Como alguien me hizo notar después de mi último discurso, la definición de la función del objeto a que persigo este año tiende a oponer al vínculo de dicho objeto con estadios, a la concepción «abrahámica» — hablo del psicoanalista— de sus mutaciones, su constitución, por así decir, circular, el hecho de que en todos esos niveles se mantiene a sí mismo como objeto a, y de que bajo las diversas formas en que se manifiesta siempre se trata de una misma función, a saber, de qué modo a está ligado a la constitución del sujeto en el lugar del Otro y lo representa.
Es cierto que su función central, a nivel del estadio fálico, donde la función de a está representada esencial mente por una falta, por el no estar del falo como constituyente de la disyunción que une el deseo al goce — esto expresa mi mención de aquello que por convención llamamos nivel 3, de nuestra descripción de los diversos estadios del objeto— , es cierto que ese estadio tiene una posición digamos extrema, pues el estadio 4 y el estadio 5 se hallan en una posición de retorno que los pone en correlación con el estadio I y con el estadio 2. Todos ustedes conocen los vínculos del estadio oral y su objeto con las manipulaciones primarias del superyó, del que ya indiqué — recordándoles su evidente conexión con esa forma del objeto a que es la voz— , que no podría haber concepción analítica válida del superyó que olvidara que por su fase más profunda la voz es una de las formas del objeto a.
Estos dos signos «an» por anal y «scop» por escoptofílico, les recuerdan la conexión del estadio anal con la escoptofilia, denotada hace ya mucho tiempo. De todos modos, por unidas que se encuentren, de a dos, las formas estadicas 1, 2, 4, 5, su conjunto está orientado según esta flecha primero ascendente y después descendente. Esto hace que en toda fase analítica de reconstitución de las circunstancias del deseo reprimido, en una regresión haya una cara progresiva, y que en todo acceso progresivo al estadio aquí planteado por la inscripción misma como superior, haya una cara regresiva.
Tales son las indicaciones que me empeño en recordarles para que queden presentes en vuestro espíritu en todo mi discurso de hoy, que ahora voy a proseguir.
Como dije la vez pasada, se trata de ilustrar, de explicar la función de cierto objeto: la mierda, para llamarlo por su nombre, en la constitución del deseo anal. Saben ustedes que después de todo ese objeto desagradable constituye el privilegio del análisis en la historia del pensamiento, por haber hecho emerger su función determinante en la economía del deseo.
La vez pasada les hice notar que, en relación con el deseo el objeto a siempre se presenta en función de causa, al punto de que posiblemente es para nosotros el punto raíz donde, se elabora en el sujeto la función de la causa misma. Si esta forma primordial es la causa de un deseo, y ya señalé que aquí se hace manifiesta la necesidad por la cual la causa puede subsistir en su función mental, necesita siempre la existencia de una abertura (béance) entre ella y su efecto, abertura (béance) necesaria para que podamos pensar causa aún allí donde arriesgaría ser llenada; es preciso que hagamos subsistir un velo sobre el estrecho determinismo, sobre las conexiones por donde actúa la causa, lo que ilustré con el ejemplo de la canilla, a saber, que sólo el niño que descuidó, por no haberlo comprendido, el estrecho mecanismo que le fue representado bajo la forma de un corte, de un esquema de la canilla, sólo ese que se dispensó o que en ese nivel flaqueó en cuanto a lo que Piaget llama comprensión, sólo a ése se le reveló la esencia de la función de la canilla como causa, es decir, como concepto de canilla.
El origen de tal necesidad de subsistencia de la causa radica en el hecho de que bajo su forma primera ella es causa del deseo, es decir, de algo esencialmente no efectuado. Por eso, para ser coherentes con esta concepción, de ningún modo podemos confundir el deseo, anal con lo que las madres, del mismo modo que los partidarios de la catarsis, llamarían «el efecto»: ¿produjo esto efecto? El excremento no cumple el rol de efecto de lo que situamos como deseo anal, el excremento es su causa.
En verdad, si hemos de detenernos en este singular objeto es tanto por la importancia de su función, siempre reiterada a nuestra atención y especialmente en el análisis del obsesivo, como por la circunstancia de que una vez más nos ilustra de qué modo conviene concebir el hecho de que subsista, para nosotros, entre los diversos modos del objeto a.
En efecto, a primera vista, entre los otros modos está un poco aparte. La constitución mamífera, el funcionamiento fálico del órgano copulatorio, la plasticidad de la laringe humana a la impronta fonemática, el valor anticipador de la imagen especular en la prematuración neonatal del sistema nervioso, todos estos hechos anatómicos que he recordado en los últimos tiempos, unos después de los otros, para mostrar de que modo se conjugan con la función de a, todos estos hechos anatómicos de los que pueden ver por su sola enumeración cuán disperso está su lugar en el árbol de las determinaciones orgahísmicas, sólo cobran en el hombre su valor de destino, como dice Freud, por llegar a bloquear un lugar clave sobre un tablero cuyes casillas se estructuran por la constitución subjetivante, tal como resulta de la dominancia del sujeto que habla sobre el sujeto que comprende, sobre el sujeto del insight cuyos límites conocemos bajo la forma del chimpancé.
