Obras de S. Freud: Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910)

Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910)

Eine Kindheitserinnerung des Leonardo da Vinci

I

Cuando la investigación del médico del alma, que suele contentarse con un frágil material

humano, aborda a uno de los grandes de la humanidad, no lo hace obedeciendo a los motivos

que tan a menudo los legos le atribuyen. No aspira a «ensuciar lo esplendoroso y arrastrar por

el polvo lo excelso(29)»; no le depara satisfacción ninguna estrechar el abismo entre aquella

perfección y la insuficiencia de sus objetos habituales. Es que no puede hacer otra cosa que

descubrir todo lo digno de inteligirse que pueda discernir en aquellos hombres arquetípicos, y

opina que nadie es tan grande como para que le resulte oprobioso someterse a las leyes que

gobiernan con igual rigor el obrar normal y el patológico.

Ya sus contemporáneos admiraron en Leonardo da Vinci (1452-1519) a uno de los hombres

más importantes del Renacimiento italiano, aunque a ellos mismos les pareció tan enigmático

como nos sigue pareciendo a nosotros. Un genio omnilateral «cuyos contornos uno puede

apenas sospechar, nunca averiguar exhaustivamente», (ver nota)(30) ejerció el influjo más decisivo sobre su tiempo en su condición de pintor; sólo a nosotros nos estaba reservado

discernir la grandeza del investigador de la naturaleza (y del técnico(31)), que en él se asociaba

con el artista. Si bien nos ha legado obras maestras de la pintura, en tanto que sus

descubrimientos científicos permanecieron inéditos y sin aplicación, en el curso de su desarrollo

el investigador nunca dejó el campo del todo expedito al artista, a menudo lo perjudicó

gravemente y quizás a la postre lo haya sofocado. Vasari pone en boca de Leonardo moribundo

el autorreproche de que ha ofendido a Dios y a los hombres por no haber cumplido su deber en

el arte. (ver nota)(32) Y por más que este relato de Vasari no pueda alegar verosimilitud externa,

ni una considerable interna, y pertenezca a la leyenda que ya en vida de este enigmático

maestro empezó a formarse a su alrededor, conserva empero un valor indiscutible como

testimonio del juicio de aquellos hombres y de esa época.

¿Qué era lo que en la personalidad de Leonardo se sustraía a la comprensión de sus

contemporáneos? No, sin duda, la pluralidad de sus disposiciones y conocimientos, que le

permitía introducirse en la corte de Ludovico Sforza, apodado «el Moro», duque de Milán,

tañendo un instrumento recién creado por él, o escribirle aquella asombrosa carta en la que se

gloriaba de sus inventos como ingeniero en construcciones y en máquinas bélicas. Es que el

Renacimiento estaba habituado a semejante reunión de múltiples habilidades en una sola

persona; y el propio Leonardo era uno de los más brillantes ejemplos de ello. Tampoco

pertenecía a ese tipo de hombres geniales cuya apariencia muestra las tachas de una

naturaleza avara y que a la vez no atribuyen valor alguno a las formas externas de la vida,

rehuyendo el trato con los humanos, dolido y ensombrecido su talante. Era, al contrario, de

buena talla y proporcionado, de perfecta belleza su rostro, y poseía un vigor físico poco común;

de encantadores modales, maestro del discurso, cálido y amable con todos. Amaba la belleza

también en las cosas que lo rodeaban, usaba con gusto ricos vestidos y estimaba todos los

refinamientos de la vida, En un pasaje de su Trattato della Pittura, significativo respecto de su

festiva aptitud para el goce, compara la pintura con sus artes hermanas y describe las penurias

del trabajo del escultor: «Su rostro está todo sucio y embadurnado de polvillo de mármol, de

suerte que parece un panadero; y es como si le hubiera nevado sobre las espaldas, tan cubierto

queda de aquellos pedacitos, lo mismo que su casa entera. Todo lo contrario ocurre con el

pintor ( … ) pues se sienta con gran comodidad ante su obra, bien vestido, y mueve el

livianísimo pincel con los placenteros colores. Está adornado con las ropas que le gustan. Y su

casa, llena de cuadros deleitosos, resplandece de limpia. Suele rodearse de compañía, le tocan

música o le leen en voz alta hermosas obras, y todo lo escucha con gran contento y sin que le

cause zozobra el ruido del martillo ni otro ninguno». (ver nota)(33)

Sin embargo, es muy posible que la imagen de un Leonardo gozador, festivo y radiante sólo sea

válida para el primer período, y el más largo, de la vida del maestro. Después, cuando el

derrocamiento de Ludovico el Moro lo obligó a abandonar Milán, su círculo de acción y su

posición segura, para llevar en su último asilo en Francia una vida incierta, avara en éxitos

externos, puede que se desluciera el brillo de su talante y cobraran fuerte realce muchos rasgos

extraños de su ser. También el giro de sus intereses desde su arte hacia la ciencia, que fue

acentuándose con los años, no pudo menos que ensanchar el abismo entre su persona y sus

contemporáneos. Todos los experimentos en que a juicio de estos malgastaba su tiempo en

lugar de pintar diligentemente por encargo, como lo hacía su ex condiscípulo Perugino, les

parecían unos juegos de lunático o hasta le atraían la sospecha de dedicarse al «arte negro».

Nosotros lo comprendemos mejor en esto, pues sabemos, por sus dibujos, qué artes cultivaba.

En una época en que la autoridad de la Iglesia empezaba a trocarse por la de los antiguos, y

aún no se -conocía la investigación sin supuestos, era fatal que Leonardo, el precursor, y digno

rival de Bacon y Copérnico, quedara aislado. Cuando practicaba la disección de cadáveres de

caballos y de seres humanos, construía aparatos para volar, estudiaba la nutrición de las

plantas y su reacción hacia ciertos venenos, sin ninguna duda se apartaba en mucho de los

comentadores de Aristóteles y se aproximaba a los escarnecidos alquimistas, en cuyos

laboratorios la investigación experimental había hallado al menos un refugio en esos tiempos

poco propicios.

Para su actividad pictórica, la consecuencia fue que tomara el pincel a desgano, pintara cada

vez menos y más raramente, dejara inacabado las más de las veces lo que había comenzado y

se cuidara poco del ulterior destino de sus obras. Era, justamente, lo que le reprochaban sus

contemporáneos, para quienes su relación con el arte seguía siendo un enigma.

Muchos de los posteriores admiradores de Leonardo han intentado limpiar a su carácter de esa

mácula de inconstancia. Aducen que lo que se le censura es característico de todos los

grandes artistas. Hasta Miguel Angel, activísimo y contraído a su trabajo, dejó inconclusas

muchas de sus obras, y no por su culpa, como no la tuvo Leonardo en caso similar.

Sostienen también que numerosos cuadros suyos no quedaron tan inacabados como él los

declaró. Lo que al lego parece ya una obra maestra, para el creador mismo sigue siendo una

insatisfactoria encarnación de sus propósitos; entrevé una perfección que una y otra vez

desespera de reproducir en la copia. Y menos todavía cabría responsabilizar al artista por el

destino de sus obras.

Por fundadas que parezcan muchas de estas disculpas, no explican todo el estado de cosas

que encontramos en Leonardo. La brega penosa con la obra, la huida final de ella y la

indiferencia hacia su destino ulterior pueden, sí, repetirse en muchos otros artistas; pero lo

cierto es que Leonardo mostraba este comportamiento en grado supremo. E. Solmi cita la

manifestación de uno de sus discípulos: «Pareva, che ad ogni ora tremasse, quando si poneva

a dipingere, e pero non diede mai fine ad alcuna cosa cominciata, considerando la grandezza

dell’ arte, tal che egli scorgeva errori in quelle cose, che ad altri parevano miracoli». (ver

nota)(34) Sus últimos cuadros, Leda, La Virgen de San Onofrio, Baco y San Juan Bautista

joven -prosigue-, permanecieron inconclusos «come quasi intervenne di tutte le cose sue . . . ».

(ver nota)(35) Lomazzo, que confeccionó una copia de La última cena, se refiere en un soneto a

la consabida incapacidad de Leonardo para acabar sus cuadros:

«Protogen, che il penel di sue pitture

Non levava, agguaglio il Vinci Divo,

Di cui opra non è finita pure». (ver nota)(36)

Era proverbial la lentitud con que trabajaba Leonardo. Tras los más profundos estudios previos,

empleó tres años en pintar La última cena en el convento de Santa Maria delle Grazie, en Milán.

Un contemporáneo, el novelista Matteo Bandelli, joven monje en ese convento por entonces,

relata que Leonardo a menudo trepaba a los andamios por la mañana temprano y ya no soltaba el pincel hasta que anochecía, sin acordarse de comer y beber. Luego trascurrían días enteros

sin que posara las manos en su obra; en ocasiones se pasaba horas ante la pintura y se

conformaba con examinarla interiormente. Otras veces -nos sigue refiriendo-, desde el patio del

castillo de Milán, donde modelaba la estatua ecuestre de Francesco Sforza, se dirigía

directamente al monasterio para dar unas pocas pinceladas a un rostro, interrumpiendo

enseguida.(ver nota)(37) En el retrato de Monna Lisa, esposa del florentino Francesco del

Giocondo, trabajó durante cuatro años sin poderlo llevar hasta su acabamiento, según nos

refiere Vasari; acaso a ello se debió que no entregara el cuadro a quien se lo había encargado,

sino que lo guardara consigo, llevándolo luego a Francia. Adquirido por el rey Francisco I, hoy

constituye uno de los mayores tesoros del Louvre.

Si relacionamos estos informes sobre la manera de trabajar de Leonardo con el testimonio de

sus esbozos y sus hojas de estudio, que se han conservado en número elevadísimo y hacen

variar al infinito cada uno de los motivos que aparecen en sus cuadros, nos vemos precisados a

desechar la concepción de que unos rasgos de ligereza e inconstancia pudieran haber tenido el

mejor influjo sobre la actitud del maestro hacia su arte. Al contrario, se nota una extraordinaria

profundización, una riqueza de posibilidades entre las que vacila la definitiva selección de

Leonardo, exigencias de cumplimiento harto difícil, y una inhibición para llevar a cabo sus

trabajos que en verdad no se explica por el forzoso rezago del artista respecto de sus designios

ideales. La lentitud que siempre llamó la atención en su modo de trabajar demuestra ser un

síntoma de esa inhibición, el preanuncio del extrañamiento respecto de la pintura que le

sobrevino luego. (ver nota)(38) También tuvo que ver con el destino, no fortuito, de La Última

cena. Leonardo no pudo avenirse con la pintura de frescos, que requiere un trabajo rápido

mientras el fondo todavía está húmedo; por eso escogió óleos, cuyo modo de secarse le

permitía dilatar el acabado del cuadro a su talante y comodidad. Pero esos colores se

desprendían del fondo sobre el cual habían sido aplicados y que los aislaba de la pared; las

deficiencias de la pared misma y las peripecias del edificio se sumaron para producir el

estropicio al parecer inevitable del cuadro. (ver nota)(39)

El fracaso de un ensayo técnico semejante parece haber provocado la pérdida del cuadro sobre

La batalla de Anghiari, que empezó a pintar más tarde, en competencia con Miguel Angel, sobre

una pared de la Sala del Consiglio de Florencia y que también dejó inconcluso. Es como si un

interés ajeno, el del experimentador, primero hubiera reforzado al interés artístico para

perjudicar después la obra de arte.

Su carácter como hombre mostraba todavía muchos otros rasgos insólitos y aparentes

contradicciones. Cierta inactividad e indiferencia parecía inequívoca en él. En una época en que

todo individuo procuraba conquistarse el más vasto campo para su quehacer, lo que

forzosamente exige desplegar una enérgica agresividad hacia los demás, Leonardo se

destacaba por su espíritu pacífico y calmo, que evitaba enemistades y querellas. Era suave y

benévolo con todos, declinaba comer carne por considerar ¡lícito quitar la vida a los animales, y

sentía un gusto particular en dejar en libertad a los pájaros que compraba en el mercado. (ver

nota)(40) Condenaba la guerra y el derramamiento de sangre, y no consideraba al hombre el rey

de los animales, sino la más alevosa de las bestias salvajes. (ver nota)(41) Pero esta femenina

terneza de su sensibilidad no le impedía acompañar hasta el cadalso a los criminales para

estudiar sus gestos desencajados por la angustia y esbozarlos en sus cuadernos de notas;

tampoco era obstáculo para que proyectara las más crueles armas ofensivas y entrara al

servicio de Cesare Borgia como su ingeniero militar en jefe. Con frecuencia parecía indiferente

hacia el bien y el mal, o pedía ser medido con un rasero particular. Con un puesto de mando,

acompañó a Cesare en la campaña que pondría a este, el más despiadado y solapado de todos

los enemigos, en posesión de la Romagna. Ni una línea en los cuadernos de Leonardo deja

traslucir una crítica o una toma de posición frente a los sucesos de esos días. Acaso no fuera

desacertada la comparación con Goethe durante la campaña de Francia.

Si un ensayo biográfico ha de penetrar efectivamente en la inteligencia de la vida anímica de su

héroe, no debe silenciar, como lo hacen la mayoría de los biógrafos por discreción o

gazmoñería, el quehacer sexual, la peculiaridad sexual del indagado. Es poco lo que se sabe

sobre Leonardo en esa materia, pero esos escasos datos son significativos. En una época que

asistía al combate entre la sensualidad más desenfrenada y un seco ascetismo, Leonardo era

un ejemplo de una fría desautorización de lo sexual que no esperaríamos en el artista y figurador

de la belleza femenina. Solmi cita de él la siguiente frase, que caracteriza su frigidez: «El acto

del coito y todo lo que se le relaciona es repelente, de suerte que los hombres se extinguirían

pronto de no existir una costumbre trasmitida de antiguo y no hubiera rostros bonitos y

disposiciones sensuales». (ver nota)(42) Los escritos que nos ha legado, y que no sólo tratan

sobre los máximos problemas científicos sino que contienen nimiedades que nos parecen casi

indignas de un genio tan grande (una historia alegórica de la naturaleza, fábulas de animales,

chascarrillos, profecías(43)), son castos -uno diría: abstinentes- hasta un punto tal que hoy

asombraría en una obra literaria. Evitan todo lo sexual de manera tan decidida que pareciera que

Eros, que conserva todo lo vivo, no fuese un material digno del esfuerzo de saber

{Wissensdrang} del investigador(44). Es notorio cuán a menudo grandes artistas se complacen

en desfogar su fantasía en figuraciones eróticas y aun burdamente obscenas; de Leonardo, en

cambio, sólo poseemos algunos dibujos anatómicos sobre los genitales internos de la mujer, la

ubicación del feto en el seno materno, etc.

(ver nota)(45)

Es dudoso que Leonardo haya abrazado alguna vez a una mujer en arrebato amoroso; tampoco

se tiene noticia de un vínculo anímico íntimo con una mujer, como el de Miguel Angel con Vittoria

Colonna. Siendo todavía aprendiz en casa de su maestro Verrocchio, fue objeto junto con otros

jóvenes de una denuncia por prácticas homosexuales prohibidas, de la que finalmente salió

absuelto. Parece que se atrajo esa sospecha por utilizar como modelo a un muchacho de mala

fama. (ver nota)(46) Ya maestro él mismo, se rodeó de bellos muchachos y adolescentes, a

quienes tomó como discípulos. El último de estos, Francesco Melzi, lo acompañó a Francia,

permaneció junto a él hasta su muerte, y Leonardo lo declaró su heredero. Sin compartir la

certeza de sus modernos biógrafos, que desestiman de plano, como una infundada calumnia, la

posibilidad de un comercio sexual entre él y sus discípulos, se puede dar por muy probable que

esos tiernos vínculos de Leonardo con los jóvenes que compartían su vida, según

acostumbraban hacerlo en esa época los discípulos, no desembocaron en un quehacer sexual.

Por lo demás, no cabe atribuirle un alto grado de actividad sexual.

Esta peculiar vida sexual y afectiva puede armonizarse de una sola manera con la doble

naturaleza de Leonardo en su calidad de artista e investigador. Entre sus biógrafos, por lo

común ajenos a los puntos de vista psicológicos, que yo sepa uno solo, E. Solmi, se ha

aproximado a la solución del enigma; en cambio, un creador literario que ha escogido a

Leonardo como el héroe de una gran novela histórica, Dmitri Sergeiévich Merejkovski, ha fundado su figuración de este hombre singular en una comprensión de esa índole, y si bien no

ha expresado su concepción en términos discursivos, lo ha hecho plásticamente, al modo de

los poetas. (ver nota)(47) He aquí el juicio de Solmi sobre Leonardo: «Pero el ansia inextinguible

de conocer todo cuanto lo rodeaba y averiguar con fría reflexión el secreto más profundo de todo

lo perfecto y acabado, había condenado a la obra de Leonardo a permanecer siempre

inconclusa». (ver nota)(48) En un ensayo de Conferenze Fiorentine se cita la manifestación de

Leonardo que expone su profesión de fe y la clave de su naturaleza: «Nessuna cosa si può

amare ne odiare, se prima non si ha cognition di quella». (ver nota)(49) O sea: Uno no tiene

derecho a amar u odiar algo si no se ha procurado un conocimiento radical de su naturaleza.

