Obras de S. Freud: El chiste y su relación con lo inconciente. Parte teórica y Apéndice

C. Parte teórica

El vínculo del chiste con el sueño y lo inconciente.

Al final del capítulo donde se procuró descubrir la técnica del chiste dijimos que los procesos de condensación con formación sustitutiva y sin ella, de desplazamiento, de figuración por un contrasentido y por lo contrario, de figuración indirecta, etc., que según hallamos cooperaban en la producción del chiste, muestran muy amplias coincidencias con los procesos del «trabajo del sueño»; allí nos reservamos, por un lado, estudiar con mayor cuidado esas semejanzas y, por el otro, explorar lo común entre chiste y sueño que así parece insinuarse. Nos facilitaría mucho el desarrollo de esa comparación que pudiéramos dar por sabido uno de los términos de ella -el «trabajo del sueño»-. Pero quizá mejor no hagamos ese supuesto; he recibido la impresión de que mi obra La interpretación de los sueños, publicada en 1900, produjo entre mis colegas más «desconcierto» que «iluminación», y sé que vastos círculos de lectores se han contentado con reducir el contenido del libro a una consigna («cumplimiento de deseo») que se retiene con facilidad y se presta a cómodos’ abusos.

Luego he seguido ocupándome de los problemas allí tratados, para lo cual me brindó abundantes ocasiones mi actividad médica como psicoterapeuta; y debo decir que no he hallado nada que me exigiera alterar o mejorar mis argumentaciones, y por eso puedo aguardar tranquilo a que al fin mis lectores me entiendan o bien una crítica perspicaz me demuestre los errores básicos de mi concepción. A efectos de compararlo con el chiste, repetiré aquí en apretada síntesis lo más indispensable acerca del sueño y del trabajo del sueño.

Tenemos noticia del sueño por el recuerdo de él que nos acude tras despertar y las más de las veces nos parece fragmentario. Es entonces una ensambladura de impresiones sensoriales, casi siempre visuales (pero también de otra índole), que nos han espejado un vivenciar y entre las que pueden haberse mezclado unos procesos de pensamiento (el «saber» en el sueño) y exteriorizaciones de afecto. Llamo «contenido manifiesto del sueño» a lo que así recordamos como sueño.

A menudo es por completo absurdo y confuso; otras veces sólo es lo uno o lo otro. Pero aun cuando sea en todas sus partes coherente -así sucede en muchos sueños de angustia-, se contrapone a nuestra vida anímica como algo ajeno, acerca de cuyo origen uno no atina a dar ninguna razón. Hasta ahora se había buscado en el sueño mismo el esclarecimiento de estos caracteres suyos, viéndoselos como indicios de una actividad desarreglada, disociada y por así decir «adormecida» de los elementos nerviosos.

Yo, en cambio, he demostrado que ese tan raro contenido «manifiesto» del sueño puede volverse comprensible de una manera regular como la retrascripción mutilada y cambiada de ciertas formaciones psíquicas correctas que merecen el nombre de «pensamientos oníricos latentes». Se toma conocimiento de estos últimos descomponiendo el contenido manifiesto del sueño, sin miramiento por su eventual sentido aparente, en sus ingredientes y persiguiendo luego los hilos asociativos que parten de cada uno de esos elementos así aislados. Estos se urden entre sí y al fin conducen a una ensambladura de pensamientos que no sólo son correctos en todos sus puntos, sino que con facilidad los podemos insertar en nuestra familiar trabazón de procesos anímicos. Por el camino de este «análisis» se han eliminado del contenido del sueño todas sus sorprendentes rarezas; pero para llevarlo a buen término debemos rechazar con denuedo, mientras estamos empeñados en él, las objeciones críticas que de continuo quieren estorbar la reproducción de las asociaciones singulares que se ofrecen.

De la comparación entre el contenido manifiesto del sueño recordado y los pensamientos latentes así descubiertos se obtiene el concepto de «trabajo del sueño». Este designa la íntegra suma de los procesos trasmudadores que trasportaron los pensamientos oníricos latentes hasta el sueño manifiesto. Ahora bien, es al trabajo del sueño al que adhiere la extrañeza que antes nos había provocado el sueño.

A su vez, la operación del trabajo del sueño puede describirse del siguiente modo: Una ensambladura de pensamientos, las más de las veces muy complicada, que se edificó en el curso del día y no fue llevada a su tramitación -un resto diurno-, retiene aún durante la noche el monto de energía -el interés- que reclamaba y amenaza perturbar el dormir. El trabajo del sueño muda ese resto diurno en un sueño volviéndolo inocuo para el dormir. Para ofrecer asidero a aquel trabajo, el resto diurno tiene que ser susceptible de una formación de deseo, condición esta de cumplimiento no precisamente difícil. El deseo procedente de los pensamientos oníricos forma el estadio previo y luego el núcleo del sueño. La experiencia recogida en los análisis -no la teoría del sueño- nos dice que en el niño basta, para formar un sueño, un deseo cualquiera pendiente de la vigilia; ese sueño se muestra luego entramado y provisto de sentido, pero las más de las veces es breve y con facilidad se lo discierne como un «cumplimiento de deseo». En el adulto, parece condición de universal vigencia para el deseo creador del sueño que sea ajeno al pensar conciente, vale decir, un deseo reprimido, o bien que pueda tener unos refuerzos desconocidos para la conciencia. Sin el supuesto de lo inconciente en el sentido que antes expusimos yo no sabría llevar más adelante la teoría del sueño ni interpretar el material de experiencia que ofrecen los análisis de sueños. Pues bien; la injerencia de ese deseo inconciente en el material de pensamientos oníricos, material correcto en los términos de la conciencia, es la que produce el sueño. Este último es, por así decir, arrastrado hacia abajo, hacia lo inconciente; dicho con mayor exactitud: sometido a un tratamiento que es corriente en el estadio de los procesos cogitativos inconcientes, y característico de ese estadio. Hasta ahora es sólo desde los resultados del «trabajo del sueño», precisamente, como tenemos noticia sobre los caracteres del pensar inconciente y su diferencia respecto del pensar «preconciente» susceptible de conciencia.

Es harto difícil que en una exposición apretada gane en claridad una doctrina novedosa, nada simple y que contradice la manera usual de pensar. Por eso con estas explicaciones no puedo pretender otra cosa que remitir al tratamiento más detallado de lo inconciente en mi libro La interpretación de los sueños y a los trabajos de Lipps, que juzgo de gran valía. Bien lo sé: quienes estén cautivos dentro del círculo de una buena formación académica en filosofía, o rindan lejano vasallaje a uno de los sistemas llamados filosóficos, contrariarán el supuesto de lo «psíquico inconciente» en el sentido de Lipps y en el que yo mismo le atribuyo, y aun querrán probar su imposibilidad a partir de la definición misma de lo psíquico. Pero las definiciones son convencionales y se pueden modificar. A menudo he hecho la experiencia de personas que impugnaban lo inconciente por absurdo o imposible, y no habían recogido sus impresiones de las fuentes de donde, al menos para mí, dimanó el constreñimiento a aceptarlo. Estos opositores de lo inconciente nunca habían presenciado el efecto de una sugestión poshipnótica, y les provocaba el mayor de los asombros lo que yo les comunicaba como muestra de mis análisis de neuróticos no hipnotizados. Nunca se habían hecho cargo de que lo inconciente es algo que real y efectivamente uno no sabe, a la vez que se ve precisado a completarlo mediante unas inferencias concluyentes; en verdad, lo entendían como algo susceptible de conciencia que a uno no se le había pasado por la cabeza y no estaba en el «centro de la atención». Tampoco habían intentado convencerse de la existencia de esos pensamientos inconcientes en su, propia vida anímica mediante análisis de un sueño propio, y toda vez que yo lo ensayaba con ellos, sólo asombrados y confusos podían acoger sus propias ocurrencias. Además, he tenido la impresión de que el supuesto de lo inconciente tropieza con resistencias esencialmente afectivas, fundadas en que nadie quiere tomar conocimiento de su inconciente, siendo lo más cómodo desconocer por completo su posibilidad.

El trabajo del sueño, pues, al que vuelvo tras esta digresión, somete a una elaboración peculiarísima el material de lo pensado, puesto en el modo desiderativo. Primero da el paso del desiderativo al presente de indicativo, sustituye el «¡cómo me gustaría!» por un «es». Ese «es» está destinado a la figuración alucinatoria, que yo he designado como la «regresión» del trabajo del sueño; es el camino que va de los pensamientos a las imágenes perceptivas o, si queremos expresarlo con referencia a la todavía desconocida tópica -no se la entienda en sentido anatómico- del aparato anímico, de la comarca de las formaciones de pensamiento a la de las percepciones sensoriales. Por este camino, contrapuesto a la dirección siguiendo la cual evolucionan las complicaciones anímicas, los pensamientos oníricos ganan en lo intuitivo; al fin resulta una situación plástica como núcleo de la «imagen onírica» manifiesta. Para alcanzar esa figurabilidad, los pensamientos del sueño han debido experimentar hondas trasfiguraciones de su expresión. Pero en el curso de la mudanza retrocedente de los pensamientos en imágenes sensoriales les sobrevienen además otras alteraciones que en parte nos resultan comprensibles como cosa necesaria, y en parte nos sorprenden. Como un necesario efecto colateral de la regresión, bien se entiende que para el sueño manifiesto han de perderse casi todas las relaciones internas que daban articulación a lo pensado. El trabajo del sueño sólo recoge en la figuración el material en bruto de las representaciones, por así decir, y no los nexos cognitivos que mantenían unas con otras; o al menos se toma la libertad de prescindir de estos nexos. Hay en cambio otra pieza del trabajo del sueño que no podemos derivar de la regresión, de la mudanza retrocedente en imágenes sensoriales; es justamente aquella que más valiosa nos resulta para la analogía con la formación del chiste. El material de los pensamientos oníricos experimenta en el curso del trabajo del sueño una compresión {Zusammendrängung, «esfuerzo de juntura»} o condensación a todas luces extraordinaria. Sus puntos de partida son las relaciones de comunidad presentes en el interior de los pensamientos oníricos por casualidad o en virtud de su contenido; y como por regla general ellas no bastan para una condensación extensa, en el trabajo del sueño son creadas nuevas relaciones de comunidad, artificiales y pasajeras, y a ese fin se aprovechan de preferencia palabras en cuya fonética coinciden varios significados. Las comunidades de condensación recién creadas entran en el contenido manifiesto del sueño como representantes {Repräsentant} de los pensamientos oníricos, de suerte que un elemento del sueño corresponde a un punto nodal y de entrecruzamiento de aquellos, con referencia a los cuales se lo debe llamar, en términos generales, «sobredeterminado». El hecho de la condensación es la pieza del trabajo del sueño que con mayor facilidad se discierne; basta comparar el texto de un sueño consignado por escrito con la trascripción de los pensamientos oníricos alcanzados mediante análisis para formarse una impresión de la vastedad de la condensación onírica.

Menos fácil es convencerse de la segunda gran alteración operada por el trabajo del sueño en los pensamientos oníricos’, el proceso que yo he llamado desplazamiento {descentramiento} en el sueño. Se exterioriza en que lo que está en situación central en el sueño manifiesto y emerge con gran intensidad sensorial, en los pensamientos oníricos era periférico y accesorio; y a la inversa. De esa manera el sueño aparece desplazado {descentrado} respecto de los pensamientos oníricos, y justamente a este desplazamiento se debe que se presente ajeno e incomprensible a la vida anímica despierta. Para que se produjera semejante desplazamiento debería ser posible que la energía de investidura pasara de las representaciones importantes a las no importantes sin inhibición alguna, lo cual en el pensar normal susceptible de conciencia sólo provocaría la impresión de una «falacia».

Trasmudación en algo figurable, condensación y desplazamiento son las tres grandes operaciones que podemos atribuir al trabajo del sueño. Una cuarta, acaso tratada demasiado brevemente en La interpretación de los sueños, no cuenta para nuestros actuales fines.  En un desarrollo consecuente de las ideas sobre la «tópica del aparato anímico» y la «regresión» -y sólo un desarrollo así conferiría su pleno valor a esas hipótesis de trabajo- habría que tratar de definir las estaciones de la regresión en que se consuman las diversas trasmudaciones de los pensamientos oníricos. Ese intento aún no se ha emprendido seriamente; pero al menos acerca del desplazamiento cabe indicar con certeza que debe consumarse en el material de lo pensado mientras se encuentra en el estadio de los procesos inconcientes. En cuanto a la condensación, uno se la tiene que representar probablemente como un proceso que se extiende por todo el trayecto hasta alcanzar la región de la percepción, pero en general será preciso contentarse con el supuesto de un efecto simultáneo de todas las fuerzas que participan en la formación del sueño. A pesar de la cautela que desde luego hay que guardar en el tratamiento de estos problemas, y respetando los reparos de principio, que no entraremos a considerar aquí, sobre un planteo semejante, yo aventuraría tal vez la tesis de que el proceso del trabajo del sueño, preparatorio de este último, ha de situarse en la región de lo inconciente. Así, en términos gruesos, cabría distinguir tres estadios en la formación del sueño: primero, el traslado de los restos diurnos preconcientes a lo inconciente, en lo cual no pueden menos que colaborar las condiciones del estado del dormir; segundo, el genuino trabajo del sueño en lo inconciente, y tercero, la regresión del material onírico así elaborado hasta la percepción, en calidad de la cual el sueño deviene conciente.

Como fuerzas que participan en la formación del sueño se puede discernir: el deseo de dormir, la investidura energética que los restos diurnos siguen poseyendo aun tras su degradación por el estado del dormir, la energía psíquica del deseo inconciente formador del sueño, y la fuerza contrarrestante de la «censura» que gobierna la vida de vigilia, aunque no es cancelada por completo durante el dormir. Tarea de la formación del sueño es sobre todo vencer la inhibición impuesta por la censura, y justamente esa tarea se soluciona mediante los desplazamientos de la energía psíquica dentro del material de los pensamientos oníricos.

Ahora acordémonos de la ocasión que nos sugirió indagar el chiste con relación al sueño. Hallamos que el carácter y el efecto del chiste están atados a ciertas formas de expresión, ciertos recursos técnicos, entre los cuales los más llamativos son las diversas variedades de la condensación, el desplazamiento y la figuración indirecta. Pues bien; procesos que llevan a esos mismos resultados -condensación, desplazamiento y figuración indirecta- se nos han vuelto notorios como peculiaridades del trabajo del sueño. ¿No nos sugiere esta concordancia inferir que trabajo del chiste y del sueño han de ser idénticos al menos en un punto esencial? Opino que el trabajo del sueño nos revela los principales caracteres de este; y de los procesos psíquicos del chiste se nos oculta justo aquella pieza que tenemos derecho a comparar con el trabajo del sueño, a saber, el proceso de la formación del chiste en la primera persona. ¿No cederíamos a la tentación de construir ese proceso por analogía con la formación del sueño? Algunos de los rasgos del sueño son tan ajenos al chiste que no nos sería lícito trasferir a la formación de este último la pieza de trabajo del sueño que le corresponde. La regresión de la ilación de pensamiento hasta la percepción falta sin duda en el chiste; en cambio, los otros dos estadios de la formación del sueño (la caída de un pensamiento preconciente hasta lo inconciente y la elaboración inconciente) nos brindarían, si los supusiéramos en la formación del chiste, exactamente el resultado que podemos observar en este. Decidámonos entonces por el supuesto de que este es el proceso de la formación del chiste en la primera persona: Un pensamiento preconciente es entregado por un momento a la elaboración inconciente, y su resultado es aprehendido enseguida por la percepción conciente.

Pero antes de examinar en detalle esta tesis consideremos una objeción capaz de poner en peligro nuestra premisa. Partimos del hecho de que las técnicas del chiste indican los mismos procesos que nos son notorios como peculiaridades del trabajo del sueño. Ahora bien, es fácil objetar que no habríamos descrito esas técnicas como condensación, desplazamiento, etc., ni obtenido unas concordancias tan vastas entre los medios figurativos de chiste y sueño, si nuestro conocimiento previo del trabajo del sueño no nos hubiera seducido a concebir aquellas así, de suerte que en el fondo no hacemos sino hallar corroboradas en el chiste las expectativas con que lo abordamos viniendo del sueño. Tal génesis de la concordancia no ofrecería una garantía segura de su existencia, sólo nuestro prejuicio. Además, ningún otro autor ha aplicado, de hecho, a las formas expresivas del chiste estos puntos de vista de la condensación, el desplazamiento y la figuración indirecta. Esa sería una objeción posible, aunque no justificada todavía. Muy bien podría suceder que para discernir la concordancia real y objetiva haya sido indispensable aguzar antes nuestra concepción mediante el conocimiento del trabajo del sueño. Por cierto, lo único que permitirá decidir la cuestión será que la crítica examinadora demuestre en los ejemplos individuales que semejante concepción de la técnica del chiste es forzada, y en aras de ella se sofocaron otras concepciones evidentes y de alcance más profundo, o bien se vea precisada a admitir que en el chiste se corroboran efectivamente las expectativas que traíamos desde el sueño. Opino que no debemos temer esa crítica y que nuestros procedimientos de reducción nos indicaron de una manera confiable las formas expresivas en que debían buscarse las técnicas del chiste. Y teníamos todo el derecho de dar a esas técnicas unos nombres que anticiparan ya esta conclusión, la concordancia entre técnica del chiste y trabajo del sueño; en verdad, no ha sido sino una simplificación fácil de justificar.

Otra objeción no afectaría tanto nuestra causa, pero tampoco se la podría refutar tan radicalmente. Podría pensarse: esas técnicas del chiste que tan bien armonizan con nuestros propósitos merecen, sí, que se las reconozca, pero no serían todas las técnicas de chiste posibles o empleadas en la práctica. Habríamos escogido entonces, influidos por el arquetipo del trabajo del sueño, sólo las técnicas de chiste que se le adecuan, omitiendo otras capaces de demostrar que aquella concordancia no es universal. Y en verdad (o no me atrevo a afirmar que haya logrado esclarecer todos los chistes en circulación, con referencia a su técnica; por eso dejo abierta la posibilidad de que mi recuento de las técnicas de chiste permita discernir muchas omisiones, pero lo cierto es que no he dejado adrede de elucidar ninguna variedad de técnica que yo penetrara, y puedo afirmar que no se me han escapado los más frecuentes, importantes y característicos recursos técnicos del chiste.

El chiste posee aún otro carácter que concuerda satisfactoriamente con nuestra concepción, oriunda del sueño, sobre el trabajo del chiste. Y es que se dice: uno «hace» el chiste, pero siente que su comportamiento es allí diverso de cuando formula un juicio o hace una objeción. El chiste posee, de manera sobresaliente, el carácter de una «ocurrencia involuntaria». Un momento antes uno no sabe qué chiste hará, al que luego sólo le hace falta vestir con palabras. Más bien se siente algo indefinible que yo me inclinaría a comparar con una ausencia, un repentino cese de la tensión intelectual, y hete aquí que el chiste brota de golpe, las más de las veces junto va con su vestidura. Muchos de los recursos del chiste, por ¿ejemplo el símil y la alusión, hallan también empleo, fuera de él, en la expresión del pensamiento. Puedo proponerme adrede hacer una alusión. En tal caso tengo primero en las mientes (en la audición interior) la expresión directa de mi pensamiento, me inhibo de exteriorizarla por algún reparo debido a la situación (es como si me propusiera sustituir aquella por una forma de la expresión indirecta) y entonces produzco una alusión; pero la alusión así nacida, formada bajo mi continuo control, nunca es chistosa, por feliz que pudiera resultar; la alusión chistosa, en cambio, aparece sin que yo sea capaz de perseguir en mi pensar esos estadios preparatorios. No pretendo atribuir excesivo valor a esta conducta; difícilmente sea lo decisivo, pero armoniza harto bien con nuestro supuesto de que en la formación del chiste uno abandona por un momento una ilación de pensamiento, que luego de repente aflora como chiste desde lo inconciente.

