Homosexualidad y paranoia. La palabra y el estribillos. Automatismo y endoscopia. El conocimiento paranoico. Gramática del inconsciente.
La vida del psicoanalista — como me lo recordaron mis analizados varias veces el mismo día— la vida del psicoanalista no es color de rosa.
La comparación que puede hacerse entre el analista y un basurero se justifica. Es necesario, en efecto, que aguante todo el día comentarios cuyo valor ciertamente es dudoso, aún más para el sujeto que se los comunica que para él mismo. Este es un sentimiento que el psicoanalista, si lo es de verdad, no sólo está acostumbrado a superar desde hace mucho, sino pura y simplemente a abolirlo en su práctica.
Debo decir en cambio, que ese sentimiento renace con toda fuerza cuando nos vemos obligados a recorrer el conjunto de los trabajos que constituyen la literatura analítica. No hay ejercicio más desconcertante para la atención científica que el tener que enterarse, en un breve período de tiempo, de los puntos de vista desarrollados acerca de los mismos temas por los autores. Nadie parece percatarse de las contradicciónes, tan flagrantes como permanentes, que son puestas en juego cada vez que intervienen los conceptos fundamentales.
1)
Saben que el psicoanálisis explica el caso del presidente Schreber, y la paranoia en general, por un esquema según el cual la pulsión inconsciente del sujeto es una tendencia homosexual.
Llamar la atención sobre el conjunto de hechos que se agrupan en torno a una noción como ésta fue, sin duda, una novedad capital que cambió profundamente la perspectiva sobre la patogenia de la paranoia. En lo tocante a saber, empero, qué es esta homosexualidad, en qué punto de la economía del sujeto interviene, cómo determina la psicosis, creo poder dar fe de que en ese sentido sólo se han esbozado los caminos más imprecisos, incluso los más opuestos.
Se habla de defensa contra la supuesta irrupción — ¿por qué dicha irrupción en determinado momento?— de la tendencia homosexual. Pero esto dista mucho de llevar consigo su prueba, si se da al término defensa un sentido un tanto preciso; cosa que se evita cuidadosamente hacer a fin de continuar cogitando en las tinieblas. Resulta claro, empero, que hay allí una constante ambigüedad, y que esa defensa mantiene con la causa que la provoca una relación que dista mucho de ser unívoca. Se considera que o bien ayuda a mantener determinado equilibrio, o bien provoca la enfermedad.
También se asegura que las determinaciones iniciales de la psicosis de Schreber deben buscarse en los momentos en que se desencadenan las diferentes fases de su enfermedad. Saben que tuvo hacia 1886 una primera crisis, y se intenta, gracias a sus Memorias, mostrar sus coordenadas: había presentado en ese entonces, nos dicen, su candidatura al Reichstag. Entre esta crisis y la segunda, o sea durante ocho años, el magistrado Schreber es normal, con la salvedad de que su esperanza de paternidad no se ve colmada. Al término de este período, ocurre que accede, de modo hasta cierto punto prematuro, al menos en una edad que no permitía preverlo, a una función muy elevada: presidente de la Corte de apelaciones de Leipzig. Esta función, de carácter eminente, le confiere, se dice, una autoridad que lo eleva a una responsabilidad, no exactamente entera, pero si más plena y pesada que todas cuantas hubiese podido esperar, lo cual crea la impresión de que hay una relación entre esta promoción y el desencadenamiento de la crisis.
En otras palabras, en el primer caso se destaca el hecho de que Schreber no pudo satisfacer su ambición, en el segundo que la misma se vio colmada desde el exterior, de un modo que se califica casi como inmerecido. Se otorga a ambos acontecimientos el mismo valor desencadenante. Se hace constar que el presidente Schreber no tuvo hijos, por lo cual se asigna a la noción de paternidad un papel primordial. Pero se afirma simultáneamente que el temor a la castración renace en el, con una apetencia homosexual correlativa, porque accede finalmente a una posición paterna. Esta sería la causa directa del desencadenamiento de la crisis, que acarrea todas las distorsiones, las deformaciones patológicas, los espejismos, que progresivamente evolucionarán hacia el delirio. Por supuesto, que los personajes masculinos del ambiente medico estén presentes desde el principio, que sean nombrados unos después de otros, y que ocupen sucesivamente el centro de la persecución muy paranoide que es la del presidente Schreber, muestra suficientemente su importancia. Es, en suma, una transferencia, que ciertamente no debe tomarse del todo en el sentido en que ordinariamente la entendemos, pero que es algo de ese orden, relaciónado de manera singular con quienes tuvieron que cuidarlo. Sin duda, la elección de los personajes está así explicada de modo suficiente, pero, antes de satisfacerse con esta coordinación de conjunto, convendría percatarse de que al motivarla, se descuida por completo la prueba por el contrario. Descuidamos percatarnos de que se otorga al temor a la lucha y al éxito prematuro el valor de un signo de igual sentido, positivo en ambos casos. Si el presidente Schreber entre sus dos crisis, hubiera llegado por casualidad a ser padre, se pondría el énfasis en esto, y se daría todo su valor al hecho de que no hubiera soportado esa función paterna. Resumiendo, la noción de conflicto siempre se utiliza de modo ambigüo: se coloca en el mismo plano lo que es fuente de conflicto y la ausencia de conflicto, la cual es más difícil de ver. El conflicto deja, podemos decir, un lugar vacío, y en el lugar vacío del conflicto aparece una reacción, una construcción, una puesta en juego de la subjetividad.
