Para retomar nuestro propósito sobre la función que hago jugar a la cosa en la definición de lo que nos ocupa actualmente, a saber la sublimación, voy a comenzar primero por algo divertido. Después de haberlos dejado el otro día, durante la tarde misma, en pro de esos escrúpulos que me hacen lamentar siempre no haber agotado la bibliografía, en relación a los temas que tratamos aquí, me remití a un artículo citado en los trabajos sobre la sublimación cuyas referencias, por otra parte difíciles de encontrar, les había dado. El de Glover citaba el artículo de Melanie Klein recopilado en las Contribuciones al Psicoanálisis —en realidad hay dos artículos en ese libro—. El primero Infant analysis, de 1923, donde hay cosas muy importantes sobre la sublimación en tanto ella permite concebir lo que podríamos llamar el efecto secundario de la inhibición sobre funciones que, en el niño, se encuentran —es la concepción kleiniana—, por el hecho de que están suficientemente libidinizadas padecen pues, debido al hecho de que son sublimadas un efecto de inhibición en un segundo tiempo..
Y no es en lo cual me voy a detener primeramente, ya que también intento mantenerlos pendientes de la concepción misma de la sublimación, porque a decir verdad, todas las confusiones que siguen surgen de la insuficiente posición, visión, del problema.
El segundo artículo es Infantile Anxiety Situations reflected in a Work of Art and in the Creative Impulse (1929).
Es este segundo artículo el que lamento no haber mirado nunca. Es corto, pero debo decir que como suele suceder, me aportó la satisfacción de lo que podemos llamar un anillo al dedo. La primera parte del artículo —que les señalo— es ésta: está esencialmente constituido —lo que retuve con placer ya que en verdad como es a través de una traducción alemana e inglesa que habla de ello, no era inmediatamente evidente— por un desarrollo sobre esa obra musical de Ravel sobre un tema, un argumento de Colette, que se llama en francés L’enfant et les Sortilèges.
Vemos maravillarse a Melanie Klein por el hecho de que en suma la obra de arte concuerde además con la sucesión de los fantasmas infantiles concernientes al cuerpo de la madre, con la agresividad primitiva, con la contra —agresión que sufre. Brevemente, es una enunciación bastante larga, y muy grata de lo que en la imaginación del creador de la obra, y más especialmente del músico, se halla admirablemente de acuerdo con algo, acerca de lo cual la última vez, efectivamente, les he indicado que seguramente es en la dirección de ese campo primordial, de algún modo central, de la elaboración psíquica que los fantasmas kleinianos, tal como son repetidos, revalorizados por el análisis del niño, nos indican algo, cuya organización, coordinación, convergencia con estas posibilidades creativas, con las formas estructurales fácilmente reactualizadas en la obra de arte, es ya asombroso ver, bien entendido, no de manera satisfactoria.
Pero la segunda parte del artículo es más notable, y es divertida, van a ver por qué. Se trata esta vez de una referencia a un artículo de una analista Karin Michaelis, quien bajo el título del Espace Vide nos cuenta el siguiente caso clínico (se los resumo para que si ustedes leen el inglés, puedan hacerse fácilmente una idea del lado picante del caso. Al leer las cuatro páginas en las cuales está resumido, resulta seguramente muy asombroso. Se trata de un caso límite que, hablando propiamente, no nos es descrito de una manera tal que podamos emitir un diagnóstico seguro, quiero decir, calificar el tipo de depresión melancólica o no de la cual se trataría en el plano clínico). Se trata de una enferma que se llama Ruth Kjär, que ella llama el pintor. Jamás en su vida ha sido pintora, pero es justamente eso lo que va a mostrar lo que puede llamarse la maravilla del caso —estamos en el dominio de las maravillas del psicoanálisis, o más exactamente de las maravillas que éste puede en ciertos casos revalorar, no. sin cierta ingenuidad—. En el centro de lo vivido en sus crisis depresivas, esta mujer, cuya vida nos es muy brevemente esbozada, se ha lamentado siempre de algo que llama un espacio vacío en ella, que no puede jamás llenar.
Los paso por encima de las peripecias de esta biografía. Sea lo que fuere, ayudada por su psicoanalista, se casa y habiéndolo hecho, las cosas marchan primero bastante bien. Pero tenemos, después de un corto período de tiempo, retorno, recurrencia de los accesos melancólicos. Y allí sucede lo maravilloso, que nos es reportado con esa especie de satisfacción que carácteriza tales trabajos psicoanalíticos, y que es que ella tiene un cuñado que es pintor. Por una razón que no es aclarada de otra manera, la casa de los dos recién casados está tapizada —las paredes están absolutamente cubiertas (en particular en una habitación)— por los cuadros del cuñado. Luego, en determinado momento, como parece que el cuñado es un pintor de talento — lo indican, pero no hay otro medio de controlarlo— , vende uno de sus cuadros, lo toma y se lo lleva. Esto deja un espacio vacío en la pared.
Este espacio vacío va a jugar un papel polarizante, precipitante, en las crisis de depresión melancólica que repuntan en ese momento en la vida de la paciente. Sale de esto del siguiente modo. Un buen día se decide a «to daub a Little», a embadurnar un poquito la pared para llenar ese condenado espacio vacío que ha tomado para ella un valor cristalizante, y cuya función, en su caso, nos gustaría evidentemente, con mejor descripción clínica, conocer mejor.
Esta, parte de este espacio vacío, para llenarlo a imitación de su cuñado con una pintura que trata de hacer lo más parecida posible a las otras telas. Se nos dice que para eso, va a buscar a lo del vendedor de colores los mismos colores de la paleta de su cuñado; que se pone, con un ardor que nos parece carácterístico de un movimiento de fase que está más bien en el sentido depresivo, y surge una obra. Lo más divertido es que al mostrarle la cosa al cuñado, su corazón latía con angustia ante el veredicto del conocedor. Este casi monta en cólera diciendo: «no me hará jamás creer que usted ha pintado eso. Es una maldita mentira. Esta pintura fue hecha por un artista, no sólo experimentado, sino un veterano. Cualquiera sea el diablo de su historia, quiero saberlo». No llegan a convencerlo y continúa jurando que: «si es usted.» dice a su cuñada, «quien ha hecho eso, quiero ponerme a dirigir una sinfonía de Beethoven en la Chapelle Royale, aunque no conozca una nota de música».
Esto parece que nos es relatado con una falta de crítica, de oídas, lo cual no deja igualmente de inspirarnos ciertas reservas. Esta especie de milagro de la técnica merece igualmente ser sometido a ciertos cuestionamientos primeros sobre los cuales, justamente, nos gustaría saber a qué atenernos.
Poco Importa para nosotros. De lo que se trata para Melanie Klein evidentemente en este caso, es de encontrar allí la confirmación de una estructura que le parece ilustrada aquí de manera ejemplar, y donde no pueden ustedes dejar de ver hasta qué punto coincide con una especie de plano central en el cual esquematizo topológicamente para ustedes la forma en que se plantea la pregunta a propósito de lo que se trata concerniente a lo que llamamos aquí la Cosa; y como se los he dicho, la doctrina kleiniana pone allí esencialmente el cuerpo de la madre — y como igualmente lo hice notar la última vez, las fases de toda sublimación, comprendidas las de sublimaciones tan milagrosas como esta accesión espontánea, iluminadora, si puede decirse, de una novicia a los modos más expertos de la técnica pictórica—. Ve allí al mismo tiempo, la confirmación, y sin duda las formas que le evitan el asombro, en los rasgos de sujetos que han sido efectivamente pintados con el propósito de llenar ese espacio vacío, es decir toda una serie de sujetos entre los cuales hay primero una negra desnuda, seguida de una mujer muy vieja, y de la cual se nos dice que manifiesta en ella todas las apariencias de la carga de los años y de la desilusión, de la resignación inconsolable de la edad más avanzada, para culminar al final en una forma absolutamente resplandeciente, una especie de renacimiento, vuelta a la luz de la imagen de su propia madre en sus años más resplandecientes.
Mediante lo cual,, tenemos allí, según Melanie Klein, la motivación suficiente, parece, de todo el fenómeno.
Lo que denominé su carácter divertido, es seguramente lo que nos es aportado aquí concerniente a esta especie de topología donde se ubican los fenómenos de la sublimación. Seguramente ustedes deben sentir que nos quedamos un poco con hambre en cuanto a sus posibilidades mismas.
Entonces, intento mostrarles las coordenadas exigibles de la sublimación para que podamos prender, calificar en el registro de la sublimación, el techo de que está primero esencialmente, como se los he mostrado en este ejemplo, ligada por cierta relación con lo que podemos llamar la Cosa. Con la cosa en su situación central en cuanto a la constitución de la realidad del sujeto.
Les he indicado la última vez, por medio de ese pequeño ejemplo tomado de la psicología de la colección, algo que tiende a ilustrar el punto de partida, aquello en lo cual vamos a intentar situar, hacer concebir, que de lo que se trata en la sublimación es primeramente — se los he ilustrado con el ejemplo de las cajas de fósforos del cual sería un error esperar que concentre en sí, que esté verdaderamente en el centro del tema, que pueda permitir agotarlo, aunque sin embargo, van a verlo, nos permite ir bastante lejos en el sentido de lo que se trata— , de esta transformación en suma, de un objeto en una Cosa.
Se trata justamente de eso. Es de ese fenómeno que aporta de repente, a la caja de fósforo a, una dignidad que no tenía para nada antes. Conviene decirles aquí, naturalmente, que es una cosa que, con seguridad, no es para nada la Cosa.
