Nota introductoria:
A solicitud del doctor M. Fürst, médico de Hamburgo, Freud escribió este artículo para ser publicado en una revista que aquel dirigía, dedicada a la medicina social y la higiene. Ernest Jones (1955, págs. 327-8) nos informa que Freud expuso mucho más ampliamente sus opiniones sobre este tema en un debate de la Sociedad Psicoanalítica de Viena celebrado el 12 de mayo de 1909; ya lo había considerado allí en la reunión del 18 de diciembre de 1907. (Cf. Minutes, 1) Unos treinta años más tarde volvió a ocuparse de él en «Análisis terminable e interminable» (1937c), AE, 23, pág. 236, mostrando en esa oportunidad que la cuestión es considerablemente menos sencilla que lo que aparenta en A presente examen.
James Strachey.
Estimado colega:
Cuando usted me pide manifestarme sobre el «esclarecimiento sexual del niño», supongo que no espeta de mí un tratado formal y en regla que tome en cuenta el conjunto de la bibliografía, hipertrófica ya, sino que quiere conocer el juicio independiente de un médico a quien su actividad profesional ha ofrecido particulares incitaciones para ocuparse de los problemas sexuales. Sé que ha seguido con interés mis empeños científicos y no ha obrado como tantos otros colegas, quienes los rechazan por el mero hecho de que yo veo en la constitución psicosexual y en ciertos deterioros de la vida sexual las más importantes causas de las frecuentísimas neurosis; además, no hace mucho hallaron mención benévola en la revista de usted mis Tres ensayos de teoría sexual [1905d], donde expongo la composición de la pulsión genésica y las perturbaciones que en su desarrollo le sobrevienen hasta convertirse en la función sexual.
Debo, pues, responderle a estas cuestiones: si en general es lícito proporcionar a los niños esclarecimiento sobre los hechos de la vida genésica, a qué edad convendría hacerlo y de qué manera. Pero desde el comienzo mismo reciba usted mi confesión de que hallo enteramente comprensible que se discuta sobre los puntos segundo y tercero, pero no entiendo, en absoluto, cómo el primer punto podría ser motivo de una diferencia de opiniones. ¿Qué se pretende lograr escatimando a los niños -digamos a los jóvenes- tales esclarecimientos sobre la vida sexual humana? ¿Se teme despertar su interés por estas cosas prematuramente, antes que nazca en ellos mismos? ¿Acaso mediante ese encubrimiento se espera detener a la pulsión sexual hasta el momento en que pueda encaminarse por las únicas vías que le abre el régimen de la sociedad civil? ¿Se cree que los niños no mostrarían interés alguno por los hechos y enigmas de la vida sexual, ni inteligencia alguna para ellos, si terceros no se los señalasen? ¿Se cree posible que la noticia que se les deniega no les sea aportada por otros caminos? ¿O se busca real y seriamente que más tarde juzguen inferior y abominable todo lo sexual, de lo cual tanto padres cuanto educadores se propusieron mantenerlos alejados el mayor tiempo posible?
En verdad, yo no sé en cuál de estos propósitos debo ver el motivo de que así, de hecho, se esconda lo sexual a los niños; sólo sé que todos esos propósitos son igualmente necios, y mucho me pesaría tener que concederles el privilegio de una refutación. Pero ahora recuerdo que en las cartas familiares del gran pensador y filántropo Multatuli he hallado algunas líneas que darán sobrada respuesta:
«En general, y para mi sentir, ciertas cosas son veladas en exceso. Es sano mantener limpia la fantasía de los niños, pero esa pureza no se preserva mediante la ignorancia. Antes bien, creo que mientras más se oculte algo al varón o a la niña, tanto más maliciarán la verdad. Uno por curiosidad cae sobre el rastro de cosas a las que poco o ningún interés habría concedido si le hubieran sido comunicadas sin mucha ceremonia. Más aún: si fuera posible preservar esa ignorancia, acaso yo me reconciliara con ella; pero es imposible: el niño entra en contacto con otros niños, caen en sus manos libros que lo inducen a meditar, y los mismos tapujos con que sus padres tratan lo que empero él ha comprendido no hacen sino atizarle el ansia de saber más. Y esta ansia satisfecha sólo en parte, sólo en secreto, exacerba el corazón y corrompe la fantasía; el niño ya peca, y los padres todavía creen que él no sabe qué es pecado». (1)
