Seminario 3: Clase 7, La disolución imaginaria, 18 de Enero de 1956

Dora y su cuadrilatero. Eros y agresión en el picón macho. Lo que se llama el padre. La fragmentación de la identidad.

Hoy tenía intenciones de penetrar la esencia de la locura, y pensé que era una locura. Me tranquilicé diciéndome que lo que hacemos no es una empresa tan aislada ni azarosa.

No es que el trabajo sea fácil. ¿Por qué? Porque por una singular fatalidad, toda empresa humana, y especialmente las empresas difíciles, tienden siempre a desplomarse, debido a algo misterioso que se llama la pereza. Para medirlo basta releer sin prejuicios, con ojos y oídos limpios de todo el ruido que escuchamos en torno a los conceptos analíticos, el texto de Freud sobre el presidente Schreber.

Es un texto absolutamente extraordinario, pero que sólo procura la vía del enigma. Toda la explicación que da del delirio confluye, en efecto, en esa noción de narcisismo, que no es ciertamente para Freud algo elucidado, al menos en la época en que escribe sobre Schreber.

Hoy en día, se asume el narcisismo como si fuese algo comprensible de suyo: antes de dirigirse hacia los objetos externos, hay una etapa donde el sujeto toma su propio cuerpo como objeto. En efecto, ésta es una dimensión donde el término narcisismo adquiere su sentido. ¿ Pero, significa acaso que el término narcisismo se emplea únicamente en este sentido? La autobiografía del presidente Schreber tal como Freud la introduce para apoyar esta noción muestra, sin embargo, que lo que repugnaba al narcisismo del susodicho Presidente, era la adopción de una posición femenina respecto a su padre, posición que implicaba la castración.

Esto es algo que se satisfaría mejor en una relación fundada en el delirio de grandeza, o sea que la castración no le importa a partir del momento en que su pareja es Dios.

En suma, el esquema de Freud podría resumirse así, de acuerdo con las fórmulas que propone de la paranoia en ese mismo texto: yo (je) no lo amo a él, es a Dios a quien yo (je) amo e, inversamente, es Dios quien me ama.

Ya les señalé la vez pasada que, después de todo, quizás esto no es completamente satisfactorio, como tampoco lo son las fórmulas de Freud, por esclarecedoras que sean. La doble inversión, yo (je) no lo amo, yo (je) lo odio, él me odia, proporciona indudablemente una clave del mecanismo de persecución. Todo el problema es ese él; en efecto, ese él está detenido, neutralizado, vaciado, parece, de su subjetividad. El fenómeno persecutorio adquiere el carácter de signos indefinidamente repetidos, y el perseguidor, en la medida en que es su sostén, no es más que la sombra del objeto persecutorio.

Esto también es cierto para el Dios en juego en el florecimiento del delirio de Schreber. Señalé al pasar la distancia que hay, tan evidente que es casi ridículo mencionarla, entre la relación del presidente Schreber con Dios, y la más ínfima producción de la experiencia mística. Por minuciosa que sea, la descripción de esa pareja única llamada Dios nos deja de todos modos perplejos acerca de su naturaleza.

Lo dicho por Freud sobre el retraimiento de la libido lejos del objeto externo, está realmente en el meollo del problema. Pero a nosotros nos toca elaborar lo que esto puede significar. ¿En qué plano se produce ese retiro? Sentimos efectivamente que algo modificó profundamente al objeto, pero ¿basta imputárselo a uno de esos desplazamientos de la libido que colocamos en el fondo de los mecanismos de las neurosis? ¿Cuáles son los planos, los registros, que permitirán delimitar esas modificaciones del carácter del otro que siempre están, lo sentimos claramente, en el fondo de la alienación de la locura?

Voy a permitirme aquí volver brevemente hacia atrae, para intentar hacerles ver con una mirada nueva ciertos aspectos de fenómenos que ya les son familiares. Tomemos un caso que no es una psicosis, el caso casi inaugural de la experiencia propiamente psicoanalítica elaborado por Freud, el de Dora.

