Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud)
Epicrisis
No he sido psicoterapeuta siempre, sino que me he educado, como otros neuropatólogos, en diagnósticos locales Y’ electroprognosis, y por eso a mí mismo me resulta singular que los historiales clínicos por mí escritos se lean como unas novelas breves, y de ellos esté ausente, por así decir, el sello de seriedad que lleva estampado lo científico. Por eso me tengo que consolar diciendo que la responsable de ese resultado es la naturaleza misma del asunto, más que alguna predilección mía; es que el diagnóstico local y las reacciones eléctricas no cumplen mayor papel en el estudio de la histeria, mientras que una exposición en profundidad de los procesos anímicos como la que estamos habituados a recibir del poeta me permite, mediando la aplicación de unas pocas fórmulas psicológicas, obtener una suerte de intelección sobre la marcha de una histeria. Tales historiales clínicos pretenden que se los aprecie como psiquiátricos, pero en una cosa aventajan a estos: el íntimo vínculo entre historia de padecimiento y síntomas patológicos, que en vano buscaríamos en las biografías de otras psicosis. Me he empeñado en entretejer los esclarecimientos que puedo dar sobre el caso de la señorita Elisabeth von R. en la exposición de su historial de curación; acaso no sea superfluo repetir aquí lo esencial en su trabazón. He descrito el carácter de la enferma, los rasgos que se repiten en tantos histéricos y que en verdad no parece que se puedan atribuir a una degeneración: talento, ambición, fineza moral, necesidad hipertrófica de amor, que al comienzo halla su satisfacción dentro de la familia; la independencia de su naturaleza, que rebasaba en mucho al ideal femenino y que se exteriorizaba en una buena porción de terquedad, espíritu combativo y reserva. Según lo informado por mí colega, en ninguna de las ramas de su familia se pesquisaba un lastre hereditario considerable; es cierto que su madre padeció durante años una desazón neurótica no explorada en detalle; pero sus hermanas, el padre y la familia de este podían contarse entre las personas equilibradas, no nerviosas. Entre los parientes más cercanos no se había producido ningún caso grave de neuropsicosis. Ahora bien, sobre esta naturaleza obraron unas dolientes emociones; en primer lugar, el influjo despotenciador de un largo cuidado de su amado padre enfermo. Hay buenas razones para que el cuidado de un enfermo desempeñe tan significativo papel en la prehistoria de la histeria. Una serie de los factores eficientes en ese sentido es evidente: la perturbación del estado corporal por dormir a saltos, el descuido del propio cuerpo, el efecto de rechazo que sobre las funciones vegetativas ejerce una preocupación que a uno lo carcome; sin embargo, yo estimo que lo esencial se encuentra en otra Parte. Quien tiene la mente ocupada por la infinidad de tareas que supone el cuidado de un enfermo, tareas que se suceden en interminable secuencia a lo largo de semanas y de meses, por una parte se habitúa a sofocar todos los signos de su propia emoción y, por la otra, distrae pronto la atención de sus propias impresiones porque le faltan el tiempo y las fuerzas para hacerles justicia. Así, el cuidador de un enfermo almacena en su interior una plétora de impresiones susceptibles de afecto; apenas si se las ha percibido con claridad, y menos todavía pudieron ser debilitadas por abreacción. Así se crea el material para una «histeria de retención». Si el enfermo cura, todas esas impresiones son fácilmente desvalorizadas; pero si muere, irrumpe el tiempo del duelo, en el cual sólo parece valioso lo que se refiere al difunto, y entonces les toca el turno también a esas impresiones que aguardaban tramitación y, tras un breve intervalo de agotamiento, estalla la histeria cuyo germen se había instilado mientras se cuidaba al enfermo. En ocasiones, este mismo hecho de la tramitación con posterioridad {nachträglich} de los traumas reunidos durante el cuidado al enfermo se encuentra también donde no se genera la impresión global de la condición patológica, pero el mecanismo de la histeria se ha mantenido. Así, conozco a una señora de elevadas dotes que padece de una leve afección nerviosa; todo su ser testimonia a la histérica, aunque ella nunca ha importunado a los médicos y jamás se vio obligada a interrumpir el cumplimiento de sus deberes. Esta señora ya ha cuidado