No sé si podría decirse nada mejor acerca de esto, pero acaso quepa agregar algo. Por cierto no es sino la vulgar mojigatería y la propia mala conciencia en asuntos sexuales lo que mueve a los adultos a usar de esos «tapujos» con los niños; no obstante, es posible que influya también algo de ignorancia teórica conjurable mediante el esclarecimiento de los adultos mismos. En efecto, se cree que la pulsión sexual falta en los niños, y sólo se instala en ellos en la pubertad, con la maduración de los órganos genésicos. He ahí un grosero error, de serias consecuencias tanto para el conocimiento como para la práctica. Y es tan fácil corregirlo mediante la observación que nos maravilla que pudiera engendrarse. En realidad, el recién nacido trae consigo al mundo una sexualidad, ciertas sensaciones sexuales acompañan su desarrollo desde la lactancia hasta la niñez, y son los menos los niños que se sustraen, en la época anterior a la pubertad, de quehaceres y sensaciones sexuales. Quien desee conocer la exposición particularizada de estas tesis la hallará en mis ya citados Tres ensayos de teoría sexual. Allí averiguará que los órganos de la reproducción propiamente dichos no son las únicas partes del cuerpo que procuran sensaciones sexuales placenteras, y que la naturaleza ha estatuido con todo rigor las cosas para que durante la infancia sean inevitables aun las estimulaciones de los genitales. Con una expresión introducida por Havelock Ellis [1898a], se designa como período del autoerotismo a esta época de la vida en que, por la excitación de diversas partes de la piel (zonas erógenas), por el quehacer de ciertas pulsiones biológicas y como coexcitación sobrevenida a raíz de muchos estados afectivos, es producido un cierto monto de placer indudablemente sexual. La pubertad no hace sino procurar el primado a los genitales entre todas las otras zonas y fuentes dispensadoras de placer, constriñendo así al erotismo a entrar al servicio de la función reproductora, proceso este que desde luego puede sufrir ciertas inhibiciones y que en muchas personas, las que son luego perversas o neuróticas, sólo se consuma de una manera incompleta. Por otra parte, mucho antes de alcanzar la pubertad el niño es capaz de la mayoría de las operaciones psíquicas de la vida amorosa (la ternura, la entrega, los celos), y harto a menudo sucede también que esos estados anímicos se abran paso hasta las sensaciones corporales de la excitación sexual, de suerte que él no pueda abrigar dudas sobre la copertenencia entre ambas. En suma: largo tiempo antes de la pubertad el niño es un ser completo en el orden del amor, exceptuada la aptitud para la reproducción; y es lícito entonces sostener que con aquellos «tapujos» sólo se consigue escatimarle la facultad para el dominio intelectual de unas operaciones para las que está psíquicamente preparado y respecto de las cuales tiene el acomodamiento somático.
Así, el interés intelectual del niño por los enigmas de la vida genésica, su apetito de saber sexual, se exterioriza en una época de la vida insospechablemente temprana. Si observaciones como la que pasaré a comunicarle no han podido hacerse con más frecuencia, se lo debe atribuir sin duda a que los padres están aquejados de una particular ceguera hacia ese interés del niño o, si no les fue posible ignorarlo, se empeñaron por ahogarlo enseguida.
Conozco a un hermoso niño que ahora tiene cuatro años, cuyos inteligentes padres renunciaron a sofocar violentamente un fragmento de su desarrollo. El pequeño Hans, que por cierto no sufrió influencias seductoras de parte de alguna persona encargada de su crianza, muestra empero desde hace un tiempo vivo interés por aquella parte de su cuerpo que suele designar como «hace-pipí» {«Wiwimacher»}. Ya a los tres años ha preguntado a su madre: «Mamá, ¿tu también tienes un hace-pipí?». A lo cual la mamá respondió: «Naturalmente, ¿qué te habías creído?». Igual pregunta había dirigido repetidas veces al padre. A la misma edad lo llevaron por primera vez a visitar un establo; ahí asistió al ordeño de una vaca, y entonces exclamó asombrado: «¡Mira, del hace-pipí sale leche!». A los. tres años y tres cuartos, está en camino de descubrir categorías correctas por sí mismo y por sus propias observaciones. Ve que de una locomotora largan agua, y dice: «Mira, la locomotora hace pipí; ¿y dónde tiene el hace-pipí?». Luego él mismo agrega, reflexionando: «Un perro y un caballo tienen un hace-pipí; una mesa y un sillón, no». Hace poco contempló cómo bañaban a su hermanita de una semana de edad, y señaló: «Pero su hace-pipí es todavía chiquito. Cuando ella crezca se le agrandará». (Esta misma postura frente al problema de la diferencia entre los sexos se me ha informado también de otros varoncitos de la misma edad.) Yo pondría en entredicho que el pequeño Hans sea un niño de disposición sensual ni, menos aún, patológica; sólo creo que no ha sido amedrentado, no lo aqueja la conciencia de culpa y por eso da a conocer sin recelo sus procesos de pensamiento. (2)
