Hay pues agálmatas en Sócrates, y esto es lo que provocó el amor de Alcibíades. Ahora vamos a volver a la escena en tanto pone precisamente en escena a Alcibíades en su discurso dirigido a Sócrates, y al cual Sócrates, como lo saben, va a responder dándole, hablando con propiedad, una interpretación. Veremos cómo esta apreciación puede ser retocada, pero se puede decir que estructuralmente, a primera vista, la intervención de Sócrates va a tener todas las carácterísticas de una interpretación. A saber: «todo lo que acabas de decir tan extraordinario, enorme, en su impudencia, todo lo que acabas de develar hablando de mi, es para Agatón que lo has dicho».
Para entender el sentido de la escena que se desarrolla de uno a otro de estos términos, del elogio que Alcibíades hace de Sócrates a esta interpretación de Sócrates, y a lo que seguirá, conviene que retomemos las cosas un poco más arriba, y detalladamente. A saber, que veamos el sentido de lo que ocurre, a partir de la entrada de Alcibíades, entre Alcibíades y Sócrates.
Se los he dicho, a partir de ese momento, ocurrió ese cambio, que no es más del amor del que se va a hacer el elogio, sino hacer el elogio de un otro designado por orden. Y justamente lo importante es esto: de lo que se va a tratar de hacer el elogio, epainos, del otro. Y es precisamente en esto, en cuanto al diálogo, que reside el pasaje de la metáfora. El elogio del otro se substituye no al elogio del amor, sino al amor en sí mismo. Y esto desde el comienzo. Es, a saber, que Sócrates, dirigiéndose a Agatón, le dice: «el amor de este hombre, Alcibíades, no es para mí algo sencillo (todos saben que Alcibíades fue el gran amor de Sócrates). Desde que me enamoré de él —veremos el sentido que conviene dar a estos términos, ha sido el erastés— no me es más permitido poner los ojos sobre un buen mozo ni entretenerme con ninguno sin que me tenga celos y me envidie, entregándose a increíbles excesos. Por poco no se me echa encima de la forma más violenta. Toma cuidado, y protégeme, le dice a Agatón, pues tanto la manía de éste, como la rabia de amar, me dan miedo».
Es después de esto que se ubica el diálogo con Erixímaco, de donde va a resultar el nuevo orden de cosas. Es, a saber, que fue convenido que se hará elgio uno por vez de aquél que está a la derecha.
Esto está instaurado en el curso de un diálogo entre Alcibíades y Erixímaco. El epainos, el elogio que va a estar en cuestión, tiene, os lo dije, esta función metafórica, simbólica, de expresar algo que, del uno al otro, aquél del cual se habla, tiene una cierta función de metáfora del amor; epainein: alabar, tiene aquí una función ritual, que es algo que puede traducirse en estos términos: hablar bien de alguien. Y, a pesar de que no se puede hacer valer este texto en el momento del Banquete, ya que es posterior, Aristóteles en su Retórica, Libro I, Capítulo 9, diferencia epainos de enkomion. Les he dicho que no quería hasta ahora entrar en esta diferencia entre epainos y enkomion.
Pero a pesar de todo llegaremos a esto, llevados por la fuerza de las cosas.
La diferencia del epainos, muy precisamente en la forma en que Agatón ha introducido su discurso. Habla del objeto partiendo de su naturaleza, de su esencia, para luego desarrollar sus cualidades. Es un despliegue, si se puede decir, del objeto en su esencia. Mientras que el enkomion, que tenemos, parece, dificultad en traducir, y el término komos que está ahí implicado sin duda por algo, el enkomion, si se debe traducir por algo equivalente en nuestra lengua, sería algo así como panegírico, y si seguimos a Aristóteles, se tratará entonces de trenzar la guirnalda de los grandes hachos del objeto.
Punto de vista que desborda, que es excéntrico en relación a la mira de su esencia, que es la del epainos.
Pero el epainos no es algo que no se presenta ambigüo a partir de su abordaje. Primero, es en el momento donde se decide que es del epainos que se tratará, que Alcibíades empieza a retrucar que la observación que hizo Sócrates sobre su celo, digamos feroz, no comporta una sola palabra verdadera. Es todo lo contrario. Es él, el buenhombre, quien, si llego a alabar a alguien en su presencia, sea un dios, sea un hombre, si es otro que no sea él, va a caer sobre mí —y retama la misma metáfora que hace un rato— to kheîre, con brazos cortos.
Allí hay un tono, un estilo, una suerte de malestar, de embrollo, una suerte de respuesta molesta, de «cállate», casi pánica de Sócrates.
«Cállate. No contendrás tu lengua», se traduce con bastante certeza. «Por Poseidón, contesta Alcibíades —lo que no es poco— no podrías protestar, te lo prohibo. Sabes bien que en tu presencia no haría el elogio de quienquiera que fuese».