También en lo asociativo los chistes muestran un comportamiento particular. A menudo no están a disposición de nuestra memoria cuando lo queremos, y otras veces, en cambio, se instalan de una manera como involuntaria y aun en lugares de nuestra ilación de pensamiento donde no comprendemos su injerencia. Tampoco son estos más que unos pequeños rasgos, pero que de todos modos señalan su descendencia de lo inconciente.

Procuremos reunir ahora los caracteres del chiste que se puedan referir a su formación en lo inconciente. Tenemos sobre todo su peculiar brevedad, un rasgo por cierto no indispensable de él, pero enormemente singularizador. Cuando lo hallamos por primera vez nos inclinamos a considerarlo una expresión de tendencias al ahorro, pero enseguida desvalorizamos esta concepción mediante unas objeciones naturales. Ahora nos parece más bien signo de la elaboración inconciente que el pensamiento del chiste ha experimentado. En efecto: a su correspondiente en el sueño, la condensación, no podemos acordarlo con otro factor que la localización en lo inconciente, y tenemos que suponer que en el proceso del pensar inconciente están dadas las condiciones, faltantes en lo preconciente, de esas condensaciones.  Cabe esperar que en el proceso de condensación se pierdan algunos de los elementos a él sometidos, mientras que otros, que se hacen cargo de la energía de investidura de esos, se edifiquen por la condensación fortalecidos o hiperintensos. La brevedad del chiste sería entonces, como la del sueño, un necesario fenómeno concomitante de las condensaciones sobrevenidas en ambos; en los dos casos, un resultado del proceso condensador. A ese origen debe también la brevedad del chiste su particular carácter, no más definible, pero llamativo a la sensación.

Ya antes hemos concebido corno ahorro localizado uno de los resultados de la condensación, a saber, la acepción múltiple del mismo material, el juego de palabras, la homofonía, y derivamos de un ahorro así el placer que procura el chiste (inocente); luego descubrimos el propósito originario del chiste en obtener con las palabras aquella misma ganancia de placer de que se era dueño en el estadio del juego, y a la que en el curso del desarrollo intelectual le fue poniendo diques la crítica de la razón. Ahora nos hemos decidido por el supuesto de que unas condensaciones corno las que sirven a la técnica del chiste nacen de manera automática, sin propósito fijo, durante el proceso del pensar en lo inconciente. ¿No estamos frente a dos diversas concepciones del mismo hecho, que parecen inconciliables entre sí? Creo que no; es verdad que son dos concepciones diversas y reclaman que se las acuerde una con la otra, pero no se contradicen. Simplemente, son ajenas entre sí, y cuando establezcamos un. vínculo entre ellas es probable que hayamos avanzado un paso en nuestro conocimiento. Que tales condensaciones sean fuente de una ganancia de placer se concilia muy bien con la premisa de que hallan con facilidad en lo inconciente las condiciones de su génesis; más bien vemos la motivación para la zambullida en lo inconciente en la circunstancia de que ahí es fácil que se produzca la condensación, dispensadora de placer, que el chiste necesita. También otros dos factores que en un primer abordaje parecen por completo ajenos y como reunidos por un indeseado azar se discernirán, considerados más a fondo, como íntimamente enlazados y hasta de una misma esencia. Me refiero a estas dos tesis: por una parte, el chiste pudo producir en el curso de su desarrollo, en el estadio del juego (vale decir, en la infancia de la razón), esas condensaciones placenteras; por la otra, en estadios más altos consuma esa misma operación mediante la zambullida del pensamiento en lo inconciente. Es que lo infantil es la fuente de lo inconciente, y los procesos del pensar inconciente no son sino los que en la primera infancia se establecieron en forma única y exclusiva. El pensamiento que a los fines de la formación del chiste se zambulle en lo inconciente sólo busca allí el viejo almácigo que antaño fue el solar del juego con palabras. El pensar es retraído por un momento al estadio infantil a fin de que pueda tener de nuevo al alcance de la mano aquella fuente infantil de placer. Si no se lo supiera ya por la exploración de la psicología de las neurosis, por fuerza se vislumbraría a raíz del chiste que esa rara elaboración inconciente no es otra cosa que el tipo infantil del trabajo de pensamiento. Sólo que no es muy fácil atrapar en el niño este pensar infantil con sus peculiaridades, que se conservan en lo inconciente del adulto; en efecto, las más de las veces se lo corrige por así decir in statu nascendi. Pero en una serie de casos se lo consigue, y entonces reímos siempre por la «tontería infantil». Cada descubrimiento de algo así inconciente produce sobre nosotros un efecto «cómico».

Más fáciles de asir son los caracteres de estos procesos del pensar inconciente en las exteriorizaciones de los aquejados por diversas perturbaciones psíquicas. Es harto probable que, según conjeturaba el viejo Griesinger, fuéramos capaces de comprender los delirios {Delirie} de los enfermos mentales y apreciarlos como unas comunicaciones si, en vez de plantearles los requerimientos del pensar conciente, los tratáramos con nuestro arte interpretativo al igual que a los sueños.  También para el sueño hemos hecho valer en su momento el «regreso de la vida anímica al punto de vista embrional».

Hemos elucidado tan a fondo en los procesos de condensación el valor de la analogía entre chiste y sueño que podemos abreviar en lo que sigue. Sabemos que en el trabajo del sueño los desplazamientos señalan la injerencia de la censura propia del pensar conciente, y, de acuerdo con ello, cuando tropecemos con el desplazamiento entre las técnicas del chiste nos inclinaremos a suponer que también en su formación desempeña algún papel un poder inhibidor. Y sabemos ya, además, que esto es así universalmente: el afán del chiste por ganar el antiguo placer obtenido en el disparate o en la palabra es inhibido, en un talante normal, por la objeción de la razón crítica; y en cada caso es preciso vencer esa inhibición. Pero en la manera como el trabajo del chiste resuelve esta tarea se muestra una honda diferencia entre chiste y sueño. En el trabajo del sueño la regla es que se la solucione mediante desplazamientos, eligiéndose representaciones que la censura deja pasar porque se hallan a suficiente distancia de las objetadas, no obstante lo cual son retoños de estas, de cuya investidura psíquica las ha posesionado una plena trasferencia.  Por eso los desplazamientos no faltan en ningún sueño y son muy proficuos; no sólo los desvíos de la ilación de pensamiento, sino todas las variedades de la figuración indirecta, deben incluirse entre los desplazamientos, en particular la sustitución de un elemento sustantivo, pero chocante, por otro indiferente, pero que a la censura le parece inocente y se relaciona con aquel como remotísima alusión: la sustitución por un simbolismo {SymboIik}, un símil, algo pequeño. No cabe desechar que fragmentos de esta figuración indirecta aparezcan ya en los pensamientos preconcientes del sueño (p. ej., la figuración por símbolos o por símiles), pues de otro modo tales pensamientos ni siquiera habrían alcanzado el estadio de la expresión preconciente. Figuraciones indirectas de esta índole, y alusiones cuyo vínculo con lo genuino es fácil de descubrir, son por cierto medios de expresión permitidos y muy usados en nuestro pensar conciente. Pero el trabajo del sueño exagera más allá de todo límite el empleo de esos medios de la figuración indirecta. Bajo la presión de la censura, todo nexo es bueno para servir como sustituto por alusión; se admite el desplazamiento desde un elemento sobre cualquier otro. Muy llamativa y característica del trabajo del sueño es la sustitución de las asociaciones internas (semejanza, nexo causal, etc.) por las llamadas externas (simultaneidad, contigüidad en el espacio, homofonía).

Todos esos medios de desplazamiento intervienen también como técnicas del chiste, pero cuando ello sucede las más de las veces respetan los límites trazados a su empleo en el pensar conciente; además, pueden estar por completo ausentes, aunque el chiste deba tramitar regularmente una tarea de inhibición. Comprenderemos que los desplazamientos sean así relegados en el trabajo del chiste si recordamos que todo chiste dispone de otra técnica con la cual defenderse de la inhibición, y que incluso no hemos hallado nada más característico de él que, justamente, esa técnica: el chiste no crea compromisos como el sueño, no esquiva la inhibición, sino que se empeña en conservar intacto el juego con la palabra o con el disparate, pero limita su elección a casos en que ese juego o ese disparate puedan parecer al mismo tiempo admisibles (chanza) o provistos de sentido (chiste), merced a la polisemia de las palabras y la diversidad de las relaciones entre lo pensado. Nada separa mejor al chiste de todas las otras formaciones psíquicas que esa su bilateralidad y duplicidad, y es al menos desde este ángulo como los autores, insistiendo en el «sentido en lo sin sentido», más se han acercado al conocimiento del chiste.

Dado el predominio sin excepciones de esa técnica peculiar del chiste para superar sus inhibiciones, podría hallarse superfluo que además se sirviera, en casos individuales, de la técnica del desplazamiento; no obstante, por un lado, ciertas variedades de esta última siguen poseyendo valor para el chiste como metas y fuentes de placer, como por ejemplo el desplazamiento en sentido propio (desvío respecto de lo pensado), que sin duda comparte la naturaleza del disparate; y, por otro lado, no hay que olvidar que el chiste en su estadio más alto, el del chiste tendencioso, a menudo tiene que vencer dos clases de inhibiciones, las propias de él y las que contrarían su tendencia, y que las alusiones y desplazamientos son idóneos para posibilitarle esta secunda tarea.

El empleo generoso e irrestricto de la figuración indirecta, de los desplazamientos y, en particular, de las alusiones en el trabajo del sueño tiene una consecuencia que no menciono por su valor intrínseco sino porque constituyó la ocasión subjetiva que me llevó a considerar el problema del chiste. Si a una persona que lo ignore o no esté habituada le comunicamos el análisis de un sueño en que así se evidencien esos raros caminos, chocantes para el pensar despierto, de las alusiones y desplazamientos de que se ha servido el trabajo del sueño, ese lector experimenta una sensación de molestia, declara «chistosas» tales interpretaciones, pero es manifiesto que las considera unos chistes no logrados, sino rebuscados y que de algún modo infringen las reglas del chiste.  Ahora bien, es fácil explicar esa impresión: se debe a que el trabajo del sueño emplea los mismos recursos que el chiste, pero rebasando los límites que este último respeta. Pronto nos enteraremos, además, de que el chiste, a consecuencia del papel de la tercera persona, está atado a cierta condición que no vale para el sueño.

Entre las técnicas comunes a chiste y sueño reclaman cierto interés la figuración por lo contrario y el empleo del contrasentido. La primera se cuenta entre los recursos de gran eficacia para el chiste, como pudimos verlo, por ejemplo, en los «chistes de sobrepuja». En lo que a ella respecta, digamos de paso que no podría sustraerse de la atención conciente, como sí escapan de esta la mayoría de las otras técnicas de chiste; quien hace adrede todo lo posible para activar dentro de sí el mecanismo del trabajo del chiste, el chistoso por hábito, suele descubrir enseguida que a fin de replicar a una afirmación con un chiste lo más fácil es atenerse a su contraría y dejar librado a la ocurrencia el eliminar, mediante una reinterpretación, el veto que sería de temer a eso contrario. Acaso la figuración por lo contrario deba esa predilección a la circunstancia de constituir el núcleo de otro modo placentero de expresión del pensamiento, para entender el cual no nos hace falta requerir a lo inconciente. Me refiero a la ironía, que se aproxima mucho al chiste y se incluye entre las subvariedades de la comicidad. Su esencia consiste en enunciar lo contrario de lo que uno se propone comunicar al otro, pero ahorrándole la contradicción mediante el artificio de darle a entender, por el tono de la voz, los gestos acompañantes o pequeños indicios estilísticos -cuando uno se expresa por escrito-, que en verdad uno piensa lo contrario de lo que ha enunciado. La ironía sólo es aplicable cuando el otro está preparado para escuchar lo contrario, y por ende no puede dejar de mostrar su inclinación a contradecir. A consecuencia de este condicionamiento, la ironía está particularmente expuesta al peligro de no ser entendida. Para la persona que la aplica tiene la ventaja de sortear con facilidad las dificultades de unas exteriorizaciones directas, por ejemplo en el caso de invectivas; en el oyente produce placer cómico, probablemente porque le mueve a un gasto de contradicción que enseguida discierne superfluo. Semejante comparación del chiste con un género de lo cómico próximo a él acaso nos reafirme en el supuesto de que el vínculo con lo inconciente es lo específico del chiste, y quizá sea eso lo que lo separa de la comicidad.

A la figuración por lo contrario le cabe en el trabajo del sueño un papel todavía más importante que en el chiste. El sueño no sólo gusta de figurar dos opuestos por un mismo producto mixto; además muda tan a menudo una cosa de los pensamientos oníricos en su contraria que ello plantea una gran dificultad al trabajo de interpretación. «De un elemento que admita contrario no se sabe a primera vista sí en los pensamientos oníricos está incluido de manera positiva o negativa».

Debo poner de relieve que este hecho en modo alguno ha hallado comprensión todavía. Sin embargo, parece apuntar a un importante carácter del pensar inconciente, en el cual, según toda verosimilitud, falta todo proceso comparable al «juzgar». En lugar de la desestimación por el juicio (Urteilsverwerfung}, hallamos en lo inconciente la- «represión» {Verdrängung, «esfuerzo de desalojo»). Acaso la represión pueda describirse correctamente como el estadio intermedio entre el reflejo de defensa y el Juicio adverso {Verurteilung}.

El disparate, lo absurdo, que tan a menudo se presenta en el sueño y le ha valido tanto desprecio inmerecido, nunca nace al azar de un entrevero de elementos de representación; en todos los casos puede demostrarse que el trabajo del sueño lo acogió adrede y lo destinó a figurar una crítica acerba y una contradicción despreciativa incluidas en los pensamientos oníricos.. Por tanto, la absurdidad del contenido del sueño sustituye al juicio «Eso es un disparate», de los pensamientos oníricos.  En mi obra La interpretación de los sueños puse particular empeño en demostrarlo, porque me pareció el modo más incisivo de combatir el error según el cual el sueño no sería ningún fenómeno psíquico, error que bloquea el camino hacía el discernimiento de lo inconciente. Ahora hemos averiguado, a raíz de la resolución de ciertos chistes tendenciosos, que en el chiste el disparate se pone al servicio de los mismos fines figurativos. También sabemos que una fachada disparatada es en él particularmente apta para elevar el gasto psíquico del oyente e incrementar, así, el monto que se libera en la descarga mediante la risa. Mas no hemos de olvidar, por otra parte, que el disparate es en el chiste un fin autónomo, pues el propósito de recuperar el antiguo placer que brinda el disparate se cuenta entre los motivos del trabajo del chiste. Hay otros caminos para recuperar el disparate y extraerle placer; la caricatura, la exageración, la parodia y el travestismo se valen de él y crean de ese modo el «disparate cómico». Si sometemos estas formas expresivas a un análisis semejante al que practicamos sobre el chiste, hallaremos que ninguna de ellas ofrece asidero para aducir en su explicación unos procesos inconcientes tal como nosotros ‘os entendemos. También comprendemos por qué el carácter de lo «chistoso» puede agregarse a la caricatura, la exageración, la parodia, en calidad de complemento; es la diversidad del «escenario psíquico» la que posibilita esto.

Opino que haber situado el trabajo del chiste en el sistema de lo inconciente se vuelve mucho más valioso para nosotros, desde que nos encamina a entender el hecho de que las técnicas a que el chiste va adherido no sean por otra parte de su exclusivo patrimonio. Muchas dudas que en el curso de nuestra inicial indagación de esas técnicas debimos dejar momentáneamente en suspenso hallan ahora fácil solución. Por eso es tanto más merecedor de nuestra consideración un reparo que podría hacérsenos: el vínculo del chiste con lo inconciente sólo sería innegable respecto de ciertas categorías del chiste tendencioso, a pesar de lo cual nosotros nos inclinamos a extenderlo a todas las variedades y grados de desarrollo del chiste. No podemos esquivar el examen de esta objeción.

Los casos en que con mayor certeza cabe suponer que el chiste se ha formado en lo inconciente son aquellos en que sirve a tendencias inconcientes o reforzadas por lo inconciente, vale decir, la mayoría de los chistes «cínicos». En efecto, en ellos la tendencia inconciente arrastra hacia sí, hacia abajo, hacia lo inconciente, a los pensamientos preconcientes a fin de remodelarlos, proceso para el cual el estudio de la psicología de las neurosis nos ha aportado numerosas analogías. Ahora bien, en los chistes tendenciosos de otra variedad, en el chiste inocente y en la chanza parece faltar esa fuerza de arrastre hacia abajo, lo cual pone en entredicho el vínculo del chiste con lo inconciente.

Pero consideremos ahora el caso en que se da expresión chistosa a un pensamiento en sí no carente de valor y que aflora dentro de la urdimbre de los procesos cogitativos. Para convertirlo en un chiste se requiere, evidentemente, una selección entre las formas expresivas posibles a fin de hallar justo la que conlleve la ganancia de placer en la palabra. Por la observación de nosotros mismos sabemos que no es la atención conciente la que realiza esa selección; pero sin duda la favorecerá que la investidura del pensamiento preconciente sea degradada en inconciente, pues en lo inconciente, como nos lo ha enseñado el trabajo del sueño, los caminos de conexión que parten de la palabra son tratados como si fueran conexiones entre cosas concretas. Para seleccionar la expresión, la investidura inconciente ofrece con mucho las condiciones más favorables. Por otra parte, cabe suponer, sin más, que la posibilidad expresiva que contiene a la ganancia de placer en la palabra ejerce un efecto de arrastre hacia abajo, parecido al que antes ejercía la tendencia inconciente, sobre la versión todavía vacilante de lo pensado preconciente. Respecto del caso, más simple, de la chanza, nos es lícito imaginar que un propósito, en permanente acecho, de alcanzar una ganancia de placer en la palabra se apodera de la ocasión que acaba de darse en lo preconciente a fin de arrastrar también a lo inconciente el proceso de investidura según el consabido esquema.

Desde luego me gustaría, por un lado, poder exponer con mayor claridad este punto decisivo de mi concepción sobre el chiste y, por el otro, reforzarlo con argumentos probatorios. Pero en verdad el defecto no es doble, sino uno y el mismo. No puedo ofrecer una exposición más clara porque no poseo otras pruebas para mi concepción. Obtuve esta partiendo del estudio de la técnica y la comparación con el trabajo del sueño, y sólo desde ahí; luego me fue posible hallar que se adecua maravillosamente a las peculiaridades del chiste. Pero se trata de una concepción deducida, lucubrada; si con una deducción así no se llega a un ámbito familiar, sino más bien a uno ajeno y novedoso para el pensar, se la llama «hipótesis», y acertadamente no se considera una «prueba» el nexo de esa hipótesis con el material desde el cual se la dedujo. Sólo se la considerará «probada» si se llega a ella también por otro camino, si se la puede pesquisar como el punto nodal también de otros nexos. Ahora bien, semejante prueba está fuera de nuestro alcance pues apenas hemos comenzado a anoticiarnos de los procesos inconcientes. En el entendimiento de que nos encontramos en un terreno todavía inhollado, contentémonos con extender desde nuestro puesto de observación un único, endeble y estrecho pasadizo hacia lo inexplorado.

