La última vez dejamos las cosas en el punto en el que, en el análisis del chiste, en tanto que por un primer abordaje yo les había mostrado uno de sus aspectos, una de sus formas, en lo que llamo aquí la función metafórica, íbamos a tomar un segundo aspecto de esto, que es el aquí introducido bajo el registro de la función metonímica.
En suma, ustedes podrían asombrarse por esta manera de proceder que es partir del ejemplo para desarrollar sucesivamente unas relaciones funcionales que parecen, por este hecho, no estar ligadas a aquello de lo que se trata, ante todo, al menos, por una relación general. Esto se sostiene en una necesidad propia de lo que se trata, cuyo elemento sensible verán que, además, tendremos ocasión de mostrar.
Digamos que, en lo concerniente a todo lo que es del orden del inconsciente en tanto que está estructurado por el lenguaje, nos encontramos ante este fenómeno, que no es simplemente el género o la clase particular, sino incluso el ejemplo particular que nos permite captar las propiedades más significativas.
Hay ahí una suerte de inversión de nuestra perspectiva analítica habitual; entiendo analítica no en el sentido psicoanalítico, sino en el sentido del análisis de las funciones mentales. Hay ahí, si puedo decir, algo que podría llamarse fracaso del concepto en el sentido abstracto del término, o más exactamente necesidad de pasar por otra forma que la de la aprehensión conceptual. Es a eso que yo hacía alusión, un día, hablando del manierismo, y yo diría que ese rasgo, que está completamente dirigido hacia nuestro campo, el terreno sobre el cual nos desplazamos, es más bien que por el uso del concepto, por el uso del concetto que estamos en ese campo obligados a proceder. Esto en razón precisamente del dominio donde se desplazan las estructuraciones de las que se trata.
El término prelógico es completamente de una naturaleza que engendra confusión, y les aconsejaría tacharlo de vuestras categorías, dado lo que se ha hecho de él, es decir una propiedad crisológica. Se trata más bien de propiedades estructurales del lenguaje, en tanto que ellas son antecedentes a toda cuestión que podamos plantear al lenguaje sobre la legitimidad de lo que éste, el lenguaje, nos propone como mira. Como ustedes saben, esto no es otra cosa que lo que en si ha constituido el objeto de la interrogación ansiosa de los filósofos, gracias a lo cual hemos llegado a una suerte de compromiso que es poco más o menos esto: que si el lenguaje nos muestra que casi no podemos decir demasiado de eso, sino es que es ser de lenguaje, seguramente es por eso en esta mira que va a realizarse para nosotros un para nosotros que se llamará objetividad.
Esta es sin duda una manera rápida de resumir para ustedes toda la aventura que va de la lógica formal a la lógica trascendental. Pero es simplemente para situar, para decirles desde ahora que es en otro campo que nosotros nos ubicamos, y para indicarles que Freud no nos dice, cuando nos habla del inconsciente, que este inconsciente está estructurado de una cierta manera. El nos lo dice de una manera que a la vez es discurso y verbal, en tanto que las leyes que propone, las leyes de composición, de articulación de este inconsciente, reflejan, recortan exactamente algunas de las leyes de composición más fundamentales del discurso. Que por otra parte, en ese modo de articulación del inconsciente, nos faltan todo tipo de elementos, que son también aquellos que en nuestro discurso común están implicados, el lazo de la causalidad nos dirá él a propósito del sueño, la negación, e inmediatamente después, para corregirse y mostrarnos que ella se expresa de alguna manera en el sueño es eso, es ese campo ya explorado en tanto que ya está cernido, definido, circunscripto, incluso también labrado por Freud. Ahí es que trataremos de volver para tratar deformular, vayamos más lejos, de formalizar más apretadamente lo que hemos llamado hace un momento esas leyes estructurantes primordiales del lenguaje, en tanto que si hay algo que la experiencia freudiana nos aporta, es que estamos, por esas leyes estructurantes, determinados en lo que se llame, con razón o sin ella, la condición de significado de la imagen más profunda de nosotros mismos, digamos simplemente ese algo en nosotros más allá de nuestras aprehensiones auto-conceptuales, esa idea que podemos hacernos de nosotros mismos, sobre la cual nos apoyamos, a la cual nos agarramos mal que bien, y a la que algunas veces nos àpresuramos a valorizar un poco prematuramente, ese término de síntesis, de totalidad de la persona. Todos términos, no lo olvidemos, que son precisamente, por la experiencia freudiana, objetos de refutación.
En efecto, Freud nos enseña, y sin embargo debo aquí reintroducirlo como frontispicio firmado, algo que podemos llamar la distancia, incluso la hiancia que existe de la estructuración del deseo a la estructuración de nuestras necesidades; pues si precisamente la experiencia freudiana acaba finalmente por referirse a una metapsicología de las necesidades, seguramente no hay nada evidente, esto puede incluso ser dicho de una manera completamente inesperada en relación a una primera evidencia.
Es precisamente en función de ese camino, por rodeos a los que la experiencia, tal como ha sido instituida y definida por Freud, nos fuerza, y que nos muestra hasta qué punto la estructura de los deseos está determinada por otra cosa que las necesidades, cuánto las necesidades no nos llegan sino refractadas, quebradas, fragmentadas, estructuradas precisamente por todos esos mecanismos que se llaman condensación, que se llaman desplazamiento que se llaman según las formas, las manifestaciones de la vida psíquica donde se reflejan, que suponen diferentes, otros intermediarios y mecanismos, y donde reconocemos precisamente un cierto número de leyes que son aquellas en las vamos a desembocar tras este año de seminario, que llamaremos las leyes del significante.
Estas leyes son aquí las leyes dominantes, y en el chiste aprenderemos un cierto uso: juego del espíritu con el punto de interrogación que necesita aquí la introducción del término como tal. ¿Qué es el espíritu (esprit)? ¿qué es como ingenium? ¿Qué es el ingenio en español, puesto que he hecho la referencia al concepto? ¿Qué es ese no sé qué, que es otra cosa que la función del juicio, y que aquí interviene? Sólo podremos situarlo cuando hayamos proseguido los procedimientos, hablando con propiedad, y además elucidado a nivel de esos procedimientos? ¿De qué se trata? ¿Cuáles son esos procedimientos? ¿Cuál es su mira fundamental?.