Esto mismo lo repite Leonardo en un pasaje del Trattato della Pittura, donde parece defenderse

del reproche de irreligiosidad: «Pero los que así censuran pueden callar. En efecto, esa manera

(de obrar) es la que permite tomar conocimiento del artesano de tantas cosas maravillosas, y

es este el camino por el que se llega a amar a un inventor tan grande. Pues en verdad un gran

amor brota de un gran conocimiento del objeto amado, y si conoces poco a este, poco o aun

nada podrás amarlo . . . ». (ver nota)(50)

El valor de estas manifestaciones de Leonardo no puede buscarse en que comunicarían un

importante hecho psicológico, pues lo que aseveran es manifiestamente falso y Leonardo lo

sabía tan bien como nosotros. No es cierto que los hombres, antes de amar u odiar, aguarden

hasta haber estudiado y discernido en su esencia el asunto sobre el que recaerán tales afectos;

más bien aman de manera impulsiva, siguiendo motivos de sentimiento que nada tienen que ver

con el conocimiento, y cuyo efecto en todo caso es aminorado por la recapacitación y la

reflexión. Por tanto, Leonardo sólo pudo haber querido decir que lo común en los seres

humanos no es el amor justo e inobjetable; debería amarse suspendiendo el afecto, sometiendo

este al trabajo del pensar y consintiéndolo únicamente luego de que hubiera pasado por la

prueba del pensar. Y entonces entendemos que lo que quiere decirnos es que en él así ocurre;

sería deseable que los demás se comportaran con el amor y el odio como él mismo lo hace.

Y en Leonardo parece haber sido efectivamente así. Sus afectos eran domeñados, sometidos a

la pulsión de investigar; no amaba u odiaba, sino que se preguntaba por qué debía amar u odiar,

y qué significaba ello; de ese modo, tuvo que parecer a primera vista indiferente hacia el bien y

el mal, hacia lo bello y lo feo. En el curso de este trabajo de investigador, amor y odio deponían

su signo previo, positivo o negativo, y se trasmudaban, ambos en igual medida, en un interés de

pensamiento. En realidad, Leonardo no era desapasionado; no estaba desprovisto de la chispa

divina, que de manera mediata o inmediata es la fuerza pulsionante -iI primo motore- de todo

obrar humano. No había hecho sino mudar la pasión en esfuerzo de saber; se consagraba a la

investigación con la tenacidad, la constancia, el ahondamiento que derivan de la pasión, y en la

cima del trabajo intelectual, tras haber ganado el conocimiento, dejaba que estallara el afecto

largamente retenido, que fluyera con libertad como un brazo desviado del río después que él

culminaba la obra. En la cúspide de un conocimiento, cuando puede abarcar con la mirada un

gran fragmento del nexo, el pathos lo arrebata, y alaba con encendidas palabras la grandiosidad

de ese fragmento de la creación que él ha estudiado o -con ropaje religioso- la grandeza de su

creador. Solmi ha aprehendido con justeza este proceso de la trasmudación en Leonardo. Tras

citar uno de esos pasajes en que celebra la excelsa compulsión de la naturaleza («O mirabile

necessità … »), dice Solmi : «Tale trasfigurazione della scienza della natura in emozione, quasi

direi, religiosa, è uno dei tratti caratteristici de manoscritti vinciani, e si trova cento e cento volte

espressa … ». (ver nota)(51)

Se ha llamado a Leonardo el Fausto italiano por su insaciable e infatigable esfuerzo de

investigar. Pero al margen de cualquier duda sobre la reversión posible de la pulsión de

investigar en placer de vivir, que debemos suponer como la premisa de la tragedia de Fausto,

uno se aventuraría a señalar que el desarrollo de Leonardo se aproxima a una mentalidad

espinozista.

Las trasposiciones de la fuerza pulsional psíquica en diversas formas del quehacer acaso sean

tan imposibles de lograr sin pérdida como la de las fuerzas físicas. El ejemplo de Leonardo

enseña qué diversidad de otras cosas cabe rastrear en tales procesos. La dilación misma de

amar sólo después que se ha conocido deviene un sustituto. Ya no se ama ni odia más cuando

se ha penetrado hasta el conocimiento; uno permanece más allá del amor y del odio. Y quizá

por eso la vida de Leonardo ha sido tanto más pobre en amor que la de otros grandes y otros

artistas. Parecen no haberlo alcanzado las tormentosas pasiones de naturaleza exaltadora y

devoradora en que otros vivenciaron lo mejor de su vida.

Y hay aún otras consecuencias. Uno ha investigado, pues, en lugar de actuar, de crear. Quien

vislumbró la grandiosidad de la trabazón universal y empezó a ver sus leyes necesarias, es fácil

que pierda su propio, pequeño, yo. Abismado en el asombro, en verdad humillado, uno olvida

demasiado fácilmente que uno mismo es un fragmento de aquellas fuerzas eficaces y le es

lícito intentar, en la medida de su fuerza personal, la modificación de una parcela en ese

decurso necesario del universo, ese universo en que lo pequeño no es menos sustantivo ni

asombroso que lo grande.

Acaso Leonardo empieza a investigar, como cree Solmi, al servicio de su arte(52); se empeña

en averiguar las propiedades y leyes de la luz, de los colores, las sombras, la perspectiva, a fin

de conseguir maestría en la imitación de la naturaleza y señalar a otros el mismo camino. Es

probable que ya entonces sobrestimara el valor de estos conocimientos para el artista. Llevado

siempre del cabestro por la necesidad pictórica, se ve pulsionado a explorar los objetos de la

pintura, los animales y plantas, las proporciones del cuerpo humano; y de lo exterior pasa al

conocimiento de su fábrica interna y sus funciones vitales, que por cierto se expresan en su

apariencia y piden ser figuradas por el arte. Y por fin esa pulsión devenida hipertrófica lo arrastra

hasta desgarrar el nexo que mantenía con los requerimientos de su arte, y así lo lleva a

descubrir las leyes generales de la mecánica, a colegir la historia de los estratos geológicos y

sedimentaciones en el valle del Arno, y hasta a insertar en su libro, con letras mayúsculas, este

conocimiento: «Il sole non si muove(53)». Extendió sus investigaciones a casi todos los

campos de la ciencia natural, y en cada uno de ellos fue un descubridor o al menos un

precursor y pionero. (ver nota)(54) Empero, su esfuerzo de saber permaneció circunscrito al

mundo exterior; algo lo mantenía alejado de la exploración de la vida anímica de los seres

humanos: en la « Academia Vinciana», para la cual dibujó unos emblemas de artístico

entrelazamiento, la psicología tenía poco espacio.

Cuando luego intentó regresar desde la investigación al ejercicio del arte, de donde había

partido, experimentó en sí la perturbación que significaba la nueva postura de sus intereses y la

cambiada naturaleza de su trabajo psíquico. En un cuadro le interesaba sobre todo un

problema, y tras este veía aflorar otros innumerables, como se había habituado a hacerlo en la

investigación de la naturaleza, una actividad infinita, inacabable. Ya no lograba limitar su pretensión, aislar la obra de arte, arrancarla de la gran trama en que la sabía inserta. Tras los

más agotadores empeños por expresar en ella todo cuanto en sus pensamientos se le

anudaba, se veía forzado a dejarla inconclusa o declararla imperfecta.

Antaño el artista había tomado como sirviente al investigador; ahora el servidor había devenido el

más fuerte y sofocaba a su señor.

Cuando en el cuadro del carácter de una persona hallamos plasmada de manera hiperintensa

una pulsión única, como en Leonardo el apetito de saber, invocamos para explicarlo una

disposición particular acerca de cuyo probable condicionamiento orgánico las más de las veces

no sabemos todavía nada más preciso. Ahora bien, por nuestros estudios psicoanalíticos de

neuróticos nos inclinamos a sustentar otras dos expectativas, que querríamos hallar

corroboradas en cada caso singular. Tenemos por probable que esa pulsión hiperintensa se

haya manifestado ya en la primera infancia de esa persona, y consolidara su soberanía por obra

de unas impresiones de la vida infantil; y además, suponemos que originariamente se atrajo

como refuerzo unas fuerzas pulsionales sexuales, de suerte que más tarde pudo subrogar un

fragmento de la vida sexual. Por ejemplo, un hombre así investigará con la misma devoción

apasionada con que otro dota a su amor, y podría investigar en lugar de amar. Y no sólo

respecto de la pulsión de investigar, sino en la mayoría de los otros casos de particular

intensidad de una pulsión nos atreveríamos a inferir un refuerzo sexual de ella.

La observación de la vida cotidiana de los seres humanos nos muestra que la mayoría consigue

guiar hacia su actividad profesional porciones muy considerables de sus fuerzas pulsionales

sexuales. Y la pulsión sexual es particularmente idónea para prestar esas contribuciones, pues

está dotada eje la aptitud para la sublimación; o sea que es capaz de permutar su meta

inmediata por otras, que pueden ser más estimadas y no sexuales. Consideramos demostrado

ese proceso cuando la historia infantil -o sea la historia del desarrollo anímico- de una persona

muestra que en su niñez esa pulsión hiperpotente estuvo al servicio de intereses sexuales.

Hallamos otra confirmación cuando en la vida sexual de la madurez se evidencia un llamativo

agostamiento, como si ahora un fragmento del quehacer sexual estuviera sustituido por el

quehacer de la pulsión hiperpotente.

La aplicación de estas expectativas al caso de la pulsión hiperpotente de investigar parece

deparar particulares dificultades, pues uno no atribuiría justamente a los niños ni esa pulsión

seria ni unos notables intereses sexuales. Pero es fácil aventar esas dificultades. Del apetito de

saber de los niños pequeños es testimonio su infatigable placer de preguntar, enigmático para el

adulto mientras no comprenda que todas esas preguntas no son más que circunloquios, y que

no pueden tener término porque mediante ellas el niño quiere sustituir una pregunta única que,

empero, no formula. Cuando el niño crece y comprende más, suele interrumpir de pronto esa

exteriorización del apetito de saber. Ahora bien, la indagación psicoanalítica nos proporciona un

esclarecimiento cabal: nos enseña que muchos niños, quizá los más y en todo caso los mejor

dotados, atraviesan hacia su tercer año de vida por un período que puede designarse como el

de la investigación sexual infantil. Por lo que sabemos, el apetito de saber no brota de manera

espontánea en los niños de esa edad, sino que es despertado por la impresión de una

importante vivencia -el nacimiento de un hermanito, consumado o temido por experiencias

hechas afuera- en que el niño ve una amenaza para sus intereses egoístas. La investigación se

dirige a averiguar de dónde vienen los niños, como si el niño buscara los medios y caminos

para prevenir ese indeseado acontecimiento. Así nos hemos enterado, con asombro, de que el

niño rehusa creencia a las noticias que se le dan; por ejemplo, rechaza con energía la fábula de

la cigüeña, tan rica de sentido mitológico, y desde ese acto de incredulidad data su autonomía

espiritual; a menudo se siente en seria oposición a los adultos y de hecho nunca les perdonará

que le hayan escatimado la verdad en esa ocasión. Investiga por sus propios caminos, colige la

estadía del hijo en el seno materno y, guiado por las mociones de su propia sexualidad, se

forma opiniones sobre la concepción del hijo por algo que se come, su alumbramiento por el

intestino, el papel del padre, difícil de averiguar, y ya entonces sospecha la existencia del acto

sexual, que le parece algo hostil y violento. Pero como su propia constitución sexual no está a la

altura de la tarea de engendrar hijos, también tiene que resultar estéril su investigación acerca

de dónde vienen los niños, y abandonarse por no consumable. La impresión de este fracaso en

el primer intento de autonomía intelectual parece ser duradera y profundamente deprimente. (ver

nota)(55)

Si el período de la investigación sexual infantil es clausurado por una oleada de enérgica

represión sexual, al ulterior destino de la pulsión de investigar se le abren tres diversas

posibilidades derivadas de su temprano enlace con intereses sexuales. La investigación puede

compartir el destino de la sexualidad; el apetito de saber permanece desde entonces inhibido, y

limitado -acaso para toda la vida- el libre quehacer de la inteligencia, en particular porque poco

tiempo después la educación erige la inhibición religiosa del pensamiento. Este es el tipo de la

inhibición neurótica. Comprendemos muy bien que la endeblez de pensamiento así adquirida dé

un eficaz empujón al eventual estallido de una neurosis. En un segundo tipo, el desarrollo

intelectual es bastante vigoroso para resistir la sacudida que recibe de la represión sexual.

Trascurrido algún tiempo luego del sepultamiento de la investigación sexual infantil, cuando la

inteligencia se ha fortalecido, la antigua conexión le ofrece memoriosamente su auxilio para

sortear la represión sexual y la investigación sexual sofocada regresa de lo inconciente como

compulsión a cavilar, por cierto que desfigurada y no libre, pero lo bastante potente para

sexualizar al pensar mismo y teñir las operaciones intelectuales con el placer y la angustia de

los procesos sexuales propiamente dichos. El investigar deviene aquí quehacer sexual, el único

muchas veces; el sentimiento de la tramitación por medio del pensamiento, de! la aclaración,

reemplaza a la satisfacción sexual; ahora bien, el carácter inacabable de la investigación infantil

se repite también en el hecho de que ese cavilar nunca encuentra un término, y que el buscado

sentimiento intelectual de la solución se traslada cada vez, situándose más y más lejos.

El tercer tipo, más raro y perfecto, en virtud de una particular disposición escapa tanto a la

inhibición del pensar como a la compulsión neurótica del pensamiento. Sin duda que también

aquí interviene la represión de lo sexual, pero no consigue arrojar a lo inconciente una pulsión

parcial del placer sexual, sino que la libido escapa al destino de la represión sublimándose

desde el comienzo mismo en un apetito de saber y sumándose como refuerzo a la vigorosa

pulsión de investigar. También aquí el investigar deviene en cierta medida compulsión y sustituto

del quehacer sexual, pero le falta el carácter de la neurosis por ser enteramente diversos los

procesos psíquicos que están en su base (sublimación en lugar de irrupción desde lo

inconciente); de él está ausente la atadura a los originarios complejos de la investigación sexual

infantil, y la pulsión puede desplegar libremente su quehacer al servicio del interés intelectual.

Empero, dentro de sí da razón de la represión de lo sexual, que lo ha vuelto tan fuerte mediante

el subsidio de una libido sublimada, al evitar ocuparse de temas sexuales.

Si nos atrevemos a relacionar la hiperpotente pulsión de investigar de Leonardo con la

mutilación de su vida sexual, que se limita a la homosexualidad llamada ideal [sublimada], nos

inclinaremos a tomarlo como el paradigma de nuestro tercer tipo. Entonces, el núcleo y el

secreto de su ser sería que, tras un quehacer infantil del apetito de saber al servicio de

intereses sexuales, consiguió sublimar la mayor parte de su libido como esfuerzo de investigar.

Claro está que no es fácil aportar la prueba de esta concepción. Para eso necesitaríamos una

visión de su desarrollo anímico en la primera infancia, y parece insensato esperar ese material

cuando son tan raras e inciertas las noticias sobre su vida y cuando, por añadidura, se

requeriría información sobre circunstancias que aun en personas de nuestra propia generación

se sustraen de la atención del observador.

Muy poco sabemos sobre la juventud de Leonardo. Nació en 1452 en el pueblecito de Vinci,

entre Florencia y Empoli; era hijo extramatrimonial, lo que en aquel tiempo no se consideraba

por cierto un serio baldón civil. Su padre fue Ser Piero da Vinci, notario y descendiente de una

familia de notarios y campesinos independientes, que llevaban el nombre del lugar, Vine¡; su

madre, una cierta Caterina, era probablemente una muchacha campesina que más tarde se

casó con otro morador de Vine¡. Esta madre nunca más aparece en la biografía de Leonardo;

sólo el poeta Merejkovski cree poder pesquisar su huella. La única noticia cierta sobre la niñez

de Leonardo la proporciona un documento oficial de 1457, un catastro de impuestos florentino

en el que se cita entre los miembros de la familia Vinci a Leonardo, de cinco años, como hijo

ilegítimo de Ser Piero. (ver nota)(56) En su matrimonio con una cierta Donna Albiera, Ser Piero

no tuvo hijos, y por eso el pequeño Leonardo pudo ser acogido en la casa paterna. Sólo la

abandonó cuando, no se sabe a qué edad, ingresó como aprendiz en el taller de Andrea del

Verrocchio. En 1472 el nombre de Leonardo ya se encuentra en el registro de los miembros de

la «Compagnia del Píttori». Eso es todo.

