Dejé a ustedes con una exposición que cuestionaba la función, en la economía del deseo, en la economía del objeto —en el sentido con que el análisis lo funda como objeto del deseo—, la función de la circuncisión. Dicha lección terminó aludiendo a un texto, a un pasaje de Jeremías —parágrafos 24 y 25 del capítulo 9— que, a decir verdad, en el curso de los tiempos ocasionó ciertas dificultades a los traductores; el texto hebreo — hoy tengo demasiado que decirles para demorarme en su letra se traduciría: «Castigaré a todo circunciso en su prejucio», paradójica expresión que los traductores trataron de dar vuelta — incluso uno de los mejores, Paul Dorncon la fórmula: «Actuaré con rigor contra todo circunciso a la manera del incircunciso.»
Sólo recuerdo este punto para indicarles que en verdad se trata de cierta relación permanente con un objeto perdido como tal, y que, efectivamente, sólo en la dialéctica de ese objeto a como algo separado, como algo que mantiene, sostiene, presentifica una relación esencial con esa relación misma, sólo así podemos concebir de qué se trata en este punto —que no es único— de la Biblia; pero este punto aclara, por su extrema paradoja, de que se trata cada vez que el término circunciso e incircunciso es efectivamente empleado en aquélla. En efecto, de ningún modo está localizado, lejos de esto, en la puntita de carne que constituye el objeto del rito. «lncircunciso de los labios», «incircunciso del corazón», tales son los numerosos términos que aparecen a lo largo de todo el texto, casi corrientes, casi comunes, señalando que de lo que se trata es siempre de una separación esencial con cierta parte del cuerpo, cierto apéndice, algo que en una función se vuelve simbólico de una relación con el cuerpo propio para el sujeto en lo sucesivo alienado, y fundamental.
Hoy retomaré las cosas con mayor amplitud, altura y extensión. Ustedes lo saben, algunos lo saben, vuelvo de un viaje que me aportó algunas experiencias, y que en lo esencial también me aportó la aproximación, la visión, el encuentro con algunas de esas obras sin las cuales el más atento estudio de los textos, de la letra, de la doctrina, especialmente del budismo, no pueden resultar sino algo incompleto, no vivificado.
Pienso que al darles alguna información sobre tal aproximación, y sobre la manera con que para mí mismo —pienso que también para ustedes— la misma puede insertarse en lo que este año constituye nuestra cuestión fundamental, el punto por donde se desplaza la dialéctica sobre a angustia, a saber, la cuestión del deseo, dicha aproximación desde ahora puede ser, puede representar para nosotros un aporte.
En efecto, el deseo constituye el fondo esencial, la meta, la finalidad, la práctica también de todo lo que aquí se denomina y anuncia en lo concerniente al mensaje freudiano. Algo absolutamente esencial, nuevo, pasa por ese mensaje. Este es el camino por donde —¿quién de ustedes?, habrá alguien, algunos, espero, que podrán localizarlo por donde pasa ese mensaje. Dado el punto en que nos hallamos, es decir, en todo punto de una reanudación de nuestro impulso, debemos justificar que este año ese lugar sutil, ese lugar que tratamos de cercar, de definir, de coordinar, ese lugar nunca localizado hasta aquí en lo que podremos llamar su irradiación ultrasubjetiva, es el lugar central de la función, por así decir, pura del deseo. Dicho lugar, por el que este año avanzamos un poco más con nuestro discurso sobre la angustia, es aquél donde les demuestro cómo se forma a. a, el objeto de lo objetos, objeto para el cual nuestro vocabulario ha promovido el término «objetalidad» en tanto que se opone al de «objetividad».
Para condensar en formulas esa oposición — me excuso por su rapidez— diremos que la objetividad es el último término del pensamiento analítico científico occidental, que la objetividad es el correlato de una razón pura que al fin de cuentas es el último término que para nosotros se traduce, se resume por, se articula en un formalismo lógico.
La objetalidad, si han seguido mi enseñanza de los cinco o seis últimos años, la objetalidad es otra cosa y, para ofrecer su relieve en su punto vivo, diré, formularé, balanceado con relación a la fórmula precedente, que; la objetalidad es el correlato de un pathos de corte, y justamente de aquel por donde ese mismo formalismo, formalismo lógico en el sentido kantiano del término, ese mismo formalismo alcanza su efecto desconocido en la «Crítica de la razón pura», efecto que da cuenta de ese. formalismo, incluso en Kant, sobre todo en Kant diría yo queda lleno de causalidad, queda suspendido de la justificación, que ningún a priori consiguió hasta ahora reducir, de esa función sin embargo esencial a todo el mecanismo de nuestra vivencia mental, la función de la causa . Por todas partes la causa, y su función muestra ser irrefutable aunque sea irreductible, casi inasequible a la crítica. ¿Cual es esa función?. ¿Cómo podemos justificarla en su subsistencia contra toda tentativa de reducirla, tentativa que constituye casi el sostenido movimiento de todo el progreso crítico de la filosofía occidental, movimiento que desde luego nunca llegó a resultado alguno?. Si esa causa muestra ser tan irreductible, lo es en la medida en que se superpone, en que es idéntica en su función a lo que este año les enseño a cercar, a manejar: precisamente esa parte de nosotros mismos, esa parte de nuestra carne que necesariamente resulta, por así decir, tomada en la máquina formal. Aquello sin lo