La libido. Deseo, deseo sexual, instinto. Resistencia del análisis. El más allá de Edipo. La vida sólo sueña en morir.
Hoy ahondaremos un poco en el problema de las relaciones entre la noción freudiana de instinto de muerte y lo que he denominado insistencia significativa.
Las preguntas que me formularon la vez pasada no me parecieron mal orientadas: todas ellas aludían a puntos muy sensibles. Lo que sigue ha de responder a algunas de ellas, e intentaré no olvidar hacérselo constatar de paso
Llegamos a una encrucijada radical de la posición freudiana, punto donde casi es posible decir cualquier cosa. Pero este cualquier cosa no es cualquier cosa, en el sentido de que, se diga lo que se diga, siempre será riguroso para quien sepa oírlo.
En efecto, el punto al que arribamos no es otro que el deseo, y lo que de él puede formularse a partir de nuestra experiencia, ¿una antropología, una cosmología?, no hay cómo expresarlo.
Aunque aquí esté el centro de lo que Freud nos llama a comprender en el fenómeno de la enfermedad mental, por sí sólo es algo tan subversivo que no se piensa más que en alejarse de el.
Para hablar del deseo, una noción se ha impuesto en primer plano, la libido. Esta noción, lo que ella implica, ¿es adecuada al nivel en que se establece vuestra acción, es decir, el de la palabra ?
La libido permite hablar del deseo en términos que implican una objetivación relativa. Es, si así lo quieren, una unidad de medida cuantitativa. Cantidad que no saben medir, que no saben qué es pero que siempre suponen que está allí. Esta noción cuantitativa les permite unificar las variaciones de los efectos cualitativos y dar coherencia a su sucesión.
Entendamos correctamente lo que quiere decir efectos cualitativos. Hay estados, cambios de estado. Para explicar su sucesión y sus transformaciones ustedes recurren, de manera más o menos implícita, a la noción de un umbral y al mismo tiempo de un nivel y una constancia. Suponen una unidad cuantitativa, indiferenciada y susceptible de entrar en relaciones de equivalencia. Si tal unidad no puede descargarse, alcanzar su expansión normal, esparcirse, se producen desbordamientos a partir de los cuales se manifiestan otros estados. Se hablará así de transformaciones, regresiones, fijaciones, sublimaciones de la libido, término único cuantitativamente concebido.
La noción de libido fue surgiendo poco a poco de la experiencia freudiana, y originariamente no supone este elaborado empleo. Pero cuando aparece, o sea en los Tres ensayos, cumple ya la función de unificar las diferentes estructuras de las fases de la sexualidad. Reparen ustedes en que, si bien el trabajo data de 1905, la parte referida a la libido es de 1915, es decir, poco más o menos la época en que la teoría de las fases, con la introducción de las investiduras narcisistas, alcanza una extremada complicación.
La noción de libido es, entonces, una forma de unificación del campo de los efectos psicoanalíticos. Quisiera ahora hacerles notar que su uso se sitúa en la línea tradicional de cualquier teoría como tal, que tiende a culminar en un mundo, terminas ad que». de la física clásica, o en un campo unitario, ideal de la física einsteniana. No es que podamos remitir nuestro pobre campito al campo físico universal, pero la libido es solidaria del mismo ideal.
No es casual que a ese campo unitario se lo llame teórico, pues es el sujeto ideal y único de una theoria, intuición y hasta contemplación, cuyo conocimiento exhaustivo se supone nos permitiría engendrar tanto la totalidad de su pasado como la totalidad de su porvenir. Es evidente que no hay allí sitio alguno para lo que sería una realización nueva, un Wirken, o, hablando con propiedad, una acción.
Nada más alejado de la experiencia freudiana.
La experiencia freudiana parte de una noción exactamente opuesta a la perspectiva teórica. Empieza por postular un mundo del deseo. Lo postula antes de cualquier especie de experiencia, antes de consideración alguna sobre el mundo de las apariencias y el mundo de las esencias. El deseo se instituye en el interior del mundo freudiano en el que se despliega nuestra experiencia, lo constituye, y no hay instante del menor manejo de nuestra experiencia en que esto pueda ser borrado.
El mundo freudiano no es un mundo de cosas, no es un mundo del ser, es un mundo del deseo como tal.
A la famosa relación de objeto con la que hoy nos relamemos, se tiende a convertirla en un modelo, pattern de la adaptación del sujeto a sus objetos normales. Pero este término, en la medida en que podamos servirnos de él en la experiencia analítica, sólo cobra sentido a partir de nociones tales como evolución de la libido, estadio pregenital, estadio genital. ¿Es posible decir que de la libido dependen la estructura, la madurez, el perfecciónamiento del objeto? En el estadio genital se supone que la libido hace surgir en el mundo un objeto nuevo, una estructuración diferente, otro tipo de existencia del objeto, que libido es solidaria del consuma su plenitud, su madurez. Y esto nada tiene que ver con lo que es tradicional en la teoría de las relaciones del hombre con el mundo: la oposición del ser a la apariencia.