«Pues bien, dice Erixímaco, pronuncia el elogio de Sócrates».¿ Y qué sucede entonces? «¿Es que a Sócrates, al hacer su elogio, debo infligirle ante ustedes el castigo público que le he prometido, haciendo su elogio,debo desenmascararlo?» Y es así que será luego en su desarrollo. Y en efecto, no es tampoco sin inquietud, como si ahí fuera a la vez una necesidad de la situación y también la implicación del género, que el elogio pueda en estos términos ir tan lejos como para hacer reír a aquél del cual se va a tratar.
Alcibíades propone también un gentlemen agreement(acuerdo de caballeros): «¿debo decir la verdad?», a lo que Sócrates no se rehusa. «Te invito a decirla». «Pues bien, dice Alcibíades, te doy la libertad, si traspaso los límites de la verdad en mis términos, de decir: tu mientes. Por cierto, si llego a divagar, a perderme en mi discurso, no debes extrañarte por ello dado el personaje —volvemos a encontrar allí el término de la atopía — incalificable, eres tan desconcertante; cómo no embrollarse en el momento de poner las cosas en orden, katarithmein, de hacer la enumeración y la cuenta». Y he aquí el elogio que comienza. El elogio, la última vez les indiqué la estructura y el tema. Alcibíades, en efecto, dice —sin duda entra en el geláo, geloios, más exactamente, en lo risible, y seguramente empezando a presentar las cosas por la comparación que, os lo apunto, retorna en suma tres veces en su discurso, cada vez con una insistencia casi repetitiva, donde se compara a Sócrates con esta envoltura ruda e irrisoria que constituye el sátiro: de alguna manera hay que abrirla para ver en su interior lo que la primera vez él llama agalmata theon, la estatua de los dioses. Y después retoma en los términos que les he dicho la última vez, llamándolos nuevamente agalma, agalma divina, admirable. La tercera vez lo veremos más adelante utilizar el término are tés, agalma aretés, la maravilla de las maravillas. Sobre la marcha, lo que vemos es esta comparación, esta comparación que en el momento en que es instaurada, es llevada en ese momento muy lejos, en que es comparado con el sátiro Marsias. Y a pesar de su protesta —y seguramente no es flautista— Alcibíades vuelve, apoya, y compara aquí a Sócrates con un sátiro, no simplemente con una forma de caja, un objeto más o menos irrisorio, sino con el sátiro Marsias, nominalmente, en tanto que cuando entra en acción, todos saben por la leyenda el encanto que se libera de su canto. El encanto es tal que este Marsias incurrió en los celos de Apolo. Apolo lo hace descuartizar por haberse atrevido a rivalizar con la suprema música, la música divina. La única diferencia —dice, entre él y Sócrates, es que en efecto Sócrates no es flautista. No es a través de la música que opera, y sin embargo el resultado es exactamente del mismo orden. Y aquí conviene referirnos a lo que Platón explica en el Fedro concerniente a los estados, si así se pare de decir, superiores de la inspiración, tal como son producidos más allá del franqueamiento de la bollera. Entre las diversas formas de este franqueamiento, que no retamo aquí, están las que son deomenous, que necesitan de los dioses y de las iniciaciones; y estos, la marcha, la vía, consiste para ellos en un medio entre los cuales el de la ebriedad, producida por una cierta música, produce en ellos esto que se llama la posesión. No es ni más ni menos a este estado al que Alcibíades se refiere cuando dice que es lo que Sócrates produce en él a través de las palabras. Con palabras que no tienen acompañamiento; sin instrumento, produce a través de sus palabras exactamente el mismo efecto.
«Cuando tenemos la oportunidad de escuchar un orador — dice — hablar de un tema semejante, aunque fuese un orador de primer orden, es poco el efecto que eso nos hace; al contrario, cuando se te escucha a tí o bien tus palabras relatadas por otro, aunque no fuese más que pány faulos, alguien sin valor, que el auditor sea mujer, u hombre o adolescente, el golpe que recibe, que lo perturba, hablando con propiedad, es katekhómetha (XIII): estamos poseídos por eso».
Aquí está la determinación del punto de experiencia a través del cual Alcibíades considera que en Sócrates está ese tesoro, este objeto totalmente indefinible y precioso, que es aquél que va a fijar, si se puede decir,su determinación después de haber desencadenado su deseo. Está en el principio de todo lo que luego va a ser desarrollado en estos términos, su resolución, y sus empresas junto a Sócrates Y es en este punto que debemos detenernos.
Esto es en efecto lo que nos va a describir. Le ocurrió con Sócrates una aventura qué (…).(Ilegible en el original) Es que habiendo tomado esta determinación, sabiendo que de alguna manera caminaba sobre un terreno poco seguro; sabe desde hace mucho la atención que Sócrates presta a lo que llama su (…), —se traduce como se puede—, en fin, su sex appeal, le parece que le sería suficiente que (…) le declare para obtener justamente de él todo lo que está en cuestión, a saber, lo que define él mismo como: todo lo que él sabe (cita griega, que no está transcripta en el original), y entonces es el relato de las diligencias.
