Nota introductoria:
El episodio sobre el cual versa este trabajo tuvo lugar durante el viaje que hizo Freud a la costa del Adriático en setiembre de 1898. Al retornar a Viena, envió a Fliess una síntesis de ese episodio en la carta del 22 de setiembre (Freud, 1950a, Carta 96), y días más tarde (27 de setiembre, Carta 97) le informaba haber remitido el artículo a la revista en que al poco tiempo apareció. Fue este el primer relato publicado de una operación fallida, y Freud lo tomó como base para el capítulo inicial de la obra en que trató, con mayor amplitud, ese tema: Psicopatología de la vida cotidiana (1901b); en nuestra «Introducción» a dicha obra (AE, 6, pág. 6) nos ocupamos más extensamente de la cuestión. El presente trabajo sólo fue reimpreso en alemán con posterioridad a la muerte de Freud, más de cincuenta años después de su primera publicación. Teniendo en cuenta lo que apunta el autor al comienzo de Psicopatología de la vida cotidiana, se ha dado por sentado, en general, que el presente texto no fue sino un borrador preliminar de la versión definitiva incluida luego en ese libro. No obstante, una comparación de los dos textos muestra que sólo los lineamientos principales son los mismos; el hilo de la argumentación sigue aquí una trayectoria diferente, y en uno o dos puntos el material es más amplio.
James Strachey.
Sin duda, todos han vivenciado en sí mismos u observado en otros el fenómeno de la desmemoria, que yo quiero aquí describir y luego esclarecer. Ataca de preferencia el uso de nombres propios -nomina propria- y se exterioriza de la siguiente manera: en el contexto de una plática uno se ve precisado a confesar a su interlocutor que no puede hallar cierto nombre del que quería valerse, y le pide su ayuda -infructuosa las más de las veces: «¿Cómo se llama, pues, … ? Es un nombre tan conocido … Lo tengo en la punta de la lengua; en un instante se me ocurrirá». Y bien, una excitación de inequívoco enojo, semejante a la de los afásicos motores, acompaña los ulteriores empeños por hallar el nombre del cual uno tiene la sensación de haber dispuesto un momento antes. En los casos apropiados, hay dos fenómenos colaterales dignos de nota. El primero, que el enérgico empeño voluntario de aquella función que llamamos atención se muestra impotente para recuperar el nombre perdido mientras ese empeño prosigue. El segundo, que a cambio del nombre buscado acude enseguida otro que es discernido como incorrecto y desestimado, no obstante lo cual retorna de continuo. O bien uno halla en su memoria, en lugar de un nombre sustitutivo, unas letras o una sílaba que reconoce como integrantes del nombre buscado. Uno se dice, por ejemplo: «Empieza con B». Cuando por un camino cualquiera se logra al fin averiguar el nombre, en la inmensa mayoría de los casos se comprueba que no empezaba con B ni contenía en ninguna parte esa letra. (1)
El mejor procedimiento para apoderarse del nombre buscado consiste, como es sabido, en «no pensar en él», vale decir, distraer de la tarea la parte de la atención sobre la cual se dispone a voluntad. Pasado un rato, el nombre buscado se le «descerraja» a uno; imposible abstenerse de proferirlo en voz alta, para gran asombro del interlocutor, quien ya ha olvidado el episodio y participó muy poco en los empeños del hablante. «No tiene importancia el nombre. Siga usted adelante», suele manifestar aquel. Durante todo el tiempo previo al desenlace, y aun luego de la distracción deliberada, uno se siente preocupado en una medida que el interés intrínseco del asunto de hecho no esclarece. (2)
En algunos casos de olvido de nombres que yo mismo he vivenciado, pude explicarme por medio de análisis psíquico el proceso en ellos sobrevenido. Quiero informar en detalle sobre el más simple y trasparente de esos casos.