II

Hasta donde llega mi conocimiento, una sola vez ha mencionado Leonardo al pasar, en uno de

sus escritos científicos, una comunicación proveniente de su infancia. En un lugar en que trata

del vuelo del buitre, se interrumpe de pronto para seguir un recuerdo que le aflora de sus

primeros años: «Parece que ya de antes me estaba destinado ocuparme tanto del buitre, pues

me acude, como un tempranísimo recuerdo, que estando yo todavía en la cuna un buitre

descendió sobre mí, me abrió la boca con su cola y golpeó muchas veces con esa cola suya

contra mis labios». (ver nota)(57)

Es, pues, un recuerdo de infancia, extrañísimo por cierto. Extraño por su contenido y por la

época de la vida en que se lo sitúa. Acaso no sea imposible que un hombre conserve un

recuerdo de su período de lactancia, pero en modo alguno se lo puede considerar certificado.

Pero lo que este recuerdo de Leonardo asevera, que un buitre abrió la boca del niño con su

cola, suena tan inverosímil, tan a cuento de hadas, que se recomienda a nuestro juicio otra

concepción con la cual acaban de un golpe ambas dificultades. Aquella escena con el buitre no

ha de ser un recuerdo de Leonardo, sino una fantasía que él formó más tarde y trasladó a su

infancia. (ver nota)(58)

Los recuerdos infantiles de los seres humanos no suelen tener otro origen; en general no son

fijados por una vivencia y repetidos desde ella, como los recuerdos concientes de la madurez,

sino que son recolectados, y así alterados, falseados, puestos al servicio de tendencias más

tardías, en una época posterior, cuando la infancia ya pasó, de suerte que no es posible

diferenciarlos con rigor de unas fantasías. Acaso no se pueda aclarar mejor su naturaleza que

evocando el modo en que nació la historiografía entre los pueblos antiguos. Mientras el pueblo

era pequeño y débil, ni pensaba en escribir su historia; la gente cultivaba el suelo, defendía su

existencia contra los vecinos, procuraba arrebatarles tierras y adquirir riquezas. Era una época

heroica y ahistórica. Luego se abrió paso otro período en que la gente se paró a meditar, se

sintió rica y poderosa, y así le nació la necesidad de averiguar de dónde provenía y cómo había

devenido. La historiografía, que había empezado por registrar al paso las vivencias del presente,

arrojó la mirada también hacia atrás, hacia el pasado, recogió tradiciones y sagas, interpretó los

relictos de antiguas épocas en los usos y costumbres, y creó de esa manera una historia de la

prehistoria. Era inevitable que esta última fuera más una expresión de las opiniones y deseos

del presente que una copia del pasado, pues muchas cosas se eliminaron de la memoria del

pueblo, otras se desfiguraron, numerosas huellas del pasado fueron objeto de un malentendido

al interpretárselas en el sentido del presente, y además la historia no se escribía por los motivos

de un objetivo apetito de saber, sino porque uno quería influir sobre sus contemporáneos,

animarlos, edificarlos o ponerles delante un espejo. Ahora bien, la memoria conciente de un

hombre sobre las vivencias de su madurez es de todo punto comparable a aquella actividad

historiográfica(59), y sus recuerdos de la infancia se corresponden de hecho, por su origen y su

confiabilidad, con la historia de la época primordial de un pueblo, recompuesta tardía y

tendenciosamente. (ver nota)(60)

Entonces, sí el relato de Leonardo sobre el buitre que lo visitó en la cuna no es más que una

fantasía tardía, se creería que no vale la pena detenerse más en él. Uno podría conformarse,

para explicarlo, con la explícita tendencia de Leonardo a solemnizar su preocupación por el

problema del vuelo de los pájaros como un mandato del destino. Sólo que con este

menosprecio se cometería el mismo yerro que si se quisiera desestimar lisa y llanamente el

material de las sagas, tradiciones e interpretaciones en la prehistoria de un pueblo. A pesar de

todas las desfiguraciones y malentendidos, la realidad del pasado está representada en ellos;

son lo que el pueblo ha plasmado con las vivencias de su época primordial bajo el imperio de

motivos antaño poderosos y hoy todavía eficaces. Si uno pudiera deshacer esas

desfiguraciones -para lo cual debería conocer todas las fuerzas eficaces-, no podría menos que

descubrir la verdad histórica {historisch} tras ese material fabuloso. Lo mismo vale para los

recuerdos de la infancia o fantasías de los individuos. No es indiferente lo que un hombre crea

recordar de su infancia; por lo común, tras los restos mnémicos no bien comprendidos por él

mismo se esconden inestimables testimonios de los rasgos más significativos de su desarrollo

anímico. (ver nota)(61) Puesto que ahora poseemos, con las técnicas psicoanalíticas, un

excelente medio para sacar a luz lo escondido, permítasenos el intento de llenar las lagunas de

la biografía de Leonardo mediante el análisis de su fantasía infantil. Y si por esta vía no

alcanzamos un grado satisfactorio de certeza, debemos consolarnos pensando que no tuvieron

mejor suerte tantísimas otras indagaciones sobre este grande y enigmático hombre.

Si consideramos, pues, la fantasía de Leonardo con los ojos del psicoanalista, no nos presenta por mucho tiempo una apariencia desconocida; creemos recordar que a menudo, por ejemplo

en sueños, hemos hallado algo parecido, de suerte que nos atreveríamos a traducir esta

fantasía de su lenguaje privado {eigentümlicbe Sprache} a palabras comunes comprensibies. Y

bien; la traducción apunta a lo erótico. Cola, «coda», es uno de los más familiares símbolos y

designaciones sustitutivas del miembro viril, no menos en italiano que en otras lenguas(62); la

situación contenida en la fantasía, a saber, que un buitre abriese la boca del niño y se

empeñase en hurgarle dentro, corresponde a la representación de un fellatio, un acto sexual en

que el miembro es introducido en la boca de la persona usada. Es bastante raro que esta

fantasía posea un carácter tan enteramente pasivo; por lo demás, recuerda a ciertos sueños y

fantasías de mujeres u homosexuales pasivos (que desempeñan el papel femenino en el acto

sexual),

Que el lector se contenga y no se rehuse, arrebatado por la indignación, a seguir al

psicoanálisis por el hecho de que ya en sus primeras aplicaciones lleva a mancillar de una

manera imperdonable la memoria de un hombre grande y puro.

Además, es evidente que esa indignación no podrá llevarnos a saber qué significa esa fantasía

de la infancia de Leonardo; el propio Leonardo la ha confesado inequívocamente, y por nuestra

parte no abandonamos la expectativa -o el prejuicio, si se quiere- de que semejante fantasía, al

igual que cualquier creación psíquica (un sueño, una visión, un delirium), por fuerza ha de

poseer algún significado. Dejemos entonces que hable el trabajo analítico, que sin duda no ha

pronunciado todavía su última palabra.

La inclinación a tomar en la boca el miembro del varón para mamarlo, que la sociedad civilizada

incluye entre las más aborrecibles perversiones sexuales, se presenta empero con mucha

frecuencia entre las mujeres de nuestra época -y, como lo prueban antiguas obras plásticas,

también de épocas anteriores- y en el estado del enamoramiento parece perder todo carácter

repelente. El médico encuentra fantasías basadas en esa inclinación aun en mujeres que no

han tomado conocimiento de la posibilidad de una satisfacción sexual de esa clase a través de

la lectura de la Psychopathia Sexitablis de Von Krafft-Ebing [1893] o de alguna otra

comunicación. Al parecer, a las mujeres les resulta fácil crear por sí mismas esas fantasías de

deseo. (ver nota)(63) Y la posterior investigación nos enseña además, que esa situación tan mal

vista por las costumbres imperantes admite la más inocente derivación. No es sino la

refundición de otra en que todos nosotros nos sentimos antaño confortados, cuando de

lactantes («essendo io in culla» {«estando yo en la cuna»} tomamos en la boca, para mamarlo,

el pezón de nuestra madre o nodriza. La impresión orgánica de este nuestro primer goce vital

ha dejado en nosotros un sello indeleble; cuando luego el niño conoce la teta de la vaca, que por

su función se asemeja a un pezón, pero se parece a un pene por su forma y su ubicación en el

bajo vientre, ha adquirido el estadio previo para la posterior formación de una chocante fantasía

sexual. (ver nota)(64)

Ahora comprendemos por qué Leonardo sitúa en su época de lactancia el recuerdo de la

supuesta vivencia con el buitre. En efecto, tras esta fantasía no se esconde otra cosa que una

reminiscencia del mamar -o del ser amamantado- en el pecho materno, escena humanamente

hermosa que él, como tantos otros artistas, procuró figurar con el pincel entre la Madre de Dios

y su Hijo. Retengamos, por otra parte, algo que aún no comprendemos: esta reminiscencia, de

igual eficacia para ambos sexos, fue refundida por el varón Leonardo en una fantasía

homosexual pasiva. Por ahora omitiremos averiguar el nexo que pueda conectar la

homosexualidad con el mamar del pecho materno, y nos limitaremos a recordar que la tradición

caracteriza efectivamente a Leonardo como una persona de sensibilidad homosexual. En

relación con esto nos resulta indiferente que haya sido justificada o no aquella acusación contra

Leonardo en su adolescencia; no es el quehacer objetivo sino la actitud del sentimiento lo que

decide para nosotros sí hemos de atribuirle a alguien la peculiaridad de ser invertido. (ver

nota)(65)

Otro rasgo no comprendido de la fantasía de Leonardo reclama enseguida nuestro interés.

Remitimos interpretativamente la fantasía al ser amamantado por la madre, y hallamos a esta

sustituida por un … buitre. ¿De dónde viene ese buitre y cómo ha llegado a ese lugar?

En este punto nos asalta una ocurrencia, pero es tan remota que estaríamos tentados de

renunciar a ella. En la escritura figural sagrada de los antiguos egipcios, la madre es en efecto

descrita con la imagen del buitre. (ver nota)(66) Estos egipcios veneraban también a una

divinidad materna plasmada con cabeza de buitre o con varias cabezas, una de las cuales al

menos era la de un buitre. (ver nota)(67) El nombre de esta divinidad se decía «Mut»; ¿será

casual la semejanza fonética con nuestra palabra «Mutter» («madre») ? Así, el buitre se

relaciona en efecto con la madre, ¿pero en qué puede ayudarnos esto? .Acaso tenemos

derecho a atribuirle a Leonardo ese conocimiento, cuando los jeroglíficos recién fueron

descifrados por Francois Champollion (1790-1832)? (ver nota)(68)

Nos gustaría conocer los caminos por los cuales los antiguos egipcios llegaron a escoger el

buitre como símbolo de la maternidad. Ahora bien, la religión y la cultura de los antiguos egipcios

ya habían sido tema de curiosidad científica para griegos y romanos, y aun antes de que

nosotros pudiéramos descifrar los monumentos de aquellos poseíamos algunas

comunicaciones por escritos conservados de la Antigüedad clásica, escritos que en parte

provienen de autores conocidos, como Estrabón, Plutarco, Amiano Marcelino, y en parte

desconocidos, y de proveniencia y época de redacción inciertas, como los Hieroglífica de

Horapolo Nilo y el libro sobre sabiduría sacerdotal del Oriente que nos ha llegado bajo el nombre

del dios Hermes Trismegisto. Por estas fuentes nos enteramos de que el buitre era considerado

símbolo de la maternidad porque se creía que de esta variedad de pájaro sólo existían hembras

y ningún macho. (ver nota)(69) La historia natural de los antiguos conocía también el

correspondiente de esta limitación: creían que de los escarabajos, venerados como dioses por

los egipcios, sólo existían machos. (ver nota)(70)

¿Cómo se producía entonces la fecundación de los buitres si eran todos hembras? Un pasaje

de Horapolo nos informa bien sobre ese punto. (ver nota)(71) En cierta época estos pájaros se

detenían en vuelo, abrían su vagina y concebían del viento, De una manera inesperada hemos

llegado ahora a considerar muy verosímil algo que hasta hace un momento debíamos rechazar

por absurdo. Muy bien pudo haber conocido Leonardo la fábula científica a la que se debía que

los antiguos egipcios describieran con la imagen del buitre el concepto de la madre. Era un gran

lector, cuyos intereses abarcaban todos los campos de la literatura y del saber. En el Codex

Atlanticus poseemos un índice de todos los libros que él tuvo hasta cierta época(72), y muchas

anotaciones sobre otros que le prestaron sus amigos; si a esto le sumamos los fragmentos

compilados por J. P. Richter [18831 de sus cuadernos de notas, difícilmente correremos el

riesgo de sobrestimar el alcance de sus lecturas. Entre ellas no faltan las de ciencias naturales, tanto antiguas como contemporáneas. Todos estos libros ya habían sido impresos en aquella

época, y justamente Milán fue en Italia el centro principal del joven arte de imprimir.

Y si ahora seguimos adelante, tropezamos con una noticia susceptible de elevar a certidumbre

la probabilidad de que Leonardo conociera la fábula del buitre. El erudito editor y comentador de

Horapolo anota en el texto ya citado: «Caeterum hanc fabulam de vulturibus cupide amplexi sunt

Patres Ecclesiastici, ut ita argumento ex rerum natura petito refutarent eos, qui Virginis partum

negabant; itaque apud omnes fere hujus rei mentio occurrit».

(ver nota)(73)

Por consiguiente, la fábula sobre el carácter unisexual y sobre la concepción de los buitres en

modo alguno fue una anécdota indiferente, como la análoga sobre los escarabajos; los Padres

de la Iglesia se habían adueñado de ella para poder esgrimir, contra los que dudaban de la

historia sagrada, un argumento tomado de la historia natural. Si de acuerdo con las mejores

informaciones provenientes de la Antigüedad los buitres debían hacerse fecundar por el viento,

¿por qué no podría haber ocurrido alguna vez lo mismo con una mujer? A causa de este uso

posible, «casi todos» los Padres de la Iglesia solían referir la fábula del buitre; entonces apenas

puede ser dudoso que, bajo tan autorizado patrocinio, también Leonardo se hubiera

familiarizado con ella.

Ahora podemos representarnos de la siguiente manera la génesis de la fantasía de Leonardo

sobre el buitre. Cierta vez que en un Padre de la Iglesia o en un libro de ciencias naturales leyó

que los buitres eran todos hembras y podían reproducirse sin el concurso de machos, emergió

en él un recuerdo que se transfiguró en aquella fantasía, con este significado: que él mismo era

un hijo de buitre, pues tenía madre, pero no padre; y a esto se le unió, de la manera en que sólo

impresiones tan antiguas son capaces de exteriorizar, un eco del goce que le había sido

deparado en el pecho materno. La alusión establecida por aquellos autores a la representación

de la Virgen con el Niño, cara a todo artista, no pudo menos que contribuir a que esa fantasía le

pareciera valiosa y significativa. Y a esto se sumaba el identificarse con Cristo niño, el

consolador y salvador no sólo de esta única mujer.

Cuando descomponemos una fantasía de infancia, aspiramos a separar su real contenido

mnémico de los motivos posteriores que la modifican y desfiguran. En el caso de Leonardo

creemos conocer ahora el contenido objetivo de la fantasía: la sustitución de la madre por el

buitre indica que el niño echa de menos al padre y se ha hallado solo con la madre. El

nacimiento ilegítimo de Leonardo armoniza muy bien con su fantasía sobre el buitre; sólo por

esa razón pudo compararse a un hijo de buitre. Pero acerca de su juventud tenemos

averiguado, como el siguiente hecho cierto, que a la edad de cinco años ya había sido recogido

en la casa de su padre; ignoramos por completo cuándo aconteció esto, si unos pocos meses

después de su nacimiento o algunas semanas antes de que se confeccionase aquel catastro.