Si la cosa no estuviera profundamente velada, no estaríamos en este tipo de relación que nos obliga, como efectivamente todo el psiquismo está obligado, a rodearla, incluso a contornearla para concebirla. Allí donde se afirma, ya lo verán, se afirma en campos que son aquellos hacia los cuales voy a dirigirlos hoy que no son más que campos domésticos. Es justamente por eso que los campos son definidos así: ella se presenta siempre como unidad velada. Pero nosotros en nuestra topología, ¿cómo vamos primero a intentar definirla más precisamente?.
Digamos hoy, que en suma, si ella ocupa este lugar en la constitución psíquica que —Freud nos ha enseñado sobre la base de la temática del principio del placer, es esta Cosa, aquello que de lo real —entiendan aquí un real que no tenemos aún que limitar (quiero decir que se trata de lo real en su totalidad, se trata también de lo real del sujeto, de lo real con el cual éste tiene que vérselas como siendo exterior a él)— aquello que de lo real primordial diremos nosotro sacamos del significante. Ya que es en tanto precipita en elementos significantes, que cristaliza la primera relación que en el sujeto se constituye en el sistema psi, en el sistema psíquico, que va a estar sometido a la homeostasis, a la ley del principio de placer; es pues en tanto esta organización significante domina el aparato psíquico, tal como nos es revelado por el examen y la manipulación del enfermo; es en tanto las cosas son así que podemos decir entonces, en una forma completamente negativa, que no hay nada entre esta organización en la red significante, en la red de las Vorstellungsrepräsentanz, y la constitución de este espacio en lo real, de este lugar central en el que se presenta primero para nosotros como tal el campo de la Cosa.
Es muy precisamente en ese campo en suma, donde debe situar se eso que por otra parte Freud nos presenta como debiendo responder al hallazgo, como tal, como debiendo ser ese objeto Wierdegefunden, reencontrado. Tal es para Freud la definición fundamental del objeto en su función directriz. Lo subraya de un modo cuya paradoja ya he mostrado, y que es muy precisamente que nadie dijo que ese objeto haya sido perdido realmente. El objeto es por su naturaleza un objeto reencontrado; que haya sido perdido, si se puede decir así, es su consecuencia, pero après coup. Y entonces, en tanto es reencontrado, lo es sin que sepamos por este reencuentro que ha estado perdido.
Reencontramos aquí esta estructura fundamental que nos permite articular que la cosa de la que se trata está abierta en su estructura a ser representada por lo que hemos llamado en nuestro discurso precedente, recuérdenlo, el discurso del aburrimientos de la plegaria. Lo que hemos llamado Otra Cosa, esencialmente la cosa.
Allí reside la segunda carácterística, en tanto está velada. Y también lo que por su naturaleza, en el reencuentro del objetos representado como tal por otra cosa. No pueden para nada dejar de ver aquí, en la frase célebre de Picasso: no busco, encuentro (je trouve), que es el trouver (encontrar), el trobar de los trovadores (troubadours) y de los troveros (trouvères), de todas las retóricas, quien domina sobre lo buscado.
Evidentemente lo que es encontrado es buscado, pero en las vías del significante. Pero esta búsqueda es en cierto modo una re—búsqueda antipsíquica, que por su lugar y su función está más allá del principio del placer. Porque según las leyes del principio del placer, el pasaje del significante, al significante, proyecta hacer fallar la igualación, la homeostasis, la tendencia al investimiento uniforme del sistema del yo (moi) como tal, en este más allá.
La función del principio del placer, es llevar al sujeto de significante en significante, poniendo tantos significantes como sea necesario para mantener lo más bajo el nivel de tensión que regula todo el funcionamiento del aparato psíquico.
Henos aquí pues conducidos a la relación del hombre con este significante. Esto va a permitirnos dar el siguiente paso: cómo la relación del hombre con el significante, a saber aquello en lo cual es su manipulador, puede conducirlo, ya que parece que el principio del placer solo, reina por una ley, la que como ustedes saben está expresada como tal por una ley de engaño, regula su propia especulación a través de ese inmenso discurso que no es con seguridad simplemente lo que articula, sino también toda su acción, en tanto ésta está dominada por esta búsqueda que lo lleva a encontrar las cosas en los signos.
¿Cómo esta relación con el significante puede poner al hombre en relación con un objeto, el cual representa la cosa?. Es aquel donde interviene la cuestión de saber lo que el hombre hace cuando forma (labra) un significante. La dificultad concerniente al significante es justamente saber no precipitarse en el hecho de que el hombre es el artesano de sus soportes. Durante largos años los he plegado a la noción que debe ser primera y prevaleciente de lo que lo constituye como significante, a saber las estructuras de oposición cuya emergencia modifica profundamente el mundo humano como tal.
Queda que estos significantes, en su individualidad, son formados por el hombre, y si puede decirse, probablemente más aún con sus manos que con su alma. Es aquí donde somos conducidos y para nada debe esto sorprendernos, porque pienso que ya ustedes lo veían venir; es justamente aquí donde nuestro encuentro del uso del lenguaje, al menos para la sublimación del arte, no duda jamás de hablar de creación. Esta noción de creación, con lo que implica de un saber de la criatura y de su creador, debe ser promovida ahora, llevada, porque es completamente central, no sólo en nuestro tema, el motivo de la sublimación, sino al de la ética en el sentido más amplio, al del problema que conduce en la ética, la cuestión freudiana.
Planteo esto: que un objeto puede llenar esta función que le permite no evitar la cosa como significante, que le permite representarla en tanto este objeto es creado. ¿Qué quiere decir esto? Vamos a remitirnos según un apólogo que nos provee la cadena de las generaciones, del cual nada nos impide servirnos, a la función quizás más primitiva del alma, a la función artística del alfarero.
Les he hablado la última vez de la caja de fósforos, tenía mis razones. Verán que la reencontraremos. Nos permite quizás mostrarnos más cosas e ir más lejos en nuestra dialéctica que el vaso, pero éste es más simple. Nació ciertamente antes que la caja de fósforos; existe desde siempre. Es quizás el elemento más primordial de la industria humana. Es seguramente un útil, una cosa, un utensilio que nos permite, sin ningún tipo de ambigüedad, afirmar la presencia humana; es ese algo ante lo cual conviene detenernos.
Ese vaso que está desde siempre, y del cual se ha hecho uso desde hace largo tiempo, para hacernos concebir parabólicamente, analógicamente, metafóricamente, los misterios de la creación, pueden aún prestarnos servicios. En todo caso, para ver confirmada su adaptación y hacernos sentir lo que es la cosa, sólo tengo que decirles, si se remiten a lo que Heidegger, el último que llega a meditar sobre el tema de la creación, nos presenta cuando se trata en sus textos, —en los que se encuentra el artículo del cual voy a hablarles— de hablarnos de das Ding, que es alrededor de un vaso que desarrolla toda su dialéctica. Esta dialéctica que, como ustedes saben, en él es una dialéctica del ser. La función de das Ding con respecto a la perspectiva heideggeriana de la revelación presente, contemporánea, ligada a lo que él llama el fin de la metafísica, de lo que es el ser, no la voy a encarar. Quiero simplemente decirles que ustedes pueden fácilmente remitirse a ello. Basta con remitirse a los ensayos de conferencias y a este artículo sobre la cosa.
Verán seguramente la función que le da Heidegger, en una especie de proceso humano esencial, de conjunción, tanto de potencias celestes y terrestres alrededor de él.
Hoy quiero simplemente que nos atengamos a ese algo completamente elemental que distingue en el vaso, de su utilización como utensilio, su función significante como tal. Si es verdaderamente significante, y si es el primer significante formado por las manos del hombre, es sólo significante, en su esencia de significante, de todo aquello que es significante. Dicho de otro modo, de nada particularmente significado. Si Heidegger lo pone en el centro de la esencia del cielo y de la tierra, es porque justamente la función del vaso primitivamente, es ligar por la virtud del acto de la libación; es por el hecho de esta doble orientación que lo dirige hacia lo alto, para recibir, y luego también con respecto a la tierra de la cual levanta eleva algo.
Debemos detenernos un momento y ver enseguida que esa falta de particularidad que lo carácteriza en su función significante es justamente, en su forma encarnada, lo que carácteriza al vaso como tal; es justamente el vacío que crea, el algo que introduce la noción, la perspectiva misma de llenarlo. El vacío y lo pleno, en el vaso, por el va so, son introducidos en un mundo que por sí mismo no conoce nada igual. Es a partir de este significante formado, que el vaso, que ese vacío y ese pleno como tales entran en el mundo, ni más ni menos y con el mismo sentido. Porque — y ésta es la ocasión de palpar lo que tiene de falso, de ficticio, la oposición de la dimensión de lo pretendidamente concreto, de lo pretendidamente figurado— , es exactamente en el mismo sentido en que la palabra y el discurso pueden ser plenos o vacíos vacío que el vaso mismo puede ser pleno, en tanto primero en su esencia es vacío.
Exactamente aquí nos aproximamos a cierto congreso de Royaumont, del cual ya hemos tomado distancia cuando yo insistía sobre el hecho de que el pote de mostaza en nuestra vida práctica tiene por esencia presentarse a nosotros como siendo un pote de mostaza vacío. Lo que en una época ha podido pasar por un concetto, una punta, verán que va a encontrar su punto y su explicación en la perspectiva que encaramos.
Sea lo que sea, en todas estas puntas, deben ir en esta dirección tan lejos como su imaginación y su fantasía se lo permitan, y a este título no me repelería lo que ustedes reconocerían en el nombre de Bornibus, que corresponde para nosotros a una de las presentaciones más ricas y familiares del pote de mostaza, una de las formas de lo que podemos llamar los nombres divinos, ya que es Bornibus quien llena los potes de mostaza. En efecto es justamente aquí donde podemos circunscribir… El ejemplo de] pote de mostaza y del vaso nos permiten introducir algo que no es nada menos que aquello alrededor de lo cual ha girado el problema central de la cosa, es el problema central de la ética: a saber, si es una potencia razonable, si es Dios quien ha creado el mundo, ¿cómo es que, primero, sea lo que sea que hagamos, segundo sea lo que sea que no hagamos, el mundo anda tan mal?. Y he aquí alrededor de lo cual gira, en efecto. la cuestión.
El alfarero que hace él vaso, lo hace a partir de una materia, de una tierra más o menos fina, más o menos refinada y es en ese momento en que nuestros predicadores religiosos nos detienen y nos hacen oír el gemido del vaso bajo la mano del alfarero. El predicador a veces lo hace hablar y de la manera más conmovedora, haciéndolo incluso gemir y preguntar al creador por qué lo trata con tanta rudeza o por el contrario con dulzura. Pero, en este ejemplo que cito de la mitología reacionista, lo que está disimulado, y singularmente por parte de aquellos mismos que se sirven del ejemplo del vaso — como les dije son siempre autores en el límite entre lo religioso y lo místico, y sin dada alguna, no sin razón— , lo que no es valorado en este apólogo tan fundamental en la imaginería del acto creador, es que sin ninguna dada hay una faz de la cuestión que muestra que el vaso está hecho a partir de una materia, que nada se hace a partir de nada.
Y alrededor de eso se articula toda la filosofía antigua. Toda la filosofía aristotélica debe pensarse — y es por ello que es tan difícil para nosotros pensarla— según un modo que no omite jamás que la materia es eterna y que nada está hecho de nada. Por medio de lo cual permanece anclada en una imagen del mundo que no ha permitido jamás a un espíritu tan poderoso como el de Aristóteles —creo que es difícil imaginar quizás en toda la historia del pensamiento humano, un espíritu de tal potencia— salir de esa cerrazón pura (o del agua pura) que presentaba a sus ojos la superficie celeste y no considerar todo su mundo, comprendido el mundo de las relaciones humanas, el mundo del lenguaje, como incluido en esta naturaleza eterna, que es profundamente limitada.
Sin embargo, el simple ejemplo del vaso, si lo consideran en la perspectiva que he promovido primero, a saber ese objeto hacho para representar la existencia de ese vacío en el centro de este real que se llama la cosa, ese vacío se presenta en la representación, justamente como un nihil, como nada. Y es por lo cual el alfarero, del mismo modo como ustedes a quienes hablo, aunque cree el vaso alrededor de ese vacío con su mano, lo crea como el creador mítico ex— nihilo, a partir del agujero — todo el mundo sabe esto y todos hacen chistes sobre el macaroni que es un agujero con algo alrededor; o los cañones— . El hecho de reír no cambia nada de lo esencial: que hay identidad entre la formación del significante y esta introducción en lo real de una abertura, de un agujero; que la acción del hombre, la acción razonable y continuada del hombre se ha ampliado siempre desde el origen hasta hacer aquello que me asombra que pueda causar la menor dada a un interlocutor contemporáneo. Me acuerdo que una noche en que fui a cenar a la casa de uno de los descendientes de esos banqueros reales que recibieran a Henri Heine hace un poco más de un siglo en París y al que asombré mucho al decirle — (y lo dejé pasmado hasta hoy día; no está listo aún para reponerse de ese asombro)— , que la ciencia moderna — hablo de la ciencia de Galileo— sólo ha podido desarrollarse, sólo ha podido concebirse a partir de la ideología bíblica y judaica a la cual debía sentirse más próxima; que de la filosofía antigua, de la perspectiva aristotélica? la ciencia moderna no hubiera podido nacer, que todo su progreso, todo su proceso, dicho de otro modo, la eficacia de la aprehensión simbólica, que a partir de Galileo no deja de extender su dominio y de consumir a su alrededor toda referencia que la limite a da tos intuitivos que dejan el juego pleno al significante, como tal, culmina en esta ciencia eficaz que actualmente no puede dejar de sorprender por lo siguiente: que si sus leyes van siempre hacia una mayor coherencia, nada es menos motivado que lo que no existe en ningún punto en particular.
Dicho de otro modo, la bóveda celeste, que no existe, por ejemplo el conjunto de los cuerpos celestes que son justamente el mejor dato, se presenta esencialmente y por su naturaleza también como pudiendo no estar allí. Esencialmente, como dice el existencialismo, están marcados por un carácter de facticidad en su realidad; son profundamente contingentes.
Y no es vano tampoco darse cuenta que en el límite, lo que se dibuja para nosotros en esta equivalencia articulada entre la energía y la materia, es que algo un último día podría hacer que toda la trama de la apariencia a partir de esta abertura que introducimos allí, se rasgue y se desvanezca. Es justamente de eso de lo que se trata.
La introducción de este significante formado que es el vaso, es ya completamente la noción de la creación ex-nihilo. Y la noción de la creación ex-nihilo se halla coextensiva de una real, exacta situación de la cosa como tal. Efectivamente, es justamente así que en el curso de las edades, y especialmente de aquellas más cercanas a nosotros, de las edades que nos han formado, se sitúa, no lo olvidemos toda la articulación y el peso del problema moral.
