Seminario 4: Clase 12: Del complejo de Edipo, 6 de Marzo de 1957

La ecuación pene = niña. El ideal monogámico en la mujer. El Otro, entre la madre y el falo. El padre simbólico es impensable. La bigamia masculina.
seminario 4, clase 12
La última vez tratamos de rearticular la noción de castración, o al menos el uso de este concepto en nuestra practica.

En la segunda parte de aquella lección, les situé el lugar donde se produce la interferencia de lo imaginario en esta relación de frustración, infinitamente más compleja comparada con su empleo habitual, que une al niño con la madre. Como ya les dije, si estamos progresando así, hacia atrás, trazando etapas que se sucederían en una línea de desarrollo, sólo es en apariencia. Por el contrario, se trata de captar siempre lo que, interviniendo desde fuera en cada etapa, reordena retroactivamente lo que se había esbozado en la etapa anterior. Esto, por la simple razón de que el niño no está solo. No solamente no está sólo por su entorno biológico, sino que hay también un entorno mucho más importante, a saber, el medio legal, el orden simbólico. Son las particularidades del orden simbólico, lo señalé de paso, las que por ejemplo dan el predominio a ese elemento de lo imaginario llamado el falo.

He aquí pues a que habíamos llegado, y como esbozo de la tercera parte de mi exposición, los puse tras la angustia de Juanito. En efecto, desde el principio señalamos el carácter ejemplar de estos dos objetos, el objeto fetiche y el objeto fóbico.

Nuestro tema de hoy trataremos de articularlo con Juanito.

No intentaremos rearticular la noción de castración, válgame Dios, porque en Freud se encuentra ya poderosamente articulada, de forma insistente y repetida. Sólo queremos volver a hablar de ella porque el uso del complejo de castración, con la referencia que puede constituir, escasea cada vez más en las observaciones desde que se ha dejado de mencionarla.

Para abordar hoy la noción de castración, sólo tenemos que seguir en la línea de nuestro discurso del otro día.

1)
¿De qué se trata al final de la fase preedípica y en los albores del Edipo? Se trata de que el niño asuma el falo como significante, y de una forma que haga de él instrumento del orden simbólico de los intercambios, rector de la constitución de los linajes. Se trata en suma de que se enfrente al orden que hace de la función del padre la clave del drama.

No es tan simple. Por lo menos ya les he dicho bastante sobre esto para que si les digo no es tan simple, surja en ustedes la respuesta—en efecto, el padre no es tan simple. El padre, su existencia en el piano simbólico con el significante padre y todo lo que este término supone, profundamente problemático—¿como ha llegado a estar esta función en el centro de la organización simbólica?

Esto nos hace pensar que tendremos que plantearnos algunas preguntas en cuanto a los tres aspectos de la función paterna. En efecto, desde el primer año en nuestros seminarios aprendimos a distinguir la incidencia paterna en el conflicto, bajo el encabezamiento triple del padre simbólico, el padre imaginario y el padre real. En particular, vimos que sin esta distinción esencial era imposible orientarse en el caso del hombre de los lobos, cuyo examen ocupó la segunda parte del año. Tratemos de abordar, desde el punto a donde hemos llegado, la introducción del niño en el Edipo, que se nos presenta en el orden cronológico.

Habíamos dejado al niño en la posición de señuelo en la que se ejercita respecto de la madre. No es, se lo dije, un señuelo en el que esté completamente implicado, en el sentido etológico. En el juego del pavoneo sexual, podemos, nosotros que estamos fuera, percibir elementos imaginarios, apariencias, que cautivan al partner. No sabemos hasta que punto los sujetos los usan como señuelo, aunque sepamos que nosotros mismos podamos llegar a hacerlo alguna vez, por ejemplo, presentándole al deseo del simple adversario un simple escudo de armas. El señuelo en cuestión es muy manifiesto en las acciones e incluso las actividades que observamos en el niño pequeño, por ejemplo, sus actividades de seducción destinadas a su madre. Cuando se exhibe, no es una pura y simple mostración, se muestra a sí mismo y por sí mismo a la madre, que existe como un tercero. A esto se añade lo que surge detrás de la madre, la buena fe que se le puede conceder a la madre, por así decirlo. Aquí ya se esboza toda una trinidad, incluso una cuaternidad intersubjetiva.

¿De que se trata a fin de cuentas en el Edipo?. Se trata de que el sujeto se encuentre él mismo capturado en esa trampa de forma que se comprometa en el orden existente, de una dimensión distinta que la trampa psicológica que fue su vía de entrada.

