Lo imaginario, lo real y lo simbólico.
Qué les aportó la conferencia de anoche del señor Griaule? ¿Cuál es su relación con nuestros objetos usuales? ¿Quién comenzó a decantar su moraleja? ¿Cuáles son vuestras impresiones ?
Marcel Griaule hizo una sumaria alusión a la islamización de un importante sector de las poblaciones del Sudán, al hecho de que éstas siguen funcionando en un registro simbólico al mismo tiempo que pertenecen a un credo religioso cuyo estilo diverge claramente de ese sistema. Su exigencia en este plano se manifiesta de manera muy precisa; por ejemplo, cuando piden que se les enseñe el árabe, porque el árabe es la lengua del Corán. Es una tradición que viene de muy lejos, que está muy viva y parece mantenerse mediante recursos de toda clase. Por desdicha, Griaule nos ha dejado con las ganas.
No debe pensarse que la civilización sudanesa no merece su nombre. Poseemos suficientes testimonios tanto de sus creaciones, como de su metafísica como para poner en tela de juicio esa escala única con la que creemos poder medir la calidad de una civilización.
¿Quién leyó el último artículo de Lévi-Strauss? Alude en el a esto mismo: ciertos errores en nuestros enfoques provienen del hecho de que para medir la calidad, el carácter excepcional de una civilización, nos servimos de una única escala. Las condiciones en las que esa gente vive pueden parecer, en primera instancia, y desde el punto de vista del bienestar y la civilización, muy difíciles y precarias; sin embargo, parecen encontrar un poderoso apoyo en la función simbólica, aislada como tal.
Llevó mucho tiempo entrar en comunicación con ellos. Esta es una analogía con nuestra propia posición frente al sujeto.
Volvamos al sueño de la inyección de Irma.
Me gustaría saber si lo que les dije fue bien comprendido. ¿Qué quise decir? ¿Alguien quiere tomar la palabra?
Pues bien, creo haber hecho resaltar el carácter dramático del descubrimiento del sentido del sueño, por parte de Freud, entre 1895 y 1900, vale decir, los años durante los cuales elabora su Traumdeutung. Cuando hablo de carácter dramático quisiera traer como prueba un pasaje de la carta a Fliess que sigue a la famosa carta 137 en la cual, medio en serio medio en broma, aunque en verdad terriblemente en serio, sugiere que este sueño habrá de ser conmemorado con la placa: Aquí, el 24 de Julio de 1895, el doctor Sigmund Freud halló el misterio del sueño.
En la carta 138 se lee: En lo que se refiere a los grandes problemas aún no hay nada decidido. Todo es vacilante, impreciso, un infierno intelectual, cenizas superpuestas, y en las tenebrosas profundidades se distingue la silueta de Lucifer-Amor. Es una imagen de ondas, de oscilaciones, como si el mundo entero estuviese animado por una inquietante pulsación imaginaria, y, al mismo tiempo, una imagen ígnea, donde se perfilala silueta de Lucifer pareciendo encarnar la dimensión angustiante de lo vivido por Freud. Esto es lo que vivió alrededor de sus cuarenta años, en el momento decisivo en que era descubierta la función del inconsciente.
La experiencia del descubrimiento fundamental fue para Freud un cuestionamiento vivencial de los fundamentos mismos del mundo. No nos son necesarias más indicaciones acerca de su autoanálisis, en la medida en que en sus cartas a Fliess alude a él más que revelarlo. Freud vive en una atmósfera angustiante, con la sensación de hacer un descubrimiento peligroso.
El sentido mismo del sueño de la inyección de Irma está ligado a la profundidad de esta experiencia. Este sueño se incluye en ella, es una de sus etapas. El sueño que Freud sueña está integrado, como sueño, en el progreso de su descubrimiento. De este modo adquiere un sentido doble. En segundo grado, este sueño no es únicamente un objeto que Freud descifra, es una palabra de Freud. Esto le confiere su valor ejemplar; si no, quizá sería menos demostrativo que otros sueños. El valor que Freud le otorga, en tanto sueño inauguralmente descifrado, seguiría siendo asaz enigmático para nosotros sino supiéramos leer aquello a través de lo cual respondió particularmente a la pregunta que él mismo se hacía, y estaría mucho más allá, en definitiva, de lo que en ese preciso momento el propio Freud es capaz de analizar en su comunicación.
