Sobre un tipo particular de elección de objeto en el hombre (Contribuciones a la psicología del amor, I) (1910)
«Über einen besonderen Typus der Objektwahl belm Manne
(Beiträge zur Psychologie des Liebeslebens, I)»
Hasta ahora hemos dejado en manos de los poetas pintarnos las «condiciones de amor» bajo
las cuales los seres humanos eligen su objeto y el modo en que ellos concilian los
requerimientos de su fantasía con la realidad. Es cierto que los poetas poseen muchas
cualidades que los habilitan para dar cima a esa tarea, sobre todo la sensibilidad para percibir
en otras personas mociones anímicas escondidas, y la osadía de dejar hablar en voz alta a su
propio inconciente. Pero una circunstancia disminuye el valor cognoscitivo de sus
comunicaciones. Los poetas están atados a la condición de obtener un placer intelectual y
estético, así como determinados efectos de sentimiento, y por eso no pueden figurar tal cual el
material de la realidad, sino que deben aislar fragmentos de ella, disolver nexos perturbadores,
atemperar el conjunto y sustituir lo que falta. Son los privilegios de la llamada «licencia poética».
Ello no les permite exteriorizar sino escaso interés por la génesis y el desarrollo de unos
estados anímicos que describen como acabados. Así se vuelve imprescindible que la ciencia,
con manos más toscas y una menor ganancia de placer, se ocupe de las mismas materias con
que la elaboración poética deleita a los hombres desde hace milenios. Acaso estas
puntualizaciones sirvan para justificar también una elaboración rigurosamente científica de la
vida amorosa de los seres humanos. Es que la ciencia importa el más completo abandono del
principio de placer de que es capaz nuestro trabajo psíquico.
En el curso de los tratamientos psicoanalíticos, uno tiene hartas oportunidades de recoger
impresiones sobre la vida amorosa de los neuróticos, y acaso recuerde haber hecho
comprobaciones, por propia observación o por referencias, de similar conducta también en
personas sanas en líneas generales o aun en individuos sobresalientes. Si por azar el material
resulta propicio, la acumulación de esas impresiones pondrá de relieve con nitidez algunos
tipos. Empezaré por describir aquí un tipo de esa índole, referido a la elección masculina de
objeto; lo escojo porque se singulariza por una serie de «condiciones de amor» cuya conjunción
no se entiende, y aun resulta sorprendente, y porque admite un esclarecimiento psicoanalítico
simple.
1. La primera de estas condiciones de amor debe caracterizarse directamente como específica;
tan pronto uno la halla, está autorizado a pesquisar la presencia de los otros caracteres que
integran el tipo. Puede llamársela la condición del «tercero perjudicado»; su contenido es que la
persona en cuestión nunca elige como objeto amoroso a una mujer que permanezca libre, vale
decir a una señorita o una señora que se encuentre sola, sino siempre a una sobre quien otro
hombre pueda pretender derechos de propiedad en su condición de marido, prometido o amigo.
En muchos casos, esta condición demuestra ser tan implacable que una misma mujer pudo
ser primero ignorada o aun desairada cuando no pertenecía a nadie, convirtiéndose de pronto
en objeto de enamoramiento al entrar en una de las mencionadas relaciones con otro hombre.
2. La segunda condición quizá sea menos constante, pero no es menos llamativa. El tipo sólo
queda completo por su conjunción con la primera, que, en cambio, parece presentarse también
por sí sola con gran frecuencia. Esta segunda condición dice que la mujer casta e
insospechable nunca ejerce el atractivo que puede elevarla a objeto de amor, sino sólo aquella
cuya conducta sexual de algún modo merezca mala fama y de cuya fidelidad y carácter
intachable se pueda dudar. Este último rasgo puede variar dentro de una serie significativa,
desde la ligera sombra que pese sobre la fama de una esposa inclinada al flirt hasta la pública
poligamia de una cocotte o una cortesana; lo cierto es que el hombre perteneciente a este tipo
no renunciará a algo de esta clase. Un poco groseramente, podemos designar esta condición
como la del «amor por mujeres fáciles».
