Esquema del psicoanálisis (1940 [1938])
Parte II. La tarea práctica
Una muestra de trabajo psicoanalítico
Nos hemos procurado una noticia general sobre el aparato psíquico, sobre las partes, órganos,
instancias de que está compuesto, sobre las fuerzas eficaces en su interior, las funciones de
que sus partes están encargadas. Las neurosis y psicosis son los estados en que se
procuran expresión las perturbaciones funcionales del aparato. Escogimos las neurosis
como nuestro objeto de estudio porque sólo ellas parecen asequibles a los métodos psicológicos
de nuestra intervención. Mientras nos empeñamos en influir sobre ellas, recogemos las observaciones que
nos proporcionan una imagen de su proceso y de las modalidades de su génesis.
Encabecemos la exposición con uno de nuestros principales resultados. Las neurosis no tienen
(a diferencia, por ejemplo, de las enfermedades infecciosas) causas patógenas específicas.
Sería ocioso buscar en ellas unos excitadores de la enfermedad. Mediante transiciones fluidas
se conectan con la llamada «norma», y, por otra parte, es difícil que exista un estado reconocido
como normal en que no se pudieran rastrear indicios de rasgos neuróticos. Los neuróticos
conllevan más o menos las mismas disposiciones {constitucionales} que los otros seres
humanos, vivencian lo mismo, las tareas que deben tramitar no son diversas. ¿Por qué,
entonces, su vida es tanto peor y más difícil, y en ella sufren más sensaciones displacenteras,
angustia y dolores?
No necesitamos quedar debiendo la respuesta a estas preguntas, A unas desarmonías
cuantitativas hay que imputar la insuficiencia y el padecer de los neuróticos. En efecto, la
causación de todas las plasmaciones de la vida humana ha de buscarse en la acción recíproca
entre predisposiciones congénitas(185) y vivencias accidentales. Y bien; cierta pulsión puede
ser constitucionalmente demasiado fuerte o demasiado débil, cierta aptitud estar atrofiada o no
haberse plasmado en la vida de manera suficiente; y, por otra parte, las impresiones y vivencias
externas pueden plantear a los se res humanos individuales demandas de diversa intensidad, y
lo que la constitución de uno es capaz de dominar puede ser todavía para otro una tarea
demasiado pesada. Estas diferencias cuantitativas condicionarán la diversidad del desenlace.
Enseguida hemos de decirnos, sin embargo, que esta explicación no es satisfactoria. Es
excesivamente general, explica demasiado. La indicada etiología vale para todos los casos de
pena, miseria y parálisis anímicas, pero no todos esos estados pueden llamarse neuróticos.
Las neurosis tienen caracteres específicos, son una miseria de índole particular. Así, por fuerza
esperaremos hallar para ellas unas causas específicas, o bien podemos formarnos la
representación de que entre las tareas que la vida anímica debe dominar hay algunas en las que
es fácil fracasar, de suerte que de esto derivaría la particularidad de los a menudo muy
asombrosos fenómenos neuróticos, sin que nos viéramos precisados a retractarnos de
nuestras aseveraciones anteriores. Si es correcto que las neurosis no se distancian de la
norma en nada esencial, su estudio promete brindarnos unos valiosos aportes para el
conocimiento de esa norma. De tal modo, quizá descubramos los «puntos débiles» de toda
organización normal.
La conjetura que acabamos de formular se confirma. Las experiencias analíticas nos enseñan
que real y efectivamente existe una exigencia pulsional cuyo dominio en principio fracasa o se
logra sólo de manera incompleta, y una época de la vida que cuenta de manera exclusiva o
prevaleciente para la génesis de una neurosis. Estos dos factores, naturaleza pulsional y época
de la vida, demandan ser abordados por separado, aunque tienen bastante que ver entre sí.
