Animismo, magia y omnipotencia de los pensamientos
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Un defecto inevitable de los trabajos que se proponen aplicar puntos de vista del psicoanálisis a temas de las ciencias del espíritu es ofrecer al lector, de ambas cosas, demasiado poco. Por eso se limitan a ser unas incitaciones; hacen al especialista unas propuestas para que él las someta a examen en su trabajo. Y ese defecto se volverá extremadamente sensible en un ensayo que se empeña en versar sobre el enorme campo de lo que se llama «animismo».
En su sentido estricto, «animismo» es la doctrina de las representaciones sobre las almas, y en su sentido lato, la de los seres espirituales en general. Además, se diferencia un «animatismo», doctrina del carácter animado de la naturaleza que se nos manifiesta como inerte [cf. AE, 13, pág. 95], y todavía le siguen el «animalismo» y el «manismo». El nombre de «animismo», aplicado antes a un determinado sistema filosófico, parece haber recibido de E. B. Tylor su actual significado.
Lo que movió a adoptar esa designación fue inteligir la concepción en extremo asombrosa que sobre la naturaleza y el universo tienen los pueblos primitivos por nosotros conocidos, tanto los históricos como los que viven aún hoy. Pueblan el universo con un sinnúmero de seres espirituales bien o mal intencionados hacia ellos; atribuyen a estos espíritus y demonios la causación de los procesos naturales, y consideran que no sólo los animales y plantas, sino las cosas inertes del universo, están animadas por ellos. Una tercera pieza, y acaso la más importante, de esta «filosofía de la naturaleza» primitiva nos parece mucho menos llamativa porque nosotros mismos no estamos todavía lo bastante distanciados de ella, a pesar de que hemos limitado en mucho la existencia de los espíritus y hoy explicamos los procesos naturales mediante el supuesto de unas fuerzas físicas impersonales. Es esta: los primitivos creen en parecida «animación» también respecto del individuo humano. Las personas poseen almas que pueden abandonar su morada y mudarse a otros seres humanos; estas almas son las porta. doras de las actividades espirituales, y en cierto grado son independientes de los «cuerpos». Originariamente, las almas eran representadas como muy semejantes a los individuos, y sólo en el curso de un largo desarrollo perdieron los caracteres de lo material hasta llegar a un alto grado de «espiritualización» .
La mayoría de los autores se inclinan a suponer que estas representaciones de almas constituyen el núcleo originario del sistema animista, que los espíritus corresponden sólo a unas almas que han devenido autónomas, y que también las almas de animales, plantas y cosas fueron formadas por analogía con las almas humanas.
¿Cómo han llegado los hombres primitivos a estas intuiciones básicas curiosamente dualistas, sobre las cuales descansa el sistema animista? Se cree que por la observación de los fenómenos del dormir (junto con el sueño) y de la muerte, tan parecida a aquel, y por el empeño de explicarse esos estados que tan de cerca incumben a todo individuo. Sobre todo, el problema de la muerte debió constituir el punto de partida de la formación de la teoría. Para los primitivos, la perduración de la vida -la inmortalidad- era lo evidente. La representación de la muerte, es tardía y se la admite sólo con vacilaciones; aun para nosotros sigue siendo vacía de contenido, y no la podemos consumar. En cuanto al papel que en la conformación de las doctrinas animistas básicas pudieron tener otras observaciones y experiencias, por ejemplo sobre imágenes oníricas, sombras, figuras especulares, etc., se han producido vivas discusiones que no han llegado a conclusión alguna.
Que el primitivo, ante el fenómeno que incita su actividad reflexiva, reaccione con la formación de las representaciones de almas y las trasfiera luego a los objetos del mundo exterior, he ahí una conducta suya que se considera por entero natural y no ofrecería más enigmas. Wundt, en vista del hecho de que las mismas representaciones animistas se han mostrado concordantes en los pueblos más diversos, manifiesta que ellas «son el necesario producto psicológico de la conciencia mitopoyética, y el animismo primitivo podría considerarse como la expresión intelectual del estado humano de naturaleza, en la exacta medida en que este último es asequible a nuestra observación». (Wundt, 1906, pág. 154.) Ya Hume, en su Historia natural de la religión [sección III], justificó la animación de lo inerte cuando escribió: «There is an universal tendency among mankind to conceive all beings like themselves, and to transfer to every object those qualities with which they are familiarly acquainted and of which they are intimately conscious» (ver traducción y nota).
El animismo es un sistema de pensamiento; no sólo proporciona la explicación de un fenómeno singular, sino que permite concebir la totalidad del universo como una trabazón única, a partir de un solo punto. Si hemos de seguir a los autores, la humanidad ha producido tres de estos sistemas de pensamiento, tres grandes cosmovisiones en el curso de las épocas: la animista (mitológica), la religiosa y la científica. Entre ellas, la creada primero, la del animismo fue acaso la más rica en consecuencias y la más exhaustiva, pues explicaba acabadamente la esencia del universo. Ahora bien, esta primera cosmovisión de la humanidad es una teoría psicológica. No forma parte de nuestros propósitos mostrar cuánto de ella se puede pesquisar todavía en la vida del presente, ya sea desvalorizado en la forma de la superstición, o vivo como base de nuestro hablar, creer y filosofar.
Y teniendo en cuenta esa secuencia de estadios constituida por las tres cosmovisiones, se afirma que el animismo no es todavía una religión, pero contiene las condiciones previas desde las cuales se edificaron más tarde las religiones. Además, es llamativo que el mito descanse sobre premisas animistas; los detalles del nexo entre mito y animismo permanecen inexplicados, empero, en sus puntos esenciales.
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Nuestro trabajo psicoanalítico se introducirá por otro sitio. No es lícito suponer que los seres humanos se hayan empinado por mero apetito de saber especulativo a la creación de su primer sistema cosmológico. La necesidad práctica de apoderarse del mundo debe de haber tenido su parte en ese empeño. Por eso no nos asombra enterarnos de que vaya de la mano del sistema animista una indicación sobre el modo de proceder para adueñarse de hombres, animales y cosas, o de sus espíritus. Esa indicación, consabida bajo el nombre de «ensalmo» {o «brujería»} y «magia», es designada por S. Reinach (1905-12, 2, pág. xv) la estrategia del animismo; yo preferiría, con Hubert y Mauss (1904 [págs. 142 y sigs.]), compararla con la técnica.