El segundo gran problema que atarea el pensar de los niños -si bien a una edad un poco más tardía (3)- es el del origen de los hijos, anudado las más de las veces a la indeseada aparición de un nuevo hermanito o hermanita. Esta es la pregunta más antigua y más quemante de la humanidad infantil; quien sepa interpretar mitos y tradiciones, puede escucharla resonar en el enigma que la Esfinge de Tebas planteó a Edipo. Las respuestas usuales en la crianza de los niños menoscaban su honesta pulsión de investigar, y casi siempre tienen como efecto conmover por primera vez su confianza en sus progenitores; a partir de ese momento, en la mayoría de los casos empiezan a desconfiar de los adultos y a mantenerles secretos sus intereses más íntimos. Un pequeño documento acaso muestre cuán torturante puede volverse este apetito de saber, sobre todo en niños más grandecitos; es la carta de una niña de once años y medio, huérfana de madre, que ha especulado sobre este problema con su hermanita menor:
«Querida tía Mali:
»Te ruego tengas la bondad de decirme por escrito cómo tuviste a Christel o a Paul. Tú tienes que saberlo, pues estás casada. Es que ayer a la tarde hemos discutido sobre eso y deseamos saber la verdad. No tenemos ninguna otra persona a quien pudiéramos preguntarle. ¿Cuándo vienen ustedes a Salzburgo? Sabes, querida tía Mal¡, la cosa es que no entendemos cómo la cigüeña trae a los niños. Trudel opinó que los trae dentro de la camisa. Pero además querríamos saber si los toma del estanque, y por qué uno nunca ve a los niños en el estanque. Te ruego me digas también cómo se sabe de antemano cuando uno los va a- tener. Escríbeme sobre esto una respuesta detallada.
»Con mil saludos y besos de todos nosotros,
Tu curiosa Lilli».
No creo que esta conmovedora carta de las dos hermanitas les aportara el esclarecimiento pedido. La escribidora contrajo más tarde aquella neurosis que se deriva de unas preguntas inconcientes no respondidas: la manía de la cavilación obsesiva. (4)
Pienso que no existe fundamento alguno para rehusar a los niños el esclarecimiento que pide su apetito de saber. Por cierto que si el propósito del educador es ahogar lo más temprano posible la aptitud de los niños para el pensar autónomo, en favor del tan preciado «buen juicio», no puede intentar mejor camino que despistarlos en el campo sexual y amedrentarlos en el religioso. Claro está que las naturalezas más fuertes resistirán esos influjos y se convertirán en rebeldes a la autoridad de los progenitores, y luego a toda otra autoridad. Cuando los niños no reciben los esclarecimientos en demanda de los cuales han acudido a los mayores, se siguen martirizando en secreto con el problema y arriban a soluciones en que lo correcto vislumbrado se mezcla de la manera más asombrosa con inexactitudes grotescas, o se cuchichean cosas en que, a raíz de la conciencia de culpa del joven investigador, se imprime a la vida sexual el sello de lo cruel y lo asqueroso. Estas teorías sexuales infantiles merecerían ser recopiladas y estudiadas. (5) En la mayoría de los casos, los niños yerran a partir de este momento la única postura correcta ante las cuestiones del sexo, y muchos de ellos jamás la reencontrarán.
Parece que casi todos los autores, hombres o mujeres, que han escrito sobre el esclarecimiento sexual de los niños se pronuncian en sentido afirmativo. Pero por la torpeza de la mayoría de las propuestas sobre cuándo y cómo hacerlo, uno está tentado de inferir que esa admisión no les ha resultado fácil. Según mi conocimiento de la bibliografía, caso único es aquella encantadora carta de esclarecimiento que una señora Emma Eckstein presenta como escrita para su hijo de unos diez años. (6) Pero lo corriente -escatimar a los niños todo conocimiento de lo sexual durante el mayor tiempo posible, para luego ofrecerles con palabras ampulosas y solemnes una revelación sólo a medias sincera, que por otra parte casi siempre llega muy tarde- evidentemente no es en modo alguno lo correcto. La mayoría de las respuestas a la pregunta «¿Cómo se lo digo a mi hijo?» me causan, al menos a mí, una impresión tan lamentable que preferiría que no fueran los padres los que se ocupasen del esclarecimiento, Lo importante es que los niños nunca den en pensar que se pretende ocultarles los hechos de la vida sexual más que cualesquiera otros todavía no accesibles a su entendimiento. Y para conseguir esto se requiere que lo sexual sea tratado desde el comienzo en un pie de igualdad con todas las otras cosas dignas de ser conocidas. Principalmente, es misión de la escuela el traerlo a cuento, introducir en las enseñanzas sobre el mundo animal los grandes hechos de la reproducción en su sígnificatividad y, al mismo tiempo, insistir en que el ser humano comparte con los animales superiores todo lo esencial de su organización. Y si además en el hogar no se trabaja para atemorizar su pensamiento, sin duda sucederá a menudo lo que yo he espiado con las orejas entre unos niños,- un varoncito objeta a su hermanita, menor que él: «Pero, ¿cómo puedes creer que la cigüeña trae a los hijos? Bien sabes que el hombre es un mamífero, ¿y acaso crees que la cigüeña trae las crías a los otros mamíferos?».
