Voy a proseguir hoy con el examen del concepto de repetición, tal como se presentifica en el discurso de Freud y en la experiencia del psicoanálisis.
Quiero hacer hincapié en que el psicoanálisis está mandado a hacer, a primera vista, para llevarnos hacia un idealismo.
Sabe Dios cuánto se le ha reprochado: reduce la experiencia, dicen algunos, cuando ésta nos incita, en verdad, a encontrar en los duros apoyos del conflicto, de la lucha, hasta de la explotación del hombre por el hombre, las razones de nuestras deficiencias; conduce a una ontología de las tendencias, que considera primitivas, internas, ya dadas por la condición del sujeto.
Basta remitirse al trazado de esta experiencia desde sus primeros pasos para ver, al contrario, que no permite para nada conformarse con un aforismo como la vida es sueño. El análisis, más que ninguna otra praxis, está orientado hacia lo que, en la experiencia, es el hueso de lo real.
¿Dónde encontramos ese real?. En efecto, de un encuentro, de un encuentro esencial se trata en lo descubierto por el psicoanálisis, de una cita siempre reiterada con un real que se escabulle. Por eso he puesto en la pizarra algunas palabras que nos sirven de puntos de referencia para lo que queremos proponer hoy.
En primer lugar, la tyche, tomada como les dije la vez pasada del vocabulario de Aristóteles en su investigación de la causa. La hemos traducido por el encuentro con lo real. Lo real está más allá del automaton, del retorno, del regreso, de la insistencia de los signos, a que nos somete el principio del placer. Lo real es eso que yace siempre tras el automaton, y toda la investigación de Freud evidencia que su preocupación es ésa.
Recuerden el desarrollo, tan central para nosotros, de El hombre de los lobos, para comprender cual es la verdadera preocupación de Freud a medida que se le revela la función del fantasma. Se empeña, casi con angustia, en preguntar cual es el primer encuentro, qué real podemos afirmar que está tras el fantasma, a través de todo este análisis, vemos que arrastra con él al sujeto tras ese real, y casi lo fuerza, dirigiendo de tal modo la búsqueda que, después de todo, podemos ahora preguntarnos si esa fiebre, esa presencia, ese deseo de Freud no condicionó, en su enfermo, el accidente tardío de su psicosis.
La repetición, entonces, no ha de confundirse con el retorno de los signos, ni tampoco con la reproducción o la modulación por la conducta de una especie de rememoración actuada. La repetición es algo cuya verdadera naturaleza está siempre velada en el análisis, debido a la identificación, en la conceptualización de los analistas, de la repetición y la transferencia. Cuando, precisamente, hay que hacer la distinción en ese punto.
La relación con lo real que se da en la transferencia, la expresa Freud en los términos siguientes: que nada puede ser aprehendido in effigie, in absentia, ahora bien, ¿acaso no se nos presenta la trasferencia como efigie y relación con la ausencia? Sólo a partir de la función de lo real en la repetición podremos llegar a discernir esta ambigüedad de la realidad que está en juego en la transferencia.
Lo que se repite, en efecto, es siempre algo que se produce -la expresión dice bastante sobre su relación con la tyche- como el azar. Los analistas, por principio, nunca nos dejamos engañar por eso. En todo caso, recalcamos siempre que no hay que caer en la trampa cuando el sujeto nos dice que ese día sucedió algo que le impidió realizar su voluntad, esto es, venir a la sesión. No hay que tomar a pie juntillas la declaración del sujeto -en la medida, precisamente, en que siempre tratamos con ese tropiezo, con ese traspié, que encontramos a cada instante. Este es por excelencia el modo de aprehensión que entraña el nuevo desciframiento que hemos propuesto de las relaciones del sujeto con lo que constituye su condición.
La función de la tyche, de lo real como encuentro -el encuentro en tanto que puede ser falido, en tanto que es esencialmente, encuentro falido- se presenta primero en la historia del psicoanálisis bajo una forma que ya basta por sí sola para despertar la atención- la del trauma.
¿No les parece notable que, en el origen de la experiencia analítica, lo real se haya presentado bajo la forma de lo que tiene de inasimilable -bajo la forma del trauma, que determina todo lo que sigue, y le impone un origen al parecer accidental?, estamos aquí en el meollo de lo que puede permitirnos comprender el carácter radical de la noción conflictiva introducida por la operación del principio del placer al principio de realidad -aquello por lo cual no cabe concebir el principio de realidad como algo que, por su ascendiente, tuviera la última palabra.
