Problemas para el psicoanálisis. Es así que he entendido situar mi propósito de este año ¿Por qué, después de todo, no he dicho problemas para los psicoanalistas?
Es que la experiencia se prueba que para los psicoanalistas, como se dice, no hay problemas, fuera de éste: ¿las personas vienen o no al psicoanalista? Si las gentes vienen a su práctica, saben que va a ocurrir algo.
Esa es la posición cerrada sobre la cual está anclado el psicoanalista. Saben que va a ocurrir algo que se podría calificar de milagroso, si ese término se entiende refiriéndolo al «mirari» que, en el extremo, puede querer decir sorprenderse. En verdad, a Dios gracias, resta siempre en la experiencia del psicoanalista este margen: lo que ocurre es para él sorprendente.
Un psicoanalista de la época heroica, Theodor Reik – es un buen signo que acabe de reencontrar su nombre, lo había olvidado esta mañana y verán que esto tiene la más estrecha relación con mi propósito de hoy – ha intitulado uno de sus libros : «Der Ubervichter paycholongue», «El psicólogo sorprendido».
Es que, en verdad, en el período heroico de la técnica psicoanalítica, al cual él pertenece, se tenían aún más razones que ahora para sorprenderse, pues si he hablado de margen, es que el psicoanalista, paso a paso, en el curso de las décadas, ha reprimido esta sorpresa hasta sus fronteras.
Es quizá que también ahora, esta sorpresa le sirve de frontera, es decir, para separarse de ese mundo donde las personas vienen o no al psicoanalista. En el interior de esas fronteras él sabe lo que ocurre, o cree saberlo. Cree saberlo porque ha trazado sus caminos. Pero si hay algo que debería recordarle su experiencia es, precisamente, esa parte de ilusión que amenaza a todo saber demasiado seguro de él mismo.
En tiempos de Theodor Reik, ese autor pudo dar la sorpresa (uberreichung) como la señal, la iluminación, el brillo que, en el analista designa que él aprehende el inconsciente, que algo viene a revelarse que es de ese orden de la experiencia subjetiva, de aquello que ocurre repentinamente y por otra parte, sin saber como ha hecho del otro lado del decorado. Eso es el uberreichung. Es sobre este sendero, sobre esta traza, que él sabe todo, o al menos que está en su propio camino.
Sin duda, en la hora de la cual partía la experiencia de Theodor Reik, sus caminos estaban sellados de tinieblas y la sorpresa representaba su repentina iluminación. Por fulgurantes que fueran los relámpagos, no eran suficientes para constituir un mundo y veremos que allí donde Freud había visto abrirse las puertas de ese mundo, no conocía propiamente ni los lados, ni los goznes.
Eso debería bastar para que el analista, en la medida en que después pudo ubicar el desarrollo regular de un proceso, supiera forzosamente, dónde estaba o dónde iba. Una naturaleza puede ser ubicada sin ser pensada, y tenemos suficientes testimonios de que, en esos procesos, se ubicaron muchas cosas, se puede decir quizá, todas pero en todo caso los fines permanecen para él problemáticos.
La cuestión de la terminación del análisis, y del sentido de esta terminación, no está, en la hora actual, absolutamente resuelta. Lo evoco como testimonio de lo que anticipo, concerniente a lo que llamo esa localización, que no es forzosamente una localización pensada.
Seguramente hay algo que resta de esa experiencia, es que ella está asociada a lo que llamaremos efectos de desanudamiento. Desanudamiento de cosas cargadas de sentido y que no sabrían ser desanudadas por otras vías. Allí está el suelo firme sobre el cual se establece el campo analítico; si yo empleo ese término es justamente para designar lo que resulta de ese cierre del cual he partido hoy en mi discurso, franqueando los límites del campo.
El psicoanalista está en derecho de afirmar algo: los síntomas – en sentido analítico del término que no es el del signo, sino de un cierto nudo cuya forma, su apretamiento, el hilo, no fueron nunca denominados con propiedad más que como cierto nudo de signos – lo que es propiamente el fundamento de lo que se llama el síntoma analítico, a saber, algo de instalado en lo subjetivo, no podría ser resuelto por ninguna forma de diálogo razonable y lógico. Aquí, el psicoanalista afirma a aquél que sufre de ello al paciente – : «Usted no será liberado de ese nudo más que en el interior del campo». Pero esto es decir que existe al para él – el analista – más que una verdad empírica en tanto que él no la maneja más que en razón de la experiencia; que hay caminos que se trazan en condiciones de artificio en la experiencia analítica. Es decir que todo sea dicho a nivel de eso, de lo cual, él puede testimoniar de su práctica en términos que son los de las demandas de transferencia, de identificación.
