Olvido de impresiones y de designios
Si alguien se inclinara a sobrestimar el estado de nuestro actual conocimiento sobre la vida anímica, bastaría, para volverlo a la modestia, recordarle la función de la memoria. Ninguna teoría psicológica ha podido dar hasta ahora razón coherente sobre el fenómeno fundamental del recordar y olvidar; más aún: ni siquiera se ha abordado la disección completa de los hechos que se pueden observar. Acaso hoy, cuando el estudio del sueño y de sucesos patológicos nos ha enseñado que también puede reaflorar de pronto en la conciencia lo que estimábamos olvidado desde hacía mucho tiempo, el olvidar se nos haya vuelto más enigmático que el recordar. Es verdad que poseemos unos pocos puntos de vista para los cuales esperamos general reconocimiento. Suponemos que el olvido es un proceso espontáneo al que se le puede atribuir cierto decurso temporal. Ponemos de relieve que en el olvido se produce cierta selección entre Ias impresiones ofrecidas, lo mismo que entre los detalles de cada impresión o vivencia. Tenemos noticia sobre algunas de las condiciones para la persistencia en la memoria y la evocabilidad de lo que en otro caso se olvidaría. Sin embargo, en incontables ocasiones de la vida cotidiana observamos cuán incompleto e insatisfactorio es nuestro discernimiento. Oigamos a dos sujetos que han recibido las mismas impresiones externas -p. ej., han realizado un viaje juntos y tiempo después intercambian recuerdos. Aquello de lo cual uno conservó firme memoria, el otro lo olvidó en gran parte como si no hubiera acontecido, y, además, sin que haya derecho a sostener que la impresión habría tenido más sustantividad psíquica para uno que para el otro. Es evidente que todavía desconocemos gran número de los factores que comandan la selección para la memoria. Con el propósito de ofrecer una pequeña contribución a nuestra noticia sobre las condiciones del olvido, suelo someter a un análisis psicológico los casos que a mí mismo me suceden. Por regla general, sólo me ocupo de cierto grupo de estos: aquellos en que el olvido me asombra porque, según todas mis expectativas, yo debía saber la cosa en cuestión. Apuntaré, todavía, que no tengo tendencia a ser desmemoriado (¡con relación a lo vivido, no a lo aprendido!), y que durante un breve período de mi juventud no era incapaz de realizar unas extraordinarias proezas mnémicas. En mis tiempos de estudiante era para mí cosa habitual poder recitar de memoria la página del libro que había leído, y poco antes de ingresar a la universidad era capaz de escuchar conferencias populares de contenido científico y ponerlas por escrito inmediatamente después con fidelidad casi total. En la tensión previa a mi examen final de ciencias médicas debí de usar lo que aún me restaba de esta capacidad, pues en algunos temas di a los examinadores respuestas casi automáticas que coincidían exactamente con el texto del manual, al cual, sin embargo, lo había leído una sola vez y con la mayor prisa. Desde entonces he ido perdiendo cada vez mas el poder de disponer sobre mi patrimonio mnémico. No obstante, hasta estos últimos tiempos me he convencido de que con ayuda de un artificio puedo recordar mucho más de lo que yo mismo creería. Por ejemplo, si en la hora de consulta un paciente declara que lo he examinado antes, mientras que yo no puedo acordarme ni del hecho ni del momento, salgo del paso por adivinación: dejo que se me ocurra un número de años, a contar desde el presente. Toda vez que la existencia de documentos o la indicación segura del paciente permiten controlar mi ocurrencia, se demuestra que rara vez me equivoco en más de seis meses cada diez años. De igual modo procedo al encontrar a alguien con quien tengo poco conocimiento, y en tren de cortesía le pregunto por sus hijitos. Si me cuenta sobre sus progresos, yo procuro que se me ocurra la edad que el niño tiene ahora, la controlo mediante el informe del padre y a lo sumo me equivoco por un mes, o por tres en el caso de niños mayores; y ello pese a no poder indicar en qué me he basado para esa estimación. Ultimamente me he vuelto tan osado que siempre doy mi estimación de manera espontánea, sin riesgo de mortificar al padre poniendo en descubierto mi ignorancia sobre su retoño. Así amplío mi recuerdo conciente por apelación a mi memoria inconciente, mucho más rica en todos los casos. Informaré sobre ejemplos llamativos de olvido, la mayoría observados en mí mismo. Distingo entre olvido de impresiones y