En la perspectiva clásica, teórica , entre sujeto y objeto hay coaptación, co-nacimiento; juego de palabras que conserva su entero valor, porque la teoría del conocimiento está en el centro de toda elaboración de la relación del hombre con su mundo. El sujeto tiene que adecuarse a la cosa, en una relación de ser a ser: relación de un ser subjetivo, pero bien real, de un ser que se sabe ser, con un ser que se sabe que es.
El campo de la experiencia freudiana se establece en un registro de relaciones muy diferente. El deseo es una relación de ser a falta. Esta falta es, hablando con propiedad, falta de ser. No es falta de esto o de aquello, sino falta de ser por la cual el ser existe.
Esta falta está más allá de todo lo que puede presentarla. Sólo es presentada como reflejo sobre un velo. La libido, pero no en su empleo teórico en tanto cantidad cuantitativa, es el nombre de lo que anima el conflicto básico que constituye el fondo de la acción humana.
Creemos necesariamente que en el centro, las cosas están efectivamente ahí, sólidas, instaladas, esperando ser reconocidas, y que el conflicto está al margen. Pero, ¿qué nos enseña la experiencia freudiana sino que lo que sucede en el llamado campo de la conciencia, es decir, en el plano del reconocimiento de los objetos, es igualmente engañoso respecto de lo que el ser busca? En la medida en que la libido crea los diferentes estadios del objeto, los objetos nunca son eso, salvo a partir del momento en que serían totalmente eso gracias a una maduración genital de la libido, cuya experiencia conserva en el análisis un carácter, hay que decirlo, inefable, ya que en cuanto se lo quiere articular se incurre en toda clase de contradicciónes, incluyendo el callejón sin salida del narcisismo.
El deseo, función central de toda la experiencia humana, es deseo de nada nombrable.Y ese deseo es lo que al mismo tiempo está en la fuente de toda especie de animación. Si el ser no fuera más que lo que es, ni siquiera habría lugar para hablar de él. El ser llega a existir en función misma de esta falta. Es en función de esta falta, en la experiencia de deseo, como el ser llega a un sentimiento de sí con respecto al ser. Sólo de la búsqueda de ese más allá que no es nada vuelve al sentimiento de un ser consciente de sí, que no es sino su propio reflejo en el mundo de las cosas. Porque es el compañero de los seres que están ahí, ante él, y que, en efecto, no se saben.
El ser consciente de sí, transparente a sí mismo, que la teoría clásica coloca en el centro de la experiencia humana, aparece desde esta perspectiva como una forma de situar, en el mundo de los objetos, ese ser de deseo que no puede verse como tal, salvo en su falta. En esa falta de ser se percata de que el ser le falta, y de que el ser está ahí, en todas las cosas que no se saben ser. Y se imagina como un objeto más, porque no ve otra diferencia. Dice: Yo soy aquel que sabe que soy. Por desdicha, si bien sabe quizá que es, no sabe absolutamente nada de lo que es. Esto es lo que falta en todo ser.
En suma, hay una confusión entre el poder de erección de una aflicción fundamental por la cual el ser se eleva como presencia sobre fondo de ausencia, y lo que comúnmente llamamos poder de la conciencia, toma de conciencia, que es tan sólo una forma neutra y abstracta, incluso abstractificada, del conjunto de los espejismos posibles.
Las relaciones entre los seres humanos se establecen verdaderamente más acá del campo de la conciencia. Es el deseo el que consuma la estructuración primitiva del mundo humano, el deseo en cuanto inconsciente. Tenemos que apreciar deste este ángulo la dimensión del paso de Freud.
Revolución copernicana a fin de cuentas ésta es, como ven, una metáfora grosera. Es indudable que Copérnico hizo una revolución, pero la hizo en el mundo de las cosas que están determinadas y que son determinables. El paso de Freud constituye, he de decir, una revolución en sentido contrario, por que la estructura del mundo antes de Copérnico se debía precisamente a que mucho del hombre estaba allí de antemano. Y, a decir verdad, nunca se lo decantó por completo, aunque se lo haya hecho en apreciable medida.
El paso de Freud no se explica por la simple experiencia caduca del hecho de tener que cuidar a tal o cual; este paso es realmente correlativo a una revolución que se instaura en todo el campo de lo que el hombre puede pensar de sí y de su experiencia; en todo el campo de la filosofía, pues hay que llamarlo por su nombre.
Esta revolución reintroduce al hombre en el mundo como creador. Pero de su creación arriesga verse totalmente desposeído por la sencilla maniobra, siempre puesta de lado por la teoría clásica, que consiste en decir: Dios no es embustero.
Esto es tan esencial que al respecto Einstein permaneció en el mismo punto que Descartes. El Señor, decía, es sin duda un poquito artero, pero no deshonesto. Era esencial para su organización del mundo que Dios no fuera embustero. De eso, empero, precisamente nada sabemos.
