Hemos permanecido la última vez en el umbral de la demanda analítica, de esa demanda donde se inscribe el segundo piso de lo que, en la matriz que he recordado la última vez en el pizarrón, de lo que en esta matriz se inscribe como frustración, de lo que, en la teoría analítica moderna se afirma, efectivamente, como central en una dialéctica tomada bajo ese término, expresamente: la frustración.
La repetición en la cual se sostiene esta dialéctica, originada doctrinalmente en una referencia a la necesidad del sujeto, necesidad cuya ineluctibilidad habría que rectificar en la maniobra de la transferencia, es lo que nos impulsa, que nos ha impulsado en el tiempo en que desarrollamos nuestra enseñanza, a demostrar sus insuficiencias generadoras de errores; esto es para rectificar esa concepción necesaria, en efecto de la función de la demanda, en una más justa referencia, en lo que es relativo a la función de la transferencia. Es por ello que tratamos de articular de un modo más preciso lo que ocurre por el efecto de la demanda y cómo eso no sería exigido si se diera cuenta que al referirse a esta dialéctica de la frustración, todo lo que ocurre en el interior de la terapéutica se desarme, se deja ir a la deriva, se deja, de alguna manera, suplantar en el nivel de un horizonte teórico todo lo que es el punto de partida, el fundamento, la raíz misma del mensaje freudiano, a saber, aquello por lo cual se origina en el deseo y la sexualidad. Eso que sustituye el «Yo pienso» del sujeto del cogito, por un «yo deseo, que no se concibe, en efecto más que como el más allá desconocido siempre, no sabido por el sujeto de la demanda, en tanto que la sexualidad, que es el fundamento por el cual el sujeto en tanto que piensa, se sitúa, se soporta de la función del deseo, por el cual ese sujeto es aquél quien, en el origen de su estado, es planteado por Freud como aquél al cual, extrañamente, el principio del placer permite, radicalmente, alucinar la realidad. Esa partida del sujeto deseante, en tanto que es sujeto sexual, que es por lo cual, en la doctrina de Freud, la realidad, originalmente, radicalmente, se alucina. Esto es lo que se trata de recordar, de presentificar en la doctrina, lo que ocurre en el análisis mismo.
No podemos referirnos a la opacidad de la cosa sexual, del goce que motiva de ello del modo más oscuro, más mistagógico, la cosa de la cual se trata, que he llamado en alguna parte, la cosa freudiana. No hay allí oferta a la comprensión, por lo que, precisamente da a esa palabra su sentido irrisorio, a saber, que se comienza a comprender bien, a partir del momento en que no se comprende nada más.
Por otra parte, ¿cómo una técnica que es esencialmente una técnica de palabras se infatuaría de introducirse en ese misterio si no contuviera ella misma el resorte? ¿por qué es indispensable tomar como referencia la más opuesta partida en el fundamento radical de la función del sujeto, en tanto que él determina el lenguaje? ¿es ésa la única partida que puede darnos el hilo conductor y permitirnos, a cada instante, ubicarnos en un campo?
Puede parecer extraño a algunos, que nuestras referencias, este año, rocen aquí o allí, un tono de alta o baja matemática. Es cierto que no es para ser como ella. Ella está situada a un nivel de elementos que hace que sea la más cercana. No duden de eso.
Esta desdichada botellita llamada de Klein en la cual les hago apoyarse – parece que los matemáticos se ocupan de ese dominio, en ese nivel todo depende de la referencia que se tiene en la historia – creo que ella no ha brindado aún todos sus misterios.
¡Qué importa!; no es por azar si es allí que debemos buscar nuestra referencia en tanto que la matemática en su desarrollo de siempre, desde su origen euclidiano, es de nacimiento griego. En toda su historia, no puede denegarse que ella lleva, de ello, la traza original. La matemática, a través de su historia, es más restallante y sumergiente, a medida que manifiesta lo que nos interesa en más alto grado: sea cual fuera la partida que tome, tal o cual familia de espíritu, en los matemáticos preservando o tendiendo a excluir, anatomizar hasta ese núcleo intuitivo que es irreductible, que da a nuestro pensamiento ese indispensable soporte, dimensión del espacio, fantasmagoría insuficiente del tiempo lineal, los elementos más o menos bien articulados en la estética trascendental de Kant. Falta que sobre ese aporte, donde ustedes ven que no he incluido el número, que ese número, intuitivo o no, nos abre un núcleo de tal modo más resistente de opacidad, donde el esfuerzo, del cual se trata de saber si supera lo que en algunos nos aparece, deja sin embargo suspendido algo de lo cual los matemáticos testimonian que resta irreductible, a algo que nos hace llamar al predicado del número, natural.