Es suficiente constatar el titubeo, la impropiedad, la insuficiencia de las referencias dadas en esos términos de la experiencia, y para no tomar más que la primera, la capital, el cambia vía: la transferencia, para constatar sobre el texto mismo del discurso analítico que, hablando con propiedad, en un cierto nivel de ese discurso se puede decir que aquel que opera no sabe lo que hace.
Pues el residuo, de algún modo irreductible, que resta en ese discurso, concerniente a la transferencia, en la medida en que no logrado aún, no más que el lenguaje común, que el lenguaje corriente, que lo que es su pasado en la representación efectiva, en tanto que efectiva no tiene otro sentido que el de irracional. Es sabido que concerniente a uno de esos términos – la transferencia – no tengo necesidad de volver sobre los otros – las tinieblas se espesan con otros, como la identificación.
Nada se ha teorizado de una experiencia, por seguras que sean las reglas y preceptos, hasta aquí acumulados. No es suficiente saber hacer algo. Dar vuelta un vaso, esculpir un objeto, para saber sobre qué se trabaja, de donde la mitología ontológica, sobre que, a justo título se viene a sobresaltar el psicoanalista cuando se le dicen esos términos a los cuales ustedes se refieren; que, al fin de cuentas, van a puntuar hacia ese lugar de concurrencia confuso de la tendencia, en tanto es en eso, en la filosofía común del psicoanálisis que se reducirá al fin, y de modo erróneo, la pulsión. He ahí, pues, aquello sobre lo cual ustedes trabajan. Ustedes entifican, ontifican, una propiedad inmanente a algo substancial – vuestro hombre antropológico, del analista -. Conocemos desde hace tiempo esta vieja ousia, esta alma siempre allí, bien viviente, intacta, no lastimada. El analista, para no nombrarla, salvo con alguna vergüenza exactamente por su nombre, es a lo que él se refiere con su pensamiento. A justo título, está perfectamente expuesto a los ataques. Saben de donde vienen: de todos lados donde el pensamiento está en medida, en derecho, de reivindicar que es inadecuado hablar del hombre como un dato. Que el hombre, en determinaciones numerosas que le aparecen tanto internas como externas… Dicho de otro modo, que se presentan a él como cosas, fatalidades, que es de una cierta relación inicial, relación de producción, de la cual es él resorte, que esas cosas se determinan sin duda en su ignorancia, empero, de su linaje.
Es cuestión de saber, si reuniendo por lo que yo enseño, a aquéllos que así ponen en duda, a justo título, el estatuto natural del ser humano, es cuestión de saber, si haciendo las cosas así favorezco – como me lo reprochaba recientemente alguien muy próximo a mí – la resistencia de aquéllos que aún no han franqueado la frontera, que no han venido al análisis. O si la verdad de lo que aporta el análisis puede ser, si o no, un acceso para entrar allí. Si un cierto modo de rechazo de un discurso que engloba la experiencia analítica y en mayor proporción, legítimamente, que esta experiencia no es posible más que por el hecho de una determinación primordial del hombre por el discurso. Si haciendo así, abriendo la posibilidad que se hable del análisis fuera del campo analítico, yo favorezco, o no, la resistencia al análisis. Y si la resistencia, de la cual se trata, no está en el interior de una resistencia del analista a la apertura de algo que la comprenda.
Nuestra partida, nuestro dato, que no es dato cerrado, es el sujeto que habla. Lo que el análisis aporta es que el sujeto no habla para decir sus pensamientos; que no existe el mundo, el reflejo intencional o significativo, en algún grado que sea, ese personaje grotesco e infatuado, que estaría en el centro del mundo predestinado a dar de él su reflejo. Vean ustedes eso, ese puro espíritu, esa conciencia anunciada desde siempre. Ella estaría allí como un espejo y vaticinaría de ello un lenguaje que le haría precisamente obstáculo a sí mismo.
Para manifestar lo más seguro de su experiencia, como lo manifiestan desde siempre los filósofos, esta contradicción entre la lógica y la gramática. Como ocurre que se está atado a hablar un lenguaje gramatical con discursos que reflejan puros espejos, con partes de discurso que empañan su lógica. Es en ese momento, es allí que se ponen el ojo.