Cualquiera que sea la supuesta superioridad de la capacidad del hombre sobre el chimpancé, esta claro que el hecho de que aquél llegue más lejos se halla ligado a esa dominancia de que acabo de hablar, dominancia del sujeto que habla, cuyo resultado en la praxis es el hecho de que el ser humano llega indudablemente más lejos. Al hacerlo, cree alcanzar el concepto, es decir, cree poder aprehender lo real por medio de un significante que gobierna a ese real según su causalidad íntima.
Las dificultades que los analistas hemos hallado en el dominio de la relación intersubjetiva — por las que los psicólogos no parecen hacerse tanto problema como nosotros— esas dificultades, por poco que pretendamos dar cuenta de la manera en que la función del significante se inmiscuye originalmente en dicha relación intersubjetiva, esas dificultades son las que nos conducen a una nueva crítica de la razón, en la que sería una necedad de tipo escolar ver una recesión cualquiera del movimiento conquistador de dicha razón.
En efecto, tal critica va a indicar de qué modo esa razón ya se ha tejido a nivel del dinamismo más opaco en el sujeto, allá donde se modifica lo que el experimenta en dicho dinamismo como necesidad, en las formas siempre más o menos paradójicas — digo paradójicas en cuanto a su supuesta naturalidad— de lo que llamamos deseo.
Así, esa crítica revela, en lo que les mostré como la causa del deseo —¿es esto pagar demasiado caro?— que tiene que conjugarse con la revelación de que la noción de causa se encuentra por ello revelando allí su origen. Evidentemente, sería hacer psicologismo, con todas las absurdas consecuencias que esto tiene en lo relativo a la legalidad de la razón, reducirlo al recurso a un desarrollo de hechos cualesquiera. Pero justamente no es esto lo que hacemos, porque la subjetivización de que se trata no es psicológica, ni corresponde a un desarrollo. Ella muestra lo que une a accidentes del desarrollo — los que enumere primero, hace un instante, al recordar su lista, las particularidades anatómicas que están en juego en el hombre— uniendo pues a esos accidentes del desarrollo el efecto de un significante cuya trascendencia es desde ése momento evidente en relación con dicho desarrollo.
Trascendencia, ¿y después? ¡No hay de qué alarmarse! En ese nivel dicha trascendencia no está ni más ni menos marcada que cualquier otra incidencia de lo real, ese real que en biología llaman, para el caso, Umwelt, cuestión de domesticarlo. Y justamente la existencia de la angustia en el animal desestima perfectamente las imputaciones espiritualistas que desde alguna parte podrían revelárseme a propósito de esa situación que planteo como trascendente, del significante.
Porque de lo que se trata es de la percepción, en la angustia animal, de un más allá de dicho Umwelt. Es por el hecho de que algo viene a sacudir ese Umwelt hasta en sus fundamentos que el animal se muestra avisado cuando se enloquece, por ejemplo, por un temblor de tierra o por cualquier otro accidente meteórico, Y una vez más se revela la verdad de la fórmula según la cual la angustia es lo que no engaña. La prueba esta en que cuando vean agitarse de esa forma a los animales en las regiones don de tales accidentes pueden producirse, harían bien en tenerlos en cuenta antes de ser ustedes mismos advertidos, pues ellos les señalan lo que esta pasando, lo que es inminente. Para ellos, como para nosotros, lo que aquí se presenta es la manifestación de un lugar del Otro, de una otra cosa, lo cual no significa que yo diga — y con motivo que no hayan ninguna parte otra parte donde ese lugar del Otro tenga que alojarse fuera del espacio real, como recordé la vez pasada .
Ahora vamos a entrar en lo siguiente: en la particularidad del caso que hace que el excremento pueda llegar a funcionar en ese punto determinado por la necesidad, en que se halla el sujeto, de constituirse primero en el significante. Este punto es importante porque finalmente aquí — quizás más que en otra parte— reina singularmente una especie de sombra de confusión. Nos acercaríamos más a la materia — hay que decirlo— o a lo concreto, en la medida en que supiéramos tener en cuenta incluso las caras más desagradables de la vida; allí no en el empíreo, es donde vamos a buscar justamente el dominio de las causas. Esto es muy divertido de captar en las primeras palabras introductorias de Jones, en un artículo cuya lectura no se les podría recomendar demasiado: ese artículo que en la recopilación de sus Selected Papers se llama «Madonna’s conception through ears», la concepción de la madona, la concepción virginal la concepción de la virgen por la oreja. así es el tema que este gales cuya malicia protestante no puede ser de ningún modo eliminada de los trasfondos de la complacencia que pone, a la cual se consagra en un artículo de 1914, que justamente emerge de sus primeras aprehensiones, para él verdaderamente iluminantes, de la prevalencia de la función anal en los primeros grandes obsesivos que cayeron en sus manos, algunos años después de los obsesivos dé Freud; son observaciones — fui a buscarlas en su texto original, los dos números que preceden a la publicación del artículo en el Jahr Buch—, evidentemente sensacionales, aunque después hayamos visto otras.
