Hay menos personas de pie. No puedo lamentarlo por ellas, pero, al fin, si eso significa que el público se hace menos denso, lo lamento en tanto, por otra parte, es forzosamente es mi estilo en los últimos encuentros donde diré las cosas más interesantes. Eso me recuerda que el año pasado, por mi voluntad y por razones que no reniego, suspendí lo que tenía que decir en los alrededores de un cierto comienzo de ese memorable mes de Mayo. Cualquiera fuera la legitimidad de estas razones, no lo es menos que lo que dije del acto psicoanalítica quedo tronchado. Siendo dado eso de lo que se trataba, a saber, justamente del acto psicoanalítico que nadie había ni soñado en nombrar en tanto que tal, antes que yo, lo que es, enteramente, un signo preciso de que no se había ni siquiera planteado la cuestión, en tanto, de otro modo, era el modo más simple de nombrarla. A partir de aquél momento en que se pensaba que en el psicoanálisis había un acto en alguna parte, es necesario creer que esta verdad había permanecido velada. No pienso que sea por azar que lo que yo iba a enunciar ese año sobre el acto se haya tronchado así, como lo acabo de decir.
Hay una relación, una relación que no es naturalmente de causación, entre esta carencia de los psicoanalistas sobre el asunto de lo que se refiere al acto, al acto psicoanalítico especialmente y, después, estos acontecimientos. Pero hay una relación, al menos, entre lo que causa los acontecimientos. Pero hay una relación, al menos, entre lo que causa los acontecimientos y el campo en el cual se inserta el acto psicoanalítico, de suerte que, hasta el presente se puede decir que es, sin duda, en razón de alguna deficiencia del interés al nivel de este acto, que los psicoanalistas no se han revelado muy dispuestos ni disponibles para dar hasta algún toque de confiscación aunque fuera superficial, en estos acontecimientos. Seguramente, no es más que accidental si, en el otro sentido, los acontecimientos han interrumpido lo que podía tener que decir del acto, pero, al menos, eso no deja de representar algo que, en cuanto a mí, considero como una cierta recepción. Una recepción que no deploro porque es lo que me ha dispensado, sobre este asunto del acto psicoanalítico, en suma, de llegar a decir de él lo que no es para decir.
He allí. Al menos, nos encontramos después de lo que he anticipado la última vez llevados a algo que no está lejos de ese campo, en tanto que de lo que se trata, tal como lo había anunciado el año pasado, es precisamente de un acto en tanto que él está en relación con lo que he llamado, enunciado, proferido, como siendo el objeto a.
Que esté bien claro que, como está en mi título este año, esta es la apuesta de mi discurso, debe encontrar su más formal expresión en estos últimos encuentros y, al menos para aquéllos que están al corriente de aquello sobre lo cual he terminado la última vez, me parece que no es vano recordar aquí lo he impulsado antes del campo de la apuesta de Pascal que es, al menos, la vía que he elegido este año parar introducirlo. Introducirlo como estando en el campo del Otro, como definiendo un cierto juego (jeu), precisamente la apuesta (enjeu) con el juego de palabras que yo hago alrededor de este término: en-yo (en-je).
Puede parecer singular que desde una posición que en este lugar no es ambigüa, que no es, ciertamente, una posición de apologética religiosa, yo haya introducido este elemento de la apuesta, y de una apuesta que se encuentra formulada como respondiendo a un cierto partenaire, y un partenaire que está tomado allí, si puede decírselo en la palabra, en la palabra (mot) de una palabra (parole) que le es atribuida, en un título, mi Dios, que generalmente es recibido: la promesa de la vida eterna para todo creyente que sigue los mandamientos de Dios, teniéndose por un punto adquirido al menos en el campo de lo que constituye en su lugar a ese Dios su referencia religiosa más vasta, a saber: la de la Iglesia. No es estar afuera de estación partir de allí, porque eso tiene una relación enteramente viva con lo que se trata como permanencia en nuestras estructuras, y en estructuras que van mucho más lejos que en estructuras que se podrían calificar de estructuras mentales, estructuras en tanto que definidas por el discurso común, por el lenguaje, que van, evidentemente, mucho más lejos, que eso que puede reducirse a la función de mentalidad.
