Pulsiones y destinos de pulsión (1915)
Nota introductoria:
Freud comenzó a escribir este artículo el 15 de marzo de 1915; junto con el siguiente («La represión»), había sido completado para el 4 de abril.
En aras de una comprensión más clara, es preciso llamar la atención sobre una ambigüedad en el uso de los términos «Trieb» (1) {«pulsión»} y «Triebrepräsentanz» {«agencia representante de pulsión»}. En la página 117 (AE, 14), Freud define a la pulsión como «un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante (2) psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma». En dos oportunidades anteriores la había definido casi en los mismos términos. Unos pocos años antes, hacia el final de la sección III de su estudio del caso Schreber (1911c), AE, 12, pág. 68, definió a la pulsión como «el concepto fronterizo de lo somático respecto de lo anímico, [ … ] el representante psíquico de poderes orgánicos». Y en un pasaje escrito probablemente pocos meses antes que el presente artículo y agregado a la tercera edición (publicada en 1915, pero con un prólogo fechado en octubre de 1914) de sus Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 153, la definió como «la agencia representante psíquica de una fuente de estímulos intrasomática en continuo fluir [ … ] uno de los conceptos del deslinde de lo anímico respecto de lo corporal». Estas tres caracterizaciones parecen dejar en claro que Freud no trazaba distinción alguna entre una pulsión y su «agencia representante psíquica». Aparentemente consideraba a la pulsión misma como el representante psíquico de fuerzas somáticas. Sin embargo, si nos volvemos ahora a los artículos posteriores de esta serie, parecería que Freud traza allí una distinción muy neta entre la pulsión y su representante psíquico. El ejemplo más claro es quizás un pasaje de «Lo inconciente» (AE, 14, pág. 173): «Una pulsión nunca puede pasar a ser objeto de la conciencia; sólo puede serlo la representación que es su representante. Ahora bien, tampoco en el interior de lo inconciente puede estar representada si no es por la representación. [ … ] Entonces, cada vez que pese a eso hablamos de una moción pulsional inconciente o de una moción pulsional reprimida, no [ … ] podemos aludir sino a una moción pulsional cuya agencia representanterepresentación es inconciente». El mismo punto de vista aparece en muchos otros pasajes. Por ejemplo, en el artículo sobre la represión (AE, 14, pág. 143), Freud habla de la «agencia representante psíquica (agencia representante-representación) de la pulsíón», y continúa: « … la agencia representante en cuestión persiste inmutable y la pulsión sigue ligada a ella»; en el mismo artículo (AE, 14, pág. 147) escribe luego que una agencia representante de pulsión es «una representación o un grupo de representaciones investidas desde la pulsión con un determinado monto de energía psíquica (libido, interés) », y sigue diciendo que «junto a la representación interviene algo diverso, algo que representa {räpresentieren} a la pulsión». En este segundo grupo de citas, por lo tanto, la pulsión ya no es considerada como agencia representante psíquica de mociones somáticas, sino más bien como nopsíquica en sí misma. Ambos puntos de vista aparentemente diferentes, se encuentran en otros lugares en los escritos posteriores de Freud, si bien el segundo de ellos es el que predomina. Puede ser, empero, que la contradicción sea más aparente que real, y que su solución resida precisamente en la ambigüedad del concepto mismo -en su carácter de concepto fronterizo entre lo físico y lo anímico-.
En una cantidad de pasajes, Freud expresó su insatisfacción con el estado del conocimiento psicológico acerca de las pulsiones. No mucho antes, por ejemplo, en «Introducción del narcisismo» (1914c, AE, 14, pág. 75), se había quejado de «la total inexistencia de una doctrina de las pulsiones que de algún modo nos oriente». Más tarde, en Más allá del principio de placer .(1920g), AE, 18, pág. 34, aludió a las pulsiones como «el elemento más importante y oscuro de la investigación psicológica», y en su artículo para la Encyclopaedia Britannica (1926f), AE, 20, pág. 253, confesó que «la doctrina de las pulsiones es para el psicoanálisis, sin duda, un ámbito oscuro». El presente artículo es un temprano intento de abordar el tema con amplitud. Muchos trabajos posteriores lo corrigieron y completaron en varios puntos, pero de todos modos perdura como la exposición más clara sobre qué entendía Freud por «pulsión», y cómo pensaba que ella operaba. Es cierto que reflexiones posteriores lo llevaron a modificar sus puntos de vista sobre la clasificación de las pulsiones y sus determinantes más profundos; pero este artículo es una base indispensable para comprender los desarrollos que habían de seguir.
Quizá convenga resumir aquí el curso de sus cambiantes puntos de vista sobre la clasificación de las pulsiones. Un hecho sorprendente es que estas hicieron su aparición en un momento relativamente tardío de la secuencia de sus escritos. La palabra «Trieb» apenas si se encuentra en los trabajos del período de Breuer, en la correspondencia con Fliess e incluso en La interpretación de los sueños (1900a). Recién en los Tres ensayos (1905d) se menciona ampliamente a la «pulsión sexual» como tal; en cuanto a «Triebregungen» {«mociones pulsionales»}, que sería una de las expresiones más comunes de Freud, parece no haber existido antes del artículo sobre «Acciones obsesivas y prácticas religiosas» (1907b). Pero estas son meras consideraciones terminológicas: por supuesto, las pulsiones estaban presentes con otros nombres. Su lugar lo ocupaban en gran medida cosas tales como las «excitaciones», las « representaciones afectivas», las «mociones de deseo», los «estímulos endógenos», etc. Por ejemplo, aquí (AE, 14, pág. 114) Freud distingue entre un «estímulo», fuerza que opera «de un solo golpe», y una «pulsión», que siempre actúa como una fuerza constante. Esta precisa distinción había sido trazada por él veinte años antes, sólo que en lugar de «estímulo» y «pulsión» hablaba entonces de «excitación exógena» y «endógena» (3). De modo similar, poco más adelante (pág. 115) señala que el organismo primitivo puede eludir los estímulos externos pero no las necesidades pulsionales. También en este caso había adelantado la idea veinte años antes, aunque una vez más el término usado en esa oportunidad fue «estímulos endógenos». Nos referimos a un pasaje del «Proyecto de psicología» de 1895 (1950a), AE, 1, pág. 341, donde prosigue diciendo que estos estímulos endógenos «provienen de células del cuerpo y dan por resultado las grandes necesidades: hambre, respiración, sexualidad», pero en ninguna parte se encuentra allí la palabra «pulsión».
En este período inicial, el conflicto subyacente en las psiconeurosis se describía a veces como un conflicto entre «el yo» y «la sexualidad»; y si bien se usaba con frecuencia el término «libido», se lo conceptualizaba como manifestación de la «tensión sexual somática», que a su vez era considerada un fenómeno químico. Recién en los Tres ensayos se estableció explícitamente que la libido era una expresión de la pulsión sexual. El otro participante del conflicto («el yo») permaneció indefinido durante mucho más tiempo. Se examinaron principalmente sus funciones -en particular la «represión», la «resistencia» y el «examen de realidad»-, pero poco se dijo (fuera de un intento muy temprano en el «Proyecto», AE, 1, págs. 366-9) sobre su estructura o su dinámica (4). Las pulsiones de «autoconservación» habían sido escasamente mencionadas, salvo de modo indirecto y en relación con la teoría de que la libido se apuntalaba en ellas en las fases más tempranas de su desarrollo (5); y no parecía haber razones obvias para vincularlas con el papel desempeñado por el yo como agente represor en los conflictos neuróticos. Luego, aparentemente en forma súbita, en un breve trabajo sobre la perturbación psicógena de la visión (1910i), Freud introdujo la expresión «pulsiones yoicas», a las que identificó, por una parte, con las pulsiones de autoconservación y, por otra, con la función represora. De ahí en más el conflicto se presentó regularmente como un conflicto entre dos series de pulsiones: la libido y las pulsiones yoicas.
No obstante, la introducción del concepto de «narcisismo» suscitó una complicación. En el artículo correspondiente (1914c), Freud planteó la noción de «libido yoica» (o «Libido narcisista»), que inviste al yo, por contraste con la «libido de objeto», que inviste a los objetos (AE, 14, págs. 73-4). Un pasaje de ese artículo (loc. cit.) y una acotación en este trabajo (AE, 14, págs. 119-20) muestran que Freud ya presentía que esta clasificación «dualista» de las pulsiones quizá no fuera válida. Es cierto que en el análisis de Schreber (1911c) insistió en la diferencia entre «Investiduras yoicas» y «libido», y entre el «interés emanado de fuentes eróticas» y el «interés en general» -distinción que reaparece, en una réplica a Jung, en el artículo sobre el narcisismo. En el presente artículo volvió a emplear el término «interés»; y en la 26ª de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), «interés yoico» o simplemente «interés» aparecen regularmente por oposición a «libido». Con todo, permanecía oscura la naturaleza exacta de estas pulsiones no libidinales. El punto decisivo en la clasificación de las pulsiones se alcanzó en Más allá del principio de placer (1920g). En el capítulo VI de ese trabajo, Freud reconoce francamente que se había llegado a una situación difícil, y declara de manera explícita que «desde luego, la libido narcisista es una exteriorización de fuerzas de pulsiones sexuales», y que «es preciso identificarla con las «pulsiones de autoconservación»» (AE, 18, págs. 49 y sigs.). Todavía sostiene, sin embargo, que hay pulsiones yoicas y pulsiones de objeto que no son libidinales, y continuando con su postura dualista introduce su hipótesis de la pulsión de muerte. Al final del capítulo VI de Más allá del principio de placer, una larga nota al pie (AE, 18, pág. 59) da cuenta de la evolución que habían tenido hasta entonces sus puntos de vista sobre la clasificación de las pulsiones; y vuelve a abordar el tema, a la luz de su recientemente completado cuadro de la estructura de la psique, en el capítulo IV de El yo y el ello (1923b). En el capítulo VI de El malestar en la cultura (1930a), Freud recorre una vez más todo este territorio, prestando especial consideración, por primera vez, a las pulsiones agresivas y destructivas. Hasta entonces les había concedido escasa atención, excepto en aquellos casos (como en el sadismo y el masoquismo) en que, aparecían fusionadas con elementos libidinales; pero en ese capítulo las aborda en su forma pura y las explica como retoños de la pulsión de muerte. La 32ª de las Nuevas conferencias de introducción al psicoanálisis (1933a), AE, 22, págs. 95 y sigs., incluye otra revisión del tema, y el resumen final está contenido en el capítulo II de su obra póstuma Esquema del psicoanálisis (1940a), AE, 23, págs. 146-9 (6).
James Strachey
Muchas veces hemos oído sostener el reclamo de que una ciencia debe construirse sobre conceptos básicos claros y definidos con precisión. En realidad, ninguna, ni aun la más exacta, empieza con tales definiciones. El comienzo correcto de la actividad científica consiste más bien en describir fenómenos que luego son agrupados, ordenados e insertados en conexiones. Ya para la descripción misma es inevitable aplicar al material ciertas ideas abstractas que se recogieron de alguna otra parte, no de la sola experiencia nueva. Y más insoslayables todavía son esas ideas -los posteriores conceptos básicos de la ciencia- en el ulterior tratamiento del material. Al principio deben comportar cierto grado de indeterminación; no puede pensarse en ceñir con claridad su contenido. Mientras se encuentran en ese estado, tenemos que ponernos de acuerdo acerca de su significado por la remisión repetida al material empírico del que parecen extraídas, pero que, en realidad, les es sometido. En rigor, poseen entonces el carácter de convenciones, no obstante lo cual es de interés extremo que no se las escoja al azar, sino que estén determinadas por relaciones significativas con el material empírico, relaciones que se cree colegir aun antes que se las pueda conocer y demostrar. Sólo después de haber explorado más a fondo el campo de fenómenos en cuestión, es posible aprehender con mayor exactitud también sus conceptos científicos básicos y afinarlos para que se vuelvan utilizables en un vasto ámbito, y para que, además, queden por completo exentos de contradicción. Entonces quizás haya llegado la hora de acuñarlos en definiciones. Pero el progreso del conocimiento no tolera rigidez alguna, tampoco en las definiciones. Como lo enseña palmariamente el ejemplo de la física, también los «conceptos básicos» fijados en definiciones experimentan un constante cambio de contenido (7).
Un concepto básico convencional de esa índole, por ahora bastante oscuro, pero del cual en psicología no podemos prescindir, es el de pulsión. Intentemos llenarlo de contenido desde diversos lados.
Primero del lado de la fisiología. Esta nos ha proporcionado el concepto del estímulo y el esquema del reflejo, de acuerdo con el cual un estímulo aportado al tejido vivo (a la sustancia nerviosa) desde afuera es descargado hacia afuera mediante una acción. Esta acción es «acorde al fin», por el hecho de que sustrae a la sustancia estimulada de la influencia del estímulo, la aleja del radio en que este opera.
Ahora bien, ¿qué relación mantiene la «pulsión» con el «estímulo»? Nada nos impide subsumir el concepto de pulsíón bajo el de estímulo: la pulsión sería un estímulo para lo psíquico. Pero enseguida advertimos que no hemos de equiparar pulsión y estímulo psíquico. Es evidente que para lo psíquico existen otros estímulos que los pulsionales: los que se comportan de manera muy parecida a los estímulos fisiológicos. Por ejemplo, si una fuerte luz hiere el ojo, no es ese un estímulo pulsional; sí lo es el sentir sequedad en la mucosa de la garganta o acidez en la mucosa estomacal (8).
Ahora hemos obtenido material para distinguir entre estímulos pulsionales y otros estímulos (fisiológicos) que influyen sobre el alma. En primer lugar: El estímulo pulsional no proviene del mundo exterior, sino del interior del propio organismo. Por eso también opera diversamente sobre el alma y se requieren diferentes acciones para eliminarlo. Además: Todo lo esencial respecto del estímulo está dicho si suponemos que opera de un solo golpe; por tanto, se lo puede despachar mediante una única acción adecuada, cuyo tipo ha de discernirse en la huida motriz ante la fuente de estímulo. Desde luego que tales golpes pueden también repetirse y sumarse, pero esto en nada modifica la concepción del hecho ni las condiciones que presiden la supresión del estímulo. La pulsión en cambio, no actúa como una fuerza de choque momentánea, sino siempre como una fuerza constante. Puesto que no ataca desde afuera, sino desde el interior del cuerpo, una huida de nada puede valer contra ella. Será mejor que llamemos «necesidad» al estímulo pulsional; lo que cancela esta necesidad es la «satisfacción». Esta sólo puede alcanzarse mediante una modificación, apropiada a la meta (adecuada), de la fuente interior de estímulo.
Imaginemos un ser vivo casi por completo inerme, no orientado todavía en el mundo, que captura estímulos en su sustancia nerviosa (9) Este ser muy pronto se halla en condiciones de establecer un primer distingo y de adquirir una primera orientación. Por una parte, registra estímulos de los que puede sustraerse mediante una acción muscular (huida), y a estos los imputa a un mundo exterior; pero, por otra parte, registra otros estímulos frente a los cuales una acción así resulta inútil, pues conservan su carácter de esfuerzo {Drang} constante; estos estímulos son la marca de un mundo interior, el testimonio de unas necesidades pulsionales. La sustancia percipiente del ser vivo habrá adquirido así, en la eficacia de su actividad muscular, un asidero para separar un «afuera» de un «adentro » (10).