En este punto interviene la interpretación (le la fantasía sobre el buitre; parece querer

anoticiarnos de que Leonardo no pasó con su padre y su madrastra los primeros, decisivos,

años de su vida, sino con su madre verdadera, abandonada y pobre, de suerte que tuvo tiempo

de echar de menos a su padre. Este parece ser un resultado magro, y por añadidura

aventurado, del empeño psicoanalítico; no obstante, irá cobrando valor a medida que

profundicemos. En apoyo de la certidumbre se agrega todavía la consideración de las

circunstancias que de hecho rodearon la niñez de Leonardo. De acuerdo con las noticias de

que disponemos, su padre Ser Piero da Vinci contrajo matrimonio con la distinguida Donna

Albiera el mismo año en que nació Leonardo; a la falta de hijos de este matrimonio debió el

muchacho ser acogido hacia sus cinco años, según lo atestiguan los documentos, en la casa

de su padre, o más bien de sus abuelos. Ahora bien, no es corriente que a la joven esposa que

todavía espera una nutrida prole se le entregue desde el comienzo el cuidado de un vástago

ilegítimo. Sin duda debieron pasar años de desilusión antes que se determinara adoptar al hijo

extramatrímonial -que probablemente para entonces había desarrollado encantadores rasgoscomo

resarcimiento por los hijos legítimos que en vano se esperaron. Estaría en óptimo

acuerdo con la interpretación de la fantasía sobre el buitre que hubieran pasado por lo menos

tres años, y quizá cinco, de la vida de Leonardo antes que pudiera trocar a su solitaria madre

por una pareja parental. Pues bien, si tal sucedió, ya era demasiado tarde. En efecto, en los

primeros tres o cuatro años de vida se fijan impresiones y se abren camino modos de reacción

frente al mundo exterior a los que ningún vivenciar posterior puede ya arrebatar su

significatividad.

Sí es cierto que los recuerdos no entendidos de la infancia y las fantasías que una persona

construye sobre ellos ponen siempre de relieve lo más importante de su desarrollo anímico, el

hecho, corroborado por la fantasía sobre el buitre, de que Leonardo pasara solo con su madre

sus primeros años de vida tiene que haber ejercido por fuerza un influjo decisivo sobre la

plasmación de su vida interior. Entre los efectos de esta constelación hay uno que no pudo

estar ausente, a saber, que este niño, que en los comienzos de su vida tropezó con un

problema más que los otros, empezara a cavilar con particular pasión sobre este enigma y así

se convirtiera tempranamente en un investigador a quien torturaban estas grandes cuestiones:

de dónde vienen los niños, y qué relación tiene el padre con su génesis. (ver nota)(74) La

vislumbre de ese nexo entre su investigación y su historia infantil, en efecto, le hizo exclamar

más tarde que desde siempre, sin duda, estuvo destinado a profundizar en el problema del

vuelo de los pájaros, pues ya en la cuna había sido visitado por un buitre. Derivar de la

investigación sexual infantil el apetito de saber que se dirigió al vuelo de los pájaros será para

nosotros una ulterior tarea, de no difícil trámite.

III

En la fantasía infantil de Leonardo, el elemento del buitre nos representó {repräsentieren} el

contenido mnémico objetivo; el nexo en que el propio Leonardo había entramado su fantasía

arrojó viva luz sobre la significatividad de este contenido para su vida posterior. Ahora bien, al

avanzar en el trabajo de interpretación tropezamos con un desconcertante problema: averiguar

por qué este contenido mnémico fue refundido en una situación homosexual. La madre que

amamanta al niño -mejor: de quien el niño mama- se ha mudado en un buitre que introduce su

cola en la boca del niño. Sostuvimos que la «coda» del buitre, sustituida de acuerdo con el uso

lingüístico común, no puede significar otra cosa que un genital masculino, un pene. Pero no

comprendemos cómo la actividad fantaseadora llegó a dotar justamente al pájaro materno con

el distintivo de la masculinidad, y en vista de este absurdo desesperamos de la posibilidad de reducir este producto de la fantasía a un sentido racional.

Pero no nos está permitido acobardarnos. ¿A cuántos sueños de apariencia absurda no hemos

constreñido ya a confesar su sentido? ¿Por qué nos resultaría más difícil conseguirlo en el caso

de una fantasía infantil?

No es bueno, recordémoslo, que una rareza se encuentre aislada, y apresurémonos a aparearle

una segunda, más llamativa aún. (ver nota)(75)

La diosa Mut de los egipcios, plasmada con cabeza de buitre (una figura de carácter por entero

impersonal, según el juicio que formula Drexler en el Lexikon de Roscher), fue a menudo

fusionada con otras divinidades maternas de individualidad más vivaz, como Isis y Hathor, pero

junto a ello conservó su existencia y su culto separados. Era un rasgo peculiar del panteón

egipcio que los dioses singulares no fueran sepultados en el sincretismo. Al lado de la

composición de los dioses subsistía en su simplicidad y autonomía cada figura divina. Ahora

bien, en la mayoría de sus figuraciones los egipcios dieron plasmación fálica a esta divinidad

materna de cabeza de buitre(76); su cuerpo, caracterizado como femenino por los pechos,

llevaba un miembro masculino en estado de erección.

Por tanto, ¡tenemos en la diosa Mut la misma reunión de caracteres maternos y masculinos que

en la fantasía de Leonardo sobre el buitre! ¿Debemos explicarnos esta coincidencia mediante el

supuesto de que Leonardo, por sus lecturas, también tuviera noticia de la naturaleza andrógina

del buitre materno? Semejante posibilidad es más que discutible; al parecer, las fuentes a las

que tuvo acceso no contenían nada sobre este curioso rasgo. Parece más lógico reconducir

esa concordancia a un motivo común, eficaz en un caso como en el otro, y todavía

desconocido.

La mitología puede informarnos de que la figura andrógina, la reunión de caracteres sexuales

masculinos y femeninos, no era exclusiva de Mut; la tenían asimismo otras divinidades, como

Isis y Hathor, pero estas quizá sólo en la medida en que también poseían naturaleza materna y

estaban fusionadas con Mut(77). Nos enseña, además, que otras divinidades de los egipcios,

como Neith de Sais, desde la que se desarrolló más tarde la Atenea de los griegos, fueron

concebidas en su origen como andróginas, es decir, hermafroditas, y que esto mismo era válido

para los dioses griegos, en particular los del círculo de Dioniso, pero también para Afrodita,

limitada más tarde al carácter de diosa femenina del amor. Y acaso la mitología intente después

explicarnos que el falo adosado al cuerpo femenino estaba destinado a significar la fuerza

creadora primordial de la naturaleza, y que todas estas figuras divinas hermafroditas expresan

la idea de que sólo la reunión de macho y hembra es capaz de proporcionar una figuración

digna de la perfección divina. Pero ninguna de estas puntualizaciones nos aclara el enigma

psicológico de que a la fantasía de los seres humanos no le escandalice dotar del signo de la

fuerza viril, lo opuesto a la maternidad, a una figura en que supuestamente se corporizaría la

esencia de la madre.

El esclarecimiento viene del lado de las teorías sexuales infantiles. Hubo un tiempo, en efecto,

en que el genital masculino estuvo unido a la figuración de la madre(78). Cuando el niño varón

dirige por primera vez su apetito de saber a los enigmas de la vida sexual, lo gobierna el interés

por sus propios genitales. Halla demasiado valiosa e importante a esta parte de su cuerpo para

creer que podría faltarle a otras personas que siente tan parecidas a él. Como no tiene la

posibilidad de colegir que existe otro tipo de genitales, igualmente valiosos, tiene que recurrir a la

hipótesis de que todos los seres humanos, también las mujeres, poseen un miembro como el

de él. Este, prejuicio arraiga tanto en el juvenil investigador que ni siquiera lo destruyen las

primeras observaciones de los genitales de niñitas. La percepción le dice, por cierto, que ahí

hay algo diverso que en él; pero él no es capaz de confesarse, como contenido de esta

percepción, que no puede hallar el miembro en la niña. Que pueda faltar el miembro, he ahí una

representación ominosa {unheimlich}, insoportable; por eso ensaya una decisión mediadora: el

miembro está presente en la niña, pero es aún muy pequeño; después crecerá. (ver nota)(79)

Si esta expectativa no parece cumplirse en posteriores observaciones, se le ofrece otro

subterfugio. El miembro también estuvo ahí en la niñita, pero fue cortado, en su lugar ha

quedado una herida. Este progreso de la teoría utiliza ya experiencias propias de carácter

penoso; ha escuchado entretanto la amenaza de que se lo despojará de ese caro órgano si

pone en práctica demasiado nítidamente su interés por él. Bajo el influjo de esta amenaza de

castración, él reinterpreta ahora su concepción de los genitales femeninos; en lo sucesivo

temblará por su propia virilidad, pero al mismo tiempo despreciará a las desdichadas criaturas

en quienes, en su opinión, ya se ha consumado ese cruel castigo. (ver nota)(80)

Antes que el niño cayera bajo el imperio del complejo de castración, en la época en que la mujer

conservaba pleno valor para él, empezó a exteriorizarse en él un intenso placer de ver como

quehacer pulsional erótico. Quería ver los genitales de otras personas; en el origen,

probablemente, a fin de compararlos con los propios. La atracción erótica que partía de la

persona de la madre culminó pronto en la añoranza de sus genitales, que él tenía por un pene.

Con el discernimiento, adquirido sólo más tarde, de que la mujer no posee pene, esa añoranza

a menudo se vuelca súbitamente a su contrario, deja sitio a un horror que en la pubertad puede

convertirse en causa de la impotencia psíquica, de la misoginia, de la homosexualidad duradera.

Pero la fijación al objeto antaño ansiosamente anhelado, el pene de la mujer, deja como secuela

unas huellas imborrables en la vida anímica del niño que ha recorrido con particular

ahondamiento esa pieza de investigación sexual infantil. La veneración fetichista del pie y el

zapato femeninos parece tomar a aquel sólo como un símbolo sustitutivo del miembro de la

mujer otrora venerado, y echado de menos desde entonces; los «cortadores de trenzas(81)»

desempeñan, sin saberlo, el papel de personas que ejecutan el acto de la castración en los

genitales femeninos.

No se dará una razón correcta de los modos de quehacer de la sexualidad infantil, y

probablemente se recurra al subterfugio de declarar increíbles estas comunicaciones, mientras

no se abandone por completo el punto de vista de nuestro menosprecio cultural hacia los

genitales y las funciones sexuales. Para comprender la vida anímica infantil se requieren

analogías de los tiempos primordiales. Tras una serie ya larga de generaciones, los genitales

son para nosotros pudenda, provocan vergüenza y, en caso de una represión {esfuerzo de

desalojo} todavía más extensa de lo sexual, hasta asco. Si arrojamos un vistazo panorámico

sobre la vida sexual de nuestra época, en particular la de los estratos portadores de la cultura

de la humanidad, estamos tentados de decir(82) sólo a regañadientes obedecen la mayoría de

los hombres de hoy al mandamiento de reproducirse, y al hacerlo se sienten afrentados y

rebajados en su dignidad humana. Cuanto queda entre nosotros de una diversa concepción de

la vida sexual ha sido relegado a los estratos inferiores del pueblo, que persisten en su

tosquedad; en los estratos superiores y refinados se lo esconde como algo culturalmente inferior y sólo osa ponérselo en práctica bajo las amargantes amonestaciones de una mala

conciencia. No era así en las épocas primordiales del género humano. Las laboriosas

recopilaciones del investigador de la cultura nos convencen de que los genitales fueron en los

orígenes el orgullo y la esperanza de los vivos, gozaron de veneración como algo divino y la

divinidad de sus funciones se trasfería a todas las actividades recién aprendidas por los seres

humanos. Desde su ser se elevaron por vía de sublimación innumerables figuras de dioses, y

en la época en que el nexo de las religiones oficiales con la actividad sexual ya estaba

escondido para la conciencia general, los cultos secretos se empeñaron en conservarlo vivo en

cierto número de iniciados. Por fin ocurrió que en el curso del desarrollo cultural se extrajo de la

sexualidad tanto de divino y de sagrado que el resto, exhausto, sucumbió al desprecio. Peto

dado el carácter imborrable inherente a la naturaleza de toda huella anímica, no cabe

asombrarse de que aun las formas más primitivas de adoración de los genitales pudieran

rastrearse hasta tiempos recientísimos, y que los usos lingüísticos, las costumbres y

supersticiones de la humanidad actual contengan relictos de todas las fases de ese itinerario de

desarrollo. (ver nota)(83)

Importantes analogías biológicas nos hacen presuponer que el desarrollo anímico del individuo

es la repetición abreviada de la ruta de desarrollo de la humanidad, y por eso no hallaremos

improbable lo que la exploración psicoanalítica del alma infantil ha averiguado sobre el aprecio

del niño por los genitales. Ahora bien, el supuesto infantil del pene materno es la fuente común

de la que derivan tanto la figura andrógina de las divinidades maternas, por ejemplo la Mut de los

egipcios, como la «coda» del buitre en la fantasía de infancia de Leonardo. En verdad, sólo un

malentendido nos hace llamar «hermafroditas», en el sentido médico del término, a estas

figuraciones de dioses. Ninguna de ellas reúne efectivamente los genitales de ambos sexos,

como sucede en muchas deformidades para horror de todo ojo humano; se limitan a adosar a

los pechos, como distintivo de la maternidad, el miembro masculino tal como estuvo presente

en la primera representación que el niño se formó del cuerpo de su madre. La mitología ha

conservado para los creyentes esta forma fantaseada del cuerpo de la madre, forma venerable

y antiquísima. Ahora podemos traducir así el resalto de la cola del buitre en la fantasía de

Leonardo: «En aquel tiempo yo dirigía hacia la madre mi tierna curiosidad y aun le atribuía un

genital como el mío». Otro testimonio de la temprana investigación sexual de Leonardo, que, en

mi opinión, se volvió decisiva para el resto de su vida.

Una somera reflexión nos advierte ahora que en la fantasía de Leonardo no podemos

contentarnos con el esclarecimiento de la cola del buitre. Aquella parece contener más cosas

que todavía no comprendemos. En efecto, su rasgo más llamativo era que mudaba el mamar

del pecho materno en un ser-amamantado, vale decir, en pasividad y, de este modo, en una

situación de inequívoco carácter homosexual. Si tenemos presente la probabilidad histórica de

que Leonardo se haya comportado en su vida como una persona de sentir homosexual, nos

vemos llevados a preguntarnos si esta fantasía no apunta a un vínculo causal entre la relación

infantil de Leonardo con su madre y su posterior homosexualidad manifiesta, si bien ideal

[sublimada]. No nos atreveríamos a inferirlo a partir de esa desfigurada reminiscencia de

Leonardo si no supiéramos, por las indagaciones psicoanalíticas de pacientes homosexuales,

que ese vínculo existe, y aun es estrecho y necesario.

Los varones homosexuales que en nuestros días han emprendido una enérgica acción contra la

limitación legal de sus prácticas gustan de presentarse, por boca de sus portavoces teóricos,

como una variedad sexual distinta desde el comienzo, como un grado sexual intermedio, un

«tercer sexo». Arguyen que serían hombres a quienes unas condiciones orgánicas, desde su

concepción misma, compelen a buscar en el varón el contento que se les rehusaría en la mujer.

Así como miramientos humanos nos llevan a suscribir de buen grado sus reclamos, de igual

modo acogeremos con reserva sus teorías, que han sido formuladas sin tener en cuenta la

génesis psíquica de la homosexualidad. El psicoanálisis ofrece el medio para llenar estas

lagunas y someter a examen las aseveraciones de los homosexuales. Sólo ha podido dar cima

a esta tarea en un escaso número de personas, pero todas las indagaciones emprendidas

hasta ahora han aportado el mismo, sorprendente, resultado. (ver nota)(84) Todos nuestros

varones homosexuales habían mantenido en su primera infancia, olvidada después por el

individuo, una ligazón erótica muy intensa con una persona del sexo femenino, por regla general

la madre, provocada o favorecida por la hiperternura de la madre misma y sustentada, además,

por un relegamiento del padre en la vida infantil. Sadger ha destacado que la madre de sus

pacientes homosexuales era a menudo un marimacho, una mujer con enérgicos rasgos de

carácter, capaz de expulsar al padre de la posición que le corresponde; en ocasiones yo he

visto lo mismo, pero he recibido una impresión más fuerte de aquellos casos en que el padre

faltó desde el comienzo o desapareció tempranamente, de suerte que el varoncito quedó librado

al influjo femenino. De todos modos, parece como si la presencia de un padre fuerte asegurara

al hijo varón, en la elección de objeto, la decisión correcta por alguien del sexo opuesto. (ver

nota)(85)

Tras ese estadio previo sobreviene una trasmudación cuyo mecanismo nos resulta familiar pero

cuyas fuerzas pulsionantes todavía no aprehendemos. El amor hacia la madre no puede

proseguir el ulterior desarrollo conciente, y sucumbe a la represión. El muchacho reprime su

amor por la madre poniéndose él mismo en el lugar de ella, identificándose con la madre y

tomando a su persona propia como el modelo a semejanza del cual escoge sus nuevos objetos

de amor. Así se ha vuelto homosexual; en realidad, se ha deslizado hacia atrás, hacia el

autoerotismo, pues los muchachos a quienes ama ahora, ya crecido, no son sino personas

sustitutivas y nuevas versiones de su propia persona infantil, y los ama como la madre lo amó a

él de niño. Decimos que halla sus objetos de amor por la vía del narcisismo, pues la saga griega

menciona a un joven Narciso a quien nada agradaba tanto como su propia imagen reflejada en

el espejo y fue trasformado en la bella flor de ese nombre. (ver nota)(86)

Unas consideraciones psicológicas de mayor profundidad justifican la tesis de que la persona

devenida homosexual por esa vía permanece en lo inconciente fijada a la imagen mnémica de

su madre. En virtud de la represión del amor por su madre, conserva a este en su inconciente y

desde entonces permanece fiel a la madre. Cuando parece correr como amante tras los

muchachos, lo que en realidad hace es correr a refugiarse de las otras mujeres que podrían

hacerlo infiel. Además, por la observación directa de casos hemos podido comprobar que esas

personas, en apariencia sólo receptivas para el encanto masculino, en verdad están sometidas

como las normales a la atracción que parte de la mujer; pero en cada nueva oportunidad se

apresuran a trasladar a un objeto masculino la excitación recibida de la mujer, y de esa manera

repiten de continuo el mecanismo por el cual han adquirido su homosexualidad.

