados o disimularles algo.
Sin duda he anunciado unas «Conferencias elementales de introducción al psicoanálisis(83)»,
pero con ello no me propuse una exposición in usum delphini(84) destinada a presentarles una
argumentación tersa que ocultara cuidadosamente todas las dificultades, llenara las lagunas,
retocara las dudas para que ustedes pudieran creer, con ánimo tranquilo, que habían aprendido
algo nuevo. No, justamente porque son ustedes principiantes quise mostrarles nuestra ciencia
tal como es, con sus escabrosidades y asperezas, con sus requerimientos y reparos. Yo sé, en
efecto, que en ninguna ciencia las cosas son de otro modo, y particularmente en sus
comienzos no pueden ser de otro modo. También sé que la enseñanza suele empeñarse en
ocultar al principio a los alumnos estas dificultades e imperfecciones. Pero eso no sirve en el
psicoanálisis. Por consiguiente, yo adopté de hecho dos premisas, una dentro de la otra, y aquel
a quien el todo le parezca demasiado trabajoso e incierto, o esté habituado a certidumbres
mayores y deducciones más elegantes, no necesita seguir acompañándonos. Aunque opino
que deberá dejar en paz en general los problemas psicológicos, pues temo que no encuentre
transitables aquí esos caminos exactos y seguros que está dispuesto a recorrer. Además, es
ocioso que una ciencia que tiene algo para ofrecer ande requiriendo audiencia y partidarios. Son
sus resultados los que tienen que hacerla acreedora al beneplácito, y puede aguardar hasta que
ellos impongan atención.
Pero a aquellos que quieran perseverar en la cosa debo advertirles que mis dos supuestos no
son de igual valor. El primero, que el sueño es un fenómeno anímico, es la premisa que
queremos demostrar con el resultado de nuestro trabajo. El otro fue demostrado ya en otro
ámbito, y aquí sólo me tomo la libertad de trasferirlo a nuestro problema.
¿Dónde, en qué ámbito, hubo de aportarse la prueba de que existe un saber del que empero el
hombre nada sabe, como hemos querido suponerlo respecto del soñante? Sería ese, qué duda
cabe, un hecho asombroso, sorprendente, que trastornaría nuestra concepción de la vida
anímica, y que no se podría haber ocultado. Y además un hecho que se anula a sí mismo en su
propio enunciado y no obstante pretende ser algo real: una contradictio in adjecto. Ahora bien,
ese hecho no se oculta en modo alguno. No es asunto de él si nada se sabe al respecto o si no
se le ha prestado suficiente atención. Tampoco es culpa nuestra que todos estos problemas
psicológicos pasen por cosa juzgada debido a personas que permanecieron ajenas a todas las
observaciones y experiencias decisivas en este punto.
La prueba ha sido aportada en el ámbito de los fenómenos hipnóticos. Cuando yo presencié en
1889 las extraordinariamente impresionantes demostraciones de Liébeault y Bernbeim en
Nancy, fui también testigo del siguiente experimento: Si un hombre era puesto en estado de
sonambulismo, y después de hacerle vivenciar alucina to ría mente toda clase de cosas se lo
despertaba, parecía al principio no saber nada de los procesos ocurridos durante su sueño
hipnótico. Bernheim lo exhortaba entonces directamente a contar lo que había sucedido durante
la hipnosis. El sujeto sostenía que no atinaba a recordar nada. Pero Bernheim insistía, lo urgía,
le aseguraba que lo sabía, que tenía que recordarlo, y hete aquí que el hombre entraba a vacilar,
empezaba a recobrarlo, recordaba primero como entre brumas una vivencia que le había sido
sugerida, después otro fragmento, el recuerdo se hacía cada vez más nítido, más completo, y
finalmente añoraba sin lagunas. Ahora bien, puesto que al final sabía y entretanto no había
averiguado nada de otro lado, está justificado inferir que también antes tenía el saber de esos
recuerdos. Sólo que le eran inaccesibles, él no sabía que los sabía, creía que no los sabía. El
mismo caso, pues, que hemos conjeturado en el soñante.