Un pasaje de la Biblia, marcado por un acento de alegría optimista, nos dice que cuando el Señor hizo en el orden de los famosos seis días su creación, al final contempló el todo y vio que estaba bien. Seguramente se puede decir otro tanto del alfarero, después que ha hacho el vaso: es bueno, está bien, se sostiene. Dicho de otro modo, en lo que se refiere a la obra, siempre es bello.
Cada uno sin embargo sabe todo lo que puede salir de un vaso todo la que puede entrar, y está claro que este optimismo no está de ninguna manera justificado por el funcionamiento de las cosas en general en el mundo humano ni en todo lo que engendran sus obras. Además, es alrededor de este beneficio, de este perjuicio de la obra, que se ha cristalizado toda esta crisis de conciencia que, al menos en Occidente, ha—oscilado durante largos siglos, ha culminado en un período que es aquél al cual he aludido el día en que he traído una cita particularmente clásica de Lutero, a quien, como ustedes saben, atormentaba desde hacía largo tiempo la conciencia cristiana.
Es así como he podido llegar a formular, a articular, que nada podía ser atribuido, ningún mérito podía ser puesto a cuenta de ninguna obra. Seguramente no es que sea una posición herética no válida; seguramente no deja de tener profundas razones. Y para orientar sobre la manera en que se ha dividido aquello que podemos llamar, si ustedes quieren, el flujo de las sectas, consciente o inconscientemente alrededor de este problema del mal, me parece que la simplísima tripartición que surge ya del ejemplo del vaso, tal como la hemos articulada, es excelente. Quiero decir que en su búsqueda ansiosa de la fuente del mal, el hombre se encuentra frente a esta elección porque no hay otra. Pero es menester aún decir que están estas tres: está la obra, y es la posición de renuncia en la cual, ustedes saben que muchas otras sabidurías que no son la nuestra se han ubicado, a saber que toda obra es por sí misma nociva y sólo engendra las consecuencias que ella misma implica, tanto negativas como positivas, que es una posición formalmente expresada por ejemplo en el Taoísmo, en ese punto en que es justamente permitido servirse de un vaso en forma de cuchara — la introducción de una cuchara en el mundo es ya la fuente de todo el flujo de las contradicciónes dialécticas—.
Luego está la materia: y allí nos encontramos frente a algo sobre lo cual pienso que han oído hablar un poco. Me refiero a ciertas teorías, que se llaman cátaras, por otra parte no se sabe muy bien por qué , no voy a dictarles aquí un curso sobre el catarismo, les voy a dar si quieren una pequeña indicación acerca de un lugar donde encontrarán al menos una buena bibliografía, y para aquellos de entre ustedes que están en el lugar de estas cosas más duros de oreja, al menos la ocasión de interesarse en ello; es un libro del cual pienso que han oído hablar; no es el mejor sobre el tema; incluso no es un libro muy profundo, sino un libro muy divertido: es El amor de Occidente de Denis de Rougemont). He releído completamente la edición revisada; este libro en la segunda lectura me ha disgustado menos de lo que hubiera esperado; incluso, debo decirlo, más bien me ha gustado. Verán allí en todo caso, bastante bien articulado todo tipo de datos a propósito de la concepción particular del autor, que nos permiten representarnos esta especie de profunda crisis que la ideología, la teología, digamos cátara, representa en la evolución del pensamiento del hombre de Occidente, ya que se trata de él, aunque el autor nos muestra que las cosas de las cuales se trata tienen sus raíces probablemente en un campo limítrofe de aquél que estamos habituados a denominar con el término de occidente al cual no me adhiero de ningún grado, y que sería un error transformar en pivote de nuestros pensamientos
Sea lo que fuere, en cierto momento crucial de la vida común en Europa, se planteó la cuestión de lo que no anda como tal en la creación. Se planteó para gente de la cual verán suficientemente que actualmente nos es difícil saber exactamente lo que pensaban, quiero decir, lo que ha representado efectivamente en todas sus profundas incidencias, ese movimiento religioso y místico que se llama la herejía cátara. Incluso puede decirse que es el único ejemplo histórico donde una potencia temporal se haya probado tan eficaz como para lograr suprimir casi todas las huellas del proceso. Tal es la proeza realizada por la Santa Iglesia Católica y Romana. Estamos descubriendo en los rincones, documentos, muy pocos de los cuales se presentan con un carácter satisfactorio. Los mismos procesos de inquisición se han volatilizado, y sólo tenemos algunos testimonios laterales, aquí y allá. Por ejemplo un padre dominicano nos dice que estos cátaros eran en todos casos gente muy valiente y profundamente cristiana en su manera de vivir, y particularmente, con costumbres de una pureza excepcional.