hasta la muerte a tres o cuatro de sus deudos queridos, y cada vez hasta llegar al total agotamiento físico, pero luego de esas tristes operaciones no contrajo enfermedad alguna. Sin embargo, poco después de la muerte del enfermo empieza en ella el trabajo de reproducción que vuelve a ponerle ante los ojos las escenas de la enfermedad y de la muerte. Cada día recorre una de esas impresiones de nuevo, llora por ella y se consuela -uno diría: en su tiempo libre-. Semejante tramitación se le enhebra a través de los quehaceres del día sin que ambas actividades se enreden. Y el todo va pasando en ella por orden cronológico. Si el trabajo de recuerdo de un día coincide exactamente con un día del pasado, yo no lo sé. Conjeturo que ello depende del tiempo libre que le dejan los quehaceres hogareños (1). Además de estas «lágrimas reparadoras», que con breve intervalo siguen a la muerte, esta señora todos los años celebra unas periódicas conmemoraciones solemnes hacia la época de cada una de esas catástrofes, y aquí su viva reproducción visual y su exteriorización de afectos obedecen fielmente a la fecha. Por ejemplo, la encuentro bañada en lágrimas y le pregunto por simpatía qué ha sucedido hoy. Rechaza el interrogatorio a medías enojada: «¡Ah, no! Sólo fue que el especialista N. estuvo de nuevo ahí y nos dio a entender que nada se podía esperar. Yo no tuve tiempo de llorar en aquel momento». Se refiere a la fatal enfermedad de su marido, muerto tres años atrás. Sería para mí muy interesante saber si en estas conmemoraciones solemnes que retornan año tras año se le repiten siempre las mismas escenas, o cada vez son detalles diferentes los que se presentan para su abreacción, como yo lo conjeturaría teniendo en cuenta mi teoría (2). Pero no puedo averiguar nada seguro sobre eso; esta señora, tan inteligente como fuerte, se avergüenza de la intensidad con que obran sobre ella tales reminiscencias. Lo descarto de nuevo: esta mujer no se halla enferma; la abreacción subsecuente no es, a pesar de su semejanza, un proceso histérico. Cabe preguntarse, entonces, por qué en una persona sobreviene una histeria tras cuidar a un enfermo, y en otra no. No puede deberse a la predisposición personal, puesto que en la dama a que me he referido esta última estaba presente en máxima medida. Vuelvo a la señorita Elisabeth von R. Mientras cuidaba a su padre, pues, se generó en ella por vez primera un síntoma histérico; era un dolor en una parte definida del muslo derecho. El mecanismo de este síntoma se puede iluminar suficientemente sobre la base del análisis. Hubo un momento en que el círculo de representaciones de sus deberes hacia el padre enfermo entró en conflicto con el contenido que en aquella época tenía su ansiar erótico. En medio de vivos autorreproches, se decidió en favor de lo primero y así se creó el dolor histérico. Según la concepción que parece convenir a la teoría de la histeria como conversión, cabría exponer el proceso del siguiente modo: ella reprimió {desalojó} la representación erótica de su conciencia y trasmudó su magnitud de afecto a una sensación de dolor somático. No quedó en claro sí este primer conflicto se presentó una sola vez o repetidas veces; más probable es lo segundo. Un conflicto totalmente similar -aunque de superior significatividad moral y mejor atestiguado por el análisis- se repitió unos años después y condujo a un aumento de esos mismos dolores y a su difusión más allá de las fronteras inicialmente establecidas. De nuevo era un círculo de representaciones eróticas el que entraba en conflicto con todas sus representaciones morales, pues la inclinación recaía sobre su cuñado, y tanto en vida de su hermana como después de su muerte era para ella un pensamiento inaceptable que ansiara justamente a ese hombre para sí. El análisis proporcionó detallada noticia sobre este conflicto que constituye el punto central del historial clínico. Acaso la inclinación de la enferma hacia su cuñado germinaba desde mucho antes; su desarrollo fue favorecido por el agotamiento físico tras el nuevo cuidado de enfermo, el agotamiento moral tras varios años de desengaños; su tiesura interior empezó a aflojarse por entonces, y ella se confesó que necesitaba el amor de un hombre. Al tratarlo durante semanas (en aquel lugar de restablecimiento), esa inclinación erótica alcanzó su plasmación plena juntamente con los dolores, y para la misma época el