Les he dicho que hoy hablaría de Antígona.
No somos nosotros quienes hacemos de Antígona, por algún decreto, un punto capital de nuestra materia. Hace mucho tiempo que ese punto —hasta para aquellos para quienes quizás sea, si no invisible al menos poco destacado— es reconocido como existiendo, al menos, en alguna parte de la discusión de los doctos. Para todos, entonces, digamos para todos por intermedio de casi todos, esta Antígona es, efectivamente, un punto capital de nuestra materia: la materia de la ética.
¿Quién no sabe lo que ella representa?. ¿Quién no puede, en todo conflicto que nos desgarre en nuestra relación con una ley que se presenta como justa en nombre de la comunidad, quién no es capaz de evocar a Antígona? pensar sobre aquélla que los doctos han aportado sobre este asunto. ¿Qué pensar de ello, cuando el recorrido se hizo, nuevamente, para si, para aquellos a quien se habla, cuando se ha tenido la impresión, a menudo, de extraviarse en tantos rodeos aberrantes?.
Las opiniones y los pensamientos que se han formulado bajo las plumas de los más grandes en el curso de las edades, en el curso de este ejemplo crítico, son muy extrañas. Es, precisamente, la impresión que frecuentemente he tenido, en la actualidad, al tratar de no dejar escapar para ustedes lo que yo creí importante articular alrededor de este ejemplo. Eso que yo pretendía articular llegó a recordarme que ese ejemplo era, después de todo, el mejor. No puedo privarlos, ni privarme, de la ayuda que pueda extraer de ese largo recorrido histórico de la cuestión acerca de Antígona.
Antígona es la tragedia. La tragedia, para nosotros, analistas, está presente en el primer plano de nuestra experiencia, manifestada como tal por las referencias que Freud —impulsado por la necesidad de los bienes ofrecidos por el contenido místico de las referencias— encontró en Edipo, pero también, ustedes lo saben, en otras tragedias. Y si él no destacó expresamente la tragedia de Antígona no es por decir (que ella no pueda aquí, en el codo del camino, al pie de esta encrucijada donde les conduzco, no parecerles lo que ya era para Hegel y, como lo verán, no probablemente en el mismo sentido que para nosotros, a saber: de las tragedias de Sófocles, quizás, la que pueda ser ‘ puesto adelante.
La tragedia está ligada a la raíz de nuestra experiencia, más profunda y originalmente aún que por su lazo a ese Complejo de Edipo. Pues, en fin no olvidemos esa palabra esencial; esa palabra clave, esa palabra pivote que es catharsis cual, para ustedes, para vuestras orejas, representa, sin duda, una palabra más o menos estrechamente ligada a Breuer, al término de abreacción, lo que supone haber franqueado ya, problemas que, Freud articula en su obra inaugural con Breuer, a saber: la descarga. La descarga en acto, hasta la descarga motriz, de ese algo que no es tan simple de definir y que, sin embargo, está allí y cuyo problema no podemos llamar resuelto diciendo que se trata de una emoción que permanece suspendida.
¿Basta la noción de insatisfacción para llenar su rol de comprensibilidad que está aquí enrocado (roquis) cuando se trata, si puedo decirse, que una emoción, un traumatismo pueden dejar algo en suspenso, permaneciendo en suspenso tanto tiempo para que un enlace no sea encontrado?
Sin duda; relean esas primeras páginas de Breuer, de Freud, y verán a la luz de lo que he tratado de olivar para ‘ustedes de nuestra experiencia como, en el momento actual, es imposible satisfacerse con ella, no interrogarse sobre la palabra satisfacción admitida en la materia, no interrogar, no ver, por ejemplo, qué problema plantea el hecho de que la acción, dice Freud, pueda ser descargada en las palabras que la articulan.
Precisamente esta catarsis, si esta ligada particularmente por ese texto, al problema de la abreacción, cuándo la invocamos —pues ella ya está invocada aquí, expresamente en el fondo de los antiguos orígenes— está como tal, siempre centrada sobre aquella fórmula que Aristóteles da al comienzo del sexto capitulo de la Poética la definición de la tragedia. El la articula de un modo extenso sobre el cual volveremos. La articula dando su definición, lo que es exigible en el orden de los géneros para que ella sea, como tal, definida como una tragedia.
Les dije, el pasaje es extenso. Volveremos a él. Se trata de las carácterísticas de la tragedia, de su composición, de lo que la distingue, por ejemplo, del discurso épico. No les reproduciré aquí más que los últimos términos de ese pasaje, su culminación, aquellos donde Aristóteles, singularmente, da su fin final (fin fínale) lo que él llama su telos, en la articulación causal.
El la formula así: medio ejecutante, por la piedad y por el temor, la catarsis de las pasiones semejantes a ésta.
Estas palabras de aire tan simple, han provocado, arrastradas en el curso de las edades, Una oleada un mundo de comentarios cuya historia no puedo pensar en hacerles aquí.
Lo que aquí les aporto en este orden de mis búsquedas, es siempre elegido, puntual.