Si la teoría analítica asigna al Edipo una función normativizadora, recordemos que, como nos enseña nuestra experiencia, no basta con que conduzca al sujeto a una elección objetal, sino que además la elección debe ser heterosexual. Nuestra experiencia nos enseña también que no basta con ser heterosexual para serlo de acuerdo con las reglas, y hay toda clase de formas de heterosexualidad aparente. La relación francamente heterosexual puede encubrir en ocasiones una atipia posicional que, por ejemplo, la investigación analítica nos mostrará que se derive de una posición francamente homosexualizada. Por lo tanto, no basta con que el sujeto alcance la heterosexualidad tras el Edipo, sino que el sujeto, niño o niña, ha de alcanzarla de forma que se situé correctamente con respecto a la función del padre. Este es el centro de toda la problemática del Edipo.

Lo hemos indicado con nuestra forma de abordar este año la relación de objeto, y Freud lo articula expresamente en su artículo de 1931 sobre la sexualidad femenina—considerada desde el punto de vista preedípico, la problemática de la mujer es mucho más simple. Si en Freud parece mucho más complicada, esto se debe al orden de los descubrimientos. En efecto, Freud descubrió el Edipo antes que lo preedípico —¿como iba a ser de otra manera? Sólo podemos hablar de una mayor simplicidad de la posición femenina en el desarrollo que calificamos de preedípico, porque sabemos por adelantado que ha de alcanzar la estructura del complejo del Edipo.

Podríamos decir que la niña ha situado el falo en mayor o menor medida, o se ha acercado a él, en el imaginario donde está inmersa, en el más allá de la madre, mediante el descubrimiento progresivo que hace de la profunda insatisfacción experimentada por la madre en la relación madre-hiio. La cuestión es entonces en su caso el deslizamiento de este falo de lo imaginario a lo real. Esto es sin duda lo que Freud nos explica cuando habla de esa nostalgia del falo originario que empieza a producirse en la pequeña a nivel imaginario, en la referencia especular al semejante, otra niña u otro niño—y nos dice que el hijo será el sustituto del falo.

Esta es una forma algo abreviada de lo que se produce en el fenómeno observado. Vean esta posición como yo la dibujo—aquí lo imaginario, es decir, el deseo del falo en la madre, aquí el niño, nuestro punto central, que deberá descubrir este más allá, la falta en el objeto materno.  Al menos este es uno de los resultados posibles—en cuanto el niño consigue saturar la situación y puede salir de ahí concibiendo la propia situación como posible, esta bascula a su alrededor.
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¿Qué encontramos efectivamente en el fantasma de la niña, y también en el del niño? En cuanto la situación bascula a su alrededor, la niña encuentra el pene real ahí donde está, más allá, en aquel que puede darle un hijo, o sea, nos dice Freud, en el padre. Por no tenerlo como pertenencia, incluso por haber renunciado a él netamente en este terreno, podrá tenerlo como don del padre. He aquí por que razón, si la niña entra en el Edipo, nos dice Freud, lo hace por su relación con el falo, y como pueden ver de una forma simple. Luego, el falo sólo tendrá que deslizarse de lo imaginario a lo real por una especie de equivalencia— este es el mismo término empleado por Freud en su artículo de 1925 sobre la diferencia anatómica entre los sexos—Nun aber gleitet die Libido des Mädchens—man kann nur sagen: längs der vorgezeichneten symbolischen Gleichung Penis=Kind. Así la niña ya queda suficientemente introducida en el Edipo.

No digo que no pueda haber mucho más y, por lo tanto, todas las anomalías posibles en el desarrollo de la sexualidad femenina, pero ahora ya hay fijación al padre como portador del pene real, como capaz de dar realmente el hijo, y para ella esto es ya suficientemente consistente como para poder decir a fin de cuentas que el Edipo, como camino de integración en la posición heterosexual típica, es mucho más simple para la mujer, aunque este Edipo comporte de por sí toda clase de complicaciones, incluso obstáculos en el desarrollo de la sexualidad femenina.

Evidentemente, esta mayor simplicidad no ha de sorprendernos, ya que el Edipo es esencialmente androcéntrico o patrocéntrico. Esta disimetría reclama toda clase de consideraciones cuasi históricas que pueden hacernos reparar en la razón de este predominio en el plano sociológico, etnográfico. El descubrimiento freudiano, que permite analizar la experiencia subjetiva, nos muestra a la mujer en una posición que es, por así decirlo—ya que he hablado de ordenamiento, de orden o de ordenación simbólica—, subordinada. El padre es para ella de entrada objeto de su amor—es decir, objeto del sentimiento dirigido al elemento de falta en el objeto, porque a través de esta falta es como se ha visto conducida hasta ese objeto que es el padre. Este objeto de amor se convierte luego en dador del objeto de satisfacción, el objeto de la relación natural del alumbramiento. Luego, sólo se requiere un poco de paciencia para que el padre sea sustituido al fin por alguien que desempeñará exactamente el mismo papel, el papel de un padre, dándole efectivamente un hijo.

Esto implica un elemento que volveremos a tratar más adelante y que da su estilo particular al desarrollo del superyó femenino. En ella se da una especie de contrapeso entre la renuncia al falo y el predominio de la relación narcisista, cuya importancia en el desarrollo de la mujer vio muy bien un Hans Sachs. En efecto, una vez efectuada esta renuncia, abjura del falo como pertenencia y este se convierte en pertenencia de aquel a quien desde entonces se dirige su amor, el padre, de quien ella espera efectivamente el hijo. Esta espera de lo que en adelante ya no es para ella sino algo que se le debe dar, la deja en una dependencia muy particular que hace surgir paradójicamente, en un momento dado, como lo señalan diversos autores, fijaciones propiamente narcisistas. De hecho, es el ser más intolerante a cierta frustración. Hablaremos de esto más tarde, cuando volvamos a referirnos al ideal monogámico en la mujer.

Por otra parte, la simple reducción de la situación a la identificación del objeto de amor y el objeto que proporciona la satisfacción explica el aspecto especialmente fijo, incluso precozmente detenido, del desarrollo de la mujer con respecto al desarrollo que puede calificarse de normal. En algunos momentos Freud adopta en sus escritos un tono singularmente misógino, para quejarse amargamente de la gran dificultad que supone, al menos en determinados sujetos femeninos, sacarlos de una especie de moral, dice, de estar por casa, acompañada de exigencias muy imperiosas en cuanto a las satisfacciónes a obtener, por ejemplo, del propio análisis.

Me limito a hacer unas someras indicaciones. Tendremos que volver a ocuparnos del desarrollo que Freud hace a propósito de la sexualidad femenina, porque hoy queremos consagrarnos al chico.

En el caso del chico, la función del Edipo parece mucho más claramente destinada a permitir la identificación del sujeto con su propio sexo, que se produce, en suma, en la relación ideal, imaginaria, con el padre. Pero no es esta la verdadera meta del Edipo, sino la situación adecuada del sujeto con respecto a la función del padre, es decir, que el mismo accede un día a esa posición tan problemática y paradójica de ser un padre. Ahora bien, este acceso presenta por otra parte un montón de dificultades.

Si cada vez hay menos interés por el Edipo, no es porque no hayan visto esta montaña, sino que precisamente por haberla visto prefieren darle la espalda.

Toda la interrogación freudiana—no sólo en su doctrina, sino en la experiencia del propio sujeto Freud, que podemos seguir a través de las confidencias que nos hizo, a través de sus sueños y el progreso de su pensamiento, todo lo que ahora sabemos de su vida, de sus costumbres, incluso de sus actitudes en su familia, contada por el señor Jones de una forma más o menos completa, pero cierta—toda ella se resume a esto—¿Que es ser un padre?

Este fue para él el problema central, el punto fecundo que orientó verdaderamente toda su enseñanza.

Observen que si eso es un problema para todo neurótico, lo es también para todo no neurótico durante su experiencia infantil. ¿Que es un padre? Esta pregunta es una forma de abordar el problema del significante del padre, pero no olvidemos que también se trata de que los sujetos acaben convirtiéndose a su vez en padres. Plantear la pregunta ¿que es un padre? es todavía algo distinto que ser uno mismo un padre, acceder a la posición paterna. Veamos. Si es cierto que para cada hombre el acceso a la posición paterna es toda una búsqueda, no es impensable decirse que en verdad, al fin y al cabo, nadie lo ha sido nunca por entero.

Dialécticamente suponemos, y hay que partir de esta suposición, que en alguna parte hay alguien que puede sostener plenamente la posición del padre, alguien que puede responder—Yo soy padre. Esta suposición es esencial para cualquier progreso de la dialéctica edípica, pero eso no resuelve en absoluto la cuestión de saber cual es la posición particular, intersubjetiva, de quien cumple este papel para los demás, y particularmente para el niño.