análisis atestigua un particular estado psíquico de la enferma, estado cuya conjunción con aquella inclinación y los dolores parece posibilitar una inteligencia del proceso en el sentido de la teoría de la conversión. Debo arriesgar, en efecto, la tesis de que en aquella época la enferma no era claramente conciente de la inclinación hacia su cuñado, por intensa que ella fuera, salvo en rarísimas ocasiones y, aun en estas, por contados momentos. De no haber sido así, habría devenido conciente de la contradicción entre esa inclinación y sus representaciones morales, y por fuerza sufriría unos martirios anímicos como le vi padecer tras nuestro análisis. Su recuerdo no tenía nada para informar sobre tales padeceres, se los había ahorrado; por lo tanto, ella misma no había tenido clara su inclinación. En aquel tiempo, como en el del análisis, el amor por su cuñado estaba presente en su conciencia al modo de un cuerpo extraño, sin que hubiera entrado en vinculaciones con el resto de su representar. Había preexistido ese singular estado de saber y al mismo tiempo no saber con respecto a esa inclinación, el estado del grupo psíquico divorciado. Pues bien, no se mienta otra cosa cuando uno asevera que esa inclinación no le había sido «claramente conciente»; no se mienta una cualidad inferior ni un grado más bajo de conciencia, sino un divorcio del libre comercio de pensamiento asociativo con los restantes contenidos de representación. Ahora bien, ¿cómo pudo suceder que un grupo de representación de tan intenso acento se mantuviera tan aislado {isoIieren}? Ello se nos plantea porque, en general, con la magnitud de afecto de una representación aumenta también su papel en la asociación. Uno puede responder esta pregunta si toma en consideración dos hechos que es lícito emplear como bien certificados: 1 ) que los dolores histéricos se generaron al mismo tiempo que se formó aquel grupo psíquico separado, y 2) que la enferma oponía una gran resistencia al intento de establecer la asociación entre el grupo psíquico separado y sus restantes contenidos de conciencia, y cuando esa reunión a pesar de todo se consumó, sintió un gran dolor psíquico. Nuestra concepción de la histeria conjuga ambos factores con el hecho de la escisión de conciencia, afirmando: el punto 2 contiene la referencia al motivo de la escisión de conciencia, y el punto 1 a su mecanismo. El motivo era el de la defensa, la revuelta del yo todo a conciliarse con ese grupo de representación; el mecanismo era el de la conversión, vale decir, en lugar de los dolores anímicos que ella se había ahorrado emergieron los corporales; así se introdujo una trasmudación de la que resultó, como ganancia, que la enferma se había sustraído de un estado psíquico insoportable, es cierto que al costo de una anomalía psíquica -la escisión de conciencia consentida- y de un padecer corporal -los dolores, sobre los cuales se edificó una astasia-abasia-. En verdad, no puedo proporcionar una especificación del modo en que se establece una conversión así; es evidente que no se la crea como se ejecuta adrede una acción voluntaria: es un proceso que se consuma en un individuo bajo la impulsión del motivo de la defensa, cuando ese individuo -en su organización, o en una eventual modificación de esta- es portador de la proclividad para ello (3). Es justo exigir a la teoría y preguntar: ¿Qué se muda aquí en dolor corporal? La cauta respuesta rezará: algo desde lo cual habría podido y debido devenir dolor anímico. Si uno se atreve a dar un paso más y a ensayar una suerte de figuración algebraica de la mecánica de la representación, puede atribuir al complejo de representación de esta inclinación que ha permanecido inconciente un cierto monto de afecto, y designar a esta última cantidad como la convertida. Una consecuencia directa de esta concepción sería que el «amor inconciente» perdiera tanto en intensidad, en virtud de esa conversión, que resultara deprimido a la condición de una representación débil; y entonces sería este debilitamiento, y sólo él, el que posibilitaría su existencia como grupo psíquico divorciado. Sin embargo, el presente caso no es apto para ofrecer contenido intuitivo en esta materia tan espinosa. Es probable que sólo corresponda a una conversión incompleta; otros casos nos muestran con verosimilitud que se producen también conversiones completas y que en estas la representación inconciliable ha sido de hecