Hablamos del deseo. Durante esta interrupción de una quincena, he tratado de reencontrar este camino que es el nuestro este año, y que nos obliga, a voces, como todo camino, a largos rodeos.
En mi esfuerzo de retomar el origen, al mismo tiempo que el objetivo de nuestro propósito, creo haber tratado de rehacer, para ustedes, esta puesta a punto que no es sino una manera más de concentrarse en el progreso de nuestra atención.
Se trata, en suma, en el punto en el que estamos, de intentar articular dónde está nuestro encuentro. No es solamente el encuentro de este Seminario, tampoco el encuentro de nuestro trabajo cotidiano de analistas. Es, además, el encuentro de nuestra función de analistas y del sentido del análisis. No podemos más que estar sorprendidos por la persistencia de un movimiento tal como el análisis, si fuera solamente entre otros en la historia, una tentativa terapéutica más o menos fundada, más o menos lograda.
No hay ejemplo de ninguna teorización, de ortopedia psíquica alguna, que tuviera una carrera más larga que medio siglo. Y seguramente, uno no puede dejar de sentir que lo que hace a la duración del análisis, lo que hace a su lugar más allá de su función, de su utilización medica – que nadie finalmente sueña con discutir -, es que hay, en él, algo concerniente al hombre de manera seguramente novedosa, seria, auténtica. Nueva, en su aporte; seria, en su alcance; autentificada, seguramente, por otra cosa que resultados a menudo discutibles, a veces precarios.
Creo que lo que es carácterístico en el fenómeno, es ese sentimiento que se tiene de algo que he llamado una vez la cosa freudiana, que es una cosa de la cual hablamos por primera vez. Yo irla más lejos, hasta decir que esto es, a la vez, el testimonio y la manifestación más cierta de esta autenticidad de la cosa de la cual se trata; el testimonio es dado, en ella, cada día, por la formidable verborrea que hay a su alrededor.
Si ustedes consideran en su caudal la producción analítica, lo que atrapa es este esfuerzo de los autores que, en fin de cuentas, se desliza siempre a tomar de su propia actividad un principio, para articularlo de manera tal que todo curso del análisis no se presente jamás como cerrado, cumplido, satisfactorio.
Este perpetuo movimiento, deslizamiento dialéctico, que es el movimiento y la vía de la búsqueda analítica, es algo que testimonia la especificidad del problema alrededor del cual esta búsqueda está enganchada.
Más cerca de esto, todo lo que nuestra búsqueda comporta de malestares, confusión, incertidumbre, en sus principios, todo esto que su práctica aporta de equívoco – espero encontrar siempre no sólo delante suyo, sino en su práctica misma esto que es, justamente, su principio, esto que querríamos evitar, la sugestión, la persuasión, la construcción -, todas estas contradicciónes en el movimiento analítico, no hacen más que acusar mejor la especificidad de la cosa freudiana.
A esta cosa, la encaramos, este año, por hipótesis sostenidas por todo el recorrido concéntrico de nuestra búsqueda precedente, bajo esta forma, a saber: Que esta cosa es el deseo.
Y al mismo tiempo, en el momento en que articulamos esta fórmula, nos apercibimos de una especie de contradicción, por el hecho de que todo nuestro esfuerzo parece ejercerse en el sentido de hacer desaparecer, en este deseo, su valor, su acento original, sin que podamos palpar, hacer ver, que la experiencia nos muestra que es con su acento original que tenemos que hacerlo.
El deseo no es algo que podamos considerar como reducido, normalizado, funcionando a través de las exigencias de una especie de pre-formación orgánica que nos implicaría, en principio, en la vía y el camino trazado en el cual tenemos que hacerlo entrar, que conducirlo.
El deseo, desde el origen de la articulación analítica por Freud, se presenta con este carácter que, en el inglés «lust», quiere decir «codicia», tanto como «lujuria», esta misma palabra que está en el «Lust-principie». Y ustedes saben que, en alemán, guarda toda la ambigüedad del placer y del deseo.
Ese algo que se presenta de antemano para la experiencia como turbio, como algo que enturbia la percepción del objeto, algo, además, que las maldiciones de los poetas y los moralistas nos muestran cómo, además, él degrada este objeto, lo desordena, lo envilece, en todo caso, lo sacude; a veces llega hasta la disolución aquello mismo que lo percibe, es decir, el sujeto.
Este acento está, ciertamente, articulado al principio de la posición freudiana, en tanto que la puesta en primer plano del «Lust», tal como está articulado en Freud, nos es presentado de una manera radicalmente diferente de todo lo que ha sido articulado precedentemente, que concierne al principio del deseo.
Y él nos es presentado, en Freud, como siendo, en su origen y en su fuente, opuesto al principio de realidad.
El acento está conservado, en Freud, en la experiencia original del deseo como siendo opuesto, contrario, a la construcción de la realidad. El deseo esta precisado como marcado, acentuado por el carácter ciego de la búsqueda que es la saya, como algo que se presenta como el tormento del hombre y que, efectivamente, hace a una contradicción en la búsqueda de aquello que está acá, para todos aquellos que han intentado articular el sentido de las vías del hombre en su búsqueda, de todo lo que, hasta acá, ha sido siempre articulado en el principio como siendo la búsqueda de su bien por el hombre.