En efecto, el trauma es concebido como algo que ha de ser taponado por la homeostasis subjetivizante que orienta todo el funcionamiento definido por el principio de placer. Nuestra experiencia nos plantea entonces un problema, y es que, en el seno mismo de los procesos primarios, se conserva la insistencia del trauma en no dejarse olvidar por nosotros. El trauma reaparece en ellos, en efecto, y muchas veces a cara descubierta. ¿Cómo puede el sueño, portador del deseo del sujeto, producir lo que hace surgir repetidamente al trauma -si no su propio rostro, al menos la pantalla que todavía está detrás?.
Concluyamos que el sistema de la realidad, por más que se desarrolle, deja presa en las redes del principio del placer una parte esencial de lo que, a pesar todo es, sin ambages, real.
Tenemos que sondear eso, esa realidad, por así decir, cuya presencia presumimos exigible para que el motor del desarrollo, tal como lo presenta una Melanie Klein, por ejemplo, no se pueda reducir a lo que hace un rato llamé la vida es sueño.
A esta exigencia responden esos puntos radicales de lo real que llamo encuentros, y que nos hacen concebir la realidad como unterlegt, untertragen, que en francés se puede traducir por la palabra misma de souffrance «sufrimiento» , con la soberbia ambigüedad que tiene en este idioma (Souffrance, en francés, es a la vez sufrimiento y espera). La realidad está ahí sufriendo, está aguantada, a la espera. Y el Zwang, la compulsión, que Freud define por la Wiederholung, rige hasta los rodeos del proceso primario.
El proceso primario -que es lo que intenté definir en las últimas lecciónes bajo la forma del inconsciente-, una vez más tenemos que captarlo en esa experiencia de ruptura, entre percepción y consciencia, en ese lugar intemporal, como dije, que nos obliga a postular lo que Freud llama, en homenaje a Fechner, die Idee einer anderer Lokalität, otra localidad, otro espacio, otro escenario, el entre percepción y consciencia.
El proceso primario lo podemos captar a cada instante.
¿No fui despertado el otro día de un corto sueño con que buscaba descansar, por algo que golpeaba mi puerta ya antes de que me despertara? Porque con esos golpes apurados ya había formado un sueño, Un sueño que me manifestaba otra cosa que esos golpes. Y cuando me despierto, esos golpes esa percepción -si tomo consciencia de ellos, es en la medida en que en torno a ellos reconstituyo toda mi representación. Sé que estoy ahí, a qué hora me dormí, y qué buscaba con ese descanso. Cuando el ruido del golpe llega, no a mi percepción, sino a mi consciencia, es porque mi consciencia se reconstituye en torno a esta representación -sé que estoy bajo el golpe del despertar, que estoy knocked.
Pero entonces tengo por fuerza que preguntarme qué soy en ese momento -en ese instante, tan inmediatamente anterior y tan separado, en que empecé a soñar bajo ese golpe que, según parece, es lo que me despierta. Lo soy, que yo sepa, antes de que me despierte, avant que je ne me reveille -con ese ne, llamado expletivo, ya designado en alguno de mis escritos, que es el modo mismo de presencia de ese soy de antes del despertar. No es expletivo, es más bien la expresión de mi impleancia cada vez que tiene que manifestarse. La lengua, la lengua francesa, lo define bien en el acto de su empleo. Si digo: Aurez-vous fini avant qu’il ne vienne, «¿Habrá usted terminado antes de que él venga?», el ne indica que a mi me importa que usted haya terminado, quiera Dios que él no venga antes. Mientras que si digo passerez-vous avant qu’il vienne?, » ¿Pasará usted antes de que él venga?», sin el ne, estoy simplemente diciendo que si es así, cuando él venga, usted no estará.
Vean hacia qué los dirijo -hacia la simetría de esa estructura que hace que, aparentemente, después del golpe del despertar, no lo pueda sostener sino en una relación con mi representación, la cual, aparentemente, no hace de más que consciencia. Reflejo, en cierto modo, involutivo -en mi consciencia, sólo recobro mi representación.