Entonces, primero hallamos la esencia de la pulsíón en sus caracteres principales, a saber, su proveniencia de fuentes de estímulo situadas en el interior del organismo y su emergencia como fuerza constante, y de ahí derivamos uno de sus ulteriores caracteres, que es su incoercibilidad por acciones de huida. Ahora bien, en el curso de esas elucidaciones no pudo menos que saltarnos a la vista algo que nos impone otra admisión. No sólo aportamos a nuestro material empírico ciertas convenciones en calidad de conceptos básicos, sino que nos servimos de muchas premisas complejas para guiarnos en la elaboración del mundo de los fenómenos psicológicos. Ya mencionamos la más importante de ellas; sólo nos resta destacarla de manera expresa. Es de naturaleza biológica, trabaja con el concepto de tendencia (eventualmente, el de la condición de adecuado a fines) y dice: El sistema nervioso es un aparato al que le está deparada la función de librarse de los estímulos que le llegan, de rebajarlos al nivel mínimo posible; dicho de otro modo: es un aparato que, de ser posible, querría conservarse exento de todo estímulo (11). Que no nos escandalice por ahora la imprecisión de esta idea, y atribuyamos al sistema nervioso el cometido (dicho en términos generales) de dominar los estímulos. Vemos ahora cuánta complicación ha traído la introducción de las pulsiones para el simple esquema fisiológico del reflejo. Los estímulos exteriores plantean una única tarea, la de sustraerse de ellos, y esto acontece mediante movimientos musculares de los que por último uno alcanza la meta y después, por ser el adecuado al fin, se convierte en disposición heredada. Los estímulos pulsionales que se generan en el interior del organismo no pueden tramitarse mediante ese mecanismo. Por eso plantean exigencias mucho más elevadas al sistema nervioso y lo mueven a actividades complejas, encadenadas entre sí, que modifican el mundo exterior lo suficiente para que satisfaga a la fuente interior de estímulo. Y sobre todo, lo obligan a renunciar a su propósito ideal de mantener alejados los estímulos, puesto que producen un aflujo continuado e inevitable de estos. Entonces, tenemos derecho a inferir que ellas, las pulsiones, y no los estímulos exteriores, son los genuinos motores de los progresos que han llevado al sistema nervioso (cuya productividad es infinita) a su actual nivel de desarrollo. Desde luego, nada impide esta conjetura: las pulsiones mismas, al menos en parte, son decantaciones de la acción de estímulos exteriores que en el curso de la filogénesis influyeron sobre la sustancia viva, modificándola.
Y si después hallamos que la actividad del aparato psíquico, aun del más desarrollado, está sometida al principio de placer, es decir, es regulada de manera automática por sensaciones de la serie placer-displacer, difícilmente podremos rechazar otra premisa, a saber, que esas sensaciones reflejan el modo en que se cumple el dominio de los estímulos. Y ello con seguridad en este sentido: el sentimiento de displacer tiene que ver con un incremento del estímulo, y el de placer con su disminución. La imprecisión de esta hipótesis es considerable; no obstante, nos atendremos fielmente a ella hasta que podamos, si es posible, colegir la índole del vínculo entre placer-displacer y las oscilaciones de las magnitudes de estímulo que operan sobre la vida anímica. Vínculos de este tipo, por cierto, puede haberlos muy variados y nada simples (12).
Si ahora, desde el aspecto biológico, pasamos a la consideración de la vida anímica, la «pulsión» nos aparece como un concepto fronterizo entre lo anímico y lo somático, como un representante {Repräsentant} psíquico de los estímulos que provienen del interior del cuerpo y alcanzan el alma, como una medida de la exigencia de trabajo que es impuesta a lo anímico a consecuencia de su trabazón con lo corporal (13).
Ahora podemos discutir algunos términos que se usan en conexión con el concepto de pulsión, y son: esfuerzo, meta, objeto, fuente de la pulsión.
Por esfuerzo {Drang} de una pulsión se entiende su factor motor, la suma de fuerza o la medida de la exigencia de trabajo que ella representa {repräsentieren}. Ese carácter esforzante es una propiedad universal de las pulsiones, y aun su esencia misma. Toda pulsión es un fragmento de actividad; cuando negligentemente se habla de pulsiones pasivas, no puede mentarse otra cosa que pulsiones con una meta pasiva (14).
La meta {Ziel} de una pulsión es en todos los casos la satisfacción que sólo puede alcanzarse cancelando el estado de estimulación en la fuente de la pulsión. Pero si bien es cierto que esta meta última permanece invariable para toda pulsión, los caminos que llevan a ella pueden ser diversos, de suerte que para una pulsión se presenten múltiples metas más próximas o intermediarias, que se combinan entre sí o se permutan unas por otras. La experiencia nos permite también hablar de pulsiones «de meta inhibida» en el caso de procesos a los que se permite avanzar un trecho en el sentido de la satisfacción pulsional, pero después experimentan una inhibición o una desviación. Cabe suponer que también con tales procesos va asociada una satisfacción parcial.
El objeto {Objekt} de la pulsión es aquello en o por lo cual puede alcanzar su meta. Es lo más variable en la pulsión; no está enlazado originariamente con ella, sino que se .le coordina sólo a consecuencia de su aptitud para posibilitar la satisfacción. No necesariamente es un objeto ajeno; también puede ser una parte del cuerpo propio. En el curso de los destinos vitales de la pulsión puede sufrir un número cualquiera de cambios de vía {WechseL}; a este desplazamiento de la pulsión le corresponden los más significativos papeles. Puede ocurrir que el mismo objeto sirva simultáneamente a la :satisfacción de varias pulsiones; es, según Alfred Adler [1908], el caso del entrelazamiento de pulsiones (15). Un lazo particularmente íntimo de la pulsión con el objeto se acusa como fijación de aquella. Suele consumarse en períodos muy tempranos del desarrollo pulsional y pone término a la movilidad de la pulsión contrariando con intensidad su desasimiento (16).
Por fuente {Quelle} de la pulsión se entiende aquel proceso somático, interior a un órgano o a una parte del cuerpo, cuyo estímulo es representado {repräsentiert} en la vida anímica por la pulsión. No se sabe si este proceso es por regla general de naturaleza química o también puede corresponder al desprendimiento de otras fuerzas, mecánicas por ejemplo. El estudio de las fuentes pulsionales ya no compete a la psicología; aunque para la pulsión lo absolutamente decisivo es su origen en la fuente somática, dentro de la vida anímica no nos es conocida de otro modo que por sus metas. El conocimiento más preciso de las fuentes pulsionales en modo alguno es imprescindible para los fines de la investigación psicológica. Muchas veces puede inferirse retrospectivamente con certeza las fuentes de la pulsión a partir de sus metas.
¿Debe suponerse que las diversas pulsiones que provienen de lo corporal y operan sobre lo anímico se distinguen también por cualidades diferentes, y por eso se comportan dentro de la vida anímica de manera cualitativamente distinta? No parece justificado; más bien basta con el supuesto, más simple, de que todas las pulsiones :son cualitativamente de la misma índole, y deben su efecto sólo a las magnitudes de excitación que conducen o, quizás, aun a ciertas funciones de esta cantidad. Lo que distingue entre sí a las operaciones psíquicas que proceden de las diferentes pulsiones puede reconducirse a la diversidad de las fuentes pulsionales. Por lo demás, sólo en un contexto posterior podrá aclararse el significado del problema de la cualidad de las pulsiones (17).
¿Qué pulsiones pueden establecerse, y cuántas? Es evidente que esto deja mucho lugar a la arbitrariedad. Nada puede objetarse si alguien usa el concepto de pulsión de juego, de pulsión de destrucción, de pulsión de socialidad, siempre que el asunto lo exija y la rigurosidad del análisis psicológico lo permita. Empero, no puede dejarse de indagar si estos motivos pulsionales, tan unilateralmente especializados, no admiten una ulterior descomposición en vista de las fuentes pulsionales, de suerte que sólo las pulsiones primordiales, ya no susceptibles de descomposición, pudieran acreditar una significación.
He propuesto distinguir dos grupos de tales pulsiones primordiales: las pulsiones yoicas o de autoconservación y las pulsiones sexuales. Pero no conviene dar a esta clasificación el carácter de una premisa necesaria, a diferencia, por ejemplo, del supuesto sobre la tendencia biológica del aparato anímico; es una mera construcción auxiliar que sólo ha de mantenerse mientras resulte útil, y cuya sustitución por otra en poco alterará los resultados de nuestro trabajo descriptivo y ordenador. La ocasión que movió a establecerla brotó de la génesis misma del psicoanálisis, que tomó como su primer objeto las psiconeurosis, más precisamente el grupo de las llamadas «neurosis de trasferencia» (la histeria y la neurosis obsesiva), y en ellas obtuvo la intelección de que en la raíz de todas esas afecciones se hallaba un conflicto entre los reclamos de la sexualidad y los del yo. Comoquiera que sea, es posible que un estudio más exhaustivo de las otras afecciones neuróticas (sobre todo de las psiconeurosis narcisistas: las esquizofrenias) obligue a enmendar esa fórmula y, por tanto, a agrupar de otro modo las pulsiones primordiales. Pero en la actualidad no conocemos esa fórmula nueva y tampoco hemos descubierto argumento alguno desfavorable a la contraposición entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales.