Ya hemos visto, a propósito de la ambigüedad de un chiste con el lapsus, lo que resulta como ambigüedad fundamental, que de alguna manera le es constitutiva, que hace que lo que se produce, y según los casos, puede ser virado hacia una suerte de accidente psicológico de lapsus, ante el cual quedaríamos perplejos sin el análisis freudiano, o al contrario retomado, reasumido por cierta audición del otro, por una manera de homologarlo en el nivel de un valor significante propio aquel precisamente, en este caso, que ha tomado el término neológico, paradojal, escandaloso: famillonario; una función significante propia que es designar algo que no es solamente esto o aquello, sino una suerte de más allá de cierta relación que aquí fracasa, y este más allá no esta únicamente ligado a los impases de la relación del sujeto con el protector millonario, sino con algo que está aquí significado como fundamental. Como que algo en las relaciones humanas constantes introduce ese modo de impase esencial que hace o que reposa sobre esto: que ningún deseo, en suma, puede por el otro ser recibido, ser admitido, sino por medio de todo tipo de intérpretes que lo refractan, que hacen de él otra cosa que lo que es, que hacen de él un objeto de intercambio y, para decir todo, que someten desde ahora en el origen el proceso de la demanda a una especie de necesidad de rechazo.
Me explico, y de alguna manera, puesto que hablamos del chiste, me permitiré para introducir el verdadero nivel en que se plantea esta cuestión de la traducción de la demanda en algo que produce efecto, introducirlo por una historia ella misma, si no chistósa, cuya perspectiva, cuyo registro, diría que esta lejos de tener que limitarse a la risita espasmódica.
Es la historia que sin duda todos ustedes conocen, la historia llamada del masoquista y el sádico: «Haceme doler», dice el primero al segundo, quien le responde severamente: «No».
Veo que esto no los hace reír. Poco importa, de todos modos algunos ríen Además, al fin de cuentas, esta historia no es para hacerlos reír; simplemente les pido que observen que en esta historia algo nos es sugerido, que se desarrolla a un nivel que no tiene nada de chistóso, que es muy exactamente éste: ¿quiénes pueden entenderse mejor que el masoquista y el sádico? Si. Pero ustedes lo ven por esta historia, a condición de que no hablen.
No es por maldad que el sádico responde «no», es en función de su virtud de sádico, si responde, y está forzado a responder, desde que se ha hablado, en el nivel de la palabra. Es pues en tanto que hemos pasado al nivel de la palabra que ese algo que debe desembocar, a condición de no decir nada, en el más profundo entendimiento, llega precisamente a lo que recién he llamado la dialéctica del rechazo, la dialéctica del rechazo en tanto que ella es esencial para sostener en su esencia de demanda lo que se manifiesta por la vía de la palabra.
En otros términos, si ustedes lo ven, es aquí que se manifiesta, yo no diría en el circulo del discurso, sino de alguna manera sobre el punto de ramificación, del cambio de vías donde, de parte del sujeto, se lanza algo que se abrocha sobre si y que es una frase articulada, un anillo del discurso. Si es aquí que situamos, en este punto, la necesidad, la necesidad encuentra, por una especie de requisito del otro, esta especie de respuesta que por el momento llamamos rechazo, es decir traiciona esta disimetría esencial entre esos dos elementos del circuito, el bucle cerrado, el bucle abierto, lo que hace que para circuitar directamente de su necesidad hacia el objeto de su deseo, es decir siguiendo este trayecto, lo que se presenta aquí como demanda desemboca aquí en el «no».
Sin duda esto merece que entremos de más cerca en algo que aquí no se presenta sino como una especie de paradoja, que nuestro esquema simplemente sirve para situar. Es precisamente aquí que retomamos la cadena de nuestras proposiciones sobre las diferentes fases del chiste, y que hoy introduzco lo que hemos llamado una de esas manifestaciones metonímicas. He fijado inmediatamente para ustedes su idea, su ejemplo, bajo esta forma cuya total diferencia ustedes pueden ver por relación a lo que es la historia del famillonario.
Es la historia del diálogo de Heinrich Heine con el poeta Frédéric Soulié, más o menos su con temporáneo, diálogo informado en el libro de Kuno Fischer que, pienso, era bastante conocido en la época. «Mire, dice Frédéric Soulié a quien era apenas mayor que él, y al que admiraba, mire cómo del siglo XIX adora al becerro de oro», esto a propósito de la aglomeración que se forma alrededor de un viejo señor sin duda cargado, en efecto, con todos los reflejos de su potencia financiera. A lo cual Heinrich Heine, mirando con ojos desdeñosos el objeto sobre el cual se atrae su atención responde: «Sí, pero éste me parece que ya pasó la edad».
¿Qué significa este chiste? ¿Dónde está su sal y su resorte? Ustedes saben que Freud nos puso inmediatamente de entrada, a propósito del chiste, sobre este plano: buscaremos el chiste ahí donde está, a saber en su texto. Nada es más sorprendente de parte de este hombre al que se han atribuído todos los más allá, si se puede decir, de la hipótesis psicológica, que la manera en que, por el contrario, es siempre del punto opuesto, de la materialidad del significante que él parte, tratándolo como un dato existente por sí mismo, y por otra parte, manifiestamente no tenemos su ejemplo sino en su análisis del chiste. No solamente es de la técnica, en cada ocasión, que él parte, sino que es a esos elementos técnicos que él se confía para encontrar su resorte.
¿Qué hace en seguida? Lo que él llama tentativa de reducción. Es así que, a nivel del chiste famillonario, nos muestra que al traducirlo en lo que se puede llamar su sentido desarrollado, todo lo que es chiste desaparece, mostrando así, de alguna manera, que es en la relación de ambigüedad fundamental propia de la metáfora, es decir que es en el hecho de que un significante FS (S/S’), es decir que la función toma un significante en tanto que está sustituido a otro latente en la cadena, que es en esa relación de ambigüedad sobre una especie de similaridad o de simultaneidad posicional que reside eso de lo que se trata.
