Obras de S. Freud: Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica (1910)

Las perspectivas futuras de la terapia psicoanalítica (1910)

«Die zukünftigen Chancen der psychoanalytischen Therapie»

Señores: Puesto que son unas metas predominantemente prácticas las que hoy nos reúnen,

también yo escogeré un tema práctico como asunto de mi conferencia introductoria y

reclamaré, no el interés científico, sino el interés médico de ustedes. Imagino cuál puede ser su

apreciación sobre los resultados de nuestra terapia, y supongo que la mayoría de ustedes ya

han atravesado las dos fases de iniciación: el entusiasmo por el insospechado incremento de

nuestros logros terapéuticos y la depresión ante la magnitud de las dificultades que salen al

paso de nuestros empeños. Ahora bien, prescindiendo del punto de ese curso de desarrollo en

que se encuentre cada uno, hoy me propongo mostrarles que en modo alguno hemos agotado

nuestros recursos terapéuticos para la lucha contra las neurosis, y podemos esperar del futuro

próximo un notable mejoramiento de nuestras posibilidades en ese terreno.

De tres lados, creo yo, nos llegará el refuerzo:.

1. Un progreso interno.

2. Un aumento de autoridad.

3. El efecto universal de nuestro trabajo.

1. Por «progreso interno» entiendo el progreso: a) en nuestro saber analítico, y b) en nuestra

técnica.

a. El progreso en nuestro saber: Desde luego, ni de lejos sabemos todo lo que nos haría falta

para entender lo inconciente en nuestros enfermos. Ahora bien, es claro que todo progreso de

nuestro saber significa un aumento de poder para nuestra terapia. Mientras no comprendamos

nada no conseguiremos nada tampoco; y lograremos más mientras mejor sepamos

comprender. En sus comienzos la cura psicoanalítica era despiadada y agotadora. El paciente

debía decirlo todo él mismo y la actividad del médico consistía en esforzarlo {drángen} de

continuo. Hoy tiene un aspecto más benévolo. La cura consta de dos partes: lo que el médico

colige y dice al enfermo, y el procesamiento por este último de lo que ha escuchado. El

mecanismo de nuestra terapia es fácil de comprender; proporcionamos al enfermo la

representación-expectativa conciente por semejanza con la cual descubrirá en sí mismo la

representación inconciente reprimida. (ver nota)(140) He ahí el auxilio intelectual que le facilita

superar las resistencias entre conciente e inconciente. Les observo, de pasada, que no es el

único mecanismo empleado en la cura analítica; en efecto, todos ustedes conocen otro más

poderoso, basado en el empleo de la «trasferencia». En una «metodología general del

psicoanálisis(141)» me empeñaré próximamente en tratar todas estas constelaciones

importantes para entender la cura. Tampoco necesito aventar en ustedes la objeción de que, tal

como hoy la practicamos, se eclipsa en la cura la fuerza probatoria que pudiéramos obtener

para nuestras premisas; no olviden que esas pruebas han de hallarse en otro sitio y que una

intervención terapéutica no puede conducirse como una indagación teórica.

Ahora permítanme tocar algunos campos en que tenemos cosas nuevas para aprender y de

hecho las averiguamos día a día. Está, sobre todo, el del simbolismo en el sueño y en lo

inconciente. ¡Tema harto polémico, como ustedes saben! No es escaso mérito de nuestro

colega Wilhelm Stekel haberse consagrado al estudio de los símbolos oníricos sin hacer caso

del veto de todos los oponentes. De hecho, todavía nos resta mucho por aprender ahí; mi obra

La interpretación de los sueños, escrita en 1899, aguarda importantes complementos del

estudio del simbolismo. (ver nota)(142)

Quiero decirles unas palabras acerca de algunos de estos símbolos recién discernidos: Hace

cierto tiempo supe que un psicólogo ajeno a nosotros hizo a uno de los nuestros la observación

de que sobrestimábamos sin duda el significado sexual secreto de los sueños. Su sueño más

frecuente era el de subir por una escalera, y ahí por cierto no se escondía nada sexual.