Cierta vez, durante las vacaciones de verano, emprendí un viaje en coche desde la bella Ragusa (3) hacia una ciudad cercana, de Herzegovina; la plática con mi compañero tocó, como es fácil de comprender, el estado de ambos países (Bosnia y Herzegovina (4)) y el carácter de sus habitantes. Le conté acerca de diversas peculiaridades de los turcos que allí viven, tal como se las había oído describir años antes a un colega que residió largo tiempo entre ellos como médico. Al rato nuestra conversación recayó sobre Italia y sobre cuadros, y tuve ocasión de recomendar vivamente a mi compañero ir alguna vez a Orvieto para contemplar allí los frescos del fin del mundo y del Juicio Final, con los que un gran pintor adornó una de las capillas de la Catedral. Pero el nombre del pintor se me pasó de la memoria, y no podía recuperarlo. Esforcé mi memoria; hice desfilar ante mi recuerdo todos los detalles del día, pasado en Orvieto, convenciéndome así de que ni el menor de ellos se había borrado u oscurecido. Al contrario, pude representarme los cuadros con mayor vividez sensorial de la que soy capaz comúnmente (5); y con particular nitidez tenía ante mis ojos el autorretrato del pintor -el rostro severo, las manos entrelazadas-, que él había realizado en un ángulo de uno de los cuadros junto al retrato de su predecesor en el trabajo, Fra Angelico da Fiesole; pero el nombre del artista, tan usual para mí, se me escondía con obstinación. Mi compañero de viaje no pudo ayudarme; mis continuados empeños no tuvieron más resultado que hacer aflorar otros dos nombres de artistas, que yo empero sabía que no podían ser los correctos: Botticelli y, en segunda línea, Boltraffio (6). El retorno del grupo fónico «Bo» en ambos nombres sustitutivos acaso indujera a un inexperto a conjeturar que pertenecería también al nombre buscado; pero yo me guardé bien de admitir esa expectativa.
Como durante el viaje no tuve acceso a libros de consulta, debí sobrellevar esta ausencia de recuerdo y el martirio interior a ella conectado, que retornaba varias veces cada día; hasta que topé con un italiano culto que me liberó comunicándome el nombre: Signorelli. Pude entonces agregar por mí mismo el nombre de pila, Luca. El recuerdo hipernítido de los rasgos faciales del maestro, pintados por él sobre su cuadro, empalideció pronto.
Ahora bien, ¿qué influjos me habían hecho olvidar el nombre de Signorelli, que me era tan familiar y que tan fácilmente se imprime en la memoria? ¿Y qué caminos habían llevado a su sustitución por los nombres de Botticelli y Boltraffio? Para esclarecer ambas cosas me bastó remontarme un poco a las circunstancias en que se produjo el olvido.
Poco antes de pasar al tema de los frescos de la Catedral de Orvieto, yo había narrado a mi compañero de viaje lo que años antes había oído de mi colega sobre los turcos de Bosnia. Tratan ellos al médico con particular respeto y, en total oposición a nuestro pueblo, se muestran resignados ante los decretos del destino. Si el médico se ve obligado a comunicar al padre de familia que uno de sus allegados morirá fatalmente, su réplica es: «Herr {Señor}, no hay nada más que decir. ¡Yo sé que si se lo pudiera salvar, lo habrías salvado!». Vecino a esta historia descansaba en mí memoria otro recuerdo, a saber: mi colega me contó sobre la importancia, superior a cualquier otra cosa, que estos bosnios conceden a los goces sexuales. Uno de sus pacientes le dijo cierta vez: «Sabes tú, Herr, cuando eso ya no ande, la vida perderá todo valor». Y en aquel momento nos pareció que cabía suponer un nexo íntimo entre los dos rasgos de carácter, aquí elucidados, del pueblo bosnio. Pero cuando durante el viaje a Herzegovina recordé este relato, sofoqué lo segundo, donde se tocaba el tema de la sexualidad. Poco después se me pasó de la memoria el nombre de Signorelli y acudieron en sustitución los nombres de Botticelli y Boltraffio.
