Aún vamos a errar, tengo ganas de decirlo así, a través del laberinto de la posición del deseo. Una cierta vuelta, un cierto cansancio del sujeto, un cierto working through, como se dice, me parece necesario. Ya lo indiqué la última vez —y por qué—, en una posición exacta de la función de la transferencia. Es por eso que volveré hoy a subrayar el sentido de lo que les dije la última vez, trayéndolos de nuevo al examen de las fases llamadas de la migración de la libido sobre las zonas erógenas. Es muy importante ver en qué medida la perspectiva naturalista, implicada en esta definición, se resuelve, se articula, en nuestra forma de enunciarla, en tanto que está centrada en la relación entre la demanda y el deseo.
Desde el inicio de este camino marqué que el deseo conserva, mantiene su lugar en el margen de la demanda como tal; que es este margen de la demanda el que constituye su lugar; que, para marcar lo que aquí quiero decir, es en un más allá, y en un más acá en el todo, que el hueco que ya se esboza a partir del grito de hambre, pasa a articularse; que en el otro extremo vemos que el objeto que en inglés se llama nipple, la punta del seno, el pezón, el término toma, en el erotismo humano, su valor de agalma, maravilla, objeto precioso tornándose el soporte de esta voluptuosidad, de ese placer de un mordisqueo donde se perpetúa lo que bien podemos llamar una voracidad sublimada en tanto que toma este Lust, este placer.
Y también esos Lüste, esos deseos, (ustedes conocen el equívoco que conserva en alemán este término que se explica por ese deslizamiento de significación, producto del pasaje del singular al plural), este objeto oral los toma en otra parte, a saber con su placer y su concupiscencia.
Es por eso que a través de una inversión del uso del término de sublimación, tengo el derecho de decir que aquí vemos este desvío, en cuanto al objetivo, en sentido inverso, del objeto de una necesidad.
En efecto, no es del hambre primitiva que el valor erótico de este objeto privilegiado toma su substancia. El eros que lo habita viene nachträglich, por retroacción, y no sólo àpres coup. Y es en la demanda oral que se ha cavado el lugar de ese deseo. Si no existiera la demanda con el más allá de amor que ella proyecta, no existiría este lugar más acá, de deseo, que se constituye alrededor de un objeto privilegiado.
La fase oral de la libido sexual exige este lugar cavado por la demanda. Es importante ver si el presentar las cosas así, no comporta de hecho, alguna especificación que se podría marcar como demasiado, parcial. ¿No deberíamos tomar a la letra, lo que Freud nos presenta en algunos de sus enunciados, como la migración pura y simple de una erogeneidad orgánica, mucosa diría yo?
¿No se podrá decir también que estoy descuidando hechos naturales? A saber, por ejemplo, esas nociones instintuales, devoradoras, que encontramos en la naturaleza ligadas al ciclo sexual: las gatas comen a sus pequeños; y también la gran figura fantasmática de la mantis religiosa que atormenta el anfiteatro analítico, está allí presente como una imagen madre, como una matriz de la función atribuida a lo que se llama tan atrevidamente —quizás, después de todo, tan inadecuadamente, la madre castradora.
Si, efectivamente, yo mismo, en mi iniciación analítica, de buena gana me apoyé en esta imagen tan rica para hacernos eco del dominio natural que se presenta para nosotros en el fenómeno inconsciente. Al encontrar esta objeción pueden sugerirme la necesidad de alguna corrección en la línea teórica con que creo poder satisfacerlos conmigo.
Me detuve un instante en lo que representa esta imagen, y me pregunté de alguna manera sobre lo que nos muestra de hecho una simple mirada sobre la diversidad de la etología animal, a saber, una riqueza lujuriante de perversión. Alguien como nuestro amigo Henry Ey detuvo su mirada allí. Creo que en la Evolución Psiquiátrica incluso hizo un ejemplar sobre este tema de las perversiones animales, las que después de todo van más lejos que todo aquello que la imaginación humana haya podido inventar.
Considerado bajo ese registro, ¿no será que somos traídos de vuelta al punto de vista aristotélico, de una suerte de campo externo al campo humano como fundamento del deseo perverso? Allí los detendré un instante rogándoles considerar lo que hacemos cuando nos detenemos en es te fantasma de la perversión natural. No desconozco, al rogarles que sigan en este terreno, lo que puede parecer puntilloso, especulativo, en una reflexión de este tipo, pero creo que es necesaria para decantar lo que a la vez hay de fundado y de infundado en esta referencia. Y también por allí, lo van a ver enseguida, volveremos a encontrar lo que designo como fundamental de toda instauración de la dialéctica del deseo.