cual ese formalismo lógico no seria para nosotros absolutamente nada, que no sólo nos requiere, que no sólo nos da los marcos, de nuestro pensamiento y además de nuestra estética propia trascendental, que nos aprehende por alguna parte y que, esa parte de la que damos no solamente la materia, no solamente la encarnación como ser de pensamiento sino el pedazo carnal como tal arrancado a nosotros mismos, es ese pedazo en tanto que es él lo que circula en el formalismo lógico, tal como fue elaborado ya por nuestro trabajo del uso del significante, es esa parte de nosotros mismos tomada en la maquina, para siempre irrecuperable, ese objeto como perdido en los diferentes niveles de la experiencia corporal en que se produce el corte; el es el soporte, el sustrato auténtico de toda función como tal de la causa. Esa parte de nosotros mismos, esa parte corporal es en consecuencia, y por función, parcial. Por supuesto, conviene recordar que ella es cuerpo, que no somos objetales —lo que quiere decir objeto del deseo— sino como cuerpo, punto esencial de recordar puesto que constituye uno de los campos creadores de la denegación apelar a otra cosa, a algún sustituto que sin embargo siempre resulta en último término deseo del cuerpo, deseo del cuerpo del otro y nada más que deseo de su cuerpo. Puede decirse, se dice ciertamente, «es tu corazón lo que quiero, y ninguna otra cosa», y con esto se entiende decir vaya a saberse qué de espiritual: la esencia de tu ser o aún tu amor; pero aquí el lenguaje traiciona, como siempre, a la verdad. Ese corazón sólo es aquí metáfora si no olvidamos que no hay nada en la metáfora que justifique la costumbre, común en los libros de gramática, de oponer el sentido propio al sentido figurado. Ese corazón puede querer decir muchas cosas; según las culturas y según las lenguas se metaforizan cosas diferentes. Para los semitas, por ejemplo, el corazón es el órgano de la inteligencia. Y no se trata de estos matices, de estas diferencias, no es hacia esto que atraigo vuestras miradas. En la fórmula: «Es tu corazón lo que quiero», el corazón debe ser tomado, como cualquier otra metáfora de órgano, al pie de la letra. Es como parte del cuerpo que funciona; por así decir, como tripa.
Después de todo, por qué tan prolongada subsistencia de metáforas semejantes — sabemos de lugares, hice alusión a ellos, donde permanecen vivas, especialmente el culto del Sagrado Corazón— ; por qué, desde los tiempos de la literatura viviente del hebreo y del acadio, sobre los que un pequeño volumen de Edouard Dorn nos recuerda cuán fundamental es el empleo metafórico de los nombres de las partes del cuerpo para toda comprensión de esos antiguos textos, esta singular falta de «Todas las partes del cuerpo» que les recomiendo, que acaba de reaparecer editado por Galimard: si todas las partes del cuerpo pasan por ello en sus funciones propiamente metafóricas, singularmente el órgano sexual y en especial el órgano sexual masculino, mientras que todos los textos que antes evoque sobre la circuncisión lo mencionaban, allí el órgano sexual masculino y el prepucio son singularmente muy extrañamente omitidos; ni siquiera están en el índice.
En cuanto al empleo metafórico de esa parte del cuerpo, siempre vivo para expresar lo que en el deseo más allá de la apariencia es propiamente lo requerido en esa obsesión de lo que yo llamaría la tripa causal, cómo explicarlo sino porque la causa está ya alojada en la tripa, por así decir, figurada en la falta; además, y a lo largo de la discusión mítica sobre las funciones de la causalidad, siempre es sensible que la referencia vaya de las posiciones más clásicas a las más o menos modernizadas, por ejemplo la de Maine de Biran: cuando es en el sentido del esfuerzo que intenta hacernos sentir el sutil equilibrio a cuyo alrededor se juega la posición de lo que está determinado, de lo que al fin de cuentas es libre, es siempre a esa experiencia corporal que nos referimos. Lo que hoy enunciaré para hacer sentir de que se trata en el orden de la causa, ¿qué será, al fin de cuentas? Mi brazo, pero mi brazo en tanto que lo aíslo; si al considerarlo como el intermediario entre mi voluntad y mi acto me detengo en su función, es en cuanto instante aislado, y a todo precio y por cierto sesgo es preciso que lo recupere, me es preciso modificar de inmediato el hecho de que, si es instrumento, sin embargo no es libre, es preciso que me precavenga, por así decir, contra el hecho, no inmediatamente de su amputación sino de su no control, contra el hecho de que alguien pueda apoderarse de el, de que yo pueda convertirme en el brazo derecho o el brazo izquierdo de otro, o simplemente contra el hecho de que, como un vulgar paraguas, como esos corsés que según parece todavía existían en abundancia hace pocos años, pueda olvidármelo en el subterráneo
Nosotros, analistas, sabemos qué quiere decir esto —la experiencia de la histérica es algo suficientemente significativo— ; y ello hace que esa comparación donde se deja vislumbrar que el brazo puede ser olvidado, ni más ni menos que como un brazo mecánico, no sea una metáfora forzada. Por eso me da la pertenencia de este brazo con la función del determinismo: me empeño en que, incluso cuando olvido su funcionamiento, yo sepa que él funciona de una manera automática, que un piso inferior me asegura que, tónicos o voluntarios, toda clase de reflejos, toda clase de condicionamientos me aseguran que no se escapará, incluso ante, de mi parte, un instante de desatención.
La causa siempre surge, por lo tanto, en correlación con el hecho de que algo es omitido en la consideración del conocimiento, algo que es precisamente el deseo que anima a la función del conocimiento. Cada vez que se la invoca, esto en su registro más tradicional, la causa es en cierto modo la sombra, la pareja, de lo que es punto ciego en la función de ese conocimiento mismo. Esto, desde luego, no hemos esperado a Freud para invocarlo. Ya mucho antes de Freud —¿tengo necesidad de mencionar a Nietzsche y otros antes que él?— hubo quienes pusieron en cuestión lo que hay de deseo bajo la función de conocer, e indagaron qué quiere Platón y lo hace creer en la función central, original, creadora del «Bien Supremo», qué quiere Aristóteles y lo hace creer en ese singular primer motor que viene a ponerse en el lugar del vouz anaxagórico, y que sin embargo para él no puede sino ser un motor sordo y ciego a lo que sostiene, a saber, todo el cosmos . El deseo del conocimiento con sus consecuencias fue cuestionado, y siempre para cuestionar lo que el conocimiento se cree obligado a forjar justamente como causa última.
¿En qué desemboca esta suerte de crítica? En una especie de cuestionamiento, por así decir, sentimental, de lo que parece más desprovisto de sentimiento, a saber, el conocirniento elaborado, purificado en sus consecuencias últimas; él va a crear un mito que será un mito del origen psicológico del conocimiento; son las aspiraciones, los instintos, las necesidades; agreguen «religiosos» y no darán sino un paso más: seremos responsables de todos los extravíos de la razón, la Schwarmerein kantiana con todas sus implícitas desembocaduras en el fanatismo.
¿Es ésta una crítica que pueda conformarnos? ¿Acaso no podremos ir más lejos? ¿Articularlo de una manera más audaz, más allá de lo psicológico, que se inscriba en la estructura?: apenas si es necesario decir que esto es exactamente lo que hacemos. No se trata solamente de un sentimiento que requiere su satisfacción . Se trata de una necesidad estructural: la relación del sujeto con el significante necesita la estructuración del deseo en el fantasma. El funcionamiento del fantasma implica una síncopa temporalmente definible de la función del a, que forzosamente, en determinada fase del funcionamiento fantasmático, se borra y desaparece. Esta afanisis del a, esta desaparición del objeto en tanto que él estructura cierto nivel del fantasma, de esto tenemos el reflejo en la función de la causa; y cada vez que nos hallamos ante un mismo impensable manejo en la crítica, irreductible sin embargo, incluso a la critica, cada vez que nos hallamos ante tal funcionamiento último de la causa, debemos buscar su fundamento, su raíz, en ese objeto oculto, en ese objeto en tanto que sincopado. Un objeto oculto esta en el resorte de esa fe otorgada al primer motor de Aristóteles que recién les presente como sordo y ciego a aquello que lo causa (ce qui le cause). La certeza, esa certeza tan discutible, siempre ligada al ridículo, esa certeza que se consagra a lo que yo llamaría la prueba esencialista, aquella que no está solamente en San Anselmo —porque la encontrarán también en Descartes—, aquélla que tiende a fundarse en la perfección objetiva de la idea para fundar en ella su existencia, esa certeza precaria y ridícula a la vez, si se mantiene a pesar de toda la crítica, si por algún sesgo siempre estamos forzados a volver a ella, es por no ser más que la sombra de otra cosa, de otra certeza; ya la he nombrado aquí, pueden reconocerla porque la llame por su nombre: la de la angustia ligada a la aproximación del objeto, esa angustia de la que les dije que hay que definirla como aquello que no engaña, la única certeza, fundada, no ambigüa de la angustia; la angustia, precisamente, en tanto que todo objeto escapa de ella. Y la certeza ligada al recurso a la causa primera, y la sombra de esa certeza fundamental, su carácter de sombra es lo que le da ese lado esencialmente precario, ese lado que no es superado verdaderamente sino por la articulación afirmativa que carácteriza siempre lo que llamé el argumento esencialista, eso que por siempre es para ella lo que en ella no convence. Buscándola así, en su verdadero fundamento, dicha certeza muestra ser lo que es: un desplazamiento, una certeza segunda, y el desplazamiento de que se trata es la certeza de la angustia.
¿Que implica esto? Seguramente un enjuiciamiento más radical de lo que nunca se articuló en nuestra filosofía occidental, el enjuiciamiento como tal de la función del conocimiento; no es que tal enjuiciamiento no haya sido hecho en otra parte. Entre nosotros, sólo puede comenzar a hacérselo de la manera más radical si nos percatamos de lo que quiere decir la fórmula de que ya hay conocimiento en el fantasma.
¿Y cual es la naturaleza de ese conocimiento que existe ya en el fantasma. Esto que repito, y ninguna otra cosa: el hombre, desde el momento en que habla, el sujeto, desde el momento en que habla, está ya implicado en su cuerpo por la palabra . La raíz del conocimiento es este compromiso de su cuerpo. Pero no es tal clase de compromiso lo que seguramente, de una manera fecunda, de una manera subjetiva, la fenomenología contemporánea intentó comprometer al recordarnos que en toda percepción, la totalidad de la función corporal —estructura del organismo de Goldstein, estructura del comportamiento de Maurice Merleau-Ponty— , la totalidad de la presencia corporal está comprometida.
Observen que por este camino sucede algo que seguramente siempre nos pareció deseable: la solución del dualismo mente-cuerpo. Pero no porque una fenomenología, rica además en cosecha de hechos, nos haga de ese cuerpo, tomado a nivel funcional, por así decir, una suerte de doble, de revés de todas las funciones de la mente, no por eso podemos, debemos quedar satisfechos. Porque sin embargo hay aquí cierto escamoteo. Y además, todos saben que las reacciónes seguramente de naturaleza filosófica o incluso de naturaleza fideísta que la fenomenología contemporánea pudo producir entre los servidores de lo que podríamos llamar la causa materialista, esas reacciónes por ella ocasionadas no son, por cierto, inmotivadas.