¿Qué es esta catarsis?. Habitualmente la traducimos por algo así como purga también, para nosotros, sobre todo para nuestros médicos, detrás de esta abreacción se perfila, desde siempre, algo de la resonancia semántica que ese término ha tomado —para nosotros— desde los bancos de esa escuela por los que hemos pasado; más o menos, todos aquí. Desde la escuela secundaria arrastramos tras nosotros el término’ de puras con lo que él evoca de molieresco, en tanto lo molieresco no hace aquí más que traducir el eco de un concepto médico muy antiguo: aquél que, para emplear los términos de Moliere, comporta la eliminación de los humores pesados.
Sin embargo esto no esta muy lejos de aquello que el término evoca. Y después de todo, yo puedo, para hacérselos sentir de inmediato, citar aquélla que el recorrido de nuestro trabajo ha presentificado recientemente para ustedes bajo el nombre de los Cátaros.
¿Qué son los Cátaros? Pienso habérselos dicho al pasar: son los puros. Katharós es un puro. Y el término, en su resonancia original, no es un término que signifique, ante todo, iluminación o descarga, sino purificación. Ya en el contexto antiguo, el término de catarsis es empleado, sin duda, en una tradición médica —en Hipócrates— con un sentido expresamente médico, más o menos ligado a las eliminaciones de las descargas, a un retorno a lo normal. Pero, por otro lado, en otros contextos, está ligado a la purificación, y muy especialmente, a la purificación ritual. De allí una ambigüedad que no estamos seguros —duden de ello— seríamos los primeros en descubrir.
Para evocar un nombre, les diré que en el siglo XVI, un tal Denis Lamhin, retocando a Aristóteles, pone en primer plano la función ritual de la tragedia, dando en la ocasión, el primer plano en la material, al sentido ceremonial de la purificación. No se trata de decir si él tiene más o menos razón que otro; se trata simplemente de puntuarles en qué espacio se plantea la interrogación y el problema.
De hecho, no olvidemos que en la Poética —de donde nosotros lo recogimos a nivel de ese pasaje— este término de catarsis, permanece singularmente aislado. No porque no sea comentado, desarrollado y tratado, ni no que nada sabíamos de él hasta el descubrimiento de un nuevo papiro. Supongo que saben que sólo tenemos una parte de la «Poética». Lo que tenemos puede evaluarse como siendo, aproximadamente, la mitad. Y en la mitad que poseemos, no hay más que ese pasaje para hablarnos de la catarsis. Sabemos que habría más de ellos, porque cuando Aristóteles habla de la catarsis en ciertos términos, en el libro VIII, en la numeración de la gran edición clásica de la Política, él dice: Esta catarsis sobre la cual me he explicado en otra parte, en la Poética. Cuando ustedes van a la Poética no encuentran más que aquello, de modo que están suficientemente esclarecidos, si saben que la Poética esta incompleta y sobre el hecho que, evidentemente, esto falta. En la «Política» se trata de la catarsis en el libro VIII de la edición Didot, allí donde se hablar de la música y de la catarsis a propósito de la música. Y es allí donde —por el hecho de la suerte de las cosas— sabemos acerca de ella mucho más extensamente y, en especial, sobre el hecho de lo que la música significa para Aristóteles en tanto apaciguamiento. Es un apaciguamiento que el articula muy especialmente, centrándolo sobre una cierta clase de música de la cual no se espera un efecto Ático y menos un efecto práctico — me veo forzado a ir un poco más rápido— sino el efecto de entusiasmo.
Es alrededor del entusiasmo, es decir de la música más inquietante a ese efecto, digamos, que se pueda imaginar, —después de todo— aquélla al rededor de la cual conduce el debate la sabiduría antigua. ¿Es buena o mala música la que nosotros llamaríamos el «hot» o el «rock and roll»?. De esto se trata, de una música que les arrancaba las tripas que los hacia salir de sí mismos y de la cual se trataba de saber si prohibirla o no.
A nivel de los entusiasmos, después de haber pasado por la prueba de exaltación del desgarro dionisíaco de esta música, ellos están más calmos. He allí lo que quiere decir la catarsis en el punto en que ella es evocada en el libro VIII de la «Politicen. Y a este propósito, les destaco que todo el mundo no se pone en esos estados de entusiasmo; todo el mundo puede al cantarlos en tanto sea un poco susceptible. Pero existen otros, los pathëtikoí, opuestos a los enthousiastikoí. Estos están al alcance de ser víctimas de otras pasiones, especialmente las pasiones del temor y la piedad.
Y en aquellos, también, una cierta música. Puede pensarse que la música está en cuestión en la tragedia donde Ella juega su rol y también aportaré una catarsis y un apaciguamiento. Tal es el término empleado para es te apaciguamiento al nivel de la «Poética» y él agrega «apaciguamiento por el placer», dejándonos una vez más, interrogándonos sobre lo que esto quiere decir, a qué nivel y por qué, y qué placer es invocado en esta ocasión. Lo subrayo en tanto en nuestra topología concerniente a ese retorno al placer en una crisis que se despliega en otra dimensión, en una dimensión que, en la ocasión lo amenaza, se sabe a qué extremos la música que entusiasma puede llevarnos.
¿Cuál es, entonces, ese placer? Es aquí que les digo que la topología del placer, que hemos definido como la ley de lo que se despliega más acá del aparato al que nos llama ese centro de aspiración terrible del deseo, nos permite alcanzar, quizás, la intuición aristotélica, mejor de lo que se lo ha hecho hasta aquí.