El principio de placer, a través de todo el pensamiento filosófico y moralista a través de los siglos, no ha partido jamás en toda definición original, de aquello por la cual toda teoría moral del hombre se propone siempre afirmando como hedonista. A saber, que el hombre buscaría fundamentalmente su bien, lo sepa o no, y que, además esto no sería sino una especie de accidente en que se encontraría tomada la experiencia de este error de su deseo, de sus aberraciones.
Es en su principio y como fundamentalmente contradictorio que, por primera vez en una teoría del hombre, el placer se encuentra articulado con un acento diferente. Y en la medida en que el término del placer en su significante, incluso en Freud, está contaminado del acento especial con el cual se presenta la «Lust»; el «Lust», la codicia, el deseo.
El deseo, entonces, no se organiza, no se compone en una especie de acuerdo preformado con el concierto del mundo, como después de todo, una idea armónica, optimista del desarrollo humano podría suponerlo.
La experiencia analítica nos enseña que las cosas son en un sentido diferente. Como ustedes saben, como nosotros lo habíamos anunciado aquí, ella nos demuestra que es justamente esto que nos va a enganchar en una vía de experiencia que es, por su desarrollo mismo, algo donde vamos a perder el acento, la afirmación de ese instante primordial.
Es, a saber, que la historia del deseo se organiza en un discurso que se desarrolla en lo insensato – esto es, el inconsciente -, en un discurso en el que los desplazamientos, las condensaciones son, sin ninguna duda, lo que son desplazamientos y condensaciones en el discurso, es decir, metonimias y metáforas.
Pero metáforas que no engendran ningún sentido, a diferencia de la metáfora. Desplazamientos que no llevan ningún ser, y donde el sujeto no reconoce algo que se desplaza.
Es alrededor de la exploración de este discurso del inconsciente que la experiencia del análisis está desarrollada.
Está, entonces, alrededor de algo cuya dimensión radical podemos llamar la diacronía del discurso. Lo que hace la esencia de nuestra búsqueda, aquello donde se sitúa lo que tratamos de retomar, en cuanto aquello que esta allí de ese deseo, es nuestro esfuerzo para situarlo en la sincronía. Estamos introducidos en esto por algo que se hace oír cada vez que abordamos nuestra experiencia. No podemos no ver, no tomar – cuando leemos el informe, el text-book de la experiencia más original del análisis, a saber, «La interpretación de los sueños» de Freud, o que nos relacionemos con un matiz cualquiera, con una serie de interpretaciones -, el carácter de reenvío indefinido que tiene todo ejercicio de una interpretación que no nos presenta jamás el deseo sino bajo una forma articulada, pero que supone, en principio, algo que necesita este mecanismo de reenvío de deseo (voeu) en deseo (voeu), donde el movimiento del sujeto se inscribe, y además, a esta distancia de sus propios deseos (voeu) en que se encuentra.
Es porque nos parece que puede legítimamente formularse como una esperanza, que en la referencia a la estructura – referencia lingüística como tal, en tanto ella nos recuerda que no podría tener allí formación simbólica tan de costado y principalmente en todo ejercicio de la palabra que se llama discurso, no hay allí, necesariamente, un sincronismo, una estructura de lenguaje como sistema sincrónico – buscamos señalar cuál es la función del deseo.
¿Dónde se sitúa deseo en esta relación que hace que este algo que, de aquí en más, llamaremos el hombre, en la medida en que es el sujeto del logos?, ¿En qué se constituye en el significante como sujeto?, ¿Dónde se sitúa el deseo como sincrónico, en esta relación?.
Esto, pienso que les hará sentir la necesidad primordial de retomar eso, este algo en donde vemos, a la búsqueda analítica, desconocer esta organización estructural. En efecto, en el mismo momento en que yo antes articulaba la función contraria instaurada en el origen, principalmente por la experiencia freudiana, entre el principio de placer y el principio de realidad, ustedes no podían, al mismo tiempo, darse cuenta de que estábamos, justamente, en el punto en que la teoría trata de articularse en los mismos términos en los que yo decía que el deseo no se arregla.
Se arregla, por lo tanto, en la ambición que tienen los autores de conservarlo, de sentirlo, de una cierta manera, en esta especie de acuerdo con el concierto del mundo. Todo esta hecho para tratar de deducir, de una convergencia de la experiencia con una maduración, lo que es desear (sonhaiter), como un desarrollo acabado.
Y, al mismo tiempo, está bien claro que todo querría decir que los autores han abandonado, ellos mismos, todo contacto con su experiencia, si pudiesen, efectivamente, articular la teoría analítica en estos términos, es decir, encontrar qué hay de satisfactorio en esto, de clásico en la adaptación ontológica del sujeto a su experiencia.
La paradoja es la siguiente: Más lejos vamos en el sentido de esta exigencia a la cual llegamos por toda clase de errores – es necesario decirlo: errores reveladores, reveladores justamente cuando seria necesario articular las cosas de otra manera – , más lejos vamos en el sentido de esta experiencia, más lejos llegamos a paradojas como la siguiente.
Tomo un ejemplo, y lo tomo en uno de los mejores autores que haya, en uno de los más cuidadosos, precisamente, de una articulación justa, no solamente de nuestra experiencia, sino además de la suma de sus datos en un esfuerzo, también, por recontar nuestros términos, las nociones de las cuales nos servimos, los conceptos. He nombrado a Edward Glover, cuya obra es, seguramente, una de las más útiles para quien quiera intentar – en principio, en el análisis, esto es absolutamente indispensable-, saber esto que ha hecho y, además, la suma de experiencias que él incluye en sus escritos. Tomo un ejemplo de uno de sus numerosos artículos, que es necesario que ustedes lean, el que ha aparecido en el Journal International Psychanálisis, de Octubre de 1937 (cuarto volumen del año): «De la relación perversa al desarrollo del sentido de la realidad».
Muchas cosas son importantes para discutir en este articulo; no seria sólo los puntos de partida que él nos da, con la intención de manejar correctamente aquello que se trata, para él, de mostrarnos, especialmente, la definición del sentido de realidad como siendo esta facultad de la cual inferimos la existencia en el examen de la prueba de realidad. Hay gran interés en que estas cosas sean formuladas alguna vez.
La segunda cosa, es que lo que él llama pruebas eficientes de la realidad, a las cuales ningún sujeto que ha pasado la edad de la pubertad y la capacidad de conservar el contacto psíquico con los objetos que permiten la gratificación del instinto, incluyendo, aquí, además, los residuos y las modificaciones, los impulsos infantiles … (párrafo inconcluso).
En tercer lugar, la objetividad, como la capacidad de tomar correctamente la relación de la pulsión instintual con el objeto instintual, cualesquiera que sean los fines de este impulso. Es, a saber, que él pueda o no ser gratificado.
He aquí los datos de principio, que son muy importantes y seguramente no pueden dejar de impactarlos, al dar, al término ‘objetividad’, en todo caso, un carácter que no es más aquel que le es habitualmente otorgado.
Esta naturaleza va a darnos la idea de que, en efecto, algo no está perdido en la dimensión original de la búsqueda freudiana, ya que algo puede ser desordenado de lo que, justamente hasta acá, nos parecían ser las categorías y los órdenes necesitados por nosotros en nuestra visión del mundo.
No podemos más que estar impactados por esto que comporta nuestra investigación con tal punto de partida. Ella comporta, en la ocasión, una búsqueda de lo que significa la relación perversa, aquí, siendo entendida en sentido amplio, en relación con el sentido de la realidad.
El espíritu del artículo implica que la formación perversa es concebida, por el autor, como siendo, en fin de cuentas, un medio para el sujeto de evitar los desgarrones, en las cosas que hacen «floup», en las cosas que no se dicen, para él en una realidad coherente.
La perversión está muy precisamente articulada por el autor, como el medio de salvación, para el sujeto, al asegurar en esta realidad, una textura contínua… Seguramente, hay aquí una vía original. Es que resulta, de esta forma de articulación, una suerte de omnipresencia de la función perversa . Pues también haciendo las pruebas al describir en ello si se puede decir las inserciones cronológicas, quiero decir, por ejemplo, dónde conviene colocarlo en un sistema de anterioridad y de posterioridad, donde veíamos escalonarse como más primitivos los desórdenes psicóticos, seguidos de los desórdenes neuróticos, y en el medio, el papel que juega, en el sistema de Glower, la toxicomanía, en tanto que hace, de ello, algo que responde a una etapa intermediaria, cronológicamente hablando, entre los puntos de arraigo, los puntos fecundos históricamente, los puntos en el desarrollo donde remonta el origen de estas diversas afecciónes.
Nosotros no podemos entrar aquí en un detalle de la crítica de esta vía, que no deja de ser criticable, como cada vez que tratamos un puro y simple punto de referencia genético de las afecciónes analizables.
Pero de todo esto, quiero destacar un párrafo que les muestra a qué punto de paradoja somos llevados, en toda tentativa que, de alguna manera, parte, desde un principio, de reducir la función en la cual tenemos que ver al nivel del deseo, al nivel del principio del deseo, a algo como una etapa preliminar, preparatoria, aún no informada, de la adaptación a la realidad, a una primera forma de relación con la realidad como tal. Porque es partiendo de este principio de clasificar la formación perversa en relación al sentido de la realidad, que Glower, aquí como en otra parte, desarrolla su pensamiento.
Lo que esto implica, yo les indicaré simplemente por esto que ustedes reconocerán, por otro lado, en miles de otros escritos, que aquí toma su interés al presentarse bajo una forma imaginada literaria, paradojal y verdaderamente expresiva. Ustedes reconocerán allí, algo que no es otra cosa que el período que podemos llamar kleiniano del pensamiento de Glower.Además, este período no es un período de lucha que ha creído deber llevar en el plano teórico con Melanie Klein. Sobre muchos puntos, podemos decir que tal pensamiento tiene muchos puntos comunes con el sistema kleiniano. Se trata de un período que – dice él -, se presenta en el momento en que la fase llamada paranoica del sujeto, se encuentra conducida a este sistema de realidad que él llama oral, anal, y que sería aquel en el que el niño se encontraría viviendo en esta época.Lo carácteriza como un mundo exterior que representaría la combinación de una carnicería, de un baño público, dicho de otra manera, de una letrina o alguna cosa aún más elaborada, bajo un bombardeo, de una morgue. Explica que la particular salida que da esto que es el pivote y el punto central de su intención en este momento, transforma este mundo, en efecto más bien trastornado, catastrófico, en una tranquilizadora y fascinante farmacia en la cual, sin embargo, hay esta reserva: es que el armario en que se encuentran los venenos, tiene la llave arriba.
