Parte teórica. (Breuer) (A)
Conocemos dos estados extremos del sistema nervioso central: el dormir sin sueños y la vigilia lúcida. Entre ellos forman transición estados de lucidez menor en todas sus gradaciones. Aquí no nos interesa el problema de la finalidad y del fundamento físico del dormir (condiciones químicas o vasomotoras), sino la diferencia esencial entre ambos estados.
Acerca del dormir profundo y sin sueños no podemos enunciar nada directo, pues justamente ese estado de falta total de conciencia excluye cualquier observación y experiencia. Pero sabemos que en el estado, vecino a este, del dormir con sueños nos proponemos movimientos voluntarios, hablamos, caminamos, etc., sin que por eso se desencadenen de manera voluntaria las correspondientes contracciones musculares, como en la vigilia acontece; sabemos ‘que en él quizá se perciban estímulos sensoriales (puesto que suelen introducirse en el sueño), pero no son objeto de apercepción, vale decir, no devienen percepciones concientes; que representaciones añorantes no vuelven actuales {aktuell}, como en la vigilia, todas las representaciones con ellas entramadas, presentes en la conciencia potencial, sino que grandes masas de estas permanecen inexcitadas (p. ej., cuando hablamos con un difunto sin acordarnos de que ha muerto); que aun representaciones inconciliables pueden coexistir sin inhibirse recíprocamente corno lo harían en la vigilia; que, por tanto, la asociación se produce de manera defectuosa e incompleta. Tenemos derecho a suponer que en el dormir más profundo esa cancelación del nexo entre los elementos psíquicos es todavía más acabada, es completa.
En la vigilia lúcida, al contrario, todo acto de voluntad desencadena el movimiento apropiado, las impresiones sensoriales se convierten en percepciones, las representaciones se asocian con el patrimonio íntegro de la conciencia potencial. El encéfalo es en ese caso una unidad que trabaja con total trabazón interna.
Quizá sólo propongamos una paráfrasis de estos hechos si decimos que en el dormir las vías de conexión y conducción del encéfalo no son transitables para la excitación de los elementos psíquicos (¿células de la corteza?), mientras que en la vigilia lo son enteramente.
La existencia de estos dos diferentes estados de las vías conductoras se vuelve comprensible sólo mediante el supuesto de que durante la vigilia ellas se encuentran con excitación tónica (tetanus intercelular de Exner [1894, pág. 93]), que esta excitación tónica intracerebral condiciona su capacidad de operación y que su disminución y desaparición constituyen, justamente, el estado del dormir.
No deberíamos representarnos una vía conductora cerebral como un hilo telefónico que sólo recibe excitación eléctrica cuando debe funcionar -en nuestro caso: cuando debe trasmitir un signo-, sino como uno de aquellos conductores telefónicos – por los que fluye de manera constante una corriente galvánica y que se vuelven inexcitables cuando esta cesa. – O, quizá mejor, pensemos en un dispositivo eléctrico muy ramificado y destinado a iluminar y proveer de fuerza motriz; se le requiere que cada lámpara y cada motor puedan ponerse en funcionamiento mediante simple contacto. Para posibilitarlo, para que toda la red conductora mantenga un aporte de trabajo aun durante la quiescencia funcional, debe existir una determinada tensión, y a ese efecto la dínamo debe gastar un determinado volumen de energía. – De igual manera, existe una cierta medida de excitación en las vías conductoras del encéfalo quiescente, vigil, pero aprontado para el trabajo.
Con esa pintura nuestra se corresponde el hecho de que la vigilia como tal, aun sin operación de trabajo, fatiga y produce la necesidad de dormir; en sí ella condiciona ya un gasto de energía.
Imaginemos a un hombre en estado de expectativa tensa, pero sin que esta recaiga sobre un determinado campo sensorial. Estaremos así frente a un cerebro quiescente, pero aprontado para operar. Tal vez tengamos derecho a suponer que, en este, todas las vías conductoras se encuentran acomodadas al máximo de su capacidad de conducción, con excitación tónica. Es característico que el lenguaje llame «tensión» a ese estado. La experiencia enseña cuánto esfuerzo y fatiga provoca, aunque de hecho no se efectúe ningún trabajo motor o psíquico actual.
Este es un estado excepcional que justamente por el gran gasto de energía que demanda no se tolera mucho tiempo. Pero también el estado normal de la vigilia lúcida condiciona una cuantía de excitación intracerebral que oscila dentro de límites no demasiado amplios; todas las gradaciones desde la vigilia hasta el adormilamiento y el dormir efectivo corresponden a grados descendentes de excitación.
Es cierto que la efectiva operación de trabajo del encéfalo condiciona un gasto de energía mayor que el mero apronte para el trabajo (así como el dispositivo eléctrico presentado líneas antes con fines comparativos tiene que hacer afluir un volumen mayor de energía eléctrica en las líneas de conducción cuando se han conectado muchas lámparas o motores). Dada una función normal, no se liberará más energía que la gastada enseguida en la actividad. Pero el cerebro se comporta como un dispositivo así, de capacidad de operación limitada, que, por ejemplo, no podría producir al mismo tiempo grandes volúmenes de luz y de trabajo mecánico.
Si trabaja en la trasmisión de fuerza motriz, le resta poca energía para la iluminación, y a la inversa. De este modo, vemos que nos resulta difícil mantener una meditación en medio de un intenso esfuerzo muscular; que si la atención se concentra en un ámbito sensorial disminuye la capacidad operativa de los otros órganos cerebrales; que, por tanto, el encéfalo trabaja con un volumen de energía cambiante, pero limitado.
La desigual distribución de la energía acaso esté condicionada por la «facilitación atencional» (Exner [1894, pág. 165]): se eleva la capacidad operativa de las vías requeridas, disminuye la de las otras y, de ese modo, cuando el encéfalo trabaja, aun la «excitación tónica intracerebral» se encuentra distribuida desigualmente.
Despertamos a un durmiente, es decir, aumentamos de repente el quantum de su excitación tónica intracerebral, haciendo que produzca sus efectos sobre él un estímulo sensorial vívido.
Que en ese proceso unas alteraciones en la circulación cerebral sean eslabones esenciales de la cadena causal; que los vasos se ensanchen primariamente en virtud del estímulo, o que ello sea consecuencia de la excitación de los elementos cerebrales: he ahí otros tantos problemas abiertos. Lo que sí es seguro es que el estado de excitación que entra por uno de los portales sensoriales se propaga desde ahí por el cerebro, se difunde y pone a todas las vías conductoras en un estado de facilitación más elevada.
También sigue siendo totalmente oscuro cómo se produce el despertar espontáneo: si es siempre una misma parte del encéfalo la que entra primero en el estado de la excitación de vigilia y esta se extiende desde aquella, o sí son ora unos, ora otros grupos de elementos los que actúan de despertadores.
No obstante, el despertar espontáneo, que sobreviene aun en plena quietud y oscuridad sin estímulos exteriores, prueba que el desarrollo de energía está fundado en el proceso vital de los propios elementos cerebrales.
El músculo no estimulado permanece quieto aunque lo esté desde hace largo tiempo y haya acumulado dentro de sí el máximo de fuerzas de tensión. No ocurre lo mismo con los elementos cerebrales. Parece que tenemos derecho a suponer que en el dormir ellos reconstituyen su integridad y reúnen fuerzas de tensión. Una vez que ello ha acontecido en un cierto grado, cuando por así decir se ha alcanzado cierto nivel, el sobrante se drena por las vías conductoras, las facilita y produce la excitación intracerebral de la vigilia.
Es instructivo observar este mismo proceso en la vigilia. Cuando el encéfalo despierto permanece largo tiempo en reposo, sin que una función suya mude fuerza de tensión en energía viva, sobrevienen la necesidad y el esfuerzo de que-hacer. Una prolongada quiescencia motriz crea la necesidad de movimiento (el pasearse las fieras en la jaula sin finalidad alguna) y un sentimiento penoso cuando esa necesidad no puede ser satisfecha. La falta de estímulos sensoriales, las tinieblas, un silencio total, se vuelven penosos; reposo intelectual, falta de percepciones, de representaciones, de capacidad de asociación, producen el martirio del aburrimiento. Estos sentimientos de displacer corresponden a una «agitación» {«Aufregung»}, un incremento de la excitación intracerebral normal.