Subjetivar a la mantis religiosa, en este caso, es suponerle, lo que no tiene nada de excesivo, un goce sexual —y después de todo no sabemos nada sobre eso. La mantis religiosa es quizás, como Descartes no dudaría en decir, una pura y simple máquina— máquina en su lenguaje, que justamente supone la eliminación de toda subjetividad. No tenemos ninguna necesidad, en lo que a nosotros se refiere, de mantenernos en estas posiciones mínimas. Le adjudicamos ese goce.
Este goce —ya que es éste el paso siguiente ¿será goce de alguna cosa en tanto que ella lo destruye? Pues es sólo a partir de allí que ella puede indicarnos las intenciones de la naturaleza.
Para marcar inmediatamente lo que es esencial, para que para nosotros sea un modelo cualquiera de aquello de lo que se trata, a saber, nuestro canibalismo oral, nuestro erotismo primordial, lo designo enseguida, hablando con propiedad, debemos imaginarnos aquí este goce correlativo a la decapitación del partenaire que ella está supuesta en algún grado conocer como tal.
No rechazo eso, pues en verdad la etología animal es para nosotros la mayor referencia para que se mantenga esta dimensión del conocer, al que, sin embargo, todos los progresos de nuestro conocimiento tornan para nosotros, en el mundo humano, tan vacilante como para identificarse, hablando con propiedad, con la dimensión del desconocer de la Verkennung, como dice Freud.
Sólo la observación en otro lugar, en el campo del viviente, de esta Erkennung imaginaria, de este privilegio del semejante que en ciertas especies llega hasta el punto de revelarse para nosotros en esfuerzos organógenos —no volveré al antiguo ejemplo alrededor del cual hacía girar mi exploración de lo imaginario en la época en que empezaba a articular algo de lo que viene, con los años, a la madurez, madurez ante ustedes, mi doctrina del análisis: la paloma en tanto que sólo se realiza como paloma al tener esta imagen de paloma, para lo que puede ser suficiente un pequeño espejo en la jaula. Y también ese grito. Ella atravesaba ese estadio al haber encontrado otro grito.
No cabe duda de que no sólo en lo que nos fascina a nosotros, sino en lo que fascina al macho de la mantis religiosa, está esta erección de una forma fascinante, este despliegue, esta actitud de la cual extrae para nosotros su nombre la mantis religiosa: es a partir de esta posición, singularmente, no sin prestarse para nosotros a no sé qué retorno vacilante, que se presenta ante nuestros ojos como a los de él, la plegaria. Comprobamos que es frente a este fantasma, este fantasma encarnado, que él mismo cede, que él es tomado, llamado, aspirado, cautivado, en el abrazo que para él será mortal.
Está claro que la imagen del otro imaginario como tal, está presente allí en el fenómeno; que no es excesivo suponer que algo se revela a esta imagen del otro. ¿Pero es suficiente para decir que ya hay allí alguna prefigura, una especie de calco invertido de lo que por lo tanto se presentaría en el hambre como una especie de resto, de secuela, de una definida posibilidad de variaciones del juego de las tendencias naturales?
Si debemos acordar este valor a este ejemplo monstruoso, hablando con propiedad, no podemos más que remarcar la diferencia con lo que se presenta en la fantasmática humana, aquélla en la cual podemos partir con certeza del sujeto, allí donde únicamente nosotros estamos seguros de eso, a saber, en tanto que es el soporte de la cadena significante; no podemos allí dejar de remarcar que, en lo que nos presenta la naturaleza, está el acto en su exceso, en lo que lo desborda, aquélla que lo acompaña en este excedente devorador, la señal para nosotros, como ejemplo, de otra estructura instintual: es que allí hay sincronía, es en el momento del acto que se ejerce este complemento que para nosotros ejemplifica la forma paradojal del instinto.
Entonces, ¿no se dibuja allí un límite que nos permite definir estrictamente en qué nos sirve lo que es ejemplificado, a saber, que sólo nos sirve para darnos la forma de lo que queramos decir cuando hablamos de un deseo? Si hablamos del goce de ese otro que es la mantis religiosa, si en esta ocasión nos interesa, es que o bien ella goza en otra parte, pero donde sea que goce, cosa de la que nunca sabremos nada, poco importa, que goce en otro lugar sólo tiene su sentido en el hecho de que goce o que no goce, poco importa, allá. Que goce donde le cante (qu’ elle jouisse oú ça lui chante), esto sólo tiene sentido por el valor que toma esta imagen, en la relación con un allá de un gozar virtual.