Antes de volver a articular esta intención, este punto del’ más allá del aparato como punto central de esta gravitación, quiero aún puntuar, lateralmente, a fines eruditos que, al reunir lo que en la literatura moderna ha dado cuerpo y sustancia al uso del término catarsis, tal como es recibido por nosotros, es decir, en su acepción médica — entiendo en un campo y en un dominio que desborda mucho el campo, hablando propiamente, de nuestros colegas — quiero decir que la noción médica de la catarsis a aristotélica es admitida, casi generalmente tanto en el dominio de los literatos como de los críticos, de aquellos que articulan el problema a nivel de la teoría literaria. Si se busca determinar la etapa del triunfo de esta concepción de la catarsis, se llega a un punto original más allá del cual — se los dije ya, no hice más que señalárselos recién — la discusión es, por el contrario, muy amplia. Quiero decir que está lejos de admitirse que la palabra catarsis tenga sólo esta connotación médica.
Esta connotación medica; su triunfo, su supremacía tiene un origen que vale la pena destacar aquí. Es por ello que hago esta pequeña detención erudita. Su origen está el Jacobo Bernays, en 1857, en una obra publicada en una revista de Bresleu. Soy incapaz de decirles por qué en Bresleu, no habiendo podido obtener suficientes documentos biográficos sobre Jacobo Bernays. Si hubiera de creer lo que ayer pedí a alguien que me relatara (a saber, el libro de Jones) Jacobo Bernays formaba parte —habrán reconocido al pasar a la familia en la cual Freud eligió a su mujer— de una familia de judíos, grandes burgueses eméritos. Quiero decir que habían adquirido, después de grandes siglos, al menea, tituló de nobleza en la cultura alemana. Jones se refiere a Michael Bernays como siendo alguien a quien su familia hizo durante mucho tiempo el reproche de una apostasía política por una conversión destinada, por él, a asegurar su carrera. Era profesor en Munich. En cuanto a Jacobo Bernays, si creo a aquél que tuvo a bien hacer esta búsqueda por mi, no se mencionada do otro modo que como alguien que también hizo una carrera emérita como latinista y helenista. Y esto es, en efecto, totalmente cierto. No se dice más de el sino que no pago con el mismo precio su ascenso a los cuadros universitarios.
He aquí una reimpresión de 1850 — en Berlín — de dos contribuciones a la teoría aristotélica del drama, por Jacobo Bernays. Es excelente. Es raro experimentar tantas satisfacciónes con la lectura de una obra universitaria en general, y universitaria alemana, en particular. Es de una claridad cristalina. Y no es ciertamente por nada que pueda decirse que fuera en esa fecha cuando se sitúa la adopción casi universal de lo que puede llamarse la versión módica de la noción de la catarsis.
Es lamentable que Jones, sin embargo tan erudito, no haya creído un deber valorizar de otro modo la personalidad ni la obra —en la cual no parece apoyarse del todo— de Jacobo Bernays, en una materia acerca de la cual creo que es difícil pensar que Freud haya sido insensible al renombre de los Bernays, que Freud no haya tenido alguna escucha, algún viento, haciendo, consiguientemente por ello, remontar a las mejores fuentes el uso original que puedo hacer de esa palabra catarsis.
Habiendo indicado eso, volveremos a aquello de que tratará nuestro comentarlo de «Antígona», a saber: la esencia de la tragedia.
La tragedia, se nos dice, alcanza su culminación —y sentimos pesar de no tener en cuenta una definición que, después de todo, no data más que de un siglo, hasta menos, después de esta época que para nosotros es la del nacimiento de la tragedia— tiene por culminación, la catarsis, la purga de esos pathémata, de esas pasiones del temor y la piedad.
¿Cómo podemos concebir esta fórmula? Abordamos aquí el problema en nuestra perspectiva, quiero decir en aquélla en la cual nos orienta lo que ya hemos intentado formular, articular, concerniente al propio lugar, en una economía que es la de la cosa freudiana, del deseo —¿nos permitirá ello hacer el paso adelante tan necesario en esta revelación histórica de esa formulación de la cual no podemos ya decir que nos sea tan cerrada?; esto lo debemos a la pérdida de una parte de la obra de Aristóteles, o a algo que, en la naturaleza misma de las posibilidades del pensamiento, es té condicionado de modo tal para que se nos presente cerrado.
Este paso delante, en el dominio de la ética, que se articula en lo que desarrollamos aquí desde hace dos años y más, en lo concerniente al deseo, es lo que nos permite abordar el elemento nuevo en la comprensión del sentido de la tragedia y por esta vía ejemplar —seguramente existe una más directa— la función de la catarsis. Veremos, en Antígona, ese punto de mira que define al deseo. Ese punto de mira que va, sin ninguna duda, hacia una imagen central que conserva no se que misterio, hasta aquí inarticulable, que hacia lagrimear los odas en el momento en que se la miraba y que, sin embargo, esta imagen está, precisamente en el centro de la tragedia, en tanto es la imagen de Antígona misma en todo su esplendor fascinante, de lo cual bien sabemos que, más allí de los diálogos, de la familia y de la patrón más allá de todos los desarrollos moralizantes, es precisamente ella quien nos fascina con ese esplendor insoportable, con eso que ella posee que nos retiene y a la vez nos prohibe, en el sentido en que nos intimida; con ese acorde desconcertante, en último término, que tiene la imagen de esta víctima tan terriblemente voluntaria. Es del lado de este atractivo donde debamos ‘ buscar el verdadero sentido, el verdadero misterio , el verdadero alcance de la tragedia.