Tenemos una experiencia que se prosigue todos los días en el consultorio de cada analista, que se cuide o no, eso no tiene ninguna clase de importancia. Esta experiencia nos evita ese rodeo en la crítica filosófica, en tanto ella testimonia su propio impasse. Experiencia donde tocamos con el dedo que el hecho es que el sujeto habla, que el paciente, él habla. Es decir que emite sus sonidos roncos o suaves, que se llaman el material del lenguaje. Este ha determinado, en primer lugar el camino de sus pensamientos, que lo determina de tal modo, en primer lugar y de un modo tan original que lleva de él la traza sobre la piel como un animal marcado, que es identificado en primer lugar por ese algo amplio o reducido. Pero uno se da cuenta ahora que es mucho más reducido de lo que se cree, el que una lengua se sostenga sobre una hoja de papel con sus fonemas. Se puede ensayar el conservar los viejos clivajes diciendo que hay dos niveles: los fonemas y las palabras. Estoy aquí para recordarles que las primeras aprehensiones de los efectos del inconsciente fueron realizados, por Freud, entre los años 1890 y 1900, sobre lo cual es dado el modelo. Lean el artículo de 1898 sobre el olvido de un nombre propio, el olvido del nombre de Signorelli, autor de los célebres frescos de Orvieto.
El primer efecto manifiesto, estructurante para su pensamiento, él que le abrió la vía, no se había producido, y él lo puntualizó perfectamente, lo articuló de un modo tan seguro en ese artículo y saben que fue retomado en el comienzo del libre de la Psicopatología cotidiana.
¿Qué es lo que escapa del campo en este olvido? ¿A qué se llama olvido? Desde los primeros pasos, ustedes ven bien que aquello a lo cual debe siempre prestarse atención es a la significación, pues seguramente, eso no es un olvido. El olvido freudiano es una forma de la memoria, su forma misma, la más precisa. El, mejor desconfiará de palabras como olvido. Esto es un agujero.¿ Qué es lo que escapa del campo por el agujero? Son fonemas. ¿Qué es lo que le falta? No es Signorelli, en tanto que él recordaba cosas que le quedaban sobre el estómago. Sabía muy bien de qué se trataba, porque Signorelli y los frescos eran parientes de algo que le preocupaba más: la muerte y la sexualidad. Nada está reprimido. Lo que huye del campo son las dos primeras sílabas de la palabra Signorelli. El lo puntúa. Es eso lo que tiene una relación con los síntomas. Es al nivel del material significante que se producen las sustituciones, los giros de pasa-pasa, los escamoteos a los cuales se debe atender cuando se está sobre la vía del síntoma y de su desnudamiento. Sólo en aquel momento en que todo su discurso está allí para testimoniarnos que se haya tan sobre lo vivo, de eso de lo cual se trata en el fenómeno que no cesa de acentuar en todos los rodeos, como puede ser eso de lo que se trata. Dice que es una determinación del exterior. Secundariamente, en un retorno de pluma, dirá: «se me podría oponer» – lo que prueba hasta que punto siente la diferencia entre dos tipos de fenómenos que podrían diferenciarse-» que él podía tener allí alguna relación entre el hecho de que se trata, de un tropiezo sobre el nombre Signorelli y que ese nombre lleva consigo muchas cosas que pueden interesarme, más de lo que yo mismo podría saber». En otra parte dice: «podría objetárseme», es todo lo que puede decir, pues sabe que no es nada de eso.
Vamos a tocar más profundamente el mecanismo y demostrar lo que surge en el pensamiento de Freud y que es para nosotros crucial, inicial. Vamos a ver detalle como es necesario concebirlo, qué aparatos nos son impuestos para dar cuenta de lo que se trata. Encontraremos allí alguna ayuda en algo que se llama el lenguaje, pero el testimonio de Freud deja adivinar un complemento en reserva: es necesario agregar allí signans y signatum.
La función del nombre propio – como les he anunciado seré llevado a servirme de ello – tiene suficiente interés. Lo tiene por el privilegio que ha conquistado – esa noción del nombre propio – en el discurso de los lingüistas. Estén contentos, aquéllos a quienes hablo hasta el presente, en mayor grado, estén contentos, analistas. ¡Nadie más que ustedes tiene tropiezos con el discurso, hasta son los más protegidos por él! Los lingüistas no han salido fácilmente con ese nombre propio. Han aparecido considerables obras sobre ese asunto que deberían tener interés para nosotros, a fin de escrutar el sentido propio del término.