Justamente creo que las costumbres eran de una pureza excepcional, ya que el fondo de las cosas era que había necesidad, profunda y esencialmente de preservarse de algún acto que pudiese de alguna manera favorecer la perpetuación de ese mundo execrable y malo en su esencia, consistiendo pues esencialmente la práctica de la perfección, en intentar, en el estado de indiferencia más avanzado, alcanzar la muerte, que era para ellos la señal de la reintegración en un mundo de luz, en un mundo ahímico carácterizado por la pureza y la luz, y que era el mundo de lo verdadero, del buen creador original, aquél cuya creación toda había sido manchada por la intervención del mal Creador, del demiurgo quien había introducido allí un elemento espantoso que es el de la generación y también de la putrefacción, es decir de la transformación.
En la perspectiva aristotélica de la transformación de la materia en otra materia que se engendra a sí misma, en esta perpetuidad de la materia, es donde estaba el mal. Como ven, la solución es simple. Tiene cierta coherencia si bien quizás no todo el rigor deseable.
Uno de los raros documentos sólido que tenemos sobre la empresa —porqué, les repito, por numerosas razones (sin ninguna dada) el escamoteo de los procesos de la Inquisición no es la única) no sabemos cuál era profundamente la doctrina cátara— , una obra tardía —y es justamente eso lo que la hace inspirar a pesar de todo ciertas reservas— ha sido descubierta en 1939 y publicada bajo el nombre de Libro de los dos principios. Se lo encuentra fácilmente bajo el título Escritos Cátaros muy lindo libro hecho por René Nelli.
Entonces el mal está aquí, en la materia. Lo que permanece abierto, y cuyo carácter pivote es absolutamente indispensable para comprender lo que sucedió históricamente con respecto al pensamiento moral alrededor del problema del mal, es que el mal puede estar en otra parte, es decir no sólo en las obras, o bien en esta execrable materia, consistiendo todo el esfuerzo de las ascesis en desviarse de ella sin llegar a un mundo que llamamos místico, que puede también parecernos mítico, incluso ilusorio, pero que puede estar en la cosa. Puede estar en la cosa, en tanto justamente ésta no es ese significante que guía la obra, en tanto tampoco es la materia de la obra, en tanto se mantiene en el corazón del mito de la creación del cual está suspendida aquí toda la cuestión —ya que hagan lo que hagan e incluso si les importa un bledo el creador porque ustedes no creen un comino, no deja de ser en términos creacionistas que piensan el término mal y que lo ponen en cuestión, y conviene que se den cuenta de ese lugar que constituye para este problema la cosa en tanto está definida por el hecho de Que define lo humano. aunque justamente lo humano se nos escapa.
En este punto, lo que llamamos lo humano no sería definido aquí de otro modo que como he definido recién la cosa, a saber aquello que de lo real se construye desde el significante. Efectivamente, observen bien esto: es que aquélla hacia lo cual nos dirige el pensamiento freudiano consiste en plantearnos el problema de lo que hay en el corazón del funcionamiento del principio del placer a saber, un más allá del principio del placer y muy probablemente aquello que el otro día he denominado una buena o mala voluntad profunda.
Seguramente, se ofrecen aquí todo tipo de trampas y de fascinaciones a su pensamiento: a saber, qué quiere decir eso si el hombre, como se dice, es congénitamente (¡cómo si el hombre fuera tan simple de definir!), bueno o malo. Pero observen bien que no se trata de eso. Se trata del conjunto. Se trata, al fin de cuentas, del hecho de que el hombre forma e introduce ese significante en el mundo. Dicho de otro modo, se trata de saber que hace formándolo a imagen de la cosa, a imagen de esta cosa que precisamente se carácteriza por ser imposible de imaginar. Allí se sitúa el problema. Y allí es donde se sitúa el problema de la sublimación.
Razón por la cual, tomo como punto de partida, para hacerlos avanzar en ello, lo que he llamado precedentemente la historia de la Minne . La he tomado por ese término porque es particularmente ejemplar, no es ambigüo en el lenguaje germánico. En el lenguaje germánico la Minne es diferente completamente de la Liebe. Acá nos sirve la misma palabra: amor. Se trata de algo de lo cual, si ustedes quieren, si meten las narices allí —la obra de la que les hablé recién les esclarecerá la cuestión— , verán de qué se trata.
Lo que le plantea el problema al autor en cuestión, es saber el lazo que puede haber entre la existencia de esta herejía tan profunda y tan secreta que empieza a dominar Europa a partir de fines del siglo XI — sin que se pueda saber si las cosas no llegaron más arriba—, y la aparición de ese algo muy curioso que se denomina la articulación, el fundamento, la puesta en marcha de toda una moral, de toda una ética, de todo un estilo de vida que se llama el amor cortes.
Debo decir que no fuerzo nada al decirles que despojados todos los datos históricos, puestos en marcha todos nuestros métodos de interpretación de una superestructura en función de los datos socia les, políticos, económicos, los historiadores en conjunto, de manera verdaderamente unívoca, deciden al fin de cuentas darse por vencidos. Nada da una explicación completamente satisfactoria de esta especie de extraordinaria moda que en una época no tan dulce ni civilizada, les ruego creerlo, por el contrario se estaba saliendo apenas de la primera época feudal que en la práctica se resumía en el dominio, sobre una gran superficie geográfica, de costumbres de bandidos… Se sale apenas de este período y he aquí elaboradas las reglas de una relación entre el hombre y la mujer que se presenta con todas las carácterísticas de una paradoja estupefaciente.