Como insisto allí muy a menudo, eso nos encierra por todos lados, y en cosas que, al primer abordaje, no tienen el aire de poseer una relación evidente, de suerte que esta estructura que es a la que apunto para partir hoy, es la estructura original, que aquélla que yo llamo de un Otro, para mostrar, donde, por la incidencia del psicoanálisis, él va a revelar a un otro (ídem original — N.d.T.) a saber el a. Este Otro que no plantea, si puedo decirlo, para nosotros, duda en nuestro horizonte, este Otro que es justamente, el Dios de los filósofos, no es tan fácil de eliminar como se lo cree, en tanto, en realidad, permanece estable, seguramente en el horizonte, en todo caso, en el de todos nuestros pensamientos, no deja, evidentemente, de tener relación con el hecho que allí esté el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob ustedes lo verán volveré sobre ello y éste será mi asunto; hoy, sobre la estructura de este Otro, porque es muy necesario establecer bien aquí lo que hay que designar allí. No es menos oportuno indicar al margen, lo que hace para nosotros, en un cierto horizonte de estructura, en tanto ella está determinada por el discurso común, está claro que no es vano recordar que si esta estructura, la del gran Otro, está para nosotros en un cierto campo que es el mismo que Freud designa para la civilización, es decir la civilización occidental, la presencia del otro Dios, de aquél que habla, a saber el Dios de los judíos, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, no es allí para nada donde se mantiene, en este Otro. Esto no es sólo porque el Dios de los filósofos, ese gran Otro, es Uno. Lo que distingue al Dios de los judíos, aquél que se designa como en el origen del monoteísmo, no es algún desarrollo que el Uno haya podido tomar a continuación, hasta no es porque el se plantee como Uno que se lo carácteriza.
El Dios de la zarza ardiente, el Dios del Sinaí no ha dicho que él sea el único Dios. Esto merece ser recordado. El dice: «Yo soy lo que soy». Eso tiene otro sentido. Eso no quiere decir que él sea el único, eso quiere decir: que no haya otro al mismo tiempo que él, allí donde él es. Y, en verdad, si miran un poco de cerca el texto de la Biblia, verán que es de esto de lo que se trata. Allí donde él es, en su campo, a saber, en la Tierra Santa, no es cuestión de obedecer más que a él. Pero en ninguna parte es negada la presencia de otros allí donde él no es, donde no es su tierra.
Y si miran allí de cerca, no ocurre más que cuando se trata de usurpación de honores rendidos a otros y allí donde sólo le es concedido reinar a aquel que ha dicho: «Yo soy lo que soy», es donde los castigos llueven.
Esto podría pasar a los ojos de algunos como no teniendo más que un interés histórico. Pero alumbro mi linterna; esto no es más que volver a lo que he enunciado al principio: que ese Dios del que se trata, se designa por lo que él habla, es eso lo que legitima alguna distorsión en esta palabra, que se le haya hecho sufrir a continuación, pues no es seguro que digan enteramente la misma cosa en la iglesia católica, apostólica, romana. En todo caso, el Dios que se define por su relación a la palabra, es un Dios que habla. Es precisamente por lo cual los profetas, como tales, son preeminentes en la tradición judía. En otros términos, la dimensión de la revelación como tal, a saber de la palabra como portadora de verdad, no ha sido jamás puesta en tal relieve fuera de esta tradición. Por otra parte, el lugar de la verdad es llenado, es necesario que él sea cubierto, él lo es en la ocasión por los mitos, por ejemplo; no lo es por la profecía sino es de modo enteramente local que se llama oracular, pero que tiene otro sentido que aquél del profetismo.
Una introducción un poquito gruesa, pero al menos estoy necesitado del recuerdo de ciertos relieves enteramente masivos que, a la vista de ese campo de la verdad que nos interesa eminentemente como tal —aún si no lo identificamos a las fórmulas reveladas— por relación a ese campo de la verdad, el saber está en otra parte. Es precisamente porque desde que se introduce la dimensión de la revelación, se introduce, al mismo tiempo, la dimensión tradicional en nuestra cultura —que será necesario no creer extinguida porque estemos en nuestro tiempo— la dimensión de lo que se llama, impropiamente, la doble verdad. Eso quiere decir la distinción entre la verdad y el saber.
