Hoy quisiera llegar a decirles cierta cantidad de cosas acerca de lo que les enseñé a designar como objeto a, el objeto hacia el que nos orienta al aforismo que promoví la vez pasada en relación con la angustia: que ella no es sin objeto. Por eso este año el objeto a viene a ocupar el centro de nuestras exposiciones. Y si efectivamente se inscribe en el marco de aquello cuyo título es la angustia, ello se debe a que esencialmente por ese sesgo resulta posible hablar de él, lo que significa, además, que la angustia es su única traducción subjetiva.
Si a fue introducido, sin embargo, hace mucho tiempo y por el sendero que lo lleva a ustedes, fue anunciado en otra parte, en la fórmula del fantasma. $ (a, deseo de a: esta es la fórmula del fantasma como soporte del deseo).
Mi primer paso consistirá, pues, en recordar, articular, agregar una precisión más que a quienes me han oído no les será imposible obtener por sí mismos, aunque subrayarla hoy no me parezca inútil como primer punto —espero llegar al cuarto— , y para precisar esa función del objeto en tanto que la definimos analíticamente como objeto del deseo, me referiré el espejismo nacido de una perspectiva que podemos llamar «subjetivista», quiero decir, aquella que en la constitución de nuestra experiencia pone todo el acento sobre la estructura del sujeto. Esa línea de elaboración que la tradición filosófica moderna llevó a su punto más extremo, digamos, en los alrededores de Husserl, con el deslinde de la función de intencionalidad, nos hace cautivos de un malentendido en lo referente a lo que conviene llamar «objeto del deseo». El objeto del deseo no puede concebirse a la manera como se nos enseña que el no es ningún noema, ningún pensamiento de algo que se haya vuelto hacia algo, único punto alrededor del cual puede girar el idealismo en su camino hacia lo Real.
¿Sucede esto en lo relativo al deseo? Para ese nivel de nuestro oído que existe en cada uno y que tiene necesidad de intuición, diré: «¿Está el objeto del deseo adelante?». Tal es el espejismo de que se trata y que ha esterilizado todo lo que en el análisis creyó ser un avance en el sentido de la llamada «relación de objeto». Para rectificarlo seguí ya muchos caminos. La que ahora voy a anticipar es una nueva manera de acentuar dicha rectificación.
No le daré el grado de desarrollo que sin duda convendría, pues reservo esa formulación para algún trabajo que podrá llegarles por otro conducto.
Pienso que a la mayoría de los oídos les bastará con escuchar las fórmulas masivas que creo serán suficientes para acentuar hoy el punto que acabo de introducir.
Saben ustedes cuántas dificultades produjo en el progreso de la epistemología el aislamiento de la noción de causa. No fue sin una sucesión de reducciónes que acabaron por llevarla a la función más forzosa y equívoca, como la noción de causa pudo mantenerse en el desarrollo de lo que, en el sentido más amplio, podemos llamar nuestra física.
Por otra parte, resulta claro que, así, se la someta a la reducción que fuere, la función —por así decir— mental de dicha noción no puede ser eliminada, no puede ser reducida a una especie de sombra metafísica. Bien advertimos que hay algo de lo que sería demasiado poco decir que lo que le permite subsistir es un recurso a la intuición, algo que permanece alrededor de la función de causa, y pretendo que a partir del reexamen que podríamos hacer de ella desde la experiencia analítica, toda Crítica de la Razón Pura, puesta a la luz de nuestra experiencia, podría restablecer un justo estatuto de la causa.
Como, después de todo, lo que voy a formular no es aquí más que hecho de discurso y apenas si está anclado en esa dialéctica, diré, para fijar nuestra mira, lo que pretendo hacerles oír: el objeto, el objeto a, ese objeto que no ha de situarse en nada análogo a la intencionalidad de un noema (pensamiento), que no está en la intencionalidad del deseo, ese objeto debe ser concebido por nosotros como la causa del deseo y, para retomar mi metáfora precedente, el objeto está detrás del deseo.
De ese objeto a surge la dimensión cuya omisión, cuya elisión, cuya elisión en la teoría del sujeto produjo hasta ahora la insuficiencia de toda esa coordinación cuyo centro se manifiesta como teoría del conocimiento, como gnoseología.
Además, esa función del objeto, en la novedad topológica estructural que exige, es perfectamente sensible en las formulaciones de Freud, y especialmente en las relativas a la pulsión.