Es del lado de la emoción que Comporta del lado dé las pasiones, sin duda, pero de una pasión singular donde el temor y la piedad están bien. Por intermedio de la piedad y del temor somos purgados, purificados de todo lo que es, autor, de aquel orden que, si podemos de entrada, de ahora en más reconocer es, hablando con propiedad, la serie de lo imaginario.
Y si somos purgados de ello por intermedio de una imagen entre otras, es precisamente allí donde debemos plantearnos la pregunta: ¿cuál es, entonces, el lugar ocupado por una imagen alrededor de la cual todas las o tras parecen repentinamente desvanecerse, desplegarse, abatirse, de algún modo?. No es porque esta imagen central de Antígona, de su belleza, esto no lo invento yo, les mostraré el pasaje del canto del coro donde Ella es evocada como tal y les mostrara que ea el pasaje pivote —no nos aclare la articulación de la acción trágica sobre lo que hace su poder disipante por relación a todas las otras imagenes, a saber, el lugar que ella ocupa, su lugar en el entre— dos, de dos campos simbólicamente diferenciados, y sin duda extrayendo todo su esplendor de este lugar, ese esplendor que todos aquellos que han hablado dignamente de la belleza, no han podido eliminar —de su definición.
Es este lugar, ustedes lo saben, el que buscamos definir, y al que ya I nos hemos acercado en nuestras lecciónes precedentes, el que tratamos de asir por primera vez por la vía de esta segunda muerte imaginada por los héroes de Sade; la muerte en la medida que es llamada como el punto donde se nadifica (anihile) el ciclo mismo de las transformaciones naturales. Reencontraremos ese punto donde se distinguen las metáforas falsas del siendo (etant), de lo que es la posición del ser; reencontraremos sin cesar su presencia y su definición, todo a lo largo del’ texto de Antígona, quiero decir en la boca de todos los personajes, en primer lugar en el mensaje de Tiresias. Pero, por otra parte, ¿como no verla en la acción misma, en tanto el punto central, el medio de la pieza está constituido por el momento de lo que se articula como lamento, como comentario, como debate, como llamado alrededor de Antígona, en tanto ella está condenada al suplicio?. ¿Qué suplicio?. El de ser encerrada viva en una tumba.
El tercio central de la pieza está constituido por esta manifestación, esta epifahía, este detalle que se nos da acerca de lo que significa la posición de una vida que va a confundirse con la muerte certera, de una muerte vivida, si pudiera decirse, de un modo anticipado; una muerte usurpan te sobre el dominio de la vida, de una vida usurpante sobre la muerte.
El campo como tal, de esa suerte, es aquélla de lo que uno se comprende que los dialécticos, hasta algunos estetas tan eminentes como un Hegel o un Goethe no hayan creído deber retener en su apreciación del efecto de la pieza. Y para sugerirles que esta dimensión no es una particularidad de Antígona, puedo fácilmente proponerles mirar desde aquel tiempo hacia más allá, donde pueden encontrar las correspondencias. No tendrán necesidad de buscar muy lejos para percibir la función singular, en el efecto de la tragedia, de la zona así definida.
Es aquí, en la travesía de esta zona, de ese medio, donde el rayo del deseo se refleja y se retracta a la vez, culminando, en suma, en darnos la idea de este efecto tan singular, que es el efecto más profundo, y que nosotros llamamos el efecto de lo bello sobre el deseo.
Es, a saber, ese algo que parece singularmente desdoblarlo, allí don de él prosigue su ruta. Pues no puede decirse que el deseo se extinga completamente por la aprehensión de la belleza; continúa su curso, pero tiene allí, más que en otra parte, el sentimiento del señuelo, de alguna suerte manifestado, por la zona de brillo y de esplendor adonde se dedo llevar.
Por otra parte, no refractado, sino reflejado, rebotado, su emoción —él lo sabe bien — es lo más real.
Pero allí no existe más objeto. De donde, las dos fases de esta suerte de extinción o atemperancia del deseo por el efecto de la belleza, sobre el cual insisten ciertos pensadores, como Santo Tomás que les he citado la Óptima vez, y por otro lado esta disrupción de todo objeto sobre el cual insiste el análisis de Kant en la «Critica del Juicio».
Les hablé hace un momento de emoción (émoi) y aprovecho aquí para detenerlos, y propiamente, sobre el uso intempestivo que se ha hecho de esta palabra en la traducción corriente al francés de Triebregungen de emoción pulsional. ¿Por qué haber elegido tan mal esta palabra, por qué no haber recordado que emoción (émoi) no tiene nada que ver con la emoción (émotion), ni con el emocionar (emouvoir)?. La emoción (émoi) es una palabra Eran cesa que esta ligada a un verbo muy antiguo, «emoyer» o «esmaye» que quiere decir, propiamente, hacer perder a alguien, yo diría sus medios, si en francés esto no fuera un juego de palabras; pero es precisamente de la potencia de lo que se trata, pues «esmayer», se refiere al viejo gótico «magann, mogen» en el alemán moderno. Una emoción (émoi), como todos saben, es algo que se inscribe en el orden de nuestras relaciones de potencia y, especialmente, lo que las hace perder.
