Seminario 9: Clase 4, del 6 de Diciembre de 1961

Retomemos nuestra idea, a saber lo que les he anunciado la última vez en lo que concierne a nuestro problema, el de la identificación, que entendía hacer girar en torno a la noción del 1, habiendo ya anunciado que la identificación no es simplemente hacer 1, pienso que esto no les será difícil de admitir.

Partimos, como es normal refiriéndonos a la identificación, del modo de acceso más común de la experiencia subjetiva: el que se expresa por lo que parece la evidencia esencialmente comunicable en la fórmula «a es a» que, en una primera aproximación no parece suscitar objeciones. Dije en una primera aproximación, ya que es claro que cualquiera sea el valor de creencia que comporta esta fórmula, no soy el primero en levantar objeciones en su contra; no tienen más que abrir el menor tratado de lógica para reencontrar qué dificultades el distingo de esta fórmula, en apariencia la más simple, plantea en si misma. Ustedes podrán incluso ver que la mayor parte de las dificultades a resolver en muchos dominios —pero es particularmente sorprendente que sea en lógica más que en otra parte- resultan de las confusiones posibles que pueden surgir de esta fórmula que se presta eminentemente a confusión. Si experimentan por ejemplo algunas dificultades, aún cierta fatiga al leer un texto tan apasionante como el Parménides de Platón, es en la medida en que sobre este punto del «a es a», digamos, a ustedes les falta un poco de reflexión, y por lo mismo justamente si hace un rato dije que el «a es a» es una creencia, hay que entenderlo como se los dije: es una creencia que seguramente no ha reinado siempre sobre nuestra especie, en tanto que después de todo la «a» comenzó en alguna parte —hablo de la «a», de la letra «a» y no debía ser tan fácil acceder a este núcleo de certidumbre aparente que hay en el «a es a» cuando el hombre no disponía de la «a».

Diré enseguida por que camino puede conducirnos esta reflexión: es conveniente asimismo, darse cuenta de lo que aparece de nuevo con la «a»; por el momento, contentémonos con lo que nuestro lenguaje nos permite aquí articular: es que «a es a» parece querer decir algo, eso hace «significado».

Planteo, muy seguro de no encontrar allí ninguna oposición de quién estuviera sobre este tema en posición de competencia, de lo que hice prueba por los testimonios de lo que puede leerse sobre esto, al interpelar a tal o cual matemático suficientemente familiarizado con su ciencia para saber dónde nos encontramos actualmente, por ejemplo, y después a muchos otros en todos los dominios, no encontrar oposición para avanzar sobre ciertas condiciones de explicación que son juntamente las que voy a exponer ante ustedes, que «a es a» no significa nada. Es justamente de esta nada que va a tratarse, pues es ésta nada la que tiene valor positivo para decir lo que esto significa; tenemos en nuestra experiencia, aún en nuestro folklore analítico, la imagen nunca suficientemente profundizada, explotada, que es el juego del nenito tan sabiamente indicado por Freud, percibido de modo tan perspicaz en el Fort-Da. Retomémoslo por nuestra cuenta, ya que de un objeto a tomar y a arrojar -se trata en este niño de su nieto- Freud supo percibir el gesto inaugural en el juego. Rehagamos ese gesto, tomemos este pequeño objeto, una pelotita de ping-pong; la tomo, la oculto, se la vuelvo a mostrar; la pelotita de ping-pong es la pelotita de ping-pong, pero no es un significante, es un objeto, es una aproximación para decir: esa pequeña a es una pequeña a; hay entre esos dos momentos que identifico incontestablemente de manera legítima, la desaparición de la pelotita; sin esto, no hay ningún medio de mostrar, no hay nada que se forme en el plano de la imagen. Entonces la pelotita estará siempre allí, y puedo caer en catalepsia a fuerza de mirarla.

¿Qué relación hay entre el «es» que une las dos apariciones de la pelotita, y esta desaparición intermediaria?