Si desean controlarlo en un texto de Freud, remítanse a la lección XXXII de Introducción al Psicoanálisis, que pueden encontrar en la nueva serie de los Vorlesungen, la que cité la vez pasada: está claro que la distinción entre el Ziel el fin de la pulsión y el Objekt, es algo muy diferente de lo que se ofrece en primera instancia al pensamiento: que ese fin y ese objeto estarían en el mismo lugar. Y las enunciaciones que hallarán en la lección indicada emplean términos bien llamativos, el primero de los cuales es eingeschoben el objeto se desliza allí adentro, pasa a alguna parte —se trata de la misma palabra que sirve para la Verschiebung que designa el deslizamiento— ; el objeto, en su función esencial de algo que se escurre, en el nivel de captación propiamente nuestro está allí, como tal, señalado.
Por otra parte, en ese nivel se da la oposición expresa de estos términos auberes, externo, exterior e inneres, interior. Se especifica que, sin duda, el objeto debe ser situado auberes, en el exterior, y por otra parte que la satisfacción de la tendencia no llega a cumplirse sino en la medida en que alcanza algo que debe ser considerado en el inneres, el interior del cuerpo; es allí que ella encuentra su Befriedigung, su satisfacción. Esto también equivale a decir que lo que introduje para ustedes como función topológica nos sirve para formular de manera clara que lo que conviene introducir aquí para resolver este atolladero, este enigma, es la noción de un exterior antes de cierta interiorización, de un exterior que se sitúa aquí, a, antes de que el sujeto en el lugar del Otro se capte en X en la forma especular que introduce para él la distinción entre el yo y el no-yo.
La noción de causa pertenece a ese exterior, a ese lugar del objeto antes de toda interiorización.
Lo ilustraré inmediatamente de la manera más simple, pues hoy me abstendré de hacer metafísica
Para representarlo, no por azar me serviré del fetiche como tal, donde se revela la dimensión del objeto como causa del deseo. Porque lo deseado no es el zapatito, ni el pecho, ni lo que fuere que encarne el fetiche; el fetiche causa el deseo que va a engancharse donde puede, sobre aquélla de quien de ningún modo es necesario que lleve el zapatito: el zapatito puede estar en los alrededores; tampoco es necesario que ella lleve el pecho: el pecho puede estar en la cabeza. Como todo el mundo sabe, para el fetichista es preciso que el fetiche esté allí, el fetiche es la condición de la que se sostiene el deseo
Al pasar, mencionaré un término que considero poco usual en alemán y que las vagas traducciones que tenemos en francés dejan escapar completamente la relación que, cuando se trata de la angustia, Freud indica con la LibidoAuschalt. Nos hallamos frente a un término que se encuentra entre Aushaltung, que indicaría algo del orden de la interrupción, del levantamiento e Inhalt, que sería el contenido. No es ni lo uno ni lo otro: es el sostén de la libido. Para decirlo de una vez, la relación con el objeto de que hoy les hablo está aquí dirigida, indicada de una manera que permite efectuar la síntesis entre la función de señal de la angustia y su relación, sin embargo. con algo que podemos llamar, en el sostén de la libido, una interrupción.
Volveremos a esto pues se trata de uno de los puntos que quiero desarrollar hoy. Supongo que me hice entender lo suficiente con la referencia al fetiche, sobre la diferencia máxima que hay entre dos perspectivas posibles concernientes al objeto como objeto del deseo, cuando, en una precisión de la cuestión, puse a en primer lugar en una precisión esencial. Lo ilustraré un poco más adelante, la secuencia de nuestro discurso lo ilustrará cada vez más. Pero desde ya quiero hacerles comprender adónde nos conducirá nuestra búsqueda: en el lugar mismo donde sus hábitos mentales les indican buscar al sujeto, ese algo que pese a ustedes se perfila como tal, como sujeto, en el sitio donde Freud indica, por ejemplo, la fuente de la tendencia, allí donde se encuentra lo que en el discurso ustedes articulan como siendo ustedes, allí donde ustedes dicen «yo» (je), allí, hablando con propiedad, en el nivel de lo inconsciente se sitúa a.