¿Puede uno separar conceptualmente ensalmo y magia? Es posible, siempre que con alguna arbitrariedad se omitan las oscilaciones del uso lingüístico. Así, ensalmo es en lo esencial el arte de influir sobre los espíritus tratándolos como en iguales condiciones se haría con los hombres, vale decir, calmándolos, apaciguándolos, consiguiendo su simpatía, amedrentándolos, arrebatándoles su poder, sometiéndolos a la propia voluntad, mediante los mismos recursos que se han hallado eficaces para los hombres vivos. La magia, en cambio, es algo diverso; en el fondo prescinde de los espíritus y se vale de un recurso particular, no del método psicológico trivial. Conjeturaremos con facilidad que la magia es la pieza más originaria y sustantiva de la técnica animista, pues entre los recursos con que ha de tratarse a los espíritus se encuentran también recursos mágicos, y la magia halla su aplicación aun en casos donde la espiritualización de la naturaleza, a nuestro parecer, no ha sido consumada.
La magia servirá por fuerza a los propósitos más diversos: someter los procesos naturales a la voluntad del hombre, proteger al individuo de enemigos y peligros, conferirle el poder para hacerles daño. Ahora bien, los principios sobre cuya premisa descansa el obrar mágico -o más bien el principio de la magia- son tan evidentes que ninguno de los autores ha dejado de discernirlos. Si uno prescinde del juicio de valor implícito, se los puede formular de la manera más sucinta con las palabras de E. B. Tylor [1891, 1, pág. 116]: «mistaking an ideal connection for a real one». A continuación elucidaremos este rasgo en dos grupos de acciones mágicas.
Uno de los más difundidos procedimientos mágicos para hacer daño a un enemigo consiste en construir su figurilla con algún material. El parecido importa poco. También se puede «nombrar» a un objeto cualquiera como su figura. Lo que luego se haga a esta le ocurrirá al odiado modelo; si se la hiere en un lugar del cuerpo, en ese mismo lugar enfermará aquel. Esta técnica mágica puede aplicarse no ya para una hostilidad privada, sino al servicio de la devoción, y de ese modo acudir en auxilio de los dioses contra los demonios malignos. Cito, según Frazer (1911a, 1, pág. 67): «Cada noche, cuando el dios del sol Ra (en el antiguo Egipto) descendía a su morada en el rojo poniente, debía librar una enconada lucha con una cuadrilla de demonios que se abatían sobre él al mando de Apepi, archienemigo de Ra. Combatía con ellos toda la noche y a menudo los poderes de las tinieblas eran lo bastante fuertes para enviar, ya de día, negras nubes sobre el cielo azul, que debilitaban la fuerza de Ra y apagaban su luz. Para asistir al dios, todos los días se realizaba en su templo de Tebas la siguiente ceremonia: se confeccionaba con cera una figurilla de Apepi, en la imagen de un temible cocodrilo o de una serpiente de numerosos anillos, sobre la cual se escribía con tinta verde el nombre del demonio. Envuelta en una caja de papiro, sobre la que se había estampado un dibujo parecido, la figurilla era atada luego con cabellos negros, el sacerdote le escupía encima, hurgaba en ella con un cuchillo de piedra y la arrojaba al suelo. Ahí la pisoteaba con su pie izquierdo una y otra vez, y por último la quemaba en un fuego alimentado con ciertas plantas. Tras ser eliminado Apepi de ese modo, lo mismo ocurría con todos los demonios de su séquito. Este oficio divino, durante el cual era preciso pronunciar ciertas palabras, no sólo se repetía por la mañana, a mediodía y por la tarde, sino en cualquier momento si arreciaba una tormenta, caía un violento aguacero o negras nubes tapaban en el cielo el disco solar. Los malignos enemigos sentían el castigo que se propinaba a sus figurillas como si ellos mismos lo sufrieran; eran puestos en fuga, y el dios del sol triunfaba de nuevo».
De la multitud inabarcable de acciones mágicas con parecido fundamento, sólo destacaré dos clases que han desempeñado importante papel en los pueblos primitivos de todos los tiempos y en parte se han conservado en el mito y el culto de estadios superiores de cultura; me refiero a los ensalmos para producir lluvia y a los de fecundidad. Se hace llover de manera mágica si uno imita la lluvia o imita las nubes o la tormenta que la provocan. Parece como si se quisiera «jugar a que llueve». Por ejemplo, los aino del Japón hacen llover del siguiente modo: algunos de ellos vierten agua en enormes cedazos, mientras otros dotan de velas y remos a una gran vasija, como si fuera un navío, y luego la pasean por la aldea y los huertos. En cuanto a la fecundidad del suelo, se la aseguraba mágicamente enseñándole el espectáculo de un comercio sexual entre seres humanos. Uno entre innumerables ejemplos: en muchos lugares de Java, cuando se acerca la época de la floración del arroz, campesinos y campesinas se encaminan de noche a los campos para incitar la fecundidad del arroz mediante el ejemplo que ellos le dan. En cambio, de unos vínculos sexuales incestuosos se teme que provoquen malas cosechas e infertilidad del suelo.
También ciertos preceptos negativos -precauciones mágicas, pues- deben incluirse en este primer grupo. Cuando una parte de los pobladores de una aldea dayak marcha a la caza de jabalíes, los que permanecen en la aldea no tienen permitido tocar aceite ni agua con sus manos, pues de lo contrario a los cazadores se les aflojarían los dedos y las presas se escurrirían de sus manos. O cuando un cazador gilyak se interna de caza en el bosque, sus hijos, que permanecen en el hogar, tienen prohibido hacer dibujos sobre madera o en la arena. Si los hicieran, las sendas en el denso bosque podrían enredarse tanto como las líneas del dibujo y el cazador no hallaría el camino de regreso.
Si en estos últimos ejemplos de acción mágica -como en tantos otros- la distancia no supone obstáculo alguno, y por consiguiente se acepta la telepatía como un hecho natural, tampoco nos resultará difícil entender esta peculiaridad de la magia.