Entonces, lo que nos interesa, porque es lo que el psicoanálisis ha revelado, es lo que se produce en el saber. Lo que se produce en el saber es lo que no se sospechaba antes del psicoanálisis, esto es el objeto a, en tanto que el análisis lo articula por eso que es, a saber, la causa del deseo, es decir, de la división del sujeto; de eso que introduce en el sujeto como tal, es decir, eso que el cogito enmascara, a saber, que al lado de este ser del cual él cree asegurarse, él es, esencialmente y desde el origen: falta. Es aquí donde recuerdo, donde retomo el plano por el cual he creído —el año pasado— deber introducir la paradoja del acto psicoanalítico; esto es, que el acto psicoanalítico se presenta como incitación al saber.
El implica —en la regla que es dada al psicoanalizante— implica esto: en tanto usted puede decir todo lo que quiera, y Dios sabe lo que en un primer abordaje eso puede representar de insensato si se nos toma la palabra, si se lo pone verdaderamente a decir y, si eso tiene un sentido para aquéllos que introducimos en esta práctica, todo lo que le pasa por la cabeza. Todo lo que le pasa por la cabeza, eso quiere decir, verdaderamente, no importa qué. ¿Así adónde iríamos?. Si podemos dar fe a esta empresa, a aquellos que allí introducimos, es exactamente a causa de aquello que introducimos en esta práctica, aún si él no es capaz de decirlo, está sin embargo allí, a saber que, lo que está implícito es que, sea lo que sea que ustedes digan, existe Otro, el Otro que sabe lo que eso quiere decir.
El Dios de los filósofos, de cualquier modo que haya sido abordado en el curso de la historia, en la vía del Dios que habla, no le es, ciertamente, extraño. Ese Dios de los filósofos; no era ilegítimo hacer de él el sitial, el trono, el soporte, el sitio de aquél que hablaba. Que el sitio permanezca, aún cuando el otro se ha levantado para partir, al menos para algunos, el sitio permanece siendo de este Otro, de este Otro en tanto que él sitúa ese campo unificante, unificado que tiene un nombre para aquéllos que piensan: llamémosle, si ustedes quieren, el principio de razón suficiente. Aunque ustedes no lo sospechen diré una parte al menos de ustedes, una parte del yo supongo, después de todo no sé si ella existe, son, quizá capaces de darse cuenta que están sostenidos por el principio de razón suficiente. Si ustedes no se dan cuenta de ello, es exactamente la misma cosa. Están en el campo donde el principio de razón suficiente sostiene todo. Y no sería fácil hacerles concebir lo que ocurre allí donde todas las cosas son de otro modo.
Lo que es perfectamente concebible, a partir del momento en que uno se les muestra cuando se lo enuncia ante ustedes como estando, por ejemplo, en el horizonte de eso que hace posible la experiencia psicoanalítica. A saber que, si no hay razón suficiente, en lo que sea que ustedes digan, no mirando más lejos que por decir lo que les pasa por la cabeza, habrá siempre en ello una razón suficiente, y eso bastará para poner en el horizonte a ese gran Otro: aquél que sabe. La cosa está en todo caso, enteramente clara a nivel de los sujetos privilegiados por esta experiencia, a saber, los neuróticos. El neurótico busca saber. Nosotros trataremos de ver más de cerca por qué, pero él busca saber. Y, al comienzo de la experiencia analítica, no tenemos ningún esfuerzo en incitarlo, en suma, a dar a este Otro el lugar donde el saber se intuye, esto es en el sujeto supuesto saber.