¿Es eso todo? Freud no se cansó de decir que tendría que retomar -nunca lo hizo- la función de la consciencia. Quizá veamos mejor de qué se trata, si captamos qué motiva ahí el surgimiento de la realidad representada -a saber, el fenómeno, la distancia, la hiancia misma, que constituye el despertar.
Para acentuarlo, volvamos a ese sueño -también hecho enteramente en torno al ruido- que les he dado tiempo de encontrar en La interpretación de los sueños. Recuerden a ese padre desdichado que ha ido a descansar un poco en el cuarto contiguo al lugar donde reposa su hijo muerto -dejando a un viejo, canoso, nos dice el texto, velar al niño- y que es alcanzado, despertado por algo. ¿Qué es? No sólo la realidad, el golpe, el knocking, de un ruido hecho para que vuelva a lo real sino algo que traduce, en su sueño precisamente, la casi identidad de lo que está pasando, la realidad misma de una vela que se ha caído y que está prendiendo fuego al lecho en que reposa su hijo.
Esto es algo que parece poco indicado para confirmar la tesis de Freud en la Traumdeutung.- que el sueño es la realización de un deseo.
Vemos surgir aquí, casi por primera vez en la Traumdeutung, una función del sueño que parece ser secundaria: -en este caso, el sueño sólo satisface la necesidad de seguir durmiendo: ¿Qué quiere entonces decir Freud, al colocar en ese lugar, precisamente, ese sueño, y al acentuar que es en sí mismo la plena confirmación de su tesis en cuanto al sueño?
Si la función del sueño es permitir que se siga durmiendo, si el sueño, después de todo, puede acercarse tanto a la realidad que lo provoca, ¿no podemos acaso decir que se podría responder a esta realidad sin dejar de dormir? -al fin y al cabo, existen actividades sonámbulas. La pregunta que cabe hacer, y que por lo demás toda las indicaciones anteriores de Freud nos permiten formular aquí, es: -¿Qué despierta? -¿No es, acaso, en el sueño otra realidad? Esa realidad que Freud nos describe así: Das Kind das an seinem Bette steht, que el niño está al lado de su cama, ihm am Arme fasst, lo toma por un brazo, y le murmura con tono de reproche, und ihmvorwurfsvoll zuraunt.- Vater, siehst du denn nicht, Padre, ¿acaso no ves, das Ich verbrenne, que ardo?
Este mensaje tiene, de veras, más realidad que el ruido con el cual el padre identifica asimismo la extraña realidad de lo que está pasando en la habitación de al lado, ¿acaso no pasa por estas palabras la realidad falida que causó la muerte del niño? ¿No nos dice el propio Freud que, en esta frase, hay que reconocer lo que perpetúa esas palabras, separadas para siempre, del hijo muerto, que a lo mejor le fueron dichas, supone Freud, debido a la fiebre? Pero, ¿quién sabe? ¿acaso perpetúan el remordimiento, en el padre, de haber dejado junto al lecho de su hijo, para velarlo, a un viejo canoso que tal vez no pueda estar a la altura de su tarea?, die Besorgnis das der greise Wächter seiner Aufgabe nicht gewachsen sein dürfte, tal vez no esté a la altura de su tarea. En efecto, se quedó dormido.
Esta frase dicha a propósito de la fiebre, ¿no evoca para ustedes eso que, en uno de mis últimos discursos, llamé la causa de la fiebre? La acción, por apremiante que sea según todas las apariencias, de remediar lo que está pasando en la habitación de al lado, ¿acaso no se siente también que, de todos modos, ya es demasiado tarde en lo que respecta a lo que está en juego, a la realidad psíquica que se manifiesta en la frase pronunciada? ¿El sueño que prosigue no es esencialmente, valga la expresión, el homenaje a la realidad falida? -la realidad que ya sólo puede hacerse repitiéndose indefinidamente, en un despertar indefinidamente nunca alcanzado. ¿Qué encuentro puede haber ahora con ese ser muerto para siempre aún cuando lo devoran las llamas- a no ser precisamente este encuentro que sucede precisamente en el momento en que las llamas por accidente, como por azar, vienen a unirse a él? -¿Dónde está, en este sueño, la realidad? -si no es en que se repite algo, en suma más fatal, con ayuda de la realidad- de una realidad en la que, quien estaba encargado de velar el cuerpo, sigue durmiendo, aún cuando el padre llega después de haberse despertado.