No ofrece ninguna duda lo que se considera como eficaz en todos estos ejemplos. Es la similitud entre la acción consumada y el acontecer esperado. Por eso Frazer llama imitativa u homeopática a esta variedad de magia. Si quiero que llueva, sólo necesito hacer algo que tenga el aspecto de lluvia o recuerde a ella. En una fase ulterior del desarrollo cultural, en vez de este ensalmo mágico para hacer llover .se organizarán procesiones a un templo para rogar a los seres sagrados que ahí tienen su morada. Por último, también se resignará esta técnica religiosa y, en cambio, se experimentarán sobre la atmósfera los medios con los cuales puede producirse lluvia.
En un segundo grupo de acciones mágicas, no cuenta el principio de la similitud sino otro que se pondrá fácilmente de relieve en los ejemplos que siguen.
Para hacer daño a un enemigo es posible servirse también de un procedimiento diverso. Uno se apodera de sus cabellos, uñas y otros productos de desecho, o aun de una pieza de su vestimenta, y emprende sobre estas cosas alguna acción hostil. Entonces es exactamente como si uno se hubiera apoderado de la persona misma, y lo que se les hizo a las cosas que de ella provienen lo experimentará por fuerza esa persona. Para la visión de los primitivos, entre los componentes esenciales de una personalidad se cuenta también su nombre; y así, sabiendo uno el nombre de una persona o de un espíritu adquiere cierto poder sobre su portador. De ahí las extraordinarias precauciones y restricciones en el uso de los nombres a que hicimos referencia en nuestro ensayo acerca del tabú. (Cf. AE, 13, págs. 60 y sigs.) Es evidente que en estos ejemplos la similitud es sustituida por una afinidad.
El canibalismo de los primitivos deriva de parecida manera su motivación más alta. Si mediante el acto de la devoración uno recibe en sí partes del cuerpo de una persona, al mismo tiempo se apropia de las cualidades que a ella pertenecieron. De aquí resultan luego precauciones y restricciones de la dieta bajo ciertas circunstancias. Una mujer en estado de gravidez evitará comer la carne de ciertos animales porque sus indeseadas propiedades, la cobardía por ejemplo, podrían trasmitirse al niño que ella nutre. Para el efecto mágico no importa diferencia alguna que la conexión esté ya cancelada o haya consistido en un único y significativo contacto. Así, la creencia en un lazo mágico que une el destino de una herida con el del arma que la provocó puede rastrearse inmutable a través de milenios. Si un melanesio se ha apoderado del arco con que lo hirieron, lo mantendrá cuidadosamente en un lugar frío a fin de sofrenar la inflamación de la herida; pero si el arco permaneció en poder del enemigo, sin duda será colgado lo más cerca de un fuego para que la herida se inflame, justamente, y arda. Plinio (en su Historia natural, libro XXVIII [capítulo 7]) aconseja, para el caso de que uno se arrepienta por haber herido a otro, escupir sobre la mano que causó la herida; de esa manera calmará enseguida el dolor que el herido siente. [Frazer, 1911a, 1, pág. 201.] Francis Bacon (en su Sylva Sylvarum [X, parágrafo 998]) menciona la universal creencia de que la untura del arma que provocó una herida cura a esta. Se dice que los campesinos ingleses obran todavía hoy según esta receta, y si se han cortado con una hoz, a partir de ese momento la mantienen limpia para que la herida no supure. En junio de 1902, según informó un semanario local inglés, en Norwich una mujer de nombre Matilda Henry se lastimó por casualidad el pie con un clavo de hierro. Sin hacer que le examinasen la herida, y sin quitarse la media siquiera, ordenó a su hija aceitar bien el clavo, con la expectativa de que así no le ocurriría nada. Murió pocos días después, de tétanos, a consecuencia de esta desplazada antisepsis. (Frazer, 1911a, pág. 203.)
Los ejemplos de este último grupo ilustran lo que Frazer separa, como magia contagiosa, de la imitativa. Lo que en ellos se considera eficaz no es ya la similitud sino el nexo espacial, la contigüidad, al menos la contigüidad representada, el recuerdo de su preexistencia. Ahora bien, como similitud y contigüidad son los dos principios esenciales de los procesos asociativos, llegamos a la conclusión de que es el imperio de la asociación de ideas el que explica toda la insensatez de los procedimientos mágicos. Vemos cuán certera se demuestra la ya citada caracterización de Tylor sobre la magia: «mistaking an ideal connection for a real one»; o, como lo ha expresado Frazer en parecidos términos: «Men mistook the order of their ideas for the order of nature, and hence imagined that the control which they have, or seem to have, over theír tboughts, permitted them to exercise a corresponding control over things».
Por lo dicho nos sorprenderá al comienzo que muchos autores (v. gr., Thomas, 1910-11a) desestimen por insatisfactoria esta iluminadora explicación de la magia. Sin embargo, reflexionando con más detenimiento habrá que admitir una objeción: la teoría de la asociación esclarece meramente los caminos por los que anda la magia, pero no su genuina esencia, el malentendido que la lleva a sustituir leyes naturales por leyes psicológicas. Es manifiesto que en este punto hace falta un factor dinámico, pero mientras que su búsqueda ha extraviado a los críticos de la doctrina de Frazer, resultará fácil proporcionar un esclarecimiento satisfactorio de la magia si uno se limita a continuar y profundizar la teoría de la asociación relativa a ella.
Consideremos primero el caso, más simple y sustantivo, de la magia imitativa. Según Frazer, esta puede ser practicada por sí sola, mientras que la magia contagiosa presupone por regla general a la imitativa. Los motivos que esfuerzan a practicar la magia se disciernen fácilmente: son los deseos de los hombres. Y bien; sólo necesitamos suponer que el hombre primitivo tiene una grandiosa confianza en el poder de sus deseos. En el fondo, todo aquello que él produce por la vía mágica tiene que acontecer sólo porque él lo quiere. Así, lo que al comienzo se destaca es su mero deseo.