Partiremos pues otra vez de Juanito.

2)
La observación de Juanito es un mare magnum. Con razón, de los Cinco análisis, es el que dejé en último lugar en el trabajo de comentario que estoy llevando a cabo.

Las primeras páginas del texto se sitúan exactamente donde les dejé la última vez, y a Freud no le faltan motivos para presentarnos las cosas en este orden. La primera cuestión es la del Wiwimacher, que han traducido al francés como fait-pipi. Si seguimos a Freud al pie de la letra, las preguntas que se plantea Juanito se refieren no sólo a su propio hacepipí, sino a los de los seres vivos, en particular los que son más grandes que él.

Ya han visto las pertinentes observaciones que pueden hacerse con respecto al orden de las preguntas planteadas por un niño. Por orden, Juanito le plantea la pregunta primero a su madre—¿Tú también tienes un hacepipí’? Ya hablaremos de lo que le responde su madre. Entonces Juanito suelta—Sí, solo había pensado…, o sea que precisamente ha estado cavilando un montón de cosas. A continuación vuelve a plantearle la misma pregunta a su padre, luego se alegra de haber visto el hacepipí del leon, no del todo por casualidad, y entonces, o sea antes de la aparición de la fobia, Juanito observa claramente que, si su madre tiene ese hacepipí, como en efecto ella afirma no sin alguna imprudencia, en su opinión eso se tendría que ver. Y en efecto, una noche, poco tiempo después de este interrogatorio, la espía mientras se desnuda y le dice que si lo tuviera, habría de ser tan grande como el de un caballo.

La palabra Vergleichung se ha traducido al francés como comparación. El término perecuación casi nos parece el mejor, si no por estricta tradición, al menos por economía. En la perspectiva falicista imaginaria en la que dejamos al sujeto la última vez, se trata en efecto de un esfuerzo de perecuación entre una especie de objeto absoluto, el falo, y su puesta a prueba por lo real. No se trata de un todo o nada. Hasta ahora, el sujeto jugaba al juego del trilis, al juego del escondite, el falo no estaba nunca donde uno lo busca, nunca estaba donde uno lo encuentra. Ahora se trata de saber donde está verdaderamente.

Hasta ahora el niño era el que simulaba, o jugaba a simular. No es casual si, un poco más allá en la observación, vemos, como lo advierten tanto Freud como los padres, que el primer sueño donde interviene un elemento de deformación, un desplazamiento, escenifica un juego de prendas. Si recuerdan ustedes la dialéctica imaginaria tal como la abordé en las últimas lecciónes, les sorprenderá verla ahí toda entera, operando en superficie, en la etapa prefóbica del desarrollo de Juanito. Está todo, incluso los hijos fantasmáticos. De repente, tras el nacimiento de su hermanita, Juanito adopta a un montón de niñitas imaginarias a quienes les hace todo lo que se les puede hacer a los niños. Realmente el juego imaginario está ahí al completo, casi sin proponérselo. Se trata de toda la distancia a franquear entre el que simula y el que sabe que existe una potencia.

¿Que revela este primer abordaje por parte de Hans de la relación edípica? Lo que se desarrolla en el acto de comparación no nos hace salir del plano imaginario. El juego prosigue en el plano del señuelo. El niño se limita a añadir a esta dimensión el modelo materno, una imagen mayor, pero que sigue siendo homogénea en lo esencial. Si así es como se inicia para él la dialéctica del Edipo, a fin de cuentas nunca tendrá que enfrentarse sino con un doble de sí mismo, un doble ampliado. La introducción, perfectamente concebible, de la imagen materna bajo la forma ideal del yo, nos deja en la dialéctica imaginaria, especular, de la relación del sujeto con el otro con minúscula. Su sanción no nos saca de ese o bien o bien, o el o yo, que sigue vinculado con la primera dialéctica simbólica, la de la presencia o de la ausencia. No salimos del juego del par o impar, no salimos del plano del señuelo. ¿Qué resulta de ello?

Lo sabemos, tanto en su aspecto teórico como ejemplar—de ahí sólo vemos salir el síntoma, la manifestación de la angustia, nos dice Freud.

El subraya desde el principio de la observación que es conveniente separar bien la angustia de la fobia. Si de las dos una viene después de otra, es por algo—una viene en auxilio de la otra, el objeto fóbico viene a cumplir su función sobre el fondo de la angustia. Pero en el plano imaginario, nada permite concebir el salto que puede sacar al niño de su juego tramposo con la madre. Alguien que es todo o nada, suficiente o insuficiente—sin duda, con sólo plantear esta pregunta, permanecemos en el plano de la profunda insuficiencia.

