Introducción a Oskar Pfister. Die Psychanalytische Methode* (1913).
*{El método psicoanalítico.}
Nota introductoria:
El doctor Oskar Pfister, pastor y educador de Zurich, fue durante treinta años amigo íntimo de Freud y resuelto defensor de sus concepciones. Fue una de las primeras personas que, sin contar con el diploma de médico, practicó el psicoanálisis, y en esta «Introducción» de Freud se halla quizá su más antiguo alegato público en defensa del derecho de los legos a ejercerlo. Esta defensa sería desarrollada por él con mucho mayor extensión unos trece años después, en ¿Pueden los legos ejercer el análisis? (1926e).
James Strachey
El psicoanálisis ha nacido en el suelo de la medicina como un procedimiento terapéutico para tratar ciertas afecciones que han recibido el nombre de «funcionales» y que, con certeza cada vez mayor, fueron discernidas como consecuencias de unas perturbaciones de la vida afectiva. Alcanza su propósito de cancelar sus exteriorizaciones, los síntomas, bajo la premisa de que ellas no son los únicos desenlaces posibles, tampoco los definitivos, de ciertos procesos psíquicos; entonces, pone en descubierto dentro del recuerdo el historial de desarrollo de esos síntomas, refresca los procesos que están en su base y los conduce, con la guía médica, hacía un desenlace más favorable. El psicoanálisis se ha impuesto las mismas metas terapéuticas que el tratamiento hipnótico, que, introducido por Liébeault y Bernheim, tras largas y duras luchas se había conquistado un sitio en la técnica neurológica. Pero se interna a profundidad mucho mayor en la estructura del mecanismo anímico y procura alcanzar unos influjos duraderos y unas alteraciones viables de sus objetos.
En su momento, el tratamiento hipnótico por sugestión rebasó muy pronto el campo de la aplicación médica y se puso al servicio de la educación de los jóvenes. Si podemos dar crédito a los informes, demostró ser un medio eficaz para eliminar defectos infantiles, hábitos físicos perturbadores y rasgos de carácter irreductibles por otra vía. Nadie lo tomó por entonces a escándalo ni se asombró de este ensanchamiento de su campo, que, por otra parte, sólo la investigación psicoanalítica nos ha permitido entender de manera plena. En efecto, hoy sabemos que los síntomas patológicos no son a menudo más que las formaciones sustitutivas de inclinaciones malas, vale decir inviables, y que las condiciones de esos síntomas se constituyen en los años de la infancia y la juventud -las épocas, justamente, en que el ser humano es objeto de la educación-, sea que las enfermedades mismas irrumpan en la juventud o sólo en un período posterior de la vida.
Educación y terapia se sitúan entre sí en una relación que podemos señalar. La educación quiere cuidar que de ciertas disposiciones {constitucionales} e inclinaciones del niño no salga nada dañino para el individuo o la sociedad. La terapia entra en acción cuando esas mismas disposiciones han producido ya ese indeseado fruto de los síntomas patológicos. El otro desenlace, a saber, que las predisposiciones inviables del niño no conduzcan hasta las formaciones sustitutivas de los síntomas, sino hasta unas directas perversiones del carácter, es casi inasequible para la terapia y las más de las veces se sustrae del influjo pedagógico. La educación es una profilaxis que quiere prevenir ambos desenlaces, el de la neurosis y el de la perversión; la psicoterapia quiere deshacer el más lábil de los dos e introducir una suerte de poseducación.
Así las cosas, surge naturalmente esta pregunta: ¿No se deberá emplear el psicoanálisis a los fines de la educación, como en su tiempo se lo hizo con la sugestión hipnótica? Las ventajas serían evidentes. El educador, por una parte, está preparado, en virtud de su conocimiento de las predisposiciones humanas universales de la infancia, para colegir entre las disposiciones infantiles aquellas que amenazan con un desenlace indeseado, y si el psicoanálisis posee influjo sobre tales orientaciones del desarrollo, el educador podrá aplicarlo antes que se instalen los signos de una evolución desfavorable. Vale decir que podrá obrar con ayuda del psicoanálisis, profilácticamente, sobre el niño todavía sano. Por otra parte, puede notar los primeros indicios de un desarrollo hacia la neurosis o hacia la perversión, y resguardar al niño de su ulterior avance en una época en que nunca lo llevarían al médico, por una serie de razones. Uno tiende a creer que esa actividad psicoanalítica del educador -y del pastor de almas, su equivalente en los países protestantes- no podría menos que producir inestimables frutos y a menudo volver superflua la actividad del médico.
Sólo cabe preguntar si el ejercicio del psicoanálisis no presupone una instrucción médica imposible de adquirir por el educador y el pastor de almas, o si otras circunstancias no contrariarían el propósito de entregar la técnica psicoanalítica a manos no médicas. Confieso que no veo tales impedimentos. El ejercicio del psicoanálisis exige mucho menos una instrucción médica que una preparación psicológica y tina libre visión humana; por lo demás, la mayoría de los médicos no están capacitados para el ejercicio del psicoanálisis y han fracasado por completo en la apreciación de este procedimiento terapéutico. El educador y el pastor de almas están obligados, por los reclamos de su profesión, a obrar con los mismos miramientos, cuidados y reservas que el médico acostumbra observar, y su trato habitual con los jóvenes tal vez los vuelva todavía más idóneos para la empatía de su vida anímica. La garantía de aplicación indemne del procedimiento analítico sólo puede ser aportada, empero, en los dos casos, por la personalidad del analista.
Su aproximación al campo de lo anímico anormal obligará al educador analista a familiarizarse con los conocimientos psiquiátricos más indispensables y, por añadidura, a pedir consejo al médico toda vez que la apreciación y el desenlace de la perturbación puedan aparecer dudosos. En una serie de casos, sólo la cooperación entre educador y médico puede llevar al éxito.
En un único punto la responsabilidad del educador quizá supere a la del médico. Este, por regla general, tiene que habérselas con unas formaciones psíquicas ya rígidas, y en la individualidad preformada del enfermo encuentra un límite para su propia operación, pero también una garantía dé la independencia de aquel. El educador, en cambio, trabaja con un material que le ofrece plasticidad, que es asequible a toda impresión, y se impondrá la obligación de no formar esa joven vida anímica según sus personales ideales, sino, más bien, según las predisposiciones y posibilidades adheridas al objeto.
¡Ojalá que la aplicación del psicoanálisis al servicio de la educación llene pronto las esperanzas que educadores y médicos tienen derecho a poner en ella! Un libro como el de Pfister, destinado a familiarizar a los educadores con el análisis, puede contar con el agradecimiento de las generaciones venideras.