Dora es una histérica, y en cuanto tal tiene relaciones singulares con el objeto. Saben que dificultades presenta en su observación, y también en el desarrollo de la cura, la ambigüedad que persiste en torno al problema de saber cual es verdaderamente su objeto de amor. Freud finalmente vio su error, y dice que sin duda hizo fracasar todo el asunto por haber desconocido el verdadero objeto de amor de Dora, cortándose prematuramente la cura, sin permitir una resolución suficiente de lo que estaba en juego. Saben que Freud creyó entrever en ella una relación conflictiva debida a su imposibilidad de desprenderse de su primer objeto de amor, su padre, para ir hacia un objeto más normal, a saber, otro hombre. Ahora bien, el objeto para Dora no era sino esa mujer a la que se llama, en la observación, la señora K, que es precisamente la amante de su padre.

Partamos de la observación, luego comentaré. La historia, como saben, es la de un minueto de cuatro personajes, Dora, su padre, el señor K., y la señora K. El señor K. en suma le sirve a Dora de yo, en la medida en que por su intermedio puede sostener efectivamente su relación con la señora K. Pido que me sigan en este punto y que confíen en mí, puesto que escribí lo suficiente sobre este caso en una intervención a propósito de la transferencia y les es fácil remitirse a ese texto

La mediación del señor K. es lo único que permite a Dora mantener una relación soportable. Este cuarto mediador es esencial para el mantenimiento de la situación, no porque el objeto de su afecto sea de su mismo sexo, sino porque tiene con su padre relaciones profundamente motivadas, de identificación y de rivalidad, acentuadas además por el hecho de que la madre en la pareja parental es un personaje totalmente borrado. Por serle la relación triangular especialmente insostenible, la situación no sólo se mantuvo sino que fue sostenida efectivamente en esta composición de grupo cuaternario

Prueba de ello es lo que sucede, el día en que el señor K pronuncia estas palabras fatídicas:—Mi mujer no es nada para mí. En ese momento, todo ocurre como si ella respondiese:—¿Entonces, qué diablos es usted para mi? Lo abofetea instantáneamente, cuando hasta entonces había mantenido con él la relación ambigüa que era necesaria para preservar el grupo de cuatro. Por consiguiente, el equilibrio de la situación se rompe.

Dora no es más que una simple histérica, apenas tiene síntomas. Recuerdan, espero, el énfasis que di a esa famosa afonía que sólo se produce en los momentos de intimidad, de confrontación con su objeto de amor, y que está ligada con toda seguridad a una erotización muy especial de la función oral, apartada de sus usos habituales a partir del momento en que Dora se acerca demasiado al objeto de su deseo. Es una bagatela y no es lo que la haría precipitarse a casa de Freud, o que las personas que la rodean se lo recomendaran. En cambio, a partir del momento en que, al irse el cuarto personaje, la situación se descompensa, un pequeño síndrome, de persecución simplemente, vinculado a su padre, aparece en Dora.

Hasta ese momento, la situación era un tanto escabrosa, pero no pasaba de ser, vamos a llamarla así, una opereta vienesa. Como lo subrayan todas las observaciones posteriores, Dora se portaba admirablemente para que no hubiesen líos, y que su padre tuviese con la mujer amada relaciones normales, cuya índole, a decir verdad, no está muy clara. Dora encubría el conjunto de la situación, y, a fin de cuentas, estaba bastante cómoda en ella. Pero a partir del momento en que la situación se descompensa, ella reivindica, afirma que su padre quiere prostituirla, y que la entrega al señor K. a cambio de mantener sus relaciones ambigüas con la mujer de este.

¿Diré acaso que Dora es una paranoica? Nunca dije eso, y soy harto escrupuloso en materia de diagnóstico de psicosis.

Me desplace hasta aquí el viernes pasado para ver a una paciente que tiene obviamente un comportamiento difícil, conflictivo con los que la rodean. En suma, me hicieron venir para que dijese que era una psicosis, y no, como parecía a primera vista, una neurosis obsesiva. Rehusé dar un diagnóstico de psicosis por una razón decisiva: no había ninguno de los trastornos que son nuestro objeto de estudio este año, que son trastornos del orden del lenguaje. Antes de hacer el diagnóstico de psicosis debemos exigir la presencia de estos trastornos.