Está lejos de nuestras intenciones exagerar el valor de estos esclarecimientos sobre la génesis

psíquica de la homosexualidad. Es del todo inequívoco que contradicen francamente las teorías

oficiales de los portavoces homosexuales, y que no son lo bastante abarcadoras para posibilitar una aclaración definitiva del problema. Lo que por razones prácticas se llama

«homosexualidad» acaso provenga de múltiples procesos psicosexuales de inhibición, y es

posible que el discernido por nosotros sea uno entre muchos y sólo se refiera a un tipo de

«homosexualidad». Debemos admitir, además, que en nuestro tipo homosexual el número de

casos en que son pesquisables las condiciones requeridas supera con mucho al de aquellos en

que realmente sobreviene el efecto derivado, de suerte que tampoco nosotros podemos

rechazar la cooperación de factores constitucionales desconocidos, de los cuales se suele

derivar la homosexualidad en su conjunto. No habríamos tenido motivo alguno para entrar a

considerar la génesis psíquica de la forma de homosexualidad estudiada por nosotros si una

fuerte conjetura no nos indicara que justamente Leonardo, de cuya fantasía sobre el buitre

hemos partido, pertenece a este tipo de homosexual. (ver nota)(87)

Si bien es muy poco lo que conocemos con exactitud acerca de la conducta sexual del gran

artista e investigador, podemos confiar en la probabilidad de que los enunciados de sus

contemporáneos no errasen en las líneas más generales. A la luz de esos testimonios que nos

han llegado se nos aparece, pues, como un hombre cuya necesidad y actividad sexuales eran

extraordinariamente escasas, como si un superior querer-alcanzar lo hubiera elevado por

encima de la común necesidad animal de los seres humanos. Podemos omitir el averiguar si

alguna vez buscó la satisfacción sexual directa y por qué caminos lo hizo, o si pudo prescindir

por entero de ella. Empero, tenemos derecho a pesquisar también en él aquellas corrientes de

sentimiento que esfuerzan imperiosamente a otros al quehacer sexual, pues no podemos creer

que exista ninguna vida anímica en cuyo edificio no tenga participación alguna el anhelar sexual

en el sentido más lato, la libido, por más que se haya distanciado en mucho de su meta

originaria o se abstenga de su ejecución.

Sólo huellas de una inclinación sexual no mudada nos es lícito esperar en Leonardo. Ahora bien,

ellas apuntan en una misma dirección y permiten contarlo también entre los homosexuales.

Desde siempre se ha destacado que sólo tomó como discípulos a muchachos y jóvenes

llamativamente hermosos. Los trataba con bondad y consideración, velaba por ellos y los

cuidaba si enfermaban, tal como haría una madre con sus hijos, como su propia madre acaso

lo atendió a él. Dado que los había elegido por su belleza y no por su talento, ninguno de ellos

(Cesare da Sesto, G. Boltraffio, Andrea Salaino, Francesco Melzi y otros) se convirtió en un

pintor destacado. La mayoría no consiguió independizarse del maestro, y tras su muerte

desaparecieron sin dejar una fisonomía más precisa para la historia del arte. En cuanto a los

otros, que por sus creaciones pueden llamarse con derecho sus discípulos, como Luini y Bazzi,

apodado Sodoma, es probable que no los conociera personalmente.

Se nos objetará, bien lo sabemos, que la conducta de Leonardo hacia sus discípulos nada tiene

que ver con motivos sexuales y no permite inferencia ninguna respecto de su peculiaridad

sexual. En contra de ello aduciremos, con toda cautela, que nuestra concepción esclarece

algunos raros rasgos de la conducta del maestro, rasgos que de otro modo permanecerían

enigmáticos. Leonardo llevaba un diario íntimo; con letra pequeña y escritura orientada de

derecha a izquierda, consignaba unas notas destinadas sólo a él mismo. Cosa curiosa, en ese

diario íntimo se dirigía a sí mismo dándose el tratamiento de «tú»: «Aprende con el maestro

Luca la multiplicación de las raíces». (ver nota)(88) «Hazte mostrar por el maestro d’Abacco la

cuadratura del círculo». O, con ocasión de un viaje: «Voy a Milán para atender asuntos de mi

jardín. ( . . . ) Encarga dos bolsos para el equipaje. Hazte mostrar el torno por Boltraffio y pulir en

él una piedra. Deja el libro para el maestro Andrea il Todesco(89)» O un designio de muy

diverso valor: «Debes mostrar en tu tratado que la Tierra es una estrella como la Luna o algo

parecido, y así probar la nobleza de nuestro mundo». (ver nota)(90)

En este diario íntimo, que por lo demás -como los diarios íntimos de otros mortales- a menudo

sólo roza con unas pocas palabras los episodios más importantes del día o los calla por

completo, se encuentran algunos apuntes que todos los biógrafos de Leonardo citan a causa de

su extraña índole. Son notas sobre pequeños desembolsos del maestro, de fatigosa exactitud,

como si provinieran de un padre de familia ahorrativo y de filisteo rigor, en tanto faltan los

comprobantes sobre el empleo de sumas mayores y no hay ningún otro indicio de que el artista

entendiera algo de economía. Una de estas notas se refiere a una capa nueva que ha comprado

para su discípulo Andrea Salaino: (ver nota)(91)

Brocado de plata                             15 liras –  4 sueldos

Terciopelo rojo para guarnición       9 liras     ————-

Lazos                                                 ——— 9 sueldos

Botones                                            ——— 12 sueldos

Otra nota muy detallada resume todos los desembolsos que le causó otro discípulo(92) por sus

malas cualidades e inclinado al hurto: «El día 21 de abril de 1490 di comienzo a este libro y

recomencé el caballo. (ver nota)(93) Jacomo vino a mí el día de Santa María Magdalena de

1490, a la edad de diez años». (Nota al margen: «ratero, mentiroso, terco, glotón».) «El segundo

día le hice cortar dos camisas, un par de calzones v un jubón, y como yo había apartado el

dinero para pagar las mencionadas cosas, él me hurtó el dinero del monedero y nunca fue

posible hacerle confesar, aunque yo tenía la completa certeza de ello». (Nota al margen: «4 liras

… ».) Luego prosigue el informe sobre los desaguisados del pequeño, y concluye con el cálculo

de las costas: «El primer año: una capa, 2 liras; 6 camisas, 4 liras; 3 jubones, 6 liras; 4 pares de

medias, 7 liras, etc.». (ver nota)(94)

Los biógrafos de Leonardo, a quienes nada es más ajeno que pretender sondear los enigmas

de la vida anímica de su héroe a partir de sus pequeñas debilidades y características> suelen

reflexionar, a raíz de estas raras cuentas, sobre la bondad y providencia del maestro hacia sus

discípulos. Pero olvidan que no es la conducta de Leonardo lo que requiere explicación, sino el

hecho de que nos haya dejado esos testimonios de ella. Puesto que es imposible atribuirle el

motivo de dejar en nuestras manos pruebas de su bondad, tenemos que suponer que otro

motivo, -de naturaleza afectiva, lo movió a hacer esas anotaciones. No es fácil colegir cuál, y no

atinaríamos a indicar ninguno si otra anotación hallada entre los papeles de Leonardo no

arrojara viva luz sobre esos mismos apuntes acerca de la vestimenta de los discípulos y cosas

semejantes: (ver nota)(95)

Obras de S. Freud: Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci (1910)

El poeta Merejkovski es el único que sabe decirnos quién fue esta Caterina. De otras dos breves

notas(96) infiere que la madre de Leonardo, la pobre campesina de Vinci, había venido en 1493

a Milán para visitar a su hijo, por entonces de 41 años; allí enfermó, fue internada por Leonardo

en el hospital y, cuando murió, fue enterrada por él con ese digno desembolso.

Esta interpretación del novelista y conocedor del alma humana no es demostrable, pero puede

reclamar tanta verosimilitud interna, armoniza tan bien con todo cuanto por otro lado sabemos

acerca del quehacer de sentimientos de Leonardo, que no puedo abstenerme de darla por

correcta. El había conseguido constreñir sus sentimientos bajo el yugo de la investigación e

inhibir su libre expresión; pero había también para él casos en que lo sofocado se conquistaba

una exteriorización, y la muerte de la madre otrora tan cálidamente amada era uno de estos. En

esa cuenta de las costas del sepelio estamos frente a una exteriorización, desfigurada hasta

volverse irreconocible, del duelo por la madre. Nos deja perplejos el modo en que pudo

producirse semejante desfiguración, y tampoco podemos comprenderla bajo los puntos de vista

de los procesos anímicos normales. Pero estamos bien familiarizados con algo parecido bajo

las condiciones anormales de la neurosis, y muy en particular de la llamada neurosis obsesiva.

Vemos ahí la exteriorización de unos sentimientos intensos, pero devenidos inconcientes por

obra de represión, desplazados a desempeños nimios y aun ridículos. Los poderes

contrariantes han logrado degradar tanto la expresión de esos sentimientos reprimidos que uno

por fuerza estimaría mínima su intensidad; pero en la imperiosa compulsión con que se abre

paso esa acción expresiva ínfima se delata el efectivo poder, que arraiga en lo inconciente, de

las mociones que la conciencia querría desmentir. Sólo una consonancia así con lo que

acontece en el caso de la neurosis obsesiva puede explicar las cuentas de Leonardo a raíz del

sepelio de su madre. En lo inconciente, él seguía ligado a ella, como durante la infancia,

mediante una inclinación de tono erótico; la discordia de la represión de ese amor infantil,

sobrevenida luego, no consentía que asentase en su diario íntimo otro recordatorio más digno

de ella, pero el compromiso resultante de ese conflicto neurótico debía ser ejecutado, y así se

consignó el cómputo del cual la posteridad tomó conocimiento como algo inconcebible.

No parece nada aventurado trasferir la intelección obtenida a raíz de la cuenta del sepelio a los

cómputos de los gastos que le ocasionaban sus discípulos. De acuerdo con lo dicho, también

este sería un caso en que los mezquinos restos de mociones libidinosas se procuraron

compulsivamente en Leonardo una expresión desfigurada. La madre y los discípulos, los

homólogos de su propia belleza cuando mancebo, habrían sido sus objetos sexuales -hasta

donde la represión de lo sexual que gobernaba su ser admitiera semejante caracterización-, y la

compulsión de anotar con penosa prolijidad los desembolsos debidos a ellos sería la extraña

revelación de esos rudimentarios conflictos. Así, habríamos obtenido el resultado de que la vida

amorosa de Leonardo efectivamente pertenece al tipo de homosexualidad cuyo desarrollo

psíquico hemos podido poner en descubierto, y la emergencia de la situación homosexual en su

fantasía sobre el buitre se nos volvería comprensible, pues ella no enunciaba otra cosa sino lo

que desde antes hemos afir-mado acerca de ese tipo. Requeriría esta traducción: «Por obra de

ese vínculo erótico con la madre he devenido un homosexual». (ver nota)(97)

IV

Sigue reteniéndonos la fantasía de Leonardo sobre el buitre. Con palabras que no presentan

sino una consonancia harto nítida con la descripción de un acto sexual («y golpeó muchas

veces con esa cola suya contra mis labios»), Leonardo pone de relieve la intensidad de los

vínculos eróticos entre madre e hijo. No parece difícil colegir, desde esa conexión de la actividad

de la madre (del buitre) con el realce de la zona bucal, un segundo contenido mnémico de la

fantasía. Podemos traducir: «La madre me ha estampado innumerables y apasionados besos

sobre la boca». La fantasía sintetiza el recuerdo de ser amamantado y de ser besado por la

madre.

Por obra de una naturaleza próvida le fue dado al artista expresar mediante creaciones sus

mociones anímicas, escondidas para él mismo, y esas creaciones conmueven poderosamente

a los otros, a los ajenos al artista, sin que atinen a indicar de dónde proviene ese efecto

conmovedor. ¿No habrá en la obra de Leonardo nada que testimonie lo que su recuerdo ha

conservado de las impresiones más intensas de su infancia? Cabría esperarlo. Pero si

reflexionamos en las profundas trasmudaciones por las que atraviesa una impresión vital del

artista antes que se le permita contribuir a la obra de arte, por fuerza rebajaremos a una medida

muy modesta la exigencia de certeza en la demostración.

Quien evoque los retratos de Leonardo, recordará una sonrisa maravillosa, cautivadora y enigmática, que él ha ensalmado en los labios de sus figuras femeninas. Una sonrisa fija de

labios estirados, trémulos; se ha vuelto característica de él y se la llama «leonardesca» por

excelencia. (ver nota)(98) Es en el rostro extrañamente bello de la florentina Monna Lisa del

Giocondo donde ha producido en el contemplador la conmoción más intensa y la mayor

perplejidad. Esa sonrisa demandaba interpretación y halló las más diversas, ninguna de ellas

satisfactoria. «Voilà quatre siècles bientôt que Monna Lisa fait perdre la tête à tous ceux qui

parlent d’elle, après Vavoir longtemps regardée». (ver nota)(99)

Muther escribe: «En efecto, lo que cautiva al observador es el ensalmo demoníaco de esa

sonrisa. Cientos de poetas y literatos han escrito sobre esta mujer que ora nos sonríe

seductoramente, ora parece petrificarse en una ausencia fría y sin alma, y nadie ha

desentrañado su sonrisa, nadie ha interpretado lo que ella piensa. Todo, también el paisaje, es

misteriosamente onírico, como trémulo de una sensualidad sofocante». (ver nota)(100)

En varios de los que formularon juicios sobre esto ha actuado la vislumbre de que en el sonreír

de Monna Lisa se reúnen dos elementos diversos. Por eso disciernen en el juego facial de la

hermosa florentina la figuración más perfecta de los opuestos que gobiernan la vida amorosa de

la mujer: la reserva y la seducción, la ternura plena de entrega y la sensualidad en despiadado

acecho que devora al varón como a algo extraño. Es la opinión de Müntz: «On sait quelle

énigme indéchiffrable et passionnante Monna Lisa Gioconda ne cesse depuis bientôt quatre

siécles, de proposer aux admirateurs pressés devant elle. Jamais artiste (j’emprunte la plume

du délicat écrivain qui se cache sous te pseudonyme de Pierre de Corlay) «a-t-il traduit ainsi

l’essence même de la féminité: tendresse et coquetterie, pudeur et sourde volupté, tout le

mystère d’un coeur qui se réserve, d’un cerveau qui réfléchit, d’une personnalité qui se garde et

ne livre d’elle-même que son rayonnement. . . «». (ver nota)(101) El escritor italiano Angelo Conti

ve el retrato en el Louvre animado por un rayo de sol: «La donna sorrideva in una calma regale: i

suoi istinti di conquista, di ferocia, tutta l’eredità della specie, la volontà della seduzione e dell’

agguato, la grazía del inganno, la bontà che cela un proposito crudele, tutto ciò appariva

alternativamente e scompariva dietro il velo ridente e si fondeva nel poema del suo sorriso. ( … )

Buona e malvagia, crudele e compassionevole, graziosa e felina, ella rideva… ». (ver nota)(102)

Leonardo pintó durante cuatro años este retrato, quizá desde 1503 hasta 1507, en el curso de

su segunda estadía en Florencia, habiendo pasado él los 50 años de edad. Según el testimonio

de Vasari, empleó los más rebuscados artificios para distraer a la dama durante las sesiones y

conservar aquella sonrisa en su rostro. De todas las finuras que su pincel estampó entonces

sobre el lienzo es poco lo que ha conservado el cuadro en su estado actual; mientras lo pintaba,

se lo juzgó lo más alto que el arte podía alcanzar. Pero es seguro que no satisfizo al propio

Leonardo, que lo declaró inconcluso, no lo entregó a quien se lo había encargado y lo llevó

consigo a Francia, donde su protector, Francisco I, lo adquirió para el Louvre.