Su evaluación, su balance de la significación de este sueño es superado con creces por el valor histórico que de hecho le reconoce al presentarlo en este punto de su Traumdeutung. Esto es esencial para la comprensión del sueño en cuestión. Nos ha permitido-quisiera de ustedes una respuesta confirmatoria, no sé cómo interpretar vuestro silencio-una demostración bastante convincente, me parece, como para no tener que volver sobre ella.
Lo haré, sin embargo, pero en otro plano.
Quiero subrayar, en efecto, que no me he limitado a considerar únicamente el sueño mismo, retomando la interpretación que de él hace Freud, sino que consideré el conjunto formado por el sueño y su interpretación, y ello teniendo en cuenta la función particular de la interpretación del sueño en ese diálogo que Freud mantiene con nosotros.
Este es el punto esencial: no podemos aislar de la interpretacion el hecho de que Freud nos presenta este sueño como el primer paso en la clave del sueño. Cuando efectúa esa interpretación Freud se dirige a nosotros.
El exámen atento de este sueño puede aclarar la espinosa cuestión de la regresión, de la cual nos ocupamos en el penúltimo seminario.
Nos servimos de la regresión en forma más o menos rutinaria, no sin percatarnos de que nos lo pasamos superponiendo funciones extremadamente diferentes. En la regresión no todo pertenece necesariamente al mismo registro, como ya lo indica este capítulo original acerca de la distinción tópica, de indudable consistencia, entre regresión temporal y regresiones formales. A nivel de la regresión tópica, el carácter alucinatorio del sueño llevaba a Freud, conforme a su esquema, a articularlo con un proceso regrediente, en la medida en que éste reduciría determinadas exigencias psíquicas a su modo de expresión más primitivo, que estaría situado a nivel de la percepción. Así, el modo de expresión del sueño estaría sometido, por una parte, a la exigencia de pasar por elementos figurativos que se aproximarían cada vez más al nivel de la percepción. Pero, ¿cuál es el motivo por el que un proceso que en general tiene lugar en la línea progrediente, debe culminar en esos límites mnésicos que son las imagenes? Estas imagenes están cada vez más alejadas del plano cualitativo en que se produce la percepción, cada vez más despojadas, adquieren un carácter cada vez más asociativo se acercan cada vez más al nudo simbólico de la semejanza, la identidad y la diferencia, más allá, entonces, de lo que pertenece propiamente al nivel asociacionista.
¿Nos impone una tal interpretación nuestro análisis de lo propiamente figurativo que contiene el sueño de Irma? ¿Debemos considerar que lo que sucede a nivel de los sistemas asociativos, S¹, S², S³, etc., retorna prácticamente a la puerta de entrada primitiva de la percepción? ¿Hay aquí algo que nos obliga a adoptar este esquema, con lo que éste implica -como hizo notar Valabrega- de paradójico? En efecto, cuando hablamos de emergencia de los procesos inconscientes hacia la conciencia, estamos obligados a poner la conciencia a la salida, mientras que la percepción, de la que ella es sin embargo solidaria, se hallaría a la entrada.
La fenomenología del sueño de la inyección de Irma nos ha hecho distinguir dos partes. La primera desemboca en el surgimiento de la imagen terrorífica, angustiante, verdadera cabeza de Medusa; en la revelación de algo hablando estrictamente, innombrable, el fondo de esa garganta, de forma compleja, insituable, que hace de ella tanto el objeto primitivo por excelencia, el abismo del órgano femenino del que sale toda vida, como el pozo sin fondo de la boca por el que todo es engullido; y también la imagen de la muerte en la que todo acaba terminando, ya que en relación con la enfermedad de su hija, que pudo ser mortal, está la muerte de la enferma perdida en una época contigua a la de la enfermedad de su hija, considerada por Freud como quien sabe qué retaliación del destino por su negligencia profesional: una Matilde por otra, escribe. Hay, pues, aparición angustiante de una imagen que resume lo que podemos llamar revelación de lo real en lo que tiene de menos penetrable, de lo real sin ninguna mediación posible, de lo real último, del objeto esencial que ya no es un objeto sino algo ante lo cual todas las palabras se detienen y todas las categorías fracasan, el objeto de angustia por excelencia.