Sobre el plano imaginario ustedes perciben que al menos se plantea la cuestión de la relación de ese «es» con lo que parece causarlo, a saber, la desaparición, y allí ustedes se acercan a uno de los secretos de la identificación, que es al que intenté referirlos con el folklore de la identificación: esta asunción espontánea por el sujeto de la identidad de dos apariciones, no obstante bien diferentes. Recuerden la historia del propietario de la granja muerto a quién su servidor reencuentra en el cuerpo de un ratoncito. La relación de este «es él» («c’ est lui») con el «de nuevo él («c’est encore lui»), está ahí lo que nos da la experiencia más simple de la identificación, el modelo y el registro. El, luego de nuevo él, está allí el punto de mira del ser de la cuestión, en el «de nuevo él» («encore lui») es el mismo ser que aparece. respecto del otro, en suma, esto puede ir así, anda bien; para mi perra, que tomé el otro día como término de referencia, como acabo de decirles, esta referencia al ser parece estar suticientemente soportada por su olfato; en el campo imaginario, el soporte del ser es rápidamente concebible: se trata de saber si es efectivamente esa relación simple la que está en juego en nuestra experiencia de la identificación. Cuando hablamos de nuestra experiencia del ser, no es por nada que todo el esfuerzo de un pensamiento que es el nuestro, contemporáneo, va a formular algo de lo que no desplazó nunca el gran mueble sino con una cierta sonrisa, este Dasein, este modo fundamental de nuestra experiencia de la que parece hay que designar el mueble dando todo acceso a ese término del ser, la referencia primaria.

Es allí que algo distinto nos obliga a interrogarnos sobre el hecho de que la escansión en la que se manifiesta esta presencia en el mundo no es simplemente imaginaria, a saber que ya no es al otro al que aquí nos referimos, sino a este más íntimo de nosotros mismos del que intentamos hacer el anclaje, la raíz, el fundamento de lo que somos como sujetos. Pues, si podemos articular como lo hemos hecho, en el plano imaginario, que mi perra me reconoce como él mismo, no tenemos por el contrario ninguna indicación sobre la manera en que ella se identifica; de cualquier manera que nosotros podamos reconsiderarla en si misma, no sabemos, no tenemos ninguna prueba, ningún testimonio, del modo bajo el cual ella aproxima esta identificación. Es aquí que aparece la función, el valor del significante mismo como tal, y es en la medida misma en que del sujeto se trata, que debemos interrogarnos sobre la relación de esta identificación del sujeto con lo que es una dimensión diferente de todo lo que es del órden de la aparición y de la desaparición a saber el estatuto del significante. Que nuestra experiencia nos muestre que los diferentes modos, los diferentes ángulos bajo los cuales somos llevados a identificarnos como sujetos, al menos para una parte de ellos, suponen el significante para articularlos, incluso bajo la forma más o menos ambigüa, impropia, mal manejable y sujeta a todo tipo de reservas y de distinciones, que es el «a es a», es allí a dónde quiero llevar vuestra atención, y ante todo quiero decir sin perder más tiempo, mostrarles que si tenemos la suerte de dar un paso más en este sentido, es para intentar articular este estatuto del significante como tal. Lo indico enseguida: el significante no es el signo. Vamos a esforzarnos para dar a esta distinción su fórmula precisa; quiero decir que es al mostrar dónde reside esta diferencia que podremos ver surgir ese hecho ya dado por nuestra experiencia: es del efecto del significante que surge como tal el sujeto. Efecto metonímico, efecto metafórico, no lo sabemos aún, y tal vez ya hay algo articulable antes de esos efectos que nos permite ver aparecer, formar en un vínculo, en una relación, la dependencia del sujeto como tal en relación al significante. Es lo que vamos a poner a prueba. Para adelantar lo que trato de hacerles entender, para adelantarlo en una breve imagen a la que no se trata sino de dar aún una especie de valor de soporte, de apólogo, midan la diferencia entre esto que en principio va a parecerles tal vez un juego de palabras- y es justamente uno-: está la huella de un paso (pas). Ya los he llevado sobre esta pista fuertemente teñida de mitismo correlativo justamente del tiempo en que comienza a articularse en el pensamiento la función del sujeto como tal: Robinson ante la huella de un paso (pas) que le muestra que en la isla no está sólo. La distancia que separa este paso (pas) de lo que devino fonéticamente el no (pas) como instrumento de la negación, son justamente los dos extremos de la cadena que aquí les pido sostener antes de mostrarles efectivamente lo que la constituye, y que es entre las dos extremidades de la cadena y en ninguna otra parte, que el sujeto puede surgir. Al entenderlo, llegaremos a relativizar algo de manera tal que puedan considerar esta fórmula «a es a» en sí misma como una especie de estigma, quiero decir en su carácter de creencia como la afirmación de lo que llamaré una época: época, momento, paréntesis, término histórico, del que podemos después de todo —ustedes lo verán— entrever el campo como limitado.