Este es el esquema primero, vulgar, de la entrada en el complejo de Edipo—la rivalidad casi fraterna con el padre. Aquí nos vemos llevados a matizar, mucho más de lo que por lo común se articula. En efecto, la agresividad en cuestión es del tipo de las que entran en juego en la relación especular, cuyo mecanismo fundamental es siempre o yo o el otro. Por otra parte, la fijación a la madre, convertida en objeto real tras las primeras frustraciones, sigue igual. Si el complejo de Edipo rebosa de todas sus consecuencias neurotizantes, que encontramos en mil aspectos de la realidad analítica, es en razón de esta etapa, o más exactamente, la vivencia central de este complejo en el plano imaginario.

En particular, así es como vemos introducirse uno de los términos principales de la experiencia freudiana, esa degradación de la vida amorosa a la que Freud consagró un estudio especial. Por el vínculo permanente del sujeto con aquel primitivo objeto real que es la madre como frustrante, todo objeto femenino será para él tan sólo un objeto desvalorizado, un sustituto, una forma quebrada, refractada, siempre parcial, con respecto al objeto materno primero. Un poco más adelante se verá lo que conviene pensar sobre esto.

Pero no olvidemos que si el complejo de Edipo puede tener consecuencias duraderas, debidas al mecanismo imaginario que hace intervenir, es o no es todo. Normalmente, y ello desde el comienzo en la doctrina freudiana, la resolución del Edipo forma parte de su propia naturaleza. Refiriéndose a esto, Freud nos dice que sin duda el hecho de que la hostilidad contra el padre pase a un segundo plano puede relaciónarse legítimamente con una represión. Pero en la misma frase, procuré subrayar que una vez más resulta palpable que la noción de represión se aplica siempre a una articulación particular de la historia, y no a una relación permanente. Admite que, por extensión, se aplique aquí el término de represión, pero, dense cuenta, el declive del complejo de Edipo, su anulación y su destrucción, normalmente entre los cinco años y los cinco años y medio, es algo distinto que lo que hemos descrito hasta ahora, algo distinto que el borramiento o la atenuación imaginaria de una formación fundamentalmente y en sí misma perdurable. Hay crisis, hay resolución. Y este acontecimiento deja un resultado, que es la formación de algo particular, datado en el inconsciente, a saber, el superyó.

En suma, nos enfrentamos aquí a la necesidad de hacer surgir algo original y nuevo, y que tenga su solución propia en la relación edípica. Para verlo, no hay más que utilizar nuestro esquema habitual.

El otro día habíamos llegado al punto en el cual el niño ofrece a la madre el objeto imaginario del falo, para satisfacerla completamente, y a modo de señuelo. Ahora bien, el exhibicionismo del niño frente a la madre sólo puede tener sentido si hacemos intervenir junto a la madre al Otro con mayúscula, de alguna forma el testimonio, el que ve el conjunto de la situación. Su presencia está supuesta por el sólo hecho de la presentación, incluso la ofrenda, hecha por el niño a la madre. Para que exista el Edipo, es en ese Otro donde debe producirse la presencia de un término que hasta entonces no había intervenido, a saber, alguien que, siempre y en cualquier circunstancia, está en posición de jugar y ganar.
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El esquema del juego de prendas lo encontramos bajo mil formas en las observaciones, en la actividad del niño y también en el caso de Juanito. Lo vemos, por ejemplo, en su forma de aislarse de pronto en la oscuridad de un pequeño retrete, que se convierte así en suyo, cuando hasta entonces era el de todo el mundo. En un momento dado todo oscila y se produce el pasaje que añade al juego la dimensión esperada, el plano de la relación simbólica. Eso de lo que les hablé el último día carácterístico de la madre simbólica, hasta ahora solamente llamada y vuelta a llamar, da paso ahora a la noción de que en el Otro con mayúscula hay alguien capaz de responder en cualquier circunstancia, y su respuesta es que en todo caso el falo, el verdadero, el pene real, es él quien lo tiene. El es quien tiene el triunfo y sabe que lo tiene. Se introduce en el orden simbólico como un elemento real, inverso respecto de la primera posición de la madre, simbolizada en lo real por su presencia y su ausencia.

Hasta ahora, el objeto estaba y no estaba a la vez. Este era el punto de partida del sujeto con respecto a todo objeto, o sea, que un objeto estaba a la vez presente y ausente, y siempre se podía jugar a la presencia o a la ausencia de un objeto. Desde este momento decisivo, el objeto no es ya el objeto imaginario con el que el sujeto puede hacer trampa, sino un objeto tal, que siempre está en manos de otro mostrar que el sujeto no lo tiene, o lo tiene de forma insuficiente. Si la castración juega este papel esencial para toda la continuación del desarrollo, es porque es necesaria para la asunción del falo materno como objeto simbólico. Sólo partiendo del hecho de que, en la experiencia edípica esencial, es privado del objeto por quien lo tiene y sabe que lo tiene, el niño puede concebir que ese mismo objeto simbólico le será dado algún día.

En otros términos, la asunción del propio signo de la posición viril, de la heterosexualidad masculina, implica como punto de partida la castración. Esto es lo que nos enseña la noción freudiana del Edipo. Precisamente porque el macho, a la inversa de la posición femenina, posee perfectamente un apéndice natural, porque detenta el pene como una pertenencia, ha de venirle de otro en esta relación con lo que es real en lo simbólico—aquel que es verdaderamente el padre. Y por eso, al fin y al cabo, nadie puede decir que significa en verdad ser padre, salvo que es algo que de entrada forma parte del juego. Sólo el juego jugado con el padre, el juego de gana el que pierde, por así decirlo, le permite al niño conquistar la vía por la que se registra en él la primera inscripción de la ley.

3)
¿En qué se convierte el sujeto en este drama en el que se encuentra? Tal como nos lo describe la dialéctica freudiana, es un pequeño criminal. Entra en el orden de la ley por la vía del crimen imaginario. Pero sólo puede entrar en este orden de la ley si, por un instante al menos, ha tenido frente a él a un partner real, alguien que en el Otro haya aportado efectivamente algo que no sea simplemente llamada y vuelta a llamar, par de la presencia y de la ausencia, elemento profundamente negativizador de lo simbólico—alguien que le responde.

Ahora bien, si las cosas pueden expresarse así en el plano del drama imaginario, esta experiencia debe darse en el nivel del juego imaginario. Si la imprescindible dimensión de la alteridad absoluta, de quien simplemente tiene la potencia y responde de ella, no interviene en ningún diálogo particular, es por alguna razón. Se encarna en personajes reales, pero estos personajes reales a su vez dependen de algo que a fin de cuentas se presenta como una eterna coartada. El único que podría responder absolutamente de la función del padre como padre simbólico, sería alguien que pudiera decir como el Dios del monoteísmo—Yo soy el que soy. Pero esta frase que encontramos en el texto sagrado no puede pronunciarla nadie literalmente.

Me dirán entonces—Usted nos enseñó que el mensaje que recibimos es el nuestro, en forma invertida, por lo tanto todo se resuelve con un Tu eres el que es. No lo crean, pues ¿quien soy yo para decirle esto a alguien, quienquiera que sea? En otros términos, lo que quiero indicarles es que el padre simbólico es impensable, hablando con propiedad.

El padre simbólico no está en ninguna parte. No interviene en ninguna parte.

La prueba hay que encontrarla en la misma obra de Freud. Hizo falta un espíritu como el de Freud, tan comprometido con las exigencias del pensamiento científico y positivo, para llevar a cabo esta construcción que él, como Jones nos confía, tenía en más que todo el resto de su obra. No le daba el lugar más destacado, porque su principal obra, la única—así lo escribió, lo afirmó y nunca lo desmintió—, es La interpretación de los sueños, pero su predilecta, la que consideraba un logro, una hazaña, es Totem y tabú, nada más y nada menos un mito moderno, un mito construído para explicar lo que permanecía como un hiato en su doctrina, a saber—¿Dónde está el padre?

Basta con leer Tótem y tabú simplemente con los ojos abiertos, para advertir que si no es lo que yo les digo, o sea un mito, es absolutamente absurdo. Tótem y tabú sirve para decirnos que, para que subsista algún padre, el verdadero padre, el único padre, el padre único, ha de haber estado antes de la historia y ha de ser el padre muerto. Más aún—ha de ser el padre asesinado. Y en realidad, ¿como pensarlo siquiera, salvo en su valor mítico? Pues que yo sepa, el padre en cuestión, no lo concibe Freud, ni nadie, como un ser inmortal. ¿Por qué han tenido que adelantar los hijos su muerte de algún modo? Y todo esto, ¿para qué? Para, al fin y al cabo, prohibirse ellos mismos lo que se trataba de arrebatarle. Lo mataron sólo para demostrar que era imposible matarlo.