En la primera fase vemos, pues, a Freud acosando a Irma, reprochándole no escuchar lo que él procura hacerle comprender. Freud se mantenía exactamente dentro del estilo de relaciones de la vida vivida, ese estilo de búsqueda apasionada, demasiado apasionada diremos, y uno de los sentidos del sueño consiste, sin duda, en expresarlo formalmente, puesto que al final se trata de eso: la jeringa estaba sucia, la pasión del analista, la ambición de triunfar eran demasiado apremiantes, la contratransferencia era el obstáculo mismo.
¿Qué sucede en el momento en que el sueño alcanza su primer punto culminante? ¿Podemos hablar de proceso de regresión para explicar la profunda desestructuración que se produce entonces en lo vivido por el soñante? Las relaciones del sujeto cambian por completo. Este pasa a ser algo muy diferente: ya no hay un Freud, ya no hay nadie que pueda decir yo (je). Es el momento que califiqué de entrada del bufón, pues tal es, poco más o menos, el papel que representan los sujetos a los que Freud apela. Está en el texto: appell. La raíz latina del vocablo muestra el sentido jurídico que en este caso posee: Freud apela al consenso de sus semejantes, de sus iguales, de sus colegas, de sus superiores. Punto decisivo.
¿Podemos hablar aquí, sin más de regresión, incluso de regresión del ego? Noción ésta, por otra parte, muy diferente a la de regresión instintiva. Freud introduce la noción de regresión del ego en las lecciónes clasificadas bajo el título de I’ztroducción al psicoanálisis. Ella plantea el problema de si es posible introducir como si tal cosa la noción de etapas típicas del ego, con un desarrollo, fases, con un progreso normativo.
No quedará resuelta hoy la cuestión, pero sobre este tema conocen ustedes un trabajo que se puede calificar de fundamental, el de Anna Freud en El yo y los mecanismos de defensa. Hay que reconocer que dado el actual estado de cosas, es absolutamente imposible introducir la noción de un desarrollo típico, con estilo propio, del yo. Sería preciso que por su sola naturaleza el mecanismo de defensa nos indicara si hay un síntoma vinculado a él, en qué etapa del desarrollo psíquico de un yo figura. Aquí no hay nada que pueda ser insertado en un cuadro, a la manera de lo que se ha hecho, y tal vez demasiado, con el desarrollo de las relaciones instintivas. Actualmente somos totalmente incapaces de ofrecer, con respecto a los diferentes mecanismos de defensa enumerados por Anna Freud, un esquema genético que se asemeje así fuese mínimamente al que se puede dar del desarrollo de las relaciones instintivas.
Esto es lo que muchos autores tienden a suplir, y Erikson no dejó de hacerlo. Sin embargo, ¿tenemos necesidad de recurrir a ello para comprender ese viraje del sueño, ese paso de una fase a otra? No se trata de un estado anterior del yo sino, literalmente, de una descomposición espectral de la función del yo. Vemos aparecer la serie de los yo. Porque el yo está hecho de la serie de identificaciones que han representado para el sujeto un hito esencial, en cada momento histórico de su vida y de una manera dependiente de las circunstancias; encontrarán esto en Das Ich und das Es, que sucede a Más allá del principio del placer, punto pivote que estamos alcanzando tras haber efectuado este gran rodeo por las primeras etapas del pensamiento de Freud.
Esta descomposición espectral es, a todas luces, una descomposición imaginaria. Hacia esto quiero ahora dirigir vuestra atención.
La etapa del pensamiento de Freud que sigue a la Traumdentung es aquella en la cual, correlativamente a los Escritos técnicos que estudiamos el año pasado, se elabora la teoría del narcisismo con el artículo Zur Einfübrung des Narzissmus, al que no pudimos dejar de referirnos.