Una reivindicación contra personajes que supuestamente actúan contra uno no basta para estar en la psicosis. Puede ser una reivindicación injustificada, que participa de un delirio de presunción, más no por ello es una psicosis. No deja de estar relaciónada con ella, existe un pequeño delirio, podemos llegar a llamarlo así. La continuidad de los fenómenos es bien conocida, siempre se definió al paranoico como un señor susceptible, intolerante, desconfiado y en situación de conflicto verbalizado con su ambiente. Pero para que estemos en la psicosis tiene que haber trastornos del lenguaje, en todo caso les propongo que adopten provisionalmente esta convención.

Dora experimenta respecto a su padre un fenómeno signiticativo, interpretativo, alucinatorio incluso, pero que no llega a producir un delirio No obstante, es un fenómeno que está en la vía inefable, intuitiva, de la imputación a otro de hostilidad y mala intención, y a propósito de una situación en la que el sujeto participó, verdaderamente, del modo electivo más profundo.

¿Qué quiere decir esto? El nivel de alteridad de este personaje se modifica, y la situación se degrada debido a la ausencia de uno de los componentes del cuadrilátero que le permitía sostenerse. Podemos usar aquí, si sabemos manejarla con prudencia, la noción de distanciamiento. La usan a diestra y siniestra, sin ton ni son, pero no es una razón para que nos neguemos a usarla, a condición de darle una aplicación más conforme a los hechos.

Esto nos lleva a la médula del problema del narcisismo.

2)
¿Qué noción podemos tener del narcisismo a partir de nuestro trabajo? Consideramos la relación del narcisismo como la relación imaginaria central para la relación interhumana. ¿Que hizo cristalizar en torno a esta noción la experiencia del analista? Ante todo su ambigüedad. En efecto, es una relación erótica—toda identificación erótica, toda captura del otro por la imagen en una relación de cautivación erótica, se hace a través de la relación narcisista—y también es la base de la tensión agresiva.

A partir del momento en que la noción de narcisismo entro en la teoría analítica, la nota de la agresividad ocupo cada vez más el centro de las preocupaciones técnicas. Su elaboración, empero, ha sido elemental. Se trata de ir más allá.

Para eso exactamente sirve el estadio del espejo. Evidencia la naturaleza de esta relación agresiva y lo que significa. Si la relación agresiva interviene en esa formación que se llama el yo, es porque le es constituyente, porque el yo es desde el inicio por sí mismo otro, porque se instaura en una dualidad interna al sujeto. El yo es ese amo que el sujeto encuentra en el otro, y que se instala en su función de dominio en lo más íntimo de él mismo. Si en toda relación con el otro, incluso erótica, hay un eco de esa relación de exclusión, él o yo, es porque en el plano imaginario el sujeto humano está constituido de modo tal que el otro está siempre a punto de retornar su lugar de dominio en relación a él, que en él hay un yo que siempre en parte le es ajeno. Amo implantado en él por encima del conjunto de sus tendencias, de sus comportamientos, de sus instintos, de sus pulsiones. No hago más que expresar aquí, de un modo algo más riguroso y que pone en evidencia la paradoja, el hecho de que hay conflictos entre las pulsiones y el yo, y de que es necesario elegir. Adopta algunas, otras no; es lo que llaman, no se sabe por qué, la función de síntesis del yo, cuando al contrario la síntesis nunca se realiza: sería mejor decir función de dominio. ¿Y dónde está ese amo? ¿Adentro o afuera? Está siempre a la vez adentro y afuera, por esto todo equilibrio puramente imaginario con el otro siempre está marcado por una inestabilidad fundamental .

Hagamos ahora una breve comparación con la psicología animal.

Sabemos que los animales tienen una vida mucho menos complicada que la nuestra. Al menos, eso creemos en función de lo que vemos, y la evidencia parece bastar, porque desde siempre los animales han servido a los hombres de referencia. Los animales tienen relaciones con el otro cuando les viene en gana. Hay para ellos dos modos de tener ganas del otro: primero, comérselo, segundo, jodérselo. Esto se produce según un ritmo llamado natural, y que conforma un ciclo de comportamiento instintivo.