Pero, después de todo, será que aquí no pode más ya detenernos; ya que Alcibíades sabe que de Sócrates tiene el deseo, que nos presume mejor y más fácilmente su complacencia.
Qué quiere decir este hecho, que de alguna manera lo que él sabe, ya, Alcibíades, a saber, que para Sócrates es un amado, un erómenos; qué necesidad tiene de hacerse dar por Sócrates sobre este tema el signo de un deseo que, puesto que es de alguna manera reconocido —en los momentos pasados Sócrates nunca hizo misterio de eso reconocido y por eso conocido, y por lo tanto, podríamos pensar, ya confesado; qué quieren decir estas maniobras de seducción desarrolladas con un detalle, un arte y al mismo tiempo, una impudencia , un desafío hacia los auditores que por otra parte es tan sentido como algo que rebasa los límites de lo que introduce, no es nada menos que la frase que sirve en el origen de los misterios: «ustedes que están ahí, tápense los oídos». Se trata de los que no tienen derecho a oír, menos aún de repetir, sirvientes; los que no pueden oír lo que va a ser dicho, cómo esto va a ser dicho, más vale para ellos que no oigan nada..
Y en efecto, el misterio de esta exigencia de Alcibíades responde a este misterio, corresponde después de todo a la conducta de Sócrates. Pues si Sócrates se mostró desde siempre como el erastés de Alcibíades, sin duda nos parecerá desde una perspectiva post-socrática, diríamos desde otro registro, que es un gran mérito lo que muestra, y que el traductor del Banquete apunta al margen bajo el término de su templanza. Pero esta templanza no es tampoco algo que en el contexto esté indicado como necesario; que Sócrates muestre allí su virtud, puede ser, pero qué relación con el sujeto del cual se trata, si es verdad que lo que nos muestran a este nivel es algo que concierne al misterio del amor. En otros términos, ven ustedes alrededor de qué intento girar; de esta situación, de este juego, de lo que se desarrolla ante nosotros en la actualidad del Banquete, para asir, propiamente hablando, la estructura. Digamos que todo en la conducta de Sócrates indica que el hecho de que Sócrates, en suma, se rehuse a entrar él mismo en el juego del amor, está estrechamente ligado a esto que está planteado en el origen como el término del debate; es que él sabe. Y es también, dice, la única cosa que sabe. Sabe de qué se trata en las cosas del amor. Y di remos que es porque Sócrates sabe, que él no ama.
Y, también, con esta clave demos el pleno sentido a las palabras que acoge, después de tres o cuatro es cenas en las cuales la escalada de los ataques de Alcibíades nos es producida en un ritmo ascendente —la ambigüedad de la situación confina siempre a lo que, propiamente hablando, es el geláo, lo risible, lo cómico. En efecto, es una escena bufona estas invitaciones a cenar, que se termina por un señor que se va muy temprano, muy educadamente, después de haberse hecho esperar, que vuelve una segunda vez y que nuevamente se escapa, y con el cual el diálogo se produce bajo las sábanas: «Sócrates, ¿duermes?» En absoluto. Hay algo que, para llegar a estos últimos términos, nos hace pasar por caminos bien hechos para ponernos en un cierto nivel. Cuando Sócrates al final le contesta, después que Alcibíades se haya verdaderamente explicado, haya llegado hasta el punto de decirle: «Allí está lo que deseo, y seguramente me avergonzaría de esto ante la gente que no entendería; te explico a ti lo que quiero»— Sócrates le contesta: «Finalmente, no eres el último de los estúpidos. Es verdad que justamente lo que quieres es lo que poseo, si en mí existe este poder gracias al cual llegarías a ser mejor. Sí, has debido percibir en mí una belleza que difiere de todas las otras. Una belleza de otra calidad, alguna otra cosa, y habiéndola descubierto te colocas a partir de allí en la postura de compartirla conmigo, o más exactamente de hacer un intercambio: belleza contra belleza, y al mismo tiempo, —aquí en la perspectiva socrática de la ciencia: la ilusión, la falacia de la belleza— quieres intercambiar la verdad. Y en efecto, Dios mío, eso no guiere decir otra cosa que intercambiar cobre contra oro. Pero, dice Sócrates —y allí conviene tomar las cosas como son dichas— desengáñate. Examina las cosas con más cuidado, ameinon skópei, de manera de no equivocarte, este (…falta en el original) no siendo, hablando con propiedad nada».
«Paren evidentemente, dice, el ojo del pensamiento va abriéndose en la medida que el alcance de la vista del ojo real va disminuyendo. Seguramente no estás en este punto. Pero cuidado, allí donde ves algo, no soy nada».