Si cabe atribuir un sentido a la teoría de Freud que nos muestra al narcisismo estructurando todas las relaciones del hombre con el mundo exterior, si debemos extraer de ella sus consecuencias lógicas, debemos hacerlo de un modo que converge incuestionablemente con todo aquello que sobre la elaboración de la aprehensión del mundo por el viviente nos fue dado durante estos últimos años en la línea del llamado pensamiento guestaltista.
La estructuración del mundo animal está dominada por cierto número de imagenes fundamentales que proporcionan a ese mundo sus líneas de fuerzas básicas. Con el mundo del hombre las cosas son muy diferentes, pues su estructuración está en apariencia muy neutralizada respecto a sus necesidades, extraordinariamente desconectada de ellas. Pues bien, la noción freudiana del narcisismo nos aporta una categoría que permite comprender que existe no obstante relación entre la estructuración del mundo animal y la del mundo humano.
¿Qué es lo que intenté hacer comprender con el estadio del espejo? Que lo más suelto, fragmentado y anárquico que hay en el hombre establece su relación con sus percepciones en el plano de una tensión totalmente original. El principio de toda unidad por él percibida en los objetos es la imagen de su cuerpo. Ahora bien, sólo percibe la unidad de esta imagen afuera, y en forma anticipada. A causa de esta relación doble que tiene consigo mismo, será siempre en torno a la sombra errante de su propio yo como se estructurarán todos los objetos de su mundo. Todos ellos poseerán un carácter fundamentalmente antropomórfico, digamos incluso egomórfico. El hombre evoca una y otra vez en esta percepción su unidad ideal, jamás alcanzada y que le escapa sin cesar. El objeto nunca es para él definitivamente el último objeto, salvo en ciertas experiencias excepcionales. Pero entonces se presenta como un objeto del cual el hombre está irremediablemente separado, y que le muestra la figura misma de su dehiscencia en el interior del mundo: objeto que por esencia lo destruye, lo angustia, que él no puede alcanzar, y en el que no puede encontrar verdaderamente su reconciliación, su adherencia al mundo, su complementariedad perfecta en el plano del deseo. El deseo tiene un carácter radicalmente desgarrado. La imagen misma del hombre le aporta una mediación, siempre imaginaria, siempre problemática y nunca lograda por completo. Ella se sostiene en una sucesión de experiencias instantáneas, y esta experiencia o bien aliena al hombre a sí mismo, o bien culmina en una destrucción, en una negación del objeto.
Si el objeto percibido afuera posee su propia unidad, ésta coloca al hombre que la ve en estado de tensión, porque se percibe a sí mismo como deseo, y como deseo insatisfecho. Inversamente, cuando aprehende su unidad, es por el contrario el mundo lo que para él se descompone, pierde su sentido, presentándose bajo un aspecto alienado y discordante. Esta oscilación imaginaria confiere a toda percepción humana la dramática subyacencia en la que es vivida, en cuanto incumbe verdaderamente a un sujeto.
Por consiguiente, no debemos buscar en una regresión la razón de los surgimientos imaginarios que carácterizan el sueño. En la medida en que un sueño llega tan lejos como puede hacerlo en el orden de la angustia, y en que se vive una aproximación a lo real último, asistimos a esa descomposición imaginaria que no es sino la revelación de las componentes normales de la percepción. Porque la percepción es una relación total con un cuadro dado, donde el hombre se reconoce siempre en alguna parte, y a veces se ve incluso en varios puntos. Si el cuadro de la relación con el mundo no es desrealizado por el sujeto, esto se debe a que incluye elementos que representan imagenes diversificadas de su yo, que son otros tantos puntos de inserción, de estabilización, de inercia. Así es como les enseño a interpretar los sueños en los controles: se trata de reconocer dónde está el yo del sujeto.