Aquí Jones aborda el tema sin tardanza diciéndonos que, por supuesto, el soplo fecundante es algo muy lindo y que su huella aparece por todas partes, en el mito, en la leyenda, en la poesía. ¡Qué puede ser más bello que ese despertar del ser al paso del soplo del Eterno!. El, Jones, que sabe de esto algo más — ciertamente su ciencia todavía es de fresca data, pero en fin, esta entusiasmado con ella— , va a mostrarnos de qué clase de viento se trata: se trata del viento anal.
Y, como nos dice, la experiencia prueba que el interés viviente, el interés biológico; el interés que el sujeto, tal como se descubre en el análisis, muestra por sus excrementos, por la mierda que produce, es infinitamente más presente, más avanzado, más evidente, más dominante que ese otro de lo cual sin duda tendría muchas razones para preocuparse, a saber, su respiración; al decir de Jones, esta casi no parece inquietarlo, y por una única razón: la respiración es habitual.
El argumento resulta débil, y ello en una disciplina, en un terreno que Jones no puede dejar de observar y que más tarde observó: la importancia de la sofocación, de la dificultad respiratoria en el establecimiento más originario de la función de la angustia. Sorprende que el sujeto viviente, incluso humano, no advierta la importancia de dicha función; digo que sorprende como argumento inicial, introductorio de Jones, sobre todo cuando en su época ya existía algo destinado a destacar la relación eventual de la función respiratoria con el momento fecundo de la relación sexual; es que esa respiración, bajo la forma del jadeo, paterno o materno, formaba parte de la primera fenomenología de la escena traumática, al punto de entrar con toda legitimidad en la esfera de lo que podría surgir de ella, para el niño, como teoría sexual.
De suerte que cualquiera que sea el valor de lo que ulteriormente Jones despliega, se puede decir que sin que haya que refutarlo — porque de hecho la vía por la que se embarca encuentra tantos correlatos en multitud de dominios antropológicos, que no se puede decir que su búsqueda no haya indicado nada; no hablo del hecho de que en la literatura mitológica se puedan encontrar fácil mente toda clase de referencias a la función de ese soplo inferior; esto sucede incluso en los «Upanishad»; donde bajo el término «Apana» se precisaría que Brehama engendraría a la especie humana del viento de su trasero; hay mil otros correlatos destinados a recordarnos la oportunidad, en un texto semejante, de tales evocaciones en verdad, sobre este tema particular, si se remiten a ese artículo, verán que su propia extensión, que llega a la diferencia, hace manifiesto que al final no es en absoluto, lejos de ello, convincente.
Pero esto no es para nosotros sino un estímulo más, cuando se trata de indagar por qué la función del excremento puede jugar tan privilegiado papel en el modo de constitución subjetiva que definimos con el término «deseo anal».
Veremos que al retomarlo, sólo haciéndolo intervenir de una manera más ordenada, más estructural, y de acuerdo con el espíritu de nuestra búsqueda, será posible decidir qué cosa puede llegar a ocupar ese lugar.
Es evidente que, a priori, con respecto a los diferentes accidentes que mencioné, desde el lugar anatómico de la mama hasta la plasticidad de la laringe humana, y, en el intervalo, con la imagen especular de la castración, ligada a la conformación particular del órgano copulatorio en un nivel más bien elevado de la escala animal, el excremento está allí desde el comienzo, e incluso antes de la diferenciación entre la boca y el ano: ya lo vemos funcionar a nivel del blastóporo. Pero parece que si nos hacemos — y siempre resulta insuficiente— cierta idea biológica de la relación del ser vivo con su medio, sin embargo el excremento se carácteriza como rechazo, Y por consiguiente se encuentra más bien en el sentido, en la corriente, en el flujo de aquello de lo que el ser vivo tiende a desinteresarse. Lo que le interesa es lo que entra; lo que sale parece Implicar, en la estructura, que no tiene tendencia a retenerlo.
De manera tal que precisamente a partir de consideraciones biológicas, parece interesante preguntarse exacta mente a que se debe que a nivel del ser vivo el excremento cobre esa importancia, importancia subjetivizada porque, desde luego, es posible e incluso probable, e incluso comprobable que, a nivel de lo que podemos llamar la economía viviente, el excremento siga teniendo su importancia en un medio que en ciertas condiciones viene también a saturar, y a veces a saturarlo hasta el punto de hacerlo incompatible con la vida; otras veces lo satura de una manera que, al menos para otros organismos, cobra función de soporte en el medio exterior. Hay toda una economía, está claro, de la función del excremento, economía intra-viviente e inter-viviente.