Henos aquí ahora en el deber de entrar en este texto de «Antígona», buscando allí otra cosa que una lección de mora, pues me parece difícil no se por qué alguien enteramente irresponsable en la materia escribía, ha ce poco tiempo, que no tengo resistencia en lo concerniente a seducciónes de la dialéctica hegeliana. No se si ese reproche era entonces merecido, en tanto fue escrito en el momento en que yo comenzaba a articular aquí, para ustedes, la dialéctica del deseo en los términos en que después la proseguí. No puede decirse que el autor en cuestión sea un personaje que tenga especialmente olfato. Cualquiera sea de ellos no hay, seguramente, un dominio donde Hegel me parezca más débil que en el de su poética, y especialmente en tanto que, todo lo que el puede articular alrededor de «Antígona» viene a enlazarse en torno a la idea de un conflicto de discursos, sin duda en el sentido en que esos discursos comportan la apuesta más esencial y que, es más, van siempre hacia no se qué conciliación.
Pregunto cuál puede ser la conciliación que existe en el final de Antígona. Y por otra parte no es sin estupor que esta conciliación es llamada subjetiva de allí en más. Leo en el texto de la Poética la afirmación a propósito de Edipo en Colona de la cual ya hemos hablado aquí. De Edipo en Colona que se resume en esto: —no olvidemos que es la última pieza de Sófocles— que es desde allí que pesa la última maldición de Edipo sobre sus hijos, aquélla que va a engendrar toda la continuidad catastrófica de los dramas con que vamos a reencontrarnos en «Antígona», y que termina con lo que bien puede llamarse la maldición terminal de Edipo: «Oh, no haber jamás nacido» etc.
¿Cómo hablar de conciliación en tal registro? No estoy inclinado a hacer mérito de mi indignación. Otros, además, se han percatado de ello antes que yo. Goethe, especialmente, parece haberlo sospechado un poco, o también, Erwin Rhode, en Psiché. He tenido el placer, en estos tiempos, al explorar en él — lo que, después de todo, podía servir para mi de lugar de reunión de las antiguas concepciones concernientes a la inmortalidad del alma — de reencontrar en ese texto, enteramente recomendable, hasta admirable, de Psiché, al acecho, su sorpresa ante la interpretación generalmente recibida del Edipo en Colona de Sófocles.
Tratemos de lavarnos un poco el cerebro de todo ese ruido alrededor de Antígona y de ir a mirar en el detalle qué es lo que ocurre.
¿Que es lo que hay en Antígona?. En primer lugar, existe Antígona. ¿Se dieron cuenta, se los digo al pasar, que en toda la obra no se habla de ella más que llamándola é Paîz lo que quiere decir la niña? Esto para poner las cosas a punto, para permitirles acomodar vuestra pupila sobre el estilo de la cosa. Y, después, hay una acción. La cuestión de la acción en la tragedia es muy importante. No se por qué alguien, a quien no amo demasiado, quizás porque siempre me lo envían entre los dientes, que se llamaba La Bruyère, ha dicho que nosotros llegamos demasiado tarde a un mundo demasiado viejo, o que todo ha sido dicho. Yo no me percato de eso. Creo que sobre la acción en la tragedia hay, aún, mucho que decir. Quiero decir que Ello no está del todo resuelto, y para tomar a nuestro Erwin Rhode, al cual hace un momento daba yo un punto, estoy sorprendido de ver que en otro capítulo cuando habla de eso, —pues él habla mucho de Sófocles en su libro— nos explica una especie de curioso conflicto entre el autor trágico y su asunto que consistiría en que las Leyes de la cosa, —por otra par te no se sabe demasiado bien por qué en esta perspectiva— le imponen tomar una bella acción como soporte, de preferencia a una acción mítica. Imaginó que es porque todo el mundo ya está plenamente comprometido en la empresa, o sea, al corriente. Y, de algún modo, hacer valer esta acción, si pudiera decirse, con el ambiente y los personajes, los problemas, todo lo que ustedes quieran del tiempo. Y seria allí donde estaría el problema. Resultaría, en suma, que el señor Anouilh habría tenido razón en darnos su pequeña Antígona fascista.
Este conflicto que resultaría del debate del poeta con su asunto, ser susceptible, nos dice Erwin Rhode, de engendrar no se que conflictos de la acción en el pensamiento, para los cuales evoca —no sin cierta pertinencia quiero decir haciendo eco de muchas cosas ya dichas antes de nosotros— el perfil de Hamlet. Esto es divertido.
Pienso que esto es difícil de sostener para ustedes. Si verdaderamente ha servido de algo lo que he tratado de explicarles el año pasado sobre el asunto de Hamlet — a saber, mostrarles que Hamlet no es, de ningún modo, el drama de la potencia tanto como el de la impotencia del pensamiento en lo concerniente a la acción. ¿Por qué, en el umbral de 108 tiempos modernos, Hamlet seria el testimonio de una especial debilidad del hambre por venir a la vista de la acción? Yo no soy tan negro. Más bien diría que nada nos obliga a serlo, sino una suerte de clisé de la decadencia en la cual, se los señalé al pasar, Freud mismo cae cuando hace la relación de las diversas actitudes de Hamlet y de Edipo a la vista del deseo.