Encontramos esto ya en la Traumdentung, donde repetidas veces reconoce Freud que es él, Freud, quien está representado por tal o cual. Por ejemplo, cuando analiza el sueño del castillo, el de la guerra hispanoamericana, en el capitulo que hemos comenzado a estudiar, Freud dice: Yo no estoy en el sueno allí donde se cree. El personaje que acaba de morir, el comandante que está conmigo, ése soy yo. En el momento en que se alcanza algo de lo real en lo que tiene de más abisal, la segunda parte del sueño de la inyección de Irma pone en evidencia esos compuestos fundamentales del mundo perceptivo que constituye la relación narcisista. El objeto siempre está más o menos estructurado como la imagen del cuerpo del sujeto. En todo cuadro perceptivo siempre reaparece por algún lado el reflejo del sujeto, su imagen especular, y ella le confiere una cualidad, una inercia especial. Dicha imagen está disimulada, a veces por completo. Pero en el sueño, a causa del aligeramiento de las relaciones imaginarias se revela con facilidad en todo instante, tanto más cuanto que se ha alcanzado el punto de angustia en que el sujeto choca con la experiencia de su desgarramiento, de su aislamiento respecto al mundo. La relación humana con el mundo tiene algo de profunda, inicial, inauguralmente dañada.
Esto es lo que resulta de la teoría freudiana del narcisismo, en la medida en que este marco introduce ese algo de sin salida que carácteriza a todas las relaciones, y en especial a las relaciones libidinales del sujeto. La Verliebtheit es fundamentalmente narcisista. En el plano libidinal, el objeto nunca es aprehendido sino a través de la reja de la relación narcisista.
¿Qué sucede cuando vemos al sujeto sustituido por el sujeto policéfalo, la multitud que mencioné la vez pasada, una multitud en el sentido freudiano, esa de la que habla Massenpsychologie und Ich-Analyse, formada por la pluralidad imaginaria del sujeto, por el despliegue, la expansión de las diferentes identificaciones del ego? Primeramente se nos presenta como una abolición, como una destrucción del sujeto en cuanto tal. El sujeto transformado en esa imagen policéfala parece tener algo del acéfalo. Si existe una imagen que podría representarnos la noción freudiana del inconsciente ella es, sin duda, la de un sujeto acéfalo, un sujeto que ya no tiene ego, que desborda al ego, que está descentrado con relación al ego, que no es del ego. Pero, sin embargo, se trata del sujeto que habla, porque es el quien, a todos los personajes que están en el sueno, les hace pronunciar esos discursos insensatos que precisamente obtienen de ese carácter insensato su sentido.
En realidad, cuando en medio de la mayor cacofonía se hace oír el discurso de los múltiples ego, la objeción que interesa a Freud es su propia culpabilidad, en este caso con respecto a Irma. El objeto es destruido, si así puede decirse, y su culpabilidad de la cual se trata queda destruida, en efecto, con él. Como en el cuento del caldero agujereado, aquí no hubo crimen, puesto que, en primer lugar, la víctima-el sueño lo dice de mil formas-ya estaba muerta, es decir, ya estaba enferma de una enfermedad orgánica que Freud precisamente no podía tratar; en segundo lugar, el asesino, Freud, era inocente de toda intención de hacer el mal, y en tercer lugar, el crimen en cuestión fue curativo, porque esa enfermedad, la disentería-hay un juego de palabras entre disentería y difteria-, es justamente lo que liberará a la enferma: todo el mal, los malos humores, se Irán con ella.
En las asociaciones de Freud esto evoca un grotesco incidente que le fue dado oír en los días precedentes al sueño. Se trata de un médico de palabra tajante y oracular, y al mismo tiempo profundamente distraído-cuando están en su función de consultantes los médicos conservan a través del tiempo este carácter de personajes de comedia-, el cual emite su opinión sobre un caso donde se le hace notar que el sujeto tiene albúmina en la orina. Ante lo cual replica, con igual tono: No hay cuidado, la albúmina se eliminará por sí sola.
En esto desemboca, efectivamente, el sueño. La entrada en función del sistema simbólico en su empleo más radical y absoluto viene a abolir tan completamente la acción del individuo, que al mismo tiempo elimina su relación trágica con el mundo Equivalente paradójico y absurdo de Todo lo real es racional
La consideración estrictamente filosófica del mundo puede colocarnos, en efecto, en una suerte de ataraxia donde todo individuo está justificado según los motivos que le hacen actuar y que se conciben como algo que lo determina totalmente. Cualquier acción, al ser astucia de la razón, es igualmente válida. El uso extremado del carácter radicalmente simbólico de toda verdad hace perder, pues, su agudeza a la relación con la verdad. En medio de la marcha de las cosas, en medio del funcionamiento de la razón, el sujeto se encuentra desde el comienzo del juego con que ya no es más que un peón, empujado al interior de ese sistema y excluido de toda participación propiamente dramática, y por consiguiente trágica, en la realización de la verdad.
Hay aquí algo extremo y que ocurre en el límite del sueño. Freud reconoce en su total declaración de inocencia el móvil secreto de este sueño, el objetivo perseguido por lo que llama el deseo estructurante. Esto nos lleva a plantearnos el problema de la articulación entre lo imaginario y lo simbólico.
Ya les dejé percibir la función mediadora de lo simbólico cuando, al intentar encontrar una representación mecanicista de la relación interhumana, la tomé prestada de las experiencias más recientes de la cibernética. Supuse un cierto número de esos sujetos artificiales captados por la imagen de su semejante. Para que el sistema no se resumiera en una vasta alucinación concéntrica cada vez más paralizante, para que pudiera girar, hacía falta la intervención de un tercero regulador que debía poner entre ellos la distancia de un cierto orden dirigido
Pues bien, volvemos a encontrar lo mismo bajo otro ángulo: toda relación imaginaria se produce en una especie de tú o yo entre el sujeto y el objeto. Es decir: Sí eres tú, yo no soy. Si soy yo, eres tú el que no es. Aquí es donde interviene el elemento simbólico. En el plano imaginario los objetos sólo se presentan ante el hombre en relaciones evanescentes. En ellos el hombre reconoce su unidad, pero únicamente en el exterior. Y en la medida en que reconoce su unidad en un objeto, se siente en relación a éste en desasosiego.
La vida instintiva del hombre se carácteriza por el desasosiego, la fragmentación, la discordancia fundamental, la no adaptación esencial, la anarquía, que abren todas las posibilidades de desplazamiento, o sea de error: lo demuestra la experiencia misma del análisis. Además, puesto que el objeto sólo puede ser captado como espejismo, espejismo de una unidad imposible de ser reaprehendida en el plano imaginario, toda la relación objetal no puede sino estar afectada por una incertidumbre fundamental. Precisamente es esto lo que se revela en multitud de experiencias en las que el calificativo de psicopatológicas nada significa, puesto que están en contigüidad con muchas otras que son consideradas normales.
Aquí interviene la relación simbólica. El poder de nombrar los objetos estructura la percepción misma. El percipi del hombre no puede sostenerse sino en el interior de una zona de nominación. Mediante la nominación el hombre hace que los objetos subsistan en una cierta consistencia. Si sólo estuviesen en una relación narcisística con el sujeto, los objetos no serían percibidos nunca más que en forma instantánea. La palabra, la palabra que nombra, es lo idéntico. La palabra responde, no a la distinción espacial del objeto, siempre lista para disolverse en una identificación al sujeto, sino a su dimensión temporal. El objeto, constituido en un momento como semejante del sujeto humano, como doble de éste, presenta a pesar de todo una cierta permanencia de aspecto a través del tiempo, que no es indefinidamente durable, pues todos los objetos son perecederos. Esta apariencia que perdura algún tiempo sólo es estrictamente reconocible por intermedio del nombre. El nombre es el tiempo del objeto. La nominación constituye un pacto por el cual dos sujetos convienen al mismo tiempo en reconocer el mismo objeto. Si el sujeto humano no denomina como dice el Génesis que se hizo con el Paraíso terrenal-en primer lugar las especies principales, si los sujetos no se ponen de acuerdo sobre este reconocimiento, no hay mundo alguno, ni siquiera perceptivo, que pueda sostenerse más de un instante. Aquí se encuentra la articulación de la dimensión de lo simbólico en relación con lo imaginario.