Esto tampoco se halla ausente del acontecimiento humano, e inútilmente busqué en mi biblioteca, a fin de lanzar a ustedes sobre esta pista, — ya lo encontrare, se perdió, como el excremento— un librito admirable como muchos otros de mi amigo Aldous Huxley, que se llama Adonis y el alfabeto. En el interior de este contenido pro metedor hallarán un soberbio artículo sobre la organización fabril, en una ciudad del oeste norteamericano, de la recuperación del excremento a nivel urbahístico.
Esto es sólo un ejemplo, pues se produce en muchos otros lugares además de la industrial América. Seguramente no sospechan ustedes todas las riquezas que se pueden reconstituir sólo con ayuda de los excrementos de una masa humana. Por lo demás, al respecto no está fuera de lugar recordar lo que cierto progreso de las relaciones interhumanas, de las human relations tan de moda desde la ultima guerra, pudo hacer durante esta con la reducción de masas humanas enteras a la función de excrementos. La transformación de numerosos individuos de un pueblo, elegido precisamente por ser un pueblo elegido entre los demás, por intermedio del horno crematorio, al estado de algo que finalmente, parece, se repartía por la Mittel Europa en forma de pastillas de jabón, también nos muestra que en el circuito económico la visión del hombre como reductible al excremento no esta ausente.
Pero nosotros, analistas, nos reducimos a la cuestión de la subjetivizacion. ¿Por que vía entra el excremento en la subjetivizacion? Y bien, esto está del todo claro en las referencias analíticas o, al menos en primera instancia, parece del todo claro por intermedio de la demanda del Otro, representada en este caso por la madre. Cuando encontramos eso, nos ponemos muy contentos; henos aquí habiendo reunido datos de observaciones: se trata de la educación de lo que llaman «aseo», la cual ordena al niño retener —lo que no es obvio; la elección necesidad de retener demasiado tiempo— retener el excremento, y por este hecho esbozar ya su introducción en el dominio de la pertenencia de una parte del cuerpo, que al menos por cierto tiempo debe ser considerada como que no se la debe alienar, y después de esto, soltarla, siempre a pedido (a la demande). Conocemos las escenas familiares. Son fundamentales, de uso corriente: no es conveniente criticar, ni refrenar, ni sobre todo, oh dioses, acompañar con tantas recomendaciones; la educación de los padres, siempre a la orden del día, no hace más que excesivos estragos en todos estos dominios. Finalmente, gracias al hecho de que la demanda también pasa a ser una parte determinante en la suelta en cuestión, con toda evidencia destinada a valorizar esa cosa reconocida un momento y desde entonces elevada a la función, sin embargo, de parte, de la que el sujeto tiene que tomar cierta aprehensión, esa parte al menos pasa a ser valorada por cuanto da a la demanda del otro su satisfacción, fuera de que va acompañada de todos los cuidados conocidos, en la medida en que el otro no sólo le presta atención sino que le agrega todas esas dimensiones suplementarias que no necesito evocar: el olfato, la aprobación y hasta la limpieza, cuyos efectos erógenos sabemos indiscutibles. Sin embargo, se hacen más evidentes todavía cuando una madre sigue limpiando el culo de su hijo hasta los 12 años. Esto se ve todos los días, de suerte que, según parece, podemos ver como la caca asume fácilmente la función que he llamado del agalma, un agalma cuyo paso al registro de lo nauseabundo no se inscribiría sino como el efecto de la disciplina misma de que forma parte integrante.
Y bien, esto es justamente que permitirá comprobar, de una manera que nos satisfaga, la amplitud de los efectos que se adjudican a la relación agálmica especial de la madre con el excremento de su hijo, si para comprenderlo no tuviéramos que ponerlo — dato de hecho de la comprensión analítica— en conexión con las otras formas de a, con el hecho de que el agalma en esto no es concebible sin su relación con el falo, con su ausencia y con la angustia fálica como tal. En otros términos, es en tanto que simbolizante de la castración que el a excremencial se ha puesto al alcance de nuestra atención.
Agrego que nada podemos comprender de la fenomenologia — tan fundamental para toda nuestra especulación del obsesivo, si no captamos al mismo tiempo, de una manera mucho más íntima, justificada, regular, de lo que lo hacemos habitualmente, el vínculo del excremento no sólo con el -φ del falo, sino con las otras formas evocadas en la clasificación digamos, estádica, las otras formas del a.
Retomemos las cosas en sentido regresivo, salvo la reserva que efectué en un principio: la de que esto regresivo tiene forzosamente una cara progresiva. A nivel del estadio oral se funda lo que está en juego con respecto al pecho, o al pezón — como prefieran— , y puesto que el sujeto se constituye en el origen así como se completa en el mandamiento de la voz, el sujeto no sabe, no puede saber hasta qué punto él mismo es ese ser adherido al pecho de la madre bajo la forma del pezón. Tras haber sido igualmente un parásito que sumergía sus vellosidades en la mucosa uterina bajo la forma de la placenta, no sabe, no puede saber que a, el pecho, la placenta, es la realidad de él, de a en relación con el Otro, A. Cree que a es el Otro, que al tener que vérselas con a, tiene que vérselas con el Otro, con el Gran Otro, la madre.
Por lo tanto, con respecto al nivel anal, por primera vez tiene ocasión de reconocerse en algo, en un objeto alrededor del cual gira — porque ella gira— esta demanda de la madre: «Guárdalo, dalo». Y si lo doy, ¿a dónde va? Sin embargo, para quienes tienen la menor experiencia analítica, para los otros, mi Dios, que no leen otra cosa, por poco que abran lo que en otra parte llame Psychanalytical dun hill, la literatura analítica, no tengo necesidad – dun hill quiere decir «montoncito de mierda»— no tengo necesidad de recordarles la importancia de estos dos tiempos. El montoncito en cuestión esta vez es aquél del que hablé hace un momento; ese montoncito de mierda es obtenido a pedido (a la demande), y es admirado: «¡Que linda caca!» Pero tal demanda implica al mismo tiempo que esa caca sea, por así decir, desaprobada, porque sin embargo al niño se le enseña que no hay que mantener demasiadas relaciones con ella, salvo por la bien conocida vía que el análisis también observo, la de las satisfacciónes sublimatorias: si uno se pone a embadurnar algo, todos saben que lo hace con eso; pero se prefiere indicarle al niño que es mejor hacerlo con otra cosa, con los pequeños plásticos del psicoanalista de niños o con buenos colores que huelen algo mejor.
Aquí nos hallamos, pues, a nivel de un reconocimiento. Lo que está allí en esa primera relación con la de manda del Otro, es a la vez él y no debe ser él; por lo menos, e incluso más allá: no es de él.
Y bien, estamos progresando; se van delineando las satisfacciónes, o sea que bien podríamos ver aquí todo el origen de la ambivalencia obsesiva; en efecto, esto es algo que podríamos ver inscribirse en una fórmula cuya estructura reconocemos: a es la causa de esa ambivalencia, de ese si y no; es de mi —síntoma— pero sin embargo no es de mi. Los malos pensamientos que yo tenga respecto de usted, el analista, es evidente que los muestro; pero, en fin, no es cierto que lo considere una mierda, por ejemplo. En síntesis, vemos que aquí se va dibujando un orden de causalidad, que sin embargo no podemos admitir de inmediato como el del deseo.
Pero es un resultado, como dije la vez pasada justamente al hablar del síntoma en general; en este nivel se dibuja una estructura que nos daría inmediatamente la del síntoma, y la del síntoma precisamente como resultado. Hago notar que ella deja todavía fuera de su circuito lo que nos interesa, lo que nos interesa si la teoría que les expongo es correcta, a saber, la ligazón con lo que es, hablando con propiedad, el deseo. Tenemos aquí cierto aspecto de constitución del sujeto como dividido, como ambivalente, en relación con la demanda del Otro. No vemos por qué todo eso, por ejemplo, no pasaría completamente a segundo plano, no quedaría barrido con la introducción de la dimensión de algo que ahora le sería completamente externo, extraño: la relación del deseo, y en especial la del deseo sexual.
En realidad, ya sabemos por qué el deseo sexual no lo barre ni mucho menos. Por su misma duplicidad, ese objeto viene a poder simbolizar maravillosamente, al menos por uno de sus tiempos, aquello de que se tratará en el advenimiento del estadio fálico, a saber, de algo que justamente es cuestión de simbolizar, el falo, en tanto que su desaparición, su afanisis — para emplear el término de Jones, que Jones aplica al deseo y que no se aplica más que al falo— su afanisis es el portavoz de las relaciones entre los sexos en el hombre.
La evacuación fin del resultado de la función anal en tanto que comandada va a cobrar todo su alcance a nivel fálico como aquello que grafíca la pérdida del falo. Se entiende que todo esto no vale más que en el interior de la evocación, que debo hacer una vez más, de lo que dije sobre lo esencial del tiempo – φ [menos phi] central, central en relación con todo el esquema por donde — les ruego retener estas fórmulas— el momento de avance del goce, del goce del Otro y hacia el goce del Otro, supone la constitución de la castración como prenda de ese encuentro.