No edificaremos mucho sobre esa base. Si referimos los diversos estadios del chiste a las predisposiciones anímicas que los favorecen, acaso podremos decir: La chanza surge del talante alegre, al que parece corresponderle una inclinación a aminorar las investiduras anímicas. Ya se vale de todas las técnicas características del chiste y llena su condición básica mediante la selección de un material de palabras o de un enlace de pensamientos tales que satisfagan tanto los requerimientos de la ganancia de placer como los de la crítica racional. Inferiremos que ya en la chanza se produce la caída de la investidura de pensamiento en el estadio inconciente, facilitada por el talante alegre. En el caso del chiste inocente, pero enlazado con la expresión de un pensamiento valioso, falta esta promoción por el talante; aquí necesitamos del supuesto de una particular aptitud personal, que se expresa en la ligereza con que la investidura preconciente es abandonada y permutada durante un momento por la inconciente. Una tendencia en continuo acecho a renovar la originaria ganancia de placer del chiste opera aquí arrastrando hacia abajo la expresión preconciente, vacilante aún, de lo pensado, Con talante alegre, sin duda la mayoría de las personas son capaces de producir chanzas; la aptitud para el chiste con independencia del talante existe sólo en unas pocas. Por último, la existencia de tendencias intensas, que llegan hasta lo inconciente, obra como la incitación más potente al trabajo del chiste; ellas constituyen una particular aptitud para la producción chistosa y son capaces de explicamos que las condiciones subjetivas del chiste se realicen tan a menudo en personas neuróticas. Bajo el influjo de intensas tendencias, aun quien de ordinario no esté dotado para ello puede convertirse en chistoso.

Con este último aporte, vale decir el esclarecimiento -aunque todavía hipotético- del trabajo del chiste en la primera persona, nuestro interés por el chiste en sentido estricto queda liquidado. Quizá sólo nos reste una breve comparación del chiste con el sueño, mejor conocido, y que abordaremos con la expectativa previa de que dos operaciones anímicas tan diversas permitirán discernir, además de su ya apreciada concordancia, algunas diferencias, La más importante reside en su conducta social. El sueño es un producto anímico enteramente asocial; no tiene nada que comunicar a otro; nacido dentro de una persona como compromiso entre las fuerzas anímicas que combaten en ella, permanece incomprensible aun para esa persona y por tal razón carece de todo interés para otra. No sólo no le hace falta atribuir valor al hecho de ser entendido: debe precaverse de serlo, pues de lo contrario se destruiría; sólo puede consistir en el disfraz. Por eso le es lícito servirse sin inhibiciones del mecanismo que gobierna los procesos del pensar inconciente hasta obtener una desfiguración ya no reconstruible. El chiste, en cambio, es la más social de todas las operaciones anímicas que tienen por meta una ganancia de placer. Con frecuencia necesita de terceros, y demanda la participación de otro para llevar a su término los procesos anímicos por él incitados. Tiene, por consiguiente, que estar atado a la condición de ser entendible y no puede utilizar la desfiguración, posible en lo inconciente por condensación y desplazamiento, sino hasta el punto en que el entendimiento de la tercera persona la pueda reconstruir. Por lo demás, ambos, chiste y sueño, crecen en ámbitos enteramente diversos de la vida anímica y son colocados en unos lugares del sistema psicológico muy distantes entre sí. El sueño es siempre un deseo, aunque vuelto irreconocible; el chiste es un juego desarrollado. El sueño, a pesar de su nulidad práctica, mantiene su conexión con los grandes intereses vitales; busca satisfacer las necesidades por el rodeo regresivo de la alucinación y debe su admisión a la única necesidad que se mueve durante la noche, la de dormir. En cambio, el chiste procura extraer una pequeña ganancia de placer de la mera actividad de nuestro aparato anímico, exenta de necesidades; luego procura atraparla, como una ganancia colateral, en el curso de la actividad de aquel, y así alcanza, secundariamente, unas funciones vueltas hacia el mundo exterior, que no carecen de importancia. El sueño sirve predominantemente al ahorro de displacer; el chiste, a la ganancia de placer; ahora bien, en estas dos metas coinciden todas nuestras actividades anímicas.

El chiste y las variedades de lo cómico

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Nos hemos aproximado a los problemas de lo cómico de una manera inhabitual. Nos pareció que el chiste, al que suele considerarse como una subclase de la comicidad, ofrecía suficientes peculiaridades para ser abordado directamente, y de ese modo, mientras nos fue posible, esquivamos su relación con la categoría más amplia de lo cómico, no sin recoger en el camino algunas valiosas indicaciones respecto de esto último. Hemos ‘descubierto, sin dificultad, que en el aspecto social lo cómico se comporta de otro modo que el chiste. Puede cumplirse con sólo dos personas, una que descubra lo cómico y otra en quien sea descubierto. La tercera persona a quien se lo comunica refuerza el proceso cómico, pero no le agrega nada nuevo. En el chiste, esta tercera persona es indispensable para el acabamiento del proceso placentero; en cambio, la segunda puede faltar, siempre que no se trate del chiste tendencioso, agresivo. El chiste se hace, la comicidad se descubre, y por cierto antes que nada en personas, sólo por ulterior trasferencia también en objetos, situaciones, etc. Acerca del chiste sabemos que no son personas ajenas, sino los propios procesos del pensar, las fuentes que esconden en su interior el placer que se ha de explotar. Además, tenemos noticia de que el chiste en ocasiones sabe reabrir fuentes de comicidad que han devenido inasequibles, y que lo cómico a menudo sirve al chiste de fachada y le sustituye el placer previo que de ordinario se produce mediante la consabida técnica. Nada de esto apunta a unos vínculos demasiado simples, que digamos, entre chiste y comicidad. Por otro lado, los problemas de lo cómico han demostrado ser lo bastante complejos como para desafiar con éxito, hasta hoy, todos los intentos de solución emprendidos por los filósofos, de suerte que no podemos nosotros abrigar la expectativa de dominarlo por así decir de un solo asalto, abordándolo desde el lado del chiste. Además, para la exploración del chiste contábamos con un instrumento de que otros aún no se habían servido: el conocimiento del trabajo del sueño; en cambio, para el discernimiento de lo cómico no disponemos de una ventaja parecida, por lo cual lo lógico es esperar que sobre la esencia de la comicidad no habremos de averiguar nada que no nos enseñara ya el chiste en la medida en que pertenece a lo cómico y lleva en su propio ser algunos de sus rasgos, intactos o modificados.

El género de lo cómico más próximo al chiste es lo ingenuo. Al igual que todo lo cómico, ello es descubierto y no hecho como el chiste; y por cierto que lo ingenuo en modo alguno puede ser hecho, mientras que en lo puramente cómico [hay casos en que] cuenta también un hacer, un provocar la comicidad. Lo ingenuo por fuerza ha de aparecer sin nuestra intervención en los dichos y acciones de otras personas, que remplazan a la segunda persona de lo cómico o del chiste. Lo ingenuo surge cuando alguien se pone enteramente más allá de una inhibición porque no preexistía en él; cuando aparenta, entonces, haberla superado sin trabajo.

Condición para que lo ingenuo produzca su efecto es que sepamos que esa persona no posee aquella inhibición; de lo contrario no la llamaríamos ingenua sino atrevida, no reiríamos sino que nos indignaríamos.

El efecto de lo ingenuo es irresistible y parece fácil de entender. Cuando escuchamos el dicho ingenuo se nos vuelve de pronto inaplicable un gasto de inhibición que estamos habituados a hacer, y se descarga mediante la risa; para ello no es preciso distraer la atención, probablemente porque se consigue cancelar la inhibición de una manera directa y no por medio de una operación incitada. Así, nos comportamos análogamente a la tercera persona del chiste, a quien el ahorro de inhibición le es regalado sin trabajo alguno.

Tras la intelección sobre la génesis de las inhibiciones, que obtuvimos al perseguir el desarrollo desde el juego hasta el chiste, no nos asombrará que lo ingenuo se encuentre sobre todo en el niño, y por ulterior trasferencia también en adultos incultos a quienes podemos concebir como infantiles en cuanto a su formación intelectual. Para una comparación con el chiste se prestan mejor, desde luego, los dichos que las acciones ingenuas, pues son dichos y no acciones las formas en que habitualmente se exterioriza el chiste.

Ahora bien, es muy singular que a dichos ingenuos como los de los niños se los pueda designar también, y sin forzar las cosas, como «Chistes ingenuos». Algunos ejemplos nos mostrarán a las claras la concordancia y el fundamento de la diferencia entre chiste e ingenuidad.

Una niñita de 3½ años advierte a su hermanito: «Tú, no comas tanto de eso, pues te enfermarás y deberás tomar Bubizin». «¿Bubizin? -pregunta la madre-. ¿Y qué es eso?». «Cuando yo estuve enterma -se justifica la niña- -debí tomar Medi-zin». La niña opina, pues, que el remedio prescrito por el médico se llama Mädizin por estar destinado a la Mädi {niñita; se pronuncia casi como Medi-}, e infiere que se llamará Bubizin cuando debe tomarlo el Bubi {varoncito}. Ahora bien, esto está construido como un chiste en la palabra que trabajara con la técnica de la homofonía, y de hecho se lo podría haber presentado como verdadero chiste, en cuyo caso habríamos respondido con una risa desganada. Como ejemplo de ingenuidad nos parece notabilísimos y nos provoca gran risa. Pero, ¿qué es lo que establece aquí la diferencia entre el chiste y lo ingenuo? Es evidente que no el texto ni la técnica, idénticos para ambas posibilidades, sino un factor a primera vista muy alejado de ambos. Es suficiente con que supongamos que el hablante quiso hacer un chiste, o bien que él -el niño- de buena fe, y sobre la base de su ignorancia no corregida, entendió extraer una conclusión seria. Sólo este último caso es el de la ingenuidad. Es la primera vez que tornamos noticia de semejante situarse de la otra persona en el proceso psíquico de la persona productora.

La indagación de un segundo ejemplo corroborará esta concepción. Unos hermanitos, una niña de 12 años y un varón de 10, representan una pieza de teatro compuesta por ellos mismos ante una platea de tíos y tías. La escena figura una chocita a orillas del mar. En el primer acto los dos autores-actores, un pobre pescador y su brava mujer, se quejan de los duros tiempos y la magra ganancia. El marido resuelve lanzarse al mar en su bote para buscar en otra parte la riqueza, y tras una tierna despedida cae el telón. El segundo acto se desarrolla unos años después. El pescador regresa rico, con una gran talega de dinero, y refiere a su esposa, a quien encuentra esperándolo ante la puerta de la chocita, cuánta fue su buena suerte. Pero ella lo interrumpe orgullosa- «Es que yo tampoco estuve ociosa todo este tiempo», y abre la chocita, en cuyo suelo se ven doce grandes muñecas como unos niños durmiendo … En este punto del drama los actores fueron interrumpidos por un vendaval de risas de los espectadores, que aquellos no supieron explicarse. Se quedaron atónitos contemplando a esos queridos parientes que hasta entonces se habían portado con decoro y los seguían con atención. La premisa que explica esa risa es el supuesto de los espectadores de que los jóvenes dramaturgos no conocían aún las condiciones de la procreación, y por eso podían creer que una esposa durante una larga ausencia de su marido podía gloriarse de dar a luz descendientes, y el marido regocijarse por ello. Ahora bien, lo que los dramaturgos produjeron sobre la base de esa ignorancia puede designarse como disparate, como absurdo.

Un tercer ejemplo nos mostrará al servicio de lo ingenuo otra técnica más que hemos conocido a raíz del chiste. Para una niñita contratan una «francesa» como institutriz, y la persona de esta no le cae en gracia.

Apenas se aleja la recién colocada cuando la pequeña ya formula su crítica: «¡Qué va a ser una francesa!

Quizás ella se llame así porque alguna vez bei einem Franzosen gelegen ist! {estuvo acostada con un francés; estuvo guardada junto a un francés}». Hasta podría ser un chiste pasable: doble sentido con equivocidad o alusión equívoca, si es que la niña pudo vislumbrar la posibilidad del doble sentido. En realidad, no había hecho sino trasferir a esa extranjera que le resultaba antipática una afirmación de inautenticidad que a menudo había escuchado decir en chanza. («¡Qué va a ser oro puro! Quizás alguna vez estuvo guardado junto a algo de oro {bei Gold gelegen ist}».) A causa de esta ignorancia del niño, que modifica de manera tan radical el proceso psíquico en los oyentes que comprenden, su dicho se convierte en ingenuo. Pero a raíz de esta misma condición existe también la ingenuidad por malentendido; uno puede suponer en el niño una ignorancia que él ya no tiene, y los niños suelen a menudo hacerse los ingenuos para gozar de una libertad que de otro modo no se les concedería.

En estos ejemplos es posible elucidar la posición de lo ingenuo entre el chiste y lo cómico. Con el chiste, lo ingenuo (del dicho) coincide en el texto y en el contenido; produce un abuso en la palabra, un disparate o una pulla indecente. Pero el proceso psíquico en la primera persona productora, que en el chiste nos ofrecía tantas cosas interesantes y enigmáticas, aquí falta por completo. La persona ingenua entiende servirse de sus medios de expresión y caminos de pensamiento de la manera más normal y simple, y nada sabe de un propósito secundario; y por otra parte no extrae ganancia de placer alguna de la producción de lo ingenuo.

Todos los caracteres de lo ingenuo se sitúan en la concepción de la persona que escucha, que coincide con la tercera persona del chiste. Además, la persona productora concibe lo ingenuo sin trabajo; la compleja técnica destinada en el chiste a paralizar la inhibición que impondría la crítica racional está ausente en ella porque todavía no posee esa inhibición, de suerte que puede engendrar disparate y pulla de una manera directa y sin compromiso. En esa medida, lo ingenuo es el caso límite del chiste, que sobreviene cuando en la fórmula de la formación del chiste uno rebaja a cero la magnitud de aquella censura.

Si para la eficacia del chiste era condición que las dos personas se encontraran más o menos bajo iguales inhibiciones o resistencias internas, como condición de lo ingenuo cabe discernir que una de ellas posea inhibiciones de que la otra carezca. Es en la persona provista de inhibiciones donde reside la concepción de lo ingenuo, en ella exclusivamente tiene lugar la ganancia de placer que aquello produce, y estamos casi por colegir que este placer nace por cancelación de inhibición. Puesto que el placer del chiste tiene ese mismo origen -un núcleo de placer en la palabra o en el disparate y una envoltura de placer por cancelación y alivio, este parecido vínculo con la inhibición fundamenta el parentesco interno de lo ingenuo con el chiste. En ambos, el placer nace por cancelación de una inhibición interna.

Ahora bien, el proceso psíquico de la persona receptora (en el caso de lo ingenuo, ella por lo común coincide con nuestro yo, mientras que en el chiste también podemos ponernos en el lugar de la persona productora) es en lo ingenuo más complejo en la misma medida en que se encuentra simplificado el de la persona productora en comparación al chiste. En la persona receptora, lo ingenuo escuchado tiene que producir por un lado el efecto de un chiste, cosa que nuestros ejemplos pueden atestiguar; de hecho, como en el chiste, el mero trabajo de escuchar posibilita la cancelación de la censura. Pero sólo una parte del placer procurado por lo ingenuo admite esta explicación, y aun ella correría peligro en otros casos de lo ingenuo, por ejemplo cuando se escuchan pullas ingenuas. Frente a estas uno podría reaccionar sin más con la misma indignación que se alza contra la pulla indecente real y efectiva si otro factor no nos ahorrara esa indignación y al mismo tiempo brindara la contribución más sustantiva al placer por lo ingenuo. Este otro factor nos es dado por la condición, ya mencionada, de que para reconocer lo ingenuo tenemos que estar ciertos de que en la persona productora falta la inhibición interna. Sólo cuando ello es seguro reímos en vez de indignarnos.

Por tanto, tomamos en cuenta el estado psíquico de la persona productora, nos trasladamos a él, procuramos comprenderlo comparándolo con el nuestro. De ese situarse dentro y comparar resulta un ahorro de gasto que descargamos mediante la risa.

Podría preferirse una exposición más sencilla, reflexionando en que nuestra indignación se vuelve superflua porque la persona no debió vencer inhibición alguna; la risa se produciría a expensas de la indignación ahorrada. Para alejar esta concepción, errónea en general, separaré con mayor precisión dos casos que en la anterior exposición había reunido. Lo ingenuo que nos sale al paso puede ser de la naturaleza del chiste, como en nuestros ejemplos, o de la naturaleza de la pulla indecente, de lo chocante como tal, lo cual será particularmente válido si no se exterioriza como dicho, sino como acción. Este último caso es realmente despistante; uno podría suponer respecto de él que el placer nace de la indignación ahorrada y trasmudada.

Pero el primer caso es el esclarecedor. El dicho ingenuo, por ejemplo el de la «Bubizín», puede en sí producir el efecto de un chiste menor, y no dar ocasión a indignarse; es sin duda el caso más raro, pero también el más puro y, con mucho, el más instructivo. Tan pronto reparamos en que la criatura, seriamente y sin propósito secundario, considera idénticos las sílabas «Medi», de «Medizin» {medicina}, y su propio nombre, «Mädi» {niñita}, el placer por lo escuchado experimenta un incremento que ya no tiene que ver con el placer de chiste. Ahora abordamos lo dicho desde dos diversos puntos de vista: una vez tal como se produjo en la niña, y la otra como se habría producido para nosotros; a raíz de esa comparación hallamos que el niño descubrió una identidad, venció una barrera que para nosotros subsiste, y entonces todo sigue como si nos dijéramos: «Si quieres comprender lo escuchado puedes ahorrarte el gasto que significa mantener esa barrera». El gasto liberado a raíz de tal comparación es la fuente del placer por lo ingenuo y se lo descarga mediante la risa; es en verdad el mismo gasto que habríamos mudado en indignación si esta última no estuviese excluida por nuestro entendimiento de la persona productora y, en este caso, también por la naturaleza de lo dicho. Ahora bien, si tomamos el caso del chiste ingenuo como paradigma del otro caso, el de lo chocante ingenuo, vemos que también en él el ahorro de inhibición puede provenir directamente de la comparación, que no tenemos necesidad de suponer una indignación incipiente y luego ahogada, y que esta última no corresponde sino a un empleo en otro lugar del gasto liberado, empleo para prevenir el cual se requerían en el chiste complejos dispositivos protectores.

Esta comparación, este ahorro de gasto a raíz del situarse dentro del proceso anímico de la persona productora, sólo pueden reclamar significatividad para lo ingenuo si no convienen a lo ingenuo solo. De hecho nace en nosotros la conjetura de que este mecanismo, por completo ajeno al chiste, es una pieza, quizá la esencial, del proceso psíquico en lo cómico. Desde este ángulo -es por cierto la perspectiva más importante de lo ingenuo-, lo ingenuo se presenta, así, como una variedad de lo cómico. Lo que en nuestros ejemplos de dichos ingenuos viene a sumarse al placer de chiste es un placer «cómico». Respecto de este nos inclinaríamos a suponer, en términos generales, que nace por ahorro de un gasto a raíz de la comparación entre las exteriorizaciones de otro y las nuestras. Empero, como aquí estamos en presencia de unas intuiciones de vasto alcance, concluiremos antes la apreciación de lo ingenuo. Entonces, lo ingenuo sería una variedad de lo cómico en la medida en que su placer brota de la diferencia de gasto que arroja el querer entender al otro, y se aproxima al chiste por la condición de que ese gasto ahorrado por vía comparativa tiene que ser un gasto de inhibición.