Lo que Sócrates rehusa en este momento, si es definible en los términos que les he dicho concernientes a la metáfora del amor; lo que Sócrates rehusa, para mostrar se lo que ya mostró ser, diría, casi oficialmente en todas las salidas de Alcibíades, para que todo el mundo sepa que Alcibíades, dicho de otra forma, fue su primer amor, lo que Sócrates rehusa mostrar a Alcibíades, es algo que toma otro sentido, que sería propiamente la metáfora del amor, en tanto que Sócrates se admitiría como amado. Y diría más, se admitiría como amado, inconscientemente. Es justamente por que Sócrates sabe, que se rehusa a haber sido a cualquier título, sea justificado o justificable, erómenos. Lo deseable, lo que es digno de ser amado.
Lo que hace que él no ame, que la metáfora del amor no pueda producirse, es la substitución del erómenos por el erastés, el hacho que se manifieste como erastés en el lugar en que había erómenos, y es a lo que no se puede rebasar, porque para él, no hay nada en él que sea amable. Porque su esencia es ese orden, ese vacío, ese hueco y, para utilizar un término que ha sido utilizado posteriormente en la meditación neo-platónica y agustiniana, esta kénosis, que es lo que representa la posición central de Sócrates.
Es tan verdadero que este término kénosis, este vacío opuesto al lleno, de quién sino de Agatón justamente, está completamente en el comienzo del diálogo cuando Sócrates, después de su larga meditación en el vestíbulo de la casa vecina, llega finalmente al Banquete y se sienta al lado de Agatón; empieza a hablar —se cree que juega, que bromea, pero en un diálogo a la vez tan riguroso y austero en su desarrollo, podemos creer que nada está allí como relleno— dice: «Agatón, tú estás lleno, y como se hace pasar algo, un líquido de un jarrón lleno a un jarrón vacío, con la ayuda de una mecha a lo largo de la cual el líquido fluye, de la misma forma voy «— ironía sin duda, pero que apunta a algo, que quiere decir algo, que es también lo que precisamente Sócrates, se los he repetido muchas veces —y es en la boca de Alcibíades— presenta como constitutivo de su posición, que es esto: lo principal es que no sabe nada, salvo lo que concierne a las cosas del amor, amatio licentiae, como lo tradujo Cicerón, forzando un poco la lengua latina. Entia es la ignorancia bruta, mientras que licencia es ese mi saber constituido como tal, como vacío, como llamado del vacío al centro del saber.
Perciben bien lo que pienso de lo que aquí pretendo decir. Es que la estructura constituida por la substitución, la metáfora realizada, constituyendo lo que llamé el milagro de la aparición del erastés, en el lugar, mismo en el que estaba el erómenos, es aquí donde la falta (défaut) hace que Sócrates no pueda más que rehusarse a dar, si se puede decir, el simulacro.
Es decir que se coloca frente a Alcibíades como no pudiendo en ese momento mostrarle los signos de su deseo, en tanto que recusa haber sido él mismo, de ninguna manera, un objeto digno del deseo de Alcibíades. Ni tampoco del deseo de nadie.
Pero también observen que el mensaje socrático, si comporta algo que se refiere al amor, ciertamente no es fundamentalmente en él mismo algo que parta, si se puede decir, de un centro de amor.
Sócrates nos es representado como un erastés, como un deseante, pero nada está más alejado de la imagen de Sócrates que la irradiación de amor que parte, por ejemplo, del mensaje cristiano. Ni efusión, ni don, ni mística, ni éxtasis, ni simplemente mandamiento como consecuencia de esto.
Nada está más alejado del mensaje de Sócrates que «amarás a tu prójimo como a tí mismo», fórmula que en su dimensión está notablemente ausente de lo que dice Sócrates.
Y es bien lo que sorprendió desde siempre a loa exégetas que, al final de cuentas, en sus objeciones a la ascesis propiamente del eros dicen lo que es ordenado, «amarás ante todo en tu alma lo que te es más esencial». Evidentemente, allí sólo hay una apariencia. Quiero decir que el mensaje socrático,tal como nos es transmitido por Platón, allí no se equivoca, allí no hay un error, ya que la estructura, lo van a ver, está conservada.Y es por que está conservada que nos permite también entrever de una manera más justa el misterio oculto en el mandamiento cristiano. Y, también, si se puede dar una teoría general del amor a través de toda manifestación que sea manifestación del amor, si esto puede en primera instancia parecerles sorprendente, díganse bien que una vez que tengan la clave (hablo de lo que llamo la metáfora del amor), la en centrarán absolutamente en todos lados.