Es, pues, como intervención sobre el sujeto de eso que —más a ras de tierra, tan al ras de tierra como sea posible, que se articula ya como saber, que nosotros intervenimos por una interpretación que se distingue de esto que soporta el término interpretación en todos lados, en otra parte, para todos en otra parte: una interpretación, aquélla por ejemplo de cualquier sistema lógico. Esto es dar un sistema de menor alcance que como se dice lo ilustra, lo ilustra de un modo más accesible en que él sea de menor alcance. Permaneceremos en la superposición de las articulaciones del saber; la interpretación analítica se distingue en que en eso se articula de ahora en más como saber, tan primitivo como sea, eso a que ella apunta, es un efecto, un efecto de saber articularse allí y que ella hace sentir a título de su verdad. Su verdad, lo hemos dicho, está del lado del deseo, es decir, de la división del sujeto. Y para ir rectamente porque, seguramente no podemos rehacer aquí todo el camino y lo que tengo que decir hoy es otra cosa que recorrer esto que se trata de la verdad, eso que se resume en que la cosa freudiana, es decir esta verdad— la cosa freudiana, esta verdad, es la misma cosa— tiene por propiedad ser asexuada, contrariamente a lo que se dice, a saber, que el freudismo es el pansexualismo. Sólo que, como el viviente que es este ser por donde se vehiculiza una verdad, él, tiene función y posición sexual, resulta de ello algo que he tratado de articularles hace esta vez dos años y no uno solamente, a saber que no hay, en el sentido preciso de la palabra relación— en el sentido en que relación sería una relación lógicamente definible— no hay, justamente, ya que falta, lo que podría llamarse la relación sexual, a saber una relación definible como tal, entre el signo del macho y el de la hembra.
La relación sexual, eso que se llama seguramente con ese nombre no puede ser hecha más que por un acto. Esto es lo que me ha permitido anticipar estos dos términos: que no hay acto sexual, en el sentido en que este acto se ría aquel de una justa relación y que, inversamente no hay más que el acto para hacer la relación. Lo que el psicoanálisis nos revela, es que la dimensión del acto, del acto sexual en todo caso, pero al mismo tiempo de todos los actos, lo que sería evidente después de mucho tiempo es que su dimensión propia es el fracaso. Es por eso que el corazón de la relación sexual —en el psicoanálisis—, en él, existe un signo que se llama castración.
Les he hablado hace un momento de lo que se produce en el saber. Forzosamente, con seguridad, ustedes no han prestado mucha atención. Habría debido decir: lo que el saber produce. No he podido decirlo para no ir demasiado rápido, porque, en verdad, para que eso tenga un sentido, es necesario volver a ello donde más cerca y denotar aquí el relieve de esta dimensión que se articula como propiamente en la producción, esta dimensión que sólo un cierto proceso del progreso técnico nos ha permitido discernir, distinguir, como siendo el fruto del trabajo. ¿Pero es tan simple?. ¿No parece que, como tal, lo que es producción se distingue de lo que siempre fue poiesis, fabricación, trabajo, nivel del alfarero?, es necesario que se haya autonomizado como tal, lo que se distingue muy bien en el capitalismo, a saber el medio de producción, en tanto es alrededor de eso que todo gira, a saber de quien dispone de ellos, de estos medios. Es por una homología tal que va a tomar su relieve lo que es función del saber y lo que es su producción. La producción del saber, en tanto que saber se distingue de la verdad por ser medio de producción y no solamente trabajo.
Lo que produce el saber es lo que yo designo bajo el nombre de objeto a. Y este a, es aquello que viene a sustituir la hiancia que se designa en el impase de la relación sexual. Allí está lo que viene a redoblar la división del sujeto dándole lo que hasta allí no era aprehensible de ningún modo, pues lo propio de la castración es que nada puede, hablando propiamente, enunciarla, porque su causa está ausente. En su lugar viene el objeto a como causa substituida a eso que es, radicalmente, la falla del sujeto. Y lo que les dije el año pasado, después que en el año precedente había definido así la función del objeto a, es que el psicoanalista es aquél que, por esta incitación al saber —en tanto que él no sabe de ello, él mismo, de tal modo, más que eso y simplemente tiene esta vía, ese medio, ese truco, esta regla analítica— se encuentra tomando a su cargo lo que es verdaderamente el soporte de este sujeto supuesto saber, del cual les he dicho, con todos los tonos que hacen al problema en nuestra época, que la coyuntura en el psicoanálisis no está en tomar a él mismo más que como uno de los síntomas. Esto es que, ese sujeto supuesto saber, este Otro, ese lugar único donde el saber se conjugaría, es seguro que no existe; nada que el Otro sea Uno, que él no sea como el sujeto, únicamente significable por el significante, en una topología particular que se resuma en lo que pertenece al objeto a.