Como yo no puedo hacer todo, me gustaría que alguien lo haga para las sesiones cerradas del curso de este año: el libro de Vigo Sorensen, de Copenhague, de Gardiner, de Oxford. Hay lugares en el mundo donde uno se puede ocupar de cosas interesantes.
El libro de Gardiner es interesante y elitista. Es una suerte de punto concentrado sobre el asunto de los nombres propios, de lo que puede llamarse el error consumado, evidente expuesto. Este error toma su origen sobre los de la verdad, a saber que – por una pequeña distinción de J. Stuart Mills, que tenía su sentido instituyendo una diferencia fundamental en la función del nombre en general – hasta el presente, nadie ha dicho qué es el nombre. Pero se ha hablado de él. Hay dos funciones: la de denotar y la de connotar.
Los nombres llevan en ellos toda suerte de desarrollos, toda suerte de definiciones. Hay otros de ellos que están hechos para denotar. Cuando se llama a una persona por su nombre, en el primer rango o en el último, eso no concierne más que a ella. No hago más que denotarla.
A partir de allí definiremos el nombre propio como algo que no interviene en la nominación de un objeto más que en razón de las virtudes propias de su sonoridad, que no tiene fuera de su denominación, ningún alcance significativo. Tal es lo que nos enseña Gardiner. Esto no tiene más que tres pequeños inconvenientes. Por ejemplo: eliminen todos los nombres propios que tienen un sentido: Oxford, ox-Ford, algo que tiene relación al buey. Villefranche, Villeneuve; eso tiene un sentido. Eso podría ponernos la pulga en la oreja. Seguramente se dice que eso es independiente de esta significación. Si un nombre propio no tiene ninguna significación, en el momento en que yo presento alguien a otro, no pasaría nada absolutamente. Si yo mismo me presento, Jacques Lacan. Digo algo que comporta para ustedes algún efecto significativo. Me presento en un cierto contexto. Si estoy en una sociedad no soy un desconocido. Si me presento Jacques Lacan, eso elimina que sea Rockefeller o el conde de París. Puede que ustedes ya hayan escuchado mi nombre en alguna parte. Eso se enriquece.
Decir que un nombre propio no tiene significación es algo groseramente falible. El comporta consigo mucho más que significaciónes, hasta advertencias. No se puede, en ningún caso, designar como su trazo distintivo, ese carácter arbitrario, convencional, en tanto que es la propiedad de toda especie de significante. Se ha insistido suficientemente, por otra parte desdichadamente, sobre esta vía del lenguaje, acentuado eso: decir que es arbitrario y convencional. Es otra cosa lo que se apunta, es otra cosa de lo que se trata. Es aquí que toma su valor, ese pequeño modelo que, bajo formas diferentes pero en realidad siempre las mismas, agito antes ustedes. Hablo ante mis auditores que están en este lugar de mi curso, hablo de la banda de Moebius, mi banda de Klein. Es de eso de lo que se trata, de eso ello que retorna, es de un modelo, de un soporte al cual no es absolutamente propio considerar como dirigiéndose a la sola imaginación, en tanto que, en primer lugar he querido hacerles tocar eso detrás de la frente, que se carácteriza por el hecho de que no comprende. Es por eso que Freud llevaba la mano sobre la frente de su paciente cuando él quería levantar las resistencias. No es fácil operar allí con esos modelos topológicos, no lo es más para mí que para ustedes. Ocurre que alguna vez cuando estoy solo, me embrollo. Naturalmente cuando llego ante ustedes he hecho ejercicios.
Para retomar mi esquema de la última vez:
Si he hecho así la botella de Klein es para decir que los matemáticos – que no son mala gente – han creído deber soplar esta botella para divertimento del público. Si se las presento aquí – hay todo una vía de matemáticas que se introduce gustosamente por el sesgo de la recreación – no es complicado. Alguien proponía que se instale un pequeño comercio a la salida del curso. Cada uno tendría la suya. No cuesta muy caro. Se encarga en series.
Botella cuyo cuello habrá entrado en el interior, para ir a insertarse sobre el fondo de la misma. Si ustedes soplan un poco, ese cuello entrado, tendrán un esquema de una doble esfera. La una comprendiendo a la otra. La última vez eso les pudo hacer tocar particularmente con el dedo, alguna ventaja por su bonete. El hombre ha podido encontrar esa doble imagen conjugada del microcosmos y del macrocosmos. Eso sería para mí un voto para mostrarles la primera astronomía china, la que se llama Kaitiana. Una tierra, un cielo que la recubría como una escudilla; sobre la escudilla, las bajas dimensiones de las raíces del cielo terminaban sumergidas en algo acuoso, que las llevaba sobre el agua, como sería llevada una escudilla dada vuelta.