En ese nivel ustedes son a, el objeto, y todos saben que eso es lo intolerable y no sólo para el discurso mismo, que después de todo lo traiciona. Lo ilustraré de inmediato con una observación destinada a introducir cierto desplazamiento, cierto sacudimiento incluso, relativo a los carriles por donde acostumbran dejar las funciones del sadismo y el masoquismo, como si sólo se tratara del registro de una suerte de agresión inmanente y de su reversibilidad.
Precisamente, en la medida en que conviene entrar en su estructura subjetiva, van a aparecer rasgos diferenciales de los cuales indicaré ahora el esencial. Si el sadismo puede figurarse por una forma que es sólo un esquema abreviado de las mismas distinciones que organiza el grafo, en una fórmula de cuatro vértices del tipo que aquí les señalo, tenemos el lado de A, del Otro, y el del sujeto S, el de ese «yo» (je) aún inconstituído, el de ese sujeto al que precisamente hay que interrogar, al que hay que revisar en el interior de nuestra experiencia, y del que sólo sabemos que en ningún caso podría coincidir con la fórmula tradicional del sujeto, a saber, lo que éste puede tener de exhaustivo en toda relación con el objeto.
Si hay algo allí que se llame deseo sádico, con todo el enigma que comporta, no es articulable, no es formulable si no por el esquizo, la disociación que él apunta esencialmente a introducir en el otro al imponerle, hasta cierto límite, lo que no podría ser tolerado, en el límite exactamente suficiente donde se manifiesta, donde aparece en el otro esa división esa abertura el otro esa división, esa abertura (béance) que hay en su existencia de sujeto por el hecho de que sufre, de que puede padecer en su cuerpo.
Y hasta tal punto es de ese distinción, de esa división, de esa abertura (béance) como esencial que se trata y a lo que se trata de interrogar, que en realidad no es tanto el sufrimiento del otro lo que se busca en la intención sádica como su angustia —precisamente aquí artículo, señalo, apunto el pequeño signo $ O de las primeras fórmulas que creo haber introducido en la segunda lección de este año, en lo relativo a la angustia, cuando les enseñé a leer el término no como O sino como cero—; la angustia del otro, su existencia esencial como sujeto con relación a esa angustia: esto es lo que el deseo sádico quiere hacer vibrar.
Por eso, en uno de mis seminarios anteriores, no vacilé en vincular su estructura como propiamente homóloga a lo que Kant articuló como condición del ejercicio de una razón pura práctica, de una voluntad moral —para decirlo con propiedad— y situando allí el único punto donde puede manifestarse una relación con un puro bien moral.
Pido disculpas por la brevedad de esta mención. Quienes asistieron a esa comparación la recuerdan, y los que no pudieron asistir verán aparecer, dentro de un tiempo no muy largo, lo que de ella pude retomar en un prefacio a «La filosofía en el tocador», texto alrededor del cual, precisamente había organizado yo dicha comparación.
Lo importante de hoy, y lo único sobre lo cual entiendo aportar un aspecto nuevo, es que lo que carácteriza al deseo sádico es el hecho de que en el cumplimiento de su acto, de su rito —pues se trata de ese tipo de acción humana en la que hallamos todas las estructuras del rito— él no sabe lo que busca, y lo que busca es, hablando con propiedad, realizarse, hacerse aparecer él mismo, y ya que en todo caso esa revelación no podría resultarle sino obtusa, hacerse aparecer como puro objeto, fetiche negro. En esto se resume, en última instancia, la manifestación del deseo sádico, en tanto que su agente se dirige hacia tal realización.
Asimismo, si evocan ustedes la figura de Sade, advertirán que no por azar de ella se desprende, de ella resta —por una suerte de transubstanciación con el curso de les edades, con la elaboración imaginaria de su figura en las generaciones— una forma, precisamente una forma petrificada. Muy diferente es, como ustedes saben la posición del masoquista, para quien el fin declarado es su propia encarnación como objeto, se haga perro bajo la mesa o mercancía, item del que se trata en un contrato al cederlo, al venderlo entre otros objetos a colocar en el mercado; en resumen, su identificación con ese otro objeto que llamé objeto común, objeto de intercambio, es la ruta, el camino por donde busca, precisamente, lo imposible: aprehenderse por lo que es, en tanto que, como, todos, el es un a.
Muchas condiciones particulares de su análisis podrán revelar por qué le interesa tanto ese reconocimiento, sin embargo imposible. Pero antes de llegar a comprender tales condiciones particulares, habrá que establecer ciertas conjunciones que son las más estructurales. Trataremos de hacerlo.