Así como la primera condición daba pie a satisfacer mociones agonales, hostiles al hombre a
quien se arrebataba la mujer amada, esta segunda, la de la liviandad de la mujer, se relaciona
con el quehacer de los celos, que parecen constituir una necesidad para el amante de este tipo.
Sólo cuando puede albergarlos logra la pasión su cima, adquiere la mujer su valor pleno, y
nunca omitirá apoderarse de una ocasión que le consienta vivenciar estas intensísimas
sensaciones. Cosa notable, estos celos jamás se dirigen al poseedor legítimo de la amada, sino
a extraños recién llegados en relación con quienes se pueda alentar sospechas de ella. En los
casos más acusados, el amante no muestra ningún deseo de poseer para sí solo a la mujer, y
parece sentirse enteramente cómodo dentro de la relación triangular. Uno de mis pacientes, que
había sufrido horriblemente con los deslices de su dama, no presentó objeción alguna a su
casamiento, y aun lo promovió por todos los medios; y durante años no sintió ni sombra de
celos hacia el marido. Otro caso típico había mostrado grandes celos hacia el marido, es cierto,
en su primer vínculo amoroso, y había obligado a la dama a suspender el comercio marital; pero
en sus muy numerosos enredos posteriores se comportó como los otros y dejó de considerar
perturbador al marido legítimo.
Los siguientes puntos ya no describen las condiciones exigidas del objeto de amor, sino la
conducta del amante hacia el objeto de su elección.
3. En la vida amorosa normal, el valor de la mujer es regido por su integridad sexual, y el rasgo
de la liviandad lo rebaja. Por eso aparece como una llamativa desviación respecto de lo normal
el hecho de que los amantes del tipo considerado traten como objetos amorosos de supremo
valor a las mujeres que presentan ese rasgo. Cultivan los vínculos de amor con estas mujeres
empeñándose en el máximo gasto psíquico, hasta consumir todo otro interés; son las únicas
personas a quienes pueden amar, y en todos los casos exaltan la autoexigencia de fidelidad, por
más a menudo que en la realidad la infrinjan. En estos rasgos de los vínculos amorosos
descritos se acusa con extrema nitidez el carácter obsesivo que en cierto grado es propio de
todo enamoramiento. Sin embargo, no se deduzca de la fidelidad e intensidad de la ligazón que
un único enredo de esta índole llenará la vida amorosa de estas personas o se escenificará
{abspielen} en ellas una vez sola. Antes al contrario; en la vida de quienes responden a este tipo
se repiten varias veces pasiones de esa clase con iguales peculiaridades -cada una, la exacta
copia de las anteriores-, y aun, siguiendo vicisitudes exteriores, como los cambios de residencia
y de medio, los objetos de amor pueden sustituirse unos a otros tan a menudo que se llegue a
la formación de una larga serie.
4. Lo más asombroso para el observador es la tendencia, exteriorizada en los amantes de este
tipo, a «rescatar» a la amada. El hombre está convencido de que ella lo necesita, de que sin él
perdería todo apoyo moral y rápidamente se hundiría en un nivel lamentable. La rescata, pues,
no abandonándola. En algunos casos el propósito de rescate puede invocar, para justificarse, la
dudosa escrupulosidad sexual de la amada o su posición social amenazada; pero no resalta
con menor nitidez cuando están ausentes tales apuntalamientos en la realidad. Uno de los
hombres pertenecientes al tipo descrito, que sabía granjearse el favor de sus damas merced a
una hábil seducción y una especiosa dialéctica, no ahorraba esfuerzos luego, en la relación
amorosa, por mantener a la amada en la senda de la «virtud» mediante unos tratados que él
mismo redactaba.
Si ahora abarcamos con la mirada todos los rasgos del cuadro aquí descrito (las condiciones
de que la amada no sea libre y de su liviandad, el alto valor que se le confiere, la necesidad de
sentir celos, la fidelidad, conciliable empero con los sucesivos relevos dentro de una larga serie,
y el propósito de rescatarla), juzgaremos harto improbable poder derivarlos de una fuente única.
No obstante, el ahondamiento psicoanalítico en la biografía de las personas en cuestión lo
consigue con facilidad. Esa elección de objeto de curioso imperio y esa rara conducta tienen el
mismo origen psíquico que en la vida amorosa de las personas normales; brotan de la fijación
infantil de la ternura a la madre y constituyen uno de los desenlaces de esa fijación. En la vida
amorosa normal quedan pendientes sólo unos pocos rasgos que dejan traslucir de manera
inequívoca el arquetipo materno de la elección de objeto (p. ej., la predilección de ciertos
jóvenes por mujeres maduras); el desasimiento de la libido respecto de la madre se ha
consumado con relativa rapidez. En cambio, en nuestro tipo ella se ha demorado tanto tiempo
junto a la madre, aun después de sobrevenida la pubertad, que los objetos de amor elegidos
después llevan el sello de los caracteres maternos y todos devienen unos subrogados de la
madre fácilmente reconocibles. Aquí se impone la comparación con la forma(161) del cráneo
del recién nacido: si el parto es prolongado, cobrará la que le imprima la abertura pelviana de la
madre.
Ahora debemos tornar verosímil que los rasgos característicos de nuestro tipo, tanto sus
condiciones de amor como su conducta en ese terreno, surgen efectivamente de la
constelación materna. Lo conseguiremos con mayor facilidad respecto de la primera condición,
la de que la mujer no sea libre, o del tercero perjudicado. Inteligimos de inmediato que en el niño
que crece dentro de la familia el hecho de que la madre pertenezca al padre pasa a ser una
pieza inseparable del ser de aquella, y que el tercero perjudicado no es otro que el propio padre.
Con igual facilidad se inserta en esa trama infantil el rasgo sobrestimador, que convierte a la
amada en única e insustituible; en efecto, nadie posee más que una madre, y el vínculo con ella
descansa sobre el fundamento de un suceso a salvo de cualquier duda e irrepetible.
Además, si en nuestro tipo todos los objetos de amor están destinados a ser principalmente
unos subrogados de la madre, se vuelve comprensible la formación de series, que parece
contradecir de manera tan directa la condición de la fidelidad. En efecto, el psicoanálisis nos
enseña, también por medio de otros ejemplos, que lo insustituible eficaz dentro de lo
inconciente a menudo se anuncia mediante el relevo sucesivo en una serie interminable, y tal,
justamente, porque en cada subrogado se echa de menos la satisfacción ansiada. Así, el
inextinguible placer de hacer preguntas que muestran los niños a cierta edad se explica por el
hecho de que tienen una única pregunta para formular, y nunca la pronuncian(162); de igual
modo, la locuacidad de muchas personas que padecen daño neurótico se explica por la presión
de un secreto que esfuerza hacia la comunicación y ellas, desafiando toda tentación, no dejan
traslucir.
En cambio, la segunda condición de amor, la liviandad del objeto elegido, parece contrariar
enérgicamente una derivación del complejo materno. Es que ante el pensar conciente del adulto
la madre aparece como una personalidad de pureza moral inatacable, y nada resulta tan
afrentoso -cuando viene de afuera- ni se siente tan penoso -cuando aflora de adentro- como una
duda sobre este carácter de la madre. Pero justamente ese nexo de la más tajante oposición
entre la «madre» y la «mujer fácil» nos incitará a explorar la historia de desarrollo y el nexo
inconciente de esos dos complejos; en efecto, desde hace tiempo sabemos que en lo
inconciente a menudo coincide en una misma cosa lo que en la conciencia se presenta
escindido en dos opuestos. (ver nota)(163) La indagación nos reconduce entonces a la época
de la vida en que el varoncito tuvo por primera vez una noticia más completa de las relaciones
sexuales entre sus padres, más o menos en los años de la pubertad. Comunicaciones brutales,
de tendencia francamente denigratoria y revoltosa, lo familiarizan con el secreto de la vida
sexual y destruyen la autoridad de los adultos, que resulta inconciliable con el descubrimiento de
su quehacer sexual. Lo que en estas revelaciones ejerce el influjo más intenso sobre el iniciado
es su referencia a los padres propios. A menudo el oyente las desautoriza directamente, por
ejemplo con estas palabras: «Es posible que tus padres u otras personas hagan algo así entre
ellos, pero los míos no; es imposible». (ver nota)(164)
Como un corolario que rara vez falta a ese «esclarecimiento sexual», el muchacho toma al
mismo tiempo noticia de la existencia de ciertas mujeres que ejercen el acto sexual a cambio
de una paga y por eso son objeto de universal desprecio. El no puede menos que ser ajeno a
ese desprecio; sólo alimenta por esas desdichadas una mezcla de añoranza y de horror, pues
sabe que también a él pueden introducirlo en la vida sexual, cosa que hasta ese momento
consideraba un privilegio exclusivo de los «mayores». Más tarde, cuando ya no puede sostener
esa duda que reclama para sus padres una excepción respecto de las odiosas normas del
quehacer sexual, se dice con cínica corrección que a pesar de todo no es tan grande la
diferencia entre la madre y la prostituta, pues ambas en el fondo hacen lo mismo. En efecto,
aquellas comunicaciones de esclarecimiento le han despertado las huellas mnémicas de sus
impresiones y deseos de la primera infancia y, a partir de ellas, han vuelto a poner en actividad
ciertas mociones anímicas. Empieza a anhelar a su propia madre en el sentido recién adquirido
y a odiar de nuevo al padre como un competidor que estorba ese deseo; en nuestra
terminología: cae bajo el imperio del complejo de Edipo. (ver nota)(165) No perdona a su madre,
y lo considera una infidelidad, que no le haya regalado a él, sino al padre, el comercio sexual.
Estas mociones, cuando no pasan rápido, no tienen otra salida que desfogarse en fantasías
cuyo contenido es el quehacer sexual de la madre bajo las más diversas circunstancias, y cuya
tensión tiende a solucionarse con particular facilidad en el acto onanista. A consecuencia de la
permanente conjugación de los dos motivos pulsionantes, el anhelo y la venganza, las fantasías
de infidelidad de la madre son, con mucho, las predilectas; el amante con quien la madre
comete el adulterio lleva casi siempre los rasgos del yo propio, mejor dicho, de la propia
personalidad idealizada, figurada en la edad madura para elevarla hasta el nivel del padre. Lo
que en otro lugar(166) he descrito como «novela familiar» abarca las múltiples plasmaciones de esta actividad de la fantasía y su entretejimiento con diversos intereses egoístas de esta época
de la vida.
Ahora bien, tras inteligir esta pieza del desarrollo anímico ya no podemos hallar contradictorio e
inconcebible que la condición de la liviandad de la amada se derive directamente del complejo
materno. El tipo de vida amorosa masculina que hemos descrito leva en sí las huellas de esta
historia de desarrollo y puede comprenderse como una fijación a las fantasías de pubertad del
muchacho, fantasías que más tarde han hallado empero una salida hacia la realidad de la vida.
No importa dificultad alguna suponer que el onanismo asiduamente practicado en la pubertad ha
contribuido a fijar esas fantasías.