El punto decisivo de la experiencia freudiana podría resumirse en lo siguiente: recordemos que la conciencia no es universal. La experiencia moderna se ha despertado de una vieja fascinación por la propiedad de la conciencia, y considera la existencia del hombre en su estructura propia, que es la estructura del deseo. He aquí el único punto a partir del cual puede explicarse que haya hombres. No hombres en cuanto manada, sino hombres que hablan, con una palabra que introduce en el mundo algo que gravita tan pesadamente como todo lo real.
Hay una profunda ambigüedad en nuestro modo de servirnos del término deseo. A veces lo objetivamos, y claro está que debemos hacerlo, aunque sólo fuese para hablar de él. Otras, por el contrario, lo situamos como primitivo con respecto a toda objetivación.
En realidad, el deseo sexual no tiene nada de objetivado en nuestra experiencia. No es una abstracción y tampoco una x depurada, como pasó a ser en física la noción de fuerza. Es indudable que nos sirve- y es muy cómodo- para describir cierto ciclo biológico, o, más exactamente, cierto número de ciclos más o menos ligados a aparatos biológicos. Pero con lo que debemos vérnosla es con un sujeto que está ahí, que es verdaderamente deseante, y el deseo en cuestión es previo a cualquier especie de conceptualización: toda conceptualización sale de él. La prueba de que el análisis nos lleva efectivamente a considerar así las cosas, es que la mayor parte de aquello de lo cual el sujeto cree poseer una certeza reflexiva no es para nosotros sino la disposición superficial, racionalizada, justificada secundariamente, de lo que fomenta su deseo, que confiere a su mundo y a su acción su curvatura esencial.
Si estuviésemos operando en el mundo de la ciencia, si bastara con cambiar las condiciones objetivas para obtener efectos diferentes, si el deseo sexual respondiera a ciclos objetivados, no nos quedaría sino el abandono del análisis. ¿Cómo podría influir sobre el deseo sexual, así definido, una experiencia de palabra, salvo por la entrada en el pensamiento mágico?
No fue Freud quien descubrió que la libido es determinante en el comportamiento humano. Aristóteles da ya de la histérica una teoría basada en el hecho de que el útero era un animalito que vivía en el interior del cuerpo de la mujer, y que cuando no se le daba de comer se revolvía con impúdica fuerza. Está claro que tomó este ejemplo porque no quiso tomar otro mucho más evidente, el órgano sexual masculino, que no necesita de teórico alguno para llamar la atención con sus resurgimientos.
Sólo que Aristóteles nunca pensó que las cosas se arreglarían dándole discursos a ese animalito que está en el vientre de la mujer. Dicho de otro modo, y como decía un cantante que, en su obscenidad, de vez en cuando caía presa de una especie de sagrado furor lindante con el profetismo: Eso no come pan, eso no habla, y encima eso no entiende nada. No entiende razones. Si en esta materia da resultado una experiencia de palabra, es sin duda porque estamos en un lugar distinto al de Aristóteles.
Obviamente, el deseo del que se trata en el análisis no carece de relaciones con ese otro deseo.
¿Por qué al deseo, en el nivel en que se sitúa en la experiencia freudiana, se nos incita a encarnarlo en ese otro deseo?
Me dice usted, estimado señor Valabrega, que en el sueño hay una cierta satisfacción de deseo. Supongo que alude a los sueños de los niños, como también a toda clase de satisfacción alucinatoria de deseo.
Pero, ¿qué nos dice Freud? De acuerdo, en el niño no hay elaboración del deseo, durante el día tiene ganas de comer cerezas y por la noche sueña con cerezas. No obstante, Freud no deja de subrayar que, aún en esta etapa infantil, el deseo del sueño, al igual que el del síntoma, es un deseo sexual. Jamás dará su brazo a torcer.
Vean el Hombre de los lobos. Con Jung, la libido se diluye en los intereses del alma, la gran soñadora, el centro del mundo, la encarnación etérea del sujeto. Freud se opone absolutamente a esto, en un momento sin embargo extraordinariamente escabroso en que está tentado de someterse a la reducción junguiana,, ya que advierte entonces que la perspectiva del pasado del sujeto quizá sea tan sólo fantasmática.. Queda abierta la puerta para pasar de la noción del deseo orientado, cautivado por espejismos, a la noción del espejismo universal: No es lo mismo.
Que Freud preserve el término de deseo sexual cada vez que se trata del deseo, cobra toda su significación en los casos en los que es evidente que se trata de otra cosa, por ejemplo de alucinación de las necesidades. La cosa parece completamente natural: ¿por qué no habrían de alucinarse las necesidades? Se lo cree tanto más fácilmente cuanto que hay una suerte de espejismo en segundo grado, llamado espejismo del espejismo Dado que tenemos la experiencia del espejismo, es muy natural que él esté ahí. Pero a partir del momento en que se reflexiona, debemos asombrarnos de la existencia de espejismos, y no sólo de lo que nos muestran.
No nos detenemos lo suficiente en la alucinación del sueño del niño o del hambriento. No reparamos en un menudo detalle, cuando el niño ha deseado cerezas durante el día, no sueña solamente con cerezas. Por citar a la pequeña Anna Freud, ya que de ella se trata, en su lenguaje infantil, donde faltan algunas consonantes, ella sueña también con flan, con pastel, así como el personaje que se está muriendo de inanición no sueña con el trozo de pan y el vaso de agua que podrán satisfacer su hambre, sino con comidas pantagruélicas.
O. MANNONI:—El sueño de las cerezas y el del pastel no son el mismo.
El deseo en cuestión, incluso el que calificamos de no elaborado, ya está más allá de la coaptación de la necesidad. Hasta el más simple de los deseos es sumamente problemático.
O. MANNONI:—El deseo no es el mismo, pues ella cuenta su sueno.
Bien sé que usted entiende admirablemente lo que digo. Es cierto, de eso se trata, pero esto no es evidente para todos, e intento llevar la evidencia allí donde pueda alcanzar a la mayor cantidad de personas posible. Déjeme permanecer en el nivel en que me mantengo.
Al fin y al cabo, en este nivel existencial sólo podemos hablar adecuadamente de la libido de manera mítica: es la genitrix, hominum divumque voluptas. De eso se trata en Freud. Lo que aquí reaparece se expresaba otrora a nivel de los dioses y antes de convertirlo en signo algebraico hay que tomar algunas precauciones. Los signos algebraicos son sumamente útiles, pero a condición de restituirles sus dimensiones. Esto es lo que intento hacer cuando les hablo de máquinas.
¿En qué momento nos habla Freud de un más allá del principio del placer? En el momento en que los analistas se han internado por el camino de lo que Freud les enseñó, y creen saber. Freud les dice que el deseo es el deseo sexual, y le creen. Ese es, precisamente, su error: porque no comprenden qué quiere decir.
¿Por qué casi siempre el deseo es otra cosa que lo que aparenta ser? ¿Por qué es lo que Freud llama deseo sexual? La razón queda velada, tan velada como lo está, para quien experimenta el deseo sexual, el más allá que busca detrás de una experiencia sometida, en la naturaleza entera. a todas las trampas
Si hay oigo que, no sólo en la experiencia vivida sino también en la experiencia experimental, manifiesta la eficacia del señuelo en el comportamiento animal, ese algo es la experiencia sexual. Nada más fácil que engañar a un animal sobre las connotaciones que hacen de un objeto, cualquiera sea su apariencia, aquello hacia lo cual se dirigirá como a su pareja. Las Gestalten cautivantes,, los mecanismos de desencadenamiento innatos, se inscriben en el registro de pavoneo y del pareo.
Cuando Freud afirma que el deseo sexual está en el centro del deseo humano, todos sus seguidores le creen, tanto le creen que quedan persuadidos de que es muy sencillo y lo único que falta es hacer la ciencia de ello, la ciencia del deseo sexual, fuerza constante. Basta con apartar los obstáculos, y la cosa marchará sola. Basta con decirle al paciente: usted no se da cuenta, pero el objeto está ahí. Esto es lo que en primera instancia se presenta como la interpretación.
Pero la cosa no marcha. En ese momento-es el punto de viraje dice que el sujeto resiste. ¿Por qué se dice esto? Porque Freud también lo dijo. Pero qué quiere decir resistir se comprendió tanto como se comprendió deseo sexual. Se piensa que hay que empujar. Y es ahí donde el propio analista sucumbe al señuelo. Les mostré lo que significaba la insistencia del lado del sujeto sufriente.. Pues bien, el analista se pone en el mismo nivel, insiste a su manera, y en forma evidentemente mucho más necia, ya que consciente.
Desde la perspectiva que acabo de abrirles, son ustedes quienes provocan la resistencia. La resistencia, en el sentido en que la entienden, o sea una resistencia que resiste, sólo resiste porque ustedes hacen presión encima. Por parte del sujeto, no hay resistencia. Se trata de liberar la insistencia existente en el síntoma. Lo que el propio Freud llama en esta ocasión inercia, no es una resistencia: como cualquier clase de inercia, es una especie de punto ideal. Son ustedes quienes para entender lo que pasa, la suponen. No están errados, siempre y cuando no olviden que se trata de vuestra hipótesis. Esto significa, simplemente, que hay un proceso, y que para comprenderlo ustedes imaginan un punto cero. La resistencia sólo empieza a partir del momento en que desde ese punto cero intentan, en efecto, hacer avanzar al sujeto.