Pasemos todavía rápida revista a algunas concordancias y diferencias entre los conceptos que nosotros hemos obtenido ahora y aquellos que desde hace mucho se mencionan en la psicología de la comicidad. Es evidente que el trasladarse dentro, el querer comprender, no es otra cosa que el «préstamo cómico» que desde Jean Paul desempeña un papel en el análisis de lo cómico; el «comparar» el proceso anímico del otro con el propio corresponde al «contraste psicológico», para el cual al fin hallamos un sitio aquí, después que no supimos qué hacer con él a raíz del chiste. Sin embargo, en la explicación del placer cómico nos apartamos de numerosos autores en cuya opinión el placer nace al fluctuar la atención entre las diversas representaciones contrastantes. Nosotros no sabríamos concebir un mecanismo de placer semejante; en cambio, señalamos que de la comparación de los contrastes resulta una diferencia de gasto que, si no experimenta otro empleo, se vuelve susceptible de descarga y, de ese modo, fuente de placer.

Al problema de lo cómico como tal sólo con temor osamos aproximarnos. Sería presuntuoso esperar que nuestros empeños contribuyeran con algo decisivo a su solución después que los trabajos de una vasta serie de notables pensadores no obtuvieron un esclarecimiento satisfactorio en todos sus aspectos. En realidad, no nos proponemos sino perseguir durante un tramo, por el ámbito de lo cómico, aquellos puntos de vista que demostraron ser valiosos respecto del chiste.

Lo cómico se produce en primer lugar como un hallazgo no buscado en los vínculos sociales entre los seres humanos. Se lo descubre en personas, y por cierto en sus movimientos, formas, acciones y rasgos de carácter; originariamente es probable que sólo en sus cualidades corporales, más tarde también en las anímicas, o bien en sus manifestaciones. Por vía de una manera muy usual de personificación, luego también animales y objetos inanimados devienen cómicos. No obstante, lo cómico puede ser desasido de las personas cuando se discierne la condición bajo la cual una persona aparece como cómica. Así nace lo cómico de la situación, y con ese discernimiento se establece la posibilidad de volver adrede cómica a una persona trasladándola a situaciones en que sean inherentes a su obrar esas condiciones de lo cómico. El descubrimiento de que uno tiene el poder de volver cómico a otro abre el acceso a una insospechada ganancia de placer cómico y da origen a una refinada técnica. También es posible volverse cómico uno mismo. Los recursos que sirven para volver cómico a alguien son, entre otros, el traslado a situaciones cómicas, la imitación, el disfraz, el desenmascaramiento, la caricatura, la parodia, el travestísmo. Como bien se entiende, estas técnicas pueden entrar al servicio de tendencias hostiles y agresivas. Uno puede volver cómica a una persona para hacerla despreciable, para restarle títulos de dignidad y autoridad. Pero aunque ese propósito se encuentre por lo común en la base del volver cómico, no necesariamente constituye el sentido de lo cómico espontáneo.

Ya este desordenado repaso del surgimiento de lo cómico nos permite advertir que debe atribuírsele un radio de origen muy extenso, de suerte que no cabe esperar aquí unas condiciones tan especializadas como las que hallamos, por ejemplo, en lo ingenuo. Con miras a ponernos sobre la pista de la condición válida para lo cómico, lo más atinado es escoger un caso como punto de partida; elegimos lo cómico de los movimientos acordándonos de que la representación teatral más primitiva, la pantomima, se vale de este recurso para hacernos reír. A la pregunta sobre por qué nos reímos de los movimientos del clown, se podría responder: porque nos parecen desmedidos y desacordes con un fin. Reímos de un gasto demasiado grande.

Busquemos esta condición fuera de la comicidad obtenida artificialmente, vale decir, allí donde uno la descubre de manera no deliberada.

Los movimientos del niño no nos parecen cómicos, por más que se agite y salte. Cómico es, en cambio, que el niño que aprende a escribir saque la lengua y acompañe con ella los movimientos de la pluma; en estos movimientos concomitantes vemos un gasto superfluo que nosotros en igual actividad nos ahorraríamos. De igual modo, también en adultos nos resultan cómicos unos movimientos concomitantes o aun movimientos expresivos algo desmedidos. Así, son casos puros de esta clase de comicidad los movimientos que ejecuta el jugador de bolos después que arrojó la bola, cuando sigue su trayectoria como si todavía pudiera regularla con posterioridad; cómicos son todos los gestos que exageran la expresión normal de las emociones, aunque se produzcan de manera involuntaria, como en las personas afectadas por el baile de San Vito (chorea); también los apasionados movimientos de un moderno director de orquesta parecerán cómicos a toda persona ignara en música que no comprenda su carácter necesario. Y desde esta comicidad de los movimientos se ramifica aún lo cómico de las formas del cuerpo y los rasgos del rostro, en la medida en que se los conciba corno si fueran producto de un movimiento llevado demasiado lejos y carente de fin. Ojos saltones, una nariz que se proyecte sobre la boca en forma de pico de loro, orejas salientes, una joroba y rasgos de esta índole probablemente sólo sean cómicos porque uno se representa los movimientos que se habrían requerido para producirlos, a cuyo fin la representación considera móviles mucho más de lo que lo son en realidad a nariz, orejas y otras partes del cuerpo. Es sin duda cómico que alguien pueda «mover las orejas», y por cierto que lo sería todavía más el que pudiera mover su nariz hacia arriba o hacia abajo.

Buena parte del efecto cómico que los animales nos producen se debe a que percibimos en ellos movimientos que no podríamos imitar.

Pero, ¿de qué manera damos en reír cuando hemos discernido como desmedidos y desacordes con el fin los movimientos de otro? Opino que por la vía de la comparación entre el movimiento observado en el otro y el que yo mismo habría realizado en su lugar. Desde luego que tiene que aplicarse una misma medida a los términos comparados, y esa medida es mi gasto de inervación conectado a la representación del movimiento en uno y en otro caso. Esta afirmación requiere ser elucidada y desarrollada.

Lo que aquí ponemos en recíproca relación es, por tina parte, el gasto psíquico producido a raíz de un cierto representar y, por la otra, el contenido de eso representado. Nuestra afirmación sostiene que el primero no es en general y por principio independiente del segundo, del contenido de representación; en particular, sostenernos que la representación de algo grande exige un plus de gasto respecto de la de algo pequeño.

En la medida en que sólo se trate de la representación de tinos movimientos de magnitud diversa la fundamentación teórica de nuestra tesis y su prueba mediante la observación no podrían depararnos dificultad alguna. Se demostrará que en este caso una propiedad de la representación de hecho coincide con una propiedad de lo representado, aunque la psicología nos alerta de ordinario contra esa confusión.

Adquiero la representación de un movimiento de magnitud determinada ejecutando o imitando ese movimiento, y a raíz de esta acción tengo noticia en mis sensaciones de inervación de una medida para ese movimiento.

Ahora bien: cuando percibo en otro un movimiento parecido, de mayor o menor magnitud, el camino más seguro para entenderlo -para apercibirlo- será que lo ejecute imitándolo, y entonces podré decidir mediante la comparación en cuál de los dos fue mayor mi gasto. Es indudable que a raíz de la percepción de movimientos sobreviene ese esfuerzo de imitación. Pero en la realidad efectiva yo no ejecuto la imitación, así como no deletreo aunque aprendí a leer haciéndolo. En vez de imitar el movimiento con mis músculos, procedo a representarlo por medio de mis huellas mnémicas de los gastos que demandaron movimientos semejantes. El representar o «pensar» se diferencia del obrar o ejecutar, sobre todo, porque hace desplazarse muy escasas energías de investidura e impide que el gasto principal sea drenado.  Pero, ¿de qué modo el factor cuantitativo -la magnitud mayor o menor- del movimiento percibido se expresa en la representación? Y si en la representación, compuesta por cualidades, falta una figuración de la cantidad, ¿cómo puedo diferenciar las representaciones de movimientos de magnitud diversa, y emprender entonces la comparación que nos interesa aquí?

En este punto la fisiología nos señala el camino, enseñándonos que también durante el representar discurren inervaciones hacia los músculos, aunque ellas corresponden, claro está, sólo a un gasto modesto.

Pero entonces es sugerente suponer que ese gasto de inervación que acompaña al representar se emplea para la figuración del factor cuantitativo de la representación, y es más grande cuando el representado es un movimiento mayor, y menor cuando este es más pequeño. La representación del movimiento más grande sería aquí, pues, efectivamente la mayor, o sea la acompañada de un gasto mayor.

La observación muestra de manera directa que los seres humanos están habituados a expresar lo grande y lo pequeño de sus contenidos de representación por la diversidad de gasto en una suerte de mímica de representación.

Cuando un niño, un hombre de pueblo o un miembro de ciertas razas comunica o describe algo, fácilmente se echa de ver que no se contenta con patentizar al oyente su representación escogiendo unas palabras claras, sino que también figura el contenido de ella en sus movimientos expresivos; conecta la figuración mímica con la verbal. Sobre todo dibuja así las cantidades e intensidades: «Una alta montaña», y levanta la mano por encima de su cabeza; «Un enanito», y la hace descender a ras del suelo. Y si se ha quitado el hábito de pintar con las manos, tanto más lo hará con la voz; si también se ha dominado en esto, puede apostarse a que al describir algo grande abrirá desmesuradamente los ojos y al figurar lo pequeño los entrecerrará. No son sus afectos los que así exterioriza, sino, en realidad, el contenido de lo representado.

¿Deberíamos suponer ahora que esta necesidad de mímica sólo despierta exigida por la comunicación, aunque buena parte de este modo de figurar escapa por completo a la atención del oyente? Prefiero pensar que esta mímica, si bien menos vívida, está presente en ausencia de toda comunicación, y también se produce cuando la persona se representa para sí sola, piensa algo en forma intuible; entonces expresa lo grande y lo pequeño en su cuerpo como lo hace cuando habla, por lo menos mediante una inervación alterada en los rasgos de su rostro y en sus órganos sensoriales. Y hasta puedo pensar que la inervación corporal acorde al contenido de lo representado fue el comienzo y origen de la mímica con fines de comunicación; para cumplir este propósito, no le hizo falta más que acentuarse, volverse llamativa para el otro. En tanto así defiendo el punto de vista de que a la «expresión de las emociones», notoria como un efecto secundario corporal de procesos anímicos, debe agregársele esta «expresión del contenido de representación», tengo bien en claro que mis puntualizaciones sobre la categoría de lo grande y lo pequeño no han agotado el tema. Yo mismo sabría agregar muchas cosas aun antes de llegar a los fenómenos de tensión por los cuales una persona señala corporalmente el recogimiento de su atención y el nivel de abstracción en que su pensar se mantiene durante ese tiempo. Considero muy sustantivo este asunto, y creo que el estudio de la mímica de representación sería en otros campos de la estética tan útil como lo es aquí para entender lo cómico.

Para volver ahora a la comicidad del movimiento, repito que con la percepción de un determinado movimiento se dará el impulso a representarlo mediante un cierto gasto. Por tanto, en el «querer comprender», en la apercepción de ese movimiento, yo hago un cierto gasto, me comporto en esta pieza del proceso anímico exactamente igual que si me situara en el lugar de la persona observada. Ahora bien, es probable que al mismo tiempo tenga en vista la meta de ese movimiento y pueda apreciar, por medio de mi anterior experiencia, la medida de gasto que se requiere para el logro de esta meta. Prescindo en esto de la persona observada y me comporto como si yo mismo quisiera alcanzar la meta del movimiento. Estas dos posibilidades de representación desembocan en una comparación entre el movimiento observado y el mío propio. Ante un movimiento desmedido del otro, y desacorde con el fin, mi plus de gasto para entenderlo es inhibido in statu nascendi, por así decir en su movilización misma; es declarado superfluo y así queda libre para un empleo ulterior, eventualmente su descarga en risa. De esta manera, si vinieran a agregarse otras condiciones favorables, la génesis del placer por el movimiento cómico sería un gasto de inervación que ha devenido inaplicable como excedente a consecuencia de la comparación con el movimiento propio.

Notamos ahora que debemos continuar nuestras elucidaciones en dos sentidos diferentes: en primer lugar, establecer las condiciones para la descarga del excedente; en segundo lugar, examinar si los otros casos de lo cómico pueden concebirse de manera parecida a lo cómico del movimiento.

Abordamos primero la segunda de esas tareas y, tras lo cómico del movimiento y de la acción, pasamos a considerar lo cómico que se descubre en las operaciones mentales y rasgos de carácter del otro.

Podemos tomar como modelo del género el disparate cómico tal como lo producen los candidatos ignorantes en un examen; claro que es más difícil dar un ejemplo simple de los rasgos de carácter. No nos despiste el hecho de que disparate y tontería, de efecto tan a menudo cómico, no sean sentidos así en todos los casos, de igual modo que los mismos caracteres que una vez nos dan risa por cómicos, otras veces pueden parecernos despreciables u odiosos. Este hecho, que no debemos dejar de tener en cuenta, no hace empero sino indicar que en el efecto cómico intervienen todavía otras constelaciones que la comparación ya consabida, unas condiciones que acaso pesquisemos en otro contexto.

Es evidente que lo cómico descubierto en las propiedades espirituales y anímicas de otro vuelve a ser resultado de una comparación entre él y mi yo; pero lo notable es que se trata de una comparación que casi siempre ha arrojado el resultado contrapuesto al caso del movimiento o la acción cómicas. En estos últimos era cómico que el otro se impusiera un gasto mayor del que yo creo necesitar; en el caso de la operación anímica, en cambio, será cómico que el otro se haya ahorrado un gasto que yo considero indispensable; en efecto, disparate y tontería son operaciones por defecto. En el primer caso yo río porque él lo hizo demasiado difícil, y por demasiado fácil en el segundo. Parece entonces que para el efecto cómico sólo importa la diferencia entre los dos gastos de investidura -el de la «empatía» y el del yo-, y no el sentido de esa diferencia. Esto al comienzo confunde nuestro juicio, pero deja de sonarnos raro tan pronto consideramos que es acorde a nuestro desarrollo personal hacia un estadio más alto de cultura el limitar nuestro trabajo muscular y aumentar nuestro trabajo de pensamiento. Aumentando nuestro gasto de pensamiento. logramos reducir nuestro gasto de movimiento para una misma operación, logro cultural de que son prueba nuestras máquinas.

Dentro de una concepción unitaria armoniza, pues, que nos parezca cómico lo que en comparación con nosotros gasta en exceso para sus operaciones corporales y en defecto para sus operaciones anímicas, y no puede desecharse que en los dos casos nuestra risa exprese una superioridad, sentida como placentera, que nos adjudicamos con relación al otro. Y cuando la proporción se invierte en ambos, cuando el gasto somático del otro es menor y hallamos su gasto anímico mayor que el nuestro, ya no reímos: nos asombramos entonces, y admiramos.

El origen aquí elucidado del placer cómico desde la comparación de la otra persona con el yo propio -desde la diferencia entre el gasto empático y el propio- probablemente sea el más sustantivo en lo genético. Pero es seguro que no ha seguido siendo el único. En algún momento hemos aprendido a prescindir de tal comparación entre el otro y el yo, y a procurarnos la diferencia placentera desde un solo lado, sea el de la empatía, sea el de los procesos del yo propio, con lo cual queda demostrado que el sentimiento de superioridad no posee un nexo esencial con el placer cómico. Una comparación es [empero] indispensable para la génesis de ese placer; hallamos que esa comparación se establece entre dos gastos de investidura que se suceden con rapidez y se refieren a la misma operación, y que producimos en nosotros por el camino de la empatía con el otro, o bien hallamos, sin esa referencia, en nuestros propios procesos anímicos.

El primer caso -en el cual, por consiguiente, la otra persona sigue desempeñando un papel, sólo que ya no por su comparación con nuestro yo se presenta cuando la diferencia placentera de los gastos de investidura se establece por influjos externos que podemos resumir como «situación», en razón de lo cual esta variedad de lo cómico se llama también comicidad de situación. En ella no cuentan como asunto principal las propiedades de la persona que ofrece lo cómico; reímos aunque debamos decirnos que en igual situación nos habríamos visto precisados a hacer lo mismo.

Aquí extraemos la comicidad del nexo del ser humano con el a menudo hiperpotente mundo exterior, entendiendo por este, respecto de los procesos anímicos en el hombre, también las convenciones y leyes objetivas de la sociedad, y aun sus propias necesidades corporales. Caso típico de esta última especie es que alguien, en una actividad que reclama sus fuerzas anímicas, se vea de pronto perturbado por un dolor o una necesidad excrementicia. La oposición de la cual obtenemos la diferencia cómica por empatía es la que medía entre el elevado interés que esa persona ponía en su actividad anímica antes de la perturbación y el mínimo que le queda tras sobrevenir esta. La persona que nos ofrece esa diferencia se nos vuelve cómica, nuevamente,, por defecto; pero ese defecto es sólo por comparación con su yo anterior y no con el nuestro, pues bien sabemos que en igual caso no nos habríamos comportado de otro modo. Ahora bien, lo notable es que sólo podemos hallar cómico este defecto del ser humano en el caso de la empatía, vale decir, en el otro, mientras que nosotros mismos en estos y parecidos embarazos sólo devendríamos concientes de unos sentimientos penosos. Probablemente sólo este mantenerse alejado lo penoso de nuestra persona nos posibilite gozar como placentera la diferencia resultante de la comparación entre las investiduras cambiantes.

La otra fuente de lo cómico, la que hallamos en nuestros propios cambios de investidura, se sitúa en nuestras referencias a lo futuro que estamos habituados a anticipar mediante las representaciones-expectativa. Supongo que en cada una de nuestras representaciones-expectativa va envuelto un gasto cuantitativamente determinado, y en caso de desilusión él se reduce en una determinada diferencia; me remito aquí a las puntualizaciones que ya hice sobre la «mímica de representación». Empero, en el caso de la expectativa me parece más fácil demostrar el gasto de investidura efectivamente movilizado.

Para una serie de casos, es palmario que unos preparativos motores constituyen la expresión de la expectativa, sobre todo en aquellos en que el evento esperado pone en juego mi motilidad; y esos preparativos son, sin más, susceptibles de una determinación cuantitativa. Sí espero coger una pelota que me arrojaron, imprimo a mi cuerpo unas tensiones que lo habilitarán para atajar su choque, y los movimientos superfluos que hago si la pelota atajada resulta ser demasiado liviana me vuelven cómico ante los espectadores. Mi expectativa me ha llevado a realizar un ,gasto de movimiento desmedido. Lo mismo ocurrirá sí, por ejemplo, levanto de una cesta un fruto que me parece pesado, pero me engañaba por estar hueco, era una imitación en cera. Mi mano delatará, por la rapidez con que se levanta, que yo había aprontado una inervación desmesurada para el fin, y ello me pondrá en ridículo. Y hasta existe por lo menos un caso en que el gasto de expectativa puede medirse de una manera directa mediante un experimento fisiológico con animales. En las experiencias de Pavlov sobre las secreciones de saliva, a perros a los que se les ha colocado una fístula se les enseñan diversos alimentos, y los volúmenes de saliva secretados oscilan según que las condiciones experimentales hayan refirmado o desengañado las expectativas del perro de ser alimentado con lo que le enseñan.