Si descomponemos eso de lo que se trata, y si a continuación lo leemos, es decir si decimos «familiar tal como uno puede serlo con un millonario», todo lo que es chiste desaparece.
Así, Freud abordó el chiste en el nivel de una de estas manifestaciones metafóricas. Aquí, él se encuentra ante algo cuya diferencia se puede presentir, pero por un instante —pues no es alguien que nos disimule los rodeos de su aproximación en relación al fenómeno— él vacila en calificar a esta nueva variedad de chiste del pensamiento como opuesto al chiste de palabras. Pero muy rápidamente se percata de que esta distinción es completamente insuficiente, que seguramente es a eso que se llamarla la «forma», especialmente a la articulación significante, que conviene fiarse, y es nuevamente a la reducción técnica que va a tratar de someter el ejemplo en cuestión, para hacerle responder por lo que allí está subyacente, en esta forma discutible, dada por el asentimiento subjetivo de que ahí está el chiste. Y vamos a ver que ahí encuentra algo diferente.
Ante todo, le parece que debe haber allí algo que es del orden metafórico. Se los repito: él nos hace seguir todas las aproximaciones de su pensamiento. Es para eso que él se detiene un momento en la prótasis, es decir en lo que ha aportado el personaje que le habla a Heinrich Heine, especialmente Frédéric Soulié. Por otra parte, en eso no hace más que seguir a Kuno Fischer, quien en efecto permanece en ese nivel. Hay en ese becerro de oro algo metafórico, seguramente el becerro de oro tiene una especie de doble valor: por una parte es el símbolo de la intriga, y por otra parte el símbolo del reinado del poder del dinero.
¿Es decir que ese señor recibe todos los homenajes, sin duda, porque es rico? ¿No encontramos ahí algo que de alguna manera reduce y hace desaparecer lo que es el resorte de lo que se trata? Pero Freud advierte rápidamente que, después de todo, eso sólo es algo completamente falaz. Esto en el detalle, además, merece mucho más que miremos de cerca para encontrar la riqueza del ejemplo.
Es muy cierto que ya hay, implicado en esos datos primeros de la puesta en juego del becerro de oro, algo que es la materia. Sin profundizar de todas las maneras en cómo se instituye el uso verbal de un término indiscutiblemente metafórico, es preciso ver que si ya el becerro de oro es algo. que en sí mismo tiene la más grande relación con esta relación del significante a la imagen, que es efectivamente la vertiente sobre la cual se instala el idólatra, al fin de cuentas esto esen relación a una perspectiva que exige, si podemos decir, en el reconocimiento de aquél que se anuncia como «soy lo que soy», señaladamente el Dios de los judíos, que algo particularmente exigente se rehuse a todo lo que se postula como el origen mismo del significante, la nominación por excelencia de toda hipóstasis imaginada, pues por supuesto nosotros llegamos más lejos que la idolatría, que es pura y simplemente la adoración de una estatua. Esto es también algo que busca su más allá, y es precisamente en tanto que ese modo de buscar ese más allá esencial es rechazado en cierta perspectiva, que ese becerro de oro toma su valor y no es sino por algo que es ya un deslizamiento que ese becerro de oro adquiere uso metafórico; que lo que hay en la perspectiva religiosa de lo que se puede llamar en la idolatría una represión tópica, una sustitución de lo imaginario a lo simbólico, toma aquí secundariamente valor metafórico para expresar algo diferente, algo que también puede referirse al nivel del significante, a saber lo que otros que yo han llamado el valor fetiche del oro, a saber algo también que nos hace tocar con una cierta concatenación significante.
No es sin motivo que lo evoco aquí puesto que es precisamente esta función fetiche lo que a continuación vamos a ser llevados a considerar. Esto no es concebible, no es referible, más que en la dimensión, justamente, de la metonimia.
Henos aquí pues, sobre algo ya cargado de todas las intrincaciones, de todos los enmarañamientos de la función simbólico imaginaria a propósito del becerro de oro, y es ahí que reside o no, pues aquí Freud lo señala, éste no es de ningún modo el lugar donde se sitúa, el chiste.
El chiste, como él lo advierte, está en la respuesta de Heinrich Heine. Y la respuesta de Heinrich Heine consiste precisamente en anular, en subvertir todas las referencias en que ese becerro de oro es su expresión metafórica, se sostiene por hacerse con él algo diferente que está ahí pura y simplemente para designar a aquél que está reducido de golpe a su cualidad, y esto no es por azar, donde indudablemente, a partir de cierto momento, merece ser el becerro que vale tanto el kilo, si puedo expresarme así. Ese becerro de golpe es tomado por lo que es, un ser vivo, y para decir todo, alguien que él reduce aquí sobre el mercado instituido por ese reino del oro, a no ser más que él mismo, vendido como ganado, una cabeza de vaca, y a propósito de ésta, decir: seguramente ya no está dentro de los limites de la definición que daba Littré a saber ese becerro en su primer año, que creo que, incluso, un purista de carnicería definirla como aquel que todavía no fue destetado de su madre, purismo del que me he dejado decir que sólo era respetado en Francia. «Para ser un becerro, está viejo!». Aunque ese becerro no sea aquí un becerro, es un becerro un poco viejo, no hay ninguna especie de manera de reducirlo, esto sigue siendo un chiste, con el trasfondo del becerro de oro o no.
Entonces Freud aquí capta una diferencia de lo inanalizable a lo analizable, y sin embargo ambos son chistes.
¿Qué decir entonces, sino que, sin duda, es a dos dimensiones diferentes de algo que es lo que tratamos de cernir más apretadamente, que la experiencia del chiste se refiere? Y que lo que se presenta como siendo de alguna manera, como Freud mismo nos lo dice, algo que parece escamoteo, Prestidigitación, falta de pensamiento, es el rasgo común de toda otra categoría del ingenio, en suma, como se diría vulgarmente, tomar una palabra en un sentido diferente que aquel en el cual nos es aportada.