Para testimoniar del modo más restallante lo que se ha fabricado, deben saber la fabulosa abundancia, para aprehender lo que es aprehensible al nivel de Euclides: es por la vía de la exigencia lógica, que hace que la operación que sea, dé, en la construcción matemática «Todo debe ser dicho» y de un modo que resista a la contradicción.
Ese «Todo debe ser dicho», es decir, cualquiera sea la brizna, el soporte de intuición que resta en ese algo que no es el triángulo dibujado en el pizarrón, ni dibujado sobre un papel, que sin embargo permanece, soporte visualizable, imaginación de la relación de dos dimensiones conjuntas que nos bastan para subjetivizarlo que, por otra parte, la menor operación, la de una traslación, de una superposición, es necesario que la justifiquemos en palabras – lo que es legítimo – que esta aplicación del lado sobre el lado, de tal o cual de las igualdades, sobre las cuales mostraremos la verdad de ese triángulo elemental.
Ese «Todo debe ser dicho», debe ser manipulado para construir otras cosas más complicadas que el triángulo. Sabemos que ese «Todo debe ser dicho», que es a partir de allí que se construye todo lo que en nuestros días permite a esa matemática concebirla en esa extraordinaria libertad, que no se define más que por lo llamado, el cuerpo, es decir el conjunto de los signos que constituirían ese entorno, cuyo límite cercaremos para una teoría, imponiéndonos no servirnos más que de esos elementos individualizados por letras, más algunos signos que las unen.
Introduzcan una cualquiera de las igualdades tomadas de ese cuerpo o algo nuevo, puramente convencional. A partir de allí serán capaces de concebir el número no sólo en cuatro dimensiones, sino en seis, en siete – el último premio Nobel ha sido atribuido a un señor que muestra que, a partir de la séptima dimensión, la esfera, que era hasta allí homóloga a la tercera dimensión, tiene múltiples propiedades -. Allí tenemos más que el juego de los puros símbolos.
Ese «todo es dicho» es extenuante. Ese «todo a decir» nos arrastra a escribir volúmenes. Esa fecundidad del «Todo a decir» de la cual hablaba yo a un matemático. Fue de él de quien partió el grito:»¿No hay allí una cierta relación con lo ustedes hacen con el psicoanálisis?». Esto es lo que voy a responder.
Estimo, por otra parte, que ese «Todo a decir», una vez hecho, no interesa más al matemático. Es en fin, lo que limitó al mejor de los fenomenólogos – Huserl. Una vez que eso está hecho, ese verdadero «Todo dicho» , es una vez para todas. No hay más que confirmarlo, poner el resultado y a partir con ese resultado.
Ese lado evanescente del «Todo dicho», agotado sobre un punto del cual resta la construcción, ¿cuál puede ser su homólogo?, o más exactamente, ¿es en ese «Todo dicho», es allí, donde debemos buscar nuestra eficacia operatoria?
Aquí aparece la diferencia, pues, de otro modo, ¿cómo comenzar para cada uno la exploración de esa relación de «decir» que es el psicoanálisis? Es por lo cual la interrogación radical sobre lo que es del lenguaje – reducido a su instancia más opaca – la introducción del significante nos ha llevado en este intervalo entre el cero y el uno, donde vemos algo que va más lejos que un modelo. Es en el lugar donde hacemos más que presentirlo, donde nosotros lo articulamos, que se instaura, vacilante, la instancia del sujeto como tal, primeramente designado suficientemente por las ambigüedades en que ese cero y ese uno permanecen en el lugar mismo de la más extrema formulación logística. Dudo hacer referencia, demasiado rápido, al hecho que el cero o el uno en último término, estén efectivamente articulados, porque es el uno o el otro quienes representarán el elemento neutro, o que es en el intervalo del cero y del uno que se diferencian dos intervalos ; entre el cero y el uno podemos demostrar la existencia de un no numerable, lo que no es el caso fuera de esos lugares.