Eso comportando mucho más que la localización de un cierto número de coordenadas geográficas y astronómicas, sino una concepción del mundo.
El orden de los pensamientos inscribiéndose enteramente, de modo más o menos análogo, homólogo en relación a lo que en tal esquema permitía marcar las relaciones de lo que podrían llamarse las coordenadas verticales, el azimut, el polo de (falta en el original) que venía a marcarse de lado, podía llevar a toda suerte de diferenciaciones de internudos clasificatorios, de correspondencias, donde con más ayuda, cada uno podía encontrar su lugar.
Este esquema fundamental lo reencontrarán siempre, y a todos los niveles de metamorfosis de la cultura, más o menos enriquecido, pero sensiblemente el mismo. Más o menos abollado, pero con las mismas salidas, quiero decir, salidas necesarias, más o menos camufladas, como en la base de la experiencia analítica se puede pasar de saber lo que ocurre, a saber dónde está el punto de la sutura, entre lo que podría llamarse la piel externa del interior y lo que podría llamarse la piel interna del exterior.
Sin duda el análisis nos ha enseñado un cierto camino de acceso al entre-dos, un cierto modo que el sujeto puede tener de desorientarse en relación a su situación entre esas dos esferas. Puede ocurrirle meterse en el entre-dos, lugar del sueño, lugar de lo Unheimlich. La cuestión es la siguiente: cuando la hayan tenido una vez entre sus manos, será la ocasión de retomar el modelo de esta botella de Klein, podrán verter agua en el orificio, pasará por el cuello de cisne y se ubicará en el entre-dos, llegando a un cierto nivel ; por la operación inversa, podrán hacer salir de ella un cierto número de tragos, hasta podrán beber allí, pero verán que es maliciosa, pues una vez que hay agua en su interior, no es tan fácil hacerla salir toda. Avanzamos en el plano de la metáfora.
¿Qué es ir a explorar el campo del sueño, o de la extrañeza en el análisis? Es ir a percibir lo que se ha enclavado, si pudiera decirse, entre esas dos esferas de una significación, de un significado, del cual, en primer lugar, se ha hecho allí la mixtura. Se vuelve a poner al significado en circulación. Se trata de saber por qué hacerlo. Si nos fiamos de la ayuda que espero de esta pequeña imagen, eso debería ser para evacuarla, pura y simplemente. No es para volver a ponerla en el interior. No es para rehacer de ella un alma, con esta alma, que ya nos obstruía bastante con ese bamboleo que resultaba, como no sabíamos exactamente ni el modo ni los equilibrios de esa vacuidad que jugaba como un lastre indominable.
Inscribiendo lugarcitos en esta figura, se puede hacer un instrumento que se desequilibra. El fin, el objetivo de la evacuación de la significación es lo sugerido en primer aspecto por el alcance de nuestra experiencia. Hasta un cierto grado ¿cómo se opera con ella ya que no se lo hace tan fácilmente? Es en razón de las propiedades engañosas de la figura. Voy a explicarme.
La figura de la botella de Klein no es dada bajo un aspecto engañoso, porque es el aspecto bajo el cual la estructura nos engaña, es el aspecto bajo el cual parece que nuestra conciencia, que nuestro pensamiento, nuestro poder de significado se redobla como un doblez interno. ¿Lo que lo envolvería mediante qué? No tiene más que dar vuelta el objeto y creerán que este objeto del conocimiento es la envoltura de lo que él contornea.
Yo digo que esto no es dar allí algo del orden de lo intuitivo, que esto no es el esbozo de una estética trascendental, les invito a desconfiar más bien de las propiedades imaginativas, de lo que llamaba impropiamente «modelo».
Es que una verdadera botella de Klein, traduciendo aquí la palabra verdad, no toma esta forma bajo la cual se las dibujo, bajo un corte transversal, pero ustedes la imaginan en su volumen, en su redondez, cilindrifican cada una de sus partes, lo que les permite verla.
Pero una superficie topológica es algo que necesita la distinción entre dos propiedades: las propiedades inherentes a la superficie, y la que ella toma del hecho que ustedes ponen esta superficie en un espacio de tres dimensiones.
