Operaciones fallidas combinadas
Dos de los últimos ejemplos citados -mi error de trasladar a los Médici a Venecia y el del joven
que sabe desafiar la prohibición de hablar por teléfono con su amante fueron en verdad
descritos inexactamente. Un abordaje más atento nos los muestra como la unión de un olvido
con un error. Puedo señalar con más nítidez esta misma reunión en algunos otros ejemplos.
1. Un amigo me comunica la siguiente vivencia: «Hace algunos años acepté ser elegido para
integrar el comité directivo de una sociedad literaria porque suponía que esto podría ayudarme a
conseguir que se representara mi pieza dramática, y participé regularmente, aunque sin mucho
interés, en las sesiones que se realizaban todos los viernes. Ahora bien, hace unos meses
recibí seguridades de que mi pieza se representaría en el teatro de F., y desde entonces me
ocurrió olvídar habitualmente las reuniones de esa sociedad. Cuando leí su libro sobre estas
cosas, me avergoncé de mi olvido, y me reproché que era una bajeza faltar ahora, cuando ya no
podía servírme de esa gente; tomé entonces la resolución de no olvidar por nada del mundo la
reunión del viernes siguiente. Mantuve continuamente en la memoria este desígnio hasta que lo
cumplí y me encontré ante la puerta de la sala de sesiones. Para mí asombro, estaba cerrada.
La reunión ya se había realizado; yo había errado el día: ¡ya era sábado! ».
2. El siguiente ejemplo combina una acción sintomática con un extravío de objeto; me ha llegado
por distantes rodeos, pero de fuente segura.
Una dama viaja con su cuñado, un artista famoso, a Roma. El visitante es muy agasajado por
los alemanes que viven en Roma, quienes le obsequian, entre otras cosas, una medalla de oro
antigua. A la dama le mortifica que su cuñado no sepa apreciar suficientemente esa bella pieza.
Llegada a su casa tras ser relevada por su hermana, al desempacar descubre que se ha traído
consigo -no sabe cómo- la medalla. Enseguida se lo comunica por carta a su cuñado y le
anuncia que al día siguiente reexpedirá a Roma lo sustraído. Pero al día siguiente la medalla se
ha extraviado tan habilidosamente que no se la puede encontrar ni enviar, y entonces se le
trasluce a la dama el significado de su «distracción», a saber, que quería quedarse con la pieza.
3. Hay casos en que la acción fallida se repite con pertinacia, cambiando para
ello sus recursos:
Dice Jones que en una ocasión, por motivos que él ignoraba, había dejado estar una carta
varios días sobre su escritorio. Al fin se decidió a enviarla, pero le fue devuelta por la «Dead
Letter Office», pues había olvidado ponerle la dirección. Hizo esto último, la llevó al correo, pero
esta vez sin sello postal. Y entonces tuvo que confesarse por fin su aversión a despachar la
carta.
4. Una breve comunicación del doctor Karl Weiss, de Viena, describe con plasticidad los
vanos empenos por realizar una acción contra una resistencia interior:
«El siguiente episodio documenta la gran consecuencia con la cual lo inconciente sabe abrirse
paso cuando tiene un motivo para no dejar que cierto designio se llegue a ejecutar, y lo difícil
que es tomar recaudos contra esta tendencia. Un conocido me solicita que le preste un libro y
se lo lleve al día siguiente. Ahí mismo se lo prometo, pero con un vivo sentimiento displacentero
que al comienzo no logro explicarme. Luego se me hace la luz: la persona en cuestión me debe
desde hace años una suma de dinero que al parecer no piensa devolverme. Por mi parte, dejo
de pensar en el asunto, pero a la mañana siguiente me acuerdo de él con el mismo sentimiento
de displacer, y me digo enseguida: «Tu inconciente se empeñará en que olvides el libro. Pero tú no quieres ser descortés, y por ende harás todo lo posible para no olvidarlo». Regreso a casa,
envuelvo el libro con papel y lo coloco junto a mí sobre el escritorio donde redacto mi
correspondencia. Pasado algún tiempo, salgo; a los pocos pasos me acuerdo de que he dejado
sobre el escritorio la carta que quería llevar al correo. (Lo apunto de pasada: en ella me veía
obligado a escribir algo desagradable a una persona que debía ayudarme en determinado
asunto.) Doy la vuelta, recojo la carta y torno a salir. En el tranvía se me ocurre que he
prometido a mi mujei encargarme de cierta compra, y me contenta pensar que será un paquete
muy pequeño. En este punto se establece de pronto la asociación «paquetito-libro», y ahora noto
que no traigo el libro. 0 sea que no lo olvidé sólo la primera vez que salí, sino que lo trasví
consecuentemente cuando fui a buscar la carta, junto a la cual estaba».
5. Lo mismo en una observación de Otto Rank, analizada en profundidad:
«Un hombre escrupulosamente ordenado y de una pedante exactitud refiere la siguiente
vivencia, de todo punto extraordinaria para él. Una siesta, yendo por la calle, quiere mirar la hora
y repara en que ha olvidado en casa su reloj, cosa que, por lo que él recordaba, no le había
ocurrido nunca, Como esa tarde debía asistir puntualmente a una cita y ya no le quedaba tiempo
para pasar a recoger su reloj, aprovechó su visita a casa de una dama amiga para pedirle
prestado e¡ reloj con aquel propósito; esto era tanto más viable cuanto que, a raíz de una cita
convenida de ant~mano, debía visitar a esta dama a la mañana siguiente; así, prometió
restituirle el reloj en esa oportunidad. Cuando al otro día quiere devolver a su propietaria el reloj
prestado, advierte, para su asombro, que lo ha olvidado en casa; y esta vez se había puesto su
propio reloj. Concibió el firme propósito de restituir el reloj de la dama esa misma siesta, y, en
efecto, cumplió el designio. Pero cuando al partir quiso mirar la hora, su enojo y asombro no
tuvieron límites al comprobar que había vuelto a olvidar su propio reloj.
»Hasta tal punto patológica se le antojó a este hombre, de ordinario tan amante del orden, dicha
repetición de la operación fallida que quiso conocer su motivación psicológica; pronto se pudo
averiguarla, mediante la inquisición psicoanalítica sobre si el día crítico del primer olvido había
vivenciado él algo desagradable, y sobre el contexto dentro del cual ello aconteció. Contó, sin
vacilar, que tras el almuerzo, poco antes que saliera y olvidara el reloj, había mantenido una
conversación con su madre; esta le refirió que un pariente atolondrado, que ya le había causado
a él muchas preocupaciones y sacrificios de dinero, había empeñado su reloj propio; pero como
este era necesario en la casa, le mandaba a pedir [al narrador] que le diera el dinero para
rescatarlo. Esta manera casi conminatoria de pedir dinero prestado le produjo una penosísima
impresión y vólvió a evocarle todos los disgustos que desde hacía muchos años le causaba
este pariente. Según esto, su acción sintomática demuestra ser de un determinismo múltiple:
En primer lugar, expresa un pensamiento que tal vez dijera: «No me extorsionarán a dar mi
dinero de ese modo, y si necesitan un reloj, pues dejo el mío en casa»; y como esa tarde le es
preciso contar con él para asistir a una cita, ese propósito sólo puede abrirse paso por un
camino inconciente, en la forma de una acción síntomática. En segundo lugar, el olvido quiere
decir más o menos lo siguiente: «Los continuos sacrificios monetarios en favor de este
inservible terminarán por arruinarme, de manera que tendré que entregarlo todo». Ahora bien,
puesto que, según él indica, el enojo por aquella comunicación fue sólo momentáneo, la
repetición de idéntica acción sintomática demuestra que siguió produciendo intensos efectos en
lo inconciente, como si la conciencia dijera: «No puedo quitarme de la cabeza esa historia». Y no habrá de maravillarnos, por este acomodamiento de lo inconciente, que luego
corriera el mismo destino el reloj que tomó prestado a la dama. Acaso otros motivos especiales
favorecieran esa trasferencía sobre el «inocente» reloj de la dama. El motivo más evidente es,
claro está, que presuntamente le habría gustado guardarlo como sustituto de su propio reloj
sacrificado, y por eso olvidó devolverlo al otro día; quizá también le habría gustado poseerlo
como recuerdo de la dama. Además, el olvido del reloj de ella le brinda una onortunidad para
visitar por segunda vez a esta mujer, a quien admira; es cierto que por la mañana tenía que ir a
su casa por otro asunto, y con el olvido del reloj pa~rece indicar, en cierto modo, que le da
lástima aprovechar esa visita, fijada con mucha anterioridad, para devolver de paso el reloj. Por
añadidura, el segundo olvido del propio y la restitución, así posibilitada, del reloj ajeno a cambio
muestran que nuestro hombre inconcientemente procura no llevar los dos relojes al mismo
tiempo. Es evidente que intenta evitar esa apariencia de abundancia que estaría en oposición
demasiado flagrante con las penurias de su pariente; por otra parte, sin enloargo, él logra atajar
con esto su aparente propósito de casarse con la dama mediante la advertencia, dirigida a sí
mismo, de que tiene insoslayables obligaciones hacia su familia (su madre). Por último, otra
razón para el olvido de un reloj de dama se podría buscar en que la tarde anterior se sintió
molesto, siendo él soltero, por tener que mirar la hora en un reloj de mujer, cosa que hizo a
hurtadillas, y entonces, para evitar que tal penosa situación se repitiera, no quería llevar consigo
otra vez ese reloj. Pero como tenía que devolverlo, también en este caso el resultado fue la
acción sintomática inconcientemente cumplida, que se revela como una formación de
compromiso entre mociones de sentimiento contrarías, y como un triunfo de la instancia
inconciente, conquistado a alto precío».