El psicoanalista, pues— y es allí que yo acentuaba el enigma y la paradoja del acto psicoanalítico— el psicoanalista en tanto que él induce, incita al sujeto, al neurótico en la ocasión, sobre ese camino donde él lo invita al encuentro de un sujeto supuesto saber, el psicoanalista, si es verdad que él sabe lo que es un psicoanálisis, y sabe como puede proceder allí, eso que se refiere a que, al término de la operación y de su en-sí-mismo, él analista va a representar la evacuación del objeto a, en esta incitación al saber que lleva a la verdad y que representa su hiancia, él elige devenir él mismo, la ficción rechazada. He anticipado aquí la palabra «ficción». Ustedes saben que desde hace mucho tiempo yo articulo que la verdad tiene estructura de ficción. ¿El objeto a debe ser tomado solamente para marcar a ese sujeto con la verdad que se presenta como división, o debemos nosotros como parece discernirle más sustancia?. ¿Ustedes no sienten allí donde nos encontramos, en este punto nudo que es aquél ya propiamente marcado en la lógica de Aristóteles y que motiva la ambigüedad de la sustancia y del sujeto, del hypokeimenon, en la medida en que él no es, lógicamente hablando propiamente otra cosa que lo que la lógica matemática, por aproximación ha podido aislar en la función de la variable, a saber que no es nada más que designable por una proposición predictiva?. La ambigüedad, todo a lo largo del texto aristotélico, se mantiene no sin ser distinguida en el modo de una trenza, entre esta función perfectamente aislable por él, del hypokeimenon y aquella de la ousía, que honestamente valdría más traducir por ser (etre) o siéndose (étance) por el wesen en la ocasión de Heidegger, que por esta palabra misma que no hace más que vehiculizar esta dicha ambigüedad de sustancia, subtantia. Es precisamente allí donde nos encontramos llevados cuando ensayamos articular lo que se refiere a la función del objeto a. Es alrededor del enigma, de la interrogación que allí sigue estando, acerca de un acto que no puede iniciarse por aquél mismo que lo inaugura, más que por velar lo que será para él digo aquél que inaugura este acto y, especialmente, el psicoanalista su terminación y, no sólo su término, sino, hablando propiamente, su fin, en la medida que es la terminación quien determina retroactivamente el sentido de todo el proceso que es, propiamente, la causa final, lo que no merece ninguna irrisión pues todo lo que es del campo de la estructura es impensable sin causa final; lo que sólo merece irrisión, en los términos llamados finalistas, es que el fin tenga la menor utilidad. El analista ¿sabe o no lo que hace en el acto psicoanalítico?. Allí está el término preciso donde ello se detuvo, suspendido el año precedente, y por el encuentro de lo que no hace más que describir los acontecimientos por donde ha introducido mis propósitos de hoy. Como les he dicho, es lo que pudo dispensarme, en el horizonte de este nudo tan severo, tan rigurosamente interrogado, de un cuestionamiento de lo que se refiere al acto psicoanalítico; dispensarme de resonancias seguramente embarazosas que son, sin embargo, aquéllas alrededor de las cuales puede ser interrogado lo que es tanto de la teoría como de la institución psicoanalítica.