Pero, al final de cuentas, en la sincronía de cualquier cosa de que se trate, después de todo nunca será, aún desviado, más que un goce copulatorio. Quiero decir que en la infinita diversidad, en la naturaleza, de los mecanismos instintuales, fácilmente podemos descubrir las formas posibles, inclusive aquella en que el órgano de la copulación es perdido in loco en la propia consumación; podemos de la misma manera considerar que el hecho de la devoración es allí una de las numerosas formas de la posesión que es dado a la partenaire individual de la copulación, en tanto ordenada hacia su fin específico para retenerlo en el acto que se trata de permitir.
Entonces, el carácter ejemplificador de la imagen que nos es propuesta sólo comienza en el preciso punto donde no tenemos derecho a ir, que es, a saber, que esta devoración de la extremidad cefálica del partenaire por parte de la mantis religiosa es algo que está marginado por el hecho que esto se realiza con las mandíbulas del partenaire femenino, que participa como tal de las propiedades que constituyen, en la naturaleza viviente, la extremidad cefálica, a saber, una cierta unión de la tendencia individual como tal, a saber, la posibilidad, cualquiera que sea el registro en que se ejerza, de un discernimiento, de una elección.
Dicho de otra manera, a la mantis religiosa le gusta más eso, la cabeza de su partenaire que cualquier otra cosa, hay allí una preferencia (…), eso es lo que a ella le gusta. Y es en tanto que a ella le gusta eso, que para nosotros —en la imagen se muestra como goce a expensas del otro, y para decirlo todo, que comenzamos a colocar en las funciones naturales aquello de que se trata, a saber, el sentido moral; dicho de otra manera, que entramos en la dialéctica sadiana como tal. Esta preferencia por el goce a toda referencia al otro se descubre como la dimensión esencial de la naturaleza. Es demasiado obvio que somos nosotros los que aportamos este sentido moral, pero que lo aportamos en la medida en que descubrimos el sentido del deseo como esa relación con algo que, en el otro, elige este objeto parcial.
Prestemos aquí aún un poco más de atención. ¿Será este ejemplo plenamente válido para ilustrar esta preferencia de la parte con relación al todo? El juicio ilustrable en el valor erótico de esta extremidad pezonaria de la que hablaba hace un rato. No estoy tan seguro, sin embargo, que sea menos en esta imagen de la mantis religiosa, la parte la que sería preferida al todo, de la forma más horrible; permitiéndonos ya saltar hacia la función de la metonimia, en que es más bien el todo el que es preferido a la parte.
De hecho, no omitamos que aún en una estructura animal aparentemente tan alejada de nosotros como lo es la del insecto, el valor de concentración, de reflexión, de totalidad representada, en algún lugar de la extremidad cefálica indudablemente funciona, y que en todo caso en el fantasma, en la imagen que nos liga a esta acefalización del partenaire tal como nos es presentada aquí, juega con su acentuación particular; y que, para decirlo todo, el valor fabulatorio de la mantis religiosa, aquel que está subyacente a lo que representa efectivamente en una cierta mitología, o más simplemente en un folklore, en todo aquélla sobre lo que Caillois poso acento en el registro del mito y de lo sagrado, que es su primera obra, me parece que no marcó suficientemente que estamos allí en la poesía, en algo cuyo acento proviene no sólo de una referencia a la relación con el objeto oral tal como se dibuja en la koiné del inconsciente, la lengua común, sino en algo más marcado, en algo que nos designa una cierta ligazón de la acefalía con la transmisión de la vida como tal. En la designación de eso que existe en este pasaje de la llama de un individuo al otro, en una eternidad significada de la especie, el telos de «eso no pasa por la cabeza».
Es esto lo que da a la imagen de la mantis religiosa su sentido trágico que, como lo ven, no tiene nada que ver con la preferencia por un objeto llamado objeto oral, el que en ninguna ocasión, al menos en el fantasma humano, se refiere a la cabeza.