Así el encuentro, siempre falido, se dio entre el sueño y el despertar, entre quien sigue durmiendo y cuyo sueño no sabremos, y quien sólo soñó para no despertar.
Si Freud, maravillado, ve en esto la confirmación de la teoría del deseo, es señal de que el sueño no es sólo una fantasía que colma un anhelo.
Y no es que en el sueño se afirme que el hijo aún vive. Sino que el niño muerto que toma a su padre por el brazo, visión atroz, designa un más allá que se hace oír en el sueño. En él, el deseo se presentifica en la pérdida del objeto, ilustrada en su punto más cruel. Solamente en el sueño puede darse este encuentro verdaderamente único. Sólo un rito, un acto siempre repetido, puede conmemorar este encuentro memorable pues nadie puede decir qué es la muerte de un niño -salvo el padre en tanto padre- es decir, ningún ser consciente.
Porque la verdadera fórmula del ateísmo no es Dios ha muerto -pese a fundar el origen de la función del padre en su asesinato, Freud protege al padre-, la verdadera fórmula del ateísmo es: Dios es inconsciente.
El despertar nos muestra el despuntar de la consciencia del sujeto en la representación de lo sucedido: enojoso accidente de la realidad, ante el cual sólo queda buscar remediarlo -Pero qué era ese accidente cuando todos duermen, tanto quien quiso descansar un poco, como quien no pudo mantenerse en vela, y también aquel, de quién sin duda no faltó algún bien intencionado que dijera: parece estar dormido, cuando sólo sabemos una cosa, y es que en ese mundo sumido en el sueño, sólo su voz se hizo oír: Padre, ¿acaso no ves que ardo?. La frase misma es una tea -por sí sola prende a lo que toca, y no vemos lo que quema, porque la llama nos encandila ante el hecho de que el fuego alcanza lo Unterlegt, lo Untertragen, lo real.
Esto es lo que nos lleva a reconocer en esa frase del sueño arrancada al Padre en su sufrimiento, el reverso de lo que será, cuando esté despierto, su conciencia y a preguntarnos cual es, en el sueño, el correlato de la representación. La pregunta resulta aún más llamativa porque, en este caso, vemos el sueño verdaderamente como reverso de la representación -esa es la imaginería del sueño, y es una ocasión para nosotros de subrayar en él aquello que Freud, cuando habla del inconsciente, designa como lo que lo determina esencialmente -el Vorstellungsrepräsentanz. Lo cual no quiere decir, como lo han traducido de manera borrosa, el representante representativo, sino lo que hace las veces, el lugarteniente, de la representación. Veremos su función más adelante.
Espero haber logrado hacerles percibir aquello que, en el encuentro como encuentro siempre falido, es aquí nodal, y sustenta realmente, en el texto de Freud, lo que a él le parece en ese sueño absolutamente ejemplar.
Ahora tenemos que detectar el lugar de lo real, que va del trauma al fantasma -en tanto que el fantasma -[la fantasía] nunca es sino la pantalla que disimula algo absolutamente primero, determinante en la función de la repetición-; esto es lo que ahora nos toca precisar. Por lo demás, esto es algo que explica para nosotros la ambigüedad de la función del despertar y, a la vez, de la función de lo real en ese despertar. Lo real puede representarse por el accidente, el ruidito, ese poco-de-realidad que da fe de que no soñamos. Pero, por otro lado, esa realidad no es poca cosa, pues nos despierta la otra realidad escondida tras la falta de lo que hace las veces de representación -el Trieb, nos dice Freud.¡Cuidado!, aún no hemos dicho qué cosa es el Trieb y si, por falta de representación, no esto ahí, de qué Trieb se trata -tal vez tengamos que considerar que sólo es Trieb por venir.
El despertar, ¿cómo no ver que tiene un doble sentido?, -que el despertar que nos vuelve a situar en una realidad constituida y representada cumple un servicio doble. Lo real hay que buscarlo más allá del sueño -en lo que el sueño ha recubierto, envuelto, escondido, tras la falta de representación, de la cual sólo hay en él lo que hace sus veces, un lugarteniente. Ese real, más que cualquier otro, gobierna nuestras actividades, y nos lo designa el psicoanálisis.