Lo que llamé el otro día una indicación, que no seguirá siendo sino una indicación de la identidad de esta falsa consistencia del «a es a» con lo que llamé una era teológica, me permitirá, creo, dar un paso en lo que concierne al problema de la identificación, en la medida en que el análisis necesita que se lo plantee en relación a una cierta accesión a lo idéntico  como trascendiéndola.

Esta fecundidad, esta especie de determinación que está suspendida de ese significado del «a es a», no podría apoyarse sobre su verdad ya que esta afirmación no es verdadera. Lo que se trata de alcanzar en lo que me esfuerzo en formular ante ustedes es que, esta fecundidad descansa justamente sobre el hecho objetivo; empleo aquí objetivo en el sentido que tiene por ejemplo en el texto de Descartes: «cuando se va un poco más lejos, se ve surgir la distinción concerniente a las ideas en su realidad actual con su realidad objetiva», y naturalmente los profesores nos salen con volúmenes sabios, tales como un índice escolástico- cartesiano para decirnos lo que nos parece ahí a nosotros, pues Dios sabe que somos vivillos un poco embrollados, que es una herencia de la escolástica por medio de la cual se cree haber explicado todo. Quiero decir que nos hemos liberado de lo que se trata, a saber: porqué Descartes, el antiescolástico, se vio llevado a volver a servirse de estos viejos accesorios. No parece que venga fácilmente a la idea, incluso de los mejores historiadores, que la única cosa interesante es lo que lo obliga a volver a sacarlos.Queda claro que no es para rehacer el argumento de San Anselmo que vuelve a poner todo esto nuevamente delante de la escena. El hecho objetivo de que «a no puede ser a» es lo que quisiera en primer lugar poner en evidencia ante ustedes, justamente para hacerles comprender que se trata de algo que tiene relación con ese hecho objetivo y hasta en ese falso efecto de significado y que no es ahí sino sombra y consecuencia, que nos deja atados a esta suerte de acto espontáneo que hay en el «a es a».

Que el significante sea fecundo por no poder ser en ningún caso idéntico a sí mismo, entiendan bien lo que quiero decir: es absolutamente claro que no estoy, aunque valga la pena para distinguirlo al pasar, haciéndoles señalar que no hay tautología en el hecho de decir que «la guerra es la guerra». Todo el mundo sabe esto: cuando se dice «la guerra es la guerra» se dice algo, no se sabe por otra parte extactamente qué, pero se lo puede buscar, se lo puede entrever y se lo encuentra fácilmente al alcance de la mano; esto quiere decir: lo que comienza a partir de un cierto momento, se está en estado de guerra. Esto implica condiciones un poquito diferentes de las cosas, es lo que Péguy decía de que «las clavijitas no entraban más en los agujeritos». Es una definición péguysta es decir que no es nada menos que cierta; se podría sostener lo contrario, a saber:  que es justamente para reubicar las clavijitas en sus verdaderos agujeritos que la guerra comienza, o por el contrario, para hacer nuevos agujeritos para antiguas clavijitas, y así sigue. Esto no tiene por otra parte para nosotros estrictamente ningún interés, excepto que esta prosecución, la que sea, se realiza con una notable eficacia por intermedio de la más profunda imbecilidad, lo que debe igualmente hacernos reflexionar sobre la función del sujeto en relación a los efectos del significante.

Pero tomemos algo simple y terminemos rápidamente. Si digo «mi abuelo es mi abuelo», ustedes deben asimismo comprender que allí no hay ninguna tautología, que mi abuelo, primer término es un uso de índice del término «mi abuelo», que no es sensiblemente diferente de su nombre propio, por ejemplo, Emile Lacan, ni tampoco de la «c» de «ése es» (c’est) como lo designo cuando entra en una pieza :»ese es mi abuelo» («c’est mon grand pére»).Lo que no quiere decir que su nombre propio sea lo mismo que esa «c» del «this is my grand father». Es asombroso que un lógico como Russell haya podido decir que el nombre propio pertenece a la misma categoría, a la misma clase significante que el this, that o it, bajo el pretexto de que son susceptibles del mismo uso funcional en ciertos casos. Esto es un paréntesis, pero como todos mis paréntesis, un paréntesis destinado a ser reencontrado más lejos a propósito del estatuto del nombre propio, del que no hablaremos hoy.