Es el mismo rasgo que se da también en otra historia, la que se remite a ese primer vol (vuelo/robo) del águila del que se ha hecho una expresión a propósito de una operación bastante amplia, que fue la de la confiscación de los bienes de los Orleans por Napoleón III cuando subió al trono. «Es el primer vol (vuelo/robo) del águila», dice. A todos nos encanta esta ambigüedad. No hay ninguna necesidad de insistir.
He ahí todavía algo de lo que, a decir verdad, no es cuestión de hablar aquí de chiste del pensamiento, es en efecto un chiste de palabras, pero completamente de la misma categoría que aquel que nos es aquí presentado, la toma de una palabra en apariencia en otro sentido.
Además es divertido, en este caso, sondear las subyacencias de tales palabras, y si Freud se toma el cuidado, puesto que la palabra nos es informada en francés, de subrayar para quienes no conocen la lengua francesa la ambigüedad del vol como acción, modo motor de los pájaros, con el vol en el sentido de sustracción, de rapto, de violación (viol) de la propiedad, seria bueno recordar a este respecto que lo que aquí Freud elude, no digo que ignora, es que, históricamente, uno de los sentidos fue tomado prestado al otro, y que es de un uso de vol (vuelo) que el término volerie (volatería), hacia el siglo XIII o el XIV, ha pasado del hecho de que el halcón yole (vuelve/robe) la codorniz, al uso de esta falta contra una de las leyes esenciales de la propiedad que se llama el vol (robo).
Esto no es un accidente en francés, no digo que eso se produzca en todas las lenguas, pero eso ya se habla producido en latín, donde volare había tomado el mismo sentido a partir del mismo origen, mostrando además aquí en este caso, algo que tampoco deja de tener relación con eso en lo cual nos desplazamos, a saber lo que yo llamaría los modos de expresión eufemísticos de lo que en la palabra debe finalmente representar la violación de la palabra, precisamente, o la violación del contrato. En este caso, no es sin motivo que la palabra violación (viol) está aquí tomada a préstamo de un registro muy diferente, a saber del registro de un rapto que no tiene nada que ver con lo que llamamos propiamente y jurídicamente el robo (vol).
Pero quedemos ahí, y retomemos aquello para lo cual introduzco aquí el término de metonimia, y yo creo justamente, más allá de esas ambigüedades ellas mismas tan huidizas, del sentido, tener que buscar como referencia otra cosa para definir ese segundo registro en el cual se sitúa el chiste; esa otra cosa que va a permitirnos unificar su resorte, su mecanismo con su primera especie, encontrar el factor común, el resorte común del que todo en Freud nos indica la vía, sin acabar completamente su fórmula, por supuesto.
¿Para qué serviría que yo les hable de Freud si, precisamente, no tratamos de extraer el máximo de provecho de lo que él nos aporta? Para llevarnos más lejos, quiero decir, dar esta formalización necesaria de la que la experiencia nos dirá si es una formalización que conviene, si es una formalización conforme, si es en esa dirección que se organizan los fenómenos.
Cuestión, de todas maneras, rica en consecuencias, pues seguramente por toda nuestra manera de tratar, en el sentido más amplio, es decir no simplemente de tratar la terapéutica, sino de concebir los modos del inconsciente, el hecho de que haya una estructura, y que esta estructura sea la estructura del significante en tanto que ella retoma, que ella zanja, que ella impone su grilla a todo aquello que es la necesidad humana, es de todos modos algo absolutamente decisivo y esencial que vemos ahí, pues, al pie de la metonimia.
Esta metonimia, ya la he introducido varias veces, y particularmente en ese articulo que se llama La instancia de la letra en el inconsciente… De ella les he dado un ejemplo expresamente toma en el nivel vulgar de esa experiencia que puede sacarlos de los recuerdos de vuestros estudios secundarios, a saber de vuestra gramática. La metonimia es lo que se llamaba en ese momento, en esa especie de perspectiva de una suerte de Quintillano subestimado, pues está muy claro que no es el estudio de las figuras de retórica lo que ha podido sofocarlos; hasta aquí jamás se les dio gran importancia.
En el punto en el que estamos de nuestra concepción de las formas del discurso, he tomado este ejemplo de la metonimia: «treinta velas» en lugar de «treinta navíos», señalando a este respecto que esas treinta velas no son pura y simplemente lo que se les ha dicho a este propósito, a saber tomas de la parte por el todo, a saber referencia a lo real, pues seguramente hay muchas más de treinta velas. Es raro que los navíos sólo tengan una vela, pero, puesto que hay ahí un trasfondo literario, ustedes saben que encontramos estas treinta velas en cierto monólogo del Cid.
Este es simplemente un punto de referencia o de anuncio para el futuro.
Henos aquí con esas treinta velas, y no sabemos qué hacer con ellas, porque después de todo, o bien ellas son treinta y no hay treinta navíos, o bien hay treinta navíos y ellas son más de treinta. Ahora bien, eso quiere decir treinta navíos, y es muy cierto que al indicar que es en la correspondencia palabra por palabra de lo que se trata, que hay que buscar la dirección de lo que aquí se llama la función metonímica, ahí yo no hago más que proponer ante ustedes una suerte de aspecto problemático de la cosa. Pero conviene que entremos más en lo vivo de la diferencia que hay con la metáfora, pues después de todo ustedes podrían decirme que es una metáfora.
¿Por qué no lo es? Esa es la cuestión. Por otra parte, hace ya un cierto tiempo que periódicamente me entero de que un cierto número de ustedes, en los rodeos de la vida cotidiana, de golpe son sorprendidos por el encuentro de algo que ya no saben para nada cómo clasificarlo, en la metáfora o en la metonimia. Eso acarrea unos desórdenes algunas veces desmesurados en su organismo, y una especie de cabeceo algunas veces un poco fuerte, con, en suma, esta metáfora de babor y esta metonimia de estribor, con las que algunos han experimentado algunos vértigos.