Aun donde lo esperado sólo pone en juego mis órganos sensoriales, y no mi motilidad, tengo derecho a suponer que la expectativa se exterioriza en cierto desembolso motor para poner en tensión los sentidos y para coartar otras impresiones no esperadas; en general, me es lícito concebir el acomodamiento de la atención como una operación motriz que equivale a cierto gasto. Además, puedo presuponer que la actividad preparatoria de la expectativa no ha de ser independiente de la magnitud de la impresión esperada, sino que figuraré lo grande o pequeño de ella mímicamente por medio de un gasto de preparativo mayor o menor, tal como sucede, sin mediar expectativa, en el caso de la comunicación y en el del pensar.

Por otra parte, el gasto de expectativa constará de varios componentes, y también para mi desilusión intervendrán diversos, no sólo que lo sobrevenido sea sensorialmente mayor o menor que lo esperado, sino también que sea digno del gran interés que yo había dispensado a la expectativa. Es posible que esto me induzca a considerar, además del gasto para la figuración de lo grande y lo pequeño (la mímica de representación), el gasto para la tensión de la atención (gasto de expectativa) y, en otros casos, aun el gasto de abstracción. Pero estas otras variedades de gasto se reconducen con facilidad al desembolsado para lo grande y lo pequeño, puesto que lo más interesante, lo más elevado y aun lo más abstracto no son sino unos casos especiales de lo más grande, de una particular cualidad. Si agregamos que según Lipps y otros el contraste cuantitativo -y no el cualitativo- ha de considerarse en primera línea como fuente del placer cómico, quedaremos por entero satisfechos de haber escogido lo cómico del movimiento como punto de partida de nuestra indagación.

Lipps, en un libro suyo que ya hemos citado repetidas veces, ha intentado, desarrollando la tesis de Kant según la cual «lo cómico es una expectativa pulverizada», derivar el placer cómico enteramente de la expectativa.  A pesar de las múltiples conclusiones instructivas y valiosas que ese intento ha promovido, yo refrendaría la crítica expresada por otros autores, a saber, que Lipps ha concebido demasiado estrecho el ámbito en que se origina lo cómico y no pudo someter sus fenómenos a esa fórmula sin forzar grandemente las cosas.

[2]

Los hombres no se han contentado con gozar lo cómico donde se topaban con ello en su vivenciar, sino que procuraron producirlo adrede; y uno aprende más sobre la esencia de lo cómico cuando estudia los recursos que sirven para engendrarlo. En primer lugar, uno puede provocar lo cómico en su propia persona para alegrar a otros, por ejemplo haciéndose el torpe o el tonto. Uno engendra entonces la comicidad, como si en efecto la tuviera, al satisfacer la condición de la comparación a través de la cual se llega a la diferencia de gasto; pero de esa manera uno no se vuelve ridículo ni despreciable, sino que en ciertas circunstancias hasta puede provocar admiración. El otro, si sabe que uno meramente se ha disimulado, no obtendrá el sentimiento de superioridad, lo cual. vuelve a proporcionarnos una buena prueba de que en principio la comicidad es independiente de ese sentimiento.

Como recurso para volver cómico a otro, se usa sobre todo trasladarlo a situaciones en que a consecuencia de la humana dependencia de circunstancias exteriores, en particular factores sociales, uno se vuelve cómico sin que importen sus cualidades personales; vale decir: el aprovechamiento de la comicidad de situación. Ese traslado a una situación cómica puede ser objetivo (a practical joke) cuando se traba a alguien para que caiga como sí fuese torpe, se lo hace aparecer tonto explotando su credulidad, se le hace creer algo disparatado, etc., o se lo puede fingir con un dicho o un juego, Es un buen auxiliar para la agresión, a cuyo servicio suele ponerse el volver cómico a alguien, que el placer cómico sea independiente de la realidad objetiva de la situación cómica; de este modo, cada quien está expuesto, inerme, a devenir cómico.

Pero hay también otros medios para volver cómico algo o a alguien, que merecen consideración especial y en parte enseñan nuevos orígenes del placer cómico. Entre ellos se cuenta, por ejemplo, la imitación, que garantiza al oyente un placer totalmente extraordinario y vuelve cómico su objeto aunque ella esté todavía lejos de la exageración caricaturizante. Es mucho más fácil sondear el efecto cómico de la caricatura que el de la mera imitación. Caricatura, parodia y travestismo, así como su contrapartida práctica, el desenmascaramiento, se dirigen a personas y objetos que reclaman autoridad y respeto y son sublimes en algún sentido. Son métodos de rebajamiento {Herabsetzung}, como lo enuncia esta feliz expresión de la lengua alemana.  Lo sublime es algo grande en el sentido traslaticio, psíquico, y me gustaría hacer, o más bien renovar, el supuesto de que al igual que lo grande somático está constituido por un plus de gasto. Basta observar un poco para comprobar que yo, cuando hablo de lo sublime, inervo mi voz diversamente, hago otros ademanes y busco armonizar, digamos así, mi postura corporal con la dignidad de lo que me represento. Me impongo una compulsión de solemnidad, no muy diversa de la que adopto frente a una personalidad sublime, un monarca, un príncipe de la ciencia. Difícilmente me equivoque si supongo que esta inervación diversa de la mímica de representación corresponde a un plus de gasto. El tercer caso de un plus de gasto tal lo hallo, sin duda, cuando me entrego a unas ilaciones abstractas de pensamiento en lugar de seguir las representaciones plásticas y concretas ordinarias. Entonces, cuando los métodos de rebajamiento de lo sublime hacen que yo me lo represente como algo ordinario, algo que no me exige guardar la compostura y en cuya presencia ideal puedo adoptar «posición de descanso», como reza la fórmula militar, me ahorran el plus de gasto de la compulsión de solemnidad, y la comparación entre ese modo de representar, incitado por la empatía, y el acostumbrado hasta ese momento, que procura establecerse simultáneamente, vuelve a crear la diferencia de gasto que puede ser descargada por la risa.

La caricatura opera el rebajamiento, según es notorio, realzando de la expresión global del objeto sublime un único rasgo en sí cómico que no podía menos que pasar inadvertido mientras sólo era perceptible dentro de la imagen total. Ahora, por medio de su aislamiento, se puede obtener un efecto cómico que en nuestro recuerdo se extiende al todo. Condición de ello es que la presencia de lo sublime mismo no nos mantenga en nuestra predisposición a venerarlo. Cuando en la realidad falta un rasgo cómico omitido de ese modo, la caricatura lo crea sin reparo alguno exagerando uno no cómico en sí mismo. Vuelve a ser característico para el origen del placer cómico que el efecto de la caricatura no sufra esencial menoscabo por ese falseamiento de la realidad.

Parodia y travestismo obtienen el rebajamiento de lo sublime de otra manera, destruyendo la unidad entre los caracteres que nos resultan familiares en ciertas personas y sus dichos o acciones, o bien sustituyendo las personas sublimes o sus exteriorizaciones por unas de inferior nivel. En esto, y no por el mecanismo para producir placer cómico, se distinguen de la caricatura. Idéntico mecanismo vale también para el desenmascaramiento, que sólo interviene allí donde alguien se ha arrogado mediante fraude una dignidad y autoridad de las que es preciso despojarlo realmente. Ya a raíz del chiste tomamos conocimiento del efecto cómico del desenmascaramiento a través de algunos ejemplos; tal la historia de la noble dama que en las primeras ansias del parto exclamó: «Ah, mon Dieu!», y a la que el médico no quiso hacer caso hasta que gritó: «¡Ay-ay-ay ay!». Ahora que tenemos noticia de los caracteres de lo cómico, ya no podemos negar que esa historia es en verdad un ejemplo de desenmascaramiento cómico y no posee justificados títulos para llamarse chiste. Al chiste recuerda meramente por la escenificación, por el recurso técnico de la «figuración mediante algo pequeñísimo», o sea, en este caso, el grito, considerado indicio suficiente para iniciar la asistencia. Empero, queda en pie que a nuestro sentimiento lingüístico, si se nos pide pronunciarnos, no le repugna llamar chiste a una historia de esta clase. Nos inclinaríamos a explicarlo reflexionando que el uso lingüístico no parte de la intelección científica de la esencia del chiste que nosotros hemos adquirido en esta laboriosa indagación. Como entre las operaciones del chiste se cuenta la de reabrir fuentes cegadas del placer cómico, dentro de una analogía laxa puede llamarse chiste todo artificio que saque a la luz una comicidad no palmaria. Ahora bien, esto último es válido de preferencia para el desenmascaramiento, como también para otros métodos del volver cómico algo o a alguien.

En el «desenmascaramiento» pueden incluirse, además, aquellos otros procedimientos para volver cómico a un individuo, ya mencionados, que rebajan su dignidad llamando la atención sobre su humana flaqueza, pero en particular sobre la dependencia en que sus operaciones anímicas se encuentran respecto de necesidades corporales. El desenmascaramiento tiene entonces significado equivalente a la advertencia:

«Este o aquel a quien admiran como a un semidiós no es más que un hombre como tú y yo». En este punto se incluyen, asimismo, todos los empeños por dejar al descubierto, tras la riqueza y la aparente libertad de las operaciones psíquicas, el monótono automatismo psíquico. En los chistes de casamenteros conocimos ejemplos de tales «desenmascaramientos», y en verdad en ese momento nos asaltó un sentimiento de duda sobre si teníamos derecho a considerar chistes esas historias. Ahora podemos decidir con más certeza que la historia del eco, que reafirmaba todas las aseveraciones del casamentero y al final reforzó también su confesión de que la novia tenía una joroba exclamando: «¡Pero qué joroba!», es en lo esencial una historia cómica, un ejemplo de desenmascaramiento del automatismo psíquico. Empero, la historia cómica sirve en este caso solamente como fachada; para quien quiera considerar el sentido oculto de las anécdotas de casamenteros, el conjunto sigue siendo un chiste de excelente escenificación. Algo parecido vale para aquel otro en que, a fin de refutar una objeción, se confiesa a la postre la verdad mediante la exclamación: «¡Pero por favor! ¿Quién prestaría algo a esta gente?»; un desenmascaramiento cómico como fachada de un chiste. Sin embargo, en este caso el carácter de chiste es mucho más inequívoco, pues el dicho del casamentero es al mismo tiempo una figuración por lo contrarío. Queriendo probar que esa gente es rica, simultáneamente prueba que no lo es, que es muy pobre. Chiste y comicidad se combinan aquí y nos enseñan que un mismo enunciado puede ser a la vez chistoso y cómico.

Aprovechamos gustosos la oportunidad de remontarnos desde la comicidad del desenmascaramiento al chiste, pues nuestra genuina tarea es esclarecer el nexo entre chiste y comicidad, y no definir la naturaleza esencial de lo cómico. Por eso añadiremos al caso de descubrimiento del automatismo psíquico, en el que nos ha dejado en la estacada el sentimiento de si algo es cómico o chistoso, otro caso en que de igual modo chiste y comicidad se confunden entre sí: el de los chistes disparatados. Ahora bien, nuestra indagación terminará por mostrarnos que para este segundo caso la coincidencia de chiste y comicidad es deducible en la teoría.

A raíz de la elucidación de las técnicas de chiste hemos hallado que el consentimiento de maneras del pensar usuales en lo inconciente, pero que en lo conciente se juzgarían sólo como «falacias», es el recurso técnico de muchísimos chistes; empero, luego pudimos dudar de que en verdad tuvieran carácter de tales, de suerte que nos inclinamos a clasificarlos como simples historias cómicas. Y no nos fue posible llegar a una decisión acerca de nuestra duda, porque no poseíamos el previo conocimiento del carácter esencial del chiste. Luego, guiados por la analogía con el trabajo del sueño, hallamos aquel en el compromiso operado por el trabajo del chiste entre los requerimientos de la crítica racional y la pulsión a no renunciar al antiguo placer obtenido en la palabra y el disparate. Lo que se producía en calidad de compromiso entonces, cuando el esbozo preconciente de lo pensado se abandonaba por un momento a la elaboración inconciente, satisfacía en todos los casos los dos requisitos, pero se presentaba ante la crítica en variadas formas y debía consentir apreciaciones diversas. Unas veces el chiste había logrado conquistarse la forma de una frase carente de valor, pero de todos modos admisible; otras, filtrarse en la expresión de un pensamiento valioso; y en el caso límite de la operación de compromiso había renunciado a satisfacer la crítica y, ateniéndose a las fuentes de placer de que disponía, aparecía ante ella como mero disparate, sin arredrarle despertar su contradicción, pues podía contar con que el oyente enderezaría mediante elaboración inconciente la deformidad expresiva, devolviéndole así su sentido.

Ahora bien, ¿en qué caso aparecerá el chiste como disparate ante la crítica? En particular, cuando se vale de aquellos modos del pensar usuales en lo inconciente, pero desterrados del pensar conciente, o sea las falacias. Es que algunos de aquellos se conservan también para lo conciente -p. ej., muchas variedades de la figuración indirecta, la alusión, etc.-, aunque su uso conciente esté sometido a mayores limitaciones. Con estas técnicas el chiste ofrecerá poco o ningún motivo de escándalo a la crítica; esto último sólo sobreviene cuando se vale como técnica también de aquellos recursos de los cuales el pensar conciente ya no quiere saber nada. No obstante, el chiste puede esquivar e¡ escándalo si disimula la falacia empleada, si la reviste con una apariencia de lógica, como en la historia de la torta y el licor, la del salmón con mayonesa y otras semejantes. Pero si ofrece la falacia sin disfraz, el veto de la crítica es cosa segura.

En estos casos hay algo más que opera en favor del chiste. Las falacias que aprovecha para su técnica en calidad de modos del pensar de lo inconciente parecen -si bien no siempre- cómicas a la crítica. El consentimiento conciente de los modos del pensar inconciente, desestimados por falaces, es uno de los recursos para producir el placer cómico; y ello se comprende fácilmente, puesto que sin ninguna duda producir la investidura preconciente requiere un gasto mayor que consentir la inconciente. La diferencia de gasto, de la cual surge el placer cómico, resulta para nosotros tan pronto como, al escuchar el pensamiento formado al modo de lo inconciente, lo comparamos con su rectificación. Un chiste que se valga de tales falacias como técnica y por eso parezca disparatado puede producir entonces, simultáneamente, un efecto cómico. Y si no pescamos el chiste, vuelve a quedarnos sólo la historia cómica, el chascarrillo.

La historia del caldero prestado que al ser devuelto traía un agujero, ante lo cual el que lo tenía respondió que en primer lugar jamás había pedido prestado un caldero, en segundo lugar ya estaba todo agujereado cuando se lo prestaron, y en tercero lo devolvió intacto, sin agujero alguno, es un excelente ejemplo de efecto cómico puro por consentimiento de una falacia inconciente. Justamente falta en lo inconciente esta recíproca cancelación de varios pensamientos cada uno bien motivado por sí mismo. Por eso mismo el sueño, en el cual se manifiestan los modos de pensar de lo inconciente, no conoce ningún «o bien … o bien», sino sólo una simultaneidad de coexistencia. En aquel ejemplo de sueño de mi obra La interpretación de los sueños que yo escogí como paradigma para el trabajo interpretativo a pesar de su complicación, procuro librarme de] reproche de no haber eliminado mediante cura psíquica los dolores de una paciente. Mis argumentos son: 1 ) ella misma es culpable de su condición de enferma porque no ha querido aceptar mi solución; 2) sus dolores son de origen orgánico, y por tanto no me competen; 3) sus dolores se deben a su viudez, de la que yo no soy culpable, y 4) sus dolores provienen de una inyección con una jeringa sucia, que otro le administró. Ahora bien, todas estas razones coexisten las unas junto a las otras como si no se excluyeran recíprocamente. Yo debía sustituir el «y» del sueño por un «o bien … o bien» a fin de escapar al reproche de disparate.

Una historia cómica semejante sería aquella de la aldea húngara donde el herrero había cometido un crimen pasible de la pena de muerte, pero el burgomaestre decidió no hacerlo ahorcar a él para expiar el crimen, sino a un sastre; es que en la aldea había establecidos tres sastres, pero el herrero era el único, y una expiación tenía que haber. Semejante desplazamiento desde la persona del culpable a otra contradice desde luego todas las leyes de la lógica conciente, pero en manera alguna el modo de pensar de lo inconciente. No vacilo en llamar cómica a esta historia, pese a haber incluido la del caldero entre los chistes. Ahora acepto que sería mucho más correcto designar «cómica» que no «chistosa» a esta última. Pero a la vez comprendo cómo es posible que mi sentimiento, tan seguro en otros casos, pueda dejarme en la duda de saber si estas historias son cómicas o chistosas. Es este el caso en que no se puede decidir por el sentimiento, o sea, cuando la comicidad nace por la develación de los modos del pensar exclusivos de lo inconciente. Una historia de esta índole puede ser cómica y chistosa al mismo tiempo; ahora bien, me producirá la impresión de lo chistoso aunque sea meramente cómica porque el empleo de las falacias de lo inconciente me recuerda al chiste, lo mismo que antes las escenificaciones para develar una comicidad escondida.

Estoy obligado a conceder importancia a la aclaración de este punto peliagudo de mis exposiciones, a saber, la relación del chiste con la comicidad, y por eso complementaré lo dicho con algunas tesis negativas. En primer lugar, puedo señalar que el caso aquí considerado de coincidencia entre chiste y comicidad no es idéntico al anterior. Por cierto se trata de un distingo más fino, pero se lo puede establecer con seguridad. En el caso anterior la comicidad se debía al descubrimiento del automatismo psíquico. Pero este en modo alguno es exclusivo de lo inconciente, y tampoco desempeña un papel llamativo entre las técnicas del chiste. El desenmascaramiento sólo se relaciona con el chiste de una manera contingente valiéndose de alguna otra técnica de este; por ejemplo, de la figuración por lo contrario. En cambio, en el caso del consentimiento de modos del pensar inconciente la coincidencia de chiste y comicidad es necesaria, puesto que el mismo recurso que en la primera persona del chiste es empleado como técnica para desprender placer, por su misma naturaleza produce placer cómico en la tercera persona.

Podríamos caer en la tentación de generalizar este último caso y buscar el nexo del chiste con la comicidad en que el efecto de aquel sobre la tercera persona sobreviene siguiendo el mecanismo del placer cómico. Pero ni hablar de ello, pues el contacto con lo cómico no vale para todos los chistes, ni siquiera para la mayoría de ellos; antes al contrario, en los más de los casos es posible separar chiste y comicidad puros. Toda vez que el chiste logra evitar la apariencia de lo disparatado, o sea en la mayoría de los chistes por doble sentido y alusión, no se descubre en el oyente nada de un efecto semejante a lo cómico. Hágase la prueba en los ejemplos ya comunicados o en algunos nuevos que puedo. mencionar:

Telegrama de felicitación por el 70º cumpleaños de un actor: «Trente et quarante» {«Treinta y cuarenta»}. (División con alusión.

Hevesi describió cierta vez el proceso de la elaboración del tabaco: «Las hojas doradas … eran ahí in eine Beize getunkt {bañadas en un betún} e in dieser Tunke gebeizt (embetunadas en ese baño}». (Acepción múltiple del mismo material.)

Madame de Maintenon era llamada «Madame de Maintenant» {en francés: «de ahora», «del momento»}. (Modificación de nombre.)

El profesor Kästner dice a un príncipe que en el curso de una demostración se pone delante del telescopio: «Mi príncipe, sé bien que es usted «durchläuchtig» {«ilustrísimo»} pero no es usted «durchsichtig» («trasparente»}».

El conde de Andrássy era llamado «Ministro del Bello Exterior».