Esto, que es muy bonito y muy pintoresco, es de naturaleza tal que sugiere que hay, asimismo, cierta dificultad para concebir que, efectivamente, el comienzo de la realidad es algo que debemos ver en una vivencia tan profunda, tan inmersa, tan implícita, que la suponemos como debiendo ser, para el hombrecito, aquel de una carnicería, de un baño público bajo un bombardeo, y de una cámara fría.
Hay, acá, algo, seguramente, de lo cual esto no es una razón, ya que se presenta bajo un aspecto, en principio, chocante, para que impulsemos de eso el principio, pero que puede, al mismo tiempo, hacernos emitir cierta duda sobre la exactitud de esta formulación que, de una manera cierta, manifiesta, no podría recortar una forma regular de desarrollo del hombrecito, más que si lo consideráramos como carácterizado por los modos de adaptación del sujeto a la realidad.
Necesariamente, tal formulación implica, por lo menos, la articulación de una doble realidad, de aquel la en la cual podría inscribirse la experiencia behaviorista y otra. La realidad en la cual estamos obligados, se reduce a vigiladas erupciones en el comportamiento del sujeto, es decir, efectivamente, para restaurar desde el origen algo que implica la autonomía, la originalidad de otra dimensión que no es la de la realidad primitiva, sino que, desde el punto de partida, es un más allá de lo vivido del sujeto.
Voy a tener que excusarme quizá, también por apoyar largo tiempo una contradicción que, después de todo, una vez que está articulada, se vuelve tan evidente. Pero nosotros no podemos, tampoco, apercibirnos de lo que comporta el hecho de que, en ciertas formulaciones, ella está enmascarada. En efecto, finalizaremos en algo que implica, en el lugar del término de realidad, un grave equívoco.
Si la realidad está como teniendo para nosotros aquello que permite acordarle un desarrollo paralelo al de los instintos – y está seguramente acá en la verdad más comúnmente recibida-, finalizaremos en extrañas paradojas que no dejan de tener resonancias en la práctica.
Si el deseo está acá, es justamente necesario hablar de él bajo su forma original, y no bajo su forma enmascarada, a saber, el instinto de esto de lo cual se trata en su evolución, y esto con lo que es nuestra experiencia analítica.
Si el deseo se inscribe en un orden homogéneo, en tanto que es enteramente articulable y asumible en términos de realidad, si es del mismo orden que la realidad, entonces, en efecto, se concibe esta paradoja indicada en formulaciones que sostienen la experiencia analítica más cotidiana.
Es que el deseo, así situado, implica que sea su maduración quien permita al mundo consumarse en su objetividad. Esto, más cercanamente, forma parte del credo de cierto análisis.
Quiero simplemente plantear la cuestión de lo que quiero decir concretamente: ¿Qué es el mundo, para nosotros, vivientes? ¿Qué es la realidad, en el sentido tenido, por ejemplo, en el psicoanálisis hartmaniano?.
Aquel que da toda la parte que merecen a los elementos estructurantes que implican que la organización del Yo (moi), en tanto el Yo (moi) está adaptado a trasladarse de manera eficaz en la realidad constituida, en un mundo que es, aproximadamente, idéntico, por ahora, a un campo, por lo menos, importante, de nuestro universo.
Esto quiere decir que la forma más típica de ese mundo, la más acabada – quisiera, yo también, permitirme dar imagenes que les hagan sentir esto de lo cual hablamos -, la realidad adulta, nosotros la identificamos, para fijar das ideas, a un mundo de abogados americanos.
El mundo de abogados americanos no parece, actualmente, el mundo más elaborado, el más presionado que uno pueda definir, concerniente a la relación con lo que, en cierto sentido, es necesario llamar la realidad. A saber, que nada falta, allí, de un abanico que parte de cierta relación fundamental de violencia esencial, marcada, siempre presente, para que la realidad sea, acá, algo que no esté en ningún lado elidida, y se extiende hasta con refinamientos de procedimiento que permiten, en este mundo, insertar toda clase de paradojas, de novedades, que están definidas en relación a la ley, siendo ésta esencialmente constituida por los giros necesarios para obtener su violación más perfecta.
He aquí el mundo de la realidad. ¿Qué relación hay, allí, entre este mundo y esto que se puede llamar un deseo maduro, un deseo maduro en el sentido en que nosotros lo entendemos, a saber, maduración genital? ¿Qué es?. La pregunta, seguramente, puede ser recortada da de muchas maneras, de las cuales una es la de la experiencia, a saber, el comportamiento sexual del abogado americano.
Nada parece, hasta este día, confirmar que hay una relación, una correlación exacta entre la terminación perfecta de un mundo que, además, se da la mano en el orden de todas las actividades, y una perfecta armonía en las relaciones con el otro, en tanto que esto implica un éxito en el plano de lo que llamamos el acuerdo del amor. Nada lo prueba, y casi nadie aún soñará con sostenerlo – esto no es, después de todo, más que una manera global, ilustrativa, de mostrar dónde se plantea la cuestión.
La cuestión se plantea en que una confusión es en este nivel, a propósito del término «objeto», entre la realidad que se situarla, en el sentido en que acabamos de articularlo, y la relación del sujeto al objeto que implica conocimiento, de una manera latente, en la idea de que la maduración del deseo es algo que implica, al mismo tiempo, una maduración del objeto. Se trata, seguramente, de otro objeto que el que podemos situar acá. Este punto de referencia objetivo nos permite carácterizar las relaciones de realidad.