El cuerpo, así articulado y hasta puesto al margen de la experiencia en la especie de exploración inaugurada por la fenomenología contemporánea, pasa a ser algo totalmente irreductible a los mecanismos materiales. Tras largos siglos que en el arte nos hicieron un cuerpo espiritualizado, el cuerpo de la fenomenología contemporánea es un alma corporizada.
Lo que nos interesa en la cuestión de aquello a lo cual es preciso conducir la dialéctica en juego, en tanto dialéctica de la causa, no es que el cuerpo participe de ella, por así decir, en su totalidad. No es que no se haga observar que sólo los ojos son necesarios para ver, pero que seguramente nuestras reacciónes son diferentes según que nuestra piel —como nos hizo notar Goldstein, quien no carecía de una experiencia perfectamente válida según que nuestra piel se impregne o no en cierta atmósfera de color. En esta evocación de la función del cuerpo no es este orden de hechos lo que interesa.
El compromiso del hombre que habla en la cadena del significante, con todas sus consecuencias, con ese rebrote desde ahora fundamental, ese punto elegido que antes llame el de una irradiación ultrasubjetiva, ese cimiento del deseo para decirlo de una vez, no está en que el cuerpo en su funcionamiento nos permitiría reducirlo todo, explicarlo todo por una reducción del dualismo del Umwelt y del lnnenwelt, sino en que siempre hay en el cuerpo, e inclusive a causa de ese compromiso de la dialéctica significante, algo separado, algo hecho estatua, algo desde ese momento inerte: la libra de carne.
Sólo cabe asombrarse una vez más ante el rodeo del increíble genio que guió a quien llamamos Shakespeare, cuando fijó sobre la figura del mercader de Venecia esa temática de la libra de carne que nos recuerda la ley de la deuda y del don, ese hecho social total, como se expresa, como se expresó después Marcel Mauss; pero no era por cierto una dimensión para dejar escapar en la época lindera del siglo XVll; la ley de la deuda no obtiene su peso de ningún elemento que podamos considerar pura y simplemente como un tercero, en el sentido de un tercero exterior. El intercambio de las mujeres o de los bienes, como lo recuerda Lévi-Strauss en sus Estructuras elementales, aquello que está en juego en el pacto, no puede ser y no es sino esa libra de carne que, como dice el texto del Mercader, ha de ser sacada «bien cerca del corazón».
Seguramente, no por nada después de haber animado una de sus piezas más ardientes con esta temática, Shakespeare, impulsado por una suerte de adivinación que no es más que el reflejo de algo siempre rozado y nunca atacado en su última profundidad, lo atribuye, lo sitúa en ese mercader que es Shylock, un judío. Además, pienso que ninguna historia, ninguna historia escrita, ningún libro sagrado, ninguna Biblia, para decirlo, más que la Biblia hebrea, puede hacernos sentir esa zona sagrada donde la hora de la verdad es evocada, lo que en términos religiosos podemos traducir por ese lado implacable de la relación con Dios, esa maldad divina por la cual es siempre con nuestra carne que debemos saldar la deuda
A este dominio que apenas he rozado hay que llamarlo por su nombre. Tal designación, precisamente en cuanto configura para nosotros el valor de los diferentes textos bíblicos, es esencialmente correlativa de aquello sobre lo cual tantos analistas creyeron su deber interrogarse, y a veces no sin éxito: las fuentes del llamado sentimiento antisemita. Es precisamente en el sentido en que esa zona sagrada, y yo diría casi prohibida está allí más viva mejor articulada que en ningún otro lugar y que no sólo está articulada sino después de todo viva y siempre portada en la vida de ese pueblo en tanto que el se presenta, en tanto que subsiste por sí mismo en la función que a propósito del a articulé con un nombre, el de función del resto— algo que sobrevive a la prueba de la división del campo del Otro por la presencia del sujeto de algo que es aquello que en determinado pasaje bíblico resulta formalmente metaforizado en la imagen de la cepa, del tronco cortado, de donde el nuevo tronco resurge en esa función viva en el nombre del segundo hijo de lsaías, Sear-Jasub.
Un resto volverá en ese Shorit que también hallamos en cierto pasaje de lsaías. La función del resto, la función irreductible, la que sobrevive a toda la prueba del encuentro con el significante puro, tal es el punto al que al final de mi última conferencia, con las observaciones de Jeremías sobre el paso de Jeremías por la circuncisión, tal es el punto al que ya los he conducido.
También es aquél del que les indiqué cuál es su solución, y debería decir su atenuación cristiana, a saber: todo el espejismo que en la solución cristiana puede considerarse consagrado a la salida masóquica en su raíz puede ser dado a esa relación irreductible con el objeto del corte.
En la medida en que el cristiano aprendió, a través de la dialéctica de la redención, a identificarse idealmente con aquél que por un tiempo se hizo idéntico a ese mismo objeto, con el desecho dejado por la venganza divina, en la medida en que tal solución fue vivida, orquestada, adornada, poetizada, pude tener, hace 48 horas, el encuentro siempre tan cómico con el occidental que vuelve de Oriente y estima que allí no tienen corazón. Son arteros, hipócritas, avaros y hasta estafadores. Se dedican, mi Dios, a toda clase de «manganetas». El occidental que me hablaba era un hombre de ilustración totalmente corriente, aunque a sus propios ojos se consideraba como una estrella de dimensión algo superior. Pensaba que allí, en Japón, si había sido bien recibido era porque a las familias les resultaba ventajoso demostrar que se tenían relaciones con alguien que casi había sido un premio Goncourt. He aquí cosas, me dice, que desde luego, en mi —aquí censuro el nombre de su provincia, una provincia que no tiene ninguna posibilidad de ser evocada— digamos en mi Camarga natal, no pasarían nunca. Todos saben que aquí el corazón se nos sale del pecho, somos personas mucho más francas, y nunca utilizamos tan oblicuas maniobras.