vivencias -o sea, de un saber- y olvido de designios -o sea, de un hacer-. Puedo anticipar la conclusión uniforme para toda la serie de observaciones: En todos los casos el olvido resultó fundado en un motivo de displacer. A. Olvido de impresiones y conocimientos 1. Cierto verano mi esposa me dio una ocasión, inocente en sí misma, para un fuerte enojo. Estábamos sentados a la table d’hôte frente a un señor de Viena a quien yo conocía y que sin duda se acordaría también de mí. Pero tenía mis razones para no reanudar el trato. Mi mujer, que sólo había oído su distinguido nombre, dejó traslucir demasiado que prestaba atención a la plática de él con su vecino, pues de tiempo en tiempo me hacía preguntas que retornaban los hilos ahí desovillados. Me puse impaciente y al fin me irrité. Pocas semanas después me quejé ante una parienta por esta conducta de mi mujer. Pero no fui capaz de recordar una sola palabra de la conversación de aquel señor. Soy bastante rencoroso y no olvido detalle de los episodios que me hayan causado enojo. Entonces, m¡ amnesia en este caso está sin duda motivada por miramientos relativos a la persona de mi esposa. Algo parecido me volvió a ocurrir hace poco tiempo. junto a un conocido íntimo, quise divertirme con algo que mi mujer había dicho pocas horas antes, pero me estorbó ese designio la curiosísima circunstancia de haber olvidado yo por completo la frase en cuestión. No tuve más remedio que pedirle a mi mujer que me la recordase. Es fácil comprender que este olvido mío se debe concebir como análogo a la típica perturbación del juicio que nos aqueja cuando se trata de las personas más allegadas a nosotros. 2. Me había comprometido a buscar para una dama extranjera, de visita en Viena, una pequeña caja fuerte portátil donde ella pudiera guardar sus documentos y su dinero. Cuando asumí el compromiso, yo tenía presente, con una desacostumbrada vividez visual, la imagen de un escaparate del centro de la ciudad, donde debía de haber visto tales cofres. Cierto que no podía acordarme del nombre de la calle, pero estaba seguro de encontrar ese comercio si recorría el centro, pues mi recuerdo me decía que había pasado junto a él innúmeras veces. Para mi fastidio, empero, no conseguí descubrir el escaparate con los cofres aunque vagué por el centro de la ciudad de aquí para allá. No me quedaba otro partido, creí entonces, que buscar en una guía la dirección de los fabricantes de cofres, e identificar luego, en una segunda ronda, el escaparate buscado. Pero no hizo falta tanto; entre las direcciones registradas en la guía había una que se me reveló al instante como la olvidada. Era cierto que había pasado innumerables vec es junto a ese escaparate, pero todas ellas yendo de visita a casa de la familia M., que desde hacía muchos años tenía el mismo domicilio. Después que ese trato íntimo dejó sitio a un total distanciamiento, solía yo evitar tanto la casa como la zona, sin darme cuenta de las razones. En aquel paseo que di por el centro en busca del escaparate de los cofres, había transitado por todas las calles de los alrededores, pero esquivando esta sola, como si pesara sobre ella una prohibición. Es evidente el motivo de displacer culpable de mi desorientación en este caso. Sin embargo, el mecanismo del olvido no es aquí tan simple como en el ejemplo anterior. Mi aversión no se dirige, desde luego, al fabricante de cofres, sino a otro, de quien no quiero saber nada, y de este otro se trasfiere sobre la oportunidad en que ella produjo el olvido. Exactamente como en el caso de «Burckhard», la inquina contra una persona de ese apellido provocó una equivocación al escribirlo cuando se trataba de otra. Lo que en este caso se estableció por la identidad de apellidos, a saber, el enlace entre dos círculos de pensamiento esencialmente diversos, en el ejemplo del escaparate pudo ser sustituido por la contigüidad en el espacio, la vecindad inseparable. Por lo demás, este último caso fue de ensambladura más firme; en efecto, presentó un segundo enlace de contenido, pues entre las razones del distanciamiento con la familia moradora de aquella casa el dinero había desempeñado un papel. 