Lo mismo, todo lo que puede ser aquí imaginado de la significación fundamental de la relación microscópica-macroscópica, no tiene sentido más que para lo que las propiedades subjetivas inherentes a esta topología han hecho emerger en el espacio de la representación común, de lo que se llama comúnmente: intersubjetividad. Palabra de la cual he escuchado a un cierto número de personas, que no trabajan ya conmigo, gargarizar en el fondo de la garganta, creyendo dar en ella el equivalente de mi enseñanza. Qué eso haría que un sujeto comprenda a otro sujeto, que un vizconde encuentre a otro vizconde, etc., eso haría el fundamento del misterio y de la experiencia psicoanalítica.
La dimensión de la intersubjetividad no tiene absolutamente nada que hacer con la cuestión que estamos en tren de elucidar aquí; la verdadera forma podemos tratar de aproximarla, siempre para vuestra comodidad, metiéndola en nuestro espacio de tres dimensiones. Pero ustedes verán que ella les sugerirá – concerniente a los impases de los cuales se trata en nuestra experiencia – otra vía diferente.
En su esencia, ¿qué es esta botella de Klein?
Es simplemente algo vecino a un toro. Quiero decir a un cilindro que ustedes encurvarán para que se reúna por la sutura de los dos cortes circulares que lo terminan.
En lugar de ello supongan que a ese cilindro truncado le dejan abierto el corte circular, pero aquí, el otro corte circular los lleva, como la imagen de ese dibujo, de modo de dejarlo abierto y de modo en que la sutura es la costura.
Evoquen la práctica doméstica, de tal suerte que si toman una media cuya costura se ve del interior – si puede decirse – de tal suerte que si toman esa media, el exterior va a venir a unirse en el interior de la otra parte de la media, del otro lado. Tendrán, si la arrojan en el espacio de tres dimensiones de la intersubjetividad, a la vez algo abierto y cerrado, en tanto que esas superficies atraviesa más que porque ellas están en un espacio de tres dimensiones.
El mismo esquema que aquel que les recordaba representando la superficie de
Moebius que es esta suerte de lámina que es una banda. No pueden cerrarla más que por una superficie que se recorta ella misma, donde si no lo hace, la superficie de Moebius la atraviesa.
El sumergirla en el espacio de tres dimensiones es una necesidad, pero no define la propiedad de la superficie. Aún en el espacio de tres dimensiones, falta que esta estructura tenga una cualidad privilegiada que la distinga de otra, que es ésta: lo que viene a ocupar en mi esquema el contorno de esta entrada que lo especifica y hace de ello esta superficie donde las cosas no son orientables porque ellas pueden siempre pasar del anverso o del reverso. El lugar de esta abertura estructurante puede estar ocupado por no importa qué punto de la superficie, contrariamente a un anillo o un toro que no puede más que virar sobre sí mismo. Es en cada lugar de la tela que, por un simple deslizamiento, puede producirse este anillo de falta que le da su estructura, lo que es, hablando propiamente, lo que tratamos de considerar hoy en lo concerniente al fenómeno llamado: del olvido del nombre propio.
Todo lo que los teóricos, y especialmente los lingüistas han tratado de decir sobre los nombres propios tropieza alrededor de esto: que seguramente es más especialmente indicativo, demostrativo que otro, pero que es incapaz de decir en qué, por otra parte, tiene relación con los otros, esta propiedad de que siendo, con todo, el nombre más propio, en ese algo de particular. Lo que se desplaza, que viaja – si yo fuera entomólogo me gustaría ver a una tarántula llamarse con mi nombre – porque justamente se puede emplear contrariamente en eso que decir en la ocasión uno no puede imaginar en qué deslizamiento de pluma se puede emplear en plural – se dice: los Durand – se puede emplear un nombre verbalmente, en función de adjetivo, de adverbio. ¿Qué es ese nombre propio? En la ambigüedad de esta función indicativa que parece encontrar la compensación del hecho que sus propiedades de reenvío no lo son, devienen propiedades de desplazamiento, de salto. Es necesario a este nivel decir, como creo, que es eso en la cual Levy-Strauss alcanza, en su pensamiento, el nivel del capítulo Universalización del individuo como especie, en el «Pensamiento Salvaje». Trata de integrar el que el nombre propio no tenga otro uso específico que el costado clasificatorio, para que el pensamiento en su lenguaje determine un cierto número de oposiciones fundamentales, de recortes, de clivajes que permiten al pensamiento salvaje reencontrar el mismo método que Platón. Y ese nombre propio, no sería, en último término, más que aquel que estrecha las cosas de suficientemente cerca, para alcanzar al individuo en lo que tiene de particular. Levy-Strauss reencuentra el obstáculo, lo designa, hablando con propiedad, en que él reencuentra la función del dador de nombres. El nombre propio es el nombre que es dado; por el padrino, dirán ustedes. Eso podría bastarles si ustedes resuelven hacerse el padrino de algún otro. Hay toda suerte de reglas, de configuraciones, de intercambio de la estructura social.