Ahora bien, se ha podido destacar el papel fundamental que juega la imagen en las relaciones de los animales con sus semejantes, y precisamente en el desencadenamiento de estos ciclos. Al ver el perfil de un ave de rapiña al que pueden estar más o menos sensibilizadas, las galinas y otras aves de corral se asustan. Este perfil provoca reacciónes de huida, de cacareo y chillidos. Un perfil ligeramente distinto no provoca nada. Lo mismo se observa en el desencadenamiento de los comportamientos sexuales. Se puede engañar perfectamente tanto al macho como a la hembra del picón. La parte dorsal del picón asume, en el momento del pavoneo, determinado color en uno de los miembros de la pareja, que desencadena en el otro el ciclo de comportamiento que permite su acercamiento final.

Este punto limítrofe entre el eros y la relación agresiva del que hablaba en el hombre, no hay razón alguna para que no exista en el animal, y es perfectamente posible ponerlo en evidencia, manifestarlo, y aún exteriorizarlo en el picón.

El picón, en efecto, tiene un territorio, especialmente importante cuando llega su período de pavoneo, que exige cierto espacio en las profundidades de una ribera más o menos provista de hierba. Una verdadera danza, una especie de vuelo nupcial se produce, en que el asunto consiste en encantar primero a la hembra, en inducirla luego suavemente a dejarse hacer, y en ir a ensartarla en una especie de tunelcito que le han confecciónado previamente. Pero hay algo aún no muy bien explicado, y que es que una vez llevado a cabo todo esto, todavía le queda tiempo al macho para hacer montones de agujeritos por doquier.

No sé si recuerdan la fenomenología del agujero en El Ser y la Nada, pero saben la importancia que les atribuye Sartre en la psicología del ser humano, especialmente la del burgués que se distrae en la playa. Sartre lo vio como un fenómeno esencial que casi confina con una de las manifestaciones facticias de la negatividad. Pues bien, creo que en cuanto a esto, el picón macho no se queda atrás. El también hace sus agujeros, e impregna con su negatividad propia el medio exterior. Tenemos verdaderamente la impresión de que con esos agujeritos se apropia de cierto campo del medio exterior, y, en efecto, de ningún modo puede otro macho entrar en el área así marcada sin que se desencadenen reflejos de combate.

Ahora bien, los experimentadores, llenos de curiosidad, quisieron saber hasta dónde funcionaba la susodicha reacción de combate, variando primero la distancia de acercamiento del rival, y reemplazando luego ese personaje por un señuelo. En ambos casos, observaron en efecto que la perforación de los agujeros, hechos durante el pavoneo, e incluso antes, es un acto ligado esencialmente al comportamiento erótico. Si el invasor se acerca a cierta distancia del lugar definido como el territorio, se produce en el primer macho la reacción de ataque. Si el invasor esta un poco más lejos no se produce. Hay pues un punto donde el picón sujeto esta entre atacar o no atacar, punto límite definido por determinada distancia, y ¿qué aparece entonces? Esa manifestación erótica de la negatividad, esa actividad del comportamiento sexual que consiste en cavar agujeros.

En otras palabras, cuando el picón macho no sabe qué hacer en el plano de su relación con su semejante del mismo sexo, cuando no sabe si hay 0 no que atacar, se pone a hacer lo que hace cuando va a hacer el amor. Este desplazamiento, que no dejó de impactar al etólogo, no es para nada algo especial del picón. Es frecuente, entre los pájaros, que un combate se detenga bruscamente, y que un pájaro se ponga desenfrenadamente a alisarse las plumas, como lo suele hacer cuando trata de gustarle a la hembra.

Es curioso que Konrad Lorenz, a pesar de no haber asistido a mis seminarios, sintiera la necesidad de encabezar su libro con la imagen, muy bonita y enigmática, del picón macho ante el espejo. ¿Qué hace? Baja el pico, está en posición oblicua, la cola al aire, el pico hacia abajo, posición que sólo adopta cuando con su pico va a cavar la arena para hacer sus agujeros. En otros términos, su imagen en el espejo no le es indiferente, si bien no lo introduce al conjunto del ciclo del comportamiento erótico cuyo efecto sería ponerlo en esa reacción límite entre eros y agresividad señalada por el horadamiento del agujero.

El animal es también accesible al enigma de un señuelo. El señuelo lo pone en una situación netamente artificial, ambigüa, que entraña ya un desarreglo, un desplazamiento de comportamientos. Esto no debe asombrarnos a partir del momento en que hemos captado la importancia para el hombre de su imagen especular.