Les hablé a través de Victor Hugo. Está también el libro original de la historia de Ruth y de Booz. Si esta historia está frente a nosotros de una manera que nos inspire —salvo un mal espíritu que hiciera de esta historia una sórdida historia de viejo y de mucama— es que suponemos también esta «inciencia» (inscience). Booz no sabía que una mujer estaba allí ya inconscientemente, que Ruth es para Booz el objeto que ama. Y suponemos también, y ahí de una manera formal, y Ruth no sabía lo que Dios quería de ella, que este tercero, este lugar divino del otro, en tanto que es allí que se inscribe la fatalidad del deseo de Ruth, es lo que da a su vigilancia nocturna a los pies de Booz, su carácter sagrado. La subyacencia de esta «inciencia», donde ya se sitúa en una anterioridad velada como tal, la dignidad del eromenos para cada uno de los partenaires, está allí, lo que hace … que es todo el misterio de la significación de amor propio lo que adquiere la revelación de su deseo.
Es así como las cosas ocurren. Alcibíades no entiende.
Después de haber escuchado a Sócrates, le dice: «Escúchame, dije todo lo que tenía que decir, tu sabes ahora lo que debes hacer». Lo pone, como se dice, en presencia de sus responsabilidades. A lo que Sócrates dice: «Hablaremos de todo eso. Hasta mañana, tenemos aún muchas cosas que decir sobre eso». En una palabra, coloca las cosas en la continuación de un diálogo. Lo compromete en sus propios caminos. Es por eso que Sócrates se hace ausente en el punto en que se marca la concupiscencia de Alcibíades, y esta concupiscencia, ¿no podemos decir que es justamente la concupiscencia de lo mejor? Pero es justamente que ella esté expresada en estos términos de objeto, a saber, que Alcibíades no dice: es a título de mi bien o de mi mal, que quiero esto que no es comparable a nada, y que es en tí agalma, lo quiero porque lo quiero, ya sea mi bien o mi mal, es justamente esto lo que Alcibíades revela, función central en la articulación de la relación del amor. Y es justamente también en esto que Sócrates se rehusa a responderle él mismo sobre ese plano.
Quiero decir que por su actitud de rehusamiento (refus), por su severidad, por su austeridad, por su noli me tangere, implica a Alcibíades en el camino de su bien. El mandamiento de Sócrates es: ocúpate de tu alma, busca tu perfección. ¿Pero no deberíamos sobre este su bien, dejar alguna ambigüedad? Pues, justamente, después de todo, lo que está en cuestión , y desde que ese diálogo de Platón ha resonado, de lo que se trata es de la identidad de ese objeto del deseo con su bien. ¿No deberíamos traducir «su bien» por el bien tal como Sócrates lo concibe tal como de ello traza el camino para los que lo siguen, él, que aporta al mundo un nuevo discurso?
Observemos que en la actitud de Alcibíades hay algo, iba a decir sublime, en todo caso absoluto y apasionado, que linda con una naturaleza diferente, de otro mensaje Aquél en el cual el Evangelio… nos es dicho, que para a quél que sabe que hay un tesoro en un campo —no nos es dicho qué es ese tesoro— es capaz de vender todo lo que tiene para comprar este campo y para gozar de ese tesoro. Es ahí que se sitúa el límite entre la posición de Sócrates y la de Alcibíades. Alcibíades es el hombre del deseo.
Pero me dirán entonces: por qué quiere ser ama o. En verdad, él ya lo es, y lo sabe. El milagro del amor se realiza en él en tanto se convierte en deseante. Y cuando Alcibíades se manifiesta como enamorado, como se diría, no es poca cosa. Es, a saber, que justamente porque él es Alcibíades, aquél cuyos deseos no conocen límites, este campo referencial en el cual se enrola, que es para él, hablando con propiedad, el campo del amor, es algo donde de muestra lo que yo llamaría un caso muy notable de la ausencia de temor a la castración. Dicho de otra manera, de falta total de esta famosa Ablehnung.
Todos saben que los tipos más extremos de la virilidad, en los modelos antiguos, están siempre acompañados de un perfecto desdén por el riesgo eventual de hacerse tratar, aunque más no sea por sus soldados, como mujer, tal como ocurrió, lo saben, con César.
Alcibíades le hace aquí una escena femenina a Sócrates. No por ello Alcibíades pierde su nivel, es por eso que debemos darle toda su importancia, franqueando el complemento que dió al elogio de Sócrates, a saber, este sorprendente retrato destinado a completar la figura impasible de Sócrates. E impasibilidad quiere decir que no pare de tampoco soportar ser tomado en pasivo, amado, erómenos.
La actitud de Sócrates, o lo que se desarrolla ante nosotros como su coraje, está formado por una profunda indiferencia a todo lo que ocurre alrededor de él, aunque fuera lo más dramático.
Así, una vez franqueado todo el fin de ese desarrollo donde en suma culmina la demostración de Sócrates como ser sin igual, he aquí como Sócrates le contesta a Alcibíades: «Me das la impresión de tener toda tu cabeza». Y de hecho es el abrigo de un «no sé lo que digo» que Alcibíades se expresó.
Sócrates, que sabe, le dice: «me das la impresión de tener toda tu cabeza (cita en griego, no transcripta en el original), es decir que incluso estando borracho leo en tí algo». ¿Y que? Es Sócrates quien lo sabe, no es Alcibíades.