La tendencia a rescatar a la amada sólo parece mantener una conexión laxa, superficial, y que
se agotaría en su fundamentación conciente, con aquellas fantasías que han tomado el gobierno
de la vida amorosa real. La amada se pone en peligro por su inclinac ión a la indecencia y la
infidelidad; es comprensible entonces que el amante se empeñe en preservarla de ese peligro
cuidando de su virtud y contrariando sus malas inclinaciones. Empero, el estudio de los
recuerdos encubridores, las fantasías y los sueños nocturnos de los seres humanos muestra
que estamos frente a una «racionalización» excelentemente lograda de un motivo inconciente,
equiparable a una buena elaboración secundaria de un sueño. En realidad, el motivo del rescate
tiene su significado y su historia propios, y es un retoño autónomo del complejo materno o,
mejor dicho, parental. Al enterarse el niño de que debe la vida a sus padres, de que la madre le
ha «regalado la vida», en él se aúnan mociones tiernas con las de una manía de grandeza en
pugna por la autonomía, para generar el deseo de devolver ese regalo a los padres,
compensárselo por uno de igual valor. Es como si el desafío del muchacho quisiera decir: «No
necesito nada de mi padre, quiero devolverle todo lo que le he costado». Forma entonces la
fantasía de rescatar al padre de un peligro mortal, con lo cual queda a mano con él; harto a
menudo esta fantasía se desplaza al emperador, al rey o a algún gran señor, volviéndose, tras
esta desfiguración, susceptible de conciencia y aun aprovechable para el poeta. En la aplicación
de esta fantasía de rescate al padre prevalece con mucho el sentido desafiante, en tanto que
casi siempre dirige a la madre su intencionalidad tierna. La madre ha regalado la vida a su hijo, y
no es fácil sustituir por algo de igual valor este singular regalo. Con un leve cambio de
significado -como es más fácil de lograr en lo inconciente, un cambio equiparable a la
confluencia conciente de un concepto en otro-, «rescatar a la madre» cobra el significado de
«obsequiarle o hacerle un hijo», desde luego, un hijo como uno mismo es. El distanciamiento
respecto del sentido originario del rescate no es demasiado grande, ni es caprichoso el cambio
de significado. La madre nos ha regalado una vida, la propia, y uno le regala a cambio otra vida,
la de un hijo que tiene con el símismo propio la máxima semejanza. El hijo se muestra
agradecido deseando tener un hijo de la madre, un hijo igual a él mismo; vale decir: en la
fantasía de rescate se identifica plenamente con el padre. Este solo deseo, el de ser su propio
padre, satisface toda una serie de pulsiones: tiernas, de agradecimiento, concupiscentes,
desafiantes, de autonomía. Y en ese cambio de significado tampoco se ha perdido el factor del
peligro; en efecto, el acto mismo del nacimiento es el peligro del que uno fue rescatado por el
esfuerzo de la madre. El nacimiento es tanto el primero de todos los peligros mortales cuanto el
arquetipo de todos los posteriores ante los cuales sentimos angustia; y es probable que el
vivenciar el nacimiento nos haya dejado como secuela la expresión de afecto que llamamos
angustia. Por eso no conoció la angustia Macduff, el de la saga escocesa, pues no fue parido
por su madre sino arrancado de su vientre. (ver nota)(167)
Artemidoro, el antiguo intérprete de sueños, tenía sin duda razón cuando aseveraba que el
sentido del sueño varía según la persona del soñante. (ver nota)(168) De acuerdo con las leyes
válidas para la expresión de pensamientos inconcientes, «rescatar» puede cambiar de
significado según lo fantasee una mujer o un hombre. Puede significar tanto «hacer un hijo =
procurarle el nacimiento» (para el hombre) como «parir un hijo» (para la mujer). En particular,
en su combinación con el agua se disciernen fácilmente estos diversos significados del
rescatar en sueños y fantasías. Cuando en el sueño un hombre rescata del agua a una mujer,
eso significa que la convierte en madre, lo cual, de acuerdo con las anteriores elucidaciones,
tiene el mismo sentido que el contenido «convertirla en su propia madre». Si una mujer rescata
del agua a otra persona (a un niño), con ello se confiesa su madre, la que lo ha parido, como la
hija del rey en la leyenda de Moisés. (ver nota)(169) En ocasiones, también la fantasía de
rescate dirigida al padre cobra un sentido tierno. En tales casos quiere expresar el deseo de
tener por hijo al padre, vale decir, tener un hijo que sea como el padre. (ver nota)(170)
Es a causa de todos estos vínculos del motivo del rescate con el complejo parental que la
tendencia a rescatar a la amada constituye un rasgo esencial del tipo amoroso aquí descrito.
No considero necesario justificar mi modo de trabajo, que, tanto aquí como en la postulación del
erotismo anal(171), se resume en partir del material de la observación para poner de relieve
unos tipos al comienzo extremos y netamente circunscritos. Tanto allí como aquí son harto
numerosos los individuos en que sólo se comprueban rasgos aislados del tipo, o bien estos en
una plasmación difusa; y va de suyo que sólo la presentación del nexo íntegro del cual se han
tomado estos tipos posibilita su apreciación correcta.
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