3. La empresa B. & R. me encarga que haga una visita médica a uno de sus empleados. En camino a ese domicilio, me ocupa la idea de que debo de haber estado ya repetidas veces en el edificio donde se encuentra la firma. Me parece como si hubiera llamado mi atención su rótulo en un piso bajo mientras yo visitaba a un paciente en un piso superior. Pero no puedo acordarme del edificio ni del paciente que ahí habría visitado. Aun siendo todo el asunto indiferente y nimio, sigo ocupándome de él y, al fin, por el rodeo habitual -o sea, reuniendo mis ocurrencias sobre esto-, me entero de que en el piso superior al local de la firma B. & R. está la pensión Fischer, en la que muchas veces he visitado pacientes. Ahora también conozco el edificio que alberga a la oficina y a la pensión. Aún me resulta enigmático el motivo que estuvo en juego en ese olvido. No hallo nada chocante para el recuerdo en la firma como tal, ni en la pensión Fischer, ni en los pacientes que ahí residieron. Conjeturo, entonces, que no puede tratarse de algo muy penoso; de lo contrario, difícilmente habría conseguido reapoderarme de lo olvidado por un rodeo, sin recurrir a auxilios exteriores como en el ejemplo anterior. Al fin se me ocurre que un momento antes, al ponerme en camino hacia la casa del nuevo paciente, saludé por la calle a un señor a quien me dio trabajo reconocer. Meses atrás había examinado a este hombre en un estado que parecía grave, y sentencié sobre su caso el diagnóstico de parálisis progresiva. Pero luego supe que se había restablecido, de suerte que mi juicio habría sido incorrecto. ¡Siempre que no fuera una de las remisiones que se presentan también en casos de dementia paralytica, y así mi diagnóstico seguiría estando justificado! De aquel encuentro partió el influjo que me hizo olvidar la vecindad de las oficinas de B. & R., y mi interés en hallar la solución de lo olvidado se había trasferido desde este caso de cuestionable diagnóstico. Ahora bien, el enlace asociativo, no obstante el pobre nexo interno -la persona que se curó contra toda expectativa era también empleado de una gran firma que solía enviarme pacientes-, fue procurado por la identidad de los apellidos. El médico junto con el cual había examinado al dudoso paralítico se llamaba Fischer, como la pensión afectada por el olvido, situada en el mismo edificio, 4. Extraviar una cosa no es más que haber olvidado dónde se la puso. Como la mayoría de las personas que se ocupan de escritos y de libros, yo me oriento bien en mi escritorio y sé sacar de primer intento lo que busco. Lo que a otros les parece desorden, es para mí un orden históricamente devenido. Entonces, ¿por qué extravié no hace mucho, hasta el punto de no haber podido encontrarlo, un catálogo de libros que me remitieron? Tenía el propósito de encargar un libro que aparece en su índice, Über die Sprache ‘(Sobre el lenguaje}, porque es de un autor cuyo estilo rico y animado yo aprecio, y cuya penetración en la psicología, y sus conocimientos de historia de la cultura, sé valorar. Creo que justamente por eso extravié el catálogo. Es que suelo prestar a mis amigos, para su esclarecimiento, libros de este autor, y hace pocos días alguien me dijo, al devolverme uno: «El estilo me recuerda muchísimo al tuyo, y también el modo de pensar es el mismo». Esa persona no sabía qué tocaba en mí con esa observación. Hace años, cuando yo era todavía joven y estaba necesitado de seguir a otros, un colega de más edad, a quien yo había elogiado los escritos de un famoso autor sobre temas médicos, me dijo más o menos lo mismo: «Su estilo y su modalidad me recuerdan muchísimo a ti». Así influido, le escribí a ese autor una carta donde le pedía mantener trato más cercano con él, pero una fría respuesta me puso en mi sitio. Acaso tras esta experiencia se escondan otras anteriores, igualmente desanimadoras, pues no he vuelto a encontrar el catálogo extraviado, y este signo previo me hizo abstenerme realmente de encargar el libro indicado, aunque la desaparición de aquel no creara un real impedimento. En efecto, he guardado en la memoria el título del libro y el nombre de su autor. 5. Otro caso de extravío merece nuestro interés por las condiciones bajo las cuales se recuperó lo extraviado. Un joven me cuenta: «Hace algunos años había desinteligencias en mi matrimonio; yo encontraba a mi mujer demasiado fría y, aunque admitía de buen grado sus sobresalientes cualidades, vivíamos sin ternura uno junto al otro. Cierto día, al volver de un paseo, ella me trajo un libro que había comprado porque podría interesarme. Le agradecí esa muestra de «atención», prometí leer el libro, lo guardé con ese fin y nunca más lo encontré. Así pasaron meses en que de tiempo en tiempo me acordaba de ese libro trasconejado, y era en vano querer hallarlo. Como medio año después enfermó mi querida madre, que vivía en otra casa. Mi mujer abandonó la nuestra para cuidar a su suegra. El estado de la enferma empeoró y dio a mi mujer ocasión de mostrar sus mejores cualidades. Al atardecer de cierto día vuelvo a casa entusiasmado por la devoción de mi mujer y rebosante de agradecimiento hacia ella. Me encamino a mi escritorio, abro un determinado cajón sin propósito deliberado, pero con la seguridad de un sonámbulo, y ahí, encima de todo, encuentro el libro que por tanto tiempo había echado de menos, el libro extraviado». 