Acerca del papel de la época de la vida podemos manifestarnos con bastante certidumbre. Al
parecer, únicamente en la niñez temprana (hasta el sexto año) pueden adquirirse neurosis, si
bien es posible que sus síntomas sólo mucho más tarde salgan a la luz. La neurosis de la
infancia puede devenir manifiesta por breve lapso o aun pasar inadvertida. La posterior
contracción de neurosis se anuda en todos los casos a aquel preludio infantil. Quizá la neurosis
llamada «traumática» (por terror hiperintenso, graves conmociones somáticas debidas a
choques ferroviarios, enterramiento por derrumbe, etc.) constituya una excepción en este punto;
sus nexos con la condición infantil se han sustraído a la indagación hasta hoy. La prioridad
etiológica de la primera infancia es fácil de fundamentar. Las neurosis son, como sabemos,
unas afecciones del yo, y no es asombroso que el yo, mientras todavía es endeble, inacabado e
incapaz de resistencia, fracase en el dominio {BewäItigung} de tareas que más tarde podría
tramitar jugando. (Las exigencias pulsionales de adentro, así como las excitaciones del mundo
exterior, ejercen en tal caso el efecto de unos «traumas», en particular si son solicitadas por
ciertas predisposiciones.) El yo desvalido se defiende de ellas mediante unos intentos de huida
(represiones {esfuerzos de desalojo}) que más tarde resultan desacordes al fin y significan
unas limitaciones duraderas para el desarrollo ulterior. Los deterioros del yo por sus primeras
vivencias nos aparecen desproporcionadamente grandes, pero no hay más que recurrir a esta
analogía: considérese, como en los experimentos de Roux(186), la diferencia del efecto si se
dirige un alfilerazo sobre un conjunto de células germinales en proceso de división, en lugar de
hacerlo sobre el animal acabado que se desarrolló desde ellas. A ningún individuo humano le
son ahorradas tales vivencias traumáticas, ninguno se libra de las represiones por estas
incitadas. Estas cuestionables reacciones del yo quizá sean indispensables para el logro de
otra meta fijada a esa misma época de la vida. El pequeño primitivo debe devenir en pocos años
una criatura civilizada, recorrer, en abreviación casi ominosa, un tramo enormemente largo del
desarrollo de la cultura. Si bien esto es facilitado por una predisposición hereditaria {heriditäre
Disposition}, casi nunca puede prescindir del auxilio de la educación, del influjo de los
progenitores, el cual, como precursor del superyó, limita la actividad del yo mediante
prohibiciones y castigos, y promueve que se emprendan represiones u obliga a esto. Por eso no
es lícito olvidar la inclusión del influjo cultural entre las condiciones de la neurosis. Discernimos
que al bárbaro le resulta fácil ser sano; para el hombre de cultura, es una tarea dura. Puede
parecernos concebible la añoranza de un yo fuerte, desinhibido; pero (la época presente nos lo
enseña) ella es enemiga de la cultura en el más profundo sentido. Y como las exigencias de la
cultura están subrogadas por la educación dentro de la familia, nos vemos precisados a incluir
también en la etiología de las neurosis este carácter biológico de la especie humana: el largo
período de dependencia infantil.
Por lo que atañe al otro punto, el factor pulsional específico, descubrimos aquí una interesante
disonancia entre teoría y experiencia. En lo teórico, no hay objeción alguna contra el supuesto
de que cualquier clase de exigencia pulsional pueda dar ocasión a las mismas represiones con
sus consecuencias. Sin embargo, nuestra observación nos muestra de manera regular, hasta
donde podemos apreciarlo, que las excitaciones a que corresponde ese papel patógeno
proceden de pulsiones parciales de la vida sexual. Los síntomas de las neurosis son de cabo a
rabo, se diría, una satisfacción sustitutiva de algún querer-alcanzar sexual o bien unas medidas
para estorbarlas, por lo general unos compromisos entre ambas cosas, como los que se
producen entre opuestos siguiendo las leyes que rigen para lo inconciente. Esa laguna dentro
de nuestra teoría no se puede llenar por el momento; la decisión se dificulta porque la mayoría
de las aspiraciones de la vida sexual no son de naturaleza puramente erótica, sino que surgen
de unas aleaciones de partes eróticas con partes de la pulsión de destrucción. Comoquiera que
sea, no puede caber ninguna duda de que las pulsiones que se dan a conocer fisiológicamente
como sexualidad desempeñan un papel sobresaliente e inesperadamente grande en la
causación de las neurosis; queda sin resolver si ese papel es exclusivo. Es preciso ponderar
también que ninguna otra función ha experimentado como la sexual, justamente, un rechazo tan
enérgico y tan vasto en el curso del desarrollo cultural. La teoría tendrá que conformarse con
algunas referencias que denuncian un nexo más profundo: que el período de la primera infancia,
en el trascurso del cual el yo empieza a diferenciarse del ello, es también la época del temprano
florecimiento sexual al que pone término el período de latencia; que difícilmente se deba al azar
que esa prehistoria significativa caiga luego bajo la amnesia infantil; y, por último, que unas
alteraciones biológicas dentro de la vida sexual como lo son la acometida de la función en dos
tiempos, la pérdida del carácter de la periodicidad en la excitación sexual y la mudanza en la
relación entre la menstruación femenina y la excitación masculina, que estas innovaciones
dentro de la sexualidad, decíamos, no pueden menos que haber sido muy significativas para el
desarrollo del animal al ser humano. Queda reservado a la ciencia del futuro componer en una
nueva unidad los datos que hoy siguen aislados. No es la psicología, sino la biología, la que
muestra aquí una laguna. Quizá no andemos errados si decimos que el punto débil en la
organización del yo se situaría en su conducta frente a la función sexual, como si la oposición biológica entre conservación de si y conservación de la especie se hubiera procurado en este
punto una expresión psicológica.