Este objeto del cual se trata, lo conocemos desde hace largo tiempo. Aunque esté allí escondido, velado, es ese objeto que se llama objeto del conocimiento, el objeto que es el fin, la mira, el término de una larga búsqueda en el curso de las eras, de la allí el último término de los frutos que ha obtenido, al término de eso que llamamos la ciencia, pero que, durante mucho tiempo, debió atravesar las vías de un no enraizamiento, de una cierta relación del sujeto al mundo.Enraizamiento que entiendo, en el plano filosófico, de algo de lo cual no podemos negar que sea en su terreno, y que la ciencia haya podido tomar, en su punto de partida, originariamente. Y es justamente eso que ahora la distingue, como un niño que alcanza su independencia, pero que durante largo tiempo se alimentó de eso, de esa relación de meditación de la que nos quedan huellas bajo el nombre de teoría del conocimiento, y que, en ese orden, es una aproximación tan lejana como se puede de ese término, de ese pensamiento de una relación del objeto al sujeto, para el cual conocer comporta una profunda identificación, la relación a una connaturalidad, por la cual toda captura del objeto manifiesta algo de una armonía del principio.
Pero eso, no lo olvidemos, no es sino el hecho de una experiencia especializada, históricamente definible en muchas ramas. Pero no nos contentaremos con re tomar el sentido, articulándolo sobre ese ramal que es el nuestro, aquel de la filosofía griega.Ese esfuerzo de aserción, de cernimiento de ese algo que se llama objeto, implica una actitud principal., de la que nos equivocaríamos si consideráramos que podemos, ahora, una vez obtenidos los resultados, elidir, como si esa posición de principio no tuviera importancia sobre sus efectos.Seguramente, nosotros analistas, somos capaces de introducir la cuestión de aquello que, en este esfuerzo del conocimiento, estaba implicado en una posición de deseo. Nosotros no haremos, además, aquí como en otra parte, más que reencontrar algo que no ha pasado desapercibido para la experiencia religiosa que, en tanto ella puede indicarse a ella misma para otros fines, ha individualizado este deseo como deseo de saber, que nosotros lo encontraríamos en bases más radicales, bajo la forma de cierta pulsión ambivalente del tipo de la escoptofilia, incluso aún de la incorporación oral. Esta es la cuestión donde no haremos más que agregar nuestro toque. Pero hay una cosa cierta. Es que, en todo caso, todo este desarrollo del conocimiento, con lo que implica como portador de nociones implícitas de la función del objeto, es el hecho de una alternativa.
Toda instauración, toda introducción a la posición filosófica, no ha transcurrido jamás, en el curso de los tiempos, sin hacerse reconocer como siendo una posición de sacrificio de algo. Es en tanto que el sujeto entra en el orden de lo que se llama la búsqueda interesada – después de todo, su fruto, la objetividad, no es jamas definido de otra manera que como el alcance de cierta realidad, en una perspectiva desinteresada -, en la exclusión, por lo menos en principio, de cierta forma de deseo. Es en esta perspectiva, que está constituida la noción de objeto que nosotros reintroducimos, ya que no sainemos lo que hacemos, sino porque ella está implícita en esto que hacemos cuando la reintroducimos, cuando suponemos que, por toda nuestra investigación del deseo, nosotros podemos, como virtual, como latente, como para reencontrar, como para obtener, colocar una correspondencia del objeto como objeto naturalmente de eso que hemos explorado en la perspectiva del deseo.
Es, entonces, por una confusión entre la noción del objeto, tal como ella ha sido el fruto de elaboración de siglos en la búsqueda filosófica, el objeto satisfaciendo el deseo de conocimiento, con lo que podemos esperar del objeto de todo deseo, que nos encontramos llevados a plantear tan fácilmente la correspondencia de cierta constitución del objeto, con cierta maduración de la pulsión.
Es oponiéndose a esto que trato, para ustedes, de articular de otra manera, de una forma que pretendo más conforme a nuestra experiencia, a saber, para permitirles tomar, a cada instante, cuál es la verdadera articulación entre el deseo y esto que llamamos, en la ocasión, su objeto. Es esto que llamo la articulación sincrónica, que intento introducir cerca de ustedes, de la relación del deseo a su objeto. Es la verdadera forma de la pretendida relación de objeto, tal como ella está, hasta aquí, articulada para ustedes.
La fórmula simbólica $ (a en tanto que es la que les permite darle su forma a lo que yo llamo el fantasma – yo lo llamo aquí fundamental. Esto no quiere decir ninguna otra cosa, si esto no esta en la perspectiva sincrónica que asegura la estructura mínima que debe ser el soporte del deseo.
En esta estructura mínima, dos términos cuya relación de uno a otro constituye el fantasma, compleja en sí misma, en tanto que es en una tercera relación con este fantasma, que el sujeto se constituye como deseo.
Tomamos hoy la perspectiva tercera de este fantasma, al hacer pasar la asunción del sujeto por a. Lo que es, además legitimo, eso de hacerlo pasar por S/ , siendo dado que es en la relación de confrontación $ (a, que se sostiene el deseo).