Esta indicación sólo está destinada a mostrarles en obra la misma ambigüedad que aquella a la que me referí la clase pasada, la ambigüedad de la significación misma del delirio, que aquí concierne a lo que habitualmente se llama el contenido, y que preferiría llamar el decir psicótico.
Creen que están ante alguien que se comunica con ustedes porque les habla en el mismo lenguaje. Luego, sobre todo si son psicoanalistas, tendrán la impresión, siendo lo que dice tan comprensible, de que es alguien que penetró de manera más profunda que el común de los mortales en el mecanismo mismo del sistema inconsciente. En algún lado en su segundo capítulo, Schreber lo expresa al pasar: Me fueron dadas luces raras veces dadas a un mortal.
Mi discurso de hoy versará sobre esta ambigüedad que hace que el sistema mismo del delirante nos dé los elementos de su propia comprensión.
2)
Quienes asisten a mi presentación de enfermos saben que presenté la última vez una psicótica muy evidente, y recordarán el trabajo que me costó obtener de ella el signo, el estigma, que probaba que se trataba verdaderamente de una delirante, y no simplemente de una persona de carácter difícil que riñe con la gente que la rodea.
El interrogatorio sobrepasó ampliamente la hora y media antes de que apareciese claramente que en el limite de ese lenguaje, del que no había modo de hacerla salir, había otro. El lenguaje, de sabor particular y a menudo extraordinario que es el del delirante. Lenguaje en que ciertas palabras cobran un énfasis especial, una densidad que se manifiesta a veces en la forma misma del significante, dándole ese carácter francamente neológico tan impactante en las producciónes de la paranoia. En boca de nuestra enferma del otro día, por fin surgió la palabra galopinar, que rubricó todo lo dicho hasta entonces.
La enferma era víctima de algo muy diferente a la frustración de su dignidad, de su independencia, de sus pequeños asuntos. Este término de frustración forma parte desde hace algún tiempo del vocabulario del común de la gente: ¿quién no está todo el día hablando de las frustraciones que sufrió o sufrirá, o que los demás sufren a su alrededor? Ella estaba en otro mundo evidentemente, mundo donde ese término galopinar, y, sin duda, muchos otros que ocultó, constituyen los puntos de referencia esenciales.
Los detengo aquí un instante para que sientan hasta qué punto son necesarias las categorías de la teoría lingüística con las que intenté familiarizarlos el año pasado.
Recuerdan que en lingüística existen el significante y el significado, y que el significante debe tomarse en el sentido del material del lenguaje. La trampa, el agujero, en el que no hay que caer, es creer que los objetos, las cosas, son el significado. El significado es algo muy distinto: la significación, les expliqué gracias a San Agustín que es tan lingüista como Benveniste, remite siempre a la significación, vale decir a otra significación. El sistema del lenguaje, cualquiera sea el punto en que lo tomen, jamás culmina en un índice directamente dirigido hacia un punto de la realidad, la realidad toda está cubierta por el conjunto de la red del lenguaje. Nunca pueden decir que lo designado es esto o lo otro, pues aunque lo logren, nunca sabrán por ejemplo qué designo en esta mesa, el color, el espesor, la mesa en tanto objeto, o cualquier otra cosa. Demorémonos ante este pequeño fenómeno, muy simple, que es galopinar en boca de la enferma del otro día. Schreber mismo señala a cada momento la originalidad de determinados términos de su discurso. Cuando habla, por ejemplo, de Nervenanhang, adjunción de nervios, precisa claramente que esa palabra le fue dicha por las almas examinadas o los rayos divinos.
Son palabras claves, y él mismo señala que nunca hubiese encontrado su fórmula, palabras originales, palabras plenas, harto diferentes de las palabras que emplea para comunicar su experiencia. El mismo no se engaña al respecto, hay allí planos diferentes.
A nivel del significante, en su carácter material, el delirio se distingue precisamente por esa forma especial de discordancia con el lenguaje común que se llama neologismo. A nivel de la significación, se distingue justamente— hecho que sólo puede surgir si parten de la idea de que la significación remite siempre a otra significación— porque la significación de esas palabras no se agota en la remisión a una significación.