Como fuera, de lo que se trata en «mi abuelo es mi abuelo», quiere decir que ese execrable pequeño burgués que era el mencionado buen hombre; ese horrible personaje gracias al cual accedí a una edad precoz a esta función fundamental que es la de maldecir a Dios, este personaje es exactamente el mismo que se apoya sobre el estado civil, como queda demostrado por los lazos de matrimonio, para ser padre de mi padre, en tanto que es justamente del nacimiento de éste que se trata en el acto en cuestión. Ustedes ven hasta qué punto «mi abuelo es mi abuelo» no es una tautología. Esto se aplica a todas las tautologías y no da una fórmula unívoca. Pues se trata aquí de una relación de lo real a lo simbólico; en otros casos habrá una relación de lo imaginario a lo simbólico hechas toda la serie de permutaciones, se trata de ver cuales son válidas. No puedo comprometerme en esta vía porque si hablo de esto que de alguna manera es apartar las falsas tautologías que son simplemente el uso corriente permanente del lenguaje, es para decirles que no es esto lo que quiero decir. Si planteo que no hay tautología posible, no es en tanto la primera a y la segunda a quieran decir cosas distintas; es en el mismo estatuto de a que está inscripto que a no puede ser a, y es con esto que terminé mi discurso la última vez, designándoles en Saussure el punto dónde se dice que a como significante no puede definirse de ninguna manera sino como no siendo lo que los otros significantes son.

De este hecho, que el significante no pueda definirse sino justamente de no ser todos los otros significantes, depende esta dimensión, igualmente verdadera, de que no podría ser él mismo. No es suficiente con adelantarlo así de esta manera opaca, justamente porque ella sorprende, zozobra, esta creencia suspendida al hecho de que está ahí el verdadero soporte de la identidad, es necesario hacerlo sentir.

¿Qué es un significante?

Si todo el mundo, y no solamente los lógicos, hablan de a cuando se trata de «a es a» no es por azar. Es porque para soportar lo que se designa, es necesario una letra. Pienso que ustedes me lo acordarán, pero no consideraré este salto como decisivo hasta que mi discurso no lo recorte, no lo demuestre de una manera suficientemente sobreabundante, como para que se convenzan; y estarán tanto más convencidos cuanto que voy a tratar de mostrarles en la letra justamente esta esencia del significante, por donde él se distingue del signo.

Hice algo por ustedes el sábado pasado en mi casa de campo, en la que colgué de mi muralla lo que se llama una caligrafía china. De no ser china no la habría colgado por la razón de que sólo en China la caligrafía ha tomado valor de objeto de arte: es lo mismo que tener una pintura, tiene el mismo valor. Existen las mismas diferencias, tal vez aún más, entre una escritura y otra en nuestra cultura que en la cultura china, pero no le atribuimos el mismo valor. Por otra parte tendré ocasión de mostrarles lo que para nosotros puede ocultar el valor de la letra, lo que en razón del estatuto particular del carácter chino, está particularmente en ese carácter bien puesto en evidencia. Lo que voy entonces a mostrarles, no toma su plena y exacta situación sino de cierta reflexión sobre lo que el carácter chino es: hice ya, no obstante, algunas veces, bastante alusión al carácter chino y a su estatuto como para que ustedes sepan que llamarlo ideográfico no es en absoluto suficiente. Se los mostraré con más detalle; es lo que por otra parte tiene en común con todo lo que se ha denominado ideográfico, no hay nada, hablando con propiedad, que merezca ese término en el sentido en que se lo imagina habitualmente, diría casi nominalmente en el sentido en que el pequeño esquema de Saussure con arbor y el árbol dibujado debajo lo sostiene por una especie de imprudencia que es a la que se vinculan los malentendidos y las confusiones.