La esencia del principal drama introducido por Freud se basa en una noción estrictamente mítica, porque es propiamente la categorización de una forma de lo imposible, incluso de lo impensable, a saber, la eternización de un sólo padre en el origen, con la carácterística de haber sido asesinado. Y esto, ¿para qué, sino para conservarlo? De paso les indico que en francés, como en algunas otras lenguas, entre ellas el alemán, tuer viene del latín tutare, que significa conservar.

Este padre mítico, además de indicarnos a que clase de dificultades se enfrentaba Freud, nos enseña a que apuntaba en verdad con la noción del padre. Se trata de algo que no interviene en ningún momento de la dialéctica, salvo por mediación del padre real, el cual en un momento cualquiera vendrá a desempeñar su papel y su función, permitiendo vivificar la relación imaginaria y dándole su nueva dimensión. Sale del puro juego especular para dar su encarnación a aquella frase que antes calificamos de impronunciable, tú eres el que eres. Si me permiten el juego de palabras y la ambigüedad que exploté ya cuando estudiábamos la estructura paranoica del Presidente Schreber, no es tú eres el que eres, sino tú eres el que matabas.

El fin del complejo de Edipo es correlativo de la instauración de la ley como reprimida en el inconsciente, pero permanente. Sólo así hay algo que responde en lo simbólico. La ley no es simplemente, en efecto, aquello en lo que está incluida e implicada la comunidad de los hombres —y después de todo, nos preguntamos por qué. Se basa también en lo real, bajo la forma de ese núcleo que queda tras el complejo de Edipo, núcleo llamado superyó—y como el análisis ha demostrado definitivamente, bajo esta forma real se inscribe lo que hasta ahora los filósofos nos habían mostrado con más o menos ambigüedad como la densidad, el núcleo permanente, de la conciencia moral, encarnada en cada sujeto, como sabemos, bajo las formas más diversas, más descabelladas, más llenas de aspavientos.

Si toma tal forma, es porque su introducción en el es, como elemento homogéneo respecto de los otros elementos libidinales, siempre tiene algo de accidental. En efecto, nunca se sabe en que momento del juego imaginario se ha producido este pasaje, ni quien estaba ahí para responder.

Este superyó tiránico, profundamente paradójico y contingente, representa por sí solo, incluso en los no neuróticos, el significante que marca, imprime, estampa en el hombre el sello de su relación con el significante. Hay en el hombre un significante que señala su relación con el significante, y eso se llama superyó. Incluso hay muchos más, y eso se llama los síntomas.

Con esta clave y sólo con ella pueden comprender que ocurre cuando Juanito fomenta su fobia. Lo carácterístico de esta observación, y creo que podré demostrárselo, es que a pesar de todo el amor del padre, de toda su amabilidad, de toda su inteligencia a la que debemos la observación, no hay padre real.

Toda la secuencia del juego se desarrolla en la trampa de la relación de Juanito con su madre, que acaba siendo insoportable, angustiosa, intolerable, sin salida. O el o ella, o el uno o el otro, y nunca se sabe cual, el falóforo o la falófora, la jirafa grande o la pequeña. A pesar de las ambigüedades de apreciación por parte de los diversos actores participantes en la observación, está claro que la jirafa grande ha de situarse como incluida en las pertenencias de la madre, y entonces se plantea la cuestión de saber quien la tiene y quien la tendrá. Es como si Juanito soñara despierto y, a pesar de los gritos que da su madre, su sueño le proporcionara la clave de la situación—y a nosotros nos indica su mecanismo de la forma más gráfica.

Quisiera añadir ahora algunas consideraciones que les permitirán habituarse al manejo estricto de la categoría de castración tal como estoy tratando de articularla ante ustedes.

La perspectiva que les aporto permite situar, en el plano correspondiente y en sus relaciones recíprocas, el juego imaginario del ideal del yo con respecto a la intervención sancionadora de la castración, gracias a la cual los elementos imaginarios adquieren estabilidad en lo simbólico, donde se fija su constelación. En esta perspectiva, ¿quién se atrevería a recurrir a la noción de una relación de objeto concebida por adelantado como armoniosa y uniforme?—como si por alguna participación de la naturaleza y la ley, idealmente y de forma constante, cada cual tuviera que encontrar su media naranja, para mayor satisfacción de la pareja, sin detenerse siquiera un instante para conocer la opinión del conjunto de la comunidad.