Si la experiencia analítica nos ha convencido sobre el pleno acierto de la tesis, a menudo
formulada, según la cual el niño es psicológicamente el padre del adulto, y las vivencias de sus
primeros años poseen una significación inigualada para toda su vida posterior, presentará para
nosotros un interés particular que exista algo que sea lícito designar la vivencia central de este
período de la infancia. Nuestra atención es atraída en primer lugar por los efectos de ciertos
influjos que no alcanzan a todos los niños, aunque se presentan con bastante frecuencia, como
el abuso sexual contra ellos cometido por adultos, su seducción por otros niños poco mayores
(hermanos y hermanas) y, cosa bastante inesperada, su conmoción al ser partícipes de
testimonios auditivos y visuales de procesos sexuales entre adultos (los padres), las más de las
veces en una época en que no se les atribuye interés ni inteligencia para tales impresiones, ni la
capacidad de recordarlas más tarde. Es fácil comprobar en cuán grande extensión la
sensibilidad sexual del niño es despertada por tales vivencias, y es esforzado su
querer-alcanzar sexual por unas vías que ya no podrá abandonar. Dado que estas impresiones
caen bajo la represión enseguida, o bien tan pronto quieren retornar como recuerdo, establecen
la condición para la compulsión neurótica que más tarde imposibilitará al yo gobernar la función
sexual y probablemente lo mueva a extrañarse de ella de manera permanente. Esta última
reacción tendrá por consecuencia una neurosis; si falta, se desarrollarán múltiples perversiones
o una rebeldía total de esta función, cuya importancia es inconmensurable no sólo para la
reproducción, sino para la configuración de la vida en su totalidad.
Por instructivos que sean estos casos, merece nuestro interés en grado todavía más alto el
influjo de una situación por la que todos los niños están destinados a pasar y que deriva de
manera necesaria del factor de la crianza prolongada y de la convivencia con los progenitores.
Me refiero al complejo de Edipo, así llamado porque su contenido esencial retorna en la saga
griega del rey Edipo, cuya figuración por un gran dramaturgo afortunadamente ha llegado a
nosotros. El héroe griego mata a su padre y toma por esposa a su madre. Que lo haga sin
saberlo, pues no los reconoce como sus padres, es una desviación respecto del estado de
cosas en el análisis, una desviación que comprendemos bien y aun reconocemos como
forzosa.
Aquí tenemos que describir por separado el desarrollo de varoncito y niña -hombre y mujer-,
pues ahora la diferencia entre los sexos alcanza su primera expresión psicológica. El hecho de
la dualidad de los sexos se levanta ante nosotros a modo de un gran enigma, una ultimidad para
nuestro conocimiento, que desafía ser reconducida a algo otro. El psicoanálisis no ha aportado
nada para aclarar este problema, que, manifiestamente, pertenece por entero a la biología. En la
vida anímica sólo hallamos reflejos de aquella gran oposición, interpretar la cual se vuelve difícil
por el hecho, vislumbrado de antiguo, de que ningún individuo se limita a los modos de reacción
de un solo sexo, sino que de continuo deja cierto sitio a los del contrapuesto, tal como su
cuerpo conlleva, junto a los órganos desarrollados de uno de los sexos, también los mutilados
rudimentos del otro, a menudo devenidos inútiles. Para distinguir lo masculino de lo femenino en
la vida anímica nos sirve una ecuación convencional y empírica, a todas luces insuficiente.