Antes de indicar y quizá, un poco más de eso, recordemos bien, lo que resulta de este modo de plantear la cuestión entre saber y verdad en el campo propio de una producción, de la cual, en suma, lo que ustedes ven, es que el psicoanalista, en tanto que tal, encarna, él mismo, esta producción, esto es que son esos los términos en que debe situarse la cuestión, por ejemplo de lo que se refiere a la transferencia. ¿Que todo lo que designamos como transferencia sea interpretado en el análisis en términos de repetición? ¿cuál es su necesidad, sino para aquéllos analistas que están absolutamente extraviados en esa red, tal como yo lo articulo, que necesidad de poner en cuestión lo que puede haber allí de objetivo y de pretender que la transferencia sea un retroceso ante no sé qué otro que sería en el análisis, aquello que se juega realmente?; en tanto ésta es una situación que no toma su apoyo más que de la estructura, nada puede allí enunciarse en el interior como discurso del analista que no sea por el orden de esto que la estructura comanda y que, luego, no puede asir nada más que por la orden de la repetición. La cuestión no es saber aquí si la repetición es una categoría dominante o no, en la historia; esto es que, en una situación hecha para interrogar aquello que se refiere a lo que se presenta a partir de la estructura, nada de la historia se ordena más que por la repetición. Se trata, lo repito, de lo que puede decirse al nivel de esta puesta a prueba de los efectos del saber. De suerte que no es justo decir que la transferencia se aísla en sí misma por los efectos de la repetición. La transferencia se define por relación al sujeto supuesto saber en tanto que él es estructural y ligado al lugar del Otro; lugar como tal donde el saber se articula ilusoriamente como Uno, y al interrogar así el funcionamiento de quien busca saber, es necesario que todo lo que se articula, se articule en términos de repetición. ¿A quién como nosotros, receptores de una tal experiencia?. Está claro que no se habría siquiera instaurado jamás, si no existiera el neurótico. ¿Quién tiene necesidad de saber?. Únicamente aquéllos a quien el saber mortifica. Esta es la definición del neurótico. Esto vamos a ceñirlo de más cerca. Y aún allí, antes de dejar ese campo y por motivos suficientes, donde yo no he cerrado el bucle (bouclé la boucle) en algo que, a la vista de lo que tengo que tratar hoy, puede pasar por un paréntesis, sin embargo, puntuaré un último mojón, uno de aquéllos que trato de puntuar de un modo correcto en ese campo, en tanto que allí operamos. Si esto es así, acabo de recordárselos, de un modo aceptado como parcial, debemos admitir que no es interpretable en el análisis más que la repetición, y esto es lo que se toma como transferencia.
Por otra parte es importante puntuarse que este fin que yo designo como la toma (mise) del analista, del analista en sí mismo, en la perforación del a; esto es, precisamente, lo que constituye lo ininterpretable es la presencia del analista, y es por lo cual el interpretar como es visto, como es así expresado, es precisamente abrir la puerta a lo que se llama, en este lugar, es decir, el acting-out. Yo lo he recordado en mi seminario sobre el acto, en aquél entonces, el año pasado, y a propósito del mito de Edipo, esto es, a saber, la distinción a hacer entre la puesta en escena heroica, que sirve de referencia mítica a nuestra práctica analítica, y lo que hay de articulado detrás, de un nudo del goce en el origen de todo saber. Es el psicoanalista quien está en el lugar, ciertamente, de lo que se goza sobre la escena trágica y es lo que da su sentido al acto psicoanalítico. Y por otra parte, es sorprendente que él renuncie a ello, que él no haga más que estar en el lugar del actor, en tanto que un actor basta, en sí, sólo, para sostener la escena de la tragedia.
Esta división del espectador y del coro donde se modela y se modula la división del sujeto en el espectáculo tradicional, la he recordado el año pasado para designar lo que se refiere exactamente al lugar del analista. Otra paradoja del acto psicoanalítico es que este actor se borra, retomando lo que he dicho hace un momento del objeto a, él lo evacua. Si el pasaje al acto es en la regla del análisis, lo que se pide evitar a aquél que entra allí, lo es justamente para privilegiar este lugar del acting out, cuya carga el analista, por sí sólo, toma y guarda. Callarse, no ver nada, no oír nada, ¿quién no recuerda que allí están los términos donde una sabiduría, que no es la nuestra, indica la vía a aquellos que quieren la verdad?. ¿Es que no hay algo extraño; a condición que se reconozca el sentido de esos mandamientos, de ver en ello lo análogo en la posición del analista?.