Supongo que ustedes se sorprenderán ante la comprobación de este hecho y me preguntarán:
«¿Por qué no invocó usted ya antes esta prueba, en el caso de las operaciones fallidas, cuando
dimos en atribuir al hombre que se había trastrabado propósitos de decir cosas de las que nada
sabía y las que él desmentía?». Sí alguien cree no saber nada de ciertas vivencias cuyo
recuerdo, no obstante, lleva en el interior de sí, ya no es tan improbable que tampoco sepa nada
de otros procesos anímicos que ocurren en su interior. Este argumento sin duda habría
causado impresión y nos habría hecho avanzar en la comprensión de las operaciones fallidas.
Es cierto que ya entonces podría haberlo invocado, pero lo reservaba para otro lugar, donde
parece más necesario. Las operaciones fallidas en parte se esclarecían a sí mismas, y en parte
nos advertían que, en beneficio de la concatenación de los fenómenos, debía suponerse la
existencia de procesos anímicos así, de los que nada se sabe. En el sueño nos vemos
forzados a aportar explicaciones de otro lado, y además cuento con que ustedes habrán de
admitir con facilidad que trasfiera las obtenidas para la hipnosis. El estado en que realizamos
una operación fallida tiene que aparecerles como el normal, no presenta semejanza alguna con
el hipnótico. En cambio, existe un nítido parentesco entre el estado hipnótico y el estado del
dormir, que es la condición del soñar. La hipnosis ordena sin duda un dormir artificial; decimos a
la persona que hipnotizamos: «Duérmase usted»; y las sugestiones que le hacemos son
comparables a los sueños del dormir natural. Las situaciones psíquicas son realmente
análogas en los dos casos. En el dormir natural, retiramos nuestro interés de todo el mundo
exterior; en el hipnótico también, pero con excepción de una persona, la que nos ha hipnotizado,
con la cual permanecemos en rapport. Por lo demás, el llamado sueño de la nodriza, en que
ella permanece en rapport con el niño y sólo es despertada por este, es un correspondiente del
dormir hipnótico en la vida normal. Por tanto, la trasferencia de una situación de la hipnosis al
dormir natural no parece empresa tan aventurada. La suposición de que también en el soñante
está presente un saber acerca de su sueño, sólo que no le es accesible, de suerte que no cree
tenerlo, no es un puro invento. Reparemos, además, en que en este lugar se abre una tercera
vía de acceso para el estudio del sueño: desde los estímulos que perturban el dormir, desde los
sueños diurnos, y ahora, además, desde los sueños sugeridos del estado hipnótico.
Volvamos ahora, quizá con mayor confianza, a nuestra tarea. Es entonces muy probable que el
soñante tenga un saber sobre su sueño; se trata únicamente de posibilitarle que descubra su
saber y nos lo comunique. No le pedimos que nos diga enseguida el sentido de su sueño, pero
el origen de este, el círculo de pensamientos y de intereses de que proviene, podrá descubrirlo.
En el caso de la operación fallida, recuerden ustedes, se le preguntó [al individuo en cuestión]
por el modo en que había llegado a la palabra fallida «Vorschwein», y su ocurrencia inmediata
nos dio la explicación. Ahora bien, nuestra técnica para el sueño es muy simple, calcada de
este ejemplo. Le preguntaremos también por el modo en que ha llegado al sueño, y lo que él
inmediatamente enuncie deberá considerarse como esclarecimiento. Por tanto, pasamos por
alto la diferencia entre que crea saber algo o no lo crea, y tratamos ambos casos como uno
solo.
Esta técnica es por cierto muy simple, pero me temo que despertará en ustedes la oposición
más decidida. Dirán: « ¡Un nuevo supuesto, el tercero! ¡Y el más inverosímil de todos! Cuando
pregunte al soñante lo que se le ocurre sobre el sueño, ¿acaso su ocurrencia inmediata
aportará precisamente el esclarecimiento deseado? Puede no ocurrírsele nada, o puede
ocurrírsele Dios sabe qué cosa. No acertamos a discernir el asidero de semejante expectativa.
Esto revela en verdad demasiada confianza en Dios en un punto en que convendría un poco
más de crítica. Por otra parte, un sueño no es una única palabra fallida, sino que consta de
muchos elementos. ¿En qué ocurrencia habrá que detenerse?».
Tienen ustedes razón en todas las puntualizaciones laterales. Un sueño se diferencia de un
desliz en el habla también por la multiplicidad de sus elementos. La técnica debe dar razón de
ello. Les propongo entonces que descompongamos el sueño en sus elementos y abordemos la
indagación para cada uno de ellos por separado; así quedará restablecida la analogía con el
trastrabarse. También aciertan ustedes en que aquel a quien se pregunta por los elementos
oníricos singulares puede responder que no se le ocurre nada. Hay casos en que daremos por
buena esta respuesta; después sabrán cuáles son. Cosa notable: se trata de los casos en que
nosotros mismos {los intérpretes} podemos tener determinadas ocurrencias. Pero en general
contradiremos al soñante si asevera no tener ocurrencia ninguna; lo urgiremos, le
aseguraremos que tiene que tener una ocurrencia … y la obtendremos. El ofrecerá una
ocurrencia, cualquier ocurrencia, no nos importa cuál. Ciertas informaciones, que podemos
llamar históricas, las comunicará con particular facilidad. Dirá: «Es algo que ocurrió ayer»
(como en los dos «sueños sobrios» ya mencionados. O dirá: «Esto me recuerda algo que
aconteció hace poco». Y de esta manera notaremos que los anudamientos de los sueños a
impresiones de los últimos días son mucho más frecuentes de lo que habíamos creído al
principio. Por fin, a partir del sueño él se acordará de acontecimientos lejanos, y eventualmente
incluso de un pasado muy remoto.
Pero en lo esencial no tienen ustedes razón. Cometen un gran error cuando opinan que es
arbitrario suponer que la ocurrencia inmediata del soñante por fuerza ofrece lo buscado o lleva a
ello, pues podría ser enteramente caprichosa y descolgada, y que si yo espero que las cosas
sean de otro modo no sería más que una manifestación de mi confianza en Dios. Ya en una
ocasión anterior me permití reprocharles que existía profundamente arraigada en ustedes una
creencia en la libertad y la arbitrariedad psíquicas, creencia en un todo acientífica y que debe
ceder ante el reclamo de un determinismo que gobierne también la vida anímica. Si al
preguntado se le ocurre esto y no otra cosa, les ruego que lo respeten como a un hecho. Pero
no estoy contraponiendo una creencia a otra. Puede demostrarse que la ocurrencia que el
preguntado produce no es arbitraria ni indeterminada, no está desconectada de lo que nosotros
buscamos. Y aun he llegado a saber no hace mucho -sin atribuir a esto, por lo demás, excesivo
valor- que tamb ién la psicología experimental ha brindado tales demostraciones (ver nota(85)).
En vista de la importancia del asunto, les ruego que presten particular atención. Cuando exhorto
a alguien a decir lo que se le ocurre sobre un elemento determinado del sueño, le estoy pidiendo
que se abandone a la asociación libre reteniendo una representación de partida. Esto exige una
actitud particular de la atención, por entero diversa de la requerida en el caso de la reflexión, y
que excluye a esta. Muchos adoptan con facilidad una actitud así; otros muestran en el intento
una increíble falta de habilidad. Ahora bien, existe un grado mayor de libertad de la asociación, a
saber, cuando abandono incluso esta representación de partida y establezco solamente, por
ejemplo, el género y la especie de la ocurrencia: estipulo que la ocurrencia libre debe consistir
en un nombre propio o en un número. Esta ocurrencia tendría que ser aún más arbitraria, más
incalculable que la utilizada en nuestra técnica. No obstante, puede demostrarse que en todos
los casos está estrictamente determinada por importantes actitudes interiores; ellas no nos son
conocidas en el momento en que producen sus efectos, como tampoco lo son las tendencias
perturbadoras de las operaciones fallidas ni las que provocan las acciones casuales.