Alertados por esta objeción, atendimos expresamente a la aparición en el sueño de escaleras

de cuerda, escaleras de mano y de interiores, y pronto pudimos comprobar que las escaleras (y

cosas análogas) figuran un indudable símbolo del coito. No es difícil descubrir el fundamento de

esa comparación; con pasos rítmicos, quedándose cada vez más sin aliento, uno llega a una

altura y después, en un par de rápidos saltos, puede bajar de nuevo. Así, el ritmo del coito se

reencuentra en el acto de subir escaleras. No nos olvidemos de aducir el uso lingüístico; él nos

muestra que «steigen» {«montar»} es usado sin más como designación sustitutiva de la acción

sexual. De un hombre suele decirse que es un «Steiger» {«uno que monta»}, y se habla de

«nachsteigen» {«rondar (a una muchacha) »; literalmente, «montarle atrás»}. En francés, el

escalón se llama «la marche»; «un vieux marcheur» tiene el mismo significado que nuestro

«ein alter Steiger» {«un viejo disoluto»}. (ver nota)(143) El material onírico de que provienen

estos símbolos recién discernidos les será presentado a su tiempo por un comité que

organizaremos para centralizar las investigaciones sobre el simbolismo. Acerca de otro

interesante símbolo, el del «rescate» y su cambio de significado, hallarán indicaciones en el

segundo volumen de nuestro Jahrbuch. (ver nota)(144) Pero debo interrumpir aquí, pues de otro

modo no llegaría a tratar los otros puntos.

Cada uno de ustedes ya se habrá convencido por experiencia propia de que uno aborda de

manera muy diferente un caso nuevo si antes penetró la ensambladura de algunos casos patológicos típicos. Imaginen que hubiéramos reducido a fórmulas sucintas lo que en el edificio

de las diversas formas de neurosis está sujeto a leyes, como ya lo hemos logrado respecto de

la formación de síntoma en la histeria: ¡cuán segura se volvería entonces nuestra prognosis! Así

como el obstetra, mediante la inspección de la placenta, averigua si se la expulsó por completo

o quedaron restos nocivos, nosotros podríamos decir, independientemente del resultado y del

estado del paciente, si nuestro trabajo consiguió un éxito definitivo o sí cabe esperar recaídas o

la contracción de una nueva enfermedad.

b. Me apresuro a considerar las innovaciones en el campo de la técnica, donde de hecho casi

todo aguarda todavía su comprobación definitiva y muchas cosas sólo ahora empiezan a

aclararse. La técnica psicoanalítica se propone hoy dos objetivos: ahorrar esfuerzos al médico y

abrirle al enfermo un acceso irrestricto a su inconciente. Como ustedes saben, se ha producido

un cambio de principio en nuestra técnica. En la época de la cura catártica teníamos por meta el

esclarecimiento de los síntomas; luego dimos la espalda a estos, y reemplazamos esa meta

por la de poner en descubierto los «complejos» -según la expresión de Jung, que se ha vuelto

indispensable-; ahora, empero, orientamos directamente el trabajo hacia el hallazgo y la

superación de las «resistencias», y nos consideramos autorizados a esperar que los complejos

se dilucidarán con facilidad tan pronto como aquellas hayan sido discernidas y eliminadas.

Desde entonces, muchos de ustedes se han afanado por obtener una visión de conjunto de

esas resistencias y clasificarlas. Les pido confronten en su material si es posible corroborar la

siguiente síntesis: En pacientes del sexo masculino las resistencias más sustantivas a la cura

parecen provenir del complejo paterno y resolverse en el miedo al padre, el desafío al padre y la

incredulidad hacia él.

Otras innovaciones de la técnica atañen a la persona del propio médico. Nos hemos visto

llevados a prestar atención a la «contratrasferencia» que se instala en el médico por el influjo

que el paciente ejerce sobre su sentir inconciente, y no estamos lejos de exigirle que la

discierna dentro de sí y la domine. Desde que un número mayor de personas ejercen el

psicoanálisis e intercambian sus experiencias, hemos notado que cada psicoanalista sólo llega

hasta donde se lo permiten sus propios complejos y resistencias interiores, y por eso exigimos

que inicie su actividad con un autoanálisis y lo profundice de manera ininterrumpida a medida

que hace sus experiencias en los enfermos. Quien no consiga nada con ese autoanálisis puede

considerar que carece de la aptitud para analizar enfermos. (ver nota)(145)

Nos aproximamos ahora a la intelección de que la técnica analítica tiene que experimentar

ciertas modificaciones de acuerdo con la forma de enfermedad y las pulsiones que predominen

en el paciente. Hemos partido de la terapia de la histeria de conversión; en el caso de la histeria

de angustia (las fobias) debemos modificar algo nuestro procedimiento. En efecto, estos

enfermos no pueden aportar el material decisivo para la resolución de la fobia mientras se

sientan protegidos por la observancia de la condición fóbica. Desde luego, no se consigue que

desde el comienzo de la cura renuncien al dispositivo protector y trabajen bajo las condiciones

de la angustia. Es preciso entonces asistirlos traduciéndoles su inconciente hasta el momento

en que puedan decidirse a renunciar a la protección fóbica y exponerse a una angustia, muy

moderada ahora. Sólo cuando hacen esto último se vuelve asequible el material cuyo gobierno

lleva a la solución de la fobia. Otras modificaciones de la técnica, que aún no me parecen

maduras, se requerirán en el tratamiento de las neurosis obsesivas. (ver nota)(146)

Importantísimas cuestiones, todavía no aclaradas, emergen en este contexto: ¿En qué medida

debe consentirse alguna satisfacción durante la cura a las pulsiones combatidas en el enfermo,

y qué diferencia importa para ello el hecho de que esas pulsiones sean de naturaleza activa

(sádica) o pasiva (masoquista) ?

Habrán recibido la impresión, espero, de que si supiéramos todo lo que ahora vislumbramos por

primera vez y lleváramos a cabo todos los perfeccionamientos de la técnica a que debe

conducirnos la experiencia más honda con los enfermos, nuestro quehacer médico alcanzaría

una precisión y una seguridad de éxito que no existen en todos los campos especializados de la

medicina.

2. Dije que teníamos mucho que esperar del aumento de autoridad que necesariamente

recibiremos con el trascurso del tiempo. No me hace falta decirles mucho sobre el significado

de la autoridad. Entre los hombres formados en la cultura son los menos los capaces de existir

o aun de formular un juicio autónomo sin apuntalarse en otros. No teman ustedes exagerar la

manía de autoridad y la inconsistencia interna de los seres humanos. Podría proporcionarles un

patrón para medirlas la extraordinaria multiplicación de las neurosis desde que las religiones

entraron en decadencia. (ver nota)(147) Acaso una de las principales causas de ese estado sea

el empobrecimiento del yo por el gran gasto de represión que la cultura exige de todo individuo.

Hasta ahora esa autoridad y la enorme sugestión que emana de ella obraron contra nosotros.

Todos nuestros éxitos terapéuticos se alcanzaron contra esa sugestión, y cabe maravillarse de

que en tales circunstancias los obtuviéramos. No quiero ceder a la tentación de pintarles las

lindezas de aquellos tiempos en que yo era el único sustentador del psicoanálisis. Sé que los

enfermos a quienes aseguraba que sabría remediar duraderamente su padecer miraban mí

modesto ambiente, meditaban en lo escaso de mi fama v de mis títulos, y me consideraban

como a uno que se dijera poseedor de un sistema infalible para ganar en la ruleta, y a quien se

le objetaría que, si supiera eso, él mismo tendría otro aspecto. En verdad, no era nada cómodo

realizar operaciones psíquicas cuando los colegas que habrían tenido el deber de ayudar

sentían particular gusto en escupir en el lugar donde debía practicárselas, y los parientes

amenazaban al cirujano tan pronto al enfermo le salía sangre o se movía intranquilo. Es natural

que una operación produzca fenómenos reactivos; en la cirugía hace tiempo que estamos

habituados a ello. Simplemente no se me creía, como todavía hoy no nos creen mucho a

cualquiera de nosotros; en tales condiciones, numerosas intervenciones por fuerza fracasaban.

Para estimar la multiplicación de nuestras posibilidades terapéuticas cuando recibamos la

confianza general, consideren ustedes la situación del ginecólogo en Turquía y en Occidente.

Allí, todo lo que el ginecólogo puede hacer es tomar el pulso al brazo que se le extiende a través

de un agujero de la pared. Semejante inaccesibilidad del objeto tiene su correlato en el logro

médico; un parecido poder de disposición sobre lo anímico de nuestros enfermos es lo que

quieren imponernos nuestros opositores en Occidente. Ahora bien, desde que la sugestión de la

sociedad hace que la mujer enferma acuda al ginecólogo, este se ha convertido en su auxiliador

y salvador. Y no digan ahora que sí la autoridad de la sociedad viniera en nuestra ayuda, y

nuestros éxitos aumentasen, ello no probaría en absoluto la corrección de nuestras premisas.

Como se piensa que la sugestión lo puede todo, nuestros éxitos serían entonces éxitos de la

sugestión y no del psicoanálisis. Sin embargo, la sugestión de la sociedad solicita hoy para los

neuróticos las curas de aguas, dietéticas y eléctricas, sin que estos recursos logren doblegar a las neurosis. Ya podremos comprobar si Ios tratamientos psicoanalíticos son capaces de

conseguir algo más.

Pero acto seguido, es cierto, debo aminorar las expectativas de ustedes. La sociedad no se

apresurará a concedernos autoridad. No puede menos que ofrecernos resistencia, pues

nuestra conducta es crítica hacia ella le demostramos que contribuye en mucho a la causación

de las neurosis. Así como hacemos del individuo nuestro enemigo descubriéndole lo reprimido

en él, la sociedad no puede responder con solicitud simpática al intransigente desnudamiento

de sus perjuicios e insuficiencias; puesto que destruimos ilusiones, se nos reprocha poner en

peligro los ideales. Parece, pues, que nunca se cumplirá la condición de la que yo esperaba un

adelanto tan grande para nuestras posibilidades terapéuticas. No obstante, la situación no es

tan desesperada como uno creería ahora. Por poderosos que sean los afectos y los intereses

de los hombres, también lo intelectual es un poder. No justamente uno que consiga

reconocimiento desde el comienzo, pero sí tanto más seguro al final. Las más graves verdades

terminarán por ser escuchadas y admitidas después que se desfoguen los intereses que ellas

lastiman y los afectos que despiertan. Siempre ha sido así hasta ahora, y las indeseadas

verdades que los analistas tenemos para decirle al mundo hallarán el mismo destino. Sólo que

no ha de acontecer muy rápido; tenemos que saber esperar.

3. Debo declararles, por último, lo que entiendo por el «efecto universal» de nuestro trabajo, y

cómo llego a depositar esperanzas en este. Tenemos aquí una muy curiosa constelación

terapéutica, que acaso no se reencuentre del mismo modo en ninguna otra parte, y que también

a ustedes les parecerá extraña al comienzo, hasta que disciernan en ella algo desde hace

mucho tiempo familiar. Saben ustedes, pues, que las psiconeurosis son satisfacciones

sustitutivas desfiguradas {dislocadas} de pulsiones cuya existencia uno tiene que desmentir

ante sí mismo y ante los demás. Su viabilidad descansa en esa desfiguración y en ese mentís.

Con la solución del enigma que ofrecen, y la aceptacíón de ella por los enfermos, estos estados

patológicos se vuelven inviables. Difícilmente se encuentre algo parecido en la medicina; pero

en los cuentos tradicionales hallarán ustedes noticia de unos malos espíritus cuyo poder es

quebrantado tan pronto como uno puede decirles sus nombres secretos.

Ahora reemplacen el individuo enfermo por la sociedad entera, afectada por las neurosis y

compuesta por personas sanas y enfermas; y entonces, en lugar de aquella aceptación de la

solución pongan el reconocimiento universal: a poco que reflexionen, verán que esa sustitución

no puede hacer variar en nada el resultado. El éxito que la terapia es capaz de alcanzar en el

individuo tiene que producirse también en la masa. Si el sentido general de los síntomas es

notorio para todos los allegados y extraños ante quienes los enfermos pretenden ocultar sus

procesos anímicos, y si estos mismos saben que con los fenómenos patológicos no pueden

producir nada que los demás no sepan interpretar enseguida, no les resultará posible dejar que

devengan públicas sus variadas neurosis: su hiperternura angustiada, cuyo destino es ocultar el

odio; su agorafobia, que habla de su ambición desengañada, o sus acciones obsesivas, que

figuran tanto los reproches como las medidas precautorias frente a malos designios que han

tenido. Pero el efecto no se limitará a la necesidad de ocultar los síntomas -cosa a menudo

irrealizable, por lo demás-: siendo preciso esconderla, la condición de enfermo se volverá

inviable. La comunicación del secreto ha atacado en su punto más débil la «ecuación

etiológica» de la que surgen las neurosis(148); en efecto, ha vuelto ilusoria la ganancia de la

enfermedad, y por eso el cambio que la indiscreción médica ha introducido en el estado de

cosas no puede tener otra consecuencia última que la de suspender la producción patológica.

Si esta esperanza les parece utópica, permítanme recordarles que la eliminación de fenómenos

neuróticos por este camino ya ha ocurrido de hecho, si bien en casos muy aislados. Consideren

cuán frecuente era en épocas anteriores la alucinación de la Virgen María en muchachas

campesinas. Mientras esa aparición atrajo gran afluencia de creyentes, y acaso provocaba la

erección de una capilla en el lugar donde había sobrevenido la gracia, el estado visionario de

aquellas muchachas era inaccesible a todo influjo. Hoy el propio clero ha variado su posición

ante esas apariciones; consiente que el gendarme y el médico visiten a la visionaria, y desde

entonces la Virgen aparece sólo muy rara vez.