El influjo que había vuelto inasequible para el recuerdo el nombre de Signorelli, o que lo había «reprimido» (esforzado al desalojo}, como yo tengo el hábito de decir, sólo podía partir de aquella historia sofocada sobre la valoración de muerte y goce sexual. Y si así era, se debían comprobar las representaciones intermedias que habían servido para el enlace entre ambos temas. El parentesco de contenido -el «Juicio Final» aquí, muerte y sexualidad allí- parece desdeñable; como se trataba del esfuerzo de desalojo de un nombre de la memoria, en principio era probable que el enlace se hubiera producido entre nombre y nombre. Ahora bien, «Signor» significa «Herr» {señor}; y «Herr» se reencuentra también en el nombre de «Herzegovina». Además, no carecía de gravitación que ambos dichos de los pacientes, que yo hube de recordar, contuvieran «Herr» como forma de dirigirse al médico. La traducción «Signor», para «Herr», fue entonces el camino siguiendo el cual la historia por mí sofocada había atraído en pos de ella, a la represión, el nombre que yo buscaba. El proceso entero fue facilitado, evidentemente, por el hecho de que en Ragusa yo hablé todo el tiempo en italiano, es decir, me había habituado a traducir en mi mente del alemán al italiano. (7)
Y entonces, cuando me empeñaba en recuperar el nombre del pintor, en llamarlo para que volviera de la represión, no pudo menos que cobrar vigencia la ligazón en que aquel había entrado mientras tanto. Hallé, sí, unos nombres de artistas, mas no los correctos, sino unos desplazados descentrados}; y la línea de plomada del desplazamiento estaba dada por los nombres contenidos en el tema reprimido. «Botticelli» contiene las mismas sílabas finales que «Signorelli»; vale decir, habían sido recuperadas las sílabas finales, que no podían anudar, como el fragmento inicial «Signor», una referencia directa al nombre de Herzegovina; y también el nombre de «Bosnia», que de manera regular se enlaza con el de Herzegovina, había mostrado su influjo guiando la sustitución hacia dos nombres de artistas que empiezan con la misma «Bo»: Botticelli, y luego Boltraffio. De esta suerte, el hallazgo del nombre de Signorelli resultaba perturbado por el tema que tras él yacía, dentro del cual entraban en escena los nombres de Bosnia y Herzegovina.
Para que este tema pudiera exteriorizar tales efectos no habría bastado con que yo lo sofocara en algún momento de la plática, para lo cual eran por cierto decisivos unos motivos contingentes. Más bien será preciso suponer que, a su turno, ese tema posee íntima conexión con unas ilaciones de pensamiento que en mí se encuentran en el estado de la represión; es decir que, no obstante la intensidad del interés que sobre ellas recae, tropiezan con una resistencia que las mantiene apartadas de su procesamiento por una cierta instancia psíquica y, así, de la conciencia. Que por aquel tiempo las cosas estuvieran efectivamente de ese modo en mi interior con relación al tema «muerte y sexualidad», es algo de lo cual tengo algunas pruebas por mi autoexploración, y no necesito consignarlas en este lugar. Pero puedo llamar la atención sobre un efecto que parte de estos pensamientos que se encuentran en la represión. La experiencia me ha enseñado a reclamar que para cada resultado psíquico se deba presentar su esclarecimiento pleno y aun su sobredeterminación, y ahora me parece que el segundo nombre sustitutivo, «Boltraffio», del que hasta ahora sólo las primeras letras se justificaron por su asonancia con «Bosnia», pide una determinación ulterior. Y a raíz de esto me acuerdo de que en ninguna época me preocuparon más tales pensamientos reprimidos que unas semanas antes, después que yo hube recibido cierta noticia (8). El lugar donde me alcanzó esa noticia se llama «Trafoi», y este nombre es demasiado semejante a la segunda mitad del nombre «Boltraffio» para no haber ejercido un influjo de comando sobre la elección de este. Se podría ensayar un pequeño esquema para las relaciones que ahora se han puesto en claro [véase la siguiente figura].