En otros términos, la resistencia es el estado actual de una interpretación del sujeto. Es la forma en que, en ese mismo momento, el sujeto interpreta el punto en que está. Dicha resistencia es un punto ideal abstracto. Son ustedes quienes llaman a eso resistencia. Esta significa, simplemente, que no puede avanzar más de prisa, y ante eso ustedes no tienen nada que decir. El sujeto está en el punto en que está. Se trata de saber si avanza o no. Es obvio que no tiene ninguna tendencia a avanzar, pero por poco que hable, por mínimo que sea el valor de lo que dice, lo que dice es su interpretación del momento, y la secuencia de lo que dice es el conjunto de sus interpretaciones sucesivas. Para ser exactos, la resistencia es una abstracción que ustedes meten ahí para orientarse. Introducen la idea de un punto muerto al que llaman resistencia, y de una fuerza que hace que eso avance. Hasta ahí es correcto. Pero si de esto pasan a la idea de que la resistencia es algo que se debe liquidar, como se escribe a diestra y siniestra, van a dar al absurdo puro y simple. Tras haber creado una abstracción, dicen: hay que hacer desaparecer esa abstracción, es preciso que no haya inercia.
Resistencia hay una sola: la resistencia del analista. El analista resiste cuando no comprende lo que tiene delante. No comprende lo que tiene delante cuando cree que interpretar es mostrarle al sujeto que lo que desea es tal objeto sexual. Se equivoca. Lo que imagina que es aquí objetivo, sólo es una pura y simple abstracción. Es él quien está en estado de inercia y de resistencia.
Por el contrario, de lo que se trata es de enseñarle al sujeto a nombrar, a articular, a permitir la existencia de ese deseo que, literalmente, está más acá de la existencia, y por eso insiste. Si el deseo no osa decir su nombre, es porque el sujeto todavía no ha hecho surgir ese nombre.
Pueden apreciar que la acción eficaz del análisis consiste en que el sujeto llegue a reconocer y a nombrar su deseo. Pero no se trata de reconocer algo que estaría allí, totalmente dado, listo para ser coaptado. Al nombrarlo, el sujeto crea, hace surgir, una nueva presencia en el mundo. Introduce la presencia como tal, y, al mismo tiempo, cava la ausencia como tal. Unicamente en este nivel es concebible la acción de la interpretación.
Por cuanto, en virtud de un balanceo, siempre estamos colocándonos entre el texto de Freud y la experiencia, vuelvan al texto y verán que Más allá sitúa cabalmente el deseo más allá de todo ciclo instintivo definible por sus condiciones.
Para dar cuerpo a lo que estoy intentando articular ante ustedes, les dije que teníamos un ejemplo, que tomé porque cayó en mis manos: el ejemplo de Edipo cuando Edipo se ha consumado, el más allá de Edipo.
No es casual que Edipo sea el héroe patronímico del complejo de Edipo. Se habría podido escoger otro, ya que todos los héroes de la mitología griega tienen alguna relación con este mito, lo encarnan bajo otras facetas, muestran otros de sus aspectos. Si Freud se orientó hacia éste, no fue sin motivo.
En su vida misma, Edipo es todo él ese mito. Edipo mismo no es otra cosa que el paso del mito a la existencia. Poco nos importa que haya existido o no, pues tras una forma más o menos reflejada existe en cada uno de nosotros, está en todas partes, y existe mucho más que si hubiera existido realmente
Podemos decir que una cosa existe o no existe realmente Por el contrario, y a propósito de la cura tipo, me asombró ver a un colega oponer el término realidad psíquica al de realidad verdadera. Pienso haber colocado sin embargo a todos ustedes en un estado de sugestión suficiente como para que este término les parezca una contradicción in adjecto.
El hecho de que una cosa exista realmente, o no, tiene poca importancia. Puede perfectamente existir en el pleno sentido del término, aunque no exista realmente. Toda existencia posee, por definición, algo de tan improbable que, en efecto, perpetuamente nos preguntamos sobre su realidad.
Por lo tanto, Edipo existe, y ha realizado plenamente su destino. Lo realizó hasta este término, que ya no es sino algo idéntico a una fulminación, a un desgarramiento, a una laceración por sí mismo: el no ser ya nada, absolutamente nada. Y en ese preciso momento es cuando pronuncia estas palabras que la vez pasada les recordé: Ahora cuando nada soy, acaso me convierto en hombre?
Se trata de una frase que arranqué de su contexto, y tengo que devolverla a él para evitar que queden prendados de cierta ilusión, por ejemplo la de que en este caso el término hombre tendría una significación cualquiera. No tiene estrictamente ninguna, en la medida misma en que Edipo alcanzó la plena realización de la palabra de los oráculos que señalaban ya su destino incluso antes de que naciera. Fue antes de su nacimiento cuando les fueron dichas a sus padres las cosas por las cuales debía ser precipitado hacia su destino, esto es, que debía abandonárselo colgando de un pie tan pronto naciese. Edipo realiza su destino a partir de este acto inicial. Todo está, pues, completamente escrito, y se cumplió hasta el final, incluido el que Edipo lo asumiese con su acto. Yo, dice, no tengo nada que ver. El pueblo de Tebas, en su exaltación, me dio esta mujer como recompensa por haberlo librado de la Esfinge, y a ese tipo, que yo no sabía quién era, le rompí la cara; era viejo, qué puedo hacerle, y pegué un poco fuerte, yo era corpulento, hay que decirlo.