6. Stärcke nos cuenta un caso de extravío que coincide con el anterior por su carácter último, a saber, la curiosa seguridad del hallazgo tras extinguirse el motivo del extravío: «Una muchacha quería confeccionar un cuello con un trozo de tela, pero arruinó este al cortarlo. Llamaron entonces a la costurera para que intentase componerlo. Cuando llegó, la muchacha quiso traer la tela mal cortada, sacándola del cajoncito donde creía haberla puesto; no pudo encontrarla. Puso todo patas arriba, mas no la halló. Ya colérica, se preguntó por qué desaparecería la tela de repente, v si acaso no querría ella encontrarla; pensó entonces que, desde luego, se avergonzaba delante de la costurera por haber arruinado algo sin embargo tan fácil de hacer como era un cuello. Tras haber meditado sobre esto, se puso de pie, marchó hacia otro armario y sacó de ahí, de primer intento, el cuello mal cortado». 7. El siguiente ejemplo de «extravío» corresponde a un tipo familiar a todo psicoanalista. Puedo agregar que el paciente mismo que produjo el extravío descubrió su clave: «Un paciente que está bajo tratamiento psicoanalítico, y en quien la interrupción de la cura que suponen las vacaciones de verano coincide con un período de resistencia y malestar, al desvestirse por la noche deja su manojo de llaves, según él cree, en el sitio habitual. Recuerda después que para el viaje del día siguiente -el último día de la cura, y en el cual debe también pagar sus honorarios- necesita sacar algunas cosas de su escritorio, donde además tiene guardado el dinero. Hete aquí que las llaves han desaparecido. Empieza a buscar en su pequeña vivienda de manera sistemática, pero con excitación creciente… y nada. Como discierne que el «extravío» de las llaves es una acción sintomática (o sea, que lleva un propósito), despierta a su servidor a fin de continuar la búsqueda con la ayuda de una persona «imparcial». Pasa otra hora de búsqueda, y al fin la abandona con el temor de haber perdido las llaves. A la mañana siguiente encarga al fabricante de escritorios un nuevo juego de llaves, que deben prepararle a toda prisa. Dos amigos que lo habían acompañado a casa en coche creen acordarse de haber oído algo que tintineó en el suelo cuando él se bajó del vehículo. Está convencido de que las llaves se le han caído del bolsillo. Esa noche, el servidor, triunfante, le presentó las llaves. Estaban puestas entre un grueso libro y un delgado folleto (un trabajo de uno de mis discípulos) que pensaba llevarse consigo para leer durante las vacaciones, y tan hábilmente que nadie habría sospechado su presencia allí. Luego le fue imposible imitarse y esconder las llaves con tanta destreza. La habilidad inconciente con que se extravía un objeto a consecuencia de unos motivos secretos, pero poderosos, recuerda en un todo a la «seguridad sonambúlica». Ese motivo era, desde luego, el malhumor por la interrupción de la cura y la secreta furia por tener que pagar unos elevados honorarios encontrándose él tan mal». 8. «Un hombre -narra Brill – era instado por su mujer a asistir a una ceremonia social, que en el fondo a él no le interesaba en absoluto. [ … ] Al fin cedió a sus ruegos y empezó a sacar del baúl su ropa de gala, pero súbitamente resolvió afeitarse primero. Cuando hubo terminado, volvió hasta el baúl, pero lo halló cerrado y no pudo encontrar la llave pese a que la buscó largo rato con ahínco. Imposible llamar a un cerrajero, pues era domingo por la tarde. Así, ambos tuvieron que disculparse por faltar a la reunión. Cuando a la mañana siguiente fue abierto el baúl, se halló dentro la llave. Distraído, el hombre la había dejado caer, cerrando luego el candado. Me aseguró, claro está, que no lo había hecho adrede ni a sabiendas, pero nosotros sabernos que no quería asistir a aquella reunión. El extravío de la llave no carecía, pues, de motivo». Jones observó en sí mismo que solía extraviar su pipa siempre que, habiendo fumado mucho, se sentía mal a causa de ello. Y la pipa aparecía luego en sitios inimaginables, donde no le correspondía estar ni era comúnmente guardada. 