Tal es la ilusión del cristiano que siempre cree tener más corazón que los otros, y esto, mi Dios, ¿por qué? Sin duda la cosa aparece más clara —creo habérselos hecho advertir como esencial, es el fondo del masoquismo—, esa tentativa de provocar la angustia del Otro convertida aquí en la angustia de Dios, en el cristiano es efectivamente una segunda naturaleza, a saber, que qué esa misma hipocresía — y todos saben que en otras posiciones perversas somos capaces de sentir en la experiencia lo que siempre hay de lúdico de ambigüo— esa misma hipocresía vale más o menos lo mismo que lo que él experimenta más como hipocresía oriental.
Tiene razón al sentir que no es la misma: el oriental no esta cristianizado. Y es esto lo que trataremos de profundizar.
No voy a hacer Kaiserlin aquí, no voy a explicarles qué es la psicología oriental, ante todo porque no hay psicología oriental. Gracias a Dios, hoy se llega directamente al Japón por el Polo Norte. Esto tiene una ventaja: hacernos sentir que el Japón bien podría ser considerado como una península, como una isla de Europa. Y en efecto lo es, se los aseguro. Algún día —lo predigo— verán aparecer un Robert Musil japonés, El nos mostrará adónde hemos llegado, y hasta qué punto la relación del cristiano con el corazón esta aún viva, o si está fosilizada.
Pero no es a esto que quiero llevarlos hoy. Quiero tomar un sesgo, utilizar una experiencia, estilizar un encuentro que fue el mío y que recién les indiqué, para acercar algo del campo de lo que aún puede vivir de las prácticas budistas, especialmente del Zen. Sospechan ustedes que del curso de un raid tan corto no puedo informarles nada. Quizás les digo, al final de lo que ahora vamos a recorrer, una frase simplemente recogida del abate de uno de eso conventos, en Kamakura precisamente, ante el cual se me facilito el acceso y que, les aseguro, sin ninguna solicitud de mi parte me aportó una frase que no me parece fuera de lugar en lo que aquí tratamos de definir en cuanto a la relación del sujeto con el significante. Pero esto es más bien un campo de futuro que debe quedar reservado. Los encuentros de que hable eran encuentros más modestos, más accesibles, más posibles de insertar en esas suertes de viajes relámpago a los que el tipo de vida que llevamos nos reduce. Se trata especialmente, del encuentro con las obras de arte. Puede parecerles asombroso que hable de obras de arte cuando se trata de estatuas, .y de estatuas de función religiosa que en principio no fueron hechas con el fin de representar obras de arte. Sin embargo, en su intención, en su origen, lo son de manera indiscutible. Siempre fueron recibidas y sentidas como tales, independientemente de aquella función.
Por lo tanto, de ningún modo está fuera de lugar que nosotros mismos tomemos esa vía de acceso para recibir de ella algo que nos conduzca, no diré a su mensaje, sino a lo que justamente pueden representar, y que es lo que nos interesa: cierta relación del sujeto humano con el deseo. Con la intención de preservar una integridad muy importante para mi — se los recuerdo al pasárselo— , hice un pequeño montaje de tres fotos de una sola estatua, una entre las más bellas que puedan, creo, ser vistas en una zona que no carece de ellas; se trata de una estatua cuyas calificaciones y denominaciones voy a ofrecerles, y también a hacer que vislumbren su función; dicha estatua se encuentra en el monasterio de mujeres, en el convento de monjas de Todai-ji, en Nara.
Lo cual me permitirá enterarlos de que Rara (sic) fue el lugar de ejercicio de la autoridad imperial durante varios siglos, modestamente colocados antes del siglo X. Una de esas estatuas, una de las más bellas, se encuentra en ese monasterio femenino de Todai-ji. Enseguida les diré de qué función se trata. De manera que manipulen las fotos con precaución, pues deseo recuperarlas en seguida. Hay dos que están repetidas, son la misma, una aumentada con relación a la otra.
Entramos en el budismo. Conocen de él lo suficiente para saber que la mira, los principios del recurso dogmático tanto como el de la práctica de ascésis que puede conectársele, puede resumirse y además está resumida en esta fórmula que nos interesa en lo más vivo y que tenemos que articular: la de que el deseo es ilusión. ¿Qué quiere decir esto?. Aquí la ilusión sólo podría estar referida al registro de la verdad. La verdad de que se trata no podría ser una verdad última. La enunciación «es ilusión», en este caso debe ser tomada en la dirección, que queda por precisar, de lo que puede ser o no ser la función del ser. Decir que el deseo es ilusión es decir que no tiene soporte, que no tiene desembocadura ni apunta a nada.
Pienso que han oído hablar, aunque sólo fuera en Freud, de la referencia al nirvana. Pienso que aquí y allá han podido oír había de él de una manera tal que no pueden identificarlo con una pura reducción a la nada. El empleo mismo de la negación, que es corriente en el Zen, por ejemplo, y el recurso al signo «mou» que aquí es el de la negación. no podría engañarlos pues el signo «mou» de que se trata es además una negación muy particular, la de un «no tener» . Esto por si sólo bastaría para ponernos en guardia. Aquello de que se trata, al menos en la etapa media de la relación con el nirvana, está realmente articulado de una manera expandida por toda formulación de la verdad búdica: está articulado siempre en el sentido de un no-dualismo.