Acepta su destino en el momento de mutilarse, pero ya lo había aceptado cuando aceptó ser rey. Es como rey que atrae sobre la ciudad todas las maldiciones, y que hay un orden de los dioses, una ley de recompensas y castigos. Es perfectamente lógico que todo recaiga sobre Edipo, pues él es el nudo central de la palabra. Se trata de saber si lo aceptará o no. Edipo piensa que a fin de cuentas es inocente, pero lo acepta hasta el final, puesto que se desgarra. Y pide que se le permita asentarse en Colona, en el recinto sagrado de las Euménides. Realiza así la palabra hasta el final.
En Tebas, mientras tanto, sigue el parloteo. Se les dice a los de Tebas: ¡Un momento! Os habéis pasado un poco de la raya. Estuvo muy bien que Edipo se castigara. No obstante lo encontrasteis repugnante y lo expulsasteis. Sin embargo, la vidafutura de Tebas dependeprecisamente de esa palabra encarnada que no habéis sabido reconocer cuando estaba ahí, con sus efectos de desgarramiento, de anulación del hombre. Lo habéis exiliado. Pobre de Tebas si no lo traéis de vuelta, y aunque no sea dentro de los límites del territorio, que sea al menos exactamente al lado, para que no se os escape. Si la palabra que es su destino se va de paseo, también se lleva el vuestro. Atenas recogerá la suma de existencia verdadera que él encarna, y afirmará sobre vosotros todas las superioridades, conocerá todos los triunfos.
Corren tras él. Enterado de que va a recibir visitas, embajadores de toda clase, sabios, políticos, fanáticos, su hijo, Edipo dice: Ahora, ¿cuándo nada soy, me convierto en hombre?
Aquí comienza el más allá del principio del placer. Cuando la palabra está completamente realizada, cuando la vida de Edipo ha pasado completamente a su destino, ¿qué queda de Edipo? Esto es lo que nos muestra Edipo en Colona: el drama esencial del destino, la ausencia absoluta de caridad, de fraternidad, de nada que tenga relación con lo que llamamos sentimientos humanos.
¿En qué se resume el tema de Edipo en Colona? El coro dice: Más vale, a fin de cuentas, no haber nacido nunca, y, si se ha nacido, morir lo más pronto posible. Y Edipo invoca, sobre la posteridad, y sobre la ciudad por la cual fue ofrecido en holocausto, la maldición más radical: lean las maldiciones dirigidas a Polinices, su hijo.
Además, está la denegación de la palabra, que se cumple en el recinto al borde del cual se despliega todo el drama, el del lugar donde no está permitido hablar, punto central donde el silencio es de rigor porque allí moran las diosas vengadoras, las que no perdonan y que alcanzan al ser humano en todos los recodos. Cada vez que se pretende sacarle a Edipo tres palabras, le hacen salir de allí un poco, porque si las dice en ese sitio la cosa terminará mal.
Lo sagrado siempre tiene razones de ser. ¿Por qué hay siempre un sitio donde es menester que las palabras se detengan? Quizá para que en ese recinto subsistan.
¿Qué sucede entonces? Edipo muere. Esta muerte se produce en condiciones muy particulares. Aquel que de lejos ha seguido con su mirada a los dos hombres que avanzan hacia el centro del lugar sagrado, se vuelve y ahora sólo ve a uno de ellos, cubriéndose el rostro con el brazo en actitud de sagrado horror. Se tiene la impresión de que no es algo muy agradable de mirar, una especie de volatilización de la presencia de aquel que ha pronunciado sus últimas palabras. Creo que Edipo en Colona alude en este punto a vaya a saber qué cosa mostrada en los misterios, que aquí están todo el tiempo como trasfondo. Pero en cuanto a nosotros, si quisiera dar una imagen iría a buscarla, una vez más, en Edgar Poe.
Edgar Poe bordeó incesantemente el tema de las relaciones entre la vida y la muerte, y lo hizo de un modo no exento de alcance. Como eco a esta licuefacción de Edipo pondré la Historia del señor Valdemar.
Se trata de una experiencia sobre la sustentación del sujeto en la palabra por el camino de lo que entonces llaman magnetismo, forma de teorización de la hipnosis: alguien es hipnotizado in articulo mortis a fin de ver qué sucede. Es un hombre que se encuentra en el final de su vida; sólo le queda un pedacito de pulmón, en cualquier otra parte se está muriendo. Le han explicado que si quiere ser un héroe de la humanidad, no tiene más que hacérselo saber al hipnotizador. Si se pusiera manos a la obra en las horas precedentes a la exhalación de su último suspiro, podría verse lo que pasa. Es una bella imaginación de poeta, y llega mucho más lejos que nuestras tímidas imaginaciones médicas, aunque volquemos todo nuestro esfuerzo en esta vía.