9. Sobre un caso inocente con motivación confesada nos informa Dora Müller: «La señorita Ema A. refiere, dos días antes de Navidad: «Considere usted; ayer por la noche me serví y comí de mi paquete de pan de jengibre; al hacerlo me propuse convidarle a la señorita S.» (la dama de compañía de su madre) «cuando viniera a darme las buenas noches; no tenía muchas ganas de hacerlo, pero me lo propuse. Cuando ella llegó y extendí la mano hacia mi mesita para tomar el paquete, no lo hallé. Lo busqué entonces; estaba encerrado en mi armario. Lo había introducido allí sin saberlo». Era ocioso emprender un análisis, pues la narradora tenía en claro la trama. La moción que acababa de reprimir, guardarse para ella sola el bizcocho, se abrió igualmente paso en una acción automática, aunque en este caso fue deshecha de nuevo por la acción conciente que siguió». 10. Hanns Sachs cuenta cómo cierta vez se -sustrajo, por medio de un extravío así, de la obligación de trabajar: «El pasado domingo después de mediodía vacilé un rato entre si debía trabajar o si daría un paseo haciendo las visitas consiguientes. Tras alguna lucha, me decidí por lo primero. Trascurrida una hora, más o menos, noté que se me había terminado el papel. Sabía que en alguna parte, en algún cajón, tenía guardadas desde hacía años unas hojas, pero en vano las busqué en mi mesa de escritorio y en otros lugares donde creía poder hallarlas, y ello no obstante el gran trabajo que me tomé revolviendo libros viejos, folletos, paquetes de correspondencia y cuanto se me puso al alcance. Me vi obligado, pues, a interrumpir el trabajo y salir. A la noche, de vuelta en casa, me senté en el sofá y distraído, casi ausente, posé la vista sobre la biblioteca situada enfrente. Divisé cierto cajón y recordé que hacía mucho tiempo que no examinaba su contenido. Me llegué a él y lo abrí. Arriba de todo había una carpeta de cuero y, en su interior, papel en blanco. Pero sólo cuando lo hube sacado y estaba guardándolo en mi mesa de trabajo se me ocurrió que era el mismo papel que en vano buscaba a la siesta. Debo señalar, además, que aun no siendo yo ahorrativo, soy muy cuidadoso con el papel y guardo hasta el último resto utilizable. Este hábito, alimentado por una pulsión, fue sin duda el que me movió a corregir el olvido tan pronto como desaparecieron sus motivos actuales». Si se consideran en conjunto los casos de extravío, realmente será difícil suponer que pueda producirse alguno que no sea consecuencia de un propósito inconciente. 11. En el verano de 1901 declaré un día a un amigo, con quien mantenía un vivo intercambio de ideas sobre cuestiones científicas: «Estos problemas neuróticos sólo se podrán solucionar si nos situamos por entero dentro del supuesto de una bisexualidad originaria del individuo». Recibí esta respuesta: «Es lo que te dije hace ya dos años y medio en Br. [Breslau], cuando dábamos aquel paseo al atardecer. En ese momento no quisiste saber nada de ello». Es doloroso ser así invitado a renunciar a la originalidad. No podía acordarme de aquella plática ni de aquella revelación de mi amigo. Uno de los dos debía de engañarse; y, según el principio de la pregunta «cui prodest?», debía de ser yo. En efecto, en el curso de la semana que siguió recordé de hecho todo, tal como mi amigo había querido evocarlo en mí, y hasta la respuesta que le di entonces: «Me tiene sin cuidado, no me parece aceptable». Pero desde entonces me he vuelto un poco más tolerante cuando en la bibliografía médica encuentro, sin que se me cite, alguna de las pocas ideas que se pueden asociar con mi nombre. Críticas a la esposa – Una amistad que se ha trocado en lo contrario – Un error en el diagnóstico médico – El rechazo por parte de alguien que tiene iguales miras – El préstamo de ideas de otro: no puede deberse al azar que un número de ejemplos de olvido, recopilados sin selección previa, pidan, para ser resueltos, que se ahonde en tan penosos temas. Me inclino a conjeturar que cualquier otro que quiera examinar los motivos de sus propios olvidos registraría un muestrario similar de contrariedades. La inclinación a olvidar lo desagradable me parece totalmente universal, aunque la aptitud para ello presente grados diversos en personas diferentes. Es probable que muchos de los «mentís» con que nos topamos en la actividad médica se reconduzcan a unos olvidos.