Llamamos «masculino» a todo cuanto es fuerte y activo, y «femenino» a lo débil y pasivo. Este
hecho de la bisexualidad, también psicológica, entorpece todas nuestras averiguaciones y
dificulta su descripción.
El primer objeto erótico del niño es el pecho materno nutricio; el amor se engendra apuntalado
en la necesidad de nutrición satisfecha. Por cierto que al comienzo el pecho no es distinguido
del cuerpo propio, y cuando tiene que ser divorciado del cuerpo, trasladado hacia «afuera» por
la frecuencia con que el niño lo echa de menos, toma consigo, como «objeto», una parte de la
investidura libidinal originariamente narcisista. Este primer objeto se completa luego en la
persona de la madre, quien no sólo nutre, sino también cuida, y provoca en el niño tantas otras
sensaciones corporales, así placenteras como displacenteras. En el cuidado del cuerpo,, ella
deviene la primera seductora del niño. En estas dos relaciones arraiga la significatividad única
de la madre, que es incomparable y se fija inmutable para toda la vida, como el primero y más
intenso objeto de amor, como arquetipo de todos los vínculos posteriores de amor. . . en ambos
sexos. Y en este punto el fundamento filogenético prevalece tanto sobre el vivenciar personal
accidental que no importa diferencia alguna que el niño mame efectivamente del pecho o se lo
alimente con mamadera, y así nunca haya podido gozar de la ternura del cuidado materno. Su
desarrollo sigue en ambos casos el mismo camino, y quizás en el segundo la posterior
añoranza crezca tanto más. Y en la medida en que en efecto haya sido amamantado en el
pecho materno, tras el destete siempre abrigará la convicción de que aquello fue demasiado
breve y escaso.
Esta introducción no es superflua: puede aguzar nuestra inteligencia de la intensidad del
complejo de Edipo. Cuando el varoncito (a partir de los dos o los tres años) ha entrado en la
fase fálica de su desarrollo libidinal, ha recibido sensaciones placenteras de su miembro sexual
y ha aprendido a procurárselas a voluntad mediante estimulación manual, deviene el amante de
la madre. Desea poseerla corporalmente en las formas que ha colegido por sus observaciones
y vislumbres de la vida sexual, y procura seducirla mostrándole su miembro viril, de cuya
posesión está orgulloso. En suma, su masculinidad de temprano despertar busca sustituir junto
a ella al padre, quien hasta entonces ha sido su envidiado arquetipo por la fuerza corporal que
en él percibe y la autoridad con que lo encuentra revestido. Ahora el padre es su rival, le estorba
el camino y le gustaría quitárselo de en medio. Si durante una ausencia del padre le es permitido
compartir el lecho de la madre, de donde es de nuevo proscrito tras el regreso de aquel, la
satisfacción al desaparecer el padre y el desengaño cuando reaparece le significan unas
vivencias que calan en lo hondo. Este es el contenido del complejo de Edipo, que la saga griega
ha traducido del mundo de la fantasía del niño a una presunta realidad objetiva. En nuestras
constelaciones culturales, por regla general se le depara un final terrorífico.
La madre ha comprendido muy bien que la excitación sexual del varoncito se dirige a su propia
persona. En algún momento medita entre sí que no es correcto consentirla. Cree hacer lo justo
si le prohibe el quehacer manual con su miembro. La prohibición logra poco, a lo sumo produce
una modificación en la manera de la autosatisfacción. Por fin, la madre echa mano del recurso
más tajante: amenaza quitarle la cosa con la cual él la desafía. Por lo común, cede al padre la
ejecución de la amenaza, para hacerla más terrorífica y creíble: se lo dirá al padre y él le cortará
el miembro. Asombrosamente, esta amenaza sólo produce efectos si antes o después se
cumple otra condición. En sí, al muchacho le parece demasiado inconcebible que pueda
suceder algo semejante. Pero si a raíz de esa amenaza puede recordar la visión de unos
genitales femeninos o poco después le ocurre verlos, unos genitales a los que les falta esa
pieza apreciada por encima de todo, entonces cree en la seriedad de lo que ha oído y vivencia,
al caer bajo el influjo del complejo de castración, el trauma más intenso de su joven vida (ver nota(187)).