Freud encuentra así la solución del problema que, para el más agudo de los interrogadores del alma antes de él -Kierkegaard- ya se había centrado en la repetición.
Los invito a que vuelvan a leer el texto que lleva ese título, deslumbrante de ligereza y de juego irónico, verdaderamente mozartiano en su modo donjuanesco de anular los espejismos del amor. Con agudeza, sin réplica posible, acentúa el rasgo siguiente: en su amor, el joven, cuyo retrato a la vez conmovido e irrisorio nos pinta Kierkegaard, sólo se dirige a sí mismo por intermedio de la memoria. De veras, ¿no es esto más profundo que la fórmula de La Rochefoucauld según la cual muy pocos conocerían el amor si no se les hubiera explicado sus modos y sus caminos? Sí, pero ¿quién empezó? Y no empieza todo esencialmente por el engaño del primero a quien se dirigía el encanto del amor ¿quien hizo pasar este encanto por exaltación del otro, haciéndose prisionero de esta exaltación, de su desaliento- quien, con el otro, creé la demanda más falsa, la de la satisfacción narcisista, así sea la del ideal del yo o la del yo que se toma por el ideal?
Para Kierkegaard, como para Freud, no se trata de repetición alguna que se asiente en lo natural, de ningún retorno de la necesidad. El retorno de la necesidad apunta al consumo puesto al servicio del apetito. La repetición exige lo nuevo; se vuelve hacia lo idéntico que hace de lo nuevo su dimensión; lo mismo dice Freud en el texto del capítulo cuya referencia les dí la vez pasada.
Todo lo que, en la repetición, se varía, se modula, no es más que alienación de su sentido. El adulto, incluso el niño más adelantado, exigen en sus actividades, en el juego, lo nuevo. Pero ese deslizamiento esconde el verdadero secreto de lo lúdico, a saber, la diversidad más radical que constituye la repetición en sí misma. Véanla en el niño, en su primer movimiento, en el momento en que se forma como ser humano, manifestándose como exigencia de que el cuento siempre sea el mismo, que su realización contada sea ritualizada, es decir, sea textualmente la misma. Esta exigencia de una consistencia definida de los detalles de su relato, significa que la realización del significante nunca podrá ser lo suficientemente cuidadosa en su memorización como para llegar a designar la primacía de la significancia como tal. Por tanto, desarrollarla variando sus significaciónes, es apartarse de ella, en apariencia. Esta variación hace olvidar la meta de la significancia transformando su acto en juego, y proporcionándole descargas placenteras desde el punto de vista del principio del placer.
Freud, cuando capta la repetición en el juego de su nieto, en el fort-da reiterado, puede muy bien destacar que el niño tapona el efecto de la desaparición de su madre haciéndose su agente, pero el fenómeno es secundario. Wallon subraya que lo primero que hace el niño no es vigilar la puerta por la que su madre se ha marchado, con lo cual indicaría que espera verla de nuevo allí : primero fija su atención en el punto desde donde lo ha abandonado, en el punto, junto a él, que la madre ha dejado. La hiancia introducida por la ausencia dibujada, y siempre abierta, queda como causa de un trazado centrífugo donde lo que cae no es el otro en tanto que figura donde se proyecta el sujeto, sino ese carrete unido a él por el hilo que agarra, donde se expresa qué se desprende de él en esta prueba, la automutilación a partir de la cual el orden de la significancia va a cobrar su perspectiva. Pues el juego del carrete es la respuesta del sujeto a lo que la ausencia de la madre va a crear en el sendero de su dominio, en el borde de su cuna, a saber, un foso, a cuyo alrededor sólo tiene que ponerse a jugar al juego del salto.
El carrete no es la madre reducida a una pequeña bola por algún juego digno de jíbaros -es como un trocito del sujeto que se desprende pero sin dejar de ser bien suyo, pues sigue reteniéndolo. Esto da lugar para decir, a imitación de Aristóteles, que el hombre piensa con su objeto. Con su objeto salta el niño los linderos de su domino transformado en pozo y empieza su cantilena. Si el significante es en verdad la primera marca del sujeto, como no reconocer en este caso -por el sólo hecho de que el juego va acompañado por una de las primeras oposiciones en ser pronunciadas- que en el objeto al que esta oposición se aplica en acto, en el carrete, en él hemos de designar al sujeto, a este objeto daremos posteriormente su nombre de álgebra lacaniana: el a minúscula.