No creo que sea tal divergencia de la acción y el pensamiento lo que reside en el drama de Hamlet, ni el problema de la extinción de su deseo. He tratado de mostrarles que la singular apatía de Hamlet tiene su resorte en la acción misma; que es en el mito elegido que debemos encontrar los motivos de ello; que es en su relación al deseo de la madre, a la ciencia del padre, concerniente a su propia muerte, donde debemos encontrar la fuente. Y para hacer un paso más les señalo aquí el recorte donde podemos encontrar nuestro análisis de Hamlet con ese punto donde les conduzco: el de la segunda muerte. Esto, que el año pasado no podía mostrarles totalmente, lo designo ahora, al pasar y por intermedio de esta evocación de la reflexión de Erwin Rhode, por intempestiva que Ella sea. No olviden uno de los efectos donde se reconoce la topología que les designo, esto es que si Hamlet se detiene en el momento de matar a Claudio es porque él se preocupa por ese punto preciso que trato de definirles: no le es suficiente matarlo, quiere, para aquel, la tortura eterna del infierno. ¿Por qué? Bajo pretexto que hagamos de este infierno nuestro asunto; es que en el análisis de un texto nos creeríamos deshonrados de hacer entrar en Juego lo siguiente aún si él no estuviera seguro de Ello, si el no creyera más que nosotros en el invierno, Hamlet, de cierto modo, en tanto el se pregunta: «Dormir, soñar, ¿quizás?» no es tanto porque él se detenga en su acto sino porque quiere que Claudio vaya al infierno.
Es al menos por no querer ceñirnos a los textos —quiero decir permanecer en el orden de lo que nos parece admisible, es decir exactamente en el orden de loe prejuicios— que en todo momento perdemos la ocasión de designar, en los senderos que seguimos, los limites propios, los puntos a franquear.
No los fatigo; no enseño aquí otra cosa que este método implacable de comentarlo de los significantes; de eso, algo les quedará. Al menos lo espero, y aún espero que no les quede ninguna otra cosa, a saber, que si tanto es que lo que yo enseño aquí tiene el valor de una enseñanza, no dejaría de tras de mi ninguna de esas influencias que les permitirían agregar a ella el sufijo ismo. En otros términos, que ninguno de los términos que sucesivamente he planteado ante ustedes, pero de los cuales, felizmente, vuestra incomodidad me muestra que ninguno de estos ha podido aún sor suficiente para parecerles lo esencial —se trate del simbolismo, del significante, o del deseo— que ninguno de esos términos, al fin de cuentas, pueda nunca, por mi acción, servir a alguien de grillo intelectual.
Después, en una tragedia, está el coro. El coro; ¿qué es? Se nos dice: «son ustedes», o bien no son ustedes. Creo que la cuestión no está allí, en tanto se trata de medios y de medios emocionales. Yo diría que el coro es la gente que se emociona.
Pues miren allí dos veces, antes de decirse que son vuestras emociones las que están en Juego en esta purificación. Están en Juego en cuanto al fin, o sea que no sólo ellas si no también otras deben ser apaciguadas por algún artificio. Pero, no es en la medida que Ellas están más o menos directamente puestas en juego. Están allí, sin ninguna duda. Ustedes están allí, en principio, en estado de materia disponible, pero también, por otro lado, de materia enteramente indiferente. Cuando ustedes están a la noche en el teatro piensan en sus asuntitos. en la lapicera que han perdido durante el día, en el cheque que deberán firmar al otro día. No se dan pues, demasiado crédito; vuestras emociones están tomadas a cargo de una sana disposición de la escena. Es el coro quien se encarga de ello. El comentario emocional está hecho; esto es lo que constituye la mayor posibilidad de supervivencia de la tragedia antigua: él está hecho. Está suficientemente dicho que, el «él es justo lo que hace falta, bestias no deja tampoco, de tener firmeza; es bien humano.
Ustedes están, entonces, liberados de todo cuidado; aún si no sienten nada, el Coro habrá sentido en vuestro lugar. Y después de todo, ¿por qué no imaginar que el efecto puede ser obtenido, el buen efecto, la pequeña dosis sobre ustedes mismos aún si no han palpitado de tal modo más que a si? En verdad, no estoy seguro totalmente que el espectador participe de tal modo, que palpite. Estoy bien seguro, por el contrario qué él está fascinado por la imagen de «Antígona».
He dicho fascinado. Aquí espectador, pero Les pregunto, aún, ¿espectador de qué? ¿Cual es la imagen que presenta Antígona? Allí está la cuestión. No confundamos esta relación con la imagen privilegiada y el con Junto del espectáculo. El término espectador, comúnmente empleado para discutir el efecto de la tragedia, me parece enteramente problemático si no limitamos cuál es el campo de lo que él compromete. A nivel de lo que ocurre en lo real, él en más bien el auditor. Y, en ese punto, nunca me felicitaré demasiado por estar de acuerdo con Aristóteles para quien todo el desarrollo de las artes del teatro se produce a nivel de la audición.