Esto se observa tanto en el texto de Schreber como en presencia de un enfermo.
La significación de esas palabras que los detienen tiene como propiedad el remitir esencialmente a la significación en cuanto tal. Es una significación que fundamentalmente no remite más que a sí misma, que permanece irreductible. El enfermo mismo subraya que la palabra en sí misma pesa. Antes de poder ser reducida a otra significación, significa en sí misma algo inefable, es una significación que remite ante todo a la significación en cuanto tal.
Lo vemos en ambos polos de todas las manifestaciones concretas de que son sede estos enfermos. Cualquiera sea el grado que alcance la endofasia que cubre el conjunto de los fenómenos a los que están sujetos, hay dos polos donde este carácter es llevado al punto más eminente, como lo subraya bien el texto de Schreber, dos tipos de fenómenos donde se dibuja el neologismo: la intuición y la fórmula.
La intuición delirante es un fenómeno pleno que tiene para el sujeto un carácter inundante, que lo colma. Le revela una perspectiva nueva cuyo sello original, cuyo sabor particular subraya, tal como lo hace Schreber cuando habla de la lengua fundamental a la que su experiencia lo introdujo. Allí, la palabra —con su pleno énfasis, como cuando se dice la palabra clave— es el alma de la situación.
En el extremo opuesto, tenemos la forma que adquiere la significación cuando ya no remite a nada. Es la fórmula que se repite, se reitera, se machaca con insistencia estereotipada. Podemos llamarla, en oposición a la palabra, el estribillo. Ambas formas, la más plena y la más vacía, detienen la significación, son una especie de plomada en la red del discurso del sujeto. Característica estructural que, en el abordaje clínico, permite reconocer la rúbrica del delirio.
Precisamente por ello ese lenguaje que puede engañarnos en un primer abordaje del sujeto, incluso a veces hasta en el más delirante, nos lleva a superar esa noción y a formular el término de discurso. Porque estos enfermos, no hay duda, hablan nuestro mismo lenguaje. Si no hubiese este elemento nada sabríamos acerca de ello. La economía del discurso, la relación de significación a significación, la relación de su discurso con el ordenamiento común del discurso, es por lo tanto lo que permite distinguir que se trata de un delirio.
Intenté en otra época esbozar el análisis del discurso del psicótico en un artículo publicado en los Annales médicopsychologiques hacia los años treinta. Se trataba de un caso de esquizofasia, donde pude hacer notar en todos los niveles del discurso, semantema tanto como taxema, la estructura de lo que se llama, quizá no sin razón, pero no sabiendo sin duda el alcance de este término, la desintegración esquizofrénica.
Les hablé de lenguaje. Al respecto deben palpar al pasar a insuficiencia,, la mala intención, que traduce la fórmula de esos analistas que dicen: Hay que hablarle al paciente en su lenguaje. Sin duda, quienes dicen cosas tales deben ser perdonados como todos los que no saben lo que dicen. Evocar de modo tan somero lo que está en juego es signo de un retorno precipitado, de un arrepentimiento. Se cumple, se pone uno rápidamente en regla, con la salvedad de que tan sólo revela su condescendencia, y a qué distancia se mantiene el objeto del que se trata, a saber, el paciente. Ya que también él está ahí, pues bien, hablemos su lenguaje, el de los simples y los idiotas. Marcar esta distancia, hacer del lenguaje un puro y simple instrumento, un modo de hacerse comprender por quienes nada comprenden, es eludir completamente lo que está en Juego: la realidad de la palabra.
Abandono un momento a los analistas. ¿Alrededor de qué gira la discusión psiquiátrica del delirio, llámese fenomenología, psicogénesis u organogénesis? ¿Qué significan, por ejemplo, los análisis extremadamente penetrantes de un Clérambault?
Algunos piensan que la cuestión es saber si el delirio es o no un fenómeno orgánico. Lo cual sería, según parece, sensible en la fenomenología misma. Perfecto, pero examinemos el asunto más detenidamente.
¿El enfermo habla? Si no distinguimos el lenguaje y la palabra, es cierto, habla, pero habla como la muñeca perfecciónada que abre y cierra los ojos, absorbe líquido, etcétera. Cuando un C!érambault analiza los fenómenos elementales, busca su rúbrica en la estructura, mecánica, serpiginosa y Dios sabe qué otros neologismos. Pero incluso en este análisis, la personalidad, nunca definida, es siempre supuesta, ya que todo se apoya en el carácter ideogénico de una comprensibilidad primera, en los lazos de los afectos y de su expresión lenguajera se supone que esto es obvio, y de allí parte la demostración.