Importa aquí que, una vez recordado, situado, deje los fundamentos, con algunos a verificarse más radicalmente. Tenemos ese estatuto que destaca algún grado de logificación, de purificación de la articulación simbólica, a la cual arribamos en matemáticas . No hay ningún medio de plantear ello ante ustedes. El desarrollo sobre el pizarrón es, en algún modo, mudo.
Me sería imposible si estuviera en vías de darles un curso de matemáticas, hacerles seguir y entender al mudo, poniendo simplemente en el pizarrón la sucesión de signos. Hay siempre un discurso que debe acompañar ese desarrollo en ciertos puntos de sus giros y ese discurso es el mismo que el que sostengo por el momento, a saber, un discurso común en el lenguaje de todo el mundo. Eso significa que no hay metalenguaje, que el juego riguroso de la construcción de los símbolos se extrae de un lenguaje que es el lenguaje de todos. En su estatuto de lenguaje no hay otro que el lenguaje común, que es tanto el de las gentes incultas como el de los niños.
Se puede comprender lo que de ello resulta concerniente al estatuto del sujeto sobre la base de ese llamamiento y tratar de deducir la función del sujeto de ese nivel de la articulación significante, de ese nivel del lenguaje que llamaremos lexis aislándola propiamente de esa articulación misma y como tal aquí, el sujeto situado en alguna parte entre el cero y el uno se manifiesta tal como es que lo que les permitirá llamarlo, para hacer imagen: la sombra del número.
No dejaremos al sujeto en ese nivel en el que está, que se encarna en el término de privación. No podríamos hacer el paso siguiente, ni aprehender, lo que él deviene en la demanda, en tanto se dirige al otro. Aprehendemos que la sombra más suficiente es lo que ocurre, no cuando el sujeto usa el lenguaje, sino cuando surge de él.
En la introducción de una especie de pequeño apólogo tomado, no al azar, sino de una novela corta de ese extraordinario espíritu de Poe, «La carta robada» que, en razón de ciertas resistencias que ella ofrece a esas suertes de elucubraciones pseudo-analíticas, a propósito de las cuales uno no puede más que pensar que debería ser renovada en el dominio de la investigación algo equivalente a lo que ustedes ven sobre las murallas: «Prohibido depositar basuras», aquí, «La carta robada», a excepción de otras producciónes de Poe, parece prohibirse ella misma, en tanto que en un cierto libro de dos volúmenes sobre Poe, para una persona con título, «La carta robada», no ha parecido propia al vertedero de deyecciónes.
Ese pasaje sutil, esa suerte de enceguecimiento, en un pequeño trozo de papel cubierto de signos, de letras, las cuales no es necesario que sean conocidas, es decir que todos aquéllos que la conocen – todo el mundo – deben arreglarse a no haberla leído.
En este apólogo fuertemente sugestivo para nosotros, he dado una primera tentativa de mostrar la autonomía, la determinación de la cadena significante. Lo que, por el sólo hecho, sustituye la sucesión más simple al azar una alternancia binaria, lo que puede engendrarse a partir de agrupamientos congruentes, pero no arbitrarios, de esos agrupamientos triples que, intitulados alfa, beta, gamma, delta, – en la articulación que he dado, recubren otro modo de cada una de esas letras de dar el sustituto de tres signos de los cuales cada un habría sido un cero o un uno. ¿Por qué tres No daré más que los signos extremos.
La coherencia, la determinación original que resulta de esta pura combinatoria se sostiene en que, en último término, ella recuerda radicalmente la suficiencia mínima que podemos hacer de ello, de la alternancia de dos signos: el cero y el uno.
Lo que de esos tres términos – dejemos el término central vacío – va del uno al uno, nos recuerda la función radical de la repetición y que, todo enunciado de verdad, se funda sobre una fundamental instransparencia. El pasaje del uno al cero como símbolo del sujeto, después del cero al uno, nos recuerda la pulsación de ese desvanecimiento más fundamental, que es sobre el cual reposa el analizado rigurosamente, por el hecho de la represión y por el hecho que implica en él, la posibilidad del resurgimiento del signo, bajo la forma opaca del retorno de lo reprimido. Aquí yo digo: el signo.
En fin, esta pulsación del cero al cero, que sería el cuarto término de esta combinatoria, nos recuerda la forma fundamental, la más radical de la instancia del Ich en el lenguaje, que es aquélla que, en otro punto, he tratado de hacer soportar por ese pequeño «ne» fugitivo, del cual uno puede pasarse en el lenguaje, que es aquel que se encarna en el «Yo temo que él no venga» en esa instancia fugitiva del sujeto que se dice, de no decirse.