Esta imagen es funcionalmente esencial en el hombre, en tanto le brinda el complemento ortopédico de la insuficiencia nativa, del desconcierto, o desacuerdo constitutivo, vinculados a la prematuración del nacimiento. Su unificación nunca será completa porque se hace precisamente por una vía alienante, bajo la forma de una imagen ajena, que constituye una función psíquica original. La tensión agresiva de ese yo o el otro está integrada absolutamente a todo tipo de funcionamiento imaginario en el  hombre.

Intentemos representarnos qué consecuencias implica el carácter imaginario del comportamiento humano. Esta pregunta es en sí misma imaginaria, mítica, debido a que el comportamiento humano nunca se reduce pura y simplemente a la relación imaginaria. Supongamos, empero, un instante, en una suerte de Edén al revés, un ser humano reducido enteramente en sus relaciones con sus semejantes a esa captura a la vez asimilarte y disimilarte. ¿Cuál es su resultado?

Para ilustrarlo ya hice referencia al campo de esas maquinitas que nos divierte hacer desde hace algún tiempo, y que semejan animales. Por supuesto que no se les parecen en nada, pero tienen mecanismos montados para estudiar cierto numero de comportamientos que, según nos dicen, son comparables a los comportamientos animales. En cierto sentido es verdad, y una parte de ese comportamiento puede ser estudiado como algo imprevisible, lo cual tiene el interés de recubrir las concepciones que podemos hacernos de un funcionamiento que se autoalimenta a sí mismo.

Supongamos una maquina que no tuviese dispositivo de autorregulación global, de modo tal que el órgano destinado a mover la pata derecha sólo pueda armonizarse con el que mueve la pata izquierda, a condición de que un aparato de recepción fotoeléctrica transmita la imagen de otra maquina que esta funcionando o armoniosamente. Piensen en esos autos que vemos en los parques de diversiones lanzados a toda carrera en un espacio libre, cuyo principal entretenimiento es entrechocarse. Si estas actividades producen tanto placer es que lo de estarse chocando debe ser de verdad algo fundamental en el ser humano. ¿Que pasaria si cierta cantidad de maquinitas como las que acabo de describir, fuesen lanzadas al circuito? Estando cada una unificada, pautada por la visión de la otra, no es imposible concebir matemáticamente que esto culminara en la concentración, en el centro del dispositivo, de todas las maquinitas, respectivamente bloqueadas en un conglomerado cuyo único límite en cuanto a su reducción es la resistencia exterior de las carrocerías. Una colisión, un despachurramiento general.

Esto es sólo un apólogo destinado a mostrar que la ambigüedad, la hiancia de la relación imaginaria exige algo que mantenga relación, función y distancia. Es el sentido mismo del complejo de Edipo.

El complejo de Edipo significa que la relación imaginaria, conflictual, incestuosa en si misma, esta prometida al conflicto y a la ruina. Para que el ser humano pueda establecer la relación más natural, la del macho a la hembra, es necesario que intervenga un tercero, que sea la imagen de algo logrado, el modelo de una armonía. No es decir suficiente: hace falta una ley, una cadena, un orden simbólico, la intervención del orden de la palabra, es decir del padre. No del padre natural, sino de lo que se llama el padre. El orden que impide la colisión y el estalido de la situación en su conjunto esta fundado en la existencia de ese nombre del padre.

Insisto: el orden simbólico debe ser concebido como algo superpuesto, y sin lo cual no habría vida animal posible para ese sujeto estrambótico que es el hombre. En todos los casos así se presentan las cosas actualmente, y todo hace pensar que siempre fue así. En efecto, cada vez que encontramos un esqueleto, lo llamamos humano si está en una sepultura. ¿Qué razón puede haber para poner ese resto en un recinto de piedra? Antes que nada es necesario que todo un orden simbólico haya sido instaurado, que entraña que el hecho de que un señor haya sido el señor Zutano en el orden social exige que se lo indique en la piedra de las tumbas. El hecho de que se llamara Zutano sobrepasa en sí su existencia vital. Ello no supone creencia alguna en la inmortalidad del alma, sino sencillamente que su nombre nada tiene que ver con su existencia viviente, la sobrepasa y se perpetúa más allá.

Si no se dan cuenta que la originalidad de Freud es haber subrayado esto, me pregunto qué hacen ustedes en el análisis. Sólo a partir del momento en que se ha subrayado bien que ese es el resorte esencial, un texto como el que tenemos que leer puede llegar a ser interesante.

Para captar en su fenomenología estructural lo que presenta el presidente Schreber, deben primero tener este esquema en la cabeza, que entraña que el orden simbólico subsiste en cuanto tal fuera del sujeto, diferente a su existencia, y determinándolo. Sólo se fija uno en las cosas cuando las considera posibles. Si no, uno se limita a decir es así, y ni siquiera trata de ver qué es así.

3)
La larga y notable observación que constituyen las Memorias de Schreber es sin duda excepcional, pero no ciertamente única. Sólo lo es probablemente debido al hecho de que el presidente Schreber estaba en condiciones de hacer publicar su libro, aunque censurado; también al hecho de que Freud se haya interesado en él.

Ahora que tienen en mente la función de la articulación simbólica, serán más sensibles a esa verdadera invasión imaginaria de la subjetividad a la que Schreber nos hace asistir. Hay una dominancia realmente impaciente de la relación en espejo, una impresionante disolución del otro en tanto que identidad. Todos los personajes de los que habla—a partir del momento en que lo hace, porque durante largo tiempo no puede hablar, y volveremos a la significación de ese tiempo—se reparten en dos categorías que están, pese a todo, del mismo lado de cierta frontera. Están los que en apariencia viven, se desplazan: sus guardianes, sus enfermeros, que son sombras de hombres perpetrados en un dos por cuatro, como dijo Pichon, quien es el responsable de esta traducción; luego hay personajes más importantes, que invaden el cuerpo de Schreber, se trata de almas, la mayoría de las almas, y a medida que la cosa sigue, se trata, cada vez mas, de muertos.

El sujeto mismo no es más que un ejemplar segundo de su propia identidad. Tiene en determinado momento la revelación de que el año anterior tuvo lugar su propia muerte, que fue anunciada en los periódicos. Schreber recuerda a ese antiguo colega como a alguien con mayores dotes que él. El es otro. Pero el es de todos modos el mismo, que se acuerda del otro. Esta fragmentación de la identidad marca con su sello toda la relación de Schreber con sus semejantes en el plano imaginario. Habla en otros momentos de Flechsig, quien también está muerto, y que por ende ascendió adonde sólo existen las almas en tanto que son humanas, en un más allá donde poco a poco son asimiladas a la gran unidad divina no sin perder progresivamente su carácter individual. Para lograrlo, aún es necesario que sufran una prueba que las libere de la Impureza de sus pasiones, de lo que, en sentido estricto, es su deseo. Hay literalmente fragmentación de la identidad, y el sujeto encuentra sin duda chocante este menoscabo de la identidad de sí mismo, pero así es, sólo puedo dar fe, dice, de las cosas que me han sido reveladas. Y vemos así, a lo largo de toda esta historia, un Flechsig fragmentado, un Flechsig superior, el Flechsig luminoso, y una parte inferior que llega a estar fragmentada entre cuarenta y seis almitas

Salto muchas cosas resultantes por las cuales me gustaría que se interesaran lo suficiente para que pudiésemos seguirlas en detalle. Este estilo, su gran fuerza de afirmación, carácterística del discurso delirante, no puede dejar de llamarnos la atención por su convergencia con la noción de que la identidad imaginaria del otro está profundamente relaciónada con la posibilidad de una fragmentación, de un fraccionamiento Que el otro es estructuralmente desdoblable, desplegable, está claramente manifestado en el delirio.

También está el caleidoscopio que se produce de esas imagenes entre si. Encontramos por una parte las identidades múltiples de un mismo personaje, por otra, esas pequeñas identidades enigmáticas, diversamente punzantes y nocivas en su interior, a las que llama, por ejemplo, los hombrecitos. Esta fantasmática sorprendió mucho la imaginación de los psicoanalistas, quienes se preguntaron si eran niños, o espermatozoides o alguna otra cosa. ¿Por qué no serien hombrecitos, sin más?

Estas identidades, que tienen respecto a su propia identidad valor de instancia, penetran en Schreber, lo habitan, lo dividen a el mismo. La noción que tiene de estas imagenes le sugiere que ellas se achican progresivamente, se reabsorben, de algún modo son absorbidas por la propia resistencia de Schreber. Sólo mantienen su autonomía, lo que por cierto quiere decir que no pueden seguir molestándolo, realizando la operación que llama el apego a las tierras, de cuya noción carecería sin la lengua fundamental.

Esas tierras, no son sólo el suelo, son también las tierras planetarias, las tierras astrales. Reconocen ustedes en ellas ese registro, que en mi pequeño cuadrado mágico, yo llamaba, el otro día, el de los astros. No lo inventé para esta circunstancia, hace bastante tiempo que hablo de la función de los astros en la realidad humana. No es casual, sin duda, que desde siempre, y en todas las culturas, el nombre dado a las constelaciones desempeña un papel esencial en el establecimiento de cierto número de relaciones simbólicas fundamentales, que se hacen mucho más evidentes cuando nos encontramos en presencia de una cultura más primitiva, como solemos decir. Tal fragmento de alma se vincula entonces a algún lugar. Casiopea, los hermanos de Casiopea, cumplen un gran papel. No es para nada una idea en el aire; es el nombre de una confederación de estudiantes de la época en que Schreber hacía sus estudios. La adhesión a una confraternidad tal, cuyo carácter narcisista, incluso homosexual, es puesto en evidencia en el análisis, constituye por otra parte una marca carácterística de los antecedentes imaginarios de Schreber.

Es sugerente ver que, para que todo no se reduzca de golpe a nada, para que toda la tela de la relación imaginaria no se vuelva a enrollar de golpe, y no desaparezca en una oquedad sombría de la que Schreber al comienzo no estaba muy lejos, es necesaria esa red de naturaleza simbólica que conserva cierta estabilidad de la imagen en las relaciones interhumanas.

Los psicoanalistas discurrieron, dando miles de detalles, acerca de la significación que podía tener, desde el punto de vista de las cargas libidinales del sujeto, el hecho de que en determinado momento Flechsig fuese dominante, que en otros lo fuese una imagen divina diversamente situada en los pisos de Dios, porque Dios también tiene sus pisos: hay uno anterior y uno posterior. Imaginan cuántos toques le dieron a esto los analistas. Por supuesto, estos fenómenos permiten cierto número de interpretaciones. Pero hay un registro que es abrumador en comparación con ellos, y que parece no haberle llamado la atención a nadie: por rica y divertida que sea esa fantasmagoría, por más que se preste a que encontremos en ella los diferentes objetos del jueguito analítico, de un extremo al otro del delirio de Schreber, se presentan fenómenos auditivos sumamente matizados.

Van desde el susurro ligero, hasta las voces de las aguas cuando, de noche, se enfrenta con Ahrimán. Luego rectifica, por cierto: no sólo estaba Ahrimán, también debía estar Ormuz, ya que los dioses del bien y del mal no pueden ser disociados. Tiene, entonces, un instante de confrontación con Ahrimán donde lo mira con el ojo del espíritu y no, como en otras visiones, con nitidez fotográfica. Están cara a cara él y el dios, y éste le dice la palabra significativa, la que pone las cosas en su lugar, el mensaje divino por excelencia, le dice a Schreber, el único hombre que queda después del crepúsculo del mundo: Carroña.

Esta traducción quizá no sea el equivalente exacto de la palabra alemana Luder, es la palabra utilizada en la traducción francesa, pero la palabra es más común en alemán que en francés. Es raro que en francés los amigos se tilden de carroña, salvo en momentos especialmente expansivos. La palabra alemana no entraña simplemente ese aspecto de aniquilación, tiene subyacencias que la emparentar con una palabra que estaría más de acuerdo con la nota de feminización del personaje, y que es más fácil encontrar en las conversaciones amistosas, la de podredumbre, dulce podredumbre. Lo importante es que la palabra que domina el cara a cara único con Dios no es de ningún modo una palabra aislada. El insulto es muy frecuente en las relaciones que la pareja divina mantiene con Schreber, como en una relación erótica en la que uno de los dos se niega a entregarse desde el principio, y ofrece resistencia. Es la otra cara, la contrapartida del mundo imaginario; La injuria aniquilante es un punto culminante, es una de las cumbres del acto de la palabra.