Sócrates marca de qué se trata: va a hablar de Agatón. En efecto, al final del discurso de Alcibíades, éste se dió vuelta hacia Agatón para decirle: «No debes dejarte agarrar por este. Ves cómo fue capaz de tratarme. No vayas». Es accesoriamente, pues en verdad la intervención de Sócrates no tendría sentido si no fuera sobre este «accesoriamente» que se apoya la intervención, en tanto la llamé interpretación.
Lo que nos dice, es que la mira de Agatón estaba presente en todas las circunlocuciones del discurso, que era alrededor de él que se enrollaba todo su discurso, «como si todo tu discurso, hay que traducir, y no lenguaje, tuviera sólo ese objetivo», ¿De qué? «De enunciar que estoy obligado a amarte a tí y a nadie más, y que por su lado Agatón lo está de dejarse amar por tí, y por ningún otro.
«Y esto, dice, es totalmente transparente, katádelon en tu discurso «. Sócrates bien dice que lo lee a través del discurso aparente. Y muy precisamente (…falta en el original); «es este asunto de este drama de tu invención, como él lo llama, esta metáfora, es allí donde es totalmente transparente». To satyrikón sou drama(XXIII): esta historia de Sileno, es allí donde se ven las cosas.
Y bien, intentemos en efecto reconocer la estructura. Si Sócrates le dice a Alcibíades: al final de cuentas, lo que quieres es, ser tú amado por mí, y que Agatón sea tu objeto, pues de otra forma no se le puede dar otro sentido a este discurso si no es los sentidos psicológicos más superficiales, el vago despertar de un celo en el otro —y no hay lugar a dudas— efectivamente es de lo que se trata. Sócrates lo admite, manifestando su deseo a Agatón y pidiendo finalmente a Agatón lo que primero le pidió Alcibíades; y la prueba es que si consideramos todas estas partes del diálogo como un largo epitalamio, y si en lo que converge toda esta dialéctica tiene un sentido, es lo que ocurre al final, que Sócrates hace el elogio de Agatón.
Que Sócrates haga el elogio de Agatón es la respuesta a la demanda, no pasada sino presente, de Alcibíades. Cuando Sócrates hace el elogio de Agatón, satisface a Alcibíades.
Lo satisface por su acto actual de declaración pública, de puesta sobre el plano del otro universal de lo que pasó entre ellos detrás de los velos del pudor. La respuesta de Sócrates es: puedes amar al que voy a elogiar, porque elogiándolo sabré hacer pasar, yo, Sócrates, la imagen de tí amador (aimant), en tanto que la imagen de tí, amador, es por allí que vas a entrar en la vía de las identificaciones superiores que traza el camino de la belleza.
Pero conviene no desconocer que aquí Sócrates justamente porque substituyó algo por otra cosa —pues no es la belleza, ni la ascesis, ni la identificación a Dios lo que desea Alcibíades, sino este objeto único, este algo que vió en Sócrates y del que Sócrates lo desvía, porque Sócrates sabe que él no lo tiene. Pero Alcibíades, él, siempre desea lo mismo. Y lo que Alcibíades busca en Agatón, no lo duden, es este mismo punto supremo en el cual el sujeto se anula en el fantasma, estos agálmata.
Aquí, Sócrates, substituyendo lo que yo llamaría el señuelo de los dioses, por su señuelo —lo hace con toda autenticidad, en la medida en que precisamente sabe lo que es el amor, y que es precisamente porque lo sabe que está destinado a equivocarse, a saber, a desconocer la función esencial del objeto en cuestión constituido por el agalma.
Nos hablaron ayer en la noche de modelos, y de modelos teóricos. Diría que no es posible no evocar a este propósito, aunque sólo sea como soporte de nuestro pensamiento, la dialéctica intrasubjetiva del ideal del yo, del yo ideal, y precisamente del objeto parcial. El pequeño esquema que les he dado anteriormente del espejo esférico, en tanto que es frente a él que se crea ese fantasma de la imagen real del jarrón, tal como surge escondida en el aparato, y que esta imagen ilusoria puede ser soportada por el ojo, percibida como real en tanto que el ojo se acomoda en relación a eso alrededor de lo cual viene a realizarse, a saber, la flor que hemos colocado. Les he enseñado a notar en estos tres términos, el ideal del Yo, el yo ideal y a, el agalma del objeto parcial, ese algo que denota los soportes, las relaciones recíprocas de los tres términos de los que se trata cada vez que se constituye ¿qué? justamente lo tratado al final de la dialéctica socrática, es algo que está destinado a dar consistencia a lo que Freud —y es a propósito de esto que introduje este esquema— nos enunció como siendo lo esencial de la elaboración, a saber, el reconocimiento del fundamento de la imagen narcisística, en tanto que es ella la que hace a la substancia del yo ideal. La encarnación imaginaria del sujeto, de eso es de lo que se trata en esta referencia triple. Y me permitirán llagar finalmente a lo que quiero decir: el demonio de Sócrates, es Alcibíades. Es Alcibíades, exactamente como nos es dicho en el discurso de Diótima, que el amor no es un dios sino un demonio. Es, a saber, el que envía a los mortales el mensaje que los dioses tienen para darle. Es por eso que no nos fue posible no evocar a propósito de este diálogo, la naturaleza de los dioses.