Habiendo planteado eso para puntualizarles en qué dirección referirse, quiero, hoy, acentuar algo distinto de lo cual, quizá, no haya tenido el tiempo de imaginar la importancia : qué relación hay entre ese sujeto del corte y esta imagen en el límite de la imagen. Lo verán. No es más que de ello que trato de presentificar con algunas referencias matemáticas, las cuales llamo topológicas y cuya forma más simple es la misma que la de la botella de Klein, la banda de Moebius.
La banda de Moebius consiste en tomar una banda y hacer, antes de pegarla, no un giro completo, sino un medio giro – 180 grados – mediante lo cual tienen una superficie tal que ella no tiene ni derecho ni revés. Sin franquear su borde una mosca llega al revés desde el punto en que ha partido. Esto no tiene ningún sentido para lo que ocurre en la banda, pues para quien está en la banda no hay ni derecho ni revés. Lo tiene cuando la banda está en este espacio común donde ustedes viven, o al menos creen vivir.
No habría, entonces, problemas frente a lo que puede situarse en esta superficie, ni derecho, ni revés; entonces, nada que permita distinguirla de una banda común que es la que me serviría de cinturón, a quien yo no tendría la malicia de dar esa torsión. Por otra parte hay en esta banda propiedades intrínsecas que permiten al ser, que yo suponía estar allí limitado en cuanto a su horizonte, algo que le permite ubicarlo, que está sobre una banda de Moebius y no sobre mi cinturón. Es esto : que la banda de Moebius no es orientable.
Eso quiere decir que el supuesto ser que se desplaza en esta banda de Moebius, parte de un punto habiendo localizado su horizonte: a,b,c,d,… si él hace una palabra en un cierto sentido, es el modo más riguroso de definir la orientación, si prosigue su camino sin reencontrar ningún borde, volviendo al mismo punto, por primera vez encontrará la orientación opuesta. Esa palabra se leerá de modo palindrómico en el sentido inverso. Es lo que hace la originalidad de la banda de Moebius para quien subsiste allí. Esta verdad primera, siendo recordada, yo corto el borde de la banda y les recuerdo lo que había dicho ya en su momento, o sea lo que nos ocurre : dos anillos de los cuales, uno resta siendo el corazón de lo que era primitivo, la banda de Moebius, es decir una banda enrulada sobre ella misma, una banda orientable donde no llegará nunca, al ser que subsista allí, el ver su orientación dada vuelta. Si hago de lo que retiro algo más y más ancho, haré un corte que pasa por el medio de la banda de Moebius, pasando el corte por el medio de esta banda, obtengo lo que habría pasado si hubiera reducido esta extracción de los bordes: no hay más nada en el medio. A saber que, retirando de mi banda de Moebius lo que he podido retirar de allí, lo que es orientable, me doy cuenta que lo que hace su esencia, su no orientabilidad, no yace en ninguna parte, si no es en este corte central que, al cortarla, la hace una superficie orientable. No es, entonces, el acomodo de una parte de la banda lo que hace su carácter no orientable; su propiedad no está en otra parte que en el corte que, para decirlo todo, es su propiedad. Lo que hay de análogo entre esta superficie de Moebius y todo lo que la soporta, es decir las formas – llamémoslas para vuestra satisfacción y rapidez, formas abstractas – lo que hace su esencia, está enteramente en la función del corte. El sujeto, como la banda de Moebius, es lo que desaparece en el corte. Es la función del corte en el lenguaje, esta sombra de privación, la que hace que aquél esté en la alienación que representa el corte; que él esté en esta forma de trazo negativo que se llama el corte.
Espero haberme hecho entender suficientemente, y al mismo tiempo haber justificado esa introducción de la botella de Klein, en la medida en que si ustedes miran de cerca su estructura, ella es lo que les he dicho. A saber, la conjunción localizada en una cierta ordenación, que es necesario que ustedes vean como puramente ideal; el ordenamiento de dos bandas de Moebius, como lo que he inscripto en el pizarrón, la representa y la representaría mejor, si al carácter orientado de modo opuesto de los dos bordes, que son los de la banda de Moebius, los sustituimos por su desdoblamiento. Tal es el esquema de la botella de Klein.