Lo que quiero mostrarles lo hice en dos ejemplares. Me habían traído al mismo tiempo un nuevo instrumentito al que ciertos pintores dan importancia, que es una especie de pincel espeso en el que la tinta viene del interior y permite dibujar trazos con un espesor, una consistencia interesante. De esto resultó que copié con mayor facilidad que lo normal la forma que tenían los carácteres en mi caligrafía: en la columna de la izquierda, la caligrafía de esta frase que quiere decir: «la sombra de mi sombrero baila y tiembla sobre las flores del Hai Tang»; del otro lado, ustedes ven escrita la misma frase en carácteres corrientes, los más lícitos, los que hace el estudiante cuando dibuja correctamente sus carácteres: esas dos series son perfectamente identificables y al mismo tiempo no se asemejan en nada. Perciban que es de la manera más clara, en tanto no se parecen en absoluto, que son evidentemente de arriba a abajo, a la derecha y a la izquierda, los mismos siete carácteres, aún para quien no tenga la menor idea no sólo de los carácteres chinos sino hasta de que existen cosas llamadas carácteres chinos. Si alguien descubre esto por primera vez, dibujado en alguna parte de un desierto, vería que se trata, a la derecha y a la izquierda, de carácteres, y de la misma sucesión de carácteres a la derecha y a la izquierda.

Esto para introducirlos en lo que hace a la esencia del significante, del que no por nada ilustraré lo mejor de su forma más simple, que es lo que designamos desde hace algún tiempo como el Einziger Zug. El Einziger Zug que es lo que dá a esta función su valor, su acto y su pertinencia, es lo que , para disipar lo que podría quedar aquí de confusión, necesita que introduzca, para traducirlo mejor y de más cerca, este término, que no es un neologismo, que se emplea en la denominada teoría de conjuntos: el término «unario»en lugar del término «único». Al menos es útil que me sirva de él hoy para hacerles sentir el nervio de lo que se trata en la distinción del estatuto del significante. El rasgo unario entonces ya sea como aquí vertical- llamo a esto hacer palotes- ya sea como lo hacen los chinos, horizontal, puede parecer que su función ejemplar esté ligada a la reducción extrema, a su respecto justamente, de todas las ocasiones de diferencia cualitativa. Quiero decir que a partir del momento en que debo hacer simplemente un trazo, no hay, me parece, muchas variedades ni variaciones posibles. Es lo que va a darle para nosotros valor privilegiado, desengáñense: no se trataba hace un rato para seguir la pista de lo que hay en la fórmula: «no hay tautología», de acosar a la tautología allí justamente donde no está, como tampoco se trata aquí de discernir lo que he llamado el carácter perfectamente aprehensible del estatuto del significante que fuere, a, u otro, en el hecho de que algo en su estructura eliminaría esas diferencias. Las llamo cualitativas porque es ese el término del que los lógicos se sirven cuando se trata de definir la identidad de la eliminación de diferencias cualitativas, de su reducción, como se dice, a un esquema simplificado; estaría allí el resorte de este reconocimiento carácterístico de nuestra aprehensión en lo que es el soporte del significante, la letra.