Dejemos sin resolver el enigma fisonómico de Monna Lisa y registremos el hecho indudable de

que su sonrisa no fascinó menos al artista que a todos los que la han contemplado desde hace

cuatrocientos años. Esta cautivadora sonrisa reaparece desde entonces en todos sus cuadros

y en los de sus discípulos. Puesto que la Monna Lisa de Leonardo es un retrato, no podemos

suponer que él, por sí mismo, le prestara a su rostro un rasgo de expresión tan difícil si ella no lo

poseía. Parece que no podríamos creer sino que encontró en su modelo esa sonrisa y cayó a

punto tal bajo su ensalmo que desde ese momento dotó de ella a las creaciones libres de su

fantasía. Esta natural concepción es la que sostiene, por ejemplo, A. Konstantinowa: «Durante

el largo tiempo en que el maestro se ocupó del retrato de Monna Lisa del Giocondo, se entregó

a vivir con tanta plenitud de sentimiento las sutilezas fisonómicas de este rostro de mujer que

trasfirió sus rasgos -en particular la misteriosa sonrisa y la rara mirada- a todos los rostros que

pintó o dibujó en lo sucesivo; la peculiaridad mímica de la Gioconda puede percibirse aun en el

cuadro de San Juan Bautista en el Louvre; pero sobre todo es discernible en los rasgos del

rostro de María en Santa Ana la Virgen y el Niño ». (ver nota)(103)

Empero, las cosas pueden haber sucedido también de otra manera. En más de uno de sus

biógrafos despertó el afán de hallar un fundamento más profundo para aquella atracción con

que la sonrisa de la Gioconda capturó al artista para no abandonarlo. Walter Pater, que ve en el

retrato de Monna Lisa la «corporización de toda la experiencia amorosa de la humanidad de

cultura», y se ocupa con mucha finura de «aquella insondable sonrisa, siempre con un toque

funesto, que juega en toda la obra de Leonardo», nos pone sobre otra pista cuando expresa:

«Por lo demás, este cuadro es un retrato. Desde la infancia vemos entramarse esta imagen en

el tejido de sus sueños, de suerte que, si expresos testimonios no se pronunciaran en contrario,

uno creería que ese fue su ideal de mujer por fin hallado y corporizado… ». (ver nota)(104)

Marie Herzfeld tiene sin duda en mente algo por entero parecido cuando sostiene que, en Monna

Lisa, Leonardo se encontró a sí mismo y por eso le fue posible introducir tanto de su propio ser

en la imagen «cuyos rasgos desde siempre se situaron en rara simpatía dentro del alma de

Leonardo». (ver nota)(105)

Intentemos desarrollar estas indicaciones hasta volverlas claras. Puede haber sucedido,

entonces, que Leonardo fuera cautivado por la sonrisa de Monna Lisa porque le despertó en su

interior algo que desde hacía tiempo dormía en su alma, probablemente un recuerdo antiguo.

Una vez despertado, este recuerdo tuvo el peso suficiente para no soltar más a Leonardo, quien

se vio forzado a buscarle nuevas y nuevas expresiones. La declaración de Pater según la cual

vemos el rostro de Monna Lisa entramársele desde la infancia en el tejido de sus sueños parece

digna de crédito y merece ser tomada al pie de la letra.

Vasari menciona, entre los primeros ensayos artísticos de Leonardo, unas «teste di femmine,

che ridono». (ver nota)(106) Ese pasaje, de todo punto insospechable, puesto que no pretende

demostrar nada, reza, completo, en la traducción alemana: « … pues en su juventud formó con

terracota algunas cabezas de mujeres sonrientes, que luego multiplicó en yeso, y algunas

cabezas de niño, tan hermosas como si las hubiera creado una mano maestra … ». (ver

nota)(107)

Nos enteramos así de que su ejercicio del arte se inició con dos clases de objetos que no

pueden menos que recordarnos a las dos clases de objetos sexuales que descubrimos a partir

del análisis de su fantasía sobre el buitre. Si las cabezas de niño eran multiplicaciones de su

propia persona infantil, las mujeres sonrientes no son otra cosa que repeticiones de Caterina,

su madre, y empezamos a vislumbrar la posibilidad de que su madre hubiera poseído esa

misteriosa sonrisa que él había perdido y que tanto lo cautivó al reencontrarla en la dama

florentina. (ver nota)(108)

La pintura de Leonardo más próxima en el tiempo a la Monna Lisa es la llamada Santa Ana, la Virgen y el Niño. Ambas mujeres muestran la sonrisa leonardesca en bellísima plasmación. Es

imposible determinar cuánto tiempo antes o después del retrato de Monna Lisa empezó

Leonardo a trabajar en esta obra. Ambas se extendieron a lo largo de años, y es lícito suponer

que el maestro se ocupó en ellas simultáneamente. Lo que mejor armonizaría con nuestra

expectativa sería que justamente la profundización en los rasgos de Monna Lisa hubiera incitado

a Leonardo a plasmar la composición de Santa Ana a partir de su fantasía. En efecto, si la

sonrisa de la Gioconda le convocó el recuerdo de su madre, comprenderíamos que ello lo

pulsionara desde el comienzo a crear un endiosamiento de la maternidad y a devolver a la

madre la sonrisa que había hallado en la noble dama. Estamos entonces autorizados a dejar

que nuestro interés se deslice desde el retrato de Monna Lisa a esta otra pintura, difícilmente

menos hermosa, que hoy se encuentra también en el Louvre.

El tema de Santa Ana con su hija y su nieto rara vez ha sido tratado en la pintura italiana. Y en

todo caso, la figuración de Leonardo difiere de todas cuantas conocemos. Muther dice:

«Algunos maestros, como Hans Fries, Holbein el Viejo y Girolamo dai Libri, hacen que Ana esté

sentada junto a María, y sitúan entre ambas al niño. Otros, como Jakob Cornelisz en su cuadro

de Berlín, muestran en su sentido literal a «Santa Ana con otros dos», vale decir, la representan

teniendo en sus brazos a la pequeña figura de María, sobre la cual se ve la figura todavía más

pequeña de Cristo niño». (ver nota)(109) En Leonardo, María está sentada en el regazo de su

madre, se inclina hacia adelante y extiende ambos brazos hacia el niño, que juega con un

corderito, sin duda maltratándolo un poco. La abuela apoya en su cadera su único brazo visible

y mira a ambos desde lo alto con beatífica sonrisa. El grupo no deja de tener, por cierto, una

apariencia un poco forzada. Pero la sonrisa que juega en los labios de ambas mujeres, si bien

es inequívocamente la misma que la del cuadro de Monna Lisa, ha perdido su carácter ominoso

{unheimlich} y enigmático; expresa interioridad y calma beatitud. (ver nota)(110)

Un recuerdo infantil de Leonardo da Vinci

Si profundiza algo en este cuadro, al contemplador le sobrevendrá como un entendimiento

súbito: sólo Leonardo podía pintarlo, así como sólo él podía crear la fantasía sobre el buitre. En

ese cuadro se ha plasmado la síntesis de su historia infantil; cabe explicar sus detalles a partir

de las personalísimas impresiones vitales de Leonardo. En la casa de su padre no sólo

encontró a su buena madrastra Donna Albiera, sino a su abuela, la madre de su padre, Monna

Lucia, que, supondremos, no dejaría de mostrarle ternura como suelen las abuelas. Esta

circunstancia acaso le sugirió figurar la infancia cuidada por una madre y una abuela. Otro

rasgo llamativo del cuadro cobra mayor valor aún. Santa Ana, la madre de María y abuela del

niño, que por fuerza sería una matrona, aquí es plasmada como algo más madura y severa que

María, pero como una mujer joven todavía, y de belleza no marchita. En realidad, Leonardo ha

dado dos madres al niño; una que extiende sus brazos hacia él, y otra en el trasfondo, ambas

dotadas de la bienaventurada sonrisa de la dicha maternal. Esta peculiaridad del cuadro no ha

dejado de provocar asombro a los autores; Muther, por ejemplo, opina que Leonardo no podía

resolverse a pintar la vejez, pliegues y arrugas, y por eso creó a Santa Ana como una mujer de

radiante belleza. ¿Podemos declararnos satisfechos con esta explicación? Otros han recurrido

al expediente de poner en entredicho esa «igualdad de edades entre madre e hija». (ver

nota)(111) Ahora bien, el intento de explicación de Muther basta sin duda para probar que la

impresión de juventud que trasmite

Santa Ana en el cuadro está tomada de este mismo y no es un espejismo tendencioso.

La infancia de Leonardo había sido justamente tan asombrosa como este cuadro. Había tenido

dos madres; la primera fue la verdadera, Caterina, de cuyo lado lo sacaron cuando tenía entre

tres y cinco años, y la otra, una joven y tierna madrastra, la esposa de su padre, Donna Albiera.

Uniendo este hecho de su infancia con el ya citado (la presencia de madre y abuela juntas), (ver

nota)(112) condensándolos en una unidad mixta, se le plasmó la composición de «Santa Ana

con otros dos». La figura materna más alejada del niño, supuestamente la abuela, corresponde,

por su apariencia y su relación espacial con el niño, a la madre primera, la genuina, Caterina.

Con la beatífica sonrisa de Santa Ana, el artista sin duda ha desmentido y ha encubierto la

envidia que la desdichada evidentemente sentiría por verse obligada a entregar su hijo a su rival

de más linaje, del mismo modo que antes le entregara su marido. (ver nota)(113)

Así, desde otra obra de Leonardo llegamos a corroborar nuestra vislumbre de que la sonrisa de

Monna Lisa del Giocondo le había despertado el recuerdo de la madre de su primera infancia.

Vírgenes y nobles damas mostraron desde entonces en los cuadros de pintores de Italia la

humillada inclinación de cabeza y la sonrisa a la vez rara y beatífica de Caterina, la pobre

muchacha campesina que había dado al mundo un hijo señorial, destinado a pintar, investigar y

soportar.

Cuando Leonardo consiguió reflejar en el rostro de Monna Lisa el doble sentido que ese sonreír

poseía, la promesa de una ternura sin límites así como la amenaza funesta (según las palabras

de Pater, con ello no hacía sino mantenerse fiel al contenido de su primerísimo recuerdo. En

efecto, la ternura de la madre fue para él una fatalidad, comandó su destino y las privaciones

que le aguardaban. La violencia de las caricias a que apunta la interpretación de su fantasía

sobre el buitre no era sino cosa harto natural; la pobre madre abandonada no tenía más remedio

que dejar que afluyeran al amor maternal todos sus recuerdos de caricias gozadas, así como

su añoranza de otras nuevas; y era esforzada a ello, no sólo para resarcirse de no tener marido,

sino para resarcir al hijo, que no tenía un padre que pudiera acariciarlo. Así, a la manera de

todas las madres insatisfechas, tomó a su hijito como reemplazante de su marido y, por la

maduración demasiado temprana de su erotismo, le arrebató una parte de su virilidad. El amor

de la madre por el lactante a quien ella nutre y cuida es algo que llega mucho más hondo que su

posterior afección por el niño crecido. Posee la naturaleza de una relación amorosa plenamente

satisfactoria, que no sólo cumple todos los deseos anímicos sino todas las necesidades

corporales, y si representa una de las formas de la dicha asequible al ser humano ello se debe,

no en último término, a la posibilidad de satisfacer sin reproche también mociones de deseo

hace mucho reprimidas y que hemos de llamar «perversas». (ver nota)(114) Aun en la más

dichosa pareja joven, el padre siente que el hijo, en particular el varoncito, se ha convertido en

su competidor, y de ahí arranca una enemistad con el preferido, de profundas raíces en lo

inconciente.

Cuando Leonardo, en la cúspide de su vida, reencontró aquella sonrisa de beatífico

arrobamiento que antaño había jugado en los labios de su madre al acariciarlo, hacía tiempo se

encontraba bajo el imperio de una inhibición que le prohibía volver a anhelar nunca tales

ternezas de labios de una mujer. Pero se había hecho pintor, y entonces se empeñó en recrear

esa sonrisa con el pincel, estampándola luego en todos sus cuadros, sea que los realizara él o

que los pintaran sus discípulos bajo su dirección: Leda, San Juan Bautista y Baco. Estos dos

últimos son variantes de un mismo tipo. Muther dice: «Del ser frugal de la Biblia, que se

alimentaba de langostas, Leonardo ha hecho un Baco, un joven Apolo que, con una enigmática

sonrisa sobre sus labios, cruzados sus blandos muslos, nos mira con unos ojos que nos

arrebatan los sentidos». (ver nota)(115) Estos cuadros respiran una mística en cuyo misterio no

osamos penetrar; uno puede intentar, a lo sumo, establecer su enlace con las anteriores

creaciones de Leonardo. Las figuras son de nuevo andróginas, pero ya no en el sentido de la

fantasía sobre el buitre; son hermosos jóvenes de femenina ternura y con formas femeninas; ya

no bajan los ojos, sino que miran como en misterioso triunfo, como si supieran de una gran

dicha lograda sobre la que fuera preciso callar; la consabida sonrisa arrobadora deja vislumbrar

que se trata de un secreto de amor. Es posible que en estas figuras Leonardo desmintiera y

superara en el arte la desdicha de su vida amorosa, figurando, en esa beatíf ica reunión de una

esencia masculina y femenina, el cumplimiento de deseo del niño, fascinado por su madre.

 

V

Entre las anotaciones de los diarios íntimos de Leonardo se encuentra una que ha retenido la

atención del lector por su significativo contenido y por un ínfimo error formal. Escribe en julio de

1504:

«Adì 9 di Luglio 1504 mercoledi a ore 7 morì Ser Piero da Vinci, notalio al palazzo del Potestà,

mio padre, a ore 7. Era d’età d’anni 80, lasciò 10 figlioli maschi e 2 femmine». (ver nota)(116)

Esta nota trata, pues, de la muerte del padre de Leonardo. El pequeño error en su forma

consiste en la repetición de «a ore 7», como si al final de la oración Leonardo hubiera olvidado

que ya había insertado al comienzo esa indicación de tiempo. No es más que una pequeñez

con la que nada haría quien no fuese psicoanalista. Quizá ni repararía en ella, y en caso de que

se la indicasen, diría: «Puede ocurrirle a cualquiera por distracción o influido por un afecto, y no

tiene otro significado».

El psicoanalista piensa de otro modo; para él nada es demasiado pequeño como exteriorización

de procesos anímicos ocultos; ha aprendido desde hace tiempo que tales olvidos o repeticiones

son significativos, y que es preciso agradecer a la «distracción» si deja traslucir mociones de

otro modo escondidas.

Diremos que también esta nota, como las cuentas del entierro de Caterina y de las costas de

los discípulos, corresponde a un caso en que Leonardo fracasó en la sofocación de sus afectos

y en que eso encubierto por largo tiempo se conquistó una expresión desfigurada. También es

parecida por su forma: la misma pedante exactitud, la misma insistencia en las cifras. (ver

nota)(117)

Llamamos perseveración a una repetición de esta índole. Es un recurso sobresaliente para

indicar el matiz afectivo. Piénsese, por ejemplo, en la imprecación de San Pedro contra su

indigno representante en la Tierra, en el «Paradiso» de Dante:

«Quegli ch’usurpa in terra il luogo mio,

Il luogo mio, il luogo mio, che vaca

Nella presenza del Figliuo1 di Dio,

Fatto ha del cimiterio mio cloaca». (ver nota)(118)

Sin la inhibición afectiva de Leonardo, la anotación en el diario íntimo acaso habría sido: «Hoy a

las 7 murió mi padre, Ser Piero da Vinci, ¡mi pobre padre! ». Pero el desplazamiento de la

perseveración al detalle más indiferente de la noticia del deceso, la hora en que se produjo, le

quita todo pathos y justamente nos da a conocer que había aquí algo que ocultar y sofocar.