Respecto del niño, que se encuentra en condiciones psíquicas análogas pero todavía no tiene capacidad de ejecución motriz, ya hemos sustentado en otro lugar (1911b) la siguiente hipótesis: al comienzo, satisface sus deseos por vía de alucinación, estableciendo la situación satisfactoria mediante las excitaciones centrífugas de sus órganos sensoriales. Para los primitivos adultos se abre otro camino. De su deseo pende un impulso motor, la voluntad, y esta ,-que luego cambiará la faz de la Tierra al servicio de la satisfacción de deseos- es empleada entonces para figurar la satisfacción, de suerte que, por así decir, se la pueda vivenciar mediante unas alucinaciones motrices. Una tal figuración del deseo satisfecho es de todo punto comparable al juego de los niños, que en ellos releva a la técnica de la satisfacción puramente sensorial. Si el juego y la figuración imitativa contentan al niño y al primitivo, ello no es un signo de modestia tal como nosotros la entendemos, ni de resignación por discernir ellos su impotencia real, sino la consecuencia bien comprensible del valor preponderante que otorgan a su deseo, de la voluntad, que de él depende, y de los caminos emprendidos por ese deseo. Con el tiempo, el acento psíquico se desplaza desde los motivos de la acción mágica a su medio, la acción misma. Quizá diríamos mejor que sólo esos medios vuelven evidente para el primitivo la sobrestimación de sus actos psíquicos. Ahora parece como si fuera la acción mágica misma la que, en virtud de su similitud con lo deseado, lo obligara a producirse. En el estadio del pensar animista no existe todavía oportunidad alguna de demostrar objetivamente el verdadero estado de cosas; esa oportunidad se presentará sin duda en estadios posteriores, cuando aún se cultivan tales procedimientos pero ya se ha vuelto posible el fenómeno psíquico de la duda como expresión de una inclinación a reprimir {Verdrängungsneigung}. Entonces los seres humanos conceden que los conjuros de espíritus no consiguen nada si no media la creencia en ellos, y que aun la virtud ensalmadora de la oración fracasa si esta no es movida por la fe.
La posibilidad de una magia contagiosa basada en la asociación por contigüidad nos mostrará, luego, que la estimación psíquica se ha propagado desde el deseo y desde la voluntad a todos los actos psíquicos que están a disposición de esta última. Existe entonces una sobrestimación general de los procesos anímicos, vale decir, una actitud frente al mundo, que nosotros, de acuerdo con nuestras intelecciones del vínculo entre realidad y pensar, no podemos menos que considerar como una sobrestimación del segundo. Las cosas del mundo son relegadas tras sus representaciones; lo que con estas se emprenda acontecerá por fuerza también a aquellas. Las relaciones que existen entre las representaciones se presuponen también entre las cosas. Puesto que el pensar no conoce distancias, reúne con facilidad en un solo acto de conciencia lo más alejado en el espacio y lo más separado en el tiempo, el mundo mágico se sobrepone telepáticamente a la distancia espacial y tratará como actual un nexo que se presentó antaño. La imagen especular del mundo interior tiene que volver invisible, en la época animista, a aquella otra imagen del mundo que nosotros creemos discernir.
Pongamos de relieve, por otra parte, que los dos principios de la asociación -similitud y contigüidad- coinciden en la unidad superior del contacto. La asociación por contigüidad es un contacto en el sentido directo, y la asociación por similitud lo es en el traslaticio. Una identidad todavía no aprehendida por nosotros en el proceso psíquico es certificada por el uso de la misma palabra para las dos variedades de enlace. Es la misma extensión del concepto de «contacto» que se obtuvo en el análisis del tabú. (Cf. AE, 13, pág. 35.)
A modo de resumen podemos decirnos ahora: el principio que rige a la magia, la técnica del modo de pensar animista, es el de la «omnipotencia de los pensamientos».
3
He tomado la designación «omnipotencia de los pensamientos» de un hombre de suma inteligencia, que padecía de representaciones obsesivas y que, luego de restablecido por un tratamiento psicoanalítico, pudo dar pruebas también de su solidez y razonabilidad. (Cf. Freud, 1909d.). Había acuñado tal expresión para explicar todos esos raros y ominosos acontecimientos que parecían perseguirlo a él, como a otros aquejados de su misma enfermedad. No acababa de pensar en una persona cuando ya la tenía frente a sí, como si la hubiera conjurado; si de pronto preguntaba por la salud de un conocido a quien no veía desde mucho tiempo atrás, le informaban que había muerto por esos días, lo cual lo llevaba a creer que aquel se le había anunciado telepáticamente; si enviaba a un extraño una maldición, ni siquiera tomada muy en serio, podía esperar que habría de morir pronto, cargándolo con la responsabilidad de su deceso. Acerca de la mayoría de estos casos, él mismo fue capaz de comunicarme, en el curso del tratamiento, cómo se había producido el espejismo y los pasos que había dado para afirmarse en sus expectativas supersticiosas. Todos los enfermos obsesivos son supersticiosos de este modo, la más de las veces contrariando su mejor intelección.
La pervivencia de la omnipotencia de los pensamientos nos sale al paso con la mayor nitidez en la neurosis obsesiva; en ella están más próximos a la conciencia los resultados de este primitivo modo de pensar. Pero debemos guardarnos de ver en esto un carácter singular de esa enfermedad, pues la indagación analítica descubre lo mismo en las otras neurosis. En todas ellas, lo decisivo para la formación de síntoma no es la realidad objetiva del vivenciar, sino la del pensar. Los neuróticos viven en un mundo particular, en el cual, como lo he expresado en otro lugar, sólo tiene curso la «moneda neurótica»; vale decir que en ellos sólo es eficaz lo pensado con intensidad, lo representado con afecto, mientras que es accesoria su concordancia con la realidad objetiva exterior. El histérico repite en sus ataques y fija mediante sus síntomas unas vivencias que sólo ha tenido así en su fantasía, aunque en su última resolución se remonten a sucesos reales o estén edificadas sobre estos. De igual manera, se comprendería mal la conciencia de culpa de los neuróticos si se pretendiera reconducirla a fechorías reales. Un neurótico obsesivo puede estar oprimido por una conciencia de culpa que convendría a un redomado asesino, no obstante ser, ya desde su niñez, el más considerado y escrupuloso de los hombres en el trato con sus prójimos. Sin embargo, su sentimiento de culpa tiene un fundamento: se basa en los intensos y frecuentes deseos de muerte que en su interior, inconcientemente, le nacen hacia sus prójimos. Está fundado en la medida en que cuentan unos pensamientos inconcientes y no unos hechos deliberados. Así, la omnipotencia de los pensamientos, la sobrestimación de los procesos anímicos en detrimento de la realidad objetiva, demuestra su eficacia sin limitación alguna en la vida afectiva del neurótico y en todas las consecuencias que de esta parten. Pero si se lo somete al tratamiento analítico, que le hace conciente lo en él inconciente, no podrá creer que los pensamientos son libres y temerá siempre manifestar malos deseos, como si exteriorizándolos no pudieran menos que cumplirse. Ahora bien, en esta conducta, así como en la superstición que practica en su vida, nos muestra cuán cerca se encuentra del salvaje que cree alterar el mundo exterior mediante sus meros pensamientos.