El hecho de que el deseo masculino encuentre su propia caída antes de la entrada en el goce del partenaire femenino, al igual que, por así decir, el goce de la mujer se aplasta — para emplear un término tomado de da fenomenología del pecho y del lactante— se aplasta en la nostalgia fálica y desde ese momento es necesitada, casi diría condenada a no amar al otro masculino sino en un punto situado más allá de lo que también a ella la detiene como deseo a ese más allá apunta el amor; es un más allá o bien traspasado por la castración, o bien transfígurado en términos de potencia. No es el otro en tanto que al otro se trataría de estar unida. El goce de la mujer está en ella misma y no se junta con el Otro. Si así recuerdo la función central — llámenla obstáculo, pero no es obstáculo, es lugar de angustia— de la caducidad del órgano en tanto que ella encuentra de manera diferente de cada lado lo que podemos llamar la insaciabilidad del deseo es porque sólo a través de esta evocación vemos la necesidad de las simbolizaciones que a ese propósito se manifiestan vertiente histérica o vertiente obsesiva.
Hoy nos hallamos en la segunda de esas vertientes. Y la segunda de esas vertientes nos recuerda que en razón misma de la estructura evocada, el hombre no está en la mujer sino por delegación de su presencia bajo la forma de ese órgano caduco, de ese órgano del que está fundamentalmente, en la relación sexual y por la relación sexual, castrado.
Esto quiere decir que las metáforas del don aquí son tan sólo metáforas. Y como es de sobra evidente, él no da nada. La mujer tampoco.
Y sin embargo, el símbolo del don es esencial en la relación con el Otro; es el acto supremo, se dice, e incluso el acto social total. Aquí, precisamente, nuestra experiencia siempre nos hizo palpar que la metáfora del don está tomada de la esfera anal . Hace tiempo se observó que en el niño el escíbalo — para comenzar a hablar con mayor educación— es el regalo por esencia, el don del amor. Al respecto se observaron muchas otras cosas, incluido, en cierta forma de delincuencia, en lo que tras el paso del ladrón llamamos la rúbrica que todas las policías y los libros de medicina legal bien conocen, ese hecho raro, pero que sin embargo acabó por retener la atención, de que el tipo que acaba de manejar la ganzúa y de abrir los cajones en vuestra casa, en ese momento siempre tiene un cólico.
Esto, evidentemente, nos permitiría reencontrarnos rápidamente a nivel de lo que antes llamé condicionamientos manifiestos. A nivel de los mamíferos observamos, al menos por lo que conocemos de ecología animal, la función de la huella fecal, más exactamente de las heces como huella, y una huella por cierto también aquí profunda mente ligada a lo esencial del lugar, lo que el sujeto orgahísmico se asegura a la vez como posesión, en el mundo, de territorio y seguridad para la unión sexual.
Vieron ustedes descrito en sus lugares, que ahora sin embargo están suficientemente difundidos, el hecho de que esos sujetos, el hipopótamo o incluso — más allá de los mamíferos— el petirrojo, se sienten invencibles dentro de los limites del territorio, y que de pronto hay un viraje: el limite donde, curiosamente, ya no es sino un tímido.
En los mamíferos, la relación de ese limite con la huella fecal fue observada hace mucho tiempo. Razón, una vez mas, para ver allí lo que prefigura, lo que prepara para esa función de representante del sujeto y que encuentra sus raíces en el trasfondo biológico, el objeto a en cuanto es el fruto anal.
Nos contentaremos con esto? ¿Esto es todo lo que podemos sacar del cuestionamiento de la función del a en relación con determinado tipo de deseo el del obsesivo? Aquí damos el paso siguiente, que también es el paso esencial. Nada hemos justificado hasta ahora que sea diferente del sujeto instalado o no en sus limites, y, en sus límites, más o menos dividido. Pero el acceso a la función simbólica que logra debido a que, a nivel de la unión sexual en el hombre, éste se ve tan singularmente reprimido por esos limites, esto incluso no nos dice nada todavía sobre lo que se halla en juego y estamos exigiendo: cómo es que todo este proceso viene a explicar la función del deseo.
Y la huella de esto nos da la experiencia, a saber, que hasta ahora nada nos explica las tan particulares relaciones del obsesivo con su deseo. Precisamente porque hasta este nivel todo está simbolizado, el sujeto está dividido y la unión es imposible, nos causa total asombro que una cosa no lo sea: el deseo mismo.
Es justamente en ese esfuerzo, en esa necesidad en que se halla el sujeto de completar su posición como deseo, que va a completarla en la categoría de la potencia, es decir, a nivel del cuarto piso. La relación de la re flexión especular del soporte narcisista del dominio de si con el campo, el lugar del Otro, es aquí el vínculo. Ustedes ya lo conocen y esto no sería sino hacerles volver a recorrer un camino ya trillado. Por eso quiero destacar la originalidad — de otro modo no habría estado al alcance de nuestro conocimiento, de nuestra interrogación— la originalidad de lo que nos revelan los hechos.