Los efectos de la amenaza de castración son múltiples e incalculables; atañen a todos los
vínculos del muchacho con padre y madre, y luego con hombre y mujer en general. Las más de
las veces, la masculinidad del niño no resiste esta primera conmoción. Para salvar su miembro
sexual, renuncia de manera más o menos completa a la posesión de la madre, y a menudo su
vida sexual permanece aquejada para siempre por esa prohibición. Si está presente en él un
fuerte componente femenino, según lo hemos expresado, este cobra mayor intensidad por obra
del amedrentamiento de la masculinidad. El muchacho cae en una actitud pasiva hacia el padre,
como la que atribuye a la madre. Es cierto que a consecuencia de la amenaza resignó la
masturbación, pero no la actividad fantaseadora que la acompaña. Al contrario, esta, siendo la
única forma de satisfacción sexual que le ha quedado, es cultivada más que antes y en tales
fantasías él sin duda se identificará todavía con el padre, pero también al mismo tiempo, y quizá
de manera predominante, con la madre. Retoños y productos de trasmudación de estas
fantasías onanistas tempranas suelen procurarse el ingreso en su yo posterior y consiguen
tomar parte en la formación de su carácter. Independientes de tal promoción de su feminidad, la
angustia ante el padre y el odio contra él experimentarán un gran acrecentamiento. La
masculinidad del muchacho se retira, por así decir, a una postura de desafío al padre, que habrá
de gobernar compulsivamente su posterior conducta en la comunidad humana. Como resto de
la fijación erótica a la madre suele establecerse una hipertrófica dependencia de ella, que se
prolongará más tarde como servidumbre hacia la mujer (ver nota(188)). Ya no osa amar a la
madre, pero no puede arriesgar no ser amado por ella, pues así correría el peligro de ser
denunciado por ella al padre y quedar expuesto a la castración. La vivencia íntegra, con todas
sus condiciones previas y sus consecuencias, de la cual nuestra exposición sólo pudo ofrecer
una selección, cae bajo una represión de extremada energía y, como lo permiten las leyes del
ello inconciente, todas las mociones de sentimiento y todas las reacciones en recíproco
antagonismo, en aquel tiempo activadas, se conservan en lo inconciente y están prontas a
perturbar el posterior desarrollo yoico tras la pubertad. Cuando el proceso somático de la
maduración sexual reanima las viejas fijaciones libidinales en apariencia superadas, la vida
sexual se revelará inhibida, desunida, y se fragmentará en aspiraciones antagónicas entre sí.
Por cierto que la injerencia de la amenaza de castración dentro de la vida sexual germinal del
varoncito no siempre tiene esas temibles consecuencias. También aquí dependerá de unas
relaciones cuantitativas la medida del daño que se produzca o se ahorre. Todo el episodio -en el
que es lícito ver la vivencia central de la infancia, el máximo problema de la edad temprana y la
fuente más poderosa de una posterior deficiencia- es olvidado de una manera tan radical que su
reconstrucción dentro del trabajo analítico choca con la más decidida incredulidad del adulto.
Más aún: el extrañamiento llega hasta acallar toda mención del asunto prohibido y hasta
desconocer, con un raro enceguecimiento intelectual, las más evidentes recordaciones de él.
Así, se ha podido oír la objeción de que la saga del rey Edipo en verdad no tiene nada que ver
con la construcción del análisis: ella sería un caso por entero diverso, pues Edipo no sabía que
era su padre aquel a quien daba muerte y su madre aquella a quien desposaba. Pero con ello
se descuida que semejante desfiguración es indispensable si se intenta una plasmación poética
del material, y que esta no introduce nada ajeno, sino que se limita a valorizar con destreza los
factores dados en el tema. La condición de no sapiencia {Unwissenbeit} de Edipo es la legítima
figuración de la condición de inconciente {Unbewusstheit} en que toda la vivencia se ha hundido
para el adulto, y la compulsión del oráculo, que libra de culpa al héroe o está destinada a
quitársela, es el reconocimiento de lo inevitable del destino que ha condenado a los hijos
varones a vivir todo el complejo de Edipo. Cuando en otra ocasión se hizo notar desde el campo
del psicoanálisis qué fácil solución hallaba el enigma de otro héroe de la creación literaria, el
irresoluto Hamlet pintado por Shakespeare, refiriéndolo al complejo de Edipo -pues el príncipe
fracasa en la tarea de castigar en otro lo que coincide con el contenido de sus propios deseos
edípicos-, la universal incomprensión del mundo literario mostró cuán pronta estaba la masa de
los hombres a retener sus represiones infantiles (ver nota(189)).