Y del mismo modo, se trata de algo completa mente diferente en la ligazón del deseo humano a la fase o rol. Lo que se perfila de una identificación recíproca del sujeto al objeto del deseo oral, es algo que va, la experiencia nos lo muestra enseguida, a una fragmentación constitutiva, a estas imagenes fragmentadas que se han evocado recientemente en nuestras jornadas provinciales, como ligadas a no sé qué terror primitivo que parecía —no sé por qué— tomar para los autores, no sé qué valor de designación inquietante, cuando en realidad es el fantasma más fundamental, más respondido, más común en los orígenes de todas las relaciones del hombre con su somática. Los fragmentos del pabellón de anatomía que pueblan la célebre imagen del San Jorge de Carpaccio en la pequeña iglesia de Santa María de los Angeles, en Venecia, son efectivamente los que, creo, con o sin análisis, están presentados en el nivel del sueño en toda experiencia individual, y también en este registro, la cabeza que se pasea sola continúa muy bien, como en Cazotte, contando sus pequeñas historias.
Lo importante no está allí. Y el descubrimiento del análisis, es que el sujeto, en el campo del otro, encuentra no sólo las imagenes de su propia fragmentación, sino en principio, desde el origen, los objetos del deseo del otro, a saber, de la madre, no sólo en su estado de fragmentación, sino con los privilegios que le concede el deseo de la madre. Dicho de otra manera, que hay uno de esos objetos que él encuentra, y que es el falo paterno desde el inicio encontrado en los primeros fantasmas del sujeta, nos dice Melanie Klein, en el origen del fantasma del cual él va a hablar, debe hablar, ya en el imperio interior, en este interior del cuerpo de la madre donde se proyectan las primeras formaciones imaginarias, algo es percibido que se distingue como especialmente más acentuado, incluso nocivo, en el falo paterno.
En el campo del deseo del otro, el objeto subjetivo ya encuentra ocupantes identificables a la vara de los cuales, si puedo decirlo así, a la tasa de los cuales ya tiene que hacerse valer, y pesar estas pequeñas pesas modeladas de diferentes maneras que están en uso en las tribus primitivas de Africa, donde ven un animal pequeño en forma de rodete, o incluso algún objeto faloforme como tal.
Por lo tanto, en este nivel fantasmático, el privilegio de la imagen de la mantis sólo consiste en que, después de todo, no es tan seguro que la mantis, a sus machos, los coma en serie. Y que este pasaje al plural es la dimensión esencial por la que ella toma para nosotros valor fantasmático,
Así, tenemos pues definida esta fase oral. Es sólo en el interior de la demanda que el otro se constituye como reflejo del hambre del sujeto. El otro, pues, no es sólo hambre, sino hambre articulada, hambre que demanda. Y por allí el sujeto está abierto a devenir objeto, pero si puedo decirlo así, de un hambre que él elige.
La transición es realizada del hambre al erotismo por la vía de lo que yo llamaba hace un rato, una preferencia. A ella le gusta algo, eso, especialmente una golosina, si se puede decir. Henos aquí reducidos al registro de los pecados originales. El sujeto viene a colocarse sobre el menú a la carta del cahíbal que, como cada uno de ustedes sabe, nunca está ausente en ningún fantasma comunional (communionel).
Lean a ese autor del cual con el correr de los años les hablé en forma periódica, Baltasar Gracian. Evidentemente, a menos que se lo hagan traducir, sólo aquéllos de ustedes que entienden el español, pueden encontrar ahí su plena satisfacción. Traducido muy tempranamente como se traducía en la época, casi instantáneamente en toda Europa, las cosas sin embargo permanecieron traducidas. Es un tratado sobre la comunión, es un buen texto, en el sentido que allí se revela algo que raramente es confesado: ahí se detallan las delicias de la consumación del cuerpo de Cristo. Y se nos ruega detenernos en esta exquisita mejilla, en este delicioso brazo, dejo de lado el resto, en que la concupiscencia (concupiscence) espiritual se satisface, se demora, revelándonos así lo que permanece siempre implicado incluso en las formas más elaboradas de la identificación oral.
Y en oposición a esta temática, en que a través de la virtud del significante, ven desplegarse en todo un campo creado en un primer momento para ser secundariamente habitado, la tendencia más original; es verdaderamente en oposición a esto que la última vez quise mostrarles un sentido habitualmente poco o mal articulado de la demanda anal, mostrándoles que se carácteriza por un vuelco completo en beneficio del otro, de la iniciativa, y que es propiamente allí que yace, es decir, en un estadio no tan evidentemente avanzado, ni seguro, en nuestra ideología normativa, la fuente de la disciplina. No dije del deber. La disciplina, como se dice, de la limpieza (propreté),don de la lengua francesa marca tan bellamente la oscilación con la propiedad (propriété), con lo que pertenece propiamente (en propre), a la educación, los buenos modales, si así puedo decirlo. Aquí, la demanda es externa, y en el nivel del otro, y se plantea articulada como tal.