No hay nada de esto, no es de esto de lo que se trata. Porque si hago una línea de palotes es absolutamente claro que cualquiera fuera mi aplicación, no habrá uno sólo semejante, y diría más, son tanto más convincentes como línea de palotes en cuanto que justamente no me hubiera aplicado demasiado en hacerlos rigurosamente semejantes. Desde que trato de formular para ustedes lo que estoy formulando ahora, con los recursos de borde, es decir, los que están dados a todo el mundo, me he interrogado sobre esto, que después de todo no es evidente enseguida: ¿en qué momento se ve aparecer una linea de palotes? Estuve en un lugar verdaderamente extraordinario, en el que tal vez después de todo por mis palabras, voy a propiciar que se anime el desierto, quiero decir que algunos de ustedes van a precipitarse allí, quiero decir, al museo Saint Germain. Es fascinante, apasionante, y lo será tanto como que ustedes trataran asimismo de encontrar a alguien que haya estado antes que ustedes, porque no hay ningún catálogo, ningún plano y es completamente imposible saber ni dónde, ni cómo, ni cuándo, y ubicarse en la continuidad de esas salas. Hay una sala que se llama Sala Piette, nombre del Juez de Paz que fue un genio y que hizo los más prodigiosos descubrimientos de la prehistoria, quiero decir de algunos objetos menudos, en general de talla muy pequeña, que es lo más fascinante que se puede ver. Y tener en la mano una cabecita de mujer que tiene seguramente casi 30.000 años, tiene asimismo su valor, además de que esta cabeza esté llena de preguntas. Pero ustedes pueden ver a través de una vitrina, es muy fácil de ver, porque gracias a las disposiciones testamentarias de ese hombre destacable están absolutamente forzados a dejar todo en el mayor desorden, con las etiquetas completamente anacrónicas que se han puesto sobre los objetos, se ha logrado de todos modos poner sobre un poco de plástico algo que permite distinguir el valor de algunos de esos objetos. ¿Cómo expresarles la emoción que me embargó cuando inclinado sobre una de esas vitririas sobre una costilla delgada, manifiestamente una costilla de mamífero no sé muy bien cuál, y no sé si alguien lo sabrá mejor que yo, del género corzo cevídeo, una serie de pequeños palotes: dos primero, luego un pequeño intervalo, y enseguida cinco, y luego esto recomienza. He ahí, me decía dirigiéndome a mí mismo por mi nombre secreto o público, he ahí porqué en suma Jacques Lacán, tu hija no es muda, hé ahí porque tu hija es tu hija, porque si fuéramos mudos ella no sería tu hija. Evidentemente esto es ventajoso, a pesar de vivir en un mundo muy comparable al de un asilo Universal de alienados, consecuencia no menos cierta de la existencia de significantes, ustedes lo verán. Esos palotes que no aparecen sino mucho más tarde, muchos miles de años más tarde, luego que los hombres supieran hacer objetos de una exactitud realista, que en la Aurignacien se hayan dibujado bisontes tras los cuales desde el punto de vista del arte del pintor podemos todavía correr. Pero aún más, en la misma época se hacía en hueso muy pequeño, una reproducción de algo por lo que no parecería haber sido necesario fatigarse ya que es una reproducción de otro hueso, pero mucho más grande: un cráneo de caballo. ¿Por qué rehacer en hueso tan pequeño esta reproducción inigualable, cuando verdaderamente uno se imagina que en esta época tenían otras cosas que hacer? Quiero decir que en el Cuvier que tengo en mi casa de campo, hay grabados absolutamente destacables de esqueletos fósiles hechos por artistas consumados, lo que no es mejor que esta pequeña reducción de un cráneo de caballo, esculpida en hueso, que es de una exactitud anatómica tal que no sólo es convincente: es rigurosa.

Y bien, sólo mucho más tarde encontramos la huella de algo que es, sin ambigüedad, significante. Y ese significante está solo, pues ni sueño con dar, falto de información, un sentido especial a este pequeño aumento de intervalo que hay en algún lugar en esta línea de palotes; es posible, pero no puedo decir nada sobre esto. Lo que quiero decir, en cambio, es que aquí vemos surgir algo de lo que no digo que sea la primera aparición, pero en todo caso, una aparición cierta de algo que ustedes ven se distingue absolutamente de lo que puede designarse como la diferencia cualitativa: cada uno de esos trazos no es en absoluto idéntico a su vecino, pero no es porque sean diferentes que funcionan como diferentes, sino en razón de que la diferencia significante es distinta de todo lo que se refiere a la diferencia cualitativa, como acabo de mostrarlo con las cositas que acabo de hacer circular ante ustedes.

La diferencia cualitativa puede incluso en la ocasión subrayar la mismidad significante. Esta mismidad está constituida justanente porque el significante como tal sirve para connotar la diferencia en estado puro, y la prueba es que en su primera aparición, el 1 manifiestamente designa la multiplicidad actual. Dicho de otro modo, soy un cazador, ya que henos ahí transportados a nivel del Magdaleniano 4. Dios sabe que atrapar un animal no era mucho más simple en esa época que lo que lo es en nuestros días para aquellos que se llaman Bushmen, y era toda una aventura. Parece que luego de haber alcanzado al animal, había que acosarlo durante mucho tiempo hasta verlo sucumbir bajo el efecto del veneno. Mato uno, es una aventura, mato otro, es una segunda aventura que puedo distinguir de la primera por ciertos rangos, pero que se le parece esencialmente por estar marcada en la misma línea general la cuarta, puede haber confusiones: ¿qué es lo que la distingue de la segunda, por ejemplo? A la vigésima, ¿cómo haré para ubicarme?,  o aún más, ¿ sabré que he matado veinte?

El Marqués de Sade, en la calle Paradis de Marsella, encerrado con su pequeño valet, procedía de igual modo con los golpes diversamente variados que llevaba en compañía de su partenaire, aunque fuera con algunas comparsas, ellas mismas diversamente variadas. Este hombre ejemplar, cuyas relaciones con el deseo debían estar seguramente marcadas por un ardor poco común, se piense lo que se piense, marcaba en la cabecera de su cama, se dice, con pequeños trazos, cada uno de los golpes —para llamarlos por su nombre— que fue impulsado a llevar hasta su consumación esta especie de singular retiro probatorio. Seguramente, hay, que estar; uno mismo bien comprometido en la aventura del deseo, al menos de acuerdo a todo lo que el común de las cosas nos enseña acerca de la experiencia más ordinaria de los mortales, para tener una tal necesidad de orientarse en la sucesión de estas realizaciones sexuales; no es sin embargo impensable que en algunas épocas favorecidas de la vida, algo pueda volverse borroso (flou) del punto exacto donde se está en el campo de la numeración decimal.

De lo que se trata en la muesca, en el trazo marcado es algo de lo que no podemos ignorar que surge aquí algo nuevo en relación a lo que se puede llamar la inmanencia de alguna acción esencial cualquiera sea. Este ser que podemos imaginar aún desprovisto de ese modo de orientación, ¿qué es lo que hará al cabo de un tiempo bastante corto y limitado por la intuición, para que no se sienta simplemente solidario de un presente siempre facilmente renovado en el que nada ya le permite discernir lo que existe como diferencia en lo real? No basta con decir, es evidente que esta diferencia está en lo vivido del sujeto, del mismo modo que no basta decir »pero de todas maneras fulano de tal no soy yo». No es simplemente porque Laplanche tiene los cabellos así, que yo los tenga asá, y que él tenga los ojos de cierta manera, y que no tenga exactamente la misma sonrisa que yo, que es diferente. Ustedes dirán: Laplanche es Laplanche y Lacan es Lacan», pero es justamente ahí que está la cuestión, ya que justamente en el análisis se plantea la cuestión de que si, Laplanche no es el pensamiento de Lacan y si Lacan no es el ser de Laplanche, o vlceversa la cuestión no está suficientemente resuelta en lo real. Es el significante el que decide, es él el que introduce la diferencia como tal en lo real, y justamente en la medida en que no se trata de diferencias cualitativas.

Pero entonces, si ese significante en su función de diferencia es algo que se presenta así, bajo el modo de lo paradójico por ser justamente diferente de esta diferencia que se fundaría sobre la semejanza o no de ser otra cosa de distinto y, -lo repito- del que podemos muy bien suponer, porque lo tenemos a nuestro alcance, que hay seres que viven y se sostienen muy bien de ignorar completamente esta especie de diferencia que ciertamente, por ejemplo, no es accesible a mi perra, y no les muestro enseguida —porque se los mostraré en detalle, de una manera más articulada— que es por eso que aparentemente la única cosa que ella no sabe es que ella misma es. Y que ella misma sea, tenemos que buscar bajo qué modo esto está suspendido de esta especie de distinción particularmente manifiesta en el rasgo unitario en tanto lo que lo distingue no es una identidad de semejanza, es otra cosa.

¿Qué es esta otra cosa?

Es esto: es que el significante no es un signo. Un signo, se nos dice, es representar algo para alguien; el alguien está allí como soporte del signo. La definición primera que se puede dar de alguien es: alguien que es accesible a un signo. Es la forma más elemental, si puedo expresarme así, de la subjetividad, no hay aún aquí objeto, hay otra cosa: el signo que representa ese algo para alguien. Un significante se distingue de un signo en primer lugar en lo que trataré hacerles sentir: que los significante no manifiestan sino la presencia, en primer lugar de la diferencia como tal y ninguna otra cosa.