Y, no obstante, más de un siglo antes de la emergencia del psicoanálisis, el francés Diderot
había dado testimonio sobre la significación del complejo de Edipo expresando el distingo entre
prehistoria y cultura en estos términos: «Si le petit sauvage était abandonné á luimeme, qu’il
conservát toute son imbécillité, et qu’il réunit au peu de raison de Venlant au berceau la violence
des passions de l’homme de trente ans, il tordrait le col á son pere et coucherait avec sa mére»
(ver nota y traducción(190)). Me atrevo a decir que si el psicoanálisis no pudiera gloriarse de
otro logro que haber descubierto el complejo de Edipo reprimido, esto solo sería mérito
suficiente para que se lo clasificara entre las nuevas adquisiciones valiosas de la humanidad.
Los efectos del complejo de castración son más uniformes en la niña pequeña, y no menos
profundos. Desde luego, ella no tiene que temer la pérdida del pene, pero no puede menos que
reaccionar por no haberlo recibido. Desde el comienzo envidia al varoncito por su posesión; se
puede decir que todo su desarrollo se consuma bajo el signo de la envidia del pene. Al principio
emprende vanas tentativas por equipararse al muchacho y, más tarde, con mejor éxito, unos
empeños por resarcirse de su defecto, empeños que, en definitiva, pueden conducir a la actitud
femenina normal. Si en la fase fálica intenta conseguir placer como el muchacho, por
estimulación manual de los genitales, suele no conseguir una satisfacción suficiente y extiende
el juicio de la inferioridad de su mutilado pene a su persona total. Por regla general, abandona
pronto la masturbación, porque no quiere acordarse de la superioridad de su hermano varón o
su compañerito de juegos, y se extraña por completo de la sexualidad.
Si la niña pequeña persevera en su primer deseo de convertirse en un «varón», en el caso
extremo terminará como una homosexual manifiesta; de lo contrarío, expresará en su posterior
conducta de vida unos acusados rasgos masculinos, escogerá una profesión masculina, etc. El
otro camino pasa por el desasimiento de la madre amada, a quien la hija, bajo el influjo de la
envidia del pene, no puede perdonar que la haya echado al mundo tan defectuosamente dotada.
En la inquina por ello, resigna a la madre y la sustituye por otra persona como objeto de amor: el
padre. Cuando uno ha perdido un objeto de amor, la reacción inmediata es identificarse con él,
sustituirlo mediante tina identificación desde adentro, por así decir. Este mecanismo acude aquí
en socorro de la niña pequeña. La identificación-madre puede relevar ahora a la ligazón-madre.
La hijita se pone en el lugar de la madre, tal como siempre lo ha hecho en sus juegos; quiere
sustituirla al lado del padre, y ahora odia a la madre antes amada, con una motivación doble: por
celos y por mortificación a causa del pene denegado. Su nueva relación con el padre puede
tener al principio por contenido el deseo de disponer de su pene, pero culmina en otro deseo:
recibir el regalo de un hijo de él. Así, el deseo del hijo ha remplazado al deseo del pene o, al
menos, se ha escindido de este.
Es interesante que en la mujer la relación entre complejo de Edipo y complejo de castración se
plasme de manera tan diversa, y aun contrapuesta, que en el varón. En este, según hemos averiguado, la amenaza de castración pone fin al complejo de Edipo; y en el caso de la mujer
nos enteramos de que ella, al contrario, es esforzada hacia su complejo de Edipo por el efecto
de la falta de pene. Para la mujer conlleva mínimos daños permanecer en su postura edípica
femenina (se ha propuesto, para designarla, el nombre de «complejo de Electra(191)»).
Escogerá a su marido por cualidades paternas y estará dispuesta a reconocer su autoridad. Su
añoranza de poseer un pene, añoranza en verdad insaciable, puede llegar a satisfacerse si ella
consigue totalizar {vervollständigen} el amor por el órgano como amor por el portador de este,
como en su tiempo aconteció con el progreso del pecho materno a la persona de la madre.
Si se demanda al analista que diga, guiándose por su experiencia, qué formaciones psíquicas
de sus pacientes se han demostrado menos asequibles al influjo, la respuesta será: En la
mujer, el deseo del pene; en el varón, la actitud femenina hacia el sexo propio, que tiene por
premisa la pérdida del pene (ver nota(192)).
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