Tratemos pues de estrechar de más cerca eso de lo que se trata, pues después de todo, también se me ha dicho, a propósito de Booz, que «su gavilla no era avara ni rencorosa» bien podría ser una metonimia. Creo haber mostrado bien, en mi artículo, lo que era esa gavilla, y cuánto esa gavilla es muy otra cosa que un elemento de su posesión, esto es, algo que en tanto que eso se sustituye al padre, precisamente, hace surgir toda la dimensión de fecundidad biológica que estaba ahí subyacente en el espíritu del poema, y que no es sin motivo que en el horizonte, e incluso más que en el horizonte, en el firmamento, va a surgir el filo agudo de la hoz celeste que evoca los trasfondos de la castración.
Volvamos pues a nuestras treinta velas, y preguntémonos al fin de cuentas, para que de una buena vez esto sea aquí afirmado, lo que significa lo que yo llamo función o referencia metonímica.
Creo haber dicho suficientemente, lo que no deja de mantener algunos enigmas, que era esencialmente en la sustitución, del resorte estructural de la metáfora, en esta función aportada a un significante S, en tanto que ese significante está sustituido por otro en una cadena significante.
La metonimia es esto, función que toma un significante, e igualmente S en tanto que ese significante está en la contigüidad de la cadena significante en relación con otro significante:
F S (S…S’)
La función dada a esta vela, en tanto que en una cadena significante, y no en una sustitución significante, está en relación con el navío (que) entonces, he transferido de la manera más clara, y es para éste como las representaciones de apariencia formales, en tanto que esas fórmulas pueden naturalmente prestarse a una exigencia suplementarla de vuestra parte. Alguien me recordaba recientemente que un día yo había dicho que lo que yo buscaba hacer aquí para vuestro uso, para cernir las cosas de las que se trata en nuestro propósito, era forjar una lógica de caucho. Soy yo quien lo ha dicho. En efecto, es precisamente de algo como eso que se trata, es de una estructuración tópica que algunas veces deja forzosamente algunas hiancias, porque está constituida por ambigüedades. Pero déjenme decirles, al pasar, que no escaparemos a ello, si no obstante llegamos a llevar suficientemente lejos esta estructuración tópica, no escaparemos a un resto de exigencia suplementaria, si es que vuestro ideal sea en este caso el de una cierta formalización unívoca, pues algunas ambigüedades son irreductibles a nivel de la estructura del lenguaje tal como tratamos de definirla.
Déjenme igualmente decirles al pasar que la noción de metalenguaje es empleada muy frecuentemente de la manera más inadecuada, en tanto que desconoce lo siguiente: que o el metalenguaje tiene unas exigencias formales que son tales que desplazan todo el fenómeno de estructuración donde él debe situarse, o bien el metalenguaje mismo debe conservar unas ambigüedades del lenguaje. Dicho de otro modo, que no hay metalenguaje, hay formalizaciones, sea a nivel de la lógica, sea a nivel de esta estructura significante cuyo nivel autónomo trato de desprender para ustedes. No hay metalenguaje en el sentido en que quisiera decir por ejemplo matematización completa del fenómeno del lenguaje, y esto precisamente porque no hay medio aquí de formalizar más allá de lo que está dado como estructura primitiva del lenguaje.
Sin embargo, esta formalización es no solamente exigible, sino que ella es necesaria. Es necesaria por ejemplo aquí porque después de todo ustedes deben ver que esta noción de sustitución de un significante por otro, es una sustitución en algo cuyo lugar ya debe estar definido; es una sustitución posicional, y la posición misma exige la cadena significante, a saber una sucesión combinatoria, no digo que exige todos sus rasgos, quiero decir como el hecho de que esta sucesión combinatoria está carácterizada por unos elementos, por ejemplo, que yo llamaría intransitividad, alternancia, repetición.
Si nos remitimos a ese nivel original mínimo de la constitución de una cadena significante, seremos llevados lejos de nuestro tema de hoy. Hay exigencias mínimas, y yo no les digo que pretendo haber hecho hasta aquí todo su recorrido. De todos modos, ya les he dado lo suficiente como para proponerles algo que permita soportar, si se puede decir, una cierta reflexión, y partir a este respecto de esa particularidad del ejemplo que, en este dominio, es algo de lo que debemos extraer, por razones sin duda absolutamente esenciales, todas nuestras enseñanzas.
Es así que vamos a proceder una vez mas, y observar a propósito de este ejemplo que, incluso si esto tiene el aspecto de un juego de palabras, esas velas, dada la función que juegan en este caso, nos velan la vida (vie) en tanto que nos designan que esas velas son ahí algo que no entra con su pleno derecho de velas, que no entran a toda vela en el uso que hacemos de ellas. Esas velas no se arrían mucho que digamos; esas velas son algo reducido en su alcance y en su signo, ese algo que podemos reencontrar, no solamente en las treinta velas, sino en el pueblito de treinta almas donde les aparece muy rápidamente que esas almas están ahí como sombras de lo que ellas representan, que ellas son más ligeras incluso que el término que sugiere una demasiado grande presencia de habitantes, que esas almas, según un título de novela célebre, pueden ser también unas almas muertas, mucho más aún que seres, almas que no están ahí. Del mismo modo que treinta fuegos es también un uso del término, y seguramente representa una cierta degradación, o minimización del sentido. Quiero decir que esos fuegos son también fuegos extinguidos, que son fuegos a propósito de los cuales ustedes dirán ciertamente que no hay humo sin fuego, y que no es sin motivo que esos fuegos están en un uso que dice metonímicamente aquello a lo que vienen a suplir.
Sin ninguna duda, ustedes dirán que ahí es a una referencia de sentido que al fin de cuentas yo me remito para hacer la diferencia. No lo creo, y les haré observar que aquello de lo que he partido es que la metonimia es la estructura fundamental en la cual puede producirse ese algo nuevo y creativo que es la metáfora; que incluso si algo de origen metonímico está ubicado en posición de sustitución, como es el caso en las treinta velas, esto es algo diferente en su naturaleza que la metáfora; que, para decir todo, no habría metáfora si no hubiera metonimia.
Quiero decir que la cadena por relación a lacual y en la cual están definidos los lugares, las posiciones donde se produce el fenómeno de la metáfora, está a este respecto en una suerte de deslizamiento o de equivoco. No habría metáfora si no hubiera metonimia, me venia como eco, y de ningún modo por azar, porque eso tiene la más grande relación con la exclamación, la invocación cómica que yo llego a poner en la boca del padre Ubú. No habría metáfora si no hubiera metonimia; igualmente: viva Polonia, porque sin Polonia, decía también el Padre Ubú, no habría polacos. ¿Por qué esto es un chiste? Esto está precisamente en lo vivo de nuestro tema. Es un chiste, y es gracioso precisamente en tanto que eso es la referencia como tal a la función metonímica, pues nos equivocaríamos de camino si creyéramos que allí habla una burla concerniente, por ejemplo, al papel que los polacos han podido desempeñar en los infortunios de Polonia, los que no son más que demasiado conocidos. La cosa es también graciosa si yo digo: ¡viva Francia, señor, porque sin Francia no habría franceses! Igualmente si digo ¡viva el cristianismo, porque sin el cristianismo no habría cristianos! E incluso ¡viva el Cristo!
Siempre es tan divertido, y legítimamente podemos preguntarnos por qué. Yo les subrayo que aquí la dimensión metonímica no es absolutamente desconocible, que toda especie de relación de derivación de uso del sufijo, del afijo, o desinencia en las lenguas flexionales, es propiamente la utilización con fines significativos de la dimensión de la cadena.
Aquí no hay ninguna especie de palabra (mot), e incluso yo diría que todas las referencias la recortan. La experiencia del afásico, por ejemplo, nos muestra precisamente que hay dos casos de afasia, y que muy precisamente, cuando estamos en el nivel de los trastornos que podemos llamar trastornos de la contigüidad, es decir de la cadena, es muy precisamente aquellos que tienen el mayor trabajo del sujeto para distinguir; es la relación de la palabra con el adjetivo, de beneficio (bienfait) con benéfico (bienfaisant) o con obrar bien (bienfaire) y con beneficencia (bienfaisance); es en el otro metonímico que se produce algo. Es precisamente este relámpago lo que, en este caso, nos hace considerar como algo no solamente cómico, sino incluso bastante bufonesco, esta referencia.
Les hago observar que aquí es importante, en efecto, aplicarse a lo que se puede llamar propiedad de la cadera significante, y captar he tratado de encontrar algunos términos de referencia que les permitan captarla— en el punto donde vamos a poderlo, lo que yo quiero designar por este efecto de la cadena significante, efecto esencial inherente a su naturaleza de cadena significante que concierne a lo que podemos llamar el sentido.
No olviden que el año pasado, es en una referencia analógica, que podía parecerles metafórica, pero de la que les subrayé que no lo era, que pretendía que debía ser tomada al pie de la letra de la cadena metonímica, que yo ubiqué, situé lo que es la esencia de toda especie de desplazamiento fetichista del deseo, dicho de otro modo de fijación del deseo en alguna parte, antes, después o al costado, de todos modos a la puerta de su objeto natural, dicho de otro modo de la institución de fenómeno absolutamente fundamental que se puede llamar la radical perversión de los deseos humanos.
Aquí, yo quisiera indicar otra dirección, la que llamarla, en la cadena metonímica, el deslizamiento del sentido. Y ya les he indicado la relación de esto con su técnica, el uso, el procedimiento literario que acostumbramos designar bajo el término de realismo.
No está concebido en ese dominio que se pueda ir a todo tipo de experiencias; yo me he sometido a la de tomar una novela de la época realista, volverla a leer para, de alguna manera, ver los rasgos que podrían hacerles captar ese algo original cuya referencia a la dimensión del sentido puede ser ligada al uso metonímico como tal de la cadena significante, y así me he remitido a una novela al azar entre las novelas de la época realista, a saber una novela de Maupassant, Bel-Ami.
Ante todo, es una lectura muy agradable. Hagan la una vez. Y habiendo entrado en ella, he sido muy sorprendido en esta especie de encontrar allí ese algo, exactamente, que yo buscaba aquí para designar como deslizamiento, que de lo alto de la calle Notre-Dame-de-Lorette, de donde vemos partir a Georges Duroy.
«Cuando la cajera le hubo entregado el sobrante de su moneda de cinco francos, Jorge Duroy salió del restaurante.
Engreído por naturaleza y por jactanciosa afectación de antiguo suboficial, empinó el talle, se atusó el bigote con un gesto marcial que le era carácterístico, y echó sobre los comensales rezagados una rápida mirada circular, una de esas miradas de ave de presa del hombre que se sabe buen mozo.»
La novela comienza así. Eso no parece nada, pero en seguida eso avanza de momento en momento, de encuentro en encuentro, y ustedes asisten de la manera más clara, más evidente, a esta especie de deslizamiento. Si sobrevolamos toda la marcha de la novela, vemos algo que hace que un ser bastante elemental, diría, en el punto al que está reducido al comienzo de la novela, pues esta pieza de cinco francos es la última que tiene encima, reducido a necesidades completamente directas, de preocupación inmediata por el amor y el hambre, es progresivamente tomado por la serie de los azares, buenos o malos, pero en general buenos, pues no solamente es buen mozo, sino que además tiene suerte, es tomado en un circulo de sistemas, de manifestaciones del intercambio, por la subversión metonímica de esos datos primitivos que, a medida que son satisfechos, son alienados por él en una serie de situaciones. Ahora bien, jamás se trata de nada donde él pueda ni encontrarlo ni descansar, y que lo lleva de éxito en éxito a una poco más o menos total alienación de lo que es su propia persona.
Esto no es nada, esto está en el detalle, quiero decir en la manera en que se apunta a no ir jamás más allá de lo que sucede en la serie de los acontecimientos y de su notación en términos tan concretos como es posible. A todo momento el novelista nos muestra una suerte de diplopía que constantemente nos pone, no solamente el sujeto de la novela, sino todo lo que lo rodea, en una posición siempre doble respecto de lo que puede ser el objeto, así fuese el más inmediato.
Tomo el ejemplo de esa comida en el restaurante, que comienza por ser uno de los momentos primeros de la elevación a la fortuna de este personaje:
«Sirvieron ostras de Ostende, pequeñas y untuosas, semejantes a orejitas encerradas en conchas y que se deshacían entre el paladar y la lengua como bombones salados. Vino la sopa y luego una trucha, rosada como la carne de una jovencita. La conversación que había ido animándose……..»
«Fue el momento de los sobrentendidos maliciosos, de las medias palabras que levantan velos como quien levanta faldas, de las picardías ingeniosas, de las audacias habiles y disimuladas, de las hipocresías impúdicas, de la frase que hace gala de imagenes desnudas con expresiones solapadas, que exhibe ante los ojos y ante el espíritu la visión rápida de todo lo que no puede decirse y permite a la gente de mundo una especie de amor sutil y misterioso, de contacto impuro de pensamientos, por la evocación simultánea, turbadora y sensual como un abrazo, de todas las cosas secretas, vergonzosas y deseadas del amor físico.
Habían servido perdices asadas…….»
Puedo hacerles notar que esas perdices asadas, la guarnición de codornices, y todo el resto.
«Habían comido todo eso sin gustarlo, sin darse siquiera cuenta, atentos sólo a lo que decían, sumergidos en un baño de amor.»
Esta coartada perpetua que hace que ustedes no sepan después de todo si es la carne de jovencita o la trucha la que está sobre la mesa, y esto en una perspectiva que es la de la descripción realista, como se dice, de lo que se trata es una cosa que se dispensa, no solamente de toda referencia abisal en cualquier sentido que sea, transentido de la manera que sea, ni poético, ni moral, ni otro, es algo que suficientemente, me parece, aclara lo que yo indico cuando digo que es en una perspectiva de perpetuo deslizamiento del sentido que todo discurso que apunta a aportar la realidad está forzado a sostenerse, y que lo que constituye su mérito, lo que hace que no haya realismo literario, es precisamente que, en este esfuerzo por ceñir apretadamente la realidad enunciándola en el discurso, el discurso no logra otra cosa que mostrar lo que la introducción del discurso añade de desorganizarte, de perverso a esta realidad.
Si algo aquí les parece todavía quedar en un modo demasiado impresionista, quisiera tratar de hacer sin embargo la experiencia, con ustedes, de algo diferente. Ustedes lo ven, tratamos de mantenernos, no en el nivel en que el discurso responde de lo real, donde simplemente pretende connotarlo, seguirlo en relación a ese real, sino en una función de annalise con dos n. Vean lo que da eso. He tomado a un autor sin duda meritorio, que se llamaba Félix Fenéon, y del que no tengo tiempo como para hacerles aquí su presentación, y su serie de Gacetillas en tres líneas que él daba al Matin. Sin ninguna duda, no es sin motivo han sido recogidas; sin duda se manifiesta en ellas un particular talento. Tratemos de ver cuál.
Son unas gacetillas en tres líneas que al principio podemos tomar al azar, luego quizá tomaremos algunas más significativas.
«Por haber lapidado un poco a los gendarmes, tres damas piadosas…. son multadas por los jueces de Toulens-Comblebourg.»
«Paul, institutor en la Isla SaintDenis, hacía sonar a la entrada de los escolares, la campana….»
«En Clichy, un joven elegante se arrojó bajo un simón encapuchado, luego, indemne, bajo un camión que lo trituró.»
«Una joven estaba sentada en el suelo en Choisy-le-Roi. Unica palabra de identidad que su amnesia le permitía decir: modelo.»
«El cadáver del sexagenario…….., se balanceaba en un árbol de Arcueil con esta pancarta: demasiado viejo para trabajar.»
«Respecto del misterio de Luzarches, el juez de instrucción del Puy interrogó a la detenida…………Pero ella está loca.»
«Detrás de un féretro, Mangin de VerdunChevigny. No alcanzó ese día el cementerio, la muerte lo sorprendió en camino.»
«El valet……instaló en Neuilly, en casa de su amo ausente, a una mujer divertida, luego desapareció llevándose todo, salvo a ella.»
«Fingiendo buscar en ese negocio unas piezas raras, dos estafadoras se llevaron por mil francos vulgares. La señorita……Ivry «
«Playa….Finistere, dos bañistas se ahogaban. Un bañista se lanzó, de manera que el señor Etienne debió salvar tres personas.»
¿Qué es lo que hace reír? He ahí verdaderamente unos hechos connotados con un rigor impersonal cuyo único arte diría que consiste simplemente en su extrema reducción. Esto está dicho con la menor cantidad de palabras posible.
Si hay algo cómico, por ejemplo, para tomar éste que está arriba en la página, lo que sucede cuando escuchamos: «Detrás de un féretro, Mangin de VerdunChevigny. No alcanzó ese día el cementerio, la muerte la sorprendió en camino.»
Es algo que no toca absolutamente en nada ese camino que es el de todos nosotros, hacia el cementerio, cualquiera que sea el método diverso con que podamos efectuar ese camino. No hay absolutamente nada parecido, y diría hasta un cierto punto que esto no aparecerla si las cosas fueran dichas más extensamente, quiero decir si todo eso estuviera ahogado en un raudal de palabras.
Lo que aquí he llamado deslizamiento del sentido, a saber ese algo que hace que literalmente no sabemos dónde detenernos en ningún momento de esa frase tal como la recibimos en su rigor, para darle su centro de gravedad, su punto de equilibrio, éste es todo el arte de esta redacción de esas gacetillas de tres líneas. Es precisamente lo que aquí yo llamarla su descentramiento. No hay ahí ninguna moralidad, hay un cuidadoso borramiento de todo lo que pueda tener un carácter ejemplar, lo que en esta ocasión llamaremos el arte de desprendimiento de ese estilo.
No obstante, lo que se cuenta es de todos modos algo, una serie de acontecimientos, e incluso diría más, otro de sus méritos es el de proporcionarnos de estos unas coordenadas completamente rigurosas.