En efecto, el sujeto pasa a mejor vida, y durante varios meses permanece en un estado de agregación suficiente para ser ano aceptable: un cadáver sobre un lecho que, de vez en cuando, habla para decir estoy muerto.
Esta situación, merced a toda clase de artificios y golpes en los flancos para tranquilizarse, dura hasta el momento en que se procede al despertar, logrado mediante pases contrarios a los que adormecen; y del desdichado se obtienen algunos gritos: Dese prisa o vuelva a dormirme, haga algo pronto, es horrible.
Ya dijo hace seis meses que estaba muerto, pero cuando se lo despierta, el señor Valdemar no es más que una licuefacción repugnante, una cosa que no posee nombre en lengua alguna, la aparición desnuda, pura y simple, brutal, de ese rostro imposible de mirar de frente que está como trasfondo en todas las imaginaciones del destino humano, que está más allá de toda calificación y para la cual la palabra carroña es absolutamente insuficiente, la caída total de esa especie de hinchazón que es la vida Ia burbuja se hunde y se disuelve en el purulento líquido inanimado.
En el caso de Edipo se trata de eso. Edipo-todo lo demuestra desde el comienzo de la tragedia-, ya no es más que la hez de la tierra, el desecho, el residuo, cosa vaciada de toda apariencia especiosa.
Edipo en Colona, cuyo ser está íntegramente en la palabra formulada por su destino, presentifica la conjunción de la muerte y la vida. Vive con una vida que es muerte, muerte que está ahí exactamente debajo de la vida. A esto nos conduce también el extenso texto en el cual Freud nos dice: No vayan a creer que la vida es una diosa exaltante surgida para culminar en la más bella de las formas, no crean que hay en la vida la menor fuerza de cumplimiento y progreso. La vida es una hinchazón, un moto, no se carácteriza por otra cosa— y así lo escribieron muchos otros aparte de Freud —que por su aptitud para la muerte.
La vida es eso: un rodeo, un rodeo obstinado, por sí mismo transitorio, caduco y desprovisto de significación. ¿Por qué razón en ese punto de sus manifestaciones llamado hombre, algo se produce que insiste a través de esa vida y que se llama sentido? Nosotros le decimos humano, pero, ¿es esto tan seguro? ¿Es tan humano el sentido? Un sentido es un orden, es decir, un surgimiento. Un sentido es un orden que surge. En él una vida insiste en entrar, pero él expresa quizás algo que está totalmente más allá de ella, pues cuando vamos a la raíz de esa vida y detrás del drama del paso a la existencia, sólo encontramos la vida unida a la muerte. A esto nos conduce la dialéctica freudiana.
La teoría freudiana puede parecer, hasta cierto punto, explicarlo todo, incluido lo vinculado con la muerte, dentro del marco de una economía libidinal cerrada, regulada por el principio del placer y el retorno al equilibrio, que supone relaciones de objeto definidas. La coalescencia de la libido con actividades que en apariencia le son contrarias, por ejemplo la agresividad es atribuida a la identificación imaginaria. En lugar de romperle la cabeza al otro que tiene delante, el sujeto se identifica y vuelve contra Si mismo esa dulce agresividad, concebida como una relación libidinal de objeto y basada en lo que llaman instintos del yo, es decir, las necesidades de orden y armonía. Hay que comer: cuando la alacena está vacía, se embucha uno a su semejante. Aquí la aventura libidinal está objetivada en el orden viviente, y se supone que los comportamientos de los sujetos, su interagresividad, están condicionados y se explican por un deseo fundamentalmente adecuado a su objeto.
La significación de Más allá del principio del placer es que esto no alcanza. El masoquismo no es un sadismo invertido, el fenómeno de la agresividad no se explica simplemente en el plano de la identificación imaginaria. Freud nos enseña con el masoquismo primordial que la última palabra de la vida, cuando fue desposeída de su palabra, no puede ser sino la maldición última expresada al final de Edipo en Colona.. La vida no quiere curarse. La reacción terapéutica negativa le es sustancial. Por lo demás, ¿qué es la curación? La realización del sujeto por una palabra que viene de otra parte y lo atraviesa.
La vida de la que estamos cautivos, vida esencialmente alienada, ex-sistente, vida en el otro, está como tal unida a la muerte, retorna siempre a la muerte, y sólo es llevada hacia circuitos cada vez más amplios y apartados, por eso que Freud llama elementos del mundo exterior.