En general, me parece dudoso que sobre la base de la elaboración del material psicológico se puedan obtener indicios decisivos para la división y clasificación de las pulsiones. A los fines de esa elaboración, parece más bien necesario aportar al material determinados supuestos acerca de la vida pulsional, y sería deseable que se los pudiera tomar de otro ámbito para trasferirlos a la psicología. Lo que la biología dice sobre esto no contraría por cierto la separación entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales. Enseña que la sexualidad no ha de equipararse a las otras funciones del individuo, pues sus tendencias van más allá de él y tienen por contenido la producción de nuevos individuos, vale decir, la conservación de la especie. Nos muestra, además, que dos concepciones del vínculo entre yo y sexualidad coexisten con igual título una junto a la otra. Para una, el individuo es lo principal; esta aprecia a la sexualidad como una de sus funciones y a la satisfacción sexual como una de sus necesidades. Para la otra, el individuo es un apéndice temporario y transitorio del plasma germinal, cuasi-inmortal, que le fue confiado por [el proceso de] la generación (18). La hipótesis de que la función sexual se distingue de los otros procesos corporales por un quimismo particular constituye, por lo que sé, también una premisa de la escuela de investigación biológica de Ehrlich (19).
Puesto que el estudio de la vida pulsional a partir de la conciencia ofrece dificultades apenas superables, la exploración psicoanalítica de las perturbaciones del alma sigue siendo la fuente principal de nuestro conocimiento. Pero, debido a la trayectoria que ha seguido en su desarrollo, el psicoanálisis ha podido aportar hasta ahora datos más o menos satisfactorios únicamente sobre las pulsiones sexuales; es que sólo este grupo pudo observarse como aislado en las psiconeurosis. Cuando el psicoanálisis se extienda a las otras afecciones neuróticas, sin duda obtendremos también una base para conocer las pulsiones yoicas, aunque en este nuevo campo de estudio parece desmedido esperar condiciones tan favorables a la observación.
Con miras a una caracterización general de las pulsiones sexuales puede enunciarse lo siguiente: Son numerosas, brotan de múltiples fuentes orgánicas, al comienzo actúan con independencia unas de otras y sólo después se reúnen en una síntesis más o menos acabada. La meta a que aspira cada una de ellas es el logro del placer de órgano (20); sólo tras haber alcanzado una síntesis cumplida entran al servicio de la función de reproducción, en cuyo carácter se las conoce comúnmente como pulsiones sexuales. En su primera aparición se apuntalan en las pulsiones de conservación, de las que sólo poco a poco se desasen; también en el hallazgo de objeto siguen los caminos que les indican las pulsiones yoicas (21). Una parte de ellas continúan asociadas toda la vida a estas últimas, a las cuales proveen de componentes libidinosos que pasan fácilmente inadvertidos durante la función normal y sólo salen a la luz cuando sobreviene la enfermedad (22). Se singularizan por el hecho de que en gran medida hacen un papel vicario unas respecto de las otras y pueden intercambiar con facilidad sus objetos {cambios de vía}. A consecuencia de las propiedades mencionadas en último término, se habilitan para operaciones muy alejadas de sus acciones-meta originarias (sublimación).
Tendremos que circunscribir a las pulsiones sexuales, mejor conocidas por nosotros, la indagación de los destinos que las pulsiones pueden experimentar en el curso de su desarrollo. La observación nos enseña a reconocer, como destinos de pulsión de esa índole, los siguientes:
El trastorno hacia lo contrario.
La vuelta hacía la persona propia.
La represión.
La sublimación.
Puesto que no tengo proyectado tratar aquí la sublimación (23), y corno la represión exige un capítulo especial [cf. el artículo que sigue], sólo nos resta describir y examinar los dos primeros puntos. Atendiendo a los motivos {las fuerzas} contrarrestantes de una prosecución directa de las pulsiones, los destinos de pulsión pueden ser presentados también como variedades de la defensa contra las pulsiones.
El trastorno hacia lo contrario se resuelve, ante una consideración más atenta, en dos procesos diversos: la vuelta de una pulsión de la actividad a la pasividad, y el trastorno en cuanto al contenido. Por ser ambos procesos de naturaleza diversa, también ha de tratárselos por separado.
Ejemplos del primer proceso brindan los pares de opuestos sadismo-masoquismo y placer de ver-exhibición. El trastorno sólo atañe a las metas de la pulsión; la meta activa -martirizar, mirar- es remplazada por la pasiva -ser martirizado, ser mirado- El trastorno en cuanto al contenido se descubre en este único caso: la mudanza del amor en odio.
La vuelta hacia la persona propia se nos hace más comprensible si pensamos que el masoquismo es sin duda un sadismo vuelto hacia el yo propio, y la exhibición lleva incluido el mirarse el cuerpo propio. La observación analítica no deja subsistir ninguna duda en cuanto a que el masoquista goza compartidamente la furia que se abate sobre su persona, y el exhibicionista, su desnudez. Lo esencial en este proceso es entonces el cambio de vía del objeto, manteniéndose inalterada la meta.
Entretanto, no puede escupársenos que vuelta hacia la persona propia y vuelta de la actividad a la pasividad convergen o coinciden en estos ejemplos. Para esclarecer estos vínculos se hace indispensable una investigación más a fondo. En cuanto al par de opuestos sadismo-masoquismo, el proceso puede presentarse del siguiente modo:
a. El sadismo consiste en una acción violenta, en una afirmación de poder dirigida a otra persona como objeto.
b. Este objeto es resignado y sustituido por la persona propia. Con la vuelta hacía la persona propia se ha consumado también la mudanza de la meta pulsional activa en una pasiva.
c. Se busca de nuevo como objeto una persona ajena, que, a consecuencia de la mudanza sobrevenida en la meta, tiene que tomar sobre sí el papel de sujeto.
(24)
El caso c es el del masoquismo, como comúnmente se lo llama. La satisfacción se obtiene, también en él, por el camino del sadismo originario, en cuanto el yo pasivo se traslada en la fantasía a su puesto anterior, que ahora se deja al :sujeto ajeno. Es sumamente dudoso que exista también una satisfacción masoquista más directa. No parece haber un masoquismo originario que no se engendre del sadismo de la manera descrita (ver nota agregada en 1924 (25)). El supuesto de la etapa b no es superfluo, como lo revela la conducta de la pulsión sádica en la neurosis obsesiva. Aquí hallamos la vuelta hacia la persona propia sin la pasividad hacia una nueva. La mudanza llega sólo hasta la etapa b. De la manía de martirio se engendran automartirio, autocastigo, no masoquismo. El verbo en voz activa no se muda a la voz pasiva, sino a una voz media reflexiva (26).
La concepción del sadismo es perjudicada también por la circunstancia de que esta pulsión parece perseguir, junto a su meta general (quizá mejor: en el interior de esta), una acción-meta muy especial. junto a la humillación y al sojuzgamiento, el infligir dolores. Ahora bien, el psicoanálisis parece demostrar que el infligir dolor no desempeña ningún papel entre las acciones-meta originarias de la pulsión. El niño sádico no toma en cuenta el infligir dolores, ni se lo propone, Pero una vez que se ha consumado la trasmudación al masoquismo, los dolores se prestan muy bien a proporcionar una meta masoquista pasiva, pues tenemos todas las razones para suponer que también las sensaciones de dolor, como otras sensaciones de displacer, desbordan sobre la excitación sexual y producen un estado placentero en aras del cual puede consentirse aun el displacer del dolor (27). Y una vez que el sentir dolores se ha convertido en una meta masoquista, puede surgir retrogresivamente la meta sádica de infligir dolores; produciéndolos en otro, uno mismo los goza de manera masoquista en la identificación con el objeto que sufre. Desde luego, en ambos casos no se goza el dolor mismo, sino la excitación sexual que lo acompaña, y como sádico esto es particularmente cómodo. El gozar del dolor sería, por tanto, una meta originariamente masoquista, pero que sólo puede devenir meta pulsional en quien es originariamente sádico.
Para hacer un recuento completo, agrego que la compasión no puede describirse como un resultado de la mudanza pulsional desde el sadismo, sino que exige la concepción de una formación reactiva contra la pulsión (acerca de esta diferencia, véase más adelante (28)).