Ser Piero da Vinci, notario y descendiente de notarios, era hombre de una gran fuerza vital, que

le atrajo prestigio y desahogada posición. Casado cuatro veces, las dos primeras mujeres

fallecieron sin darle hijos; sólo de la tercera tuvo en 1476 su primer hijo varón legítimo, cuando

Leonardo ya tenía 24 años y hacía tiempo que había cambiado la casa paterna por el atelier de

su maestro Verrocchio; en su cuarta y última esposa, con quien casó siendo ya in hombre

cincuentón, engendró todavía nueve hijos varones y dos mujeres. (ver nota)(119)

Sin duda que también el padre llegó a gravitar en el desarrollo psicosexual de Leonardo, y no

sólo por vía negativa, en virtud de su ausencia en la primera infancia de este, sino directamente

por su presencia durante el resto de su niñez. Quien de niño anhela a su madre no puede evitar

el querer remplazar al padre, identificarse con él en su fantasía y luego plantearse como tarea

de vida el superarlo. Cuando Leonardo fue acogido en casa de sus abuelos, no habiendo

alcanzado todavía los cinco años de edad, sin duda que en su sentir la joven madrastra Albiera

ocupó el lugar de su madre y él entró en esa relación de rivalidad con el padre que merece el

nombre de normal. Corno es notorio, la decisión en favor de la homosexualidad sólo sobreviene

en las cercanías de la pubertad. Cuando ella se hubo decretado para Leonardo, la identificación

con el padre perdió toda significatividad para su vida sexual pero continuó en otros campos de

quehacer no erótico. Nos enteramos de que amaba la pompa y los hermosos vestidos,

mantenía servidores y caballos, aunque, como dice de él Vasari, «no poseía casi nada y

trabajaba poco»; por estas predilecciones suyas no responsabilizaremos sólo a su sentido de la

belleza, sino que también reconoceremos en ellas la compulsión a copiar y aventajar a su

padre. Frente a la pobre muchacha campesina, este último había sido el señor distinguido; por

eso quedó en el hijo la espina de hacer también el señor distinguido, el esfuerzo a «to out

-Herod Herod(120)», a mostrar al padre qué aspecto tenía en verdad la distinción.

Quien crea en condición de artista, es indudable, se siente como el padre de sus obras. Para la

creación pictórica de Leonardo, la identificación con su padre tuvo una fatal consecuencia.

Creaba y luego ya no se cuidaba de sus obras, como su padre lo había descuidado a él. El

hecho de que su padre velara luego por él en nada pudo modificar esta compulsión; en efecto,

ella derivaba de las impresiones de la primera infancia, y lo reprimido que ha permanecido

inconciente no puede ser corregido por experiencias posteriores.

En la época del Renacimiento -y aun mucho después- todo artista necesitaba un encumbrado

señor y mecenas, un padrone que le hiciese encargos, en cuyas manos depositaba su destino.

Leonardo halló su padrone en Ludovico Sforza, apodado «el Moro», hombre de elevadas miras,

amante de la pompa, diplomático astuto, pero inconstante y nada fiable. En su corte de Milán

pasó Leonardo el período más brillante de su vida, y a su servicio desplegó con las menores

inhibiciones esa fuerza creadora de la que son testimonios La Última cena y la estatua ecuestre

de Francesco Sforza. Abandonó Milán antes que la catástrofe se abatiera sobre Ludovico el

Moro, quien murió preso en una cárcel francesa. Cuando llegó a Leonardo la noticia del destino

de su protector, escribió en su diario íntimo: «El duque perdió su tierra, su patrimonio, su

libertad, y no dio término a ninguna de las obras que emprendió». (ver nota)(121) Es curioso, y

sin duda no deja de ser significativo, que dirija aquí a su padrone el mismo reproche que la

posteridad le haría a él como si quisiera responsabilizar a una persona perteneciente a la serie

paterna por el hecho de que él mismo dejase inacabadas sus obras. Aunque en realidad no

dejaba de tener razón en cuanto al duque.

Pero si el imitar a su padre lo perjudicó como artista, su revuelta contra aquel fue la condición

infantil de su tarea de investigador, acaso igualmente grandiosa. Según el bello símil de

Merejkovski, parecía un hombre que hubiera despertado de las tinieblas demasiado temprano,

cuando todos los demás seguían dormidos. (ver nota)(122) Osó formular la atrevida tesis que,

no obstante, contenía la justificación de todo libre investigar: «Quien en la polémica de las

opiniones invoca la autoridad, se vale de su memoria, no de su entendimiento ». (ver nota)(123)

Así se convirtió en el primer investigador moderno de la naturaleza, y una plétora de

conocimientos y vislumbres recompensaron su audacia de ser el primero, desde la época de

los griegos, en arrancarle sus secretos basado en la sola observación y el juicio propio. Pero

cuando enseñaba a menospreciar la autoridad y a desestimar la imitación de los «antiguos»,

señalando una y otra vez el estudio de la naturaleza como la fuente de toda verdad, no hacía

sino repetir, en la más alta sublimación asequible al ser humano, el partido que se vio precisado

a adoptar en su primera infancia al dirigir al mundo sus miradas de asombro. Retraducido de la

abstracción científica a la experiencia individual concreta, los antiguos y la autoridad sólo

correspondían al padre, y la naturaleza pasó a ser de nuevo la madre tierna y bondadosa que lo

había nutrido. Mientras que la mayoría de las criaturas humanas (hoy como en los tiempos

primordiales) sienten la imperiosa necesidad de apoyarse en una autoridad, a punto tal que se

les desmorona el universo si esta es amenazada, sólo Leonardo pudo prescindir de tales

apoyos; no lo habría conseguido si no hubiera aprendido en los primeros años de su infancia a

renunciar al padre. Su osada e independiente investigación científica posterior presupone una

investigación sexual infantil no inhibida por el padre, y la prolonga con extrañamiento respecto de

lo sexual.

Si alguien como Leonardo ha escapado en su primera(124) infancia del amedrentamiento por

obra del padre y ha sacudido en su investigación las cadenas de la autoridad, contradiría

flagrantemente nuestra expectativa encontrarnos con que ese mismo hombre permaneció

creyente y no fue capaz de sustraerse de la religión dogmática. El psicoanálisis nos ha

mostrado el íntimo nexo entre el complejo paterno y la fe en Dios; nos ha enseñado que,

psicológicamente, el Dios personal no es otra cosa que un padre enaltecido, y todos los días

nos hace ver cómo ciertos jóvenes pierden la fe religiosa tan pronto como la autoridad del padre

se quiebra en ellos. En el complejo parental discernimos, pues, la raíz de la necesidad religiosa;

el Dios omnipotente y justo, y la naturaleza bondadosa, nos aparecen como grandiosas

sublimaciones de padre y madre, o más bien como renovaciones y restauraciones de la representación que se tuvo de ambos en la primera infancia. Y desde el punto de vista biológico,

la religiosidad se reconduce al largo período de desvalimiento y de necesidad de auxilio en que

se encuentra la criatura humana, que, si más tarde discierne su abandono efectivo y su

debilidad frente a los grandes poderes de la vida, siente su situación semejante a la que tuvo en

la niñez y procura desmentir su desconsuelo mediante la renovación regresiva de los poderes

protectores infantiles. La protección contra la neurosis, que la religión asegura a sus fieles, se

explica con facilidad porque esta les toma el complejo parental, del que depende la conciencia

de culpa así del individuo como de la humanidad toda, y se los tramita en lugar de ellos,

mientras que el incrédulo tiene que habérselas solo con esa tarea. (ver nota)(125)

El ejemplo de Leonardo no parece demostrar que esta concepción de la fe religiosa es errónea.

Acusaciones de incredulidad o, lo que en aquel tiempo equivalía a lo mismo, de apostasía de la

fe en Cristo, se le hicieron ya en vida y encuentran clara expresión en la primera biografía

ensayada sobre él, la de Vasari [1550]. (ver nota)(126) En la segunda edición (1568) de su Vite,

Vasari omitió esas puntualizaciones. Y es completamente comprensible que Leonardo, en vista

de la extraordinaria susceptibilidad de su época en materia religiosa, se abstuviese, aun en sus

notas personales, de toda manifestación directa de su postura frente al cristianismo. Como

investigador, en modo alguno se dejó despistar por la historia de la creación según la Sagrada

Escritura; por ejemplo, pone en duda la posibilidad de un Diluvio universal, y en geología, tiene

tan pocos reparos como los modernos en contar por milenios.

Entre sus «profecías» hay muchas que afrentarían el sentimiento de un cristiano creyente. Por

ejemplo, «Sobre la práctica de rezar a las imágenes de los santos»:

«Los hombres hablarán con hombres que nada escuchan, que tienen los ojos abiertos y nada

ven; hablarán con estos y no recibirán respuesta alguna; impetrarán gracia de quien tiene oídos

y no oye, encenderán velas a quien es ciego». (ver nota)(127)

O «Sobre el duelo en Viernes Santo»:

«En todas las partes de Europa, grandes multitudes llorarán la muerte de un único hombre

fallecido en Oriente».

Acerca del arte de Leonardo se ha dicho que quitó a las figuras sagradas su último resto de

pertenencia eclesiástica y las plantó en lo humano para figurar en ellas grandes y hermosas

sensaciones del hombre. Muther le encomia haber superado el talante decadentista y haber

devuelto al hombre el derecho a la sensualidad y el alegre goce de la vida. En las notas que nos

muestran a Leonardo sondeando en lo profundo para desentrañar los grandes enigmas de la

naturaleza, no faltan manifestaciones de asombro por el Creador, la razón última de todos esos

señoriales misterios, pero nada indica que pretendiese establecer un vínculo personal con ese

poder divino. Las tesis en que resumió la profunda sabiduría de los últimos años de su vida

respiran la resignación del hombre que se somete a la Αμαγχɲ, a las leyes de la naturaleza, y

no espera mitigación alguna de la bondad o la gracia de Dios. Apenas cabe dudar de que

Leonardo haya superado la religión dogmática así como la personal, distanciándose mucho en

su labor investigadora de la cosmovisión del cristiano creyente.

Nuestras ya consignadas intelecciones sobre el desarrollo de la vida anímica infantil nos llevan a

suponer que también en el caso de Leonardo las primeras investigaciones de su infancia se

ocuparon del problema de la sexualidad. Ahora bien, él mismo nos lo deja traslucir con

trasparente velo cuando anuda su esfuerzo investigador con la fantasía sobre el buitre y confiere

relieve al problema del vuelo de los pájaros como uno que por un particular encadenamiento del

destino le estaba deparado elaborar. Un pasaje harto oscuro de sus notas, que suena como una

profecía, nos da precioso testimonio de cuánto interés afectivo ponía en el deseo de poder imitar

él mismo el arte de volar: «Tomará el gran pájaro su primer vuelo desde las espaldas de su

Gran Cisne, llenará de desconcierto al universo, de su fama a todos los escritos y de gloria

eterna al nido donde nació». (ver nota)(128) Es probable que esperara poder volar él mismo

alguna vez, y nosotros sabemos, por los sueños de cumplimiento de deseo de los seres

humanos, qué beatitud uno se promete del cumplimiento de esa esperanza.

Ahora bien, ¿por qué tantas personas sueñan con poder volar? El psicoanálisis nos da esta

respuesta: porque el deseo de volar o de ser pájaro no hace sino encubrir otro deseo, hacia

cuyo discernimiento nos lleva más de un puente tanto de lenguaje como de la cosa significada.

Si al niño ganoso de saber le cuentan que es un gran pájaro, la cigüeña, quien trae a los niñitos;

si los antiguos figuraban alado al falo; si la designación más corriente de la actividad sexual del

varón es en alemán «vögeln(129)»* y los italianos llaman directamente «Vuccello» («el pájaro»)

al miembro viril, esos no son sino unos jirones de una trama más vasta que nos enseña que el

deseo de poder volar no significa en el sueño otra cosa que la añoranza de ser capaz de logros

sexuales. (ver nota)(130) Este es un deseo de la primera infancia. El adulto envidia a los niños

porque, al rememorar su propia infancia, le parece una época dichosa en la que uno gozaba del

instante y, desprovisto de deseos, salía al encuentro del futuro. Pero, probablemente, los niños

mismos informarían otra cosa si pudieran hacerlo más temprano. (ver nota)(131) Al parecer, la

infancia no es ese beatífico idilio en que nosotros con posterioridad la desfiguramos; más bien,

toda ella es hostigada por un único deseo, el de ser grande, igualar a los adultos. Es el deseo

que pulsiona a los niños en todos sus juegos. Si en el trayecto de su investigación sexual ellos

vislumbran que el adulto, en un ámbito tan enigmático y por cierto tan importante, puede hacer

algo grandioso que les es denegado saber y hacer, se les suscita el impetuoso deseo de poder

hacer lo mismo, y suenan con ello en la forma del volar o preparan este disfraz del deseo para

sus posteriores sueños de vuelo. Así, también la aviación, que en nuestro tiempo ha alcanzado

por fin su meta, tiene su raíz erótica infantil.

Al confesarnos Leonardo que desde su infancia registró un particular vínculo personal con el

problema del vuelo, nos corrobora con ello que su investigación infantil estuvo dirigida a lo

sexual, tal como hubimos de conjeturarlo de acuerdo con nuestras indagaciones en niños de

hoy. Este problema, al menos, se había sustraído de la represión que luego lo enajenó de la

sexualidad; desde su infancia hasta la época de su plena madurez intelectual siguió

resultándole interesante lo mismo, con ligeros cambios de sentido, y es muy posible que no

alcanzara ese deseado arte más en su sentido sexual primario que en el mecánico, y que

ambos deseos permanecieran denegados a él.

En muchos aspectos, el gran Leonardo siguió siendo infantil toda su vida; se dice que todos los

grandes hombres tienen que conservar algo de infantil. De adulto siguió jugando, y por eso

muchas veces pareció ominoso e incomprensible a sus contemporáneos. Cuando para

festividades cortesanas y recepciones solemnes preparaba unos artificiosos juguetes

mecánicos, sólo a nosotros nos descontenta que el maestro malgastara sus fuerzas en tales

fruslerías; él no parece haberse dedicado a estas cosas a disgusto, pues Vasari nos informa

que las hacía aun sin que lo constriñese encargo alguno: «Allí (en Roma) preparó una pasta de

cera y con ella, todavía fluida, formó unos sutiles animales, a los que llenó de aire; si soplaba

dentro, ellos volaban, y caían por tierra al escapárseles el aire. A una rara lagartija encontrada

por el viñatero de Belvedere le hizo unas alas con la piel que sacó a otras lagartijas,

llenándoselas de azogue, de manera que se movían y vibraban al caminar aquella; luego le hizo

unos ojos, barba y cuernos, la domesticó y, tras meterla en una caja, espantaba con ella a sus

amigos». (ver nota)(132) A menudo tales juguetes le sirvieron para expresar pensamientos de

grave contenido: «Solía hacer que lavaran los intestinos de un carnero y los limpiaran tanto que

pudieran caber en el cuenco de la mano; los llevaba a una sala, y en una piecita contigua

aparejaba unos fuelles, fijaba a estos las tripas y les insuflaba aire hasta que ocuparan la sala

entera y fuera preciso refugiarse en un rincón. Así mostraba cómo poco a poco se volvían

trasparentes al llenarse de aire, y cómo, estando circunscritos al comienzo a un pequeño lugar,

iban ocupando más y más espacio; entonces los comparaba con el genio». De este mismo

placer juguetón obtenido mediante inocentes embozos y rebuscados disfraces dan testimonio

sus fábulas y enigmas; estos últimos revisten la forma de unas «profecías», casi todas ellas

ricas en ideas y curiosamente desprovistas de gracia {Witz}.

Los juegos y retozos que Leonardo consintió a su fantasía dieron pábulo a enojosos errores, en

que en algunos casos incurrieron biógrafos ignorantes de este rasgo suyo. Por ejemplo, en los

manuscritos de Milán, de Leonardo, se encuentran unos bosquejos de cartas a «Diodario de

Sorio (Siria), virrey del Santo Sultán de Babilonia», donde se presenta como un ingeniero

enviado a esa comarca de Oriente para realizar ciertos trabajos; se defiende del cargo de

holgazanería, ofrece descripciones geográficas de ciudades y montes y, por último, describe un

gran acontecimiento natural que habría presenciado allí. (ver nota)(133)

En 1883, J. P. Richter intentó demostrar, basado en esos documentos, que Leonardo

efectivamente había emprendido esos viajes de observación al servicio del sultán de Egipto, y

aun que había adoptado en Oriente la religión mahometana. Pretendió que esa estadía tuvo

lugar en el período anterior a 1483, o sea antes que se instalara en la corte del duque de Milán.

Sólo que a la crítica de otros autores no le fue difícil discernir en tales pruebas del supuesto viaje

de Leonardo al Oriente lo que en realidad son, unas producciones fantásticas del joven artista

que él creó para su propio entretenimiento, y en las que acaso expresó sus deseos de ver

mundo y vivir aventuras.

Es probable que también sea un producto de la fantasía la «Academia Vinciana», cuya

existencia se ha supuesto sobre la base de cinco o seis emblemas de entrelazamiento en

extremo complejo que llevan la inscripción de la Academia. Vasari menciona esos dibujos, pero

no a la Academia. (ver nota)(134) Muntz, que ha estampado uno de esos ornamentos en la

cubierta de su gran obra sobre Leonardo, se cuenta entre los pocos que creen en la realidad de

una «Academia Vinciana».

Probablemente esa pulsión de juego de Leonardo desfalleciera en su madurez y desembocara

también en la actividad investigadora que significó el último y supremo despliegue de su

personalidad. Pero el hecho de que persistiese tanto tiempo es idóneo para enseñarnos cuán

lentamente se desase de su infancia quien en ella ha gozado la suprema beatitud erótica, que

luego no vuelve a alcanzarse.