algo         S
signo
alguien

La primera cosa que implica entonces es que la relación del signo a la cosa está borrada: esos unos del hueso magdaleniano, vivo aquél que pudiera decirles signo de qué eran. Y estamos, gracias a Dios, bastante avanzados desde el Magdaleniano 4 como para saber que signo ustedes perciben con esto que para nosotros tiene la misma    especie, sin duda, de evidencia ingenua. Permítanme decirles, que «a es a» saber que, como se les ha enseñado en la escuela, no se pueden sumar trapos con servilletas, puerros con zanahorias y así sucesivamente, es absolutamente un error; esto no comienza a ser verdadero sino a partir de una definición de la adición que supone, se los aseguro, una cantidad de axiomas suficientes para cubrir toda esta parte del pizarrón.

En el nivel en que las cosas son consideradas en nuestros días en la reflexión matemática, particularmente, para llamarla por su nombre, en la teoría de los conjuntos, no podría tratarse en absoluto en las operaciones más fundamentales, tales como por ejemplo de reunión o intersección, de plantear condiciones tan exorbitantes para la validación de las operaciones. Ustedes pueden muy bien sumar lo que quieran a nivel de un cierto registro, por la simple razón de que de lo que se trata en un conjunto es, como lo ha expresado muy bien uno de los teóricos, especulando sobre una de las llamadas paradojas: no se trata ni de objetos ni de cosas, se trata de 1, exactamente en lo que se llama elemento de conjunto.

Esto no está suficientemente señalado en el texto al que hago alusión por una célebre razón: es que justamente esta reflexión sobre lo que es un 1 no está bien elaborada incluso por aquéllos que en la teoría matemática más moderna hacen, sin embargo, de él el uso más claro, y el más manifiesto. Este 1 como tal, en tanto marca la diferencia pura, es a él que vamos a referirnos para poner a prueba, en nuestra próxima reunión, las relaciones del sujeto con el significante. Tendremos en primer lugar que distinguir el significante del signo, y mostrar en que sentido el paso que damos es el de la cosa borrada; los diversos «borramientos», si me permiten utilizar esta fórmula en la que el significante sale a luz, nos darán precisamente los modos capitales de la manifestación del sujeto. De aquí en más, para indicarles, recordarles, las fórmulas con las cuales he anotado por ejemplo, la función de la metonimia, función S grande en la medida en que está en una cadena que se continúa por S’, S » , S «‘, etc…, es esto lo que debe darnos el efecto que llamé de

f    S   S’   S»   S»’   ……….. etc.

f   (S,  S’,   S» …)   =   S (-) s

«poco sentido» en la medida en que el signo menos designa, connota en cierto modo de aparición del significado, tal como resulta de la puesta en función de S, el significante, en una cadena significante. S (-) s.

Lo pondremos a la prueba de una substitución de esas S y S’ del 1, en tanto que justamente esta operación es absolutamente lícita, y ustedes lo saben mejor que nadie, ustedes para quienes la repetición es la base de vuestra experiencia: lo que constituye el nervio de la repetición, del automatismo de repetición para vuestra experiencia, no es que sea siempre la misma cosa lo que es interesante, sino el porqué eso se repite, eso justamente de lo que el sujeto, desde el punto de vista de su confort biológico no tiene, ustedes lo saben, estricta y verdaderamente ninguna necesidad, en lo que atañe a las repeticiones con las cuales tenemos que vérnoslas, es decir, las repeticiones más pegajosas, las más fastidiosas, las más síntomatógenas. Y es allí que debe dirigirse vuestra atención para revelar la incidencia como tal de la función del significante.

¿Cómo puede producirse esta relación típica con el sujeto constituida por la existencia del significante como tal, único soporte posible de lo que es para nosotros originalmente la experiencia de la repetición?

¿Me detendré aquí o les indicaré desde ahora cómo hay que modificar la fórmula del signo para discernir, para comprender lo que está en juego en el advenimiento del significante? El significante, al revés del signo, no es lo que representa algo para alguien es lo que representa precisamente al sujeto para otro significantes; mi perra está a la búsqueda de esos signos y luego, habla como ustedes saben, ¿por qué su hablar no es un lenguaje? Porque justamente yo soy para ella algo que puede darle signos, pero no puede darle significantes.

La distinción de la palabra, como puede existir a nivel preverbal y del lenguaje, consiste justamente en esta emergencia de la función del significante.