Se dice: el carácter automático de lo que se produce es demostrable por la fenomenología misma, y esto prueba que el trastorno no es psicogenético. Pero el fenómeno es definido como automático en función de una referencia en sí misma psicogenética. Se supone que hay un sujeto que comprende de por sí, y que se mira.
¿Cómo serían si no captados los demás fenómenos como ajenos?
Observen que éste no es el problema clásico que detuvo a toda la filosofía después de Leibniz,, es decir al menos a partir del momento en que se enfatizó la conciencia como fundamento de la certeza: ¿el pensamiento, para ser pensamiento, debe obligatoriamente pensarse pensante? ¿Debe todo pensamiento obligatoriamente percatarse de que está pensando lo que piensa? Tan lejos de ser simple está esto que abre de inmediato un juego de espejos sin fin: si está en la naturaleza del pensamiento pensarse pensante, habrá un tercer pensamiento que se pensará pensamiento pensante, y así sucesivamente. Este problemita, nunca resuelto, basta por sí sólo para demostrar la insuficiencia del fundamento del sujeto en el fenómeno del pensamiento como transparente a sí mismo. Pero ese no es el asunto.
A partir del momento en que admitimos que el sujeto tiene conocimiento en cuanto tal del fenómeno parasitario, vale decir como subjetivamente inmotivado, como inscrito en la estructura del aparato, en la perturbación de las supuestas vías neurológicas de facilitación, no podemos escapar a la noción de que el sujeto tiene una endoscopia de lo que sucede realmente en sus aparatos. Es una necesidad que se impone a toda teoría que hace de fenómenos intra- orgánicos el centro de lo que sucede en el sujeto. Freud aborda las cosas más sutilmente que otros autores, pero igualmente se ve forzado a admitir que el sujeto está en algún lado, en un punto privilegiado donde una endoscopia de lo que pasa en su interior le está permitida.
La noción no sorprende a nadie cuando se trata de las endoscopias más o menos delirantes que tiene el sujeto acerca de lo que pasa en el interior de su estómago o de sus pulmones, pero es más delicada a partir del momento en que se trata de fenómenos intracerebrables. Los autores, por lo general sin percatarse de ello, se ven obligados a admitir que el sujeto tiene cierta endoscopia de lo que pasa dentro del sistema de fibras nerviosas.
Sea un sujeto que es objeto de un eco de un pensamiento.
Admitamos con Clérambault que se debe a una derivación producida por una alteración cronoáxica: uno de los dos mensajes intracerebrales, de los dos telegramas, podríamos decir, esta frenado, y llega con retraso respecto al otro, por lo tanto haciéndole eco. Para que este retraso sea registrado, es necesario que haya un punto privilegiado donde esa localización puede hacerse, donde el sujeto anota la discordancia eventual entre ambos sistemas. Cualquiera sea el modo en que se construya la teoría organogenética o automatice, esta no escapa a la consecuencia de que existe ese punto privilegiado. En suma, se es más psicogenetista que nunca.
¿Cual es ese punto privilegiado si no es el alma? Con la salvedad de que se es todavía más idólatra que quienes le otorgan la más grosera realidad situándola en una fibra, en un sistema, en lo que el mismo presidente Schreber designaba como la fibra única vinculada a la personalidad. Habitualmente se lo llama función de síntesis, siendo lo propio de una síntesis el tener en algún lado su punto de convergencia: aunque ideal, ese punto existe.
Entonces, aunque nos hagamos los organogenetistas o psicogenetistas, estaremos obligados a suponer siempre en algún lado una entidad unificante. ¿Basta ella acaso para explicar el nivel de los fenómenos de la psicosis? La esterilidad de ese género de hipótesis es deslumbrante. Si el psicoanálisis revelo algo significativo, esclarecedor, iluminante, fecundo, abundante, dinámico, lo hizo trastocando las minúsculas construcciónes psiquiátricas desarrolladas durante decenios con ayuda de estas nociones puramente funcionales cuyo pivote esencial estaba constituido forzosamente por el yo, que las camuflaba todas.
Pero, ¿cómo abordar lo nuevo que aportó el psicoanálisis sin recaer en el camino trillado por un atajo diferente, multiplicando los yo, a su vez diversamente camuflados?
El único modo de abordaje conforme con el descubrimiento freudiano es formular la pregunta en el registro mismo en que el fenómeno aparece, vale decir en el de la palabra. El registro de la palabra crea toda la riqueza de la fenomenología de la psicosis, allí vemos todos sus aspectos, descomposiciones, refracciónes. La alucinación verbal, que es fundamental en ella, es precisamente uno de los fenómenos más problemáticos de la palabra.
¿No hay forma acaso de detenerse en el fenómeno de la palabra en cuanto tal?