No dije que el masoquista llegue lisa y llanamente a su identificación de objeto. Como para el sádico, esa identificación sólo se presenta sobre una escena. Sólo que, incluso sobre dicha escena, el sádico no se ve, sólo ve el resto. También hay algo que el masoquista no ve, pero esto me permitirá introducir algunas fórmulas. La primera es la de que reconocerse como objeto del propio deseo, en el sentido en que hoy lo articulo, es siempre masoquista. Esta fórmula ofrece el interés de hacerles sensible la dificultad, porque resulta muy cómodo servirse de nuestro propio guiñol y decir, por ejemplo, que el masoquismo se explica por la existencia de un superyó malvado. En el interior del masoquismo podemos hacer, ciertamente, todas las distinciones necesarias masoquismo erógeno, masoquismo femenino, masoquismo moral. Pero como el sólo enunciado de esta clasificación produce en cierto modo el mismo efecto que resultaría de decir: «Tenemos el vaso, la fe cristiana y la baja de Wall Street», esto nos dejará un poco en apuros. Si el término masoquismo puede asumir un sentido, convendría encontrarle una fórmula algo más unitaria, y si dijéramos que el superyó es la causa del masoquismo, no abandonaríamos demasiado tal satisfactoria intuición; salvo que, como antes dijimos que el objeto es la causa del deseo, veríamos que el superyó participa, que al menos participa en la función de ese objeto como causa, tal como lo introduje hoy para hacerles sentir hasta que punto es verdad. Podría hacerlo entrar en el catálogo, en la serie de esos objetos tales que tendremos que desplegarlos ante ustedes ilustrando ese lugar con todos los contenidos que puede tener y que son enumerables. Si no lo hice al principio, fue para que no perdieran la cabeza viéndolos como contenido, creyendo que son las mismas cosas con las que se siguen encontrando en lo relativo al análisis. Pues esto no es verdad, si creen conocer la función del pecho materno, o la del escíbalo han de saber en que oscuridad quedan sumidos con respecto al falo. Y cuando se trate del objeto que viene inmediatamente después … Lo entrego; de todos modos, debo alimentar esa curiosidad el ojo como tal. Aquí ya no saben ustedes nada de nada. Por eso conviene acercarse con prudencia, sobran motivos para ello. Si de este objeto se trata puesto que, al fin de cuentas, sin él no hay angustia, ese objeto es peligroso. Por lo tanto, seamos prudentes, pues él falta. En lo inmediato, será ésta ocasión de poner de manifiesto en qué sentido dije —esto retuvo la oreja de uno de mis oyentes—, hace dos lecciónes, que si el deseo y la ley eran la misma cosa, en esa medida y con este sentido el deseo y la ley tienen su objeto común.
No basta, pues, con tranquilizarse considerando que ambos son, uno con relación al otro, como los dos lados de la muralla o como el derecho y el revés. Esto seria abaratar demasiado la dificultad y, enfilando directamente el punto que se los hace sentir, diré que no por otra cosa que por hacerla sentir es que vale el mito central que permitió al psicoanálisis ponerse en marcha: el mito de Edipo.
El mito de Edipo no quiere decir sino eso: en el origen del deseo, el deseo del padre y la ley no son más que una y misma cosa, y la relación de la ley con el deseo es tan estrecha que sólo la función de la ley traza el camino del deseo: el deseo, en tanto que deseo de la madre, para la madre, es idéntico a la función de la ley. En la medida en que la prohibe, la ley impone desearla: porque, después de todo, la madre no es en sí el objeto más deseable. Si todo se organiza alrededor del deseo de la madre, si a partir de allí se plantea que la mujer a la que ha de preferirse —pues de esto se trata— debe ser otra que la madre, qué quiere decir esto sino que en la propia estructura del deseo se impone, se introduce una orden y que, digámoslo de una vez, se desea porque está ordenado. ¿Que quiere decir el mito de Edipo sino que el deseo del padre hizo la ley?.
El masoquismo asume en esta perspectiva el valor y la función de aparecer y de hacerlo claramente —tal es su única importancia para el masoquista— cuando el deseo y la ley se encuentran juntos; porque lo que el masoquista pretende que aparezca —y agrego, sobre su pequeña escena, pues nunca debe olvidarse esta dimensión— es algo donde el deseo del Otro hace la ley.
Veamos de inmediato un efecto de esto: el propio masoquista aparece en la función que llamaré del «deyecto» (déjet), de lo que es ese objeto, el nuestro, el a del que hablamos, en la apariencia de lo «deyectado» (déjeté), de lo arrojado (jeté) al perro, a la basura, al trasto, al desecho del objeto común, por no poder ponerlo en otra parte.
Se trata de uno de los aspectos con que puede aparecer el a tal como se ilustra en la perversión. Y eso de ninguna manera agota lo que sólo podemos cercar contorneándolo la función del a. Pero ya que he tomado el sesgo del masoquismo, es preciso que nos libremos a otros señalamientos para situar la función del a. Ven ustedes uno a nivel del masoquismo. Les recuerdo que ante todo hay que tomar por su función de correlación masiva que el efecto central de esa identidad que conjuga el deseo del padre con la ley es el complejo de castración, en tanto que la ley nace por esa mudanza, mutación misteriosa del deseo del padre después de haber sido asesinado. Su consecuencia, tanto en la historia del pensamiento analítico como en todo lo que podemos concebir como vínculo más seguro, es en todo caso el complejo de castración.
Esto explica que hayan visto aparecer en mis esquemas la notación —φ en el lugar donde a falta.
Entonces, primer punto de hoy: les hablé del objeto como causa del deseo. Segundo punto, les dije reconocerse como objeto del propio deseo es siempre masoquista; les indiqué a tal fin lo que para nosotros se perfilaba como presentación —bajo cierta incidencia del superyó les indiqué una particularidad en cierto modo depreciada— de lo que ocurre en el lugar de ese objeto a bajo la forma del -φ [menos phi].
Arribamos a nuestro tercer punto, el que justamente concierne a la posibilidad de las manifestaciones del objeto a como falta. Ella le es estructural. Y para que lo comprendan, desde hace algún tiempo se presentifica y evoca para ustedes este esquema, esta imagen destinada a tornarlo familiar.
El objeto a, a nivel de nuestro sujeto analítico, de la fuente de lo que subsiste como cuerpo que en parte nos hurta, por así decir, su propia voluntad, ese objeto a es la roca de que habla Freud, esa reserva última irreductible de la libido, cuyos contornos es tan patético verlo señalar literalmente en sus textos cada vez que la encuentra. No terminaré mi lección de hoy sin decirles dónde conviene que vayan a renovar esa convicción. Al pequeño a, en el lugar en que está, en el nivel donde podría ser reconocido si esto fuera posible —porque recién les dije que reconocerse como objeto del propio deseo es siempre masoquista— el masoquista no lo reconoce sino sobre la escena. Y verán lo que se opera cuando ya no puede quedarse en ella. No siempre estamos sobre la escena, a pesar de que la escena se extiende muy lejos, y hasta en el dominio de nuestros sueños. En tanto que no sobre la escena y quedando más acá, y buscando leer en el Otro de qué cosa él vuelve, no encontramos en X (esquema) más que la falta.
Es ese vínculo, esa coordinación del objeto con su falta necesaria allí donde el sujeto se constituye en el lugar del Otro, es decir, tan lejos como es posible, más allá incluso de lo que puede aparecer en el retorno de lo reprimido y constituyendo la Urverdrängung, lo irreductible del incógnito, ya que tampoco podemos decir absolutamente lo incognoscible puesto que de él hablamos, allí se estructura, se sitúa lo que en nuestro análisis de la transferencia produje ante ustedes con el término (escritura en griego)
En la medida en que ese lugar vacío es apuntado como tal, se instituye la dimensión, siempre —y con motivo— más o menos descuidada, de la transferencia. Ese lugar, en la medida en que pueda ser cercado por algo que está materializado en esta imagen, cierto borde, cierta apertura, cierta abertura (béance) donde la constitución de la imagen especular muestra su límite tal es el lugar elegido de la angustia.
El fenómeno de borde, en lo que se abre como esta ventana y en ocasiones privilegiadas, marca el límite ilusorio de ese mundo del reconocimiento al que llamo la escena. El hecho de que esté ligado a ese borde, a ese marco, a esa abertura (béance) que el esquema ilustra al menos dos veces, en el borde, aquí, del espejo, y también en el pequeño signo ([lonsage], el hecho de que tal sea el lugar de la angustia, siempre deberán retener esto como la señal de lo que hay que buscar en el medio.
El texto de Freud al que les ruego se remitan —pues leerlo resulta cada vez más sorprendente, por esa doble cara de debilidades, de insuficiencias que al principio se producen en los novicios, las primeras a destacar en dicho texto, y por la profundidad con la cual todo aquello viene a toparse— revela hasta qué punto Freud rondaba el mismo campo que tratamos de delinear. Por supuesto, primero conviene que se familiaricen con el texto de Dora; a quienes han oído mi discurso sobre el Banquete, puede recordarles esa dimensión siempre eludida cuando se trata de la transferencia y de la otra dimensión entre paréntesis, a saber que la transferencia no es simplemente lo que reproduce una situación, una acción, una actitud, un traumatismo antiguo, y lo repite: siempre hay otra coordenada, aquélla sobre la cual puse el acento a propósito de la intervención analítica de Sócrates, o sea, especialmente en los casos en que evoco un amor presente en lo real, y nada podemos comprender de la transferencia si no sabemos que es también la consecuencia de aquel amor, que es a propósito de ese amor presente —y los analistas deben recordarlo en el curso del análisis— de un amor que está presente de diversas maneras, cuando está visible al menos deberán recordar que es en función de ese amor, digamos real, que se instituye lo que configura la pregunta central de la transferencia, la que se propone al sujeto en lo relativo al (escritura en griego): lo que le falta. Pues es con esa falta que él ama. No por nada les estoy siempre con que el amor es dar lo que no se tiene. Se trata del principio mismo del complejo de castración para tener el falo, para poder servirse de él, es preciso, justamente, no serlo.
Cuando se vuelve a las condiciones en que perece que se lo es —porque se lo es tanto para un hombre, de esto no hay duda, como para una mujer, y volveremos a decir por medio de qué incidencia es llevada a serlo— bien; esto es siempre muy peligroso.
Básteme con pedirles, antes de dejarlos, que relean atentamente el texto enteramente consagrado a les relaciones de Freud con su paciente, esa jovencita cuyo análisis, dice, pone de manifiesto que fue esencialmente alrededor de una enigmática decepción concerniente al nacimiento en su familia, y la aparición en su hogar de un niñito, que ella se orientó hacia la homosexualidad.
Con un toque de ciencia de la analogía absolutamente admirable, Freud advierte que hay en ese amor demostrativo de la joven por una mujer de sospechosa reputación, frente a la cual se conduce, nos dice, de una manera esencialmente viril. Y si nos limitamos simplemente a leer que es aquí, mi Dios, la virilidad —estamos tan habituados a hablar de la virilidad sin saber que no nos percatamos de lo que Freud entiende acentuar con ella—, trata de acentuarlo de todas las maneras el poner de relieve cual es la función de lo que llaman «amor cortés» ella se comporta como el caballero que lo sufre todo por su dama, se contenta con los favores más extenuados, menos sustanciales, incluso prefiere no tener otros que estos, y, finalmente, cuanto más llega el objeto de su amor al punto opuesto de lo que podría llamarse la recompensa, más sobrestima a ese objeto y lo eleva a eminente dignidad.
Cuando de manera manifiesta el rumor público no puede dejar de imponerle el hecho de que efectivamente la conducta de su bienamada es de las más dudosas, esta dimensión de exaltación no ve sino agregarse la mira suplementaria y reforzada de salvarla. Todo esto es admirablemente subrayado por Freud, y saben ustedes cómo llegó la joven en cuestión a su consulta: en la medida en que un día, llevado el vínculo al exceso y verdaderamente como desafío a toda la ciudad, en un estilo del que Freud advirtió enseguida su relación con la provocación con respecto a alguien de su familia —y se demuestra muy pronto y con toda seguridad que se trata de su padre— ese vínculo llega a su fin por un encuentro. La joven, en compañía de su bienamada —se nos dice— cruza, en el camino de le oficina del padre, a ese padre que le arroja una mirada irritada; a partir de aquí, la escena se desarrollará con gran rapidez. La persona para la cual esta aventura no es sin duda más que una diversión bastante oscura y que manifiestamente comienza a hartarse y no quiere exponerse a grandes dificultades, dice a la joven que la cosa duró bastante y que desde ahora deje de enviarle, como lo hace todos los días, cantidades innumerables de flores, que deje de pegarse estrechamente a sus pasos. Entonces, inmediatamente, la joven se arroja por encima de un lugar del que recordarán que en una época exploré minuciosamente los planos de Viena a fin de otorgar su pleno sentido al caso de Juanito; no llegaré hoy al punto de decirles el sitio en que muy probablemente se encuentre algo comparable a lo que todavía pueden ver del lado del boulevard Pereire, a saber una pequeña fosa en el fondo de la cual hay rieles para un trencito que ya no funciona; por allí se lanza la joven, niederkommt, se deja caer.