«Si hay objeto de tu deseo, no es otra cosa que tú mismo.» Subrayo que no les estoy dando un rasgo original del budismo: «Tat tvam asi», el «eres tú mismo» que reconoces en el otro, está inscripto ya en el Vedanta.
Digamos que sólo lo estoy evocando; de ningún modo puedo hacerles una historia, una critica del budismo; sólo lo traigo para abordar, por los caminos más cortos, aquello en lo cual esa experiencia —que como verán es muy particular, y si la localizo aquí, es por ser carácterística— , la experiencia hecha con relación a aquella estatua, experiencia hecha por mí mismo, es utilizable para nosotros.
La experiencia búdica, en tanto que por etapas y progresos tiende a hacer para quien la vive, para quien se embarca por este camino, y también para quienes se embarquen por él de una manera propiamente ascética —los ascetas son una rareza— , supone una referencia eminente, en nuestra relación con el objeto, a la función del espejo. En efecto, su metáfora es usual. Hace mucho tiempo hice alusión en uno de mis textos, en razón de lo que de esto podía ya conocer, a ese espejo sin superficie en el cual no se refleja nada. Tal era el término, la etapa si quieren, la fase a la cual entendía referirme para el fin preciso al que entonces apuntaba: fue en un artículo sobre la causalidad psíquica.
Observen aquí, que tal relación en espejo con el objeto es para toda gnoseologia absolutamente común. El carácter absolutamente común de esa referencia es lo que nos hace de tan fácil acceso —y tan fácil embarcarnos en el error— toda referencia a la noción de proyección. Sabemos que fácil es que las cosas afuera tomen el color de nuestra alma, e inclusive la forma; inclusive avanzan hacia nosotros bajo la forma de un doble.
Pero si en esa relación con el deseo introducimos como esencial al objeto a, el asunto del dualismo y del no-dualismo cobra un relieve muy diferente. Si lo que hay de más yo mismo en el exterior está allí no tanto porque lo he proyectado sino porque fue separado de mi, el hecho de volver a juntarme allí o no, y los caminos que tomaré para esa recuperación, cobran otras clases de posibilidades de variedades eventuales.
Para dar un sentido que no sea del orden del juego malabar, del escamoteo, de la magia, a la función del espejo —me refiero a esa dialéctica del reconocimiento de lo que aportamos o no con el deseo— conviene hacer algunos señalamientos, de los cuales el primero es que, de una manera de la que les ruego observen que no implica tomar el camino idealista, el primero es que el ojo es ya un espejo, que el ojo, diría yo, organiza al mundo en espacio, refleja lo que, en el espejo, es reflejo, pero que al ojo más penetrante es visible el reflejo, el reflejo que lleva él mismo del mundo en ese ojo que él ve en el espejo; que no hay necesidad, para decirlo de una vez de dos espejos opuestos para que estén ya creadas las reflexiones al infinito del palacio de los espejismos.
Este señalamiento de un despliegue infinito de imagenes entrereflejadas que se produce desde el momento en que hay un ojo y un espejo, no está aquí simplemente para ingeniosidad del señalamiento, del que por otra parte no se ve muy bien dónde desembocaría, sino, por el contrario, para conducirnos al punto privilegiado que está en el origen, el mismo que aquél donde se anuda la dificultad original de la aritmética, el fundamento del uno y del otro.
La una imagen ( l ‘une image), la que se forma en el ojo, quiero decir la que pueden ver en la pupila, exige al comienzo de esta génesis un correlato que, por su parte, no sea en absoluto una imagen. Si la superficie del espejo no está allí para soportar el mundo, no es que nada refleje a ese mundo; y tenemos que extraer la consecuencia: no es que el mundo se desvanezca con la ausencia del sujeto. Esto es propiamente lo que tengo en mi primera fórmula: que no se refleja nada. Lo cual quiere decir que antes del espacio, hay un uno que contiene la multiplicidad como tal, que es anterior al despliegue del espacio como tal, que nunca es sino un espacio elegido donde no pueden sostenerse sino cosas yuxtapuestas en cuanto hay lugar. Que ese lugar sea indefinido o infinito no cambia en nada la cuestión. Pero para que entiendan lo que quiero decir en cuanto a ese uno que no es π α υ signo (ilegible) todos en plural, les mostraré simplemente lo que pueden ver en ese mismo Kamakura, obra de un escultor de nombre muy conocido, Kamakura, hacia fines del siglo X ó Xll: es Buda representado, materialrnente representado por una estatua de tres metros de altura, y materialmente representado por otras mil. Produce una cierta impresión, tanto más cuanto que uno desfila ante ellas por un pasillo bastante estrecho, que mil estatuas ocupen lugar, sobre todo cuando son todas de dimensión humana, perfectamente hechas e individualizadas; el trabajo les llevó cien años al escultor y su escuela. Van a poder considerar la cosa vista de frente y aquí en visión perspectiva oblicua, que se ve cuando avanzan por el pasillo.
Esto tiene la finalidad de materializar ante ustedes que la oposición monoteísmo-politeísmo que quizás aún sea algo tan claro; como habitualmente se lo figuran. Porque esas mil y una estatuas son todas propia e idénticamente el mismo Buda .Por lo demás, en derecho cada uno de ustedes es un buda; digo en derecho por que por razones particulares pueden ustedes haber sido echados al mundo con ciertas cojeras que constituirán un obstáculo más o menos irreductible para ese acceso.
De todos modos, esa identidad del uno subjetivo en su multiplicidad, su variabilidad infinita, con un uno último en su acceso. consumado al no-dualismo, en su acceso al más allá de toda variación patética, al más allá de todo cambio mundial cósmico, es algo por lo cual tenemos que interesarnos menos como fenómeno que por lo que él nos permite aproximar de las relaciones que demuestra por las consecuencias que tuvo históricamente, estructuralmente en los pensamientos de los hombres.