O permítanme estudiar con ustedes estos mismos procesos que yo trasladaba al futuro en una

situación análoga, pero de nivel más modesto y por eso más fácil de abarcar. Supongan que un

grupo de caballeros y damas de la buena sociedad hayan combinado una escapada diurna a

una posada campestre. Las damas convinieron que cuando una de ellas quisiera satisfacer una

necesidad natural diría en voz alta: «Ahora me iré a coger flores»; pero un malicioso dio con el

secreto e hizo incluir estas palabras en el programa impreso enviado a los de la partida:

«Cuando las damas quieran concurrir al baño, tengan a bien decir que se irán a coger flores».

Desde luego, ninguna de las damas querrá servirse ya de esta metáfora floral, y también

resultará difícil convenir nuevas fórmulas de ese tipo. ¿Cuál será la consecuencia? Las damas

confesarán con franqueza sus necesidades naturales y ninguno de los caballeros lo tomará a

escándalo.

Volvamos ahora a nuestro caso, más serio. Muchísimos seres humanos, ante conflictos vitales

cuya solución se les volvió demasiado difícil, se han refugiado en la neurosis, obteniendo así

una ganancia de la enfermedad, ganancia in, equívoca, si bien harto costosa a la larga. ¿Qué se

verían precisados a hacer si los indiscretos esclarecimientos del psicoanálisis les bloquearan el

refugio en la enfermedad? Deberían ser honestos, confesar las pulsiones que se pusieron en

movimiento en su interior y arrostrar el conflicto; deberían, pues, combatir o renunciar, y en su

auxilio acudiría la tolerancia de la sociedad, ineludible resultado del esclarecimiento

psicoanalítico.

Recordemos, sin embargo, que no es lícito enfrentar la vida como un higienista o terapeuta

fanático. Admitamos que esa profilaxis ideal de las neurosis no resultará ventajosa para todos

los individuos. De darse las condiciones que acabamos de suponer, buen número de quienes

hoy se refugian en la enfermedad no soportarían el conflicto, sino que naufragarían rápidamente

o causarían una desgracia mayor que la de su propia neurosis. Es que las neurosis tienen su

función biológica como dispositivo protector, y su justificación social; su «ganancia de la

enfermedad» no siempre es puramente subjetiva. ¿Quién de ustedes no ha tenido oportunidad

de escrutar la causación de algunas neurosis en la que debió reconocer el desenlace más

benigno entre todas las posibilidades de la situación? Y estando lleno el mundo de otras fatales

miserias, ¿haríamos tan grandes sacrificios justamente para desarraigar las neurosis?

¿Deberíamos entonces resignar nuestros empeños para esclarecer el sentido secreto de la

condición neurótica, por ser en su último fundamento peligrosos para los individuos y dañinos

para la fábrica de la sociedad? ¿Deberíamos renunciar a extraer la consecuencia práctica de un fragmento del saber científico? Yo creo que no, que nuestro deber está en el partido contrario.

En efecto, en su conjunto y en definitiva, la ganancia de la enfermedad de las neurosis es

dañina tanto para los individuos como para la sociedad. Muy pocos serán los afectados por el

infortunio que pueda resultar de nuestro trabajo de esclarecimiento. El precio que este sacrificio

importa, a cambio del paso hacia un estado de la sociedad más veraz y más digno, no será

desmedido. Pero he aquí lo principal: todas las energías que hoy se dilapidan en la producción

de síntomas neuróticos al servicio de un mundo de fantasía aislado de la realidad efectiva

contribuirán a reforzar, si es que no se puede utilizar ya mismo esas energías en provecho de la

vida, el clamor que demanda aquellas alteraciones de nuestra cultura en que discernimos la

única salvación para las generaciones futuras.

Quiero entonces trasmitirles a ustedes la seguridad de que en más de un sentido cumplen con

su deber cuando tratan psicoanalíticamente a sus enfermos. No sólo trabajan al servicio de la

ciencia, en tanto aprovechan la única e irrepetible oportunidad de penetrar en los secretos de las

neurosis; no sólo ofrecen a sus enfermos el tratamiento más eficaz hoy disponible para

aliviarles el sufrimiento, sino que contribuyen también a aquel esclarecimiento de la masa del

que esperamos la más radical profilaxis de las neurosis pasando por el rodeo de la autoridad

social.

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