Hay varias cosas para decir a propósito de niederkommen. Si aquí lo introduzco es porque se trata de un acto del que para agotar su sentido no basta recordar su analogía con el sentido de niederkommen en cuanto al parto. Este niederkommen es esencial a toda súbita puesta en relación del sujeto con lo que él es como a.
No es por nada que el sujeto melancólico tenga semejante propensión, siempre cumplida con fulgurante, desconcertante rapidez, a tirarse por la ventana.
La ventana, en la medida en que nos recuerda el límite entre la escena y el mundo, nos indica el significado de un acto por el que en cierto modo el sujeto vuelve a esa exclusión fundamental en la que se siente, en el momento mismo en que, en el absoluto de un sujeto, absoluto del que sólo nosotros, los analistas, podemos tener una idea, se conjugan el deseo y la ley.
Esto es lo que efectivamente sucede en el momento del encuentro de la pareja —la caballera de Lesbos y su objeto kareniniano, por así decir— con el padre. Pues no basta decir que el padre arrojó una mirada irritada para comprender cómo pudo producirse el pasaje al acto. Hay algo que está allí, en el fondo de la relación, en la estructura; ¿de qué se trata? Digámoslo en breves términos, los creo suficientemente preparados para entenderlo ¿qué va a hacer la joven cuyo apego al padre y su decepción ante el nacimiento del hermanito, si no recuerdo mal, fue en su vida el hito decisivo? Va a hacer de su castración de mujer lo que hace el caballero con respecto a su dama, a quien precisamente ofrece el sacrificio de sus prerrogativas viriles para hacer de éstas el soporte de lo que está ligado en una relación de inversión con ese sacrificio mismo, a saber la puesta, en el lugar de la falta, justamente de lo que falta en el campo del otro, su garantía suprema: que la ley es verdaderamente el deseo del padre; estemos seguros, hay una ley del padre, un falo absoluto Φ.
Resentimiento y venganza son decisivos, sin duda, en la relación de esta joven con su padre. El resentimiento y la venganza son esto: esa ley, ese falo supremo; he aquí donde lo coloco: ella es mi dama, y ya que no puedo ser tu mujer sometida y yo tu objeto, soy aquél que sostiene, que crea la relación idealizada con lo que es de mí mismo insuficiencia, lo que fue expulsado. No olvidemos que la joven cesó en el cultivo de su narcisismo, abandonó sus cuidados, su coquetería su belleza, para convertirse en el caballero que sirve a la dama.
En la medida en que todo esto llega con el simple encuentro y a nivel de la mirada del padre, sobre esa escena que todo lo ganó del asentimiento del sujeto, en la medida en que esta escena aparece ante las miradas del padre se produce lo que podremos llamar, refiriéndonos al primer cuadro de las coordenadas de la angustia que les dí, el supremo embarazo, y se le agrega la emoción —remítanse al cuadro, verán sus coordenadas exactas— por la súbita imposibilidad de hacer frente a la escena que le hace su amiga. Las dos condiciones esenciales de lo que se llama, hablando con propiedad pasaje el acto (y aquí me dirijo a alguien que me pidió adelantara un poco lo que puedo tener que decir sobre la distinción con el acting-out, volveremos sobre ella), las dos condiciones del pasaje al acto como tal están realizadas. Lo que llega en ese preciso momento al sujeto es su identificación absoluta con ese pequeño a al que ella se reduce.
La confrontación del deseo del padre sobre el que está construida toda su conducta, con esa ley que se presentifica en la mirada de aquel, hace que ella se sienta definitivamente identificada y, al mismo tiempo, rechazada, «deyectada» (déjetée) fuera de la escena.