La vida sólo piensa en descansar lo más posible mientras espera la muerte. Es lo que come el tiempo del lactante al comienzo de su existencia, por sectores horarios que no le dejan abrir sino apenas un ojo cada tanto. Traicioneramente hay que sacarlo de ahí para que alcance ese ritmo por el cual nos ponemos en concordancia con el mundo. Si el deseo sin nombre puede aparecer a nivel del deseo de dormir, del que usted, Valabrega,,,,,, hablaba el otro día, ello se debe a que constituye un estado intermedio: el letargo es el estado vital más natural. La vida sólo sueña en morir. Morir, dormir, soñar quizá, como dijo cierto señor, precisamente en el momento en que de eso se trataba: to be or not to be.
Este to be or not to be es un asunto completamente verbal.
Un cómico muy ocurrente intentaba mostrarnos cómo Shakespeare había dado con eso, mientras se rascaba la cabeza: to be or not…, y volvía a empezar, to be or not… to be. Si causa gracia es porque en ese momento se perfila toda la dimensión del lenguaje. El sueño y el chiste se sitúan en el mismo nivel de surgimiento.
Tomen esta frase, evidentemente no muy graciosa: Más valdría no haber nacido. Causa asombro enterarse de que en el mayor dramaturgo de la Antigüedad esto se perfilaba en una ceremonia religiosa. ¡Miren si se lo dijera en misa! Los cómicos se ocuparon de hacerlo divertido. Más valdría no haber nacido -Desgraciadamente, responde el otro, sucede apenas una vez cada cien mil.
¿Por qué es esto ingenioso?
En primer lugar, porque juega con las palabras, elemento técnico indispensable. Más valdría no haber nacido. ¡Desde luego! Significa que aquí hay una unidad impensable de la que no se puede decir absolutamente nada antes de que pase a la existencia, a partir de lo cual, en efecto, puede insistir, pero se podría concebir que no insistiera, y que todo volviese al reposo y el silencio universales -dice Pascal- de los astros. Es perfectamente cierto, puede serlo en el momento en que se lo dice más valdría no haber nacido. Lo ridículo es decirlo, y entrar en el orden del cálculo de probabilidades. Lo ingenioso sólo es ingenioso porque está lo suficientemente cerca de nuestra existencia como para anularla mediante la risa. Los fenómenos del sueño, de la psicopatología de la vida cotidiana, de la agudeza, se situan en esta zona.
Es muy importante que lean La agudeza y sus relaciones con lo inconsciente. El rigor de Freud nos deja estupefactos, pero Freud no da del todo la última palabra, a saber, que todo lo que participa propiamente de lo ingenioso se sostiene en el nivel vacilante en que la palabra está ahí. Si no estuviera ahí, no existiría nada.
Consideren el más estúpido de los cuentos, el del señor que está en la panadería y pretende no tener que pagar nada.
Primero tiende la mano y pide un pastel, devuelve este pastel y pide un vaso de licor, lo bebe, y cuando le dicen que pague el vaso de licor, responde: He dado a cambio un pastel. —Pero el pastel tampoco lo ha pagado—. Pero no lo comí. Hay intercambio, pero, ¿cómo pudo empezar? Fue preciso que en determinado momento algo entrara en el círculo del intercambio. Era menester, pues, que el intercambio ya estuviese establecido. Es decir que, a fin de cuentas, siempre estamos pagando el vasito de licor con un pastel que no hemos pagado.
Los cuentos de casamenteros, que son absolutamente sublimes, también divierten por esa razón. Esa que usted me presentó tiene una madre insoportable.-Oiga, no se casará usted con la madre sino con la hija.-Pero no es demasiado bonita, ni muy joven.-Le será más fiel aún.-Y no posee mucho dinero.-Usted quisiera que tuviese todas las cualidades. Y así sigue. El que casa, el casamentero, casa en otro plano y no en el de la realidad, ya que el plano del compromiso, del amor, nada tiene que ver con la realidad. Por definición, el casamentero, pagado para engañar, nunca puede caer en realidades grotescas.
Es siempre en el empalme de la palabra, a nivel de su aparición, de su emergencia, de su surgescencia, donde se produce la manifestación del deseo. El deseo surge en el momento de encarnarse en una palabra, surge con el simbolismo.
Obviamente, el simbolismo se aúna a cierto número de esos signos naturales, de esos lugares en los que el ser humano está cautivado. Hay incluso un amago de simbolismo en la captura instintiva del animal por el animal. Pero no es eso lo que constituye el simbolismo, sino el Merken simbolizante, que hace existir lo que no existe. Marcar las seis caras de un dado, hacerlo rodar: de este dado que rueda surge el deseo. No digo deseo humano porque, al fin y al cabo, el hombre que juega con el dado es cautivo del deseo puesto así en juego. No conoce el origen de su deseo, que rueda con el símbolo escrito sobre las seis caras.
¿Por qué sólo el hombre juega con el dado? ¿Por qué no hablan los planetas?
Preguntas que por hoy dejo abiertas.