La introducción de esta forma de la botella está destinada a soportar, en estado de pregunta, lo que es de esa conjunción del S al A en el interior de lo cual va a poder situarse la dialéctica de la demanda.
Supongamos que el A es la imagen invertida de lo que nos sirve de soporte para conceptualizar la función del sujeto. Esta es una cuestión que nos planteamos con la ayuda de esa imagen; el A, lugar del Otro, lugar donde se inscribe la sucesión de los significantes es ese soporte que se sitúa por relación a aquel que damos al sujeto como su imagen invertida, pues en la botella de Klein las dos bandas de Moebius se conjugan bajo la forma cuadrada en que la torsión de un medio giro se hace en sentido contrario, si uno es levógiro, el otro es dextrógiro. Inversión más radical que la de la relación especular en la cual, en el progreso de mi discurso, viene a sustituirse progresivamente con el tiempo.
Si una banda de Moebius puede jugar así en relación a otra, en esta función de cerramiento, ¿hay otra forma que lo pueda? Sí.
Sí, como es muy evidente desde hace tiempo, en tanto que he producido ante ustedes, esa forma que es la del ocho interior.
Dicho de otro modo, es una superficie perfectamente orientable, un simple redondel cuyo cuerpo está simplemente retorcido de un modo orientable, superficie que tiene un derecho y un revés. Si le hacen una costura de un borde al otro, para ver que ustedes crean con la ayuda de esta forma en la banda de Moebius, esta forma que he introducido como la función en adelante substituible al círculo de Euler, es un soporte, una ayuda indispensable.
Digamos inmediatamente que es lo que nos permite soportar esa otra función la que yo llamo del objeto a, y aproximándola a sus dos complementarias, la otra banda de Moebius en la botella de Klein y el a, nos permite plantear la cuestión de las relaciones del objeto a al A. La cuestión vale ser planteada.
Si la teoría analítica deja en suspenso, hasta el punto de dejar creer, de dejar la puerta abierta, al hecho que este objeto a que identificamos con el objeto parcial, es algo que reduce a una función biológica a la relación de sujeto viviente al seno, a las heces, o tal forma, o escíbalo, o estando allí presente, a la función del falo.
Si el objeto a depende de la relación con el A, con el Otro, con el estatuto que nosotros debemos dar al Otro, al A, por relación al sujeto, es precisamente una cuestión que merece ser planteada. Si debe serlo, en qué medida depende ella de esa relación al Otro sobre la figura D: la Demanda.
En cuanto a los usos, en los cuales puede sernos dada esa forma- como por otra parte a los lógicos- esta forma del ocho interior, observen como ella puede ser de un gran servicio. Supongamos que tengamos que definir- Freud mismo cuando provee su texto de un pequeño esquema tal, lo ilustra- por un campo limitado del tipo círculo de Euler, el campo donde vale, prevalece, el principio del placer. Nos encontramos conducidos por la doctrina tanto como por los hechos, en un impasse que nos lleva a hablar de un más allá del principio del placer, a saber, cómo una doctrina que ha hecho su fundamento del principio del placer como instituyendo como tal la economía subjetiva, para introducir allí esto, a saber que toda la pulsación del deseo va contra la homeostasis, ese nivel de menor tensión, aquello que el proceso primario cuida respetar. Observen como, al contrario, y hay quizá allí, otra vía que la que se llama puramente dialéctica, para concebirla, no es sólo porque se opone a un círculo definido de un campo. El bien, el mal, justo-injusto, placer, displacer; la ligazón del uno al otro se establece. Si suponemos que todo lo que es creado en el campo del lenguaje encuentra necesidad de pasar por esas formas topológicas que van a poner en evidencia que si definimos el campo de la banda de Moebius como siendo el del reino del principio del placer, ese campo será forzosamente atravesado, en su interior, por el otro campo residual que es creado por esta figura que tendremos obligatoriamente, si nos obligamos a hacerla: la imagen de lo que se llama un gorro cruzado (bonnet croisé) donde podemos crear la división de una banda de Moebius y ese campo interno del objeto del cual hago el uso lógico, campo excluido del sujeto: campo del displacer que atraviesa el interior del campo el interior del campo del placer. Debemos pensar el placer como necesariamente atravesado de displacer y distinguir allí lo que separa el puro y simple displacer, es decir, el deseo.