El conjunto de la actividad simboliza la repetición, pero de ningún modo la de una necesidad que clama porque la madre vuelva, lo cual se manifestaría simplemente mediante el grito. Es la repetición de la partida de la madre como causa de una Spaltung en el sujeto -superada por el juego alternativo fort-da, que es un aquí o allá, y que sólo busca, en su alternancia, ser fort de un da, y da de un fort. Busca aquello que, esencialmente, no está, en tanto que representado -porque el propio juego es el Repräsantanz de la Vorstellung. ¿Qué pasará con la Vorstellung cuando, de nuevo, llegue a faltar ese Repräsantanz de la madre -en su dibujo marcado por las pinceladas y las aguadas del deseo?
Yo también he visto, con mis propios ojos, abiertos por la adivinación materna, al niño, traumatizado de que me fuera, a pesar del llamado que precozmente había esbozado con la voz, y que luego no volvió a repetir durante meses enteros; yo lo vi, aún mucho tiempo después, cuando lo tomaba en brazos, apoyar su cabeza en mi hombro para hundirse en el sueño, que era lo único que podía volverle a dar acceso al significante viviente que yo era desde la fecha del trauma.
Verán como este esbozo que hoy he hecho de la función de la tyche será esencial para volver a establecer de manera correcta cuál es el deber del analista en la interpretación de la transferencia.
Hoy basta recalcar que no en vano el análisis postula una modificación más radical de esa relación del hombre con el mundo que durante mucho tiempo se confundió con el conocimiento.
Si el conocimiento, en los escritos teóricos, esto referido tan a menudo a algo análogo a la relación entre la ontogénesis y la filogénesis, ello se debe a una confusión, y la próxima vez vamos a mostrar que toda la originalidad del análisis radica en no centrar la ontogénesis psicológica en los pretendidos estadios, los cuales, literalmente, no tienen ningún fundamento discernible en el desarrollo observable en términos biológicos. El accidente, el tropiezo de la tyche anima el desarrollo entero, y ello porque la tyche nos lleva al mismo punto en el cual la filosofía presocrática buscaba motivar el mundo.
Esta necesitaba que hubiera un clinamen en alguna parte. Cuando Demócrito intenta designarlo -afirmándose así como adversario de una pura función de negatividad para introducir en ella el pensamiento -nos dice: lo esencial no es el (escritura en griego), y agrega -mostrando así que ya en la etapa arcaica de la filosofía, como la llamaba una de nuestras discípulas, se utilizaba la manipulación de las palabras, igual que en la época de Heidegger- no es un (escritura en griego), es un (escritura en griego) palabra que, en griego, es una palabra fabricada. No dijo (escritura en griego) y no mencionemos (escritura en griego). ¿Qué dijo? Dijo -respondiendo a la pregunta que nos formulamos hoy, la del idealismo- ¿Nada, quizás? no -quizás nada, pero no nada.
F. Dolto: No veo como, para describir la formación de la inteligencia antes de los tres o cuatro años, se puede prescindir de los estadios. Pienso que para los fantasmas de defensa y de velo de la castración junto con las amenazas de mutilación, es preciso referirse a los estadios.
Lacan: La descripción de los estadios, formadores de la libido, no debe ser referida a una pseudo-maduración natural, siempre opaca. Lo estadios se organizan en torno de la angustia de castración. El hecho de la copulación en la introducción de la sexualidad es traumatizante -¡tamaño tropiezo! y tiene una función organizadora para e desarrollo.
La angustia de castración es como un hilo que perfora todas las etapas del desarrollo. Orienta las relaciones que son anteriores a su aparición propiamente dicha: destete, disciplina anal, etc. Cristaliza cada uno de estos momentos en una dialéctica que tiene como centro un mal encuentro. Los estadios son consistentes precisamente en función de su posible registro en términos de malos encuentros.
El mal encuentro central está a nivel de lo sexual. Lo cual no quiere decir que los estadios tomen un tinte sexual que se difunde a partir de la angustia de castración, al contrario, se habla de trauma y de escena primaria porque esta empatía no se produce.