Sólo el «dejar caer», el «dejarse caer» puede realizarlo. No tendré tiempo hoy de indicarles qué dirección sigue esto, a saber que la célebre observación de Freud con respecto al duelo, donde habla de la identificación con el objeto como algo a lo cual se dirige lo que él expresa como una venganza del que experimenta el duelo, no es suficiente. Llevamos luto y sentimos los efectos de devaluación del duelo, en la medias en que el objeto por el cual llevamos luto era, sin que la supiéramos, lo que se había constituido, aquello que nosotros habíamos constituido como el soporte de nuestra castración.
La castración vuelve a nosotros; y nos vemos como lo que somos en tanto que habremos vuelto esencialmente a esa posición de la castración. Se advierte que el tiempo me apremia y no puedo dar una indicación. Pero lo que designa adecuadamente hasta qué punto se trata de lo que estoy diciendo, son dos cosas: la manera en que Freud siente que por espectacular que sea el avance de la paciente en su análisis, éste pasa sobre ella, si puedo expresarme así, como el agua sobre las plumas de un pato; y si Freud designa especialmente ese lugar, el del pequeño a en el espejo del Otro, por medio de todas las coordenadas posibles, sin tener, por cierto, los elementos de mi topología, no lo puede decir con mayor claridad: «aquello ante lo cual me detengo, me topo (dice Freud), es algo así como lo que sucede en la hipnosis». Ahora bien, ¿qué sucede en la hipnosis? Que en el espejo del Otro el sujeto es capaz de leer todo lo que hay aquí a nivel del florerito punteado: todo lo especularizable. No por nada el espejo, la piedra pendulante y hasta la mirada del hipnotizador son los instrumentos de la hipnosis. Lo único que no se ve en la hipnosis es, precisamente, el tapón mismo de la garrafa, ni la mirada del hipnotizador, que es la causa de la hipnosis.
La causa de la hipnosis no se revela en las consecuencias de la hipnosis. Otra referencia: la duda del obsesivo. ¿A qué apunta la duda radical que hace que los análisis de obsesivos lleven tanto, tanto tiempo y sean tan cautelosos? La cura del obsesivo es una verdadera luna de miel entre el analista y el analizado, dado ese centro en el que Freud señala perfectamente qué clase de discurso pronuncia el obsesivo, a saber: «Está muy bien ese hombre, me cuenta las cosas más lindas del mundo; el problema es que no le creo en absoluto». Si es central, es porque está aquí, en X; en el caso de la joven homosexual se trata precisamente de lo que ha de darnos claridad, a saber, cierta promoción del falo como tal en el lugar del a, y está allí —tengo escrúpulos para decirlo— porque edemás es un texto tan maravillosamente esclarecedor que no necesito darles (…) en las otras propiedades, pero les ruego no lo tomen por uno de esos ritornellos a los que se nos ha habituado; [y concluye su texto descubriendo la distinción entre los elementos constitucionales y los elementos —poco importa cuáles— históricos de la determinación de la homosexualidad, siendo el aislamiento como tal del objeto el campo propio del análisis, o sea la elección del objeto (Objekt wahl) que lo distingue como tal, como si conllevara mecanismos que son originales] (Lo que va entre corchetes es interpretación de la T. de un pasaje de sintaxis ininteligible.); todo gira, efectivamente, alrededor de la relación del sujeto con a..
La paradoja está confinada en lo que la segunda vez les indiqué como el punto en que Freud nos lega el problema de cómo operar a nivel del complejo de castración, y está designada por lo que se halla inscripto en la observación; me sorprende que no sea un objeto más común de asombro entre los analistas el hecho de que ese análisis termine con que Freud se desentiende de él (la laisse tomber).
Pues ahora podemos articular mejor qué pasó con Dora; todo está lejos, muy lejos de ser torpeza, y puede decirse que si Dora no fue analizada hasta el fin, Freud vió claro hasta el fin. Pero aquí, donde la función del pequeño a, del objeto, es en cierto modo tan predominante en la observación de la homosexual que ésta llegó incluso a pasar a lo real en un pasaje el acto cuya revelación simbólica tan bien comprende, sin embargo, Freud se da por vencido «No llegaré a nada», se dice, y la pasa a una colega femenina. Es él quien toma la iniciativa de dejarla (la laisser tomber).
Aquí les dejo, entregando el término a vuestras reflexiones, pues bien advierten que esta preocupación apuntará a una referencia esencial en la manipulación analítica de le transferencia.