Ya ustedes me han oído articular las cosas bastante lejos, para no ser sorprendidos, confundidos ni asombrados si adelanto que el objeto que se definió de antemano como el soporte que el sujeto se da, en tanto que desfallece (defailler). ¿Nos detenemos aquí un instante?. Comencemos por decir algo aproximativo, para que esto les hable, en el sentido, si puedo decir, de que él desfallece en su corteza de sujeto. Y luego retomaré, para decirles trajo otro término, hablando demasiado poco de la intuición, para que no tenga temor de llevarlo para ustedes de antemano, que es, por lo tanto, el término exacto: En tanto que él desfallece en su designación de sujeto.
Porque esto de lo cual se trata reposa enteramente sobre lo que sucede en tanto digo que el sujeto tiene, como tal, este deseo en el Otro, en ese discurso del Otro que es el inconsciente, algo falta en el sujeto – volveremos allí a cada momento, volveremos allí tantas veces como sea necesario, volveremos allí hasta el fin -; es en tanto que algo, por la estructura misma que instaura la relación del sujeto al Otro, en tanto lugar de la palabra, algo al nivel del Otro falta, que permite al sujeto identificarse allí – como precisamente el sujeto de este discurso que él sostiene, este algo que hace que el sujeto desaparezca allí como tal, en tanto que ese discurso es el discurso del inconsciente, que el sujeto emplea, para esta designación, algo que es, precisamente, tomado a sus expensas, a sus expensas no de sujeto constituido en la palabra, sino de sujeto real, verdaderamente viviente, es decir, de algo que solamente para sí no es en absoluto un sujeto – , que el sujeto, pagando el precio necesario para este punto de referencia a sí mismo, en tanto que desfalleciente (defaillant), es introducido en esta dimensión siempre presente, cada vez que se trata del deseo, a saber, de tener que pagar la castración.
Es decir que algo real, tomado en una relación imaginaria, es llevado a la pura y simple función del significante. En el sentido último, es el sentido más profundo de la castración como tal.
El hecho de que la castración esté concernida, desde el momento en que lo manifiesta de una manera clara el deseo como tal, es este el descubrimiento esencial del freudismo. Es la cosa que era, hasta acá, desconocida, es la cosa que ha permitido darnos toda clase de vías y apreciaciones históricas, a las cuales se han dado traducciones diversamente míticas, de las que se ha tratado enseguida de reducir a términos desarrollistas.
La fecundidad, en esta dimensión, no ha sido dudosa. Ella no debe dispensarnos de buscar en otra dimensión que la diacrónica, es decir, en la dimensión sincrónica. ¿Cuál es la relación esencial. que está interesada?.
La relación que está interesada es ésta: a saber, que el sujeto que paga – intento acá ser lo más gráfico posible, estos no son siempre los términos más rigurosos que traigo -, al pagar con su persona, debe reemplazar esta relación, que es relación del sujeto al significante, donde él no puede designarse, donde él no puede nombrarse como sujeto. El interviene en esto en que podemos encontrar el análogo en la función de ciertos símbolos del lenguaje, en tanto que los lingüistas dos distinguen bajo el termino de «shifters», símbolos-índice. Especialmente, he hecho alusión allí al pronombre personal, en tanto que la noción simbólica en el sistema le hace que sea algo que designa al que habla, cuando es el Yo (je).
Asimismo, sobre el plano del inconsciente, que no es un símbolo, que es un elemento real del sujeto, a es lo que interviene para soportar este momento, en el sentido sincrónico, donde el sujeto desfallece, para designarse al nivel de una instancia que, justamente, es la del deseo.
Yo sé lo que puede tener de fatigosa para ustedes la gimnasia mental de una articulación llevada a este nivel. Además, la ilustraré, para darles algún descanso de ciertos términos que son los de nuestra experiencia concreta.
El a, he dicho que era el efecto de la castración. No he dicho que era el objeto de la castración. Este objeto de la castración, lo llamemos el falo. El falo, ¿qué es?. Es necesario reconocer que, en nuestra experiencia, cuando lo vemos aparecer, en las falofahías, como les decía la última vez, artificiales, del análisis – también acá el análisis se comprueba como habiendo sido una experiencia absolutamente única, original -, también lo habíamos visto aparecer en alguna especie de alquimia terapéutica o nombre del pasado.
En Jerome Bosch vemos montones de cosas, toda clase de miembros dislocados, vemos el flato en el cual Jones ha creído encontrar más tarde el prototipo de aquel falo. Y ustedes saben que es nada menos que un flato oloroso. Encontramos todo esto expuesto sobre imagenes, todo esto que hay de manifiesto. Al falo – ustedes pueden observar – no se lo ve a menudo. Nosotros lo vemos. Lo vemos, y nos apercibimos, también, de que él no es tampoco muy fácil de nombrar como estando aquí o allá. Yo no voy a hacer por debajo, más que una referencia, por ejemplo, la de nuestra experiencia de la homosexualidad.
Nuestra experiencia de la homosexualidad está definida a partir del momento en que hemos comenzado a analizar a los homosexuales. En un principio, no se los analizaba.
El profesor Freud nos dice en «Tres ensayos sobre la sexualidad», que la homosexualidad masculina – él no puede, en este momento, avanzar más -, se manifiesta por esta exigencia narcisística de que el objeto no podría estar desprovisto de este atributo considerado por el sujeto como esencial.