Si, por el contrario, sabemos distinguir el orden de la ley de las armonías imaginarias, incluso de la propia posición de la relación amorosa, y si es cierto que la castración es la crisis esencial por la que todo sujeto se introduce, se habilita para, por así decirlo, edipizarse de pleno derecho, concluiremos que es perfectamente natural—incluso en estructuras complejas, completamente libres, del parentesco, como estas en las que vivimos, y no sólo en las estructuras elementales—plantear, al menos en el límite, la fórmula según la cual toda mujer que no esté permitida está prohibida por la ley. Una repercusión clara, eco de esta fórmula, es que todo matrimonio, y no sólo en los neuróticos, lleva con él la castración. Si una civilización, ésta en la que vivimos, ha visto florecer el ideal, la confusión ideal, del amor y del conjugo, es porque ha puesto al matrimonio en el lugar más destacado como fruto simbólico del consentimiento mutuo, es decir, que ha llevado tan lejos la libertad de las uniones, que siempre está bordeando el incesto.

Basta por otra parte con insistir un poco en la propia función de las leyes primitivas de la alianza y el parentesco, para darse cuenta de que toda conjunción, sea cual sea, incluso instantánea, de la elección individual en el interior de la ley, toda conjunción del amor y la ley, aunque es un punto de intersección necesario de unión entre los seres, participa del incesto. De ello se deriva que, a fin de cuentas, si la doctrina freudiana atribuye a una fijación duradera a la madre los fracasos, incluso las degradaciones de la vida amorosa, y ve en su permanencia algo que marca con una tara original el ideal deseado de la unión monogámica, no por ello debemos creer que haya una nueva forma de un o bien o bien que demuestre que si el incesto no se produce donde pretendemos, o sea en la actualidad, o en las parejas perfectas, como dicen, es precisamente porque se ha producido en otra parte. En uno y otro caso, se trata de incesto. Es decir, que aquí hay algo que contiene un límite, una profunda duplicidad, una ambigüedad siempre dispuesta a renacer.

Esto nos permite afirmar, de acuerdo con la experiencia, que si el ideal de la conjunción conyugal es monogámico en la mujer por las razones antes mencionadas, o sea que quiere el falo para ella sola, no ha de sorprendernos—esta es nuestra única ventaja—que el esquema de partida de la relación del niño con la madre tienda siempre a reproducirse por parte del hombre. Y dado que la unión típica, normativa, legal, está siempre marcada por la castración, tiende a reproducir en él la división, el split, que le hace fundamentalmente bígamo. No digo polígamo, en contra de lo que se suele creer, aunque, por supuesto, en cuanto se introduce el dos ya no hay motivo para limitar el juego en el palacio de los espejismos. Pero más allá de lo que el padre real autoriza, a quien ha entrado en la dialéctica edípica, en lo que se refiere a la fijación de su elección, más allá de esa elección es donde se encuentra aquello a lo que siempre se aspira en el amor, a saber, no el objeto legal, ni el objeto de satisfacción, sino el ser, es decir, el objeto aprehendido en lo que le falta.

Por eso, ya sea de forma institucionalizada o de forma anárquica, vemos que nunca se confunde el amor con la unión consagrada. Muchas civilizaciones evolucionadas no han dudado en hacer de ello una doctrina y la han puesto en práctica. En una civilización como la nuestra, somos incapaces de articular nada, salvo que todo se produce accidentalmente, a saber, porque se es un yo más o menos débil, un yo más o menos fuerte, y se esta más o menos ligado a tal o cual fijación arcaica, incluso ancestral.

Ya en la relación imaginaria primitiva, en la que el niño se introduce desde entonces y en adelante en aquel más allá de su madre, el sujeto ve, palpa, experimenta, que el ser humano es un ser privado y un ser desamparado. La propia estructura que nos impone la distinción entre la experiencia imaginaria y la experiencia simbólica que la normativiza, pero sólo por mediación de la ley, implica que hay muchas cosas que en ningún caso nos permiten hablar de la vida amorosa como si correspondiera simplemente al registro de la relación de objeto, ni siquiera la más ideal, la más motivada por las más profundas afinidades. Esta estructura deja abierta en lo más profundo de toda vida amorosa una problemática.

Freud, su experiencia, nuestra experiencia cotidiana, están ahí para hacérnoslo palpable y también para obligarnos a afirmarlo.