Claude Levy-Strauss vendrá a decir que el problema del nombre propio no podría ser tratado aisladamente como parte del discurso, fuera de la función del uso. Es contra eso que elevaré la objeción de otro registro. Es también falso decir que el nombre propio es el cerco, la reducción al nivel del ejemplar único, al nivel del mismo mecanismo por donde ha progresado la especie humana.
Es también de consecuencias pesadas que, en la teoría matemática de los conjuntos se confundan los sub-conjuntos, que no comprenden más que un sólo objeto, con ese objeto mismo.
Es aquí que aquéllos que perseveran en su error, nos sirven de ejemplo. Bertrand Russell dice que lo demostrativo es el nombre propio. Por ejemplo, uno se pregunta por qué él no llama un punto sobre la mesa «Antonio» o a la tiza «Honorio». ¿Por qué eso nos parece absurdo? Hay muchas maneras de conducirlos en la vía en que yo los conduzco. En primer lugar, eso no vendría a la idea de nadie, porque ese punto, por definición, es en la medida en que es reemplazable; es por eso que yo no lo llamaré, por el contrario, llamaré lo que Diderot llamaba «una vieja bata de alcoba» («Une vieille robe de chambre»).
Por hoy, para hacer el salto que les permitirá articularse mejor, no es como ejemplar, como único a través de un número de particularidades en la especie, que lo particular es denominado con un nombre propio. Es en este sentido: que él es irremplazable. Es decir que él puede falta, que él sugiere el nivel de la falta, el nivel del agujero y que no es en tanto que individuo que me llamo Jacques Lacan, sino en tanto que algo que puede faltar mediante lo cual ese nombre tendrá que recubrir otra falta. El nombre propio es una función volante, como se dice que existe una parte personal de la lengua que es volante. Está hecho para llenar los agujeros, para darles su obturación. una falsa apariencia de sutura. Es por eso que me excuso. La hora está demasiado avanzada, pero, quizá, es la ocasión para ustedes de ir a los textos y, comparando allí este olvido del nombre propio, ¿Qué es lo que verán ahí? Verán algo que se imaginará mejor si parten de la noción de que el sujeto es inherente a un cierto número de puntos privilegiados de la estructura significante que son, en efecto – esto por arte del discurso de Gardiner – a colocar en el fonema. Si Freud no ha evocado el nombre Signorelli – él lo dice – es en razón de circunstancias, en apariencia, enteramente exteriores, caducas, contingentes. El estaba con un señor en un coche llevándolo a Ragusa. ¿De qué se habla? Hay cosas que no se dicen. ¿Por qué? No se las dice porque se las ha reprimido. El hablaba de este hombre, un cierto hombre de ley (homme de loi). Se habla de unas cosas y de otras y, en particular Freud, evocando un hecho que le había relatado un amigo, habla de las gentes de ese país, que no está lejos de la Bosnia, que conservan toda clase de trazas de la población musulmana. Freud destaca hasta qué punto esos paisanos son respetuosos, deferentes, frente a quien se encarga de su salud, quien opera cerca de ellos como médico y, evocando lo que le relataba ese amigo, del cual sabemos el nombre, acerca de lo que esas gentes son llevadas a decir cuando el prójimo está cerca de morir. «Herr – responde el paisano – sabemos que si tú hubieras podido hacer algo, eso estaría hecho, él estaría curado. En tanto tú no has podido, que las cosas ocurran como Dios lo quiere. Es la voluntad de Alá». He ahí lo que relata. ¿Qué es lo que él no relata, y más especialmente, no relata a alguien a quien se acaba de exaltar la dignidad médica? No se relata que, vuestro amigo médico, os ha dicho que para esas gentes el precio de la vida está tan ligado a la sexualidad que, a partir de ese momento en que no hay nada más, por otra parte, se han rápidamente desembarazado de ella. Hay un término que no es en absoluto indiferente a Freud. No puede decirse que ése sea un lazo que esté para él rechazado, en tanto que es en la medida en que eso interesa a su práctica. Recuerden ustedes la función en que él hace intervenir a un pequeño pueblo donde ha recibido la noticia de la muerte de uno de sus pacientes y el que él no pueda tolerar tal decadencia como la de la potencia viril. Es en ese momento que su pensamiento alcanzaba a los significantes del sexo, que él no avanzará. ¿ Qué quiere decir esto? Que algo que no está reprimido, él lo reevoca, los efectos no de una represión, sino de un discurso vuelto (Unterdiückt, verdreigt).