Las acciones obsesivas primarias de estos neuróticos son en verdad de naturaleza enteramente mágica. Si no ensalmos, son unos contraensalmos destinados a defenderlos de las expectativas de desgracia con las que suele comenzar la neurosis. Toda vez que pude penetrar el secreto, se demostró que el contenido de esa expectativa de desgracia era la muerte. Según Schopenhauer, el problema de la muerte se sitúa en el principio de toda filosofía; y nosotros hemos averiguado [AE, 13, pág. 80] que también la formación de las representaciones sobre el alma y de la creencia en los demonios, características ambas del animismo, se reconduce a la impresión que la muerte produce en el hombre. En cuanto a saber si estas primeras acciones obsesivas y protectoras responden al principio de la similitud (o a su recíproco, el contraste), es difícil averiguarlo, pues bajo las condiciones de la neurosis por lo común son desfiguradas por el desplazamiento a algo pequeñísimo, a una acción en sí misma indiferente en grado sumo. También las fórmulas protectoras de la neurosis obsesiva hallan su correspondiente en las fórmulas de ensalmo de la magia. Y por lo que toca a la historia de desarrollo de las acciones obsesivas, se la puede describir poniendo de relieve cómo ellas, distanciadas de lo sexual en todo lo posible, empiezan como unos ensalmos contra malos deseos para terminar siendo unos sustitutos de un obrar sexual prohibido, al que imitan con la máxima fidelidad posible.
Si damos por supuesta la ya mencionada historia de desarrollo de las cosmovisiones humanas, en que la fase animista es relevada por la religiosa y esta por la científica, no nos resultará difícil perseguir los destinos de la «omnipotencia de los pensamientos» a través de esas fases. En el estadio animista, el hombre se atribuye la omnipotencia a sí mismo; en el religioso, la ha cedido a los dioses, pero no renuncia seriamente a ella, pues se reserva, por medio de múltiples influjos, guiar la voluntad de los dioses de acuerdo con sus propios deseos. En la cosmovisión científica ya no queda espacio alguno para la omnipotencia del hombre, que se ha confesado su pequeñez y se resigna a la muerte, así como se somete a todas las otras necesidades naturales. Sin embargo, en la confianza en el poder del espíritu humano, en la medida en que este tome en cuenta las leyes de la realidad efectiva, revive un fragmento de la primitiva creencia en la omnipotencia.
Cuando perseguimos hacia atrás el desarrollo de las aspiraciones libidinosas en el individuo, partiendo de su plasmación en la madurez hasta llegar a sus primeros esbozos infantiles, obtuvimos en primer lugar un importante distingo, consignado en Tres ensayos de teoría sexual (1905d) Las exteriorizaciones de las pulsiones sexuales se disciernen desde el comienzo, pero ellas no se dirigen entonces a un objeto exterior. Los diversos componentes pulsionales de la sexualidad trabajan en la ganancia de placer cada uno para sí, y hallan su satisfacción en el cuerpo propio. Ese estadio recibe el nombre de autoerotismo, y es relevado por el de la elección de objeto.
Al avanzar el estudio, demostró ser adecuado, y aun indispensable, intercalar entre esos dos estadios un tercero o, si se quiere, descomponer en dos el primer estadio, el del autoerotismo. En ese estadio intermedio, cuya significatividad se impone cada vez más a la investigación, las pulsiones sexuales antes separadas ya se han compuesto en una unidad y también han hallado un objeto; pero este objeto no es uno exterior, ajeno al individuo, sino el yo propio, constituido hacia esa época. Considerando las fijaciones patológicas de ese estado, que se observan más tardíamente, llamamos narcisismo a esta nueva etapa. La persona se comporta como si estuviera enamorada de sí misma; en ella, nuestro análisis no puede separar todavía las pulsiones yoicas y los deseos libidinosos.
Aunque todavía no nos resulta posible trazar con la precisión suficiente una caracterización de este estadio narcisista, en el cual las pulsiones sexuales hasta ese momento disociadas se conjugan en una unidad y el yo es investido como objeto, vislumbramos desde ahora que la organización narcisista nunca se resignará del todo. El ser humano permanece narcisista en cierta medida aun después que ha hallado objetos externos para su libido; las investiduras de objeto que él emprende son, por así decir, emanaciones de la libido que permanece en el yo, y pueden ser retiradas de nuevo hacia este. Los estados de enamoramiento, psicológicamente tan asombrosos y que son los arquetipos normales de las psicosis, corresponden al máximo nivel de estas emanaciones comparado con el nivel del amor al yo.
Es sugerente relacionar ahora con el narcisismo, y concebir como una pieza esencial de este último, la elevada estima -la llamamos «sobrestimación» desde nuestro punto de vista- en que los primitivos y los neuróticos tienen a las acciones psíquicas. Diríamos que entre los primitivos el pensar está todavía sexualizado en alto grado; a esto se debe la creencia en la omnipotencia de los pensamientos, la confianza inconmovible en la posibilidad de gobernar al mundo y la impermeabilidad a las experiencias, fáciles de hacer, que podrían aleccionar a los seres humanos sobre su real posición dentro del universo. Los neuróticos han recibido en su constitución misma un considerable fragmento de esa actitud primitiva. Eso por una parte; por la otra, la represión de lo sexual, en ellos sobrevenida, ha aportado una sexualización nueva. Las consecuencias psíquicas tienen que ser las mismas en ambos casos, el de la sobreinvestidura originaria del pensar y el de su sobreinvestidura libidinosa alcanzada por vía regresiva: narcisismo intelectual, omnipotencia de los pensamientos.
Si nos estuviera permitido ver en la demostración de la omnipotencia de los pensamientos entre los primitivos un testimonio del narcisismo, podríamos atrevernos a comparar los estadios de desarrollo de la cosmovisión humana con las etapas del desarrollo libidinoso del individuo. Entonces, así en el tiempo como por su contenido, la fase animista correspondería al narcisismo, la religiosa a aquel grado del hallazgo de objeto que se caracteriza por la ligazón con los padres, y la fase científica tendría su pleno correspondiente en el estado de madurez del individuo que ha renunciado al principio de placer y, bajo adaptación a la realidad, busca su objeto en el mundo exterior.