Yo, y después de mí muchos otros, hemos hecho repetidamente esos experimentos con
nombres y cifras en que se dejan surgir ocurrencias [al azar] sin tomar ningún punto de apoyo; y
hasta se han publicado algunos de esos experimentos (ver nota(86)). Se procede en ellos del
siguiente modo: se evocan asociaciones urdidas con el nombre que emergió;. ellas ya no son
del todo libres, sino que, como en el caso de las ocurrencias sobre los elementos oníricos,
quedan desde ese momento ligadas. Y esto se prosigue hasta que se agota la impulsión que
lleva a producirlas. Pero en ese punto ya se ha esclarecido la motivación y el significado de la
libre ocurrencia del nombre. Los experimentos siempre llegan a ese resultado; su comunicación
abarca a menudo un rico material y hace necesarias detalladas explicaciones. Las
asociaciones sobre cifras emergidas libremente son quizá las más probatorias; discurren con
tanta rapidez y van disparadas con una seguridad tan inconcebible hacia una meta oculta, que
nos dejan en verdad estupefactos. Quiero darles un solo ejemplo de uno de estos análisis de
nombres, porque felizmente se lo puede exponer con poco material.
En el curso del tratamiento de un hombre joven doy en hablar sobre este terna y menciono esa
tesis, a saber, que a pesar del aparente libre albedrío no puede surgir como ocurrencia ningún
nombre que no resulte estrictamente condicionado por las circunstancias inmediatas, las
peculiaridades de la persona que se somete al experimento y su situación del momento. Puesto
que él duda, le propongo que hagamos sin dilación uno de esos experimentos. Yo sé que él
mantiene vínculos particularmente numerosos, de todo tipo, con señoras y muchachas, y por
eso opino que dispondrá de una selección muy abundante si deja que se le ocurra un nombre
de mujer. Presta su acuerdo a ello. Para mi asombro, o quizá para el de él, en modo alguno me
suelta ahora un torrente de nombres de mujer, sino que permanece un rato callado y después
confiesa que sólo le viene a la mente un único nombre y ningún otro: Albine. «Muy extraño, pero,
¿qué se asocia para usted con ese nombre? ¿Cuántas Albine conoce usted?». Curiosamente,
no conocía a ninguna Albine, y tampoco se le ocurría nada respecto de este nombre. Podía
suponerse, entonces, que el análisis había fracasado; pero no, ya estaba terminado, no requería de ninguna ocurrencia ulterior. Nuestro hombre tenía la tez inusualmente clara, y en los diálogos
de la cura yo lo había llamado repetidas veces, en broma, albino; acabábamos de ocuparnos de
establecer el componente femenino de su constitución. El mismo era entonces esa Albine, la
mujer más interesante por el momento.
De igual modo, ciertas melodías que se nos ocurren de improviso resultan condicionadas por
un itinerario de pensamiento al que pertenecen y que tiene una razón para ocuparnos sin que
nosotros sepamos nada de esa actividad. Es fácil mostrar, entonces, que el vínculo con la
melodía se anuda a su texto o a su origen; no obstante, tengo que tener el cuidado de no
extender esta aseveración a personas realmente musicales, con quienes no me ha sido dado
hacer ninguna experiencia. En estas, el contenido musical de la melodía quizá sea decisivo para
su emergencia. Más frecuente, sin duda, es el primer caso. Así, yo sé de un hombre joven a
quien durante un tiempo directamente persiguió la melodía, por otra parte encantadora, de la
canción de Paris en La. belle Helene [de Offenbach], hasta que el análisis le hizo fijar la atención
en la competencia que en su interés mantenían por entonces una «Ida» y una «Helena» (ver
nota(87)).