Y para partir de lo importante y de uno que ustedes conocen bien, diré, sin demorarme por más tiempo en algo que recordé mil veces, lo que hace un momento llame las relaciones del sujeto obsesivo con su deseo, a saber que, como les decía la vez pasada, cualquiera que sea el lujo que alcancen sus fantasmas, por lo común nunca ejecutados, a través de toda clase de condiciones que aplazan más o menos indefinidamente su puesta en acto, y aunque los otros franqueen por él el espacio del obstáculo, llega a ocurrir que un sujeto que se desarrolla muy tempranamente como un magnífico obsesivo pertenezca a una familia de gente disoluta. El caso 11 en el volumen V del Jahr Buch al que antes aludí, en el cual se basó Jones para su fenomenología de la función anal en el obsesivo, el caso 11 — y podría citar otros mil en la literatura es de ese tipo.
Todas las hermanas — y son muchas— sin contar a la madre, a la tía a los diferentes amantes de la madre y hasta creo — Dios me perdone— a la abuela, todas pasaron por el vientre del chiquilín cuando éste tenía alrededor de cinco años. No por eso deja de ser un obsesivo, un obsesivo constituido, con deseos al único modo en que puede llegar a constituirlos en el registro de la potencia: deseos imposibles, en el sentido de que, haga lo que haga por realizarlos, no lo consigue. Al cabo de la búsqueda de su satisfacción, el obsesivo nunca se halla en esos registros. Entonces, la cuestión que les planteo es tan viva y brillante en esta observación como en muchas otras, y bajo una forma que acabo de llamar viva y brillante — o que aquí se evoca es la imagen de un pececito, por así decir, bajo su mano, y con motivo— ese ictus, como lo ven a cada momento en el campo del obsesivo por poco que pertenezca a nuestro área cultural — y no conocemos otra— ese ictus es el propio Jesucristo. Puede especularse mucho sobre qué especie de necesidad blasfematoria — debo decir que hasta ahora nunca bien justificada como tal— hace que un sujeto semejante, como muchos otros obsesivos, no pueda librarse a tal o cual de los actos más o menos típicos donde se dispensa su búsqueda sexual sin llegar de inmediato a fantasmas donde Cristo está como asociado. Aunque el hecho esté presente desde hace largo tiempo ante nuestra vida, creo que al respecto no se ha dicho la ultima palabra. Ante todo, está bien claro que aquí — y por eso es una blasfemia Cristo es un dios. Es un dios para mucha gente, e incluso para tanta gente que en verdad resulta muy difícil, con todas las manipulaciones de la crítica histórica y del psicologismo, desalojarlo de ese lugar
Pero no es un dios cualquiera.
Permítanme dudar de que los obsesivos del tiempo de Teofrasto, el de los Caracteres, se divirtieran haciendo participar mentalmente a Apolo en sus bajezas.
Aquí cobra su importancia la pequeña marca, el amago de explicación que en el pasado cree deber plantear: la de que el dios, nos guste o no, y aunque ya no tengamos con el dios o con los dioses — porque son «los» más bien que «el»— ninguna relación, ese dios es un elemento de lo real. De suerte que si siguen estando allí, es evidente pasean de incógnito. Pero hay una cosa muy segura, su relación con el dios es diferente de la nuestra con el objeto de su deseo.
He mencionado a Apolo. Apolo no esta castrado, no lo estuvo ni antes ni después. Después, le sucede otra cosa, Se nos dice que es Dafne quien se transforma en árbol. Aquí se les está ocultando algo. Y se les oculta, esto es muy sorprendente, porque no se les oculta. Después de la transformación, el laurel no es Dafne, es Apolo. Lo propio del dios es que se transforma, una vez satisfecho, en el objeto de su deseo, incluso si por ello debe petrificarse en el.
En otros términos, un dios, si es real, da aquí la imagen de su potencia. Su potencia está allí donde él está. Esto es cierto para todos los dioses, incluso para Elohim, para Yavé, que es uno de ellos, aunque su lugar sea muy particular. Sólo que aquí interviene algo de otro origen, Llamémosle, para esta ocasión y porque es históricamente cierto —pero sin duda esta verdad histórica debe llegar un poco más lejos— , llamémosle Platón.
Platon sólo nos dijo cosas que, como han visto, siguen siendo muy manejables en el interior de la ética del goce, ya que nos permitieron trazar la frontera de acceso, la barrera que constituye con respecto a ese Bien Supremo, lo Bello. Pero mezclado al cristianismo naciente esto produjo algo, algo que uno cree que está allí desde siempre, y desde siempre en la Biblia, pero tendremos que volver a esto más adelante, si es que el año próximo aún nos encontramos todos aquí. Es discutible lo que voy a decir, a saber, el fantasma del Dios omnipotente, lo que quiere decir del Dios potente en todas partes al mismo tiempo, y del Dios potente para todo con junto; porque a esto nos vemos forzados a llegar: si el mundo anda como lo hace, está claro que la potencia de Dios se ejerce a la vez en todos los sentidos.