¿No vemos, simplemente al considerarlo, desprenderse una estructura primera, esencial y evidente, que permite hacer distinciones que no son míticas, vale decir que no suponen que el sujeto está en alguna parte?
¿Qué es la palabra? El sujeto habla, ¿sí o no? La palabra: detengámonos un instante sobre este hecho.
¿Qué distingue una palabra de un registro de lenguaje? Hablar es ante todo, hablar a otros. Muy a menudo coloqué en primer plano en mi enseñanza esta carácterística que parece simple a primera vista: hablar a otros.
Desde hace algún tiempo, ocupa el primer plano de las preocupaciones de la ciencia la noción de qué es un mensaje. Para nosotros, la estructura de la palabra, lo dije cada vez que tuvimos que emplear aquí este término en su sentido propio, es que el sujeto recibe su mensaje del otro en forma invertida. La palabra plena, esencial, la palabra comprometida, esta fundada en esta estructura. Tenemos de ella dos formas ejemplares.
La primera, es fides, la palabra que se da, el Tú eres mi mujer o el Tú eres mi amo, que quiere decir: Tú eres lo que aún está en mi palabra, y esto, sólo puedo afirmarlo tomando la palabra en tu lugar. Esto viene de ti para encontrar allí la certeza de lo que comprometo. Esta palabra es una palabra que te compromete a ti. La unidad de la palabra en tanto que fundante de la posición de ambos sujetos es ahí manifiesta.
Si no les resulta evidente, la contraprueba, como siempre, lo es mucho más.
El signo en el que se reconoce la relación de sujeto a sujeto, y que la diferencia de la relación del sujeto al objeto, es el fingimiento, revés de la fides. Están en presencia de un sujeto en la medida en que lo que dice y hace —es lo mismo— puede suponerse haber sido dicho y hecho para engañarlos, con toda la dialéctica que esto entraña, incluyendo en ella el que diga la verdad para que crean lo contrario. Conocen el cuento judío, puesto en evidencia por Freud, del personaje que dice: Voy a Cracovia. Y el otro responde: ¿Por qué me dices que vas a Cracovia? Me lo dices para hacerme creer que vas a otro lado. Lo que el sujeto me dice está siempre en una relación fundamental con un engaño posible, donde me envía o recibo el mensaje en forma invertida.
Ven pues la estructura bajo sus dos fases, las palabras fundantes y las palabras mentirosas, engañosas en cuanto tales.
Hemos generalizado la noción de comunicación. Estamos casi a punto, al menos en el momento en que estamos, de rehacer toda la teoría de lo que ocurre en los seres vivientes en función de la comunicación. Lean aunque sea un poco a Norbert Wiener, esto lleva excesivamente lejos. Entre sus numerosas paradojas, introduce el curioso mito de la transmisión telegráfica de un hombre de París a Nueva York mediante el envío de informaciones exhaustivas sobre todo lo que constituye a ese individuo. Como la transmisión de información no tiene límites, la re-síntesis punto por punto, la re-creación automatice de toda su identidad real en un punto alejado, es pensable. Cosas como esta son una curiosa trampa caza-bobos ante la que todos se maravillan, espejismo subjetivo que se deshace en cuanto se hace notar que el milagro sería el mismo si telegrafiáramos a dos centímetros de distancia. Eso hacemos ni más ni menos cuando nos desplazamos a dos centímetros de distancia. Esta prodigiosa confusión basta para mostrar que la noción de comunicación debe ser manejada con prudencia.
Por mi parte, dentro de la noción de comunicación en tanto que generalizada, especifico qué es la palabra en tanto hablar al otro. Es hacer hablar al otro en cuanto tal. Escribimos, si les parece bien, ese otro con una A mayúscula. ¿Por que con una A mayúscula? Por una razón sin duda delirante, como ocurre siempre que nos vemos obligados a introducir signos suplementarios a los que el lenguaje brinda.
La razón delirante es aquí la siguiente. Tú eres mi mujer: después de todo, ¿qué sabe uno? Tú eres mi amo: de hecho, ¿como estar seguro? El valor fundante de estas palabras está precisamente en que lo apuntado por el mensaje, así como lo manifiesto en el fingimiento, es que el Otro está ahí en tanto que Otro absoluto. Absoluto, es decir que es reconocido, pero no conocido. Asimismo, lo que constituye el fingimiento es que, a fin de cuentas, no saben si es o no un fingimiento. Esta incógnita en la alteridad del Otro es lo que carácteriza esencialmente la relación de palabra en el nivel en que es hablada al otro.
Voy a mantenerlos algún tiempo a nivel de esta descripción estructural, porque sólo a partir de ella pueden formularse los problemas. ¿Sólo esto distingue a la palabra? A lo mejor, pero es seguro que tiene otras carácterísticas: no sólo habla al otro, habla también del otro en tanto objeto. De esto exactamente se trata cuando un sujeto les habla de él.