Pero con ese singular fruto que le da su contexto: que él se aísle del callarse la voz, que es el nudo de aquello que del decir hace palabra; del no ver nada, que no es a menudo más que demasiado para el analista, observado el aislamiento de la mirada que es el nudo cerrado del saco de todo lo que se ve en el mundo, y al fin, no oír nada de estas dos demandas en las cuales se ha deslizado el deseo, de esas dos demandas que lo mandan, esas dos demandas que lo amuran en la función del seno o bien del excremento. ¿Qué realidad para impulsarlo a llenar esta función, que deseo, que satisfacción puede encontrar allí el analista?. Esto no es lo que tengo la intención de designar de entrada, aún si antes de dejarlos debo decirles más de ello. Conviene aquí poner el relieve sobre la dimensión de scapegost como fue el tema querido de un Frazer. Se sabe que el origen de esto es, hablando propiamente, semimítico. El chivo emisario, aquél que toma sobre sí este objeto a, aquél que hace que jamás pueda ser sobreseído por el sujeto, aquel que hace el fruto de un análisis terminado; he podido designarlo el año pasado como una verdad por la cual el sujeto es, desde entonces, incurable precisamente por haber sido evacuado uno de los términos. ¿Cómo no ver allí, que desde allí se explica la posición singular que, en el mundo social, ocupa esta comunidad de los psicoanalistas, protegidos por una Asociación Internacional para la protección de los scapegoats?. El scapegoat se salva por el agrupamiento, y mejor aún, por los grupos. Es verdad que es difícil concebir una sociedad de scapegoats. Entonces se hacen scapegoats ayudantes jefes. Y scapegoats que hacen antecámara para el porvenir. Esto es singular. Este fácil irrisorio no tendría razón de ser si, en textos que acabo de recibir para un próximo congreso que tendrá el frente, a sostenerse en Roma, no hubiera ya allí textos, quiero decir ya publicados, ejemplares, pues esto no es porque se ignore el discurso de Lacan que no se encuentra uno frente a dificultades, las que acabo de articular, y particularmente, en lo concerniente a lo que se refiere a la transferencia; cuando uno se pelea en definir lo que hay de no transferencial en la situación analítica, es necesario que surjan algunos enunciados que son la confesión, hablando propiamente, del hecho que no se comprende nada de ello. Uno no comprende nada de ello porque uno no tiene la llave. Y no se tiene la llave porque no se la va a buscar allí donde yo la enuncio. Lo mismo, se inventa un termino que se llama el self y del cual debo decir que no es enteramente inútil a quien, con alguna curiosidad de ver cómo ello puede a la vez motivarse y resolverse en un discurso, tal como aquel que acabo de articular hoy. Si tengo tiempo, entonces, en nuestros próximos encuentros, podría decir, allí, más acerca de ello.
Lo mismo el error, y hablando propiamente, la ineptitud de lo que no se ha avanzado sobre el asunto de lo que se refiere a la cura psicoanalítica de la psicosis y el fracaso radical que allí se marca al situar, justamente, la psicosis en una psicopatología, que siendo de orden analítico, tiene los mismos resortes. Seguramente, si he indicado que habría podido articular alguna otra cosa alguna cosa de la cual declaro haber sido, felizmente no considerado, sobre el asunto del acto psicoanalítico es en el horizonte de lo que se refiere al masoquista que convendría plantear esta articulación. Y, seguramente, no para confundir el acto psicoanalítico y la práctica masoquista, pero sería instructivo y, de algún modo, abierto, indicado ya por lo que hemos podido decir, por lo que se exhibe literalmente en la práctica masoquista, a saber, la conjunción del sujeto perverso con hablando propiamente el objeto a. De un cierto modo, se puede decir que tan lejos como se lo quiera, el masoquista es el verdadero amo. El es el amo del verdadero juego. Puede naufragar allí, seguramente. Hasta existen todas las posibilidades que naufrague allí, porque le es necesario nada menos que el gran Otro. Cuando el padre eterno no está más allí para llenar ese rol, no hay nadie más. Y si ustedes se dirigen a una mujer, seguramente, Wanda, no hay ninguna posibilidad: ¡Ella no comprende nada de eso, la pobre!. Pero el masoquista naufraga bien, al menos goza de ello. De suerte que se puede decir que él es el amo del verdadero juego. Es bien evidente que nosotros no pensamos un sólo instante en imputar un tal suceso al psicoanalista. Eso sería concederle confianza sobre la búsqueda de su goce, la que estamos lejos de acordarle. Por otra parte sería poco conveniente. Para probar una fórmula que tiene su interés porque tendré que retomarla, y no es necesario sorprenderse de ella, a propósito del obsesivo, diremos que el psicoanalista se hace el amo (maitre) en los dos sentidos de la palabra hacer. Presten un poquito de atención aún, cinco minutos, porque esto está muy en corto-circuito y es delicado. Perciben bien la cuestión alrededor del acto psicoanalítico, es, como se los he dicho hace un momento aquélla de este acto decisivo que hace surgir, inaugurarse, instaurarse al psicoanalista. Si como se los he dicho hace un momento, indicado el psicoanalista se confunde con la producción del hacer (faire), del trabajo del psicoanalista, es allí donde se puede decir que el psicoanalizante hace, en el sentido fuerte del término, al psicoanalista. Pero se puede decir también que en el momento preciso en que surge el llamado psicoanalista, si es tan duro de asir lo que puede impulsarlo allí, a hacerse el psicoanalista, a hacerse aquel que garantiza al sujeto supuesto saber. ¿Y quién, al comienzo de su carrera, no ha confesado a alguien querer ayudarlo en sus primeros pasos, y allí el tiene justamente ese sentimiento de hacerse el psicoanalista?. Por qué retirar su valor a este testimonio.