Sólo en un ámbito, el del arte, se ha conservado la «omnipotencia de los pensamientos» también en nuestra cultura. Unicamente en él sucede todavía que un hombre devorado por sus deseos proceda a crear algo semejante a la satisfacción de esos deseos, y que ese jugar provoque -merced a la ilusión artística- unos afectos como si fuera algo real y objetivo. Con derecho se habla del ensalmo del arte y se compara al artista con un ensalmador. Pero acaso esta comparación sea más sustantiva de lo que ella misma pretende. El arte, que por cierto no empezó como «l’art pour l’art», estaba en su origen al servicio de tendencias que hoy se han extinguido en buena parte. Entre ellas, cabe conjeturar toda clase de propósitos mágicos.
4
La primera cosmovisión a que los hombres arribaron, la del animismo, era psicológica, no necesitaba de ciencia alguna como fundamento, pues la ciencia sólo nace cuando uno ha inteligido que no conoce al mundo y por eso tiene que buscar caminos para tomar conocimiento de él. Ahora bien, el animismo era para el hombre primitivo algo natural y evidente por sí {selbstgewiss}; sabía cómo son las cosas del mundo: son como el hombre se siente a sí mismo. Por eso estamos preparados para descubrir que el hombre primitivo trasladara al mundo exterior constelaciones estructurales de su propia psique y por otra parte ello nos autoriza a intentar el retraslado al alma humana de aquello que el animismo enseña acerca de la naturaleza de las cosas.
La técnica del animismo, la magia, nos muestra de la manera más nítida y menos contaminada el propósito de imponer a las cosas reales las leyes de la vida anímica, en lo cual no es preciso que unos espíritus desempeñen papel alguno, mientras que también estos últimos pueden ser tomados como objeto de tratamiento mágico. Por tanto, las premisas de la magia son más originarias y antiguas que la doctrina sobre los espíritus, que constituye el núcleo del animismo. Nuestro abordaje psicoanalítico coincide aquí con una doctrina de R. R. Marett (1900), quien sitúa antes del animismo un estado preanimista cuyo carácter se indica mejor mediante el nombre de animatismo (doctrina de la animación universal). Es harto poco lo que la experiencia puede decirnos sobre el preanimismo, pues todavía no se ha hallado pueblo alguno carente de representaciones sobre los espíritus. (Cf. Wundt, 1906, págs. 171 y sigs.)
Mientras que la magia todavía reserva toda su omnipotencia al pensamiento, el animismo ha conferido una parte de esa omnipotencia a los espíritus, internándose así por el camino que llevará a formar una religión. Ahora bien, ¿qué pudo mover a los primitivos a esta primera operación de renuncia? Difícilmente la incorrección de sus premisas, puesto que conservaron la técnica mágica.
Como se indicó en otro lugar, los espíritus y demonios no son más que proyecciones de las mociones de sentimiento del primitivo; este convierte en personas a sus investiduras afectivas, puebla con ellas el universo y luego reencuentra afuera sus procesos anímicos interiores, de una manera en un todo semejante a la del inteligente paranoico Schreber, quien halló espejados las ligazones y los desasimientos de su libido en los destinos de los «rayos de Dios», por él combinados {Kombinieren}.
Aquí, como en una ocasión anterior, esquivaremos el problema de averiguar de dónde provendría la inclinación a proyectar hacia afuera procesos anímicos. Sólo podemos arriesgarnos a formular un supuesto: esa inclinación experimenta un refuerzo allí donde la proyección conlleva la ventaja de un alivio psíquico. Cabe esperar con certidumbre una ventaja así cuando las mociones que aspiran a la omnipotencia entran en recíproco conflicto; entonces es evidente que no todas devendrán omnipotentes. El proceso patológico de la paranoia se sirve, de hecho, del mecanismo de la proyección para tramitar tales conflictos surgidos en la vida anímica. Ahora bien, el caso paradigmático de ese conflicto es el que estalla entre los dos miembros de un par de opuestos, el caso de la actitud ambivalente que hemos descompuesto a fondo en la situación del doliente a raíz de la muerte de un deudo querido. [Cf. AE, 13, págs. 65 y sigs.] Un caso así nos parecerá particularmente apto para motivar la creación de productos de proyección. Volvemos a coincidir en este punto con la opinión de los autores a cuyo parecer los espíritus malignos fueron los primeros espíritus que nacieron, y que derivan la génesis de las representaciones del alma de la impresión que la muerte provoca en los supérstites. La única diferencia con nuestra posición es que no damos precedencia al problema intelectual que la muerte plantea al vivo, sino que situamos la fuerza que pulsiona a esa actividad exploratoria en el conflicto de sentimientos desatado en los supérstites a raíz de aquella situación.
Por tanto, la primera operación teórica del ser humano -la creación de los espíritus- habría surgido de la misma fuente que las primeras restricciones éticas a que se sometió, los preceptos-tabú. Empero, la igualdad de origen no permite prejuzgar la simultaneidad de la génesis. Si en efecto fue la situación del supérstite frente al muerto la que por primera vez hizo meditativo al hombre de aquellos tiempos, y lo constriñó a ceder a los espíritus una parte de su omnipotencia y a sacrificar un fragmento del libre albedrío de su obrar, esas creaciones culturales habrían sido un primer reconocimiento de la ¢Anagch [Necesidad] que hace frente al narcisismo humano. El primitivo se habría inclinado ante el hiperpoder de la muerte con el mismo gesto en que parece desmentirla.
Si osamos sacar ulterior partido de nuestras premisas, podemos preguntar qué pieza esencial de nuestra estructura psicológica es la que halla su espejamiento y su retorno en la creación proyectiva de las almas y los espíritus. Pues bien; es difícil poner en entredicho que la representación primitiva del alma, por más que todavía diverja del alma posterior totalmente inmaterial, coincide empero con esta en lo esencial: concibe a una persona o cosa como algo doble, entre cuyos dos componentes se reparten las propiedades y alteraciones notorias en el todo. Esta dualidad originaria -según una expresión de H. Spencer (1893)- es ya idéntica a aquel dualismo que se anuncia en la división entre espíritu y cuerpo, corriente para nosotros, y cuyas indestructibles exteriorizaciones lingüísticas discernimos, por ejemplo, en la descripción del desmayado o del furioso: «Está fuera de sí».