Alrededor de esta cumbre, todas las cadenas montañosas de ese campo verbal son desarrolladas por Schreber desde una perspectiva magistral. Todo lo que el lingüista puede imaginar como descomposiciones de la función del lenguaje, lo encontramos en lo que Schreber experimenta, y que él discrimina con una delicadeza del trazo en los matices que nada deja que desear en cuanto a la información.

Cuando habla de cosas que pertenecen a la lengua fundamental, y que regulan las relaciones que tiene con el sólo y único ser que a partir de ese momento existe para el, distingue en ellas dos categorías. Por un lado está lo que es echt palabra casi intraducible, que quiere decir auténtico, verdadero, y que le es dado siempre en formas verbales que merecen retener la atención, hay varias especies que son muy sugestivas. Por otro está lo aprendido de memoria, inculcado a algunos de los elementos periféricos, incluso caídos, de la potencia divina, y repetidos con una total ausencia de sentido, en calidad tan sólo de estribillo. A esto se agrega una variedad extraordinaria de modos del flujo oratorio, que permiten ver por separado las diferentes dimensiones en las que se desarrolla el fenómeno de la frase, no digo el de la significación.

Palpamos ahí la función de la frase en sí misma, en tanto no lleva forzosamente consigo su significación. Pienso en ese fenómeno de las frases que surgen en su a-subjetividad como interrumpidas, y que dejan en suspenso el sentido. Una frase cortada por la mitad es audicionada. El resto queda implícito en tanto significación. La interrupción llama a una caída, que en una vasta gama puede ser indeterminada, pero que no puede ser cualquiera. Hay allí una valorización de la cadena simbólica en su dimensión de continuidad.

Se presenta aquí, en la relación del sujeto con el lenguaje así como en el mundo imaginario, un peligro, perpetuamente sabido: que toda esa fantasmagoría se reduzca a una unidad que aniquila, no su existencia, sino la de Dios, que es esencialmente lenguaje. Schreber lo escribe de manera expresa: los rayos tienen que hablar. Es necesario que en todo momento se produzcan fenómenos de diversión para que Dios no se reabsorba en la existencia central del sujeto. Esto no es obvio, pero ilustra muy bien la relación del creador con lo que ha creado. Retirarle su función y su esencia, deja en efecto al descubierto la nada correlativa que es su lado de adentro.

La palabra se produce o no se produce. Si se produce, es, en cierta medida, gracias al arbitrio del sujeto. Por tanto, el sujeto es aquí creador, pero también está vinculado al otro, no en tanto objeto, imagen, o sombra del objeto, sino al otro en su dimensión esencial, siempre más o menos elidida por nosotros, a ese otro irreductible a cualquier cosa que no sea la noción de otro sujeto, es decir el otro en tanto que él. Lo que carácteriza el mundo de Schreber es que ese él está perdido, y que sólo subsiste el tú.

La noción del sujeto es correlativa a la existencia de alguien de quien pienso: El fue quien hizo esto. No él, a quien veo ahí y que, por supuesto, pone cara de yo no fui, sino él, el que no está aquí. Ese él es el que responde de mi ser, sin ese él mi ser ni siquiera podría ser un yo (je). El drama de la relación con el él subyace a toda la disolución del mundo de Schreber, en la que vemos al él reducirse a un sólo partenaire, ese Dios a la vez asexuado y polisexuado, que engloba todo lo que todavía existe en el mundo al que Schreber está enfrentado.

Ciertamente, gracias a ese Dios subsiste alguien que puede decir una palabra verdadera, pero esa palabra tiene como propiedad la de ser siempre enigmática. Es la carácterística de todas las palabras de la lengua fundamental. Por otra parte, ese Dios parece ser, él también, la sombra de Schreber. Padece de una degradación imaginaria de la alteridad, que hace que sufra, al igual que Schreber, de una especie de feminización.

Como no conocemos al sujeto Schreber, debemos de todos modos estudiarlo por la fenomenología de su lenguaje. Si hemos pues de esclarecer una nueva dimensión en la fenomenología de las psicosis, será en torno al fenómeno del lenguaje, de los fenómenos de lenguaje más o menos alucinados, parásitos, extraños, intuitivos, persecutorios que están en juego en el caso de Schreber.