En el sueño de la inyección de Irma, en el instante en que el mundo del soñante se sume en el mayor caos imaginario entra en juego el discurso, el discurso como tal, independientemente de su sentido puesto que es un discurso insensato. Se ve entonces al sujeto descomponerse y desaparecer. Este sueño implica el reconocimiento del carácter fundamentalmente acéfalo del sujeto, pasado un determinado límite. Este punto es designado por el AZ de la fórmula de la trimetilamina. Ahí está, en ese momento, el yo (je) del sujeto. Y no sin humor, ni sin vacilación, pues esto es casi un Witz, les propuse ver en ello la última palabra del sueño. En el punto en que la hidra ha perdido sus cabezas, una voz que ya no es sino la voz de nadie hace surgir la fórmula de la trimetilamina como la última palabra de lo que está en juego, la palabra de todo. Y esta palabra no quiere decir nada a no ser que es una palabra.
Esto, que posee un carácter casi delirante, lo es en efecto. Digamos que lo sería si el sujeto solo, Freud solo, analizando su sueño, intentara encontrar ahí, a la manera en que podría proceder un ocultista, la designación secreta del punto donde efectivamente reside la solución del misterio del sujeto y del mundo. Pero no está en absoluto solo. Cuando nos comunica el secreto de este misterio luciferiano Freud no está solo, enfrentado al sueño. Así como en un análisis el sueño se dirige al analista, Freud, en este sueño, ya se está dirigiendo a nosotros.
Freud sueña ya para la comunidad de los psicólogos, de los antropólogos. Cuando interpreta este sueño, se dirige a nosotros. Y por eso, ver la palabra en la última palabra absurda del sueño no es reducirlo a un delirio, puesto que Freud, por intermedio de este sueño, se hace oír por nosotros y nos encamina efectivamente hacia su objeto, la comprensión del sueño. No es simplemente para sí mismo que encuentra el Nemo o el alfa y omega del sujeto acéfalo, que representa su inconsciente. Es él, por el contrario, quien habla por intermedio de este sueño, y quien se percata de estarnos diciendo- – sin haberlo querido, sin haberlo reconocido en un principio, y reconociéndolo únicamente en su análisis del sueño, es decir, mientras nos habla – algo que es al mismo tiempo él y ya no lo es: Soy aquel que quiere ser perdonado por haber osado empezar a curar a estos enfermos, a quienes hasta hoy no se quería comprender y se desechaba curar. Soy aquel que quiere ser perdonado por esto. Soy aquel que no quiere ser culpable de ello, porque siempre es ser culpable transgredir un límite hasta entonces impuesto a la actividad humana. No quiero ser eso. En mi lugar están todos los demás. No soy allí sino el representante de ese vasto, vago movimiento que es la búsqueda de la verdad, en la cual yo, por mi parte, me borro. Ya no soy nada. Mi ambición fue superior a mí. La jeringa estaba sucia, no cabe duda. Y precisamente en la medida en que lo he deseado en demasía, en que he participado en esa acción y quise ser, yo, el creador, no soy el creador. El creador es alguien superior a mí. Es mi inconsciente, esa palabra palabra que habla en mí, más allá de mí.
Este es el sentido de este sueño.
Este análisis nos permitirá ahora avanzar y comprender cómo debemos concebir el instinto de muerte, la relación del instinto de muerte con el símbolo, con esa palabra que está en el sujeto sin ser la palabra del sujeto. Problema que sostendremos todo el tiempo que haga falta para que cobre cuerpo en nuestras mentes y podamos tratar de ofrecer, esta vez nosotros, una esquematización de la función del instinto de muerte. Empezamos a vislumbrar por qué es necesario que más allá del principio del placer, que Freud introduce como aquello que regula la medida del yo e instaura a la conciencia en sus relaciones con un mundo en el que se reconoce, por qué es necesario que, más allá, el instinto de muerte exista. Más allá de las homeostasis del yo existe una dimensión, una corriente distinta, una necesidad distinta, que hay que distinguir en su plano. No podemos hacer entrar en el principio del placer esa compulsión a volver de algo que fue excluido del sujeto o que nunca entró en él, lo Verdrangt, lo reprimido. Si el yo como tal se reencuentro y se reconoce, es que hay un más allá del ego, un inconsciente, un sujeto que habla, desconocido para el sujeto. Tenemos que suponer, entonces, un principio diferente.
¿Por qué lo llamó Freud instinto de muerte?
Esto es lo que intentaremos aprehender en nuestros encuentros ulteriores..