Tomen la paranoica del otro día, la que empleaba el término galopinar. Cuando les habla saben que es un sujeto por el hecho de que trata de engatusarlos. Cuando dicen que, desde el punto de vista clínico, están simplemente ante un delirio parcial, no dicen otra cosa. Precisamente en la medida en que me tomo hora y media sacarle su galopinar en que durante todo ese tiempo me tuvo en jaque y se mostró sana de espíritu, está en el límite de lo que puede ser percibido clínicamente como delirio. Lo que llaman, en nuestra jerga, la parte sana de la personalidad, se basa en que ella le habla al otro, que es capaz de burlarse de él. En esa medida, existe como sujeto.
Ahora bien, hay otro nivel. Habla de ella, y sucede que lo hace un poco más de lo que quisiera. Nos percatamos entonces de que delira. Habla de nuestro objeto común: el otro con una a minúscula. Sigue hablando ella, pero hay otra estructura que, por cierto, no se entrega por completo. No es exactamente como si hablase de cualquier cosa; me habla de algo que para ella es muy interesante, ardiente, habla de algo donde continúa comprometiéndose de todos modos; en suma, testimonia.
Intentemos penetrar un poco la noción de testimonio. ¿Acaso el testimonio es también pura y simplemente comunicación? De ningún modo. Pero está claro que todo lo que para nosotros tiene valor en tanto que comunicación, es del orden del testimonio.
La comunicación desinteresada, en última instancia, no es sino un testimonio falido, o sea, algo sobre lo cual todo el mundo está de acuerdo. Todos saben que ese es el ideal de la transmisión del conocimiento. Todo el pensar de la comunidad científica esta basado en la posibilidad de una comunicación cuyo término se zanja en una experiencia respecto a la cual todo el mundo puede estar de acuerdo. La instauración misma de la experiencia esta en función del testimonio.
Estamos aquí ante otro tipo de alteridad. No puedo retomar todo lo que dije en otra época sobre lo que llamé el conocimiento paranoico, porque deberé retomarlo sin cesar en el seno de mi discurso de este año, pero voy a darles una idea de lo que era.
Designé así, en mi primera comunicación al grupo de Evolution psychiatrique, que en ese momento tema una originalidad bastante notable, lo que apunta a las afinidades paranoicas de todo conocimiento de objeto en cuanto tal. Todo conocimiento humano tiene su fuente en la dialéctica de los celos, que es una manifestación primordial de la comunicación Esta es una noción genérica observable, conductalmente observable. Entre niños pequeños lo que sucede entraña ese transitivismo fundamental que se expresa en el hecho de que un niño que le pego a otro puede decir: el otro me pegó. No miente: el es el otro, literalmente.
Sobre este fundamento se diferencia el mundo humano del mundo animal. El objeto humano se distingue por su neutralidad y su proliferación indefinida. No depende de la preparación de ninguna coaptación instintiva del sujeto, como hay coaptación, enganche de las valencias químicas entre sí. El hecho de que el mundo humano esté cubierto de objetos se fundamenta en que el objeto del interés humano es el objeto del deseo del otro.
¿Como es esto posible? Porque el yo humano es el otro, y al comienzo el sujeto esta más cerca de la forma del otro que del surgimiento de su propia tendencia. En el origen el es una colección incoherente de deseos -éste es el verdadero sentido de la expresión cuerpo fragmentado- y la primera síntesis del ego es esencialmente alter ego, está alienada. El sujeto humano deseante se constituye en torno a un centro que es el otro en tanto le brinda su unidad, y el primer abordaje que tiene del objeto es el objeto en cuanto objeto del deseo del otro.
Esto define, en el seno de la relación de palabra, algo que proviene de un origen diferente: exactamente la distinción entre lo imaginario y lo real. En el objeto esta incluida una alteridad primitiva, por cuanto primitivamente es objeto de rivalidad y competencia. Sólo interesa como objeto de deseo del otro.
El conocimiento paranoico es un conocimiento instaurado en la rivalidad de los celos, en el curso de esa identificación primera que intenté definir a partir del estadio del espejo. Esta base de rivalidad y competencia en el fundamento del objeto es, precisamente, lo que es superado en la palabra, en la medida en que concierne al tercero.
La palabra es siempre pacto, acuerdo, nos entendemos, estamos de acuerdo: esto te toca a ti, esto es mío, esto es esto y esto es lo otro. Pero el carácter agresivo de la competencia primitiva deja su marca en toda especie de discurso sobre el otro con minúscula, sobre el Otro en cuanto tercero, sobre el objeto. No por nada testimonio en latín se denomina testis, siempre se testimonia sobre los propios cojones. Siempre hay compromiso del sujeto y lucha virtual en la cual el organismo está siempre latente, en todo lo que es del orden del testimonio.