Veamos a continuación tres observaciones efectuadas por J. Stärcke:
6. Extravío, rotura, olvido, como expresión de una voluntad contraria refrenada:
«De una colección de ilustraciones para un trabajo científico, cierto día tuve que prestar algunas
a mi hermano, quien las quería pasar como diapositivas en una conferencia. Aunque por un
instante registré en mi interior el pensamiento de que preferiría no ver presentadas ni publicadas
en modo alguno, antes ~ue yo mismo pudíese hacerlo, esas reproducciones que tanto esfuerzo
me había costado reunir, le prometí buscar los negativos de las imágenes deseadas y
confeccionar con ellos unas diapositivas. Ahora bien, no pude hallar esos negativos. Revisé la
pila íntegra de cajitas llenas de negativos relacionados con el tema en cuestión, tomé y examiné
uno por uno no menos de doscientos negativos, pero no estaban los buscados. Conjeturé que,
en verdad, parecía que yo no quisiera prestar a mi hermano esas imágenes. Después que me
hube hecho conciente este pensamiento desfavorable y lo hube cuestionado, noté que la cajita
colocada encima de las otras en la pila había sido puesta a un lado, y a esta no la había
revisado: en ella se hallaban los negativos buscados. Sobre su tapa se leía una breve anotación
relativa a su contenido, y es probable que yo hubiese posado en ella una furtiva mirada antes de
dejarla de lado. El pensamiento desfavorable, entretanto, no parecía del todo vencido, pues aún
habrían de suceder toda clase de cosas antes que las diapositivas quedaran listas. Arruiné una
de ellas apretándola, mientras la sostenía con una mano para limpiar el lado de vidrio (nunca he
roto una diapositiva de ese modo). Cuando hice confeccionar un nuevo ejemplar de esta misma
placa, se me cayó de la mano, y si no se rompió fue debido a que adelanté el pie para detenerla.
Cuando montaba las diapositívas, toda la pila se me volvió a caer al suelo, felizmente sin que se
debieran lamentar roturas. Por último, pasaron varios días hasta que realmente las embalara y remitiera, pues cada día me formaba el propósito de hacerlo y tornaba a olvidarme».
7. Olvido repetido, trastrocar las cosas confundido en la ejecución final: «Tenía que enviar una
tarjeta postal a un conocido, pero durante varios días lo fui posponiendo, a raíz de lo cual
concebí la fuerte conjetura de que la causa era esta: En una carta ese individuo me había
comunicado que en el curso de aqjella semana quería visitarme alguien por cuya presencia yo
no me desvivía mucho. Cuando pasó esa semana y aminoraron así las perspectivas de la
indeseada visita, le escribí por fin la tarjeta postal, donde le comunicaba los momentos en que
yo estaría libre. Al escribir esas líneas, en un comienzo quise agregar que un «druk werk» («un
trabajo ímprobo, esforzado o asiduo» {en lengua holandesa}) me había impedido contestarle
antes, pero al fin desistí, considerando que ninguna persona razonable cree ya en ese usual
pretexto. No sé si esta mentirita estaba empero destinada a expresarse, pero cuando eché la
tarjeta postal en el buzón, la deposité por error en su abertura inferior: «Drukwerk» («Impresos»
{en lengua holandesa})».
8. Olvido y error. «Una muchacha se encamina cierta mañana de hermoso tiempo al
Ryksmuseum para dibujar ahí unos modelos de yeso. Aunque con ese bello día hubiera
preferido irse a pasear, se resolvió a mostrarse diligente una vez más y dibujar. Primero tiene
que comprar papel. Va a un negocio (a diez minutos de distancia del museo, más o menos),
compra lápices y otros útiles de dibujo, pero olvida adquirir justamente el papel; se dirige
entonces al museo, y cuando se sienta en su banquito, lista para principiar, hete ahí que no
tiene papel, de suerte que se ve obligada a encaminarse de nuevo al negocio. Adquirido el papel,
empieza realmente a dibujar; el trabajo marcha bien y, pasado algún tiempo, oye que de la torre
del museo dan un gran número de campanadas. Piensa: «Han de ser ya las doce»; sigue
trabajando un poco hasta que la campana de la torre toca el cuarto de hora («Son las doce y
cuarto», piensa), ahora guarda sus útiles de dibujo y resuelve ir paseando por el Vondelpark
hasta la casa de su hermana, para beber allí café (en Holanda, es la segunda comida del día).
En el Suasso Museum ve, para su asombro, que en lugar de las doce y media son apenas las
doce. El hermoso tiempo tentador había prevalecido sobre su celo, y por eso, cuando a las once
y media la campana de la torre dio doce campanadas, no se le ocurrió pensar que, como todas
las de su tipo, marcaba también la media hora».
9. Como algunas de las observaciones precedentes lo muestran ya, la tendencia
perturbadora inconciente puede alcanzar también su propósito repitiendo con pertinacia la
misma variedad de operación fallida. Tomo un divertido ejemplo de un pequeño volumen, Frank
Wedekind und das Theater, publicado por Drei Masken Verlag, en Munich, pero debo dejar por
cuenta del autor la responsabilidad de esta pequeña historia, contada a la manera de Mark
Twain:
«En la comedia en un acto Die Zensur {La censura}, de Wedekind, se declara en el pasaje más
serio de la pieza: «El miedo a la muerte es una Denkfehler {falacia lógica}». El autor, que estaba
encariñado con este pasaje, pidió en el ensayo al actor que hiciera una breve pausa antes de la
palabra «DenkfehIer». Y esa velada… el actor se mostró en un todo compenetrado con su papel,
hasta ob~ervó con exactitud aquella pausa, pero, involuntariamente y en el más solemne de los
tonos, dijo: «El miedo a la muerte es un Druckfehler {error de imprenta}». Concluida la función, y
en respuesta a la pregunta del artista, el autor le aseguró que no tenía absolutamente nada que
reprocharle, salvo que en el pasaje de marras no rezaba que el miedo a la muerte fuese un
error de imprenta, sino que era una falacia lógica. -A la siguiente velada se repitió Die Zensur, y
el actor dijo en el consabido pasaje -desde luego que con el tono más solemne-: «El temor a la
muerte es una … Denkzettel {advertencia}». Wedekind volvió a prodigar al comediante ilimitados
elogios, conformándose con señalarle, como al pasar, que no decía que el miedo a la muerte
fuera una advertencia, sino que era una falacia lógica. – A la velada siguiente, de nuevo se
representó Die Zensur, y el actor, con quien entretanto el autor había trabado amistad e
intercambiado opiniones en materia de arte, dijo, en llegando a aquel pasaje y con el ademán
más solemne del mundo: «El miedo a la muerte es una. . . Druckzettel {cédula impresa}». El
artista recibió del autor una alabanza sin reservas, el drama fue repetido muchas veces aún ‘
pero el autor tuvo que dar por liquidado para siempre el concepto de «falacia lógica»».
Rank ha prestado atención también a los muy interesantes vínculos entre «operación
fallida y sueño», vínculos que, empero, es imposible seguir sin un detallado análisis del sueño
que se anuda a la acción fallida. Soñé cierta vez, dentro de un contexto mas vasto, que había
perdido mi portamonedas. Y por la mañana lo eché de menos realmente al vestirme; la noche
anterior, al desvestirme, había olvidado sacarlo del bolsillo del pantalón y colocarlo en su sitio
habitual. O sea que ese olvido no me era desconocido, probablemente estuviera destinado a
expresar un pensamiento inconciente que estaba preparado para aflorar en el contenido del
sueño.
No quiero insinuar que tales casos de operaciones fallidas combinadas puedan enseñar algo
nuevo, algo que no se averiguara por los casos simples; pero es cierto que este cambio de vía
de la operación fallida entre diversas formas, pero con un mismo resultado, produce la
impresión plástica de una voluntad que procura alcanzar una meta determinada, y por lo mismo
contradice, de manera íncompárablemente más enérgica, la concepción según la cual la
operación fallida sería algo contingente y no requeriría ser interpretada. También es lógico que
nos resulte llamativo, en estos ejemplos, que un designio conciente fracase de manera tan
radical en atajar el resultado de la operación fallida. Mí amigo no consigue asistir a la reunión de
aquella sociedad, y la dama no es capaz de separarse de la medalla. Aquello no consabido
(Unbekannte; «ignoto», «no confesado»} encuentra otra vía de escape después que le
bloquearon la primera. Es que para vencer al motivo ignorado se precisaría algo diverso del
designio contrario concíente; haría falta un trabajo psíquico que hiciera consabido a la
conciencia lo no consabido {das Unbekannte dem Bewusstsein bekannt machen}.