Resultados algo diversos y más simples ofrece la indagación de otro par de opuestos: el de las pulsiones que tienen por meta, respectivamente, el ver y el mostrarse («voyeur» y exhibicionista en el lenguaje de las perversiones). También aquí pueden distinguirse las mismas etapas que en el caso anterior: a) El ver como actividad dirigida a un objeto ajeno; b) la resignación del objeto, la vuelta de la pulsión de ver hacia una parte del cuerpo propio, y por tanto el trastorno en pasividad y el establecimiento de la nueva meta: ser mirado; c) la inserción de un nuevo sujeto (29) al que uno se muestra a fin de ser mirado por él. Apenas puede dudarse de que la meta activa aparece también más temprano que la pasiva, el mirar precede al ser-mirado. Pero una importante divergencia con el caso del sadismo reside en que en la pulsión de ver ha de reconocerse una etapa todavía anterior a la que designamos a. En efecto, inicialmente la pulsión de ver es autoerótica, tiene sin duda un objeto, pero este se encuentra en el cuerpo propio. Sólo más tarde se ve llevada (por la vía de la comparación) a permutar este objeto por uno análogo del cuerpo ajeno (etapa a). Ahora bien, este grado previo presenta interés porque de él se siguen las dos situaciones del par de opuestos resultantes, según que el cambio de vía ocurra en un lugar o en el otro. El esquema de la pulsión de ver podría ser este:
Una etapa previa semejante falta en el sadismo, que desde el comienzo se dirige a un objeto ajeno; empero, no sería del todo disparatado construirla a partir de los empeños del niño que quiere hacerse señor de sus propios miembros (30).
Para los dos ejemplos de pulsión aquí considerados vale esta observación: la mudanza pulsional mediante trastorno de la actividad en pasividad y mediante vuelta sobre la persona propia nunca afecta, en verdad, a todo el monto de la moción pulsional. La dirección pulsional más antigua, activa, subsiste en cierta medida junto a la más reciente, pasiva, aunque el proceso de la trasmudación pulsional haya sido muy extenso. El único enunciado correcto acerca de la pulsión de ver sería este: Todas las etapas de desarrollo de la pulsión (tanto la etapa previa autoerótica cuanto las conformaciones finales activa y pasiva) subsisten unas junto a las otras; y esta aseveración se hace evidente si en lugar de las acciones pulsionales se toma como base del juicio el mecanismo de la satisfacción. Quizás esté justificado además otro modo de concepción y de explicitación. Podemos descomponer toda vida pulsional en oleadas singulares, separadas en el tiempo, y homogéneas dentro de la unidad de tiempo (cualquiera que sea esta), las cuales se comportan entre sí como erupciones sucesivas de lava. Entonces podemos imaginar que la primera erupción de lava, la más originaria, prosigue inmutable y no experimenta desarrollo alguno. La oleada siguiente está expuesta desde el comienzo a una alteración, por ejemplo la vuelta a la pasividad, y se agrega con este nuevo carácter a la anterior, etc. Y si después se abarca con la mirada la moción pulsional desde su comienzo hasta un cierto punto de detención, la sucesión descrita de las oleadas proporcionará la imagen de un determinado desarrollo de la pulsión.
El hecho de que en esa (31) época más tardía del desarrollo pueda observarse, junto a una moción pulsional, su opuesto (pasivo), merece ser destacado mediante el certero nombre introducido por Bleuler: ambivalencia (32).
El desarrollo pulsional se nos haría comprensible por la referencia a la historia del desarrollo de la pulsión y a la permanencia de las etapas intermedias. La experiencia nos indica que la cuantía de la ambivalencia comprobable varía en alto grado entre los individuos, grupos humanos o razas. Una extensa ambivalencia pulsional en un ser vivo actual puede concebirse como una herencia arcaica, pues tenemos razones para suponer que la proporción de las mociones activas, no mudadas, ha sido mayor en la vida pulsional de épocas primordiales que, en promedio, en la de hoy (33).
Nos hemos acostumbrado (sin examinar al comienzo el vínculo entre autoerotismo y narcisismo) a llamar narcisismo a la fase temprana de desarrollo del yo, durante la cual sus pulsiones sexuales se satisfacen de manera autoerótica. Deberíamos entonces decir que la etapa previa de la pulsión de ver -en que el placer de ver tiene por objeto al cuerpo propio- pertenece al narcisismo, es una formación narcisista. Desde ella se desarrolla la pulsión activa de ver, dejando atrás al narcisismo; pero la pulsión pasiva de ver retiene el objeto narcisista. De igual modo, la trasmudación del sadismo al masoquismo implica un retroceso hacia el objeto narcisista; y en los dos casos [o sea, el del placer pasivo de ver y el del masoquismo] el sujeto narcisista es permutado por identificación con un yo otro, ajeno. Si consideramos la etapa previa del sadismo, esa etapa narcisista que construimos, alcanzamos una intelección más general: los destinos de pulsión que consisten en la vuelta sobre el yo propio y en el trastorno de la actividad en pasividad dependen de la organización narcisista del yo y llevan impreso el sello de esta fase. Corresponden, quizás, a los intentos de defensa que en etapas más elevadas del desarrollo del yo se ejecutan con otros medios.
Aquí caemos en la cuenta de que hasta ahora sólo sometimos a examen el par de opuestos pulsionales :sadismo-masoquismo y placer de ver-placer de mostrar. Son estas las más conocidas de las pulsiones sexuales que se presentan como ambivalentes. Los otros componentes de la función sexual más tardía no han resultado aún lo bastante asequibles al análisis como para que podamos elucidarlos de manera parecida. De ellos podemos decir, en general, que actúan de modo autoerótico, es decir, su objeto se eclipsa tras el órgano que es su fuente y, por lo común, coincide con este último. El objeto de la pulsión de ver es también primero una parte del cuerpo propio; no obstante, no es el ojo mismo. Y en el sadismo, el órgano fuente, que es probablemente la musculatura capaz de acción, apunta de manera directa a un objeto otro, aunque se sitúe en el cuerpo propio. En las pulsiones autoeróticas es tan decisivo el papel del órgano fuente que, según una sugerente conjetura de Federn (1913) y Jekels (1913b), forma y función del órgano determinan la actividad o pasividad de la meta pulsional.
La mudanza de una pulsión en su contrario (material) (34) sólo es observada en un caso: la trasposición de amor en odio (35). Puesto que con particular frecuencia ambos se presentan dirigidos simultáneamente al mismo objeto, tal coexistencia ofrece también el ejemplo más significativo de una ambivalencia de sentimientos.
El caso del amor y del odio cobra un interés particular por la circunstancia de que es refractario a ordenarse dentro de nuestra exposición de las pulsiones. El vínculo más íntimo une estos dos sentimientos opuestos con la vida sexual; no podemos dudar de eso, pero naturalmente somos reacios a concebir el amar como si fuera una pulsión parcial de la sexualidad entre otras. Más bien querríamos discernir en el amar la expresión de la aspiración sexual como un todo, pero tampoco así aclaramos nada y no sabernos cómo habría de comprenderse un contrario material de esa aspiración.
El amar no es susceptible de una sola oposición, sino de tres. Además de la oposición amar-odiar, hay la que media entre amar y ser-amado, y, por otra parte, amar y odiar tomados en conjunto se contraponen al estado de indiferencia. De estas tres oposiciones, la segunda, la que media entre amar y ser-amado, se corresponde por entero con la vuelta de la actividad a la pasividad y admite también, como la pulsión de ver, idéntica reconducción a una situación básica. Hela aquí: amarse a sí mismo, lo cual es para nosotros la característica del narcisismo. Ahora bien, según sean el objeto o el sujeto los que se permuten por uno ajeno, resultan la aspiración de meta activa, el amar, o la de meta pasiva, el ser -amado, de las cuales la segunda se mantiene próxima al narcisismo.
Quizá nos acerquemos a la comprensión de los múltiples contrarios del amar si consideramos que la vida anímica en general está gobernada por tres polaridades, las oposiciones entre:
Sujeto (yo)-Objeto (mundo exterior).
Placer-Displacer.
Activo-Pasivo.