Esta dialéctica entraña siempre la posibilidad de que yo sea intimado a anular al otro. Por una sencilla razón: como el punto de partida de esta dialéctica es mi alienación en el otro, hay un momento en que puedo estar en posición de ser a mi vez anulado porque el otro no está de acuerdo. La dialéctica del inconsciente implica siempre como una de sus posibilidades la lucha, la imposibilidad de coexistencia con el otro.
Aquí reaparece la dialéctica del amo y el esclavo. La Fenomenología del Espíritu, no agota probablemente todo lo que está en juego en ella, pero, ciertamente no podemos desconocer su valor psicológico y psicogénico. La constitución del mundo humano en cuanto tal se produce en una rivalidad esencial, en una lucha a muerte primera y esencial. Con la salvedad de que asistimos al final a la reaparición de las apuestas.
El amo le quitó al esclavo su goce, se apodero del objeto del deseo en tanto que objeto del deseo del esclavo, pero perdió en la misma jugada su humanidad. Para nada estaba en juego el objeto del goce, sino la rivalidad en cuanto tal. ¿A quien debe su humanidad? Tan sólo al reconocimiento del esclavo. Pero como él no reconoce al esclavo, este reconocimiento no tiene literalmente valor alguno. Como suele ocurrir habitualmente en la evolución concreta de las cosas, quien triunfó y conquisto el goce se vuelve completamente idiota, incapaz de hacer otra cosa más que gozar, mientras que aquel a quien se privó de todo conserva su humanidad.
El esclavo reconoce al amo, y tiene pues la posibilidad de ser reconocido por él. Iniciará la lucha a través de los siglos para lograrlo.
Esta distinción entre el Otro con mayúscula, es decir el Otro en tanto que no es conocido, y el otro con minúscula, vale decir el otro que es yo, fuente de todo conocimiento, es fundamental. En este intervalo, en el ángulo abierto entre ambas relaciones debe ser situada toda la dialéctica del delirio. La pregunta es la siguiente: en primer término ¿el sujeto les habla?; en segundo, ¿de qué habla?
No responderé a la primera pregunta. ¿Es una palabra verdadera? Al inicio no podemos saberlo. En cambio, ¿de qué les habla? De él, sin duda, pero primero de un objeto diferente a los demás, de un objeto que está en la prolongación de la dialéctica dual: les habla de algo que le habló.
El fundamento mismo de la estructura paranoica es que el sujeto comprendió algo que él formula, a saber, que algo adquirió forma de palabra, y le habla. Nadie, obviamente, duda de que sea un ser fantasmático, ni siquiera él, pues siempre esta en posición de admitir el carácter perfectamente ambigüo de la fuente de las palabras que se le dirigen. El paranoico testimonia acerca de la estructura de ese ser que habla al sujeto.
Deben notar desde ya la diferencia de nivel que hay entre la alienación como forma general de lo imaginario, y la alienación en la psicosis. No se trata de identificación, sencillamente, o de un decorado que se inclina hacia el lado del otro con minúscula. A partir del momento en que el sujeto habla hay un Otro con mayúscula. Si no, el problema de la psicosis no existiría. Los psicóticos serían máquinas con palabra.
Toman en consideración su testimonio precisamente por cuanto les habla. El asunto es saber cuál es la estructura de ese ser que le habla, que todo el mundo está de acuerdo en definir como fantasmático. Es, precisamente, el S en el sentido en que lo entiende el análisis, pero un S más un punto de interrogación. ¿Cuál es esa parte, en el sujeto, que habla? El análisis dice: es el inconsciente. Naturalmente, para que la pregunta tenga sentido, es necesario haber admitido que el inconsciente es algo que habla en el sujeto, más allá del sujeto, e incluso cuando el sujeto no lo sabe, y que dice más de lo que supone. El análisis dice que en la psicosis eso es lo que habla. ¿Basta con esto? En absoluto, porque toda la cuestión es saber cómo eso habla, y cual es la estructura del discurso paranoico. Freud nos proporciono al respecto una dialéctica realmente sorprendente.
Descansa en el enunciado de una tendencia fundamental que podría tener que hacerse reconocer en una neurosis, a saber: yo (je) lo amo, y tú me amas. Hay tres modos de negar esto dice Freud. No se anda con vueltas, no nos dice por que el inconsciente de los psicóticos es tan buen gramático y tan mal filólogo; desde el punto de vista del filólogo efectivamente todo esto es harto sospechoso. No crean que esto es obvio en las gramáticas francesas de sexto grado; de acuerdo a las lenguas hay muchas maneras de decir yo (je) lo amo. Freud no se detuvo ante esto y dice que hay tres funciones, y tres tipos de delirios y eso funciona.