Lo que de ese modo nosotros, en un todo como los primitivos, proyectamos a la realidad exterior no ha de ser sino el discernimiento de un estado en que una cosa está dada a los sentidos y a la conciencia, está presente, junto al cual existe otro estado en que la cosa está latente, pero puede reaparecer; vale decir, la coexistencia de percibir y recordar o, llevado esto a términos generales, la existencia de procesos anímicos inconcientes junto a los concientes. Podría decirse que el «espíritu» de una persona o de una cosa se reduce en último análisis a su capacidad de ser recordada y representada cuando se encuentra sustraída de la percepción.
Claro está que no es lícito esperar de la representación actual del «alma», ni de la primitiva, que su deslinde respecto de otras partes siga las líneas que la ciencia de nuestros días traza entre la actividad anímica conciente y la inconciente. Antes bien, el alma animista reúne en su interior aspectos de ambos lados. Su índole fluida y móvil, su capacidad para abandonar el cuerpo, para tomar posesión permanente o pasajera de otro cuerpo, he ahí unos caracteres que recuerdan de manera inequívoca a la naturaleza de la conciencia. Pero el modo en que se mantiene oculta tras la apariencia personal recuerda a lo inconciente; en cuanto al carácter inmutable e indestructible, hoy ya no lo atribuimos a los procesos concientes, sino a los inconcientes, y además consideramos a estos últimos como los genuinos portadores de la actividad anímica.
Dijimos antes [cf. AE, 13, pág. 70] que el animismo era un sistema de pensamiento, la primera teoría completa sobre el universo; ahora extraeremos ciertas conclusiones de la concepción que el psicoanálisis tiene acerca de los sistemas. Nuestra experiencia cotidiana puede enseñarnos a cada momento las propiedades principales del «sistema». Soñamos de noche y hemos aprendido a interpretar el sueño de día. El sueño, sin desmentir su naturaleza, puede ser enmarañado y carecer de trabazón, pero también puede, al contrarío, imitar el orden de las impresiones de una vivencia, derivar un episodio del otro y referir entre sí las piezas de su contenido. Parece conseguirlo mejor o peor, pero nunca de manera tan perfecta que no salga a la luz en alguna parte un absurdo, un desgarrón en su ensambladura.
Si sometemos el sueño a la interpretación, averiguamos que el ordenamiento inconstante y desigual de los ingredientes del sueño es también algo que carece de toda importancia para entenderlo. Lo esencial en el sueño son los pensamientos oníricos, ellos sí provistos de sentido, coherentes y ordenados. Pero su orden es enteramente diverso del recordado por nosotros en el contenido manifiesto del sueño. La trabazón de los pensamientos oníricos se ha resignado, y luego pudo perderse del todo o ser sustituida por la nueva trabazón del contenido del sueño. De manera casi regular, además de la condensación de los elementos del sueño sobrevino un reordenamiento de estos, más o menos independientes del ordenamiento anterior. Para concluir: lo que se ha hecho con el material de los pensamientos oníricos en virtud del trabajo del sueño ha experimentado un nuevo influjo, la llamada «elaboración secundaria», cuyo evidente propósito es eliminar, en aras de un nuevo «sentido», la falta de coherencia y la ininteligibilidad que resultaron del trabajo del sueño. Este nuevo sentido, alcanzado mediante la elaboración secundaria, ya no es el sentido de los pensamientos oníricos.
La elaboración secundaría del producto del trabajo del sueño es un excelente ejemplo de la naturaleza y los requisitos de un sistema. Una función intelectual dentro de nosotros exige, de todo material de la percepción o del pensar del cual se apodere, unificación, trabazón e inteligibilidad, y no vacila en establecer un nexo incorrecto cuando, a causa de particulares circunstancias, no puede asir el correcto. De tales formaciones de sistema no tenemos noticia sólo por los sueños; también por las fobias, el pensar obsesivo y las formas del delirio. En las enfermedades delirantes (la paranoia) la formación de sistema es lo más llamativo y gobierna el cuadro clínico; pero tampoco se la puede ignorar en las otras variedades de neuropsicosis. En todos los casos nos resulta luego posible demostrar que ha sobrevenido un reordenamiento del material psíquico hacia una meta nueva; y ese reordenamiento es a menudo harto forzado a fin de que parezca concebible bajo el punto de vista del sistema. Entonces, el mejor signo distintivo de la formación de sistema será que cada uno de sus resultados permita descubrir por lo menos dos motivaciones: una que provenga de las premisas del sistema -llegado el caso, pues, una motivación delirante- y una escondida, pero que nosotros nos vemos precisados a reconocer como la real y objetiva, la genuinamente eficaz.
Para ilustrarlo con un ejemplo tomado de la neurosis: En el ensayo sobre el tabú mencioné a una enferma cuyas prohibiciones obsesivas mostraban las mayores coincidencias con el tabú de los maoríes (cf. AE, 13, pág. 36). La neurosis de esta señora está dirigida a su esposo, y culmina en la defensa frente a unos deseos inconcientes de que él muera. Ahora bien, su fobia manifiesta, sistemática, va referida a la mención de la muerte en general, y en ella se pasa por alto enteramente a su marido, quien nunca es objeto de un cuidado conciente. Un día lo escucha impartir la orden de que lleven su navaja de afeitar, que había perdido el filo, a cierta tienda donde la afilarían. Pulsionada por una peculiar inquietud, ella misma se pone en camino hacia esa tienda y a la vuelta de este reconocimiento pide a su marido que deseche para siempre esa navaja, pues ha descubierto que junto a la tienda por él nombrada se encuentra un depósito de catafalcos, artículos fúnebres, etc. Y le dice que las navajas, por su uso, han entrado en una conexión indisoluble con los pensamientos de muerte. Pues bien; esta es la motivación sistemática de la prohibición. Nosotros podemos estar seguros de que la enferma, aun sin el descubrimiento de aquella vecindad, habría vuelto a casa con la prohibición de la navaja. En efecto, para ello le habría bastado con tropezar camino a la tienda con una carroza fúnebre, una persona vestida de luto o la portadora de una corona funeraria. La red de las condiciones era bien extensa para poder capturar su presa en cualquier caso; y luego era asunto suyo si quería cerrarla o no. Se pudo comprobar con certeza que ella no activó en otros casos las condiciones de la prohibición; en tales casos era de rigor que dijera que había sido un «mejor día». La real y efectiva causa de la prohibición de la navaja era, desde luego, como fácilmente lo colegimos, su renuencia a poner un acento placentero sobre la representación de que su marido pudiera cortarse el cuello con la navaja afilada.