El dolor- con ese poder de investimiento que Freud distingue con tal sutilidad y para el cual el interior, la superficie, que hemos llamado a, a saber la pulsión– es, en la medida en que esta superficie es capaz de atravesarse ella misma en la prolongación de esta intersección. Es aquí que sentiremos lo que tiene de narcisista la función del dolor- impensable en el texto de Freud cap. VII – cuyos carácteres son tan significativos, que uno no puede creer que no haya algo de la misma vena lógica en lo que es enunciado en ese punto original, en la formulación que para todo lo que es del cielo y de la tierra, que todos- el término universal está bien aislado pensando la afirmación de lo universal- sepan lo que es de ello, del bien, es de allí que nace la fealdad.
Definir lo bueno no es una cuestión de frontera, es un nudo interno. No se trata de saber lo que se distingue de lo que será verdad o no, que las cosas sean buenas o malas: ellas son. Es decir que es del bien, que se hace nacer el mal, no que eso sea ello ; que el orden del lenguaje viene a recubrir la diversidad de lo real. Es la introducción del lenguaje que hace surgir la travesía del mal en el campo del bien, la travesía de lo feo en el campo de lo bello; esto es para nosotros esencial y capital en nuestro progreso, pues se trata de pasar de esta primera articulación de los efectos de la lexis aislados de algún modo, de forma artificial en el campo del Otro, y de saber qué es ese Otro.
Ese Otro nos interesa en tanto que nosotros, analistas, tenemos que ocupar su lugar ¿Desde dónde interrogaremos a este lugar? Partiremos, para avanzar, de la fórmula alrededor de la cual hemos tratado de centrar la suspensión, el abordaje de la actividad analítica, a saber: el sujeto supuesto saber, pues seguramente, el analista no podría ser concebido como un lugar vacío, el lugar de inscripción- el lugar es un poco diferente- el lugar de resonancia de la palabra del sujeto. El sujeto viene con una demanda. Esta demanda, es sumario hablar de una demanda pura y simple originada en la necesidad; la necesidad puede venir a presentificarse, a encarnarse por el proceso de la regresión, a presentificarse, a autentificarse en la relación analítica. Está claro que el sujeto en el punto de partida se enfila en la demanda, pero de esta demanda, tenemos que precisar su estatuto.
Precisarlo ordenando rechazar de entrada el esquema insuficiente y sumario, que es el promovido en la teoría de la comunicación, que reduce el lenguaje a una función de información en el lazo de un emisor a un receptor. Ella puede rendir servicios limitados; al no ser desprendida del lenguaje indicará elementos confusionales. Es inadmisible no referirse a ninguna ordenación, o coordinación en función de un horizonte reducido a la función del código y del mensaje lo que es de ello en la comunicación.
El lenguaje no es un código porque en su enunciado vehículiza al sujeto presente en su enunciación.
Todo lenguaje- el que nos interesa, el de nuestro paciente- se inscribe en un espesor que supera el lineal y codificado de la información.
La dimensión del comandar, del quemandar (quémander)- quai man: mendicante, la demanda es una fórmula fuerte en inglés, exigencia (exigence)- uno no puede más que sonreír que alguien que haya hecho el estudio del tacto en análisis haya abordado la interpretación de tal desvío del discurso de su analizado, empleando demanda más bien que to meat, quemandar (quémander), to beg.
Es entre ese comandar y ese quemandar (quémander), que no tienen el mismo origen; quai man designa el nombre de un mendicante en el siglo XV, la dimensión de saber si falta, de no poder referirnos a ninguna teoría extrachata de la información en el lenguaje, ¿es en el sentido de la expresión? ¿Toda expresión es sincera? Lo que yo expreso es el estado de mi alma, como dice Aristóteles. Esas gentes tenían el alma noble. Lo que escribe Aristóteles no debe nunca rechazarse tan rápidamente. Leerlo de un cierto modo es la fuente de muchos errores.
Que el lenguaje exprese algo que será el fondo del sujeto es un pensamiento radicalmente falso en el cual un analista no podría de ningún modo abandonarse.
¿Qué se figuran ustedes cuando yo hablo de mi estado de alma?