Por tanto, si las ocurrencias que emergen de manera enteramente libre están condicionadas de
ese modo y se insertan dentro de un contexto determinado, con derecho inferiremos que
ocurrencias con una ligazón única, a saber, la ligazón con una representación de partida, no
pueden estar menos condicionadas. La indagación muestra, en efecto, que además de la
ligazón que les procuramos mediante la representación de partida puede reconocerse una
segunda dependencia: respecto de círculos de pensamiento y de interés de alto contenido
afectivo, vale decir, de complejos, cuya participación no es conocida en el momento y es, por
ende, inconciente.
Ocurrencias con una ligazón de esa índole han sido objeto de estudios experimentales muy
instructivos, que han desempeñado un notable papel en la historia del psicoanálisis. La escuela
de Wundt había definido el llamado experimento de la asociación, en el cual se ordena al sujeto
responder con una reacción cualquiera, y con la mayor rapidez posible, a una palabra-estímulo
que se le profiere. Puede entonces estudiarse el intervalo que trascurre entre estímulo y
reacción, la naturaleza de la respuesta dada como reacción, los eventuales errores en una
posterior repetición del mismo experimento, etc. La escuela de Zurich, bajo la dirección de
Bleuler y Jung, ha aportado la explicación de las reacciones obtenidas en el experimento de la
asociación. Para ello exhortaban al sujeto a que elucidara sus reacciones mediante
asociaciones hechas con posterioridad, cuando había en ellas algo llamativo. Resultó entonces
que estas reacciones llamativas estaban determinadas de la manera más tajante por los
complejos del sujeto. Bleuler y Jung, con esto, habían echado el primer puente desde la
psicología experimental hacia el psicoanálisis.
Instruidos de esta manera, podrán decir ustedes: «Ahora admitimos que las ocurrencias libres
están determinadas y no son arbitrarias como habíamos creído. Lo aceptamos también
respecto de las ocurrencias sobre los elementos del sueño. Pero no es esto lo que nos
interesa. Usted afirma que la ocurrencia sobre el elemento onírico estará determinada por el
trasfondo psíquico de ese mismo elemento, el cual no nos es conocido. No nos parece
demostrado. Estaríamos dispuestos a esperar que la ocurrencia sobre el elemento onírico
resultara determinada por uno de los complejos del soñante, pero, ¿de qué nos vale eso? No
nos lleva a la comprensión del sueño, sino, como el experimento de la asociación, al
conocimiento de estos llamados complejos. ¿Y qué tienen que ver estos con el sueño?».
Tienen ustedes razón, pero descuidan un factor. Aquel, precisamente, por cuya causa yo no
escogí el experimento de la asociación como punto de partida de esta exposición.
En ese experimento, uno de los determinantes de la reacción, a saber, la palabra-estímulo, es
escogido por nosotros arbitrariamente. La reacción es entonces una mediación entre esta
palabra-estímulo y el complejo del sujeto, así despertado. En el sueño, la palabra-estímulo es
sustituida por algo que a su vez proviene de la vida anímica del soñante, de fuentes para él
desconocidas, y por tanto muy fácilmente podría ser «retoño de un complejo». Por eso no es
fantástica la expectativa de que también las ocurrencias que siguen anudándose a los
elementos del sueño estén a su vez determinadas por el mismo complejo que el elemento y,
además, hayan de llevar al descubrimiento de este.