En verdad, dije que lo que está allá bajo mil y un soportes, en realidad esos mil y un soportes gracias a efectos de multiplicación inscriptos en lo que pueden ver la multiplicidad de sus brazos y de algunas cabezas que coronan la cabeza central, debe ser multiplicada de manera tal que en realidad hay, aquí treinta y tres mil trescientos treinta y tres mismos seres idénticos. No es más que un detalle.
Les dije que se trataba de un ¨Buda». Esto no implica en absoluto hablar de dios, es un Bodisatva, es decir, para ir rápido y hacer el vacío, por así decir un casi buda. Sería totalmente Buda si justamente no estuviera allí —pero como esta allí, y bajo esa forma multiplicada que, como lo ven, exigió mucho esfuerzo, esto no es más que la imagen del esfuerzo que se toma, él, para estar allí .Está allí para ustedes. Es un Buda que aún no logró desinteresarse, en razón sin duda de uno de esos obstáculos a los que antes aludí, de la salvación de la humanidad. Por eso, si ustedes son budistas, se prosternan ante esa suntuosa asamblea. En efecto, pienso que deben reconocimiento a la unidad que se ha descompuesto en numero tan grande para quedar en condiciones de prestarles socorro.
Porque se dice — la iconografía lo enumera— en qué casos es prestarán socorro.
En sánscrito, el Bodisatva en cuestión — ya han oído hablar de él, ése cuyo nombre está excesivamente difundido, sobre todo en la actualidad; todo esto gravita en la esfera vagamente llamada elemento para quien hace yoga— el Bodisatva en cuestión es Avalokiteçavara.
La primera imagen, la de la estatua que les hago circular, es un avatar histórico de ese Avalokiteçvara, De modo que he recorrido las buenas sendas antes de interesarme por el japonés. La suerte ha hecho que yo haya explicado con mi buen maestro Demiéville, en los años en que el psicoanálisis me dejaba más tiempo libre, un libro llamado «El loto de la verdadera ley», que fue escrito en chino para traducir un texto sánscrito de Kumarojrva. Dicho texto es poco más o menos el hito histórico en que se produce el avatar, la singular metamorfosis que les pediré retener, esto es, que ese Bodisalva, Avalokitevara, aquel que oye los llantos del mundo, se transforma a partir de la época de Kumarajiva —quien me parece ser algo responsable de ello— en una divinidad femenina. Tal divinidad femenina, de la que pienso que ustedes están por lo menos un poco en acuerdo, en diapasón, se llama Kuan-yin, o también Kuan-che-yin; su sentido es el mismo que tiene Avaloliteçvara: es aquélla que considera, que va, que concuerda. Esto es Kuan esto, la palabra de la que les hablaba recién, y gemido o sus llantos. Kuan-che-yin —el «che» puede estar borrado algunas veces—, la Kuan-yin es una divinidad femenina. En China carece de ambigüedad: —yin aparece siempre bajo una forma femenina y es en esa transformación y sobre esa transformación que les ruego se detengan un instante. En Japón esas mismas palabras se leen Kwannon o Kwan-ze-non, según que se inserte o no el carácter del mundo. No todas las formas de Kwannon son femeninas. Hasta diré que la mayoría de ellas no lo son. Y ya que tienen bajo sus ojos la imagen de las estatuas de ese templo, la misma santidad, divinidad — término que aquí hay que dejar en suspenso— está representada bajo esa forma múltiple; pueden observar que los personajes están provistos de pequeños bigotes y de ínfimas barbas esbozadas. Aquí están todos, pues, bajo una forma masculina, lo que corresponde en efecto a la estructura canónica que representa esas estatuas.
El número de brazos y cabezas de que se trata, pero se trata exactamente del mismo ser que en la primera estatua cuyas representaciones hice circular. Es incluso esa forma lo que está especificado, se ve como un «nio-i-yin», Kwannon o Kwan-ze-non, «Nio-i-yin» en el caso, que por lo tanto, al poner arriba —hay un carácter que va a estar un poco apretado, pero en fin no demasiado «nio-i-yin» quiere decir «como la rueda de los deseos. Es exactamente el sentido que tiene su correspondiente en sánscrito.
He aquí, pues, ante qué nos vemos enfrentados: se trata de reencontrar de la manera más atestada la asimilación de divinidades prebúdicas en los diferentes estratos de una jerarquía que desde ese momento se articula como niveles, etapas, formas de acceso a la realización última de la belleza, es decir, a la inteligencia última del carácter radicalmente ilusorio de todo deseo.
Sin embargo, en el interior de esa multiplicidad, por así decir, convergente hacia un centro que por esencia es un centro de ninguna parte, ven ustedes reaparecer aquí, resurgir, yo diría casi de la manera más encarnada, lo que podrá haber de más vivo, de más real, de más animado, de más humano, de más patético, en una relación primera con el mundo divino, esencialmente nutrida y como puntuada por todas las variaciones del deseo, lo que la divinidad, por así decir, o la Santidad, con S mayúscula, casi lo más central del acceso a la belleza, se encuentra encarnado bajo una forma de la divinidad femenina que pudo llegar a ser identificada en el origen con, ni más ni menos, la reaparición de la Shakti india, es decir, algo que es idéntico al principio femenino del mundo, al alma del mundo. Esto debe detenernos un momento.