Los voy a dejar durante quince días, y les voy a dar una lectura: «De Natura Deorum», de Cicerón. Es una lectura que me ha perjudicado en un tiempo lejano al lado de un célebre pedante, que habiéndome visto sumergido en esto, auguró de lo peor en cuanto a la cordura de mis preocupaciones profesionales. Este «De Natura Deorum» —léanlo, cosa de ponerse al tanto. Verán primero en él toda clase de cosas excesivamente chistósas, y verán que este señor Cicerón, que no es el aburrido que intentan pintarles diciéndoles que loa romanos eran gente que estaba simplemente a continuación, es un tipo que articula cosas que les van directo al corazón; verán también cosas divertidas. Ea, a saber, que en su tiempo, del tiempo de Sócrates, iban a Atenas a buscar de alguna manera la sombra de las grandes pin-up. Se iba allá diciéndose: va a encontrar Cármides en todas las esquinas. Los Cármides, verán que nuestra Brigitte Bardot, al lado de los efectos que producían los Cármides, puede alinearse. Al igual que los pequeños niños, tenían los ojos así. Y en Cicerón vemos algunas chistósas. Y notoriamente, en un pasaje que no les puedo dar, del tipo de esto: hay que decirlo, los tipos bellos (lea beaux gars), aquellos que a pesar de todo los filósofos nos enseñaron que está bien amarlos, se los puede buscar. Hay muchos bellos aquí por todos lados. ¿Qué quiere decir esto? ¿Será que la pérdida de la independencia política tiene como efecto irremediable alguna decadencia racial, o simplemente la desaparición de este misterioso esplendor, este imeros erargues, de este brillante deseo del cual nos habla Platón en el Fedro? Nunca lo sabremos.
Pero aprenderán aún ahí muchas cosas. Aprenderán que es una cuestión seria el saber dónde se localizan los dioses. Y una pregunta que no perdió para nosotros, créanme, su importancia. Si lo que les digo aquí un día puede, por un sensible desliz de las certezas —se encontrarán un día entre dos sillas—, si les puede servir de algo, una de esas cosas habrá sido recordarles la existencia real de los dioses.
Y por qué no, nosotros también, detenernos en este objeto de escándalo que eran los dioses de la mitología antigua. Y sin intentar reducirlos a paquetes de fichas, ni a agrupamientos de temas, sino a preguntarnos lo que podría querer decir que, después de todo, estos dioses se comportasen de la manera que ustedes saben, y que el robo, la estafa, el adulterio —no hablo de la impiedad, eso era asunto de ellos— eran después de todo el modo más carácterístico.
En otros términos, la cuestión de lo que es un amor de dios es algo que está francamente actualizado por el carácter escandaloso de la mitología antigua. Y también debo decirles que la cima está allí en el origen, en el nivel de Homero. No hay forma de comportarse de manera más arbitraria, más injustificable, más incoherente, más irrisoria que estos dioses. Y también lean la Ilíada, están allí todo el tiempo, mezclados, interviniendo constantemente en los asuntos de los hombres. Y tampoco se puede pensar que las historias que al final de cuentas podrían, en una cierta perspectiva pero no la tomemos, nadie la puede tomar, tampoco el Homais más espeso, y decir que son historias para poner los pelos de punta. No, están allí, y bien allí .¿Qué puede querer decir que finalmente los dioses sólo se manifiestan a los hombres así?
Hay que ver qué les ocurre cuando se les da por amar una mortal, por ejemplo. Nada resiste, hasta que la mortal, por desesperación se transforma en laurel o en rana, no hay forma de pararlos.
No hay nada más alejado que este tipo de temblores del ser ante el amor que un deseo de dios o de diosa, por otra parte, no veo por que no las incluyo en el asunto.
Fue necesario Gireudoux para restituirnos las dimensiones, la resonancia de este prodigioso mito de Anfitrión. No se pudo hacer, en este gran poeta, algo que no haya hecho brillar un poco sobre el propio Júpiter, algo que podría parecerse a un tipo de respeto de los sentimientos de Alcmena, pero es bien para que la cosa sea posible para nosotros. Es muy claro que para aquel que sabe oír, podríamos decir que este mito permanece de alguna manera como una suerte de colmo de la blasfemia, y sin embargo no era así que lo oían los antiguos.