Además, podría creerse que al menos todos los chistes de fachada disparatada tienen que parecer cómicos y producir ese efecto. Sin embargo, en este punto recuerdo que tales chistes muy a menudo tienen otro efecto sobre el oyente, provocan desconcierto e inclinación a desautorizar. Evidentemente, interesa entonces que el disparate del chiste parezca cómico o un puro y ordinario disparate, de lo cual no hemos explorado todavía la condición. Según ello, nos atenemos a la conclusión de que el chiste, por su naturaleza, ha de separarse de lo cómico y sólo coincide con esto en ciertos casos especiales, por un lado, y por el otro, en la tendencia a ganar placer de fuentes intelectuales.

En el curso de estas indagaciones sobre los vínculos entre chiste y comicidad se nos acaba de revelar aquella diferencia que no podemos menos que destacar como la más sustantiva y que al mismo tiempo remite a un carácter psicológico rector de la comicidad. Nos vimos precisados a situar en lo inconciente la fuente del placer del chiste; respecto de lo cómico no se avizora ocasión alguna para una localización parecida. Más bien todos los análisis hasta aquí emprendidos señalan que la fuente del placer cómico es la comparación entre dos gastos, y a ambos nos vemos obligados a situarlos en lo preconciente. Chiste y comicidad se distinguen sobre todo en la localización psíquica; el chiste es, por así decir, la contribución a la comicidad desde el ámbito de lo inconciente.

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No se nos impute habernos dejado arrastrar por una digresión; en efecto, el nexo del chiste con la comicidad fue la ocasión que nos forzó a indagar lo cómico. Pero ya es tiempo de que volvamos a nuestro tema específico, el tratamiento de los recursos que sirven para volver cómico algo. Comenzamos dilucidando la caricatura y el desenmascaramiento porque a partir de ambos obteníamos algunos apoyos para el análisis de la comicidad de la imitación. Es cierto que las más de las veces la imitación va unida a una caricatura, una exageración de rasgos de ordinario no llamativos, y aun conlleva el carácter del rebajamiento. Empero, su esencia no parece agotada con esto; es innegable que constituye en sí misma una fuente extraordinariamente generosa del placer cómico, pues la fidelidad de una imitación nos hace reír mucho. No es fácil dar un esclarecimiento satisfactorio de esto si uno no quiere adherir a la opinión de Bergson (1900), que aproxima la comicidad de la imitación a la que produce el descubrimiento del automatismo psíquico. Bergson opina que provoca efecto cómico todo lo que en una persona viva evoca a un mecanismo inanimado. Su fórmula para esto reza: «mécanisation de la vie» {«mecanización de la vida»}. Explica la comicidad de la imitación anudándola a un problema que Pascal ha planteado en sus Pensées: por qué se ríe de la comparación de dos rostros parecidos, ninguno de los cuales tiene en sí efecto cómico. «De acuerdo con nuestra expectativa, lo vivo nunca debe repetirse en términos de cabal parecido. Y toda vez que hallamos semejante repetición, conjeturamos un mecanismo oculto tras eso vivo» [Bergson, 1900, pág. 351. Si uno ve dos rostros de parecido excesivo piensa en dos calcos de un mismo molde o en algún procedimiento similar de producción mecánica. En suma, la causa de la risa sería en estos casos la desviación de lo vivo hacia lo carente de vida; podemos decir: la degradación {Degradierung} de lo vivo en algo sin vida. Aun si aceptáramos estas sugerentes puntualizaciones de Bergson, no nos resultaría difícil subsumir su opinión bajo nuestra propia fórmula. Habiéndonos enseñado la experiencia que todo ser vivo es un otro y requiere de nuestro entendimiento un cierto gasto, nos desilusionamos si a consecuencia de una total concordancia o una imitación engañosa no nos hace falta ningún nuevo gasto. Ahora bien, nos desilusionamos en el sentido del aligeramiento, y el gasto de expectativa devenido superfluo se descarga mediante la risa. Y esta misma fórmula cubriría también todos los casos, estudiados por Bergson, de rigidez cómica (raideur), hábitos profesionales, ideas fijas y giros verbales que se repiten con cualquier ocasión. Todos estos casos se reducirían a la comparación del gasto de expectativa con el que se requiere para entender lo que permanece igual a sí mismo, respecto de lo cual la expectativa más grande se apoya en la observación de la diversidad individual y la plasticidad de lo vivo. Por tanto, la fuente de placer cómico en la imitación no sería la comicidad de situación, sino la de expectativa.

Puesto que en general derivamos el placer cómico de una comparación, estamos obligados a indagar lo cómico de la comparación misma, que sirve también como recurso para volver cómico algo. Nuestro interés por este problema se verá acrecentado si recordamos que incluso en el caso del símil solía dejarnos a menudo inciertos el «sentimiento» de sí algo era un chiste o se lo debía llamar meramente cómico.

El tema merecería sin duda más cuidado del que podemos dispensarle desde nuestro interés. La principal propiedad que demandamos en el símil es que sea certero, vale decir, que destaque una coincidencia realmente presente entre dos objetos diversos. El originario placer por el reencuentro de lo igual (Groos, 1899, pág. 153) no es el único motivo que promueve el uso de la comparación; a él se añade que el símil es susceptible de un uso capaz de conllevar un aligeramiento del trabajo intelectual, a saber, cuando uno compara, como se hace la mayoría de las veces, lo más desconocido con lo más familiar, lo abstracto con lo concreto, y mediante esa comparación ilustra lo más ajeno y difícil. Con cada comparación de esta índole, en especial de lo abstracto con lo concreto, se conecta una cierta rebaja y un cierto ahorro de gasto de abstracción (en el sentido de una mímica de representación, a pesar de lo cual ello no basta, desde luego, para hacer resaltar con nitidez el carácter de lo cómico. Este no emerge de pronto, sino poco a poco desde el placer de aligeramiento que procura la comparación; son harto numerosos los casos que apenas rozan lo cómico y de los que podría dudarse que exhiban carácter cómico. Indudablemente cómica se vuelve la comparación cuando se acrecienta la diferencia de nivel en el gasto de abstracción entre dos términos comparados; por ejemplo, si algo serio y ajeno, sobre todo de naturaleza intelectual y moral, es comparado con algo trivial e ínfimo. El previo placer de aligeramiento y el aporte desde las condiciones de la mímica de representación acaso expliquen el pasaje, que se cumple poco a poco y mediante unas proporciones cuantitativas, desde lo placentero en general hasta lo cómico en el caso de la comparación. Sin duda saldré al paso de malentendidos si destaco que en la comparación yo no derivo el placer cómico del contraste entre los dos términos comparados, sino de la diferencia entre los dos gastos de abstracción. Lo ajeno difícil de asir, lo abstracto, en sentido propio lo intelectualmente elevado, al aseverarse su coincidencia con algo ínfimo y familiar, para cuya representación no hace falta gasto alguno de abstracción, es desenmascarado como igualmente ínfimo. La comicidad de la comparación queda reducida, entonces, a un caso de degradación {Degradierung}.

Ahora bien, como vimos antes, la comparación puede ser chistosa sin huella de contaminación cómica; lo es cuando escapa a aquel rebajamiento. Así, la comparación de la verdad con una antorcha que uno no puede llevar entre la multitud sin chamuscar alguna barba es puramente chistosa, por tomar en sentido pleno un giro descoloride («La antorcha de la verdad»), y en modo alguno cómica, pues la antorcha, como objeto, no carece de una cierta dignidad, por más que sea algo concreto. Pero es fácil que una comparación sea al mismo tiempo chistosa y cómica, y por cierto lo uno con independencia de lo otro, en la medida en que se convierta en auxiliar de ciertas técnicas del chiste (p. e¡., la unificación o la alusión). Así, la comparación que hace Nestroy del recuerdo con un «almacén» es al mismo tiempo cómica y chistosa; lo primero por el extraordinario rebajamiento que ese concepto psicológico tiene que sufrir al comparárselo con un «almacén», y lo segundo porque quien aplica la comparación es un mayordomo, y en ella produce entonces una unificación totalmente inesperada entre la psicología y su actividad profesional. Los versos de Heine: «Hasta que al fin se me acabaron los botones / en los calzones de la paciencia», se presentan al comienzo sólo como un notable ejemplo de comparación cómica degradante; pero tras una reflexión mas ajustada es preciso concederles también el carácter de lo chistoso, pues aquella, como recurso de la alusión, cae aquí en el campo de lo obsceno y de ese modo consigue liberar el placer por lo obsceno. Del mismo material nace para nosotros, por un encuentro no del todo casual por cierto, una ganancia de placer a la vez cómica y chistosa; por más que las condiciones de lo uno deban promover también la génesis de lo otro, para el «sentimiento» destinado a indicarnos si estamos frente a algo chistoso o frente a algo cómico aquella reunión tiene por efecto confundir, y solamente puede decidirlo una indagación alertada., e independiente de la predisposición placentera.

Por tentador que sea pesquisar estos condicionamientos más íntimos de la ganancia de placer cómico, el autor debe abstenerse de hacerlo pues ni su formación previa ni su cotidiana actividad profesional lo autorizan a extender sus indagaciones mucho más allá de la esfera del chiste, y cree poder confesar que justamente el tema de la comparación cómica le vuelve sensible su incompetencia.

En este punto admitiremos se nos recuerde que muchos autores no aceptan la nítida separación conceptual y material entre chiste y comicidad a que nosotros nos hemos visto llevados, y postulan al chiste simplemente como «lo cómico del decir» o «de las palabras». Para someter a examen esta opinión escogeremos sendos ejemplos de comicidad deliberada y de comicidad involuntaria del decir a fin de compararlos con el chiste. Ya en un pasaje anterior señalamos que nos creemos muy capaces de distinguir el dicho cómico del dicho chistoso:

«Con un tenedor y con trabajo
su madre del guiso lo extrajo».

es meramente cómico; en cambio, lo que Heine dice sobre las cuatro castas de la población de Gotinga:

«profesores, estudiantes, filisteos y ganado».

es por excelencia chistoso.

Como modelo de la comicidad deliberada en el decir, tomo a «Wippchert», de Stettenheim.  Se dice de Stettenheim que es chistoso porque posee en particular grado la habilidad de provocar lo cómico. La gracia {Witz} que uno «tiene», por oposición a la gracia (Witz} que uno «hace», está de hecho certeramente determinada por esa aptitud. No puede desconocerse que las cartas de Wippchen, el corresponsal de Bernau, son también chistosas en la medida en que están consteladas de abundantes chistes de todo tipo, y entre ellos algunos seriamente logrados («desvestidos de etiqueta», dicho sobre una fiesta entre salvajes); pero lo que presta su peculiar carácter a estas producciones no son esos chistes aislados, sino lo cómico del decir, que de ellas brota casi con desmesura. Wippchen es por cierto un personaje en su origen concebido a modo de sátira, una modificación del «Schmock» de Freytag, uno de aquellos ignorantes que trafican con el tesoro cultural de la nación y abusan de él; pero es evidente que su complacencia por los efectos cómicos alcanzados con su figuración hizo que el autor fuera relegando poco a poco la tendencia satírica. Las producciones de Wippchen son en buena parte «disparate cómico»; el talante placentero conseguido por acumulación de esos logros ha sido aprovechado por el autor -con derecho, por lo demás- para presentar, junto a cosas enteramente permisibles, toda clase de rasgos de mal gusto que no serían soportables por sí solos. El disparate de Wippchen se nos aparece, empero, como específico a consecuencia de una técnica particular. Si se considera con mayor cuidado estos «chistes», saltan en particular a la vista algunos géneros que imprimen su sello a toda la producción. Wippchen se sirve principalmente de composiciones (fusiones), modificaciones de giros y citas notorios, y sustituciones mediante las cuales se introducen algunos elementos triviales dentro de estos recursos expresivos de elevado valor, las más de las veces pretenciosos.

Fusiones son por ejemplo (tomados del «Prólogo» y de las primeras páginas de toda la serie):

«Turquía tiene dinero como heno el mar»; emparchado a partir de estos dos giros: «Dinero como heno», y «Dinero como arena el mar».

O este otro: «Yo no soy más que una columna marchita, testimonio de desleída pompa», condensado a partir de «rama marchita» y «columna que, etc.». Otro: «¿Dónde está el hilo de Ariadna que permitiera salir de la Escila de este establo de Augias?», para lo cual se han tomado elementos de tres diversas sagas griegas.

Las modificaciones y sustituciones pueden reunirse sin forzar mucho las cosas; su carácter resulta de los siguientes ejemplos, peculiares de Wippchen, en los que por lo general se trasluce otro texto, más corriente, más trivial, rebajado a la condición de lugar común:

«Me colgaron papel y tinta». Se dice figuralmente «Colgarle a uno la galleta» para significar que lo ponen a uno en un aprieto. ¿Por qué no se podría extender esta imagen a otro material?

«Batallas en que los rusos unas veces salían malparados, y otras salían biemparados». Como es notorio, sólo el primer giro es usual; pero dada su inspiración, no sería disparatado aceptar el otro.

«Desde temprano se agitó en mí el Pegaso». Si lo sustituimos por «el poeta», se convierte en un giro autobiográfico ya remanido por el excesivo uso. Es claro que «Pegaso» es inadecuado como sustituto de «poeta», pero se encuentra en una relación de pensamiento con «poeta» y, es además una palabra altisonante.

«Así pasé unas espinosas mantillas de infancia». Enteramente una imagen en vez de una simple palabra. «Salir de las mantillas de la infancia» es una de las imágenes que se entraman con el concepto «infancia».

De la multitud de producciones de Wippchen es posible destacar muchas como ejemplos de comicidad pura; verbigracia, en calidad de desengaño cómico: «Durante horas y horas fluctuó el resultado de la batalla, hasta que al fin quedó indecisa»; o de desenmascaramiento cómico (de la ignorancia): «Clío, la Medusa de la Historia»; citas como: «Habent sua lata morgana». Pero son más bien las fusiones y modificaciones las que despiertan nuestro interés, porque espejan familiares técnicas del chiste, Compárense, por ejemplo, con las modificaciones, chistes como: «Tiene un gran futuro detrás suyo», «Tiene un ideal metido en la cabeza»; o los chistes de Liclitenberg por modificación: «Baño nuevo sana bien», y otros de esta índole. ¿Llamaremos entonces chistes a las producciones de Wippchen que recurren a la misma técnica, o de lo contrario en qué se distinguen de estos?

Por cierto que no es difícil dar la respuesta. Recordemos que el chiste muestra al oyente un rostro doble, lo constriñe a dos concepciones diversas. En los chistes disparatados, como los citados en último término, una de esas concepciones, la que sólo toma en cuenta el texto, dice que es un disparate; la otra, que siguiendo las indicaciones desanda en el oyente el camino a través de lo inconciente, le halla un notable sentido. En las producciones de Wippchen semejantes a chistes, uno de esos puntos de abordaje del chiste está vacío, como atrofiado: una cabeza de Jano, pero de la que se plasmó uno solo de los rostros. Aquí no obtenemos nada dejándonos llevar a lo inconciente por el señuelo de la técnica, Desde las fusiones no nos vemos conducidos a ningún caso en que los dos términos fusionados arrojen efectivamente un sentido nuevo; ellos se separan por completo ante un ensayo de análisis. Las modificaciones y sustituciones llevan, como en el chiste, a un texto usual y notorio, pero la modificación o sustitución como tales no dicen nada más, y por regla general nada posible ni utilizable. En consecuencia, para estos «chistes» sólo resta una de aquellas concepciones, la que lo considera un disparate. Queda a nuestro parecer, entonces, el decidir si esas producciones, que se han despojado de uno de los caracteres más esenciales del chiste, son chistes «malos» o en modo alguno deben llamarse chistes.

Es indudable que estos chistes atrofiados producen un efecto cómico que podemos explicarnos de más de un modo. 0 la comicidad nace del descubrimiento de las maneras de pensar de lo inconciente, como en los casos ya considerados, o el placer brota de la comparación con el chiste completo. Nada impide suponer que aquí se conjugan esas dos modalidades de génesis del placer cómico, y no puede desecharse que justamente el insuficiente apuntalamiento en el chiste convierta al disparate en disparate cómico.

Es que hay otros casos fácilmente penetrables en que esa insuficiencia hace que el disparate adquiera una comicidad irresistible por la comparación con lo que debería operarse. La contrapartida del chiste, el acertijo, acaso nos ofrezca en este punto mejores ejemplos que el chiste mismo. Una pregunta jocosa [Scherzfrage} reza, por ejemplo: «Dime qué es: está colgado de la pared y uno puede secarse con ello las manos». Sería tonto el acertijo si la respuesta pudiera ser: «Una toalla». Más bien se rechaza esa respuesta. – «No, un arenque». – «¡Pero por el amor de Dios -es la horrorizada protesta-; un arenque no cuelga de la pared!». – «Sin embargo puedes colgarlo». «Pero, ¿quién se secaría las manos con un arenque?». «Bueno -dice la tranquilizadora respuesta-; no estás obligado». – Este esclarecimiento, brindado mediante dos típicos desplazamientos, muestra cuánto le falta a esta pregunta para ser un verdadero acertijo, y a causa de esta absoluta insuficiencia aparece, en lugar de disparatadamente estúpida … irresistiblemente cómica. De este modo, por inobservancia de condiciones esenciales, un chiste, un acertijo u otras cosas que en sí no arrojan placer cómico pueden convertirse en fuentes de este.

Menos difícil de entender todavía es el caso de la comicidad involuntaria en el decir, de la cual en las poesías de Friederike Kempner (1891) podemos espigar cuantos ejemplos queramos:

«Contra la vivisección

»Un ignoto lazo de las almas encadena
al ser humano con el pobre animal.
El animal posee voluntad -ergo, alma –
aunque una más pequeña que la nuestra».

O una plática entre tiernos esposos:

«El contraste

»»¡Cuán dichosa soy!», exclama ella quedamente
«También yo», dice su esposo en alta voz.
«La cualidad que en ti se aprecia
me enorgullece de mi buena elección»».

Pues bien, nada hay aquí que recuerde al chiste. Sin duda lo que vuelve cómicas a estas «poesías» es su insuficiencia, el extraordinario engolamiento de su expresión, sus giros tomados del lenguaje coloquial o del estilo periodístico, la limitación simplota de sus pensamientos, la falta del mínimo asomo de un pensar y decir poéticos. A pesar de todo, no es cosa obvia que hallemos cómicas las poesías de la Kempner; a muchas producciones de ese jaez las encontramos francamente detestables, no reímos de ellas, sino que nos indignan. Lo que nos empuja a concebirlas cómicas es justamente el abismo que las separa de lo que demandamos a una poesía; donde esta diferencia parezca menor, nos inclinaremos más a criticar que a reír. En el caso de las poesías de la Kempner, el efecto cómico es asegurado además por otras circunstancias coadyuvantes: la inequívoca buena intención de la autora, y una cierta ingenuidad de sentimiento que registramos tras sus desvalidas frases y desarma nuestra burla o nuestro enojo. Esto nos advierte sobre la existencia de un problema cuya apreciación habíamos pospuesto. La diferencia de gasto es por cierto la condición básica del placer cómico, pero la observación enseña que de esa diferencia no siempre nace placer. ¿Qué condiciones tienen que añadirse o qué perturbaciones atajarse para que la diferencia de gasto pueda arrojar efectivamente placer cómico? No obstante, antes de pasar a responder esta pregunta dejemos establecido, a modo de conclusión de las elucidaciones anteriores, que lo cómico del decir no coincide con el chiste, y por tanto el chiste forzosamente ha de ser algo diverso de lo cómico del decir.

[4]

A punto de abordar ahora la respuesta a la pregunta, que acabamos de plantear, sobre las condiciones de la génesis del placer cómico a partir de la diferencia de gasto, podemos permitirnos un alivio que no podrá menos de resultarnos placentero a nosotros mismos. La respuesta precisa a esa pregunta coincidiría con una exposición exhaustiva sobre la naturaleza de lo cómico, para la cual no podemos atribuirnos ni aptitud ni competencia. Nos contentaremos, otra vez, con iluminar el problema de lo cómico sólo hasta donde él se recorta con nitidez partiendo del problema del chiste.

A todas las teorías de lo cómico sus críticos les han objetado que su definición descuida lo esencial de la comicidad. Lo cómico descansa en un contraste de representación; sí, mientras ese contraste produzca un efecto cómico y no de otra índole. El sentimiento de la comicidad estriba en la disipación de una expectativa; sí, siempre que esa expectativa no sea más bien penosa. Es indudable que esas objeciones están justificadas, pero se las sobrestima si de ellas se infiere que el signo distintivo esencial de lo cómico ha escapado hasta ahora a la intelección. Lo que menoscaba la validez universal de aquellas definiciones son condiciones indispensables para la génesis del placer cómico; pero no es forzoso buscar en ellas la esencia de la comicidad. Por lo demás, sólo nos resultará fácil rechazar las objeciones y esclarecer las contradicciones planteadas a las definiciones de lo cómico si hacemos brotar el placer cómico de la diferencia por comparación entre dos gastos. El placer cómico y el efecto en que se lo discierne, la risa, sólo pueden nacer entonces si esa diferencia no encuentra aplicación y es susceptible de descarga. Cuando la diferencia, tan pronto es discernida, experimenta otra aplicación, no ganamos ningún efecto placentero, sino a lo sumo un pasajero sentimiento de placer en que no se recorta el carácter cómico. Así como en el chiste es preciso que se den particulares constelaciones para prevenir un diverso empleo del gasto que se juzga superfluo, de igual modo el placer cómico sólo puede nacer bajo circunstancias que satisfagan esta última condición. Por eso, si los casos en que nacen esas diferencias de gasto dentro de nuestro representar son numerosísimos, comparativamente raros son aquellos en que de ahí surge lo cómico.

Dos puntualizaciones se imponen a quien considere aunque sólo sea de pasada las condiciones para la génesis de lo cómico a partir de la diferencia de gasto; la primera, que existen casos en que la comicidad se instala regularmente y como de un modo necesario, y en oposición a estos, otros casos en que ello parece depender por completo de las condiciones del caso y del punto de vista del observador; y la segunda, que diferencias inusualmente grandes suelen abrirse paso aun en condiciones desfavorables, de suerte que, a pesar de estas, nazca el sentimiento cómico. Respecto del primer punto, uno podría establecer dos clases, la de lo cómico obligado y la de lo cómico ocasional, aunque de antemano habría que renunciar a hallar exenta de excepciones la obligatoriedad de lo cómico en la primera clase. Sería sugestivo rastrear cuáles son las condiciones decisivas para cada una de ellas.

Para la segunda de esas clases parecen esenciales las condiciones que en parte han sido reunidas bajo el título de «aislamiento» del caso cómico. Quizás una descomposición más precisa haría posible reconocer las siguientes constelaciones:

a. La condición más favorable para la génesis del placer cómico resulta ser el talante alegre general, en el que uno es «proclive a reír». En los estados tóxicos que lo provocan casi todo parece cómico, probablemente por comparación con el mismo gasto en estado normal. Chiste, comicidad, y todos los métodos semejantes para ganar placer a partir de una actividad anímica, no son en definitiva más que otros tantos caminos para reproducir, desde un punto singular, ese talante alegre -euforia-, toda vez que él no preexista como una predisposición general de la psique.

b. Parecido efecto favorecedor ejerce la expectativa de lo cómico, el acomodamiento al placer cómico. Por eso, dado el propósito de volver cómico algo, si el otro participa de él, basta con unas diferencias tan mínimas que probablemente se las habría pasado por alto de haber sobrevenido en un vivenciar desprovisto de ese propósito. Quien emprende una lectura cómica o va al teatro a ver una farsa, debe a ese propósito el reír luego sobre cosas que en su vida ordinaria difícilmente habrían constituido para él un caso de lo cómico. En definitiva, apenas ve sobre el escenario al actor cómico, y antes que este pueda intentar moverlo a risa, ríe por el recuerdo de haber reído, por la expectativa de reír. Por ese motivo uno confiesa que con posterioridad se avergonzó de haber podido llegar a reírse de tales cosas en el teatro.

c. Condiciones desfavorables para la comicidad proceden de la índole de la actividad anímica que ocupa en el momento al individuo. Un trabajo de representación o de pensamiento que persiga metas serias estorba la susceptibilidad de las investiduras a la descarga, pues las requiere para sus desplazamientos; por eso en tal caso sólo unas diferencias de gasto inesperadamente grandes pueden abrirse paso hasta el placer cómico. Desfavorables a la comicidad son, muy en particular, todas las modalidades del proceso del pensar lo bastante distanciadas de lo intuible para hacer que cese la mímica de representación; con un meditar abstracto, ya no queda espacio alguno para la comicidad, salvo que esta modalidad del pensar sufra repentina interrupción.

d. La oportunidad de desprender placer cómico desaparece también si la atención se acomoda justamente a la comparación de la que puede surgir la comicidad. En tales circunstancias pierde su fuerza cómica lo que de otro modo produciría el más seguro efecto cómico. Un movimiento o una operación intelectual no pueden ser cómicos para quien orienta su interés justamente a compararlos con una medida que él tiene bien en claro. Así, el examinador no encuentra cómico el disparate que el examinando produce en su ignorancia; le produce enojo, mientras los colegas del examinando, mucho menos interesados en la cuantía de su saber que en la suerte que correrá, ríen de buena gana a causa de ese mismo disparate. El profesor de gimnasia o de danza rara vez verá lo cómico de los movimientos que hacen sus alumnos, y al predicador se le escapa por completo, en los defectos de carácter de los hombres, lo cómico que el autor de comedias sabe recoger con tanta eficacia. El proceso cómico es inconciliable con la sobreinvestidura, por la atención; es preciso que se cumpla de una manera por completo inadvertida, totalmente semejante al chiste en este aspecto. Empero, si se pretendiera calificarlo de necesariamente inconciente, se contradiría la nomenclatura de los «procesos de conciencia» de la cual yo me serví con buen fundamento en mi libro La interpretación de los sueños. Más bien es nativo de lo preconciente, y parece adecuado emplear el nombre de «automáticos» para los procesos que se juegan en lo preconciente y escapan a la investidura de atención a que va conectada la conciencia. El proceso de la comparación de los gastos debe permanecer automático si es que ha de producir placer cómico.

e. Es completamente estorboso para la comicidad que el caso del cual está destinada a nacer dé ocasión al mismo tiempo a un intenso desencadenamiento de afecto. Entonces queda excluida, por regla general, la descarga de la diferencia eficaz. Afectos, predisposición y actitud del individuo en cada caso permiten entender que lo cómico surja o desaparezca junto con el punto de vista de aquel, y sólo por vía de excepción exista algo absolutamente cómico. Por eso la dependencia o relatividad de lo cómico es mucho mayor que la del chiste; este nunca surge solo, se lo hace según reglas y en su producción ya se puede atender a las condiciones bajo las cuales halla aceptación. Ahora bien, el desarrollo de afecto es la más intensa entre las condiciones que estorban la comicidad, y nadie le ha cuestionado ese valor.  Por eso se dice que el sentimiento cómico se produce sobre todo en casos más bien indiferentes, en que no están envueltos intereses o sentimientos intensos. Sin embargo, es justamente en casos con desprendimiento de afecto donde vemos que una diferencia de gasto muy intensa puede producir el automatismo de la descarga. Así, cuando el coronel Butler responde a las admoniciones de Octavio, «riendo amargamente», con esta exclamación: «¡Agradecida la Casa de Austria!», su enojo no le impide reír ante el recuerdo del desengaño que cree haber experimentado, y por otra parte el dramaturgo no podría haber pintado más plásticamente la magnitud de esa desilusión que mostrándola capaz de mover a risa en medio de la tormenta de los afectos desencadenados. Me inclino a pensar que esta explicación es aplicable a todos los casos en que la risa sobreviene en oportunidades diversas de las placenteras y con fuertes afectos de pena o tensión.

f. Si, por último, agregamos que el desarrollo de placer cómico puede ser promovido por cualquier otro añadido placentero al caso mismo, así como por una suerte de efecto de contacto (al modo del principio del placer previo en el chiste tendencioso), por cierto que no habremos completado las condiciones del placer cómico, pero sí las tendremos elucidadas lo suficiente para nuestro propósito. Vemos entonces que a estas condiciones, así como a la inconstancia y dependencia del efecto cómico, ningún otro supuesto se adapta mejor que la derivación del placer cómico de la descarga de una diferencia que, bajo las más variables constelaciones, puede recibir otro empleo que la descarga.

[5]

Una consideración más atenta merecería aún lo cómico de lo sexual y obsceno, que aquí empero rozaremos sólo con unas pocas puntualizaciones. También esta vez el punto de partida sería el desnudamiento [como en el caso de los chistes obscenos. Un desnudamiento casual nos produce efecto cómico porque comparamos la facilidad con que gozamos de esa visión con el gran gasto que de ordinario nos requeriría alcanzar esa meta. Así, el caso se aproxima al de lo cómico-ingenuo, pero es más simple. Todo desnudamiento en cuyos espectadores -u oyentes, en el caso de la pulla indecente- nos vemos convertidos por obra de un tercero equivale a un volver cómica a la persona desnudada. Sabemos ya que es tarea del chiste sustituir a la pulla y así reabrir una fuente cegada de placer cómico. En cambio, espiar un desnudamiento no es un caso de comicidad para quien espía, puesto que el esfuerzo que le demanda cancela la condición del placer cómico; ahí sólo resta el placer sexual que proporciona lo visto. Pero en el relato que el espía hace a otro la persona espiada se vuelve otra vez cómica, porque prevalece el punto de vista de que ha omitido el gasto que habría sido menester para encubrir su secreto. De ordinario, del campo de lo sexual y obsceno resultan las más abundantes oportunidades para ganar un placer cómico junto a la excitación sexual placentera, en la medida en que se puede mostrar al ser humano en su dependencia de necesidades corporales (rebajamiento) o descubrir tras el reclamo del amor anímico la exigencia corporal (desenmascaramiento).

[6]

El bello y vivaz libro de Bergson, Le rire, nos invita de una minera sorprendente a procurar entender lo cómico también en su psicogénesis. Bergson, cuyas fórmulas para asir el carácter cómico conocemos ya- «mécanisation de la vie», «substitution quelconque de l’artificiel au naturel»-, pasa, a través de una sugerente conexión de pensamientos, del automatismo a los autómatas, y busca reconducir una serie de efectos cómicos al empalidecido recuerdo de un juguete infantil. En este contexto se eleva un momento hasta un punto de vista que, por lo demás, enseguida abandona; procura derivar lo cómico del eco de las alegrías infantiles. «Peut-être même devrions-nous potisser la simplification plus loin encore, remonter à nos souvenirs les plus anciens, chercher dans les jeux qui amusèrent l’enfant la première ébauche des combinaisons qui font rire l’homme. ( … ) Trop souvent surtout nous méconnaissons ce qu’¡l y a Xencore enlantin, pour ainsi dire, dans la plupart de nos émotions joyeuses»  (Bergson, 1900, págs. 68 y sigs.). Como nosotros hemos rastreado el chiste hasta un juego infantil con palabras y pensamientos, proscrito por la crítica racional, nos seducirá pesquisar también esta raíz infantil de lo cómico, conjeturada por Bergson.

Y en efecto tropezamos con toda una serie de nexos que nos parecen muy prometedores cuando indagamos la relación de la comicidad con el niño. El niño mismo en modo alguno nos parece cómico, aunque su ser reúne todas las condiciones que en la comparación con nosotros mismos arrojarían una diferencia cómica: el desmedido gasto de movimiento y el mínimo gasto intelectual, el gobierno de las operaciones anímicas por las funciones corporales, y otros rasgos. El niño sólo nos produce un efecto cómico cuando no se comporta como tal, sino como un adulto serio; vale decir, de la misma manera que otras personas que se disfrazan. Pero mientras él retiene su naturaleza de niño, su percepción nos depara un placer puro, quizá de eco cómico. Lo llamamos ingenuo cuando nos exhibe su falta de inhibiciones, y cómico-ingenuas nos parecen aquellas exteriorizaciones suyas que en otro habríamos juzgado obscenas o chistosas.

Por otra parte, al niño le falta el sentimiento de la comicidad. Esta tesis parece decir simplemente que el sentimiento cómico se instala en algún momento dentro del curso del desarrollo anímico, como tantas otras cosas; y ello en modo alguno sería asombroso, tanto más cuanto que, según debe admitírselo, ya se recorta con nitidez en años que es preciso incluir en la infancia. Sin embargo, puede demostrarse que la aseveración según la cual al niño le falta el sentimiento de lo cómico contiene algo más que una trivialidad. En primer lugar, fácilmente se echa de ver que no puede ser de otro modo si es correcta nuestra concepción, que deriva el sentimiento cómico de una diferencia de gasto resultante de la comprensión del otro. Volvamos a tomar como ejemplo lo cómico del movimiento. La comparación cuyo resultado es aquella diferencia reza, puesta en fórmulas concientes: «Así hace él» y «Así haría yo, así lo he hecho yo». Ahora bien, el niño carece del rasero contenido en la segunda frase, simplemente comprende por imitación, lo hace del mismo modo. La educación brinda al niño este patrón: «Así debes hacerlo»; y si él ahora lo utiliza en la comparación, le sugiere esta inferencia: «Ese no lo hizo bien» y «Yo puedo hacerlo mejor». En este caso se ríe del otro, lo ridiculiza con el sentimiento de su propia superioridad. Nada obsta derivar también esta risa de la diferencia de gasto, pero según la analogía con los casos de ridiculización que a nosotros nos ocurren, estaríamos autorizados a inferir que en la risa de superioridad del niño no se registra el sentimiento cómico. Es una risa de puro placer. Toda vez que se instala con nitidez en nosotros el juicio de nuestra propia superioridad, nos limitamos a sonreír en vez de reír, o, si reímos, de todos modos podemos distinguir con claridad, de ese devenir-conciente nuestra superioridad, lo cómico que nos hace reír.

Probablemente sea correcto decir que el niño ríe por puro placer en diversas circunstancias que nosotros sentimos «cómicas» y cuyo motivo no atinamos a encontrar, mientras que los motivos de él son claros y se pueden señalar. Por ejemplo, si alguien resbala y cae en la calle, reímos porque esa impresión -no sabemos por que- es cómica. En igual caso, el niño ríe por sentimiento de superioridad o por alegría dañina: «Tú te caíste y yo no». Ciertos motivos de placer del niño parecen cegados para nosotros, los adultos, y a cambio en las mismas circunstancias registramos, como sustituto de lo perdido, el sentimiento «cómico».

Si fuera lícito generalizar, parecería muy seductor situar el buscado carácter específico de lo cómico en el despertar de lo infantil, y concebir lo cómico como la recuperada «risa infantil perdida». Y luego podría decirse que yo río por una diferencia de gasto entre el otro y yo toda vez que en el otro reencuentro al niño. 0 bien, para expresarlo con mayor exactitud, la comparación completa que lleva a lo cómico rezaría:

«Así lo hace él – Yo lo hago de otro modo El lo hace como yo lo he hecho de niño».

Por tanto, esa risa recaería siempre sobre la comparación entre el yo del adulto y su yo de niño. Aun la desigualdad de signo de la diferencia cómica, a saber, que me parecen cómicos unas veces el más y otras el menos del gasto, concordaría con la condición infantil; de esta manera lo cómico queda siempre, de hecho, del lado de lo infantil.

No lo contradice que el niño mismo, como objeto de la comparación, no me haga impresión cómica, sino una puramente placentera; tampoco que esa comparación con lo infantil sólo me produzca efecto cómico cuando se excluye otro empleo de la diferencia. En esto, en efecto, entran en cuenta las condiciones de la descarga. Todo lo que incluya un proceso psíquico dentro de una trama contraría la descarga de la investidura sobrante y la lleva a otro empleo; y todo cuanto aísle a un acto psíquico favorece la descarga. Así, adoptar una postura conciente frente al niño como persona de comparación imposibilita la descarga requerida para el placer cómico; sólo en el caso de una investidura preconciente se produce una aproximación al aislamiento, semejante al que, por lo demás, podemos adscribir a los procesos anímicos en el niño. El agregado en la comparación: «Así lo he hecho yo también de niño», del que partía el efecto cómico, sólo contaría en el caso de diferencias medianas cuando ningún otro nexo pudiera apoderarse del sobrante liberado.

Si perseveramos en el ensayo de hallar la esencia de lo cómico en el anudamiento preconciente a lo infantil, nos vemos precisados a dar un paso más que Bergson y admitir que la comparación cuyo resultado es lo cómico tal vez no necesita despertar un antiguo placer y un juego infantiles: bastaría que convocara un ser infantil en general, y quizás hasta una pena de infancia. Nos distanciamos en esto de Bergson, pero permanecemos de acuerdo con nosotros mismos no refiriendo el placer cómico a un placer recordado sino, una y otra vez, a una comparación. Es posible que los casos de la primera clase [los vinculados a un placer recordado] coincidan con lo cómico regular e irresistible.

Repasemos ahora el esquema antes expuesto de las posibilidades cómicas. Dijimos que la diferencia cómica se hallaría o bien

a. por una comparación entre el otro y el yo, o

b. por una comparación dentro del otro toda ella, o

c. por una comparación dentro del yo toda ella.

En el primer caso, el otro se me aparecería como niño; en el segundo, él mismo descendería a la condición de niño; en el tercero, yo hallaría el niño dentro de mí.

[a.] Al primer caso pertenecen lo cómico del movimiento y de las formas, de la operación intelectual y del carácter; lo infantil correspondiente serían el esfuerzo a moverse y el menor desarrollo intelectual y ético del niño, de suerte que el tonto me resultaría cómico por recordarme a un niño lerdo, y el malo, por recordarme a un niño díscolo. De un placer infantil cegado para el adulto sólo podría hablarse toda vez que estuviera en juego el gusto de moverse propio del niño.

[b.] El segundo caso, en que la comicidad descansa por entero en una «empatía», comprende el mayor número de posibilidades: la comicidad de situación, de exageración (caricatura), de imitación, de rebajamiento y desenmascaramiento. Es el caso en que la introducción del punto de vista infantil viene más a propósito. En efecto, la comicidad de situación se funda las más de las veces en embarazos en que reencontramos el desamparo del niño; lo más enojoso de tales embarazos, la perturbación de otras operaciones por las imperiosas exigencias de las necesidades naturales, corresponde al todavía defectuoso dominio que el niño tiene sobre las funciones corporales. Donde la comicidad de situación actúa por repeticiones, se apoya sobre el placer, peculiar del niño, en la repetición continuada (de preguntas, relato de historias), que lo vuelve importuno para el adulto. La exageración, que todavía depara placer al propio adulto siempre que sepa justificarse ante su crítica, se entrama con la peculiar carencia de sentido de la medida en el niño, su ignorancia de todo nexo cuantitativo, que llega a conocer más tarde que a los cualitativos. El sentido de la medida, la templanza incluso para las mociones permitidas, es un fruto tardío de la educación y se adquiere por inhibición recíproca de las actividades anímicas recogidas en tina urdimbre única. Toda vez que esa urdimbre se debilita, en lo inconciente del sueño, en el monoteísmo de las psiconeurosis, sale al primer plano la falta de medida del niño.

La comicidad de la imitación nos había ofrecido dificultades relativamente grandes para entenderla mientras no tomábamos en cuenta este factor infantil en ella. Pero la imítacíón es el mejor arte del niño y el motivo pulsionante de la mayoría de sus juegos. La ambición del niño tiende mucho menos a destacarse entre sus iguales que a imitar a los grandes. De la relación del niño con el adulto depende también la comicidad del rebajamiento, que corresponde al descenso del adulto a la vida infantil. Es difícil que otra cosa depare al niño mayor placer que el hecho de que el adulto descienda a él, renuncie a su opresiva superioridad y juegue con él como su igual. El alivio, que procura al niño placer puro, se convierte en el adulto, en calidad de rebajamiento, en un medio de volver cómico algo y en una fuente de placer cómico. Acerca del desenmascaramiento sabemos que se remonta al rebajamiento.

[c.] El caso que más dificultades ofrece para fundarlo en lo infantil es el tercero, el de la comicidad de la expectatíva, lo cual explica bien que los autores que comenzaron por este caso en su concepción de lo cómico no hallaran ocasión de considerar el factor infantil respecto de la comicidad. Es que está lejos del niño lo cómico de la expectativa; la aptitud para asirlo es la que más tardíamente emerge en él. Es probable que en la mayoría de los casos de este tipo, que al adulto se le antojan cómicos, el niño sienta sólo un desengaño. Sin embargo, se podría tomar como punto de partida la confianza del niño en sus expectativas y su credulidad para comprender que uno se presenta en escena cómicamente «como niño» cuando sucumbe al desengaño cómico.

Si de lo que precede resultara un asomo de probabilidad para traducir el sentimiento cómico por ejemplo en estos términos: «Cómico es lo que no corresponde al adulto», yo no osaría, en vista de mi posición de conjunto sobre el problema cómico, defender esta tesis con el mismo empeño que a las formuladas antes. No me atrevo a decidir si el rebajarse a la condición de niño es sólo un caso especial del rebajamiento cómico, o si toda comicidad en el fondo descansa en un rebajamiento a ser niño.

[7]

Una indagación que trata de lo cómico, aun tan de pasada, sería enojosamente incompleta si no agregara al menos algunas puntualizaciones respecto del humor. Es tan poco dudoso el esencial parentesco entre ambos que un intento de explicar lo cómico tiene que proporcionar siquiera algún componente para entender el humor. Es indudable que muchas cosas certeras e instructivas se han aducido para la apreciación de este, que, siendo a su vez una de las operaciones psíquicas más elevadas, goza del particular favor de los pensadores; no podemos, pues, eludir el intento de expresar su esencia mediante una aproximación a las fórmulas dadas para el chiste y para lo cómico.

Ya averiguamos que el desprendimiento de afectos penosos es el obstáculo más fuerte del efecto cómico. Si el movimiento que no persigue fin alguno provoca daño, si la estupidez lleva a la desgracia y la desilusión al dolor, ello pone fin a la posibilidad de un efecto cómico, al menos para el que no puede defenderse de ese displacer, es aquejado por él o se ve precisado a participar de él, mientras que la persona ajena atestigua con su conducta que la situación del caso respectivo contiene todo lo requerido para un efecto cómico. Ahora bien, el humor es un recurso para ganar el placer a pesar de los afectos penosos que lo estorban; se introduce en lugar de ese desarrollo de afecto, lo remplaza. Su condición está dada frente a una situación en que de acuerdo con nuestros hábitos estamos tentados a desprender un afecto penoso, y he ahí que influyen sobre nosotros ciertos motivos para sofocar ese afecto in statu nascendi. Entonces, en los casos recién citados la persona afectada por el daño, el dolor, etc., podría ganar un placer humorístico, en tanto la persona ajena ríe por placer cómico. El placer del humor nace, pues -no podríamos decirlo de otro modo-, a expensas de este desprendimiento de afecto interceptado; surge de un gasto de afecto ahorrado.

Entre las variedades de lo cómico, el humor es la más contentadiza; su proceso se completa ya en una sola persona, la participación de otra no le agrega nada nuevo. Puedo reservarme el goce del placer humorístico nacido en mí, sin sentirme esforzado a comunicarlo. No es fácil enunciar lo que sucede en esa persona única a raíz de la producción del placer humorístico; sin embargo, se obtiene cierta intelección indagando los casos de humor comunicado o sentido por simpatía en que yo, al entender a la persona humorista, llego al mismo placer que ella. Tal vez nos ilustre sobre ello el caso más grosero del humor, el llamado humor de patíbulo (Galgenhumor, «humor negro»} . El reo, en el momento en que lo llevan para ejecutarlo un lunes, exclama: « ¡Vaya, empieza bien la semana!».  Es propiamente un chiste, pues la observación es de todo punto certera en sí misma; pero por otro lugar está enteramente fuera de lugar, es disparatada, pues para él no habrá más sucesos en la semana. No obstante, es propio del humor hacer un chiste así, o sea, prescindir de todo cuanto singulariza ese comienzo de semana de todos los demás comienzos, desconocer la diferencia que podría motivar unas mociones de sentimiento muy particulares. Lo mismo si el reo, en camino al cadalso, pide un pañuelo para cubrir su cuello desnudo, no vaya a tomar frío, precaución muy loable si el inminente destino de ese cuello no la volviera absolutamente superflua e indiferente. Hay que admitirlo: algo como una grandeza de alma se oculta tras esa blague {humorada}, esa afirmación de su ser habitual y ese extrañamiento de lo que está destinado a aniquilarlo y empujarlo a la desesperación. Esta suerte de grandiosidad del humor resalta de manera inequívoca en casos en que nuestro asombro no halla inhibición alguna por las circunstancias de la persona humorista.

En Hernani, de Victor Hugo, el bandido, confabulado contra su rey Carlos I de España, llamado Carlos V en su condición de emperador de Alemania, cae en las manos de este su poderosísimo enemigo; prevé su destino como convicto de alta traición, su cabeza caerá. Pero tal previsión no lo disuade de darse a conocer como Grande de España por derecho de linaje y declarar que no renunciará a ninguna de las prerrogativas que ese título le concede. Un Grande de España tiene permitido permanecer cubierto en presencia de su real majestad. Y bien:

«Nos têtes ont le droit
De tomber couvertes devant de toi».

He ahí un humor grandioso, y si nosotros como oyentes no reímos se debe a que nuestro asombro tapa al placer humorístico. En el caso del reo que no quiere tomar frío en el trayecto hasta el cadalso reímos a mandíbula batiente. Semejante trance, uno creería, empujará al delincuente a desesperarse, lo cual podría provocarnos una intensa compasión; pero esta se inhibe porque comprendemos que a él, al directamente afectado, le importa un ardite de la situación. Tras entenderlo, el gasto de compasión, que ya estaba pronto en nosotros, se vuelve inaplicable y lo reímos. La indiferencia del reo, que sin embargo, lo notamos, a él le ha costado un considerable gasto de trabajo psíquico, se nos contagia de algún modo.

Ahorro de compasión es una de las fuentes más comunes del placer humorístico. El humor de Mark Twain suele trabajar con este mecanismo. Cuando nos refiere de la vida de su hermano, empleado en una gran empresa constructora de carreteras, que la explosión anticipada de una mina lo hizo volar por el aire para devolverlo a tierra en un sitio alejado de su puesto de trabajo, es inevitable que despierten en nosotros unas mociones de compasión por el desdichado; querríamos preguntar si safló ileso de su accidente; pero la continuación de la historia, a saber, que al hermano le descontaron medio jornal «por alejarse de su puesto de trabajo», nos desvía enteramente de la compasión y nos vuelve casi tan duros de corazón como mostró ser aquel empresario, tan indiferentes ante las lesiones que el hermano pudiera haber sufrido. En otra ocasión, Mark Twain nos expone su árbol genealógico, que hace remontarse hasta uno de los compañeros de viaje de Colón. Pero luego de pintarnos el carácter de este antepasado, cuyo equipaje se reducía a varias prendas procedentes cada una de una lavandería distinta, no podemos hacer otra cosa que reír a expensas de la piedad ahorrada, piedad que se nos había instilado al comienzo de esa historia familiar. Y no perturba al mecanismo del placer humorístico nuestro saber que esa historia de los antepasados es imaginaria y que esta ficción sirve a la tendencia satírica de desnudar la inclinación embellecedora en que otros incurren en semejantes comunicaciones; aquel mecanismo es tan independiente de la condición de realidad objetiva como en el caso del volver cómico algo. Otra historia de Mark Twain, que informa cómo su hermano se instaló en un sótano al que debió llevar cama, mesa y lámpara, y para formar el techo aparejó una gran lona agujereada en su centro; cómo a la noche, luego de haber terminado el arreglo de su habitación, una vaca de establo cayó por el agujero del techo sobre la mesa y apagó la lámpara, y el hermano con paciencia ayudó al animal para que volviera a la superficie, y debió reparar toda su instalación; cómo hizo lo mismo cuando igual inconveniente se repitió la próxima noche, y luego noche tras noche; una historia así se vuelve cómica por su repetición. Pero Mark Twain la concluye informándonos que la noche número 46, cuando la vaca volvió a caer, su hermano observó al fin: «El asunto empieza a ponerse monótono», y entonces nosotros no podemos retener nuestro placer humorístico, pues desde hacía rato esperábamos enterarnos de que el hermano … se enojaba por esa obstinada desgracia. El pequeño humor que acaso nosotros mismos criamos en nuestra vida, por regla general lo producimos a expensas del enojo, en lugar de enojarnos.

Las variedades del humor son de una extraordinaria diversidad, según sea la naturaleza de la excitación de sentimiento ahorrada en favor del humor: compasión, enojo, dolor, enternecimiento, etc. Por otra parte, su serie no parece cerrada, pues el ámbito del humor experimenta continuas extensiones cuando los artistas o escritores consiguen domeñar humorísticamente mociones de sentimiento no conquistadas todavía, convertirlas en fuentes de placer humorístico por medio de artificios semejantes a los de los ejemplos anteriores. Verbigracia, los artistas de Simplicissimus han obtenido asombrosos logros en ganar humor a expensas de cosas crueles y asquerosas. Además, las formas de manifestación del humor están comandadas por dos propiedades que se entraman con las condiciones de su génesis. En primer lugar, el humor puede aparecer fusionado con el chiste u otra variedad de lo cómico, en cuyo caso le compete la tarea de eliminar una posibilidad de desarrollo de afecto contenida en la situación y que sería un obstáculo para el efecto de placer. En segundo lugar, puede cancelar este desarrollo de afecto de una manera completa o sólo parcial; esto último es sin duda lo más frecuente, por ser la operación más simple, y arroja como resultado las diferentes formas del humor «quebrado», el humor que sonríe entre lágrimas. Le sustrae al afecto una parte de su energía y a cambio le proporciona un eco humorístico.

El placer humorístico ganado por simpatía corresponde, como pudo notarse en los ejemplos anteriores, a una técnica particular comparable al desplazamiento, mediante la cual el aprontado desprendimiento de afecto recibe un desengaño y la investidura es guiada hacía otra cosa, no raramente algo accesorio. Empero, esto en nada nos ayuda a entender el proceso por el cual en la propia persona humorista se cumple el desplazamiento que la lleva a apartarse del desprendimiento de afecto. Vemos que el receptor imita al creador del humor en sus procesos anímicos, pero con esto no averiguamos nada acerca de las fuerzas que posibilitan ese proceso en el segundo.

Cuando alguien logra, por ejemplo, situarse por encima de un afecto doloroso representándose la grandeza de los intereses universales en oposición a su propia insignificancia, sólo podemos decir que no vemos ahí una operación del humor, sino del pensar filosófico, y tampoco obtenemos una ganancia de placer sí nos compenetramos con la ilación de pensamiento de esa persona. Por tanto, si la atención conciente lo ilumina, el desplazamiento humorístico es tan imposible como la comparación cómica; como esta, se encuentra atado a la condición de permanecer preconciente o automático.

Alguna noticia sobre el desplazamiento humorístico se obtiene si se lo considera bajo la luz de un proceso defensivo. Los procesos de defensa son los correlatos psíquicos del reflejo de huida y tienen la misión de prevenir la génesis de un displacer que proceda de fuentes internas; en el cumplimiento de esa tarea sirven al acontecer anímico como una regulación automática que, es verdad, resulta ser dañina a la postre y por eso es preciso que sea sometida al gobierno del pensar conciente. En una determinada variedad de esa defensa, la represión fracasada, he podido pesquisar el mecanismo eficiente para la génesis de las psiconeurosis. Pues bien; el humor puede concebirse como la más elevada de esas operaciones defensivas. Desdeña sustraer de la atención conciente el contenido de representación enlazado con el afecto penoso, y de ese modo vence al automatismo defensivo; lo consigue porque halla los medios para sustraer su energía al aprontado desprendimiento de placer, y mudarlo en placer mediante descarga. Hasta es imaginable que de nuevo la conexión con lo infantil ponga a su disposición los recursos para esta operación. Sólo en la vida infantil hubo intensos afectos penosos de los cuales el adulto reiría hoy, como en calidad de humorista ríe de sus propios afectos penosos del presente. La exaltación de su yo, de la que da testimonio el desplazamiento humorístico -y cuya traducción sin duda rezaría: «Yo soy demasiado grande (grandioso) {gross(artig)} para que esas ocasiones puedan afectarme de manera penosa»-, muy bien podría él tomarla de la comparación de su yo presente con su yo infantil. En alguna medida esta concepción es apoyada por el papel que toca a lo infantil en los procesos neuróticos de represión.

En términos globales, el humor se sitúa más cerca de lo cómico que del chiste. Tiene en común con lo cómico, además, su localización psíquica en lo preconciente, mientras que el chiste se forma, según nos vimos precisados a suponerlo, como un compromiso entre inconciente y preconciente. En cambio, no tiene participación alguna en un peculiar carácter en que chiste y comicidad coinciden, y que acaso no hayamos destacado hasta este momento con la debida nitidez. Condición de la génesis de lo cómico es que nos veamos movidos a aplicar a la misma operación del representar, simultáneamente o en rápida sucesión, dos diversas maneras de representación entre las que sobreviene la «comparación» y surge como resultado la diferencia cómica. Tales diferencias de gasto surgen entre lo ajeno y lo propio, lo habitual y lo alterado, lo esperado y lo que sobreviene.

En el caso del chiste, la diferencia entre dos maneras de concepción que se ofrecen simultáneamente y trabajan con un gasto desigual cuenta para el proceso que ocurre en el oyente. Una de esas dos concepciones, siguiendo las indicaciones contenidas en el chiste, recorre el camino de lo pensado a través de lo inconciente; la otra permanece en la superficie y se representa al chiste como a cualquier otro texto devenido conciente desde lo preconciente. Acaso no sería una exposición ¡lícita derivar el placer del chiste escuchado a partir de la diferencia entre estas dos maneras de representación.

Lo que aquí enunciamos acerca del chiste es lo mismo que hemos descrito como su cabeza de Jano cuando la relación entre chiste y comicidad se nos presentaba aún no tramitada.

En el caso del humor desaparece ese carácter aquí situado en un primer plano. Es cierto que registramos el placer humorístico toda vez que se evita una moción de sentimiento que habríamos esperado, por hábito, como propia de la situación, y que en esa medida también el humor cae dentro del concepto ampliado de la comicidad de expectativa. Pero en el humor ya no se trata de dos diversas maneras de representar un mismo contenido; el hecho de que la situación esté dominada por una excitación de sentimiento a evitar, de carácter displacentero, pone término a toda posibilidad de comparación con los rasgos de lo cómico y del chiste. El desplazamiento humorístico es en verdad un caso de aquel diverso empleo de un gasto liberado que resultaba tan peligroso para el efecto cómico.

[8]

Hemos llegado al final de nuestra tarea, tras reconducir el mecanismo del placer humorístico a una fórmula análoga a las del placer cómico y del chiste. El placer del chiste nos pareció surgir de un gasto de inhibición ahorrado; el de la comicidad, de un gasto de representación (investidura) ahorrado, y el del humor, de un gasto de sentimiento ahorrado. En esas tres modalidades de trabajo de nuestro aparato anímico, el placer proviene de un ahorro; las tres coinciden en recuperar desde la actividad anímica un placer que, en verdad, sólo se ha perdido por el propio desarrollo de esa actividad. En efecto, la euforia que aspiramos a alcanzar por estos caminos no es otra cosa que el talante de una época de la vida en que solíamos arrostrar nuestro trabajo psíquico en general con escaso gasto: el talante de nuestra infancia, en la que no teníamos noticia de lo cómico, no éramos capaces de chiste y no nos hacía falta el humor para sentirnos dichosos en la vida.

* Apéndice.
Los acertijos de Franz Brentano.

[La descripción que hace Freud de los acertijos de Franz Brentano es tan oscura que exige una explicitación. En 1879, Brentano publicó (con el seudónimo «Aenigmatias») un folleto de unas doscientas páginas con el título Neue Räthsel {Nuevos acertijos}. Incluía especímenes de varios tipos diferentes de acertijos, el último de los cuales se denominaba «Fülläthsel» {«acertijos de completamiento»}. En la introducción al folleto se refiere a estos acertijos diciendo que constituían un entretenimiento favorito en la región alemana del Main, pero desde hacía sólo poco tiempo habían llegado a conocerse en Viena. Se dan en el opúsculo treinta ejemplos de ellos, incluyendo los dos citados (no muy precisamente) por Freud. Su traducción completa será la mejor manera de aclarar cómo estaban construidos.

«XXIV

»¡Cómo turba a nuestro amigo su creencia en las premoniciones! El otro día, hallándose su madre enferma, lo encontré sentado bajo un alto árbol. El viento agitaba las ramas de este de modo tal que algunas de sus grandes hojas se desprendieron, y una de ellas acertó a caer sobre su falda. Entonces estalló en lágrimas, y comenzó a lamentarse de que su madre habría de morir: «das lasse ihn das herabgefalleiie {literalmente: ‘a esto fue llevado por la caída’} daldaldal-daldaldal».

»Respuesta: «Plataneiíblatt ahnen» {«hoja del plátano a sospechar»} ».

«XXVIII

»Un hindú cayó enfermo. Su médico le estaba prescribiendo una receta cuando repentinamente lo llamaron para una emergencia. Terminó de escribirla apurado y se fue. Poco después le llegó la noticia de que apenas hubo el hindú probado la droga prescrita tuvo un ataque de convulsiones y murió. «¡Desgraciado imbécil!», se dijo a sí mismo el médico, horrorizado. «¿Qué has hecho? ¿Es posible que hayas

indem du den Trank dem {literalmente: ‘cuando la poción para el’} daldaldaldaldaldaldaldaldaldaldaldal?».

»Respuesta: «Inder hast verschrieben, in der Hast verschrieben?» {«prescrito al hindú, equivocándote por el apuro en el escrito?»}».

{A continuación, Strachey da un ejemplo en inglés para aclarar algo más este tipo de acertijos. Nos vemos obligados a buscarle un sustituto en castellano: «Un paciente se demora demasiado tiempo en el sillón del dentista. En la sala de espera, el próximo paciente, después de haber aguardado lo que le parece un plazo excesivo, irrumpe de pronto en el consultorio donde el odontólogo aún se encuentra tratando a su antecesor y le impreca a este: «¿Cuándo va a desocupar ese sillón?». El paciente responde sin inmutarse: «Daldaldaldaldaldal daldaldaldaldaldal».

»Respuesta: «Sillón ocupado si yo no curado ».