 

VI

Sería vano hacerse ilusiones: a los lectores actuales les sabe mal toda patografía. Su

desautorización se recubre con el reproche de que el estudio patográfico de un grande hombre

nunca permitirá entender su significatividad y sus logros; por eso sería un atrevimiento inútil

estudiar en él cosas que de igual modo se hallarían en cualquier Don Nadie. Pero lo equivocado

de esta crítica es tan evidente que sólo podemos entenderla como un pretexto y un disfraz. Es

que en modo alguno la patografía se propone volver comprensible el logro del grande hombre; a

nadie puede reprochársele no haber cumplido lo que nunca prometió. Los reales motivos de

aquella renuencia son otros. Se los descubre reparando en que los biógrafos están fijados a su

héroe de curiosísima manera. A menudo lo han escogido como objeto de sus estudios porque

de antemano le dispensaron una particular afección; razones personales de su vida de

sentimientos los movieron a ello. Luego se entregan a un trabajo de idealización que se afana

en insertar al grande hombre en la serie de sus propios arquetipos infantiles, acaso reviviendo

en él la representación infantil del padre. En aras de ese deseo borran de su fisonomía los

rasgos individuales, aplanan las huellas de su lucha vital con resistencias internas y externas,

no le toleran ningún resto de endeblez o imperfección humanas, y luego nos presentan una

figura ideal ajena y fría, en lugar del hombre de quien pudimos sentirnos emparentados a la

distancia. Es lamentable este proceder, pues así sacrifican la verdad a una ilusión y, en

beneficio de sus fantasías infantiles, renuncian a la oportunidad de penetrar en los más

atrayentes misterios de la naturaleza humana. (ver nota)(135)

El propio Leonardo, con su amor a la verdad y su esfuerzo de saber, no habría rechazado el

intento de colegir, desde las pequeñas rarezas y enigmas de su ser, las condiciones de su

desarrollo anímico e intelectual. Lo honramos aprendiendo algo en él. No menoscaba su

grandeza que estudiemos los sacrificios que debió costarle su desarrollo desde el niño, y

resumamos los factores que imprimieron a su persona el sesgo trágico del fracaso.

Destaquemos de manera expresa que en ningún momento hemos contado a Leonardo entre

los neuróticos o «enfermos de los nervios», según la torpe expresión. Y quien se queje por

habernos atrevido a aplicarle unos puntos de vista obtenidos de la patología, sigue prisionero de

prejuicios que hoy, y con razón, ya hemos resignado. Ya no creemos que salud y enfermedad,

normal y neurótico, se separen entre sí tajantemente, ni que unos rasgos neuróticos deban

apreciarse como prueba de una inferioridad general. Hoy sabemos que los síntomas neuróticos

son formaciones sustitutivas de ciertas operaciones de represión que hemos consumado en el

curso de nuestro desarrollo desde el niño hasta el hombre de cultura; que todos producimos esas formaciones sustitutivas, y que sólo su número, su intensidad y su distribución justifican el

concepto práctico de la condición de enfermo y la inferencia de una inferioridad constitucional.

Siguiendo pequeños indicios, estamos autorizados a situar la personalidad de Leonardo en las

cercanías de aquel tipo neurótico que designamos como «obsesivo», a comparar su investigar

con la «compulsión cavilosa» de los neuróticos, y sus inhibiciones, con las llamadas «abulias»

de estos últimos.

La meta de nuestro trabajo era explicar las inhibiciones en la vida sexual de Leonardo y en su

actividad artística. Permítasenos resumir, con ese fin, lo que pudimos colegir acerca de la

trayectoria de su desarrollo psíquico.

Nos está denegada la intelección de sus constelaciones hereditarias; en cambio, discernimos

que las circunstancias accidentales de su niñez ejercen un profundo efecto perturbador. Su

nacimiento ¡legítimo lo sustrae, quizás hasta el quinto año, del influjo del padre, y lo deja librado

a la tierna seducción de una madre de quién él es el único consuelo. Elevado a besos por ella

hasta la madurez sexual, no pudo menos que ingresar en una fase de quehacer sexual infantil,

de la cual sólo poseemos pruebas de una única exteriorización: la intensidad de su

investigación sexual infantil. Su pulsión de ver y de saber son excitadas con la máxima

intensidad por sus impresiones de la primera infancia; la zona erógena de la boca recibe un

realce que ya no resignará. Del hecho de que luego mostrara una conducta contraria, como su

hipertrófica compasión por los animales, podemos deducir que en ese período infantil no

faltaron potentes rasgos sádicos.

Una enérgica oleada represiva pone fin a esa desmesura infantil y establece las

predisposiciones que saldrán a la luz en su pubertad. El extrañamiento de todo quehacer

crudamente sensual será el resultado más llamativo de la trasmudación; Leonardo podrá vivir

abstinente y dar la impresión de un hombre asexual. Cuando le sobrevino la pleamar de la

excitación de la pubertad, ella no lo enfermó constriñéndolo a costosas y dañinas formaciones

sustitutivas; es que la mayor parte de las necesidades de la pulsíón sexual podrán sublimarse,

merced al temprano privilegio del apetito de saber sexual, en un esfuerzo de saber universal,

escapando así de la represión. Una parte mucho menor de la libido permanecerá vuelta hacia

metas sexuales y representará {repräsentieren} la atrofiada vida sexual del adulto. A

consecuencia de la represión del amor por la madre, esta parte será esforzada hacia una

actitud homosexual y se dará a conocer como amor ideal por los muchachos. En lo inconciente

se conserva la fijación a la madre y a los recuerdos beatíficos del comercio con ella, aunque

provisionalmente persevere en estado inactivo. De tal manera, represión, fijación y sublimación

cooperan para distribuirse las contribuciones que la pulsión sexual presta a la vida anímica de

Leonardo.

Desde una mocedad que nos resulta oscura, Leonardo emerge ante nosotros como artista,

pintor y creador plástico, merced a unas dotes especiales, acaso reforzadas por el temprano

despertar de la pulsión de ver en la primera infancia. Desearíamos indicar la manera en que el

quehacer artístico se reconduce a las pulsiones anímicas primordiales, pero nuestros medios

fallan justo aquí. Nos limitamos a poner de relieve el hecho, apenas discutible, de que el crear

del artista también da salida a su anhelar sexual, y respecto de Leonardo señalamos la noticia,

trasmitida por Vasari de que entre sus primeros intentos artísticos descollaron cabezas de

mujeres sonrientes y hermosos muchachos, es decir, unas figuraciones de sus objetos

sexuales. En su florecimiento juvenil, Leonardo parece haber trabajado al comienzo sin

inhibiciones. Así como en su tren de vida exterior tomaba como arquetipo al padre, atravesó

también por una época de creatividad viril y productividad artística en Milán, donde el favor del

destino le hiz o hallar en el duque Ludovico el Moro un sustituto del padre. Pero pronto se

corrobora en su caso la experiencia de que la sofocación casi total de la vida sexual objetiva no

proporciona las condiciones más favorables para el quehacer de las aspiraciones sexuales

sublimadas. El carácter arquetípico de la vida sexual se hace valer; la actividad y la aptitud para

las decisiones rápidas empiezan a paralizarse, la inclinación a meditar y vacilar se hace notar

con su efecto perturbador ya en La última cena, comandando, por su influjo sobre la técnica, el

destino de esa obra grandiosa. Ahora bien, lentamente se consuma en él un proceso que sólo

puede parangonarse con las regresiones de los neuróticos, El despliegue de su ser que en la

pubertad lo convirtió en artista es sobrepujado por su despliegue, condicionado desde la primera

infancia, en investigador; la segunda sublimación de sus pulsiones eróticas cede paso a la

inicial, preparada por la primera represión. Deviene investigador, primero todavía al servicio de

su arte, luego con independencia de este y fuera de él. Con la pérdida del protector que le

sustituía al padre, y el creciente ensombrecimiento de su vida, esa sustitución regresiva fue

extendiéndose cada vez más, Se vuelve «impacientissimo al pennello(136)» según informa un

corresponsal de la archiduquesa Isabella d’Este, que a toda costa quiere poseer un cuadro de

su mano. Su pasado infantil ha cobrado poder sobre él. Ahora bien, el investigar que le sustituye

a la creación artística parece conllevar algunos de los rasgos que singularizan al quehacer de

las pulsiones inconcientes: el carácter insaciable, la inexorable rigidez, la falta de aptitud para

adaptarse a las circunstancias objetivas.

En la cúspide de su vida, durante los primeros años después de cumplidos los cincuenta, en

una época en que los caracteres sexuales ya han involucionado en la mujer, no es raro que en

el hombre la libido aventure todavía un enérgico empuje. Es el momento en que sobreviene a

Leonardo una nueva mudanza. Estratos todavía más profundos de su contenido anímico se

vuelven otra vez activos; pero esta ulterior regresión favorece a su arte, que se atrofiaba. Se

topa con la mujer que le despierta el recuerdo del sonreír dichoso y sensualmente arrobado de

su madre, y bajo el influjo de este despertar cobra de nuevo la impulsión que lo había guiado al

comienzo de sus ensayos artísticos, cuando plasmaba mujeres sonrientes. Pinta a Monna Lisa,

Santa Ana, la Virgen y el Niño, y la serie de misteriosas imágenes singularizadas por aquella

enigmática sonrisa. Con el auxilio de sus mociones eróticas más antiguas consagra el triunfo

de superar de nuevo la inhibición en su arte. Este último desarrollo se difumina para nosotros en

la oscuridad de la vejez que se aproxima. Antes de eso, su intelecto ya se había remontado

hasta los supremos logros de una cosmovisión que dejaba muy atrás a su época.

En los capítulos precedentes he aducido todo aquello que puede justificar esta presentación del

desarrollo de Leonardo, esta articulación de su vida y el esclarecimiento de su oscilación entre

el arte y la ciencia. Si con estas puntualizaciones he de provocar, aun entre los amigos y

conocedores del psicoanálisis, el juicio de que he escrito meramente una novela psicoanalítica,

responderé que no taso muy alto el grado de certeza de estos resultados. He sucumbido, como

otros, a la atracción que irradia de este grande y enigmático hombre, en cuyo ser uno cree

percibir unas poderosas pasiones de índole pulsional a las que, empero, sólo se les permite una

exteriorización curiosamente asordinada.

Pero cualquiera que fuese la verdad sobre la vida de Leonardo, no podemos cerrar este ensayo de sondearla psicoanalíticamente antes de solucionar otra tarea. Tenemos que fijar en términos

universales los límites impuestos a la productividad del psicoanálisis en la biografía, y ello a fin

de que no se nos reproche como un fracaso cada explicación que omitimos dar. La indagación

psicoanalítica dispone, como material, de los datos de la biografía; por una parte, las

contingencias de episodios y de influencias del medio, y por la otra, los informes sobre las

reacciones del individuo. Ahora bien, basado en su conocimiento de los mecanismos psíquicos,

procura sondear dinámicamente la naturaleza del individuo a partir de sus reacciones, poner en

descubierto sus fuerzas pulsionales anímicas originarias, así como sus ulteriores

trasmudaciones y desarrollos. Cuando lo consigue, la conducta de esa personalidad en su vida

queda esclarecida por la acción conjugada de constitución y destino, fuerzas internas y poderes

externos. Y cuando esa empresa no obtiene resultados ciertos, como quizás ha sucedido en el

caso de Leonardo, la culpa no es de unas fallas o insuficiencias en la metodología del

psicoanálisis, sino del carácter incierto y lagunoso del material que la tradición nos ofrece

respecto de esta persona, Por tanto, el fracaso sólo es imputable al autor que constriñe al

psicoanálisis a pronunciar una pericia sobre la base de material tan escaso.

Pero aun si se dispusiera del más amplio material histórico y se tuviera el más seguro manejo

de los mecanismos psíquicos, una indagación psicoanalítica sería incapaz, en dos puntos

sustantivos, de dar razón de la necesidad por la cual el individuo sólo pudo devenir de un modo

y no de otro. En el caso de Leonardo, debimos sustentar la opinión de que la contingencia de su

nacimiento ¡legítimo y la hiperternura de su madre ejercieron la más decisiva influencia sobre la

formación de su carácter y su ulterior destino, pues la represión de lo sexual sobrevenida tras

esa fase infantil lo movió a sublimar la libido en esfuerzo de saber y estableció para el resto de

su vida su inactividad sexual. Pero esta represión tras las primeras manifestaciones eróticas de

la infancia no necesariamente debió producirse; acaso no habría sobrevenido en otro individuo,

o se habría producido de una manera mucho menos vasta. Aquí tenemos que admitir un grado

de libertad que no puede resolverse mediante el psicoanálisis. De igual modo, tampoco es lícito

suponer que el desenlace de esta oleada represiva sea el único posible. Es probable que otra

persona no hubiera tenido la suerte de sustraer de la represión lo principal de su libido por vía de

su sublimación en apetito de saber; bajo las mismas influencias que Leonardo, habría sufrido un

deterioro permanente de su trabajo de pensamiento o recibido una predisposición, no

dominable, a la neurosis obsesiva. Entonces, estas dos peculiaridades de Leonardo restan

como algo no explicable mediante el empeño psicoanalítico: su particularísima inclinación a

represiones de lo pulsional y su extraordinaria aptitud para la sublimación de las pulsiones

primitivas.

Las pulsiones y sus trasmudaciones son el término último de lo que el psicoanálisis puede

discernir. De ahí en adelante, deja el sitio a la investigación biológica. Nos vemos precisados a

reconducir tanto la inclinación a reprimir como la aptitud para sublimar a las bases orgánicas del

carácter, que son precisamente aquellas sobre las cuales se levanta el edificio anímico. Y

puesto que las dotes y la productividad artísticas se entraman íntimamente con la sublimación,

debemos confesar que también la esencia de la operación artística nos resulta inasequible

mediante el psicoanálisis. La investigación biológica de nuestra época se inclina a explicar los

rasgos principales de la constitución orgánica de un ser humano mediante la mezcla de

disposiciones masculinas y femeninas en el sentido de las sustancias materiales [químicas];

tanto la belleza física como la zurdera de Leonardo ofrecerían muchos apuntalamientos para

esto. (ver nota)(137) Empero, no abandonaremos el terreno de la investigación psicológica pura.

Nuestra meta sigue siendo demostrar el nexo entre vivencias externas y reacciones de la

persona a lo largo del camino del quehacer pulsional. Si bien es cierto que el psicoanálisis no

esclarece la condición de Leonardo como artista, nos vuelve comprensibles sus

exteriorizaciones y limitaciones. Parece, en efecto, que sólo un hombre con las vivencias

infantiles de Leonardo hubiera podido pintar a Monna Lisa y a «Santa Ana con otros dos»,

deparar a sus obras aquel triste destino y emprender ese inaudito vuelo como investigador de la

naturaleza, cual si la clave de todos sus logros y de su fracaso se escondiera en aquella

fantasía infantil sobre el buitre.

Ahora bien, ¿no cabe escandalizarse por los resultados de una indagación que concede a las

contingencias de la constelación parental tan decisivo influjo sobre el destino de un hombre; que

en el caso de Leonardo, por ejemplo, lo hace depender de su nacimiento, ilegítimo y la

infecundidad de su primera madrastra, Donna Albiera? Creo que no hay ningún derecho al

escándalo; cuando se considera al azar indigno de decidir sobre nuestro destino, ello no es más

que una recaída en la cosmovisión piadosa cuya superación el propio Leonardo preparó al

escribir que el Sol no se mueve. Naturalmente, nos afrenta que un Dios justo y una Providencia

bondadosa no nos protejan mejor de tales contingencias en el período más indefenso de

nuestra vida. Así, de buena gana olvidamos que en verdad todo es en nuestra vida azar, desde

nuestra génesis por la unión de espermatozoide y óvulo, azar que como tal tiene su parte en la

legalidad y necesidad de la naturaleza, sólo que no posee vínculo alguno con nuestros deseos e

ilusiones. La partición de nuestro determinismo vital entre las «necesidades» de nuestra

constitución y las «contingencias» de nuestra niñez puede que resulte incierta en sus detalles;

pero en el conjunto no cabe ninguna duda sobre la significatividad, justamente, de nuestra

primera infancia. Todos nosotros mostramos aún muy poco respeto hacia esa naturaleza que,

según las oscuras palabras de Leonardo (que nos traen a la memoria el dicho de Hamlet),

«está llena de infinitas causas {ragioni} que nunca estuvieron en la experiencia». (ver nota)(138)

Cada uno de nosotros, criaturas humanas, corresponde a uno de los incontables experimentos

en que esas ragioni de la naturaleza penetran en la experiencia.

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