El primer modo de negación es decir: no soy yo quien lo ama, es ella, mi consorte, mi doble. El segundo, es decir: no es a él a quien amo, es a ella. A este nivel la defensa no es suficiente para el sujeto paranoico, el disfraz es insuficiente, no alejó suficientemente el golpe, hace falta que intervenga la proyección. Tercera posibilidad: yo (je) no lo amo, lo odio. Aquí tampoco basta la inversión, eso al menos dice Freud; es necesario que intervenga también el mecanismo de proyección, a saber: él me odia. En este punto hemos llegado al delirio de persecución.
La elevada síntesis que entraña esta construcción nos trae luces, pero ven que las preguntas siguen abiertas. La proyección debe intervenir como un mecanismo adicional cada vez que no se trata de borrar el yo (je). No es completamente inadmisible, aunque nos gustaría tener un suplemento de información. Por otra parte, es claro que el no (ne), la negación considerada en su forma más formal, en absoluto tiene, al ser aplicada a los diferentes términos el mismo valor. Pero a grosso modo, esta construcción se aproxima a algo, funciona, y sitúa las cosas en su verdadero nivel tomándolas por este lado, diría de logomaquia fundamental.
Quizá lo que introduje esta mañana podrá hacerles entrever que podemos formular el problema de modo diferente. Yo (je) lo amo, ¿es un mensaje, una palabra, un testimonio, el recocimento en bruto de un hecho en su estado neutralizado ?
Tomemos las cosas en termino de mensaje. En el primer caso, es ella quien lo ama, el sujeto hace que su mensaje lo lleve otro. Esta alienación con toda seguridad nos ubica en el plano del otro con minúscula: el ego habla por intermedio del alter ego, quien, en el intervalo, cambio de sexo. Nos limitaremos a comprobar la alienación invertida. En el delirio de celos, se encuentra en un primer plano esa identificación al otro con una inversión del signo de sexualización.
Por otra parte, al analizar la estructura de este modo, observan que en todo caso no se trata de proyección en el sentido en que ésta puede ser integrada a un mecanismo de neurosis. Esta proyección neurótica consiste efectivamente en imputar las propias infidelidades al otro: cuando se está celoso de la propia mujer es porque uno mismo tiene algunos pecadillos que reprocharse. No se puede hacer intervenir el mismo mecanismo en el delirio de celos — probablemente psicótico, tal como se presenta en el registro de Freud o tal como yo mismo acabo de intentar insertarlo– donde la persona con que están identificados por una alienación invertida, a saber, vuestra propia esposa, es la mensajera de vuestro sentimiento frente, ni siquiera a otro hombre, sino como lo muestra la clínica, a un número de hombres más o menos indefinido. El delirio de celos propiamente paranoide es indefinidamente repetible, vuelve a surgir en todos los rodeos de la experiencia, y puede implicar aproximadamente a todos los sujetos que aparecen en el horizonte, e incluso a los que no aparecen en él.
Ahora, no es a él a quiera yo (je) amo, es a ella. Es otro tipo de alienación, no invertida, sino divertida. El otro al que se dirige el erotómano es muy singular, porque el sujeto no tiene con él relación concreta alguna, aunque se haya podido efectivamente hablar de vínculo místico o de amor platónico muy a menudo es un objeto alejado, con el cual al sujeto le basta comunicarse por una correspondencia que ni siquiera sabe si llega o no a destino. Lo menos que puede decirse es que hay alienación divertida del mensaje.
La despersonalización del otro con que se acompaña se manifiesta en la resistencia heroica ante todas las pruebas, como se expresan los erotómanos mismos. El delirio erotomaníaco se dirige a un otro tan neutralizado que llega a agrandarse hasta adquirir las dimensiones del mundo, ya que el interés universal que se adjudica a la aventura, como se expresaba Clérambault, es uno de sus elementos esenciales.
En el tercer caso estamos ante algo que se acerca mucho más a la denegación. Es una alienación convertida, en el sentido de que el amor se transformó en odio. La alteración profunda de todo el sistema del otro, su desaceleración, el carácter extensivo de las interpretaciones sobre el mundo, muestran aquí la perturbación propiamente imaginaria llevada al máximo.
Se proponen ahora a nuestra investigación las relaciones con el Otro en los delirios. Podremos trabajarlas en la medida misma en que nuestros términos nos ayudan, haciéndolos distinguir el sujeto, el que habla, y el otro con el que está preso en la relación imaginaria, centro de gravedad dé su yo individual, y en el que no hay palabra. Estos términos nos permitirán carácterizar de manera nueva psicosis y neurosis.