Hablo para tratar de situar las consecuencias, de tener que situarse en habitar el lenguaje articulado. Esto debe ser proseguido hasta la forma más elemental, la más reducida de lo que es un enunciado, reducido él mismo en la interrogación- como se expresan los autores- en lo concerniente a las partes de discurso, esa comprensión de frase, ese islote-frase empleando un término de los más descriptibles: la interjección. Es algo que aislado en el interior de la frase, hace surgir la imagen de la función del corte.
Es que una interjección podemos pensarla, como se la ve demasiado frecuentemente referida, como algo que sería la exclamación pura y simple de algo cuya traza, la sombra, está en la puntuación que se llama el punto de exclamación .
Es que al mirar algo así, lo que ocurre más allá de las apariencias simulatorias, ¿no pueden ver que no hay nunca una sola exclamación tan reducida, que no sea un grito?
Si digo ¡Ah!, yo te llamo al despertar de un K.O.; si digo ¡Oh!, es un punto que voy a depositar en el campo del Otro, te otrifico (outrifie), o te avestruzo (Je t’ autruche); ¡Eh!, yo te espío.
He tomado allí los términos más groseros, los más sumarios. Hay otros, conforme el libro de Frendall, verán que hay interjecciónes calificadas de situativas. De ellas, ¿no hay presente alguna que no se sitúe entre el S y el A, lugar del otro?.
¿Llegaré hasta el grito?, o ¿reservo su función para la próxima vez?
Adoptaré la segunda posición porque por otra parte, es allí que se hará el corte. Comenzaré la próxima vez hablándoles del grito porque no puede separar lo que tengo que decirles de lo que algunas personas, llamadas bien intencionadas, pasan por hacerse valer en lugares donde se habla muy extrañamente de las relaciones analíticas, lo que una persona bien intencionada ha declarado haber buscado en mis escritos, a saber: que no estaría en ninguna parte el lugar del silencio.
Si esta persona hubiera querido ubicar mejor la articulación entre el $ y la D por la disyunción – exclusión, se habría percibido que es en correlación a la demanda que aparece el $, lo cual no deja de tener relación con esta función del silencio.
A decir verdad, se prefiere hablar de ello en términos emocionales, de efusión, en ciertos lugares. Es en esta hora de silencio – que un cierto analista – no hay razón para que yo no esboce el perfil al cual deberé volver, sobre el modo de asumir una función analítica – es la hora donde la función de la transferencia se encuentra en el procedimiento llamado de aireación: ¡ que se abran las ventanas!
Es verdad que después de un cierto modo de interpretar la neurosis de transferencia…
Hablaré la próxima vez del silencio cuando haya hablado del grito.
Para terminar una sesión tan rápida, para que ustedes puedan llevarse algo divertido, les voy a relatar una historia que podrán reencontrar abriendo el «Diario» de Dostoiewsky- 1873 -, el modo de presentificar, de imaginar lo que acabo de decir sobre la interjección, dicho de otro modo sobre la frase ultrarápida, hasta monosilábica. Verán que una interjección, tan surgiente como la supongan, es otra cosa que lo que podemos pensar de ella, que ella está no sólo en el límite del sujeto y del otro, sino en las presentaciones del modo del sujeto en el Otro.
Dostoiewsky relata que una noche vagando por las calles de Moscú, se encontró navegando con un grupo de personas bastante vodkanizadas. Esas personas estaban en un debate muy animado, Se trataba nada menos que de lo cósmico. Repentinamente, uno de ellos concluyó ese debate lanzando- nos dice, se trata de una palabra rusa; no haré juegos de palabras con una lengua que no conozco – una palabra impronunciable, él la pronuncia del modo siguiente, con un desprecio universal: «Todo eso es …», muy convencido. A lo cual, otro, más joven, repite la misma palabra con un tono interrogativo. Un tercero surge que lanza la misma palabra al modo de un rugido, de un ladrido hacia el cielo, especie de entusiasmo. El segundo que ha hablado se acerca al primero y le dice: «Hablamos de cosas serias, usted ¿qué viene a introducir aquí? ¡Cállese la boca!»
El cuarto interviene, reproduce la misma palabra al modo de una revelación, la palabra es la verdad, la verdad viene a iluminarlo.Otro, más fastidioso, atemperado, repite varias veces en voz baja esa palabra para decir que de todos modos conviene no perder la cabeza
Lo que da esto: ¿mierda?- con un tono interrogativo; ¡mierda ! con un tono bramante- mierda … mierda….