La curiosidad del niño nunca alcanzará un alto grado si en cada estadio del aprendizaje halla la satisfacción correspondiente. El esclarecimiento sobre las relaciones específicamente humanas de la vida sexual y la indicación de su significado social debería darse al finalizar la escuela elemental (y antes del ingreso en la escuela media); vale decir, no después de los diez años. (7) Por último, el momento temporal de la confirmación sería el apropiado, más que ningún otro, para exponer al niño, esclarecido ya sobre todo lo corporal, los deberes éticos anudados al ejercicio de la pulsíón. Un esclarecimiento así sobre la vida sexual, que progrese por etapas y en verdad no se interrumpa nunca, y del cual la escuela tome la iniciativa, paréceme el único que da razón del desarrollo del niño y por eso sortea con felicidad los peligros existentes.
Considero un significativo progreso en la educación de los niños que el Estado francés haya remplazado el catecismo por un libro elemental que les procura los primeros rudimentos de sus derechos y obligaciones civiles, y de los deberes éticos que tendrá en el futuro. Pero ese manual es enojosamente incompleto, pues no incluye el ámbito de la vida sexual. ¡He ahí una laguna que educadores y reformadores deben empeñarse en llenar! En Estados donde la educación de los niños se confía al clero en todo o en parte, ciertamente no está permitido plantear semejante reclamo. El sacerdote jamás admitirá la igualdad esencial entre hombre y animal, pues no puede renunciar al alma inmortal, que le resulta indispensable para fundamentar el reclamo moral. Vuelve así a demostrarse cuán poco inteligente es poner remiendo de seda a una chaqueta andrajosa, cuán imposible es llevar adelante una reforma aislada sin alterar las bases del sistema. (8)
1) Multatuli, 1906, 1, pág. 26. [«Multatuli» es el seudónimo de un conocido escritor holandés, E. D. Dekker (1820-1887). Cf. la respuesta a una encuesta «Sobre la lectura y los buenos libros» (1906f)
2) Nota agregada en 1924. Con respecto a la posterior contracción de neurosis y el restablecimiento del pequeño Hans, véase mi «Análisis de la fobia de un niño de cinco años» (1909b). [Allí se reproduce este material. Al redactar el presente artículo se adjudicó al. niño el nombre de «pequeño Herbert», cambiado a «pequeño Hans» en las ediciones alemanas a partir de 1924. En el momento de publicarse este trabajo, el análisis del niño aún no había concluido.]
3) En sus escritos de esta época, Freud sostenía, como regla, que el problema del origen de los niños es el primero en despertar el interés de estos. Véase, por ejemplo, «Sobre las teorías sexuales infantiles» (1908c), redactado no mucho después que el presente trabajo, así como el historial clínico del pequeño Hans (1909b), AE, 10, pág. 107, y un pasaje agregado en 1915 a Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 177. Aquí, sin embargo, parece ubicarlo en segundo lugar, detrás de la distinción anatómica entre los sexos, y en su trabajo muy posterior sobre este último tema (1925j) reafirma esta opinión, al menos en lo que atañe a las niñas (AE, 19, págs. 271, n. 8, 272).
4) Nota agregada en 1924. Pero la manía de cavilar dejó sitio, años después, a una dementia praecox. – Freud leyó esta carta en la Sociedad Psicoanalítica de Viena el 13 de febrero de 1907. (Cf. Minutes, 1) El tema de las preguntas no respondidas es retomado en «Sobre las teorías sexuales infantiles» (1908c)
5) [El propio Freud llevó a la práctica esta sugerencia poco después; véase su trabajo citado al final de la nota anterior, en el cual se desarrolla en gran parte la presente argumentación.]
6) Emma Eckstein, 1904.
7) {De la «VoIksschuIe» («escuela elemental»), el niño puede pasar, después de cuatro años de estudio, a la «MitteIschule», escuela media de formación comercial, industrial o profesional.}
8) [En su trabajo sobre «La moral sexual «cultural» y la nerviosidad moderna» (1908d), Freud afirma lo mismo en relación con el matrimonio.]