Lo extraño, es que allí tenemos que ver y reconocer en lo que siempre fue dicho, y cuyo alcance parece que nadie verdaderamente captó, que allí nace, hablando con propiedad, el objeto de don como tal, y lo que el sujeto puede dar en esta metáfora, precisamente está unido a lo que puede retener, a saber, su propio desecho, su excremento.
Es imposible no ver algo ejemplar, algo que, hablando con propiedad, es indispensable designar como el punto radical en que se decide la proyección del deseo del sujeto en el otro. Es un punto de la fase en que el deseo se articula y se constituye, donde el otro es, hablando con propiedad, el estercolero. Y no nos extrañamos al ver que los idealistas de la temática de una hominización del cosmos o, como están obligados a expresarse en nuestros días, del planeta, que una de las fases manifiestas desde siempre de la hominización del planeta, es que el animal hombre hace de él, hablando con propiedad, un estercolero, un depósito de basura. El testimonio más antiguo que tenemos de aglomeraciones humanas como tales, son pirámides enormes de restos de conchas. Esto tiene un nombre escandinavo.
No es por nada que las cosas son así. Por el contrario, parece que si algún día hubiera que construir el modo a través del cual el hombre se ha introducido en el campo del significante, es en estos primeros montones que convendrá designarlo. Aquí, el sujeto se designa en el objeto evacuado como tal. Aquí está, si así puedo decirlo, el punto cero de una (…) del deseo. Yace por entero sobre el efecto de la demanda del otro el otro decide al respecto y es efectivamente allí donde encontramos la raíz de esta dependencia del neurótico. Aquí está el punto sensible, la nota sensible a través de la cual el deseo del neurótico demanda al otro, en su demanda de amor de neurótico, que le dejen hacer algo, que es este lugar del deseo el que manifiestamente permanece, hasta un cierto punto, en la dependencia de la demanda del otro.
Pues el único sentido que podríamos dar al estadio genital en tanto en este lugar del deseo reaparecería algo que tendría el derecho de llamarse un deseo natural —aunque vistos sus nobles antecedentes, nunca podría serlo— es que el deseo debería un día aparecer como lo que no se demanda, como apuntando a lo que no se demanda.
Y por otro lado no se precipiten a decir qué es lo que se toma, por ejemplo, porque todo lo que digan los hará únicamente recaer en la pequeña mecánica de la demanda.
El deseo natural tiene, hablando con propiedad, esta dimensión de no poder decirse de ninguna manera, y es por eso que nunca tendrán un deseo natural, porque el otro ya está instalado en el lugar, el Otro con mayúscula, como aquel donde descansa el signo. Y el signo es suficiente para instaurar la pregunta «che vuoi», qué quieres, pregunta a la cual el sujeto en primera instancia no puede responder nada.
Un signo representa algo para alguien, y a falta de saber lo que representa el signo, el sujeto frente a esta pregunta, cuando aparece el deseo sexual pierde el alguien a quien la pregunta se dirige, es decir él mismo, y nace la angustia de Juanito.
Aquí se dibuja ese algo que, preparado por el surco de la fractura del sujeto por la demanda, se instaura en la relación que por un instante vamos a considerar como se consideró frecuentemente, aislada, del niño y de la madre. La madre de Juanito, al igual que todas las madres, apelo a todas las madres, como decía el otro, diferencia su posición en esto que ella marca, cuando comienza a aparecer la pequeña agitación, el pequeño temblor no dudoso del primer despertar de una sexualidad genital como tal en Juanito: es completamente cochino. Es asqueroso el deseo. Ese deseo del cual no puede decir qué es. Pero es estrictamente correlativo de un interés no menos dudoso por algo que aquí es el objeto, aquél al cual hemos aprendido a dar toda su importancia, a saber, el falo.