El espectáculo se compone para él en el orden de las cosas que están al margen de lo que es, hablando con propiedad, la técnica.
Esta no es por cierto insignificante —pero no es lo esencial— en la medida en que, como la elocución en la retórica, el espectáculo no está aquí más que como medio secundario. Esto para volver a su lugar los cuida dos modernos llamados de la puesto en escena. Los méritos de la puesta en escena son grandes, los aprecio siempre, ya sea en el teatro o en el cine, pero al menos, no olvidemos que no son tan esenciales más que en la medida en que, si ustedes me permiten alguna libertad de lenguaje, nuestro tercer ojo no se tense lo suficiente; con la puesta en escena se lo agita un poquito. No es tampoco por ese propósito que me libraré al placer moroso que denunciaba hace un momento en las concepciones de alguna decadencia del espectador. No creo parí nada en Ello. El público ha debido estar siempre al mismo nivel, bajo un cierto ángulo, Sub especies aeternitate. Todo vale, todo esté siempre alié simplemente, que no siempre en el mismo lugar.
Pero lo digo al pasar; es necesario, verdaderamente, ser un alumno de mi seminario, quiero decir estar especialmente despierto para llegar a en centrar algo en el espectáculo de «La dolce vita». Estoy maravillado del zumbido de placer que parece haber provocado en un número importante de miembros de esta asamblea. Quiero creer que este efecto no se debe más que al momento ilusorio producido por el hecho de que las cosas que yo digo es tan muy bien hechas para valorizar una cierta especie de espejismo, efectivamente aquel que es casi el único que es apuntado en esta sucesión de imagenes, que no es nunca alcanzado en ninguna parte salvo, debo decir, en un momento. Me parece que el momento en que, en la madrugada, los disipados, en medio de los troncos de pinos, al borde de la playa, después de haber permanecido inmóviles y como desapareciendo de la vibración de la luz, se ponen repentinamente en marcha hacia no sé que objetivo — que es lo que ha provocado tal placer en muchos y que han reencontrado allí mi famosa cosa, es decir, no se que de vomitivo que se extrae del mar con una red. A Dios gracias, eso aún no se ha visto en aquel momento. Sólo los disipados se ponen en marcha y serán, también casi siempre invisibles y enteramente semejantes, en efecto, a estatuas que se desplazaran en medio de árboles de Uccello. Hay allí, en efecto, un momento privilegiado y único en si solo. Es necesario que los otros, aquellos que aún no han reconocido la enseñanza de mi seminario vayan allí. Es lo que les permitirá, finalmente, tomar sus lugares, si quedan, en el buen momento.
Henos aquí. pues en el Punto de nuestra «Antígona». Nuestra «Antígona» entonces, véanla en el momento de entrar en acción en la cual vamos a seguirla. ¿Que más les diré hoy de ella?. Dudo, es tarde. Querría tomar este texto de un extremo al otro para hacerles aprehender sus resortes. Al menos es algo que podrían hacer de aquí a la próxima vez, esto es: leerla. No creo más que haberles reprendido agriamente; a la vez, no creo que lo que les he hablado de Antígona sea suficiente — visto el nivel ordinario de vuestro celo — aún para hacérselas recorrer. No carecería totalmente de interés que lo hagan para la próxima vez. Hay mil modos de hacerlo. En primer lugar hay una edición critica del señor Robert Pignard; para los que saben verdaderamente el griego, yo recomendaría la traducción yuxtalineal, pues el ver bien, palabra a palabra, en suma los textos griegos, es locamente instructivo.
Es sobre ese plano que la próxima vez les haré ver hasta que punto nuestros mojones están allí, en el texto, perfectamente articulados por significantes que no tengo necesidad de ir a buscar uno por allí? uno por allá.
Quiero decir que seria de algún modo una suerte de sanción verdaderamente arbitraria el que yo encontrara de tiempo en tiempo una palabra para hacer eco a lo que pronuncio. Les mostraré que las palabras que pronuncio son aquellas que reencontrarán de un extremo al otro, como un único hilo, y quedan, verdaderamente, el armazón de la pieza.
Pues si pueden mirar de cerca ese texto de Antígona, aparecido en Hachete, obtendrán de él ya, pienso, suficientes puntos para poder anticipar lo que yo podría mostrarles.
Hay algo aún que quiero señalarles. Un día Goethe, hablando con Eckerman, perdía tiempo en tonterías alrededor de toda clase de cosas. Algunos días antes el había inventado el canal de Suez y el canal de Panamá. Debo decir que esto es bastante brillante para ser leído y ver que, en 1827, él había tenido una visión Clara sobre el asunto de la función histórica de esos dos utensilios. Después, un buen día, uno lee un libro que acaba de aparecer, completamente olvidado, del llamado Irish que hace un comentario muy lindo a través de Goethe. No veo en que se distingue del comentario hegeliano; por ser más bruto. Hay cosas muy divertidas. Debo decir que aquellos que reprochan a Hegel, de tiempo en tiempo, la extraordinaria dificultad de sus enunciaciones, seguramente triunfaron allí bajo la autoridad de Goethe al confirmar sus bromas .