De una manera en un todo semejante se perfecciona y detalla una inhibición de caminar, una abasia o una agorafobia, toda vez que ese síntoma haya logrado elevarse a la condición de subrogador de un deseo inconciente, y de defensor frente a este. Todo lo otro que preexiste en el enfermo, de fantasías inconcientes y de reminiscencias eficaces, esfuerza por esta salida una vez abierta, en procura de una expresión sintomática, y se inserta, dentro de un ordenamiento nuevo acorde al fin, en el marco de la perturbación de la marcha. Sería por eso infecundo, y en verdad insensato, que desde el comienzo se quisiera comprender la ensambladura sintomática y los detalles, de una agorafobia por ejemplo, a partir de su premisa básica. Lo único aparente es toda la consecuencia y el rigor de la trabazón. Una observación más aguzada puede, como en el caso de las fachadas que forma el sueño, descubrir las enojosas inconsecuencias y arbitrariedades de la formación de síntoma. Los detalles de una fobia sistemática semejante toman su motivación real de unos determinantes escondidos, y no hace falta que ellos tengan nada que ver con la inhibición de caminar; por eso las configuraciones de una fobia así son tan diversas en diferentes personas, y tan contradictorias.
Si ahora intentamos el camino de regreso al sistema del animismo, de que nos estábamos ocupando, inferiremos, de nuestras intelecciones sobre otros sistemas psicológicos, que aun entre los primitivos la motivación de cierta costumbre o precepto por referencia a la «superstición» no necesariamente será la única ni la genuina, ni nos dispensará de la obligación de buscarle los motivos escondidos. Bajo el imperio de un sistema animista lo único posible es que todo precepto y toda actividad reciban una fundamentación sistemática; hoy la llamaríamos «supersticiosa». «Superstición» es, como «angustia», como «sueño», como «demonio», una de las provisionalidades psicológicas en curso antes que naciera la investigación psicoanalítica. Si se escruta tras estas construcciones, unas mamparas que se interponen al discernimiento a modo de defensas, se vislumbra que hasta hoy la vida anímica y el nivel de cultura de los salvajes no han sido apreciados como merecerían.
Si se toma la represión de lo pulsional como una medida del nivel de cultura alcanzado, es preciso confesar que también bajo el sistema animista acontecieron progresos y desarrollos que se menosprecian injustamente a causa de su motivación supersticiosa. Si averiguamos que guerreros de una tribu salvaje se imponen la máxima castidad y pureza en el momento mismo en que pisan el sendero de la lucha (Frazer, 1911b, pág. 158), creeremos obvia esta explicación: eliminan su inmundicia para que el enemigo no se apodere de esta parte de su persona y les haga daño por medios mágicos; análogas motivaciones supersticiosas conjeturaremos respecto de su templanza. Pero el hecho de la renuncia de lo pulsional subsiste, y comprenderemos mucho mejor este caso suponiendo que el guerrero salvaje se impone tales restricciones para restablecer un equilibrio, pues está en vías de consentirse la plena satisfacción, de ordinario prohibida, de unas mociones crueles y hostiles. Lo mismo es válido para los numerosos casos de restricción sexual durante el tiempo en que se realizan trabajos difíciles o de responsabilidad. Por más que estas prohibiciones invoquen como fundamento un nexo mágico, es inequívoca la representación que está en su base: ganar mayor fuerza por renuncia a una satisfacción pulsional; y no se puede ignorar que, sin que obste su racionalización mágica, tales prohibiciones pueden tener una raíz higiénica. En tanto los hombres de una tribu salvaje están empeñados en cazar, pescar, guerrear, recolectar preciosas sustancias vegetales, sus mujeres permanecen en casa sometidas a numerosas restricciones oprimentes; los salvajes mismos les atribuyen un efecto simpatético, operante a la distancia, sobre el feliz resultado de la expedición. Sin embargo, no hace falta una gran agudeza para colegir que ese factor eficaz en la lejanía no puede ser otro que el recuerdo del hogar, la añoranza de los ausentes, y que tras esas vestiduras se esconde la buena intelección psicológica de que los hombres sólo harán un óptimo trabajo si están completamente tranquilos sobre el paradero de sus no resguardadas esposas. Otras veces se enuncia de manera directa, sin motivación mágica, que la infidelidad conyugal de la mujer hace fracasar los empeños del marido que se ha ausentado para cumplir una tarea responsable.
Los innumerables preceptos-tabú a que están sometidas las mujeres de los salvajes durante su menstruación son motivados, se cree, por el horror supersticioso a la sangre, y sin duda tienen ahí un fundamento real. Pero andaría errado quien omitiese la posibilidad de que ese horror a la sangre estuviera también al servicio de propósitos estéticos e higiénicos, que en todos los casos se ven obligados a vestirse de motivaciones mágicas.
No se nos escapa que con estos intentos de explicación nos exponemos a un reproche: atribuiríamos a los salvajes contemporáneos una fineza de actividades anímicas que excede de lo verosímil. Pero, opino, fácilmente podría sucedernos con la psicología de estos pueblos que han permanecido en el estadio animista lo que nos ocurre con la vida anímica del niño; nosotros, los adultos, ya no la comprendemos, y a ello se debe que hayamos subestimado tanto su riqueza y sutileza.
He de considerar todavía un grupo de preceptos-tabú no explicados hasta hoy; y lo haré porque admiten un esclarecimiento familiar al psicoanalista. En muchos pueblos salvajes está prohibido en diversas circunstancias tener en la casa armas aguzadas e instrumentos cortantes. Frazer menciona una superstición alemana que no permite dejar un cuchillo con el filo hacia arriba: Dios y los ángeles podrían herirse. ¿No se discierne en este tabú la vislumbre de ciertas «acciones sintomáticas» en que unas malignas mociones inconcientes podrían esgrimir el arma filosa?