Pues allí las cosas van más allá de todo. Es el estupro divino que se desprende en la virtud humana. En otros términos, cuando digo que nada los detiene, van a engañar hasta en lo que hay de mejor. Y es bien allí donde está la clave de la cuestión. Los mejores, los dioses reales, llevan la impasibilidad hasta el punto del cual les hablaba hace un rato, de ni siquiera poder soportar la calificación pasiva.
Ser amado, es entrar necesariamente en esta escala del deseable, de la que se sabe cuántas dificultades tuvieron los teólogos del cristianismo para desembarazarse de ella. Pues si Dios es deseable, lo puede ser más o menos. Hay a partir de allí toda una escala del deseo. Y qué deseamos en Dios, sino lo deseable, pero ya no más Dios, de manera que es en el momento donde se intentaba dar a Dios su valor más absoluto, que uno se encontraba preso en un vértigo del cual difícilmente se podía salir para preservar la dignidad del objeto supremo.
Los dioses de la antigüedad no iban por cuatro caminos, sabían que sólo podían revelarse a los hombres en la piedra del escándalo, en el agalma de algo que viola todas las reglas, como pura manifestación de una esencia que quedaba completamente oculta, y cuyo enigma estaba enteramente por detrás. De ahí la encarnación demoníaca de sus hurañas escandalosas. Y es en este sentido que digo que Alcibíades es el demonio de Sócrates.
Alcibíades da la verdadera representación, sin saberlo, de lo que esta implicado en la ascesis socrática. Muestra lo que hay allí, que no está ausente, créanlo, de la dialéctica del amor, tal como fue elaborada ulteriormente en el cristianismo. Pues es bien allí, alrededor de eso, que tropieza esta crisis que en el siglo XVI hace bascular toda la larga síntesis que fue sostenida y, diría, el largo equívoco sobre la naturaleza del amor que la hace desarrollarse, desarrollarse durante toda la Edad Media en una perspectiva tan post-socratica. Quiero decir que, por ejemplo, el dios de Orígenes no difiere del dios de Aristóteles en tanto muere como erómenos.
Son coherentes. Es a través de su belleza que Dios hace girar el mundo. Qué distancia entre esta perspectiva y la que se le opone, pero no es opuesta —allí está el sentido que intento articular—, que se articula en el opuesto como el ágape, en tanto que el ágape nos enseña expresamente que Dios nos ama en tanto pecadores. Nos ama tanto para nuestro mal como para nuestro bien. Allí está el sentido de la báscula que se hizo en la historia de los sentimientos del amor, y curiosamente, en el momento preciso donde reaparece para nosotros en esos textos auténticos, el mensaje platónico. El ágape divino, en tanto que se dirige al pecador como tal, ahí está el centro, el corazón de la posición luterana.
Pero no crean que sea aquí algo que estaba reservado a una herejía, a una insurrección local en el catolicismo, pues sólo basta echar una mirada, aún superficial, a lo que siguió a la Contrarreforma, a saber, la irrupción de lo que se llamó el arte barroco, para darse cuenta que eso no significa otra cosa que la puesta en evidencia, la erección como tal, del poder de la imagen, hablando con propiedad, en lo que ella posee de seductora como tal. Y que, después del prolongado malentendido que había hecho sostener la relación trinitaria en la divinidad del conociendo al conocido, y remontando al conocido en el conociendo, por el conocimiento, vemos allí la aproximación de esta revelación que es la nuestra, que es que las cosas van del inconsciente hacia el sujeto que se constituye en su dependencia y remontan hasta este objeto núcleo que llamamos aquí agalma.
Tal es la estructura que regula la danza entre Alcibíades y Sócrates. Alcibíades muestra la presencia del amor, pero sólo la muestra en tanto que Sócrates, que sabe, puede equivocarse ahí, y sólo lo acompaña equivocándose ahí. El engaño es recíproco. Es igualmente verdadero para Sócrates, si es un engaño, si es verdad que se engaña, que es verdad para Alcibíades que está preso en el engaño. Pero cuál es el engaño más auténtico, si no aquél que cierra, y sin dejarse derivar por lo que le traza un amor que yo llamaría espantoso.
No crean que aquélla que está puesta en el origen de este discurso, Afrodita, sea una diosa que sonríe.
Un pre-socrático, creo que es Demócrito, dice que ella estaba sola allí en el origen. Y es a propósito de esto que por primera vez aparecía en los textos griegos el término agalma. Venus, para llamarla por su nombre, nace todos los días. Todos los días es el nacimiento de Afrodita, y para retamar del propio Platón un equívoco que creo es una verdadera etimología, concluiré este discurso con estas palabras: kalispéra, buenos días, kalispéros, buenos días y bello deseo de la reflexión sobre lo que les traje aquí de la relación del amor a algo que desde siempre se llamó el eterno amor, que no os sea demasiado pesado para pensar, si recuerdan que este término del eterno amor es colocado por Dante expresamente a las puertas del Infierno.