Permítanme ustedes mostrar respecto de otro caso que las cosas son, de hecho, como lo
esperamos para el nuestro. El olvido de nombres propios es en verdad un notable modelo para
el caso del análisis de sueños; sólo que en él se reúne en una sola persona lo que en la
interpretación de los sueños se distribuye en dos. Cuando he olvidado temporariamente un
nombre propio, tengo empero en mi interior la certeza de que sé ese nombre; una certeza que
en el caso del soñante sólo pudimos alcanzar por el desvío del experimento de Bernheim. El
nombre olvidado y, no obstante, sabido me es empero inaccesible. La reflexión, aun la más
empeñosa, de nada me vale: he ahí lo que enseguida me dice la experiencia. Pero en todos los
casos, en lugar del nombre olvidado puedo hacer que se me ocurran uno o varios nombres
sustitutivos. Sólo después que se me ha ocurrido espontáneamente uno de estos se hace
evidente la concordancia de tal situación con el análisis de sueños. Es que el elemento onírico
tampoco es el justo: no es más que un sustituto de otro, el genuino, que yo no conozco y debo
descubrir mediante el análisis del sueño. Y otra vez, la diferencia no reside sino en que, en el
olvido de nombres, sin vacilar reconozco al sustituto como el no genuino, mientras que en el
caso del elemento onírico sólo trabajosamente obtenemos esta concepción. Ahora bien,
también en el olvido de nombres hay un camino que lleva del sustituto al elemento genuino que
es inconsciente, al nombre olvidado. Si dirijo mi atención a estos nombres sustitutivos y hago que
acudan ulteriores ocurrencias sobre ellos, tras desvíos más breves o más largos llego al
nombre olvidado y descubro que los nombres sustitutivos espontáneos, así como los evocados
por mí, mantenían un vínculo con el olvidado, estaban determinados por él.
Quiero presentarles aquí un análisis de este tipo: Cierto día advierto que ya no poseo el nombre
de ese pequeño país de la Riviera cuya capital es Montecarlo. Es bien enfadoso, pero es así. Me
sumerjo en todo lo que sé sobre ese país, pienso en el príncipe Alberto de la casa de Lusignan,
en sus matrimonios, en su predilección por investigar las profundidades marinas y en todo
cuanto puedo reunir, pero de nada me vale. Abandono entonces la reflexión y dejo que se me
ocurran nombres sustitutivos en lugar del perdido. Acuden con rapidez. Montecarlo mismo,
después Piamonte, Albania, Montevideo, Colico. Albania es el primero que me resulta llamativo
en esta serie; enseguida se sustituye por Montenegro, al parecer siguiendo la oposición entre lo
blanco y lo negro(88). Después veo que cuatro de estos nombres sustitutivos contienen la
misma sílaba mon; capturo de repente el nombre olvidado y exclamo en voz alta: ¡Mónaco! Por
consiguiente, los nombres sustitutivos han partido en efecto del olvidado; los cuatro primeros, de la primera sílaba; el último reproduce la división silábica y toda la sílaba final. Además, con
facilidad hallo lo que me ha escamoteado ese nombre por un tiempo. Mónaco tiene relación
también con Munich, es su nombre en italiano; esta ciudad ha ejercido la influencia inhibidora
(ver nota(89)).
Es un bello ejemplo, por cierto, pero demasiado simple. En otros casos nos veríamos forzados
a tomar una serie mayor de ocurrencias sobre los primeros nombres sustitutivos, y entonces la
analogía con el análisis de sueños sería más nítida. He hecho también tales experiencias. En
cierta ocasión en que un extranjero me invitó a beber con él vino italiano, le sucedió en el
restaurante olvidar el nombre de un vino que quería pedir porque lo tenía en el mejor de los
conceptos. Tras una multitud de ocurrencias sustitutivas que le acudieron en remplazo del
nombre olvidado, yo pude inferir que el miramiento por alguna Hedwig le había escamoteado el
nombre del vino. En efecto, él confirmó que lo había probado por primera vez en compañía de
una Hedwig; más aún: por este descubrimiento reencontró el nombre del vino. En ese tiempo
llevaba una vida conyugal dichosa, y aquella Hedwig pertenecía a épocas anteriores, que no le
era grato recordar.
Lo que es posible en el caso del olvido de nombres tiene que poder lograrse también en la
interpretación de los sueños, a saber: volver accesible lo genuino retenido, mediante
asociaciones anudadas a partir de un sustituto. Siguiendo el ejemplo del olvido de nombres,
podemos suponer que las asociaciones sobre el elemento onírico estarán determinadas tanto
por este último cuanto por lo genuino inconsciente que le corresponde. Así habríamos aportado
algo en justificación de nuestra técnica.
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