Ahora bien, la correlación de esa omnipotencia con algo que es, por así decir, la omnívidencia, nos muestra de qué se trata. Se trata de algo que se dibuja en el campo del más allá del espejismo de la potencia, de esa proyección del sujeto al campo del ideal, desdoblado entre el alter—ego especular, Yo ideal, y ese algo más allá que es el ideal del Yo.
El Ideal del Yo, cuando en este nivel lo que se trata de recubrir es la angustia, toma la forma de lo omnipotente. El fantasma ubicuo del obsesivo, el fantasma que es también el soporte sobre el que van y vienen la multiplicidad, a la que hay que expulsar cada vez más lejos, de sus deseos: allí busca y encuentra el complemento de lo que le es necesario para constituirse en deseo.
De donde resulta — sólo citaré los pequeños corolarios que se pueden extraer— que hay una pregunta suscitada en lo que podría llamar los círculos calientes del análisis, aquellos donde todavía palpita el movimiento de una inspiración primera; la pregunta es si el analista debe o no ser ateo, y si al final del análisis el sujeto puede considerarlo terminado aunque todavía crea en Dios.
Esta es una cuestión que no voy a tratar hoy, quiero decir que no voy a zanjarla hoy. Pero en la ruta de tal pregunta les señalo que, sea lo que fuere que les testimonie un obsesivo con estas palabras, si no está extirpa do de su estructura obsesiva, estén persuadidos de que en tanto que obsesivo sigue creyendo en Dios, quiero decir que cree en el dios en el que todo el mundo o casi todo el mundo entre nosotros, en nuestra área cultural, cree sin creer, a saber, ese ojo universal puesto sobre todas nuestras acciones.
Esta dimensión se halla aquí tan firme en su marco como la ventana del fantasma del que hable la vez pasada. Simplemente, es también su necesidad, incluso para los más grandes creyentes, no creer en él. Primero porque si creyeran, eso se vería. Y porque si son tan creyentes, uno se percataría de las consecuencias de esa creencia, que permanece estrictamente invisible en los hechos.
Tal es la verdadera dimensión del ateísmo: aquél que habría logrado eliminar el fantasma de lo omnipotente. Y bien, un señor que se llamaba Voltaire y que algo entendía en materia de revuelta antirreligiosa, se empeñaba en su deísmo, lo que quiere decir en la existencia de lo omnipotente, y hallaba que Diderot estaba loco porque según él a esto le faltaba coherencia. No es seguro que Diderot no haya sido realmente ateo; me parece que su obra más bien lo atestigua, dada la manera en que hace jugar al intersujeto a nivel del Otro en sus diálogos más importantes, El sobrino de Rameau y Jacques el fatalista. Sin embargo, no puede hacerlo sino en el estilo de la burla.
La existencia, pues, del ateo en el verdadero sentido no puede concebirse, en efecto, sino en el limite de una ascesis, que según vemos no puede ser más que una ascesis psicoanalítica, quiero decir del ateísmo concebido como negación de esa dimensión de una presencia, en el fondo del mundo de la omnipotencia. Lo cual no significa que el término del ateísmo y la existencia del ateo no tenga su garante histórico. Pero es de naturaleza muy diferente. Su afirmación está dirigida, precisamente, del lado de la existencia de los dioses como reales. Ni la niega ni la afirma. Está dirigida hacia allí. El ateo de la tragedia El ateo — aludo a la tragedia isabelina— , el ateo en cuanto combatiente, en cuanto revolucionario, no es aquél que niega a Dios en su función de omnipotencia, sino aquél que se afirma como alguien que no sirve a ningún dios.
Tal es el valor dramático esencial el que me da su pasión a la cuestión del ateísmo. Me excuso por esta pequeña disgresión, que apenas es preparatoria.
Ven a dónde nos ha llevado nuestro circuito de hoy: a la profunda ligazón de esos dos estadios que enmarcan la imposibilidad fundamental, la que divide a nivel sexual el deseo y el goce. El modo de rodeo el modo de circundamiento, el asiento imposible que da a su deseo el obsesivo nos ha permitido, en el curso de nuestro análisis de hoy, ver dibujarse algo, a saber: que el lazo con un objeto perdido del tipo más repugnante muestra su ligazón necesaria con las más elevada producción idealista. Dicho circuito todavía no está, sin embargo, completado. Vemos de qué modo el deseo se suspende de esa estructura del objeto. Todavía nos queda señalar lo que el cuadro medio, que espero todos hayan copiado, les indica — como nuestro próximo terreno; nos queda por señalar la relación del fantasma obsesivo, planteado como estructura de su deseo, con la angustia que la determina.