Comenzamos a analizar a los homosexuales. Les ruego remitir a este momento los trabajos de Boshu, tal como han comenzado a ordenarse hacia los años 29, hasta el 33 y después.
Yo les señalo esto, ya que es muy ejemplar. Por otra parte, he indicado la bibliografía sobre la homosexualidad, cuando les he hablado de la importancia de los artículos de.. (falta en el original).
El desarrollo del análisis nos muestra que la homosexualidad está muy lejos de ser una exigencia instintiva. primordial, quiero decir, identificable con una pura y simple fijación o desviación del instinto. Quiero decir identificable con una pura y simple fijación o desviación del instinto.
Vamos a encontrar, en un segundo estado, que el falo, que de alguna manera interviene en el mecanismo de la homosexualidad, está muy lejos de ser el del objeto; que el falo del cual se trata es un falo que se identifica, quizá rápidamente, al falo paterno, en tanto este falo se encuentra en la vagina de la mujer. Y es porque es acá que él está cuestionado, que el sujeto se encuentra llevado hasta los extremos y a la homosexualidad.
He aquí un falo, entonces, con otro alcance, con otra función y con otro lugar que el que habíamos visto al principio.
Esto no es todo. Después nos regocija, si puedo decir, tener esta liebre por las orejas. He aquí lo que perseguimos los analistas, de los homosexuales, y que nos apercibimos que, en el fondo es acá que me remito especialmente en los trabajos de (ilegible), particularmente ilustrativos y confirmados por una experiencia muy abundantemente, la imagen que reencontramos en una fecha ulterior, en estructuraciones analíticas de la homosexualidad. Es una imagen que, por presentarse como el apéndice – nosotros lo atribuimos a una primera sección en la mujer, en tanto que ella no estaría castrada -, se muestra para ser cerrada más en los detalles, como algo que es lo que podemos llamar la evaginación, la extraposición en el interior de este órgano.
Este fantasma que, justamente, nos hemos encontrado en el sueño, y que he analizado tan largamente para ustedes, en este sueño de la capucha dada vuelta, apéndice hecho de algo que es una especie de exteriorización del interior, es acá algo que, en cierta perspectiva de investigación, se confirma como el término imaginario último, al cual el homosexual del cual se trata en la ocasión (cita a Boehm), se encuentra confrontado, cuando se trata de mostrarle la dialéctica cotidiana de su deseo.
¿Qué se puede decir, sino que aquí el falo se presenta, seguramente, bajo una forma radical donde él es algo, en tanto que este algo está para mostrar, en el exterior, lo que esta en el interior imaginario del sujeto que, en último término, no hay casi nada para sorprenderse, salvo cierta convergencia que se establece entre la función imaginaria de esto que está acá, en el imaginario, en postura de extraposición, de extirpación, casi destacada en el interior del cuerpo, lo que se encuentra más naturalmente pudiendo ser llevado a la función de símbolo, no obstante, sin ser desligado de su inserción radical, de eso que le hace sentir como una amenaza a la integridad de la imagen de sí?.
Estando dada esta apreciación, yo no quiero dejarlos acá, porque esto no es lo que va a darles el sentido y la función de a, en tacto objeto en toda su generalidad. Yo les he dicho: El objeto, en el fantasma, es decir, en su forma más acabada, en tanto que el sujeto es deseo, que el sujeto está, entonces, en inminencia de esta relación castratoria, el objeto es lo que da, a esta posición, su soporte. Aquí, quisiera mostrarles en qué sincronía puede articularse. Yo subrayo «sincronía», porque además la necesidad del discurso va a darles, de ello, forzosamente, una fórmula que será diacrónica. Es decir, que ustedes pueden llegar a confundir lo que les voy a dar aquí con una génesis. Sin embargo, no se trata de nada de eso.
Lo que quiero indicarles en las relaciones del ser que voy a inscribir ahora en la pizarra, es algo que nos permite situar en su lugar esta adquisición y este objeto, en su relación al sujeto, como en presencia de la castración inminente, en una relación que, provisoriamente, llamaré relación de rescate de esta posición, ya que además, me es necesario acentuar lo que quiero decir, hablando de relación de soporte.
¿Cómo se engendra esta relación sincrónica?. De la manera siguiente: Si partimos de la posición subjetiva la más original, aquella de la demanda, tal como la encontramos al nivel del esquema, como ilustración, el ejemplo manifestable en el comportamiento que nos permite tomar en su esencia cómo el sujeto se constituye, en tanto entra en el significante, la relación es la siguiente: El va a establecerse en el muy simple algoritmo que es el de la división. Está esencialmente constituido por esta barra vertical. La barra horizontal, estando, en la ocasión, adjunta, pero no siendo nada esencial, ya que podemos repetirla en cada nivel.
Digamos que es en tanto que está introducida por la relación más primordial del sujeto, la relación al Otro, como lugar de la palabra, de la demanda, que la dialéctica se instituye en la cual el residuo va a aportarnos la posición de a, el objeto.
Yo les he dicho, por el hecho de que está en términos de la alternativa significante que se articula primordialmente, en el comienzo del proceso que esta aquí, que nos interese que se articule primordialmente la necesidad del sujeto, que se instaura todo lo que, a continuación, va a estructurar esta relación del sujeto consigo mismo, que se llama el deseo.