La oposición entre yo y no-yo (afuera), [o sea] sujeto-objeto, se impone tempranamente al individuo, como dijimos, por la experiencia de que puede acallar los estímulos exteriores mediante su acción muscular, pero está indefenso frente a los estímulos pulsionales. Esa oposición reina soberana principalmente en la actividad intelectual, y crea para la investigación la situación básica que ningún empeño puede modificar. La polaridad placer-displacer adhiere a una serie de la sensación cuya inigualable importancia para la decisión de nuestras acciones (voluntad) ya pusimos de relieve. La oposición activo-pasivo no ha de confundirse con la que media entre yo-sujeto y afuera-objeto. El yo se comporta pasivamente hacia el mundo exterior en la medida en que recibe estímulos de él, y activamente cuando reacciona frente a estos. Sus pulsiones lo compelen sobremanera a una actividad hacia el mundo exterior, de suerte que destacando lo esencial podría decirse: El yo-sujeto es pasivo hacia los estímulos exteriores, y activo por sus pulsiones propias. La oposición entre activo y pasivo se fusiona más tarde con la que media entre masculino y femenino, que, antes que esto acontezca, carece de significación psicológica. La soldadura entre la actividad y lo masculino, y entre la pasividad y lo femenino, nos aparece, en efecto, como un hecho biológico. Pero en modo alguno es tan omnipresente y exclusiva como nos inclinamos a suponer. (36)
Las tres polaridades del alma entran en los más significativos enlaces recíprocos. Existe una situación psíquica originaria en que dos de ellas coinciden. El yo se encuentra originariamente, al comienzo mismo de la vida anímica, investido por pulsiones {triebbesetzt}, y es en parte capaz de satisfacer sus pulsiones en sí mismo. Llamamos narcisismo a ese estado, y autoerótica a la posibilidad de satisfacción.(37). El mundo exterior en esa época no está investido con interés (dicho esto en general) y es indiferente para la satisfacción. Por tanto, en ese tiempo el yo-sujeto coincide con lo placentero, y el mundo exterior, con lo indiferente (y eventualmente, en cuanto fuente de estímulos, con lo displacentero). Si por ahora definimos el amar como la relación del yo con sus fuentes de placer, entonces la situación en que sólo se ama a sí mismo y es indiferente al mundo ilustra la primera de las oposiciones en que hemos hallado el «amar». (38)
En la medida en que es autoerótico, el yo no necesita del mundo exterior, pero recibe de él objetos a consecuencia de las vivencias derivadas de las pulsiones de autoconservación del yo, y por tanto no puede menos que sentir por un tiempo como displacenteros ciertos estímulos pulsionales interiores. Ahora bien, bajo el imperio del principio de placer :se consuma dentro de él un ulterior desarrollo. Recoge en su interior los objetos ofrecidos en la medida en que son fuente de placer, los introyecta (según la expresión de Ferenczi [1909] ), (39) y, por otra parte, expele de sí lo que en su propia interioridad es ocasión de displacer. (Véase infra el mecanismo de la proyección). (40).
Así, a partir del yo-realidad inicial, que ha distinguido el adentro y el afuera según una buena marca objetiva, se muda en un yo-placer purificado que pone el carácter del placer por encima de cualquier otro. El mundo exterior se le descompone en una parte de placer que él se ha incorporado y en un resto que le es ajeno. Y del yo propio ha segregado un componente que arroja al mundo exterior y siente como hostil. Después de este reordenamiento, ha quedado restablecida la coincidencia de las dos polaridades:
Yo-sujeto {coincide} con placer.
Mundo exterior {coincide} con displacer (desde una indiferencia anterior).
Con el ingreso del objeto en la etapa del narcisismo primario se despliega también la segunda antítesis del amar: el odiar. [Cf. n. 31.]
Como vimos, el objeto es aportado al yo desde el mundo exterior en primer término por las pulsiones de autoconservación; y no puede desecharse que también el sentido originario del odiar signifique la relación hacia el mundo exterior hostil, proveedor de estímulos. La indiferencia se subordina al odio, a la aversión, como un caso especial, después de haber emergido, al comienzo, como su precursora. Lo exterior, el objeto, lo odiado, habrían sido idénticos al principio. Y si más tarde el objeto se revela como fuente de placer, entonces es amado, pero también incorporado al yo, de suerte que para el yo-placer purificado el objeto coincide nuevamente con lo ajeno y lo odiado.
Ahora reparamos en que así como el par de opuestos amor. indiferencia refleja la polaridad yo-mundo exterior, la segunda oposición, amor-odio, reproduce la polaridad placer-displacer, enlazada con la primera. Luego que la etapa puramente narcisista es relevada por la etapa del objeto, placer y displacer significan relaciones del yo con el objeto. Cuando el objeto es fuente de sensaciones placenteras, -se establece una tendencia motriz que quiere acercarlo al yo, incorporarlo a él; entonces hablamos también de la «atracción» que ejerce el objeto dispensador de placer y decimos que «amamos» al objeto. A la inversa, cuando el objeto es fuente de sensaciones de displacer, una tendencia se afana en aumentar la distancia entre él y el yo, en repetir con relación a él el intento originario de huida frente al mundo exterior emisor de estímulos. Sentimos la «repulsión» del objeto, y lo odiamos; este odio puede después acrecentarse convirtiéndose en la inclinación a agredir al objeto, con el propósito de aniquilarlo.
De vernos precisados, podríamos decir que una pulsión «ama» al objeto al cual aspira para su satisfacción. Pero que una pulsión «odie» a un objeto nos suena bastante extraño, y caemos en la cuenta de que los vínculos (41) de amor y de odio no son aplicables a las relaciones de las pulsiones con sus objetos, sino que están reservados a la relación del yo-total con los suyos. Por otra parte, la observación del uso lingüístico, pleno de sentido indudablemente, nos muestra otra restricción en el significado del amor y del odio. De los objetos que sirven para la conservación del yo no se dice que se los ama; se destaca que se necesita de ellos, y tal vez se expresa la injerencia de una relación de otra índole empleando giros que indican un amor muy debilitado: me gusta, lo aprecio, lo encuentro agradable.
La palabra «amar» se instala entonces, cada vez más, en la esfera del puro vínculo de placer del yo con el objeto, y se fija en definitiva en los objetos sexuales en sentido estricto y en aquellos objetos que satisfacen las necesidades de las pulsiones sexuales sublimadas. La división entre pulsiones yoicas y pulsiones sexuales que hemos impuesto a nuestra psicología está acorde, pues, con el espíritu de nuestro lenguaje. Si no solemos decir que la pulsión sexual singular ama a su objeto, y en cambio hallamos que el uso más adecuado de la palabra «amar» se aplica al vínculo del yo con su objeto sexual, esta observación nos enseña que su aplicabilidad a tal relación sólo empieza con la síntesis de todas las pulsiones parciales de la sexualidad bajo el primado de los genitales y al servicio de la función de la reproducción.
Es notable que en el uso de la palabra «odiar» no salga a luz una referencia tan estrecha al placer y a la función sexuales; más bien, la relación de displacer parece la única decisiva. El yo odia, aborrece y persigue con fines destructivos a todos los objetos que se constituyen para él en fuente de sensaciones displacenteras, indiferentemente de que le signifiquen una frustración de la satisfacción sexual o de la satisfacción de necesidades de conservación. Y aun puede afirmarse que los genuinos modelos de la relación de odio no provienen de la vida sexual, sino de la lucha del yo por conservarse y afirmarse.
Amor y odio, que se nos presentan como tajantes opuestos materiales, no mantienen entre sí, por consiguiente, una relación simple. No han surgido de la escisión de algo común originario, sino que tienen orígenes diversos, y cada uno ha recorrido su propio desarrollo antes que se constituyeran como opuestos bajo la influencia de la relación placer-displacer. Esto nos impone la tarea de resumir lo que sabemos sobre la génesis del amor y del odio.
El amor proviene de la capacidad del yo para satisfacer de manera autoerótica, por la ganancia de un placer de órgano, una parte de sus mociones pulsionales. Es originariamente narcisista, después pasa a los objetos que se incorporaron al yo ampliado, y expresa el intento motor del yo por alcanzar esos objetos en cuanto fuentes de placer. Se enlaza íntimamente con el quehacer de las posteriores pulsiones sexuales y coincide, cuando la síntesis de ellas se ha cumplido, con la aspiración sexual total. Etapas previas del amar se presentan como metas sexuales provisionales en el curso del complicado desarrollo de las pulsiones sexuales. Discernimos la primera de ellas en el incorporar o devorar, una modalidad del amor compatible con la supresión de la existencia del objeto como algo separado, y que por tanto puede denominarse ambivalente. (42) En la etapa que sigue, la de la organización pregenital sádico-anal (43) el intento de alcanzar el objeto se presenta bajo la forma del esfuerzo de apoderamiento, al que le es indiferente el daño o la aniquilación del objeto. Por su conducta hacia el objeto, esta forma y etapa previa del amor es apenas diferenciable del odio. Sólo con el establecimiento de la organización genital el amor deviene el opuesto del odio.