De una forma sin dada alusiva, pero no ambigüa, cuántas madres, todas las madres, ante el pequeño pito de Juanito, o de algún otro, de cualquier manera que se lo llame, harán observaciones como: esta bien dotado mi pequeño; o bien: tendrás muchos hijos. En resumen,la apreciación en tanto que dirigida al objetos perfectamente parcial aún aquí, es alga que contrasta con el rehusamiento (refus) del deseo, en el preciso momento del encuentro con lo que solicita el sujeto en el misterio del deseo. La división se instaura entre este objeto que deviene la marca de un interés privilegiado, ese objeto que deviene el agalma, la perla, en el seno del individuo que aquí tiembla alrededor del punto pivote de su advenimiento a la plenitud viviente, y al mismo tiempo de un hundimiento del sujeto. Es valorizado como objeto, es desvalorizado como deseo.
Y es alrededor de esto que va a girar, que van a hacerse las cuentas, esta instauración del registro del tener. Vale la pena que nos detengamos en esto. Voy a detallarlo más.
La temática del tener, se las anuncio desde hace tiempo a través de fórmulas tales como ésta: el amor, es dar lo que no se tiene. Efectivamente, ven bien que cuando el niño da lo que tiene, es en el estadio anterior ¿Qué es lo que no tiene, y en qué sentido? No es por el lado del falo, si bien se puede hacer girar alrededor de él la dialéctica del ser y del tener, hacia la cual dirigirán la mirada para entender bien.
¿Cuál es la nueva dimensión que introduce la entrada en el drama fálico? Lo qué no tiene, de lo que no dispone en este punto de nacimiento, de revelación del deseo genital, no es otra cosa qué su acto. No tiene nada más qué un pagaré sobre el futuro. Instituye el acto en el campo del proyecto. Y aquí les rogaría notar la fuerza de las determinaciones lingüísticas por las cuales, así como el deseo tomó en la conjunción de las lenguas romanas esta connotación de desiderium, de duelo y de pesar, es notable que las formas primitivas del futuro hayan sido abandonadas en favor de una referencia al tener (¿a la voz?). Yo cantaré (je chanterai). Es exactamente lo qué ven escrito: yo cantar-tengo (je chanter-ai). Efectivamente, esto viene de cantare habeo. La decadente lengua romana encontró la vía más segura para reencontrar el verdadero sentido del futuro. Cogeré más tarde. Y asimismo, este habeo es la introducción al debeo de la deuda simbólica, a un habeo destituido.
Y es en futuro que se conjuga esta deuda cuando toma la forma de mandamiento: Honrarás a tu padre y a tu madre, etc.
Pero —y es solamente aquí que hoy quiero retenerlos a las puertas de lo qué resulta de esta articulación, lenta sin duda, pero justamente hecha para que no precipiten en exceso vuestra marcha —el objeto del cual se trata, disjunto del deseo, el objeto falo, no es la simple especificación, el homólogo, el homónimo de a minúscula, imaginaria, en que decae la plenitud del Otro, de A mayúscula. No es una especificación finalmente aparecida de lo que anteriormente hubiera sido el objeto oral, luego el objeto anal. Es algo, como se los he indicado desde el principio, hay, en el inicio de este discurso, cuando les marqué el primer encuentro del sujeto con el falo, es un objeto privilegiado en el campo del Otro, del Otro con mayúscula como tal. En otros términos, a minúscula, a nivel del deseo genital y de la fase de la castración ustedes ven que todo está hecho para introducirlos en la articulación precisa —a minúscula, es el A menos phi. En otros términos, es a través de este sesgo que el phi viene a simbolizar lo que le falta al a para ser el A noético, el A en pleno ejercicio, el Otro en tanto que se puede dar fe de su respuesta a la demanda. De ese Otro noético, el deseo es un enigma. Y este enigma está anudado con el fundamento estructural de su castración.
Es aquí que va a inaugurarse toda la dialéctica de la castración. Presten atención ahora de no confundir tampoco este objeto fálico con este mismo signo, que sería el signo en el nivel del Otro, de su falta de respuesta. La falta de la cual se trata aquí es la falta del deseo del Otro. La función que va a tomar este falo en tanto que es encontrado en el campo de lo imaginario, no es la de ser idéntico al Otro como designado por la falta de un significante, sino de ser la raíz de esa falta. Es el Otro quien se constituye en una relación por cierto privilegiada con este objeto phi, pero en una relación compleja. Es aquí que vamos a encontrar la punta de lo que constituye el callejón sin salida y el problema del amor; es que el sujeto no puede satisfacer la demanda del otro más que rebajándolo, haciéndolo, él, a ese otro, el objeto de su deseo.