Goethe rectifica seguramente. Aquello de lo que se trata cuando se pretende oponer Creonte a Antígona cómo dos principios opuestos de la ley del discurso, del conflicto que de algún modo estaría ligado a las estructuras. Muestra suficientemente que Creonte sale en forma manifiesta de su camino, para decirlo todo, impulsado por su deseo, busca romper la barrera, avistar a su enemigo Polínice más allá de los, limites en los cuales esta permitido alcanzarlo y, es en la medida en qué él quiere, precisamente golpearlo con esa segunda muerte’ que el no tiene ningún derecho a inflingir le que, en ese sentido, Creonte; desarrolla todo su discurso y por allí, por sí mismo, totalmente sólo, corre; a su perdida.
Si esto no está dicho exactamente así, está implicado, entrevisto, por el discurso de Goethe. No se trata de un derecho que se oponga a un derecho, sino de un error qué se opone, ¿a qué? A otra cosa que es, precisa mente, para nosotros el verdadero problema, a saber: lo que en esta ocasión represente Antígona. Ustedes lo verán; se los diré. No es simplemente la defensa de los derechos sagrados del muerto o la familia, ni tampoco lo que se ha podido representar de una suerte de santidad de Antígona.
Antígona es llevada por una pasión y trataremos de saber cuál. Pero hay algo singular; es que Goethe, sea lo que sea lo que en ese momento articula, nos dice haber sido chocado, embestido por un momento de su discurso donde, más allí de todo ese calvario del cual seguimos el recorrido en tanto que todo está superado, su captura, su desafío, su condena, su lamento mismo — en tanto ella está, verdaderamente, al borde de la famosa tumba, Antígona se detiene para justificarse. En tanto Ella misma parece doblegada en una suerte de deseo: «Padre mío, ¿por que me has abandonado?» Ella se recupera y por otra parte, sépanlo; «Yo no habría podido desafiar la ley de los ciudadanos por un marido o un hijo a quien se hubiera rehusado la sepultura, porque, después de todo —dice ella— si hubiese perdido un marido en esas condiciones hubiera podido tomar otro, aún si hubiera perdido un hijo con el marido, habría podido hacer otro hijo, con otro marido; pero este hermano(…)». El término griego, ligándose a sí mismo con el hermano recorre toda la pieza. Aparece en el primer verso y cuando ella habla a Ismena: «Ese hermano nacido del mismo padre y de la misma madre. Ahora el padre y la madre están ocultos en el Hades, no existe ninguna posibilidad que algún hermano renazca jamas de ellos «.
Allí, el sabio de Weimar, encuentra que, al menos, esto es algo divertido. No es el único. Y en el curso de las edades, el resorte, la razón de esta extraordinaria justificación ha dejado siempre vacilante a la gente. Es necesario que siempre alguna locura golpee a los discursos más sabios, Goethe no puede menos que dejar escapar un voto. Es la verdad del hombre el ser reservado y el saber cuál es el precio de un texto: guardarse siempre fórmulas de un modo anticipado, pues, ¿no está allí el introducir todos los riesgos? El dice: «Espero que un erudito nos muestre un día que ese pasaje está Interpolado». Naturalmente cuando se hace un voto parecido se puede siempre esperar que él sea colmado. Hubo, al menos cuatro o cinco eruditos, en el curso del siglo XIX, para decir que esto no era sostenible.
Uno de los mejores modos en que las cosas avanzaron es que, pareciera que una historia, que se diría semejante, estaría en Herodoto, en el tercer libro. En verdad Ella no tiene demasiadas relaciones aparte de que se trata de vida y muerte y también de hermano, padre, esposo y niño. Aparte de eso, que es verdad, no se trata enteramente de lo mismo, pues es una mujer a quien se ofrece, a partir de sus lamentaciones, la elección entre una persona gracias a toda su familia que se encuentra, toda entera, implicada en una condena global como las que se podrían hacer en la corte de los persas y ella explica porque prefiere su hermano a su marido.
Por otra parte no es porque dos pasajes se asemejen que pueda pensarse que uno es copia del otro. Y después de todo, ¿ por qué esta copia sería introducida allí?. En otros términos, este pasaje es tan poco apócrifo como I los dos versos citados precedentemente que son elegidos en él; son elegí dos porque Aristóteles, alrededor de 80 años después, los cita en el tercer libro de su Retórica. Es al menos difícil, si esos versos llevan en sí mismos la carga de tal escándalo, pensar que alguien que vivió 80 años después de Sófocles los habría citado a titulo de ejemplo literario y no en un lugar poco importante, pues se trata de aquélla que, desde el punto de vista de la retórica, debe hacerse para explicar esos actos y de todos los ejemplos que pueden plantearse en una situación parecida, que parece , bastante común, se ve que Aristóteles cita justamente esos dos versos. Eso arriesga hacer, al menos, del pasaje y de la tesis de la interpolación, algo un poco dudoso. Al fin de cuentas ese pasaje, Justamente porque lleva con él ese carácter de escándalo es, quizás, de naturaleza capaz de retenernos. Veremos y pienso que pueden ya entreverlo —que no está allí parece, por otra parte, más que para procurar un apoyo más a lo que trataremos de definir, entera y estrictamente, la próxima vez en lo concerniente a la intención de Antígona.