El odio es, como relación con el objeto, más antiguo que el amor; brota de la repulsa primordial que el yo narcisista opone en el comienzo al mundo exterior prodigador de estímulos. Como exteriorización de la reacción displacentera provocada por objetos, mantiene siempre un estrecho vínculo con las pulsiones de la conservación del yo, de suerte que pulsiones yoicas y pulsiones sexuales con facilidad pueden entrar en una oposición que repite la oposición entre odiar y amar. Cuando las pulsiones yoicas gobiernan a la función sexual, como sucede en la etapa de la organización sádico-anal, prestan también a la meta pulsional los caracteres del odio.
La historia de la génesis y de los vínculos del amor nos permite comprender que tan a menudo se muestre «ambivalente», es decir, acompañado por mociones de odio hacia el mismo objeto. Ese odio mezclado con el amor proviene, en una parte, de las etapas previas del amar no superadas por completo, y en otra parte tiene su fundamento en reacciones de repulsa procedentes de las pulsiones yoicas, que a raíz de los frecuentes conflictos entre intereses del yo y del amor pueden invocar motivos reales y actuales. En ambos casos, entonces, ese odio mezclado se remonta a la fuente de las pulsiones de conservación del yo. Cuando el vínculo de amor con un objeto determinado se interrumpe, no es raro que lo remplace el odio, por lo cual recibimos la impresión de que el amor se muda en odio. Pero ahora, superando esa descripción, podemos concebirlo así: en tales casos el odio, que tiene motivación real, es reforzado por la regresión del amar a la etapa sádica previa, de suerte que el odiar cobra un carácter erótico y se garantiza la continuidad de un vínculo de amor.
La tercera oposición en que se encuentra el amar, la mudanza del amar en un ser-amado, responde a la injerencia de la polaridad entre actividad y pasividad y cae bajo idéntica apreciación que los casos de la pulsión de ver y del sadismo. (44)
Podemos destacar, a manera de resumen, que los destinos de pulsión consisten, en lo esencial, en que las mociones pulsionales son sometidas a las influencias de las tres grandes polaridades que gobiernan la vida anímica. De estas tres polaridades, la que media entre actividad y pasividad puede definirse como la biológica; la que media entre yo y mundo exterior, como la real; y, por último, la de placer-displacer, como la económica.
El destino de pulsión que es la represión será objeto de una indagación posterior [en el artículo que sigue].
Notas:
1- {Strachey traduce «Trieb» por «instinct», «instinto». Hemos preferido emplear «pulsión» aun en sus «Notas introductorias», para evitar las confusiones a que daría lugar el uso de una doble terminología.}
2- La palabra alemana, aquí y en la cita de Schreber, es «Repräsentant» {«representante»}, término utilizado sobre todo en el lenguaje jurídico o constitucional. En todas las otras citas que siguen, como también casi invariablemente después, Freud escribe «Repräsentanz» {«agencia representante»}, que es una forma más abstracta.
3- Véase el primer artículo sobre las neurosis de angustia (1895b), AE, 3, pág. 112.
4- Cf. el final de mi «Nota introductoria» al artículo sobre el narcisismo (1914c), supra, pág. 69, y un análisis del «examen de realidad» en mi «Nota introductoria» a «Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños» (1917d), infra, págs. 218-9.
5- Véase, por ejemplo, un pasaje de los Tres ensayos (1905d), AE, 7, pág. 165, donde sin embargo la mención explícita de la auto-conservación se agregó en 1915.
6- Algunas observaciones sobre la pulsíón de destrucción y la posibilidad de su sublimación se incluyen en dos cartas de Freud a la princesa Marie Bonaparte, del 27 de mayo y el 17 de junio de 1937. Ambas cartas se reproducen en el «Apéndice A» (n°. 33 y 34) del tercer volumen de la biografía de Ernest Jones (1957).
7- [Una línea de pensamiento similar había sido desarrollada en el artículo sobre el narcisismo (1914c).]
8- Suponiendo, desde luego, que estos procesos internos sean las bases orgánicas de las necesidades de la sed y el hambre.
9- [La hipótesis que sigue, relativa a la conducta de un organismo vivo primitivo, y la postulación de un «principio de constancia» fundamental había sido enunciada en términos similares en algunos trabajos psicológicos muy tempranos de Freud. Véase, por ejemplo, el capítulo VII de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, págs. 557 y sigs., 588 y sigs.; pero antes todavía se las había expresado en términos neurológicos en el «Proyecto de psicología» de 1895 (1950a), AE, 1, págs. 340-1, así como también -más brevemente- en la conferencia intitulada «Sobre el mecanismo psíquico de fenómenos histéricos» (1893h) y en el artículo escrito en francés acerca de las parálisis histéricas (1893c). Freud volvió nuevamente a esta hipótesis en Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, págs. 1 y sigs., 26 y sigs.; y la reconsideró en «El problema económico del masoquismo» (1924c), AE, 19, págs. 165 y sigs. Cf. la nota 6.]
10- [Freud volvió a ocuparse del tema en su artículo sobre «La negación» (1925h), AE, 19, pág. 255, y en el capítulo I de El malestar en la cultura (1930a), AE, 21, pág. 68.]
11- [Este es el «principio de constancia».]
12- [Como se verá, acá están involucrados dos principios. Uno de ellos es el «principio de constancia», el cual vuelve a enunciarse en Más allá del principio de placer (1920g), AE, 18, págs. 8-9, en los siguientes términos: «… la hipótesis de que el aparato anímico se afana por mantener lo más baja posible, o al menos constante, la cantidad de excitación presente en él». Para este principio Freud adoptó en el mismo trabajo (ibid., pág. 54) la expresión «principio de Nirvana». El segundo principio implicado es el «principio de placer», que también vuelve a formularse en Más allá del principio de placer (ibid., pág. 7): «En la teoría psicoanalítica adoptamos sin reservas el supuesto de que el decurso de los procesos anímicos es regulado automáticamente por el principio de placer. Vale decir, creemos que en todos los casos lo pone en marcha una tensión displacentera, y después adopta tal orientación que su resultado final coincide con una disminución de aquella, esto es, con una evitación de displacer o una producción de placer». Freud parece haber supuesto en un comienzo que estos principios guardaban entre sí una estrecha correlación, e incluso que eran idénticos. Así, en su «Proyecto de psicología» (1950a), AE, 1, pág. 356, escribe: «Siendo consabida para nosotros una tendencia de la vida psíquica, la de evitar displacer, estamos tentados a identificarla con la tendencia primaria a la inercia [la tendencia a evitar excitación]». Un punto de vista similar se adopta en el capítulo VII de La interpretación de los sueños (1900a), AE, 5, pág. 588. En el pasaje al que se refiere esta nota, sin embargo, parece dudarse de que la correlación entre ambos principios sea completa. Esta duda es ampliada en Más allá del principio de placer (AE, 18, págs. 8 y 61), y se discute con cierta extensión en «El problema económico del masoquismo» (1924c), AE, 19, págs. 165 y sigs. Freud arguye allí que los dos principios no pueden ser idénticos, ya que incuestionablemente hay estados de tensión creciente que son placenteros (v. gr., la excitación sexual), y prosigue sugiriendo (como ya había insinuado en los dos pasajes de Más allá del principio de placer a que acabamos de aludir) que la cualidad placentera o displacentera de un estado puede ser relativa a la característica temporal (o ritmo) de los cambios en la cantidad de excitación presente. Concluye que, en todo caso, los dos principios no pueden considerarse idénticos: el principio de placer es una modificación del principio de Nirvana. Este último debe atribuirse a la «pulsión de muerte», y su modificación en Principio de placer se debe a la influencia de la «pulsión de vida» o libido.]
13- [Cf. mi «Nota introductoria». Este último punto también se trata en el agregado hecho en 1915 a los Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 153, y en el Esquema del psicoanálisis (1940a), AE, 23, pág. 146.]
14- [Se hallarán algunas observaciones sobre la naturaleza activa de las pulsiones en una nota agregada en 1915 a los Tres ensayos (1905d), AE, 7, pág. 200. Una crítica a Adler, por su incomprensión de este carácter «esforzante» de las pulsiones, aparece en el análisis del pequeño Hans (1909b), AE, 10, págs. 112-3.]