Quizá no esté desprovisto, en sí, de interés poder penetrar el proceso de un suceso psíquico de esta clase, que se incluye entre las perturbaciones mínimas en el dominio del aparato psíquico y es conciliable con una salud psíquica no turbada en lo demás. Pero el ejemplo aquí elucidado gana muchísimo en interés cuando uno se entera de que es posible considerarlo directamente como un modelo de los procesos patológicos a que deben su génesis los síntomas psíquicos de las psiconeurosis -histeria, representar obsesivo y paranoia-. Aquí como allí, los mismos elementos, e idéntico juego de fuerzas entre estos. De igual manera, y por medio de unas asociaciones de parecida superficialidad, una ilación de pensamiento reprimida se apodera en la neurosis de una impresión reciente inofensiva, y la atrae hacia abajo, junto a ella, a la represión. El mismo mecanismo que desde «Signorelli» hace generarse los nombres sustitutivos «Botticelli» y «Boltraffio», la sustitución por representaciones intermedias o de compromiso, gobierna también la formación de los pensamientos obsesivos y de los espejismos paranoicos del recuerdo. La aptitud de un caso así de desmemoria para desprender un displacer que perdura hasta el momento de la tramitación, aptitud ininteligible en general y que mi interlocutor de hecho no entendió, halla su plena analogía en la manera en que unas masas de pensamientos reprimidos adhieren su capacidad afectiva a un síntoma cuyo contenido psíquico aparece a nuestro juicio como de todo punto inadecuado para semejante desprendimiento de afecto. Y, por último, que la tensión íntegra se solucione cuando un extraño comunica el nombre correcto es un buen ejemplo de la eficacia de la terapia psicoanalítica, que aspira a enderezar las represiones y los desplazamientos, y elimina el síntoma mediante la reintroducción del objeto psíquico genuino. (9)
Entre los múltiples factores que concurren para producir una flaqueza de memoria o una ausencia de recuerdo no se puede omitir, por tanto, la parte que desempeña la represión, que empero es comprobable no sólo en neuróticos, sino también, de una manera cualitativamente semejante, en seres humanos normales. Cabe aseverarlo con total universalidad: la facilidad -y en definitiva también la fidelidad- con que evocamos en la memoria cierta impresión no depende sólo de la constitución psíquica del individuo, de la intensidad de la impresión en el momento en que era reciente, del interés que entonces se le consagró, de la constelación psíquica presente, del interés que ahora se tenga en evocarla, de los enlaces en que la impresión fue envuelta {einbeziehen}, etc., sino que depende además del favor o disfavor de un factor psíquico particular, que se mostraría renuente a reproducir algo que desprendiera displacer o pudiera llevar, en ulterior consecuencia, a un desprendimiento de displacer. La función de la memoria, que tendemos a representarnos como un archivo abierto a todos los curiosos {Wissbegierig}, es menoscabada de este modo por una tendencia de la voluntad, lo mismo que cualquier pieza de nuestro actuar dirigido al mundo exterior. La mitad del secreto de la amnesia histérica se descubre diciendo que los histéricos no saben qué es lo que no quieren saber; y la cura psicoanalítica, que por su propio camino se empeña en llenar esas lagunas del recuerdo, llega a inteligir que una cierta resistencia contrarresta la devolución de cada uno de esos recuerdos perdidos, y que es preciso compensar su magnitud mediante un trabajo. Respecto de los procesos psíquicos que son en conjunto normales no se puede sostener, desde luego, que el influjo de este factor partidista sobre la reanimación mnémica venza de alguna manera regular a todos los otros factores intervinientes. (10)
Acerca de la naturaleza tendenciosa de nuestro recordar y olvidar he vivenciado no hace mucho un ejemplo instructivo, por delatador, que me gustaría comunicar ahora. Me había propuesto visitar por veinticuatro horas a un amigo que desdichadamente vive muy lejos de mi lugar de residencia, y me inundaban las cosas que iba a comunicarle. Pero antes me sentí obligado a visitar a cierta familia amiga en Viena, uno de cuyos integrantes se había radicado en aquella otra ciudad, a fin de llevar saludos y mensajes al ausente. Me dijeron el nombre de la pensión donde aquel vivía, el nombre de la calle y el número de la casa, y considerando mi mala memoria escribieron la dirección en una tarjeta que yo guardé en mi cartera. Al día siguiente, llegado ya a casa de mi amigo, principié: «Sólo tengo que cumplir un deber que pueda perturbar nuestro encuentro; una visita que quiero despachar primero. Tengo la dirección en mi tarjetero». Para mi asombro, no la encontré ahí. Entonces me vi remitido a mi memoria. Mi memoria para los nombres no es particularmente buena, pero de todos modos es incomparablemente mejor que para las cifras y números. Sí durante todo un año acudo como médico a determinada casa, suelo turbarme por no acordarme del número cuando es un cochero nuevo quien debe conducirme. Pero en este caso había tomado nota justamente del número de la casa: era hipernítido, como por burla; pero ni rastros de los nombres de la calle y de la pensión. De los datos de la dirección había olvidado todo cuanto habría podido servir de asidero para hallar la pensión aquella, reteniendo solamente, contra lo habitual en mí, el número inútil. Así, no pude hacer esa visita, me consolé con llamativa rapidez y me consagré por entero a mi amigo. De regreso a Viena, y ya ante mi mesa de escritorio, supe hallar de primera intención el lugar donde «distraídamente» había guardado la tarjeta con la dirección. En ese ocultamiento inconciente había actuado el mismo propósito que en mi olvido singularmente modificado. (11)
Notas:
1) [Esto se amplía un poco en Psicopatología de la vida cotidiana (1901b), AE, 6, págs. 58-9.]