Un discurso sobre la media de seda cosida, en el interior y en el exterior; es levantado – pasado afuera – ¿Sobre qué trata eso?, ¿Qué es lo que ocurre para que algo se perturbe? Es allí que Freud ha puesto el acento. Es algo que tiene por resultado que, por Signorelli, ¿qué es lo que sale? Es que en ese fenómeno, que se llama olvido y que es, al fin, un mecanismo de la memoria, ante el agujero que se produce, se produce una metáfora de sustitución, pero una metáfora bien singular pues ella es el anverso de aquélla que les he articulado como la función creadora de sentido. Es una sucesión de sonidos puros, que vienen bizarramente : ese Bo de Boticelli, tan cerca de Signorelli, es hasta la O de Signorelli que flota. Esa O viene de otro corte de nombres propios: Bosnia-Herzegovinna. Ese Herr de la historia alrededor de lo cual gira algo. Quiero mostrarles que todo ocurre como si del hecho de la acomodación del sujeto sobre el Herr, poderosamente esclarecido por la conversación, puesto en la cima del acento de lo que acaba de hacer el uno al otro, el sujeto de la confidencia, como si el Bo viniera a ubicarse allí en alguna parte, en un punto marginal.
¿Qué es lo que designo sino el lugar donde el Herr concierne a Freud? Lo que Freud no dice, en su primer tanteo, porque la noción aún no ha emergido, plenamente, en la teoría analítica. No ve que el desconcierto está ligado esencialmente a la identificación. Ese Herr del cual se trata, que conserva todo su ahorro, que no quiere dejarse ir más lejos en la confidencia, es él, identificado a ese personaje médico y que se tiene en guardia con algún otro. ¿Qué es lo que él pierde? El pierde algo como su sombra, su doble, que no es de tal modo el Signor – esto es quizá ir demasiado lejos -. Yo sería, más bien, llevando a ver que la O no está perdida. ¿Es el Sig-signans-signatum-Sigmund Freud, el lugar de su deseo en tanto que es el verdadero lugar de su identificación, en el punto de escotoma, en el punto ciego del ojo?
Lo que está articulado y sin solución es que, Freud, en múltiples casos así puntualizados, en el momento en que naufraga en reencontrar el nombre de ese Signorelli, ¿qué es lo que no cesa de mirarlo? El nos dice que, en ese momento, en el momento en que él buscaba, durante ese tiempo, la figura de Signorelli, que está en el fresco, en alguna parte a la izquierda, no cesó de estar presente provista de un brillo particular. Envío la pelota a alguien que me planteaba la pregunta, ¿qué es lo que queda escrito en el texto de su seminario cuando usted dijo : el sujeto donde se ve no es donde se mira?
El verdadero cuadro es el que mira, es él que mira, es él que mira a aquel que cae en su campo y el pintor es aquel que hace caer ante el otro la mirada Signorelli es en esta falsa identificación, ese recorte, ese rechazo a dar todo su discurso. Lo que él pierde de esta verdadera identidad cernida de ese agujero, de ese signo encarnada por una suerte de posibilidad del destino.¿ Qué es eso que sale sino es la figura proyectada ante él que no sabe ya desde dónde se ve, el punto desde dónde se mira? Pues ese S donde se constituye la identificación unaria del I – desde alguna parte todo se localiza – este S no tiene ningún punto. El es aquello en lo cual está afuera que es el punto de nacimiento, el punto de emergencia, el punto de creación, de lo que puede ser del orden del reflejo, de lo que se ve, de lo que se localiza, de lo que se instituye como intersubjetividad. Este relampagueo aparecido sobre la imagen de sí mismo le dice: el nombre está perdido. Freud nos deja su lengua al gato. Es la operación de ese punto de emergencia en el mundo de surgimiento, por donde lo que no puede más que traducirse por la falta, viene al ser.