Pero esto es lo que permite, al retomar esas dos funciones de la palabra hacer (faire), decir que es verdad que llevando a alguien al término de su psicoanálisis, al término de esta incurable verdad, al punto de aquél que sabe que si hay acto, no hay relación sexual; ¿no es eso hacer allí aún si no es a menudo que ocurra un verdadero dominio (maitrise) en alguna parte?. Pero, por otra parte, contrariamente al masoquista, si el psicoanalista, él también, puede ser dicho como teniendo alguna relación con el juego, no es ciertamente porque él sea su amo, sino porque al menos, lo soporta, encarna el color que manda en ese juego, en la medida en que es él quien viene a jugar el peso de lo que se refiere al objeto a. ¿Qué pasa con él entonces, después de haber impulsado hasta aquí, sólo hay este discurso, desde el punto donde puede situarse ese discurso mismo, a saber desde donde yo lo enuncio?. ¿Es aquél donde se sostiene el sujeto supuesto saber?. ¿Puedo yo ser el sabio, hablando del acto psicoanalítico?. Ciertamente no. Nada está cerrado de lo que yo abro como interrogación en lo concerniente a lo que se refiere de este acto. Que yo sea allí el lógico y de un modo que confirma que esta lógica me hace odioso a todo el mundo, ¿por qué no?. Esta lógica se articula en coordenadas mismas de su práctica y en los puntos en los cuales ella toma su motivación.
El saber, en tanto es producido por la verdad: ¿no está allí lo que imagina una cierta versión de las relaciones del saber y del goce?. Para el neurótico, el saber es el goce del sujeto supuesto saber. Es precisamente en lo cual el neurótico es incapaz de sublimación. La sublimación es lo propio de quien sabe hacer el giro de eso a lo cual se reduce el sujeto supuesto saber. Toda creación del arte se sitúa en ese discernimiento de lo que resta de irreductible en ese saber en tanto que distinto del goce; algo, sin embargo, viene a marcar su empresa en tanto que nunca en el sujeto designa lo que es su ineptitud en su plena realización. Esta imputación de que el trabajo del explotado está supuesto en el goce del explorador, ¿no encuentra algo así como su análogo en la entrada, del saber, en el hecho que los medios que él constituye harían de ellos, aquéllos que poseen esos mismos medios, aquéllos que se aprovechan de quienes ganan ese saber con el sudor de su verdad?. Sin duda la analogía caería del lado de jugarse en dominios tan distintos, si después de algún tiempo, el saber no se hubiera mostrado tan cómplice de un cierto modo de explotación del cual, bajo el nombre de capitalista, se encuentra que el exceso de explotación es algo que displace. Digo que displace, pues allí no hay nada más que decir. El principio de la agitación revolucionaria no es otra cosa más que haya un punto donde las cosas displacen.
Pues, si ustedes recuerdan eso ¿no marqué yo, el año pasado, que la posición del analista, si ella debía permanecer conforme con todo rigor a su acto, era que, en el campo de lo que inaugura con la ayuda de este acto como hacer, no habría lugar para lo que fuera que le displazca, y no más le plazca, y que si hay lugar, él sale de allí?. Pero esto no es decir, en la medida que no tendría su palabra que decir en lo que puede derivar, el limitar a aquéllos que en un cierto campo, que es el campo del saber, han venido de allí a sublevarse por una cierta desviación del saber, sobre el modo correcto, propicio para permitir que, nuevamente, el saber salga de un campo donde él explota. Es sobre esta última palabra que los dejo, prometiéndoles, para la próxima vez, entrar en el detalle de lo que se trata en lo concerniente a las posiciones respectivas de la histérica y del obsesivo, a la vista del gran Otro.