15- [Freud da dos ejemplos de esto en el análisis del pequeño Hans]
16- [Cf. «La represión» (1915d)]
17- [No queda claro cuál es el «contexto posterior» al que alude Freud.]
18- [Cf. «Introducción del narcisismo» (1914c), AE, pág. 76 y n. 17. Algo similar dice al comienzo de la 26ª de las Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, pág. 376.]
19- [Freud había anunciado esta hipótesis en la primera edición de sus Tres ensayos (1905d), AE, 7, pág. 197n., pero ya la sustentaba diez años antes, por lo menos, de la publicación de ese trabajo. Véase, por ejemplo, el Manuscrito I de la correspondencia con Fliess (1950a), AE, 1, pág. 254.]
20- [La expresión «placer de órgano» (es decir, el placer adscrito a un órgano específico del cuerpo) parece ser usada aquí por primera vez. El término se discute extensamente en la 21ª de las Conferencias de introducción (1916-17), AE, 16, págs. 295-6. La idea subyacente, por supuesto, data de mucho antes. Véase, verbigracia, el último de los Tres ensayos (1905d), AE, 7, pág. 189.]
21- [Cf. «Introducción del narcisismo» (1914c)]
22- [Cf. «Introducción del narcisismo» (1914c)]
23- [La sublimación había sido examinada ya en el artículo sobre el narcisismo (1914c), supra, págs. 91-2; pero posiblemente era el tema de uno de los trabajos metapsicológicos perdidos. (Véase mi, «Introducción»]
24- [Aunque el sentido general de estos pasajes es claro, puede haber alguna confusión en el empleo de la palabra «sujeto». Por regla general, «sujeto» y «objeto» se utilizan para designar, respectivamente, a la persona en quien se origina una pulsión (u otro estado psíquico) y a la persona o cosa a la cual aquella se dirige. Aquí, sin embargo, «sujeto» parece designar a la persona que desempeña el papel activo en la relación -el agente-. La palabra se utiliza más claramente en este segundo sentido un poco más adelante, y en otros lugares del artículo.]
25- [Nota agregada en 1924:] En trabajos posteriores -véase «El problema económico del masoquismo» (1924c)- me he declarado partidario de una concepción opuesta en relación con problemas de la vida pulsional.
26- [Freud alude aquí a las voces del verbo en la lengua griega]
27- [Cf. Tres ensayos (1905d), AE, 7, págs. 185-6.]
28- [No resulta claro a qué pasaje remite Freud aquí -a menos que estuviera incluido en un artículo, perdido, sobre la sublimación-, De hecho, se menciona el asunto en «De guerra y muerte» (1915b), AE, pág. 283. Pero no puede ser esta la referencia en que pensaba Freud, porque originalmente ese artículo se publicó en otro volumen. En una nota agregada a los Tres ensayos (1905d) en 1915 (año en que escribió el presente trabajo), Freud insiste en. que la sublimación y la formación reactiva han de considerarse procesos distintos (AE, 7, pág. 162, n. 10). – La palabra alemana para «compasión» es «Mitleid», literalmente «sufrir con». Otro punto de vista sobre el origen de este sentimiento se expresa en el análisis del «Hombre de los Lobos» (1918b), AE, 17, pág. 81, que en realidad fue escrito, con toda probabilidad, a fines de 1914, pocos meses antes que el presente artículo]
29- [Es decir, un nuevo agente]
30- [Nota agregada en 1924.]
31- [«Jener». En la primera edición decía aquí «jeder», «toda».]
32- [El término «ambivalencia», acuñado por Bleuler (1910b, y 1911, págs. 43 y 305), no parece haber sido usado por él en este sentido. Bleuler distinguía tres tipos de ambivalencia: 1) la emocional, o sea, la oscilación entre el amor y el odio; 2) la volitiva, o sea, la incapacidad de decidir acerca de una acción, y 3) la intelectual, o sea, la creencia en proposiciones contradictorias. Freud generalmente utiliza el término en el primero de estos sentidos. Véase, por ejemplo, la primera ocasión en que parece haberlo adoptado, en, «Sobre la dinámica de la trasferencia» (1912b), AE, 12, pág. 104, y más adelante en el presente artículo (págs. 128 y 133). El pasaje actual es uno de los pocos en que Freud aplica el término a la actividad y la pasividad. Otro ejemplo de este uso excepcional se hallará en el historial clínico del «Hombre de los Lobos» (1918b), AE, 17, pág. 26.]
33- [Cf. Tótem y tabú (1912-13), AB, 13, págs. 71-2.]
34- {Es decir, el trastorno de una pulsión en cuanto a su contenido}
35- [En las ediciones alemanas anteriores a 1924 dice «la trasposición de amor y odio».]
36- [Este punto se aborda con mucho mayor extensión en una nota agregada en 1915 (año en que Freud escribió el presente artículo) a los Tres ensayos (1905d), AE, 7, págs. 200-1. Cf. también «Contribución a la historia del movimiento psicoanalítico» (1914d), supra, pág. 53.]
37- Una parte de las pulsiones sexuales es, como sabemos, susceptible de esta satisfacción autoerótica, y por tanto apta para servir de sustento al desarrollo [del «yo-realidad» originario hacia el «yo-placer»] descrito a continuación [en el texto], regido por el principio de placer. Las pulsiones sexuales, que desde el comienzo reclaman un objeto, así como las necesidades de las pulsiones yoicas, que nunca se satisfacen de manera autoerótica, perturban desde luego este estado [el estado narcisista primordial] y preparan los ulteriores progresos. Por cierto, el estado narcisista primordial no podría seguir aquel desarrollo si todo individuo no pasara por un período en que se encuentra desvalido y debe ser cuidado, y durante el cual sus urgentes necesidades le fueron satisfechas por aporte desde afuera, frenándose así su desarrollo. [Esta nota, muy condensada, sería más fácil de comprender si se la hubiera ubicado dos o tres párrafos más adelante. Quizá se la pueda ampliar de la siguiente manera: En sus «Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico» (1911b), AE, 12, págs. 228-9, Freud había introducido la idea de la trasformación de un temprano «yo-placer» en un «yo-realidad». En el siguiente pasaje del presente texto, sostiene que en verdad hay un yo-realidad inicial, más antiguo todavía. Este «yo-realidad» inicial, en lugar de convertirse directamente en el «yo-realidad» definitivo, es remplazado -bajo la influencia dominante del principio de placer- por un «yo-placer». La nota enumera, por una parte, los factores que favorecerían este último desenlace, y, por otra parte, los que obrarían en su contra. La existencia de pulsiones libidinosas autoeróticas alentaría la desviación hacia un «yo-placer», mientras que las pulsiones libidinosas no-autoeróticas y las pulsiones de autoconservación probablemente promoverían, en cambio, una transición directa hacia el «yo-realidad» definitivo del adulto. Freud observa que, de hecho, este último sería el resultado si no fuera porque el cuidado parental del bebé desvalido satisface al segundo grupo de pulsiones, prolonga artificialmente el estadio narcisista primordial, y de esa manera contribuye a hacer posible el establecimiento del «yo-placer».]
38- [Anteriormente, Freud enumeró en el siguiente orden los opuestos al amar:
1) odiar,
2) ser amado y
3) indiferencia.
En el presente párrafo adopta otro orden:
1) indiferencia,
2) odiar y
3) ser amado.
Probablemente en este segundo ordenamiento otorga el primer lugar a la indiferencia por ser esta la primera que se presenta en el curso del desarrollo.]
39- [Esta parece ser la primera vez que Freud utiliza el término.]
40- [Se refiere a un párrafo de «Lo inconciente» (1915e), y a otro de «Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños» (1917d), infra, págs. 222-3.]
41- [En alemán, «Beziehungen». En la primera edición, esta palabra era «Bezeichnungen» {«designaciones»}, lo que parece más coherente.]
42- [La primera exposición de la etapa oral en un trabajo publicado por Freud figura en un párrafo agregado por él a la tercera edición (1915) de sus Tres ensayos (1905d), AE, 7, pág. 180. El «Prólogo» a esa edición está fechado en octubre de 1914, algunos meses antes de que Freud escribiera el presente artículo.]
43- [Cf. «La predisposición a la neurosis obsesiva» (1913i).]
44- [La relación entre el amor y el odio es ulteriormente tratada por Freud, a la luz de su hipótesis de la pulsión de muerte, en el capítulo IV de El yo y el ello (1923b), AE, 19, págs. 41 y sigs.]