2) Tampoco lo esclarecería el eventual sentimiento de displacer que produciría sentirse inhibido en una acción psíquica.
3) [La actual Dubrovnik, ciudad de la Dalmacia situada sobre la costa del Adriático. El compañero de viaje de Freud fue un abogado berlinés apellidado Freyhau (Freud, 1950a, Carta 96).]
4) [Comarcas lindantes con la Dalmacia, que antes de 1914 formaron parte del imperio austro-húngaro. Por sus nexos geográficos e históricos era habitual mencionarlas juntas, como constituyendo una unidad («Bosnia-Herzegovina».]
5) [Freud pone en primer plano aquí la observación de que, cuando un recuerdo ha sido reprimido, a menudo emerge en la conciencia, con inusual vividez, la imagen de algo nimio e irrelevante que no es el recuerdo reprimido mismo pero está estrechamente conectado con él. Se menciona otro caso al final del presente artículo, y uno similar en «Sobre los recuerdos encubridores» (1899a). En una nota a pie de página de Psicopatología de la vida cotidiana (1901b), AE, 6, pág. 20, n. 7, Freud sugiere una explicación para este fenómeno; y en ese mismo volumen se incluyen otros ejemplos agregados en 1907 y 1920, respectivamente. En uno de sus últimos trabajos, «Construcciones en el análisis» (1937d), AE, 23, págs. 267-8, Freud retorna una vez más esta cuestión y la vincula con el problema general de las alucinaciones. En todos estos ejemplos, la palabra alemana empleada es «überdeuflich» {«hipernítido»}.]
6) El primero de estos nombres me es muy familiar; en cambio, al segundo apenas lo he utilizado.
7) Se dirá: « ¡Una explicación rebuscada, retorcida!». Y, en verdad, es forzoso que produzca esa impresión, pues el tema sofocado quiere establecer por todos los medios la conexión con el no sofocado, y para ello ni siquiera desdeña el camino de la asociación externa. Una situación compulsiva semejante a la que se enfrenta para hallar una rima. [El constreñimiento a que está sujeta la construcción de un verso rimado fue descrito en La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 346. Por «asociación externa» se entiende aquí una asociación superficial basada en la homofonía, sin nexo de significado.]
8) [La del suicidio de uno de sus pacientes «a causa de una incurable perturbación sexual»; cf. Psicopatología de la vida cotidiana (11901b), AE, 6, pág. 11, Trafoi es una aldea del Tirol,]
9) [Una comparación entre el mecanismo de las operaciones fallidas y el de los síntomas neuróticos fue esbozada por Freud en su carta a Fliess del 26 de agosto de 1898 (Freud, 1950a, Carta 94), que he citado en mi «Introducción» a Psicopatología de la vida cotidiana (1901b), AE, 6, págs. 5-6 y n. 4.]
10) Sería equivocado creer que el mecanismo revelado en el texto vale sólo para casos raros. Más bien es muy frecuente. Por ejemplo: Cierta vez que yo quise narrar a un colega este mismo pequeño episodio, de pronto se me pasó de la memoria el nombre de la persona que me contó las historias de Bosnia. Solución: Inmediatamente antes yo había jugado a las cartas. El informante se llama Pick; «Pick» y «Herz» {«pique» y «corazón»} son dos de los cuatro palos de la baraja, conectados además por una pequeña anécdota en que la persona en cuestión se señala a sí misma y luego dice: «No me llamo Herz; me llamo Pick». Y «Herz» reaparece en el nombre de «Herzegovina». El Herz {corazón} desempeñaba también un papel, como órgano enfermo, en los pensamientos que llamé reprimidos.
11) [Se narra esta anécdota más sucintamente en una nota a pie de página de Psicopatología de la vida cotidiana (1901b), AE, 6, pág. 20, n, 7.]