Vista la hora en que estamos no voy ni siquiera a comenzar a articulárselos hoy. Al menos sepan lo que será en su conjunto mi charla de la próxima vez: intentará mostrarles — y crean que no es algo que sea de mi propiedad ni original; no intentaré introducir mis débiles medios de investigación en esta cuestión ni otra cosa que las informaciones que nos son aportadas— el problema ambigüo y enigmático de lo que se trata en el objeto femenino, lo que hace que este objeto de encomio de servicio, de sumisión y de toda suerte de comportamientos sentimentales estereotipados del caballero, del partidario del amor cortés con respecto a una dama, culmine en una noción que ha hecho decir a un autor, que todos parecen celebrar a una sola persona, lo que bien entendido, es del orden de dejarnos en una posición interrogativa.
El romanista que ha escrito efectivamente eso, es André Morin, profesor de la Facultad de Letras de la Universidad de Lille, quien también escribió una muy bella antología del Minnesang aparecida en Aubier.
Esta creación es función de un objeto sobre el cual estamos preguntándonos qué papel exacto jugaban los personajes de carne y hueso que por tanto estaban completamente comprometidos en este asunto. Podemos nombrar muy bien a las damas y las personas que estaban en el corazón de la propagación de ese nuevo estilo de comportamiento y de existencia en el momento en que emergió. Se conocen también las prima ras estrellas de esta cosa que podemos verdaderamente casi carácterizar como una especie de epidemia social. Se los conoce tan bien como a Sartre y Simone de Beauvoir: Eleonora de Aquitania no es un personaje mítico; su hija, la condesa de Champagne tampoco. Trataré la próxima vez de hacerles sensible al menos esto.
Pero lo que es importante es ver cómo ciertos enigmas que los historiadores se plantean a propósito de esto, pueden ser resueltos por nosotros. Quiero decir específicamente, en la doctrina que les expongo, en la doctrina analítica. Pueden ser resueltos en función de esta doctrina y únicamente en función de ella, en tanto ella permite explicar todo el fenómeno como una obra de sublimación en su alcance más puro.
Quiero decir que verán hasta en los detalles cómo se opera aquí para dar a un objeto, en esta ocasión lo que es denominado la dama, valor de representación de la cosa. Esto me permitirá a continuación, para delinearles el camino que nos queda por recorrer antes de que los deje a mediados de Febrero, mostrarles lo que en esta construcción ha permanecido a título de secuela que debemos igualmente concebir en las formas de la estructura analítica, en las relaciones con el objeto femenino, con el carácter problemático con que se nos presenta aún actualmente.
Quisiera también indicarles, al dejarlos hoy, para el más allá de esta separación de Febrero, que a lo que apunta todo esto es a permitirles medir en su justo valor lo que implica la novedad freudiana, en lo que por el momento y en función de esta coordenada que representa el no abandono de la idea de creación, porque la idea de creación es absolutamente fundamental, consustancial con su pensamiento; ni ustedes ni nadie puede pensar en otros términos que no sean creacionistas, y lo que ustedes creen que es el modelo más familiar de su pensamiento, a saber el evolucionista, tanto para ustedes como para todos sus contemporáneos, es una especie de forma de defensa, de sujeción a ideales religiosos como tales que les impiden simplemente ver lo Que sucede alrededor de ustedes en el mundo. Que el creador esté para ustedes en una posición muy clara, no se debe a que ustedes como todo el mundo, lo sepan o no, estén tomados por la noción de creación.
Está muy claro que Dios ha muerto, y es de eso de lo que se trata. Verán que es lo que Freud expresa, de cabo a rabo, con su mito. Es que ya que Dios surgió del hacho de que el padre murió, eso quiere decir sin dada que nos hemos dado cuenta — y es por éso que Freud cavila tan firme en eso—— de que Dios ha muerto; pero es además que, ya que al que desengasta es al padre muerto en el origen, estaba muerto desde siempre. Por lo tanto, la cuestión del creador en Freud plantea justamente la cuestión de saber qué es, qué sucede, de qué debe ser suspendido actualmente, lo que continua ejerciéndose en este orden, a saber…. Es en función de esto que, —y ése es el término de nuestra investigación de este año— el modo en el cual la cuestión de lo que es la cosa, se nos plantea. Es lo que Freud aborda para nosotros en su psicología de la tendencia. La tendencia no es algo de Trieb que parece de ningún modo limitarse a una noción psicológica; es una noción ontológica absolutamente profunda que responde a una crisis de la conciencia que no estamos obligados a notar plenamente porque la vivimos. Y por más que la vivamos, el sentido de lo que trato de articular para ustedes es intentar hacerles tomar conciencia de ello.