Ahí está pues algo que yo apunto, que yo trato de hacerles sentir mostrándoles en qué medida el discurso, en su dimensión horizontal, en su dimensión de cadena, es propiamente el lugar de una pista de patinaje que es tan útil de estudiar como las figuras del patinaje, sobre el cual ocurre ese deslizamiento de sentido, fugaz sin duda, ínfimo, que quizá puede, de tan reducida, parecernos nula, pero que de todos modos se presenta y se anuncia en el orden del chiste como lo que podríamos llamar una dimensión irrisoria, degradante, desorganizarte.
Es en esta dimensión que el estilo de un chiste como el del vol (vuelo/robo) del águila, se sitúa y se ubica, en el encuentro del discurso con la cadena significante que aquí resulta estar, a nivel del famillonario, en la cita en gama, y que aquí se produce simplemente un poco más lejos.
Aquí Frédéric Soulié aportó algo que evidentemente va hacia el yo (je), puesto que la perspectiva es Heinrich Heine, es el chiste, y él lo llama como testimonio. Siempre está, al comienzo del chiste, esta perspectiva, este llamado al otro como lugar de la verificación. «Tan cierto», comentaba Hirsch Hyacinthe, «tan cierto como que Dios me debe todas las dichas». Y aquí Dios, en esta referencia, también puede ser irónico. Ella es aquí fundamental. Soulié invoca a Heinrich Heine, mucho más prestigioso que él, sin que yo tenga que hacerles la historia de Frédéric Soulié; sin embargo, el artículo que le consagra el Larousse es muy lindo. Soulié le dice: «no ve usted, mi querido maestro —algo asi—, no es muy divertido ver a este siglo XIX…?». Aquí está el llamado, la invocación, la atracción del lado del yo (je) de Heinrich Heine, de aquél que es el punto pivote presente en este asunto. «…ver a este siglo XIX adorar todavía al becerro de oro?»
Entonces, nosotros hemos pasado por aquí (ver esquema), luego hemos vuelto aquí a propósito del becerro de oro, al lugar de los empleos y de la metonimia, pues al fin de cuentas ese becerro de oro es una metáfora, pero gastada, pasada al lenguaje. Recién hemos mostrado, incidentalmente, sus fuentes, sus orígenes, su modo de producción, pero al fin de cuentas es un lugar común. Y envía su lugar común aquí al lugar del mensaje, por el camino alfa-gama clásico.
Aquí tenemos entonces dos personajes, y ustedes saben bien que esos dos personajes pueden también no ser más que uno solo, puesto que el otro,por el sólo hecho de que existe la dimensión de la palabra, está en cada uno, y también, como lo señala Freud, si no hubiera estado ya presente, en el espíritu de Soulié, algo que en suma le hace calificar de becerro de oro al personaje, es que esto ya no es un uso que, para nosotros, nos parece admitido; pero lo he encontrado en Littré. Littré, pues, nos dice que se llama un becerro de oro a un señor que está forrado de oro y que, a causa de eso, es el objeto de la admiración universal. No hay ambigüedad, y en alemán tampoco.
En ese momento, es decir aquí entre gama y alfa, reenvío del mensaje al código, es decir aquí sobre la línea de la cadena significante, y de alguna manera metonímicamente, el término es re tomado en algo que no es el plano en el cual ha sido enviado, es retomado de una manera que seguramente aquí deja percibir plenamente el sentido de caída del sentido, de reducción del sentido, de desvalorización del sentido y, para decir todo, es de esto que se trata, y esto que, al final de esta lección de hoy, quiero introducir: es que la metonimia es, hablando con propiedad, el lugar donde debemos situar algo primordial, algo primordial y esencial en el lenguaje humano en tanto que vamos a tomarlo aquí en lo opuesto, la dimensión del sentido, es decir en la diversidad de esos objetos ya constituidos por el lenguaje, donde se introduce el campo magnético de la necesidad de cada uno, con sus contradicciónes, la respuesta que hace un momento he introducido, ese algo diferente que es esto que quizá va a poder parecer paradojal, que es la dimensión del valor.
Y esta dimensión del valor es propiamente algo que tiene su dimensión del sentido en relación a sí. Ella reposa y se impone como estando en contraste, como siendo otra vertiente, como siendo otro registro. Si algunos de ustedes están suficientemente familiarizados, no digo con El Capital entero —¡quién ha leído El Capital!— sino con el primer libro de El Capital, que en general todo el mundo ha leído, les ruego que se remitan a la página en que Marx, a nivel de la formulación de lo que se llama la teoría de la forma particular del valor de la mercancía, en una nota, se revela como siendo un precursor del estadio del espejo. En esta página, Marx hace esta observación superflua, en ese prodigioso primer libro, que lo muestra, cosa rara, como alguien que sostiene un discurso filosófico articulado, y hace esta proposición: que antes de toda especie de estudio de las relaciones cuantitativas del valor, conviene postular que nada puede instaurarse, sino ante todo bajo la forma de la institución de esta especie de equivalencia fundamental que no está simplemente en tantas varas de telas iguales, sinoen la mitad del número de vestimentas, que ya hay ahí algo que debe estructurarse en la equivalencia tela-vestimenta, a saber que unas vestimentas pueden representar el valor de la tela, es decir que no es en tanto que vestimenta que es algo que ustedes pueden llevar, entonces, que hay algo necesario al comienzo mismo del análisis, en el hecho de que la vestimenta puede devenir el significante del valor de la tela. Que, en otros términos, la equivalencia que se llama valor se sostiene propiamente en el abandono, por parte de uno o de ambos de los dos términos, de una parte igualmente muy importante de su sentido.
Es en esta dimensión que se sitúa el efecto de sentido de la línea metonímica, lo que a continuación nos permitirá encontrar para qué sirve esta puesta en juego del efecto de sentido en los dos registros de la metáfora y de la metonimia, en qué se relaciónan, por el hecho de que esta común puesta en juego en una dimensión, en una perspectiva que es aquella esencial que nos permite alcanzar el plano del inconsciente. Esto es lo que vuelve necesario que apelemos precisamente, y de una manera centrada alrededor de eso, a la dimensión del otro en tanto que es el lugar, el receptor, el punto pivote necesario de este ejercicio.
Es lo que haremos la próxima vez.