El Otro, en tanto que es aquí algún real, pero interpelado en la demanda, se encuentra en postura de hacer pasar esta demanda, cualquiera que sea, por otro valor, que es el de la demanda de amor como tal, en tanto ella se refiere, pura y simplemente, a la alternativa presencia-ausencia.
Y yo no he podido dejar de ser sorprendido, tocado, incluso emocionado, al encontrar, en los sonetos de Shakespeare, literalmente, este termino presencia-ausencia, en el momento en que se trata, para él, de expresar la relación de amor con un guión. He aquí, entonces, al sujeto constituirlo, en tanto que el Otro es un personaje real, como siendo aquel por el cual la demanda misma cambia de significación. Como siendo aquel por quien la demanda del sujeto deviene otra cosa que aquello que demanda, especialmente, a saber, la satisfacción de una necesidad. No hay – es un principio que tenemos que mantener como principio para siempre- , sujeto, más que para un sujeto. Es en tanto el Otro ha sido colocado primordialmente como aquel que, en presencia de la demanda, puede o no jugar cierto juego, es en tanto término de una tragedia, que el Otro está instaurado como sujeto. Desde ahí, es a partir de este momento, que la introducción del sujeto, del individuo, en el significante, toma función de subjetivarlo.
Es en tanto que el Otro es un sujeto como tal, que el sujeto, en este momento, se instaura, y puede constituirse a sí mismo como Sujeto, que se establece, en este momento, esta nueva relación Con el Otro, porque él tiene, en este Otro, que hacerse reconocer como sujeto. Ya no como demanda, tampoco como amor, sino como sujeto.
No crean que estoy atribuyendo aquí a no se qué larva, todas las dimensiones de la meditación filosófica. No se trata de esto. Pero no se trata de esto como escondido, tampoco. Se trata de esto bajo una forma bien concreta y bien real, a saber, este algo por el cual toda especie de función y de funcionamiento del Otro en lo real, como respondiendo a su demanda, aquello en lo cual esto tiene que encontrar su garantía, la verdad de este comportamiento, cualquiera sea, es decir, precisamente, este algo que está en el fondo concreto de la noción de verdad como intersubjetividad, a saber, lo que da su sentido pleno al término «truth» en inglés, que es empleado, pura y simplemente, para expresar la verdad con una «V», pero además, lo que llamamos, en una descomposición del lenguaje que resulta ser el hecho de un sistema lingüisteril, la fe o la palabra. En otros términos aquello en lo cual podemos contar con el Otro.
Es esto de lo que se trata. Cuando digo que no hay Otro del Otro, ¿qué quiere decir esto si no es, justamente, que no existe ningún significante que garantice la continuación concreta de ninguna manifestación del significante?. Es aquí que se introduce este término que se manifiesta, al nivel del Otro, como garante, ante la preside de la demanda del sujeto, frente a la cual este algo se realiza, antes y primordialmente, de esta falta (manque), en relación a la cual el sujeto habrá de señalarse. Esta falta – obsérvenla -, se produce al nivel del Otro en tanto lugar de la palabra: no al nivel del Otro en tanto que real. Pero nada de lo real del lado del Otro puede suplir. allí si esto no es una serie de adiciones que no serán jamas agotadas, pero que pongo al margen, a saber e, a o el o en tanto que Otro, en tanto que se manifestara en el sujeto en todo el curso de su existencia, por los dones o por los rechazos, pero él no se situará jamás sino al margen de esta falta fundamental que se encuentra, como tal, al nivel del significante. El sujeto estará interesado, históricamente, por todas estas experiencias con otros. El Otro maternal, en la ocasión. Pero nada de esto podría agotar la falta que existe al nivel del significante como tal, a este nivel que el sujeto tiene para identificarse, para constituirse como sujeto, al nivel del Otro. Es acá que, en tanto que él mismo se encuentra marcado por este desfallecimiento, por esta no-garantia, al nivel de la verdad del Otro, que él habrá de instituir este algo que ya hemos tratado de aproximar enseguida bajo la forma de su génesis, este algo que es a. Este algo que se encuentra sometido a esta condición de expresar su Ultima tensión, aquella que es el resto, el residuo, que está al margen de todas estas demandas, y que ninguna de esas demandas puede agotar. Ese algo que está destinado, como tal, a representar una falta, y a representarla con una tensión real del sujeto.
Esto es, si puedo decir, el hueso de la función del objeto en el deseo. Es aquello que llega al rescate, del hecho de que el sujeto no puede situarse en el deseo sin castrarse; dicho de otra manera, sin perder lo más esencial de su vida. Y es, además, esto alrededor de lo cual se sitúa esta forma, una de las más ejemplares del deseo, la que ya el tema de Simone Weill les proponía como esto: Si supiéramos lo que el avaro encierra en su cofre, sabríamos, dice ella, mucho sobre el deseo.
Seguramente, es justamente para guardar su vida, que el avaro – y es una dimensión esencial, obsérvenlo – , encierra en algo, en un recinto, al objeto de su deseo; y donde ustedes van a ver que, por este hecho mismo, este objeto se vuelve un objeto mortificado.
En tanto esto está en el cofre, esta fuera del circuito de la vida, sustraído de ella y conservado como siendo la sobra de nada, que es el objeto del avaro. Y además, aquí se sanciona la fórmula de que, quien quiera guardar su vida, la pierde. Pero no digamos tan rápido que aquel que consiente en la pérdida la encuentra acá, directamente.