Por tanto, los elementos cerebrales completamente reconstituidos liberan, aun en estado quiescente, cierto grado de energía, que, sí no se la emplea funcionalmente, incrementa la excitación intracerebral. Esto produce un sentimiento de displacer, el cual se genera siempre que una necesidad del organismo no encuentra satisfacción. Puesto que el que aquí consideramos desaparece cuando se emplea funcionalmente el quantum de excitación sobrante liberado, inferimos que esta remoción del sobrante de excitación es una necesidad del organismo, y aquí nos topamos por primera vez con el hecho de que en el organismo existe la «tendencia a mantener constante la excitación intracerebral» (Freud).
Un sobrante de ella sobrecarga e importuna, y genera la pulsión a gastarlo. Si ello no es posible mediante una actividad sensorial o de representación, el sobrante se drena en una acción motriz carente de finalidad, en el pasearse de un lado a otro, etc.; luego hallaremos que esta es la forma más frecuente de aligerar tensiones hipertróficas.
Es notoria la muy grande diversidad individual en este respecto: cuánto se distinguen los hombres vivaces de los perezosos y aletargados; aquellos que «no pueden estarse quietos» y los que «tienen un talento innato para permanecer sentados en un sillón»; los movedizos intelectualmente y los embotados, que toleran larguísimos períodos de quietud intelectual. Estas diversidades, constitutivas del «temperamento intelectual» de los seres humanos, tienen sin duda por base profundas diferencias en su sistema nervioso; se basan en la magnitud con que los elementos cerebrales en quiescencia funcional liberan energía.
Hemos hablado de una tendencia del organismo a conservar constante la excitación cerebral tónica; pero sólo la entenderemos si podemos inteligir qué necesidad es satisfecha con ella.
Comprendemos que la temperatura media del animal de sangre caliente tienda a conservarse constante; es que por experiencia sabemos que ello constituye un óptimo para la función de los órganos. Y presuponemos algo semejante para la constancia del contenido de agua en la sangre, etc. Creo lícito suponer que también la altura de la excitación tónica intracerebral tiene un optimum. En este nivel de la excitación tónica, el encéfalo es accesible a todos los estímulos exteriores, los reflejos están facilitados (pero sólo en la dimensión de la actividad refleja normal), el patrimonio de representaciones se encuentra asequible para ser despertado y asociado en aquella proporción recíproca relativa de las representaciones singulares que corresponde a la reflexión clara; es el estado de mejor apronte para el trabajo. Ya aquella elevación pareja de la excitación tónica que constituye la «expectativa» altera las circunstancias. Lo vuelve a uno hiperestésico para estímulos sensoriales que pronto se tornarán penosos, y eleva la excitabilidad de reflejo por encima de lo útil (medrosidad). Sin duda que ese estado es útil para muchas situaciones y fines; pero cuando sobreviene de manera espontánea, sin esas condiciones previas, no mejora nuestra capacidad de operación, sino que la daña. En la vida ordinaria lo designamos un «estar nervioso». – Pero en la mayor parte de las formas de acrecentamiento de excitación se trata de una hiperexcitación despareja, directamente perjudicial para la capacidad de operación. La llamamos «desequilibrio emocional» {«Aufregung»}. No es inconcebible, sino que mantiene analogía con otras regulaciones del organismo, que en este exista el afán de mantener el óptimo de excitación y de restablecerlo después que ha sido rebasado.
Permítasenos recurrir otra vez a la comparación con un dispositivo de iluminación eléctrica.
También la tensión dentro de su red conductora tiene un óptimo; trasgredido este, es fácil que se perjudique la función, haciendo, por ejemplo, fundirse los filamentos incandescentes. Más adelante nos referiremos al daño del dispositivo mismo por deficiente aislamiento y « cortocircuito ».