Para decirlo de una vez; no se si la estatua cuyas fotografías les hice llegar logró establecer para ustedes esa vibración, esa comunicación a la que les aseguro que en su presencia puede ser uno sensible; y no simplemente porque el azar hizo que mi guía fuera uno de esos japoneses para quienes ni Maupassant ni Merimée tienen secretos, ni nada de nuestra literatura — no hablo de Valéry porque Valéry …, en el mundo no se oye hablar más que de Valéry, el éxito de este Mallarmé de los nuevos ricos es una de las cosas más consternantes que pueden hallarse en nuestra época; pero recuperamos nuestra serenidad— ; entro en el pequeño hall de esa estatua y encuentro allí arrodillado a un hombre de treinta a treinta y cinco años, del orden del muy modesto empleado, quizás de artesano, muy gastado ya en verdad por la existencia. Estaba de rodillas ante la estatua y manifiestamente oraba. Esto. al fin y al cabo, no es algo en lo que nos tiente a participar; pero después de haber orado, se aproximó a la estatua — pues nada impide tocarla a la derecha, a la izquierda, y por debajo— y la contempló durante un tiempo que yo no podría medir; a decir verdad, no vi el final, se superpuso con el tiempo de mi propia mirada. Era evidentemente una mirada efusiva, de un carácter tanto más extraordinario cuanto que se trataba yo no diría de un hombre del común — porque un hombre que se comporta así no podría serlo— sino de alguien que nada parecía predestinar, ni siquiera por el evidente fardo de los trabajos que cargaba sobre sus hombros, a esa suerte de comunión artística.
La otra puertita de esta aprehensión se las daré bajo una forma diferente. Han mirado la estatua, su cara, esa expresión absolutamente sorprendente por el hecho de que es imposible leer en ella si (es) toda para ustedes o (está) toda en el interior. Entonces yo no sabía que se trataba de una «Nio-i-yin», Kwan-ze-non, pero mucho tiempo, antes ya había oído hablar de la Kuan-yin. Pregunté, a propósito de esa estatua y también de otras: «Al final, ¿es un hombre o una mujer?». Omitiré los debates, los rodeos de lo que se planteó alrededor de esta pregunta, pregunta que en Japón posee todo su sentido, dado que los Kwanhon no son todos de manera unívoca de forma femenina. Y aquí puedo decir que lo que recogí tiene un pequeño carácter de encuesta, en fin, del nivel informe Kinsey: adquirí la certeza de que, para ese muchacho cultivado, merimeano, moupassantesco, y para un número muy grande de sus camaradas a los que interrogué, la cuestión, ante una estatua de esa especie, de saber si es varón o mujer, nunca se planteó para ellos.
Creo que hay aquí un hecho muy decisivo para abordar lo que podremos llamar la variedad de soluciones con relación al problema del objeto, de un objeto del que pienso haberles mostrado lo suficiente, por todo lo que acabo de contarles sobre mi primer abordaje de dicho objeto, hasta qué punto es un objeto para el deseo. Porque si aún necesitan otros detalles, podrán observar que en esa estatua no hay abertura del ojo. Ahora bien, las estatuas búdicas siempre tienen un ojo, y no se puede decir si esta cerrado o medio cerrado; se trata de una postura del ojo que sólo se obtiene por aprendizaje: un párpado bajo que no deja pasar más que un hilo del blanco del ojo y un borde de la pupila; todas las estatuas de Buda están realizadas así han podido ver que esta estatua no tiene nada semejante: tiene simplemente, a nivel del ojo, una especie de cresta aguda que además ha ce que con el reflejo de la madera siempre parezca que por encima hay un ojo, pero nada en la madera responde a ello. Les aseguro que examiné bien esa madera, me informe, y la solución que obtuve, sin que yo mismo pueda decidir la parte de fe que es preciso concederle — le fue dada por alguien muy especialista, muy serio, el profesor Kando, para nombrarlo— es que la hendidura del ojo sobre la estatua desapareció en el curso de los siglos a causa del masaje que le hacen sufrir, pienso, más o menos cotidianamente, las monjas del convento, donde es el tesoro más valioso, cuando piensan enjugar lágrimas en ese rostro del recurso divino por excelencia. Por lo demás, la estatua entera es tratada de la misma manera que el borde del ojo por las manos de las religiosas, y representa en su bruñido ese algo increíble del que la foto no puede ofrecer más que un vago reflejo, de lo que es sobre ella la irradiación invertida de lo que no puede dejar de reconocerse sino como un largo deseo dirigido en el curso de los siglos por las reclusas a esa divinidad de sexo psicológicamente indeterminable.
Pienso que esto nos permitirá esclarecer el pasaje al que ahora hemos llegado.
Hay en el estadio oral una cierta relación de la demanda con el deseo velado de la madre; hay en el estadio anal la entrada en juego para el deseo de la demanda de la madre; hay en el estadio de la castración fálica el «menos-falo», la entrada de la negatividad en cuanto al instrumento del deseo, en el momento del surgimiento del deseo sexual como tal en el campo del Otro. Pero aquí, en estas tres etapas, no se detiene para nosotros el límite donde debemos encontrar la estructura del a como separado. No es por nada que hoy les haya hablado de un espejo, no del espejo del estadio del espejo, de la experiencia narcisista, de la imagen del cuerpo en su totalidad, sino del espejo en tanto que es ese campo del Otro donde debe aparecer por vez primera, si no el a, al menos su lugar; en síntesis: el resorte radical que ha ce pasar del nivel de la castración al espejismo del objeto del deseo. Cuál es la función de la castración en el extraño hecho de que el objeto de tipo más conmocionante, por ser a la vez nuestra imagen y otra cosa, pueda aparecer en cierto contexto, en cierta cultura, como sin relación con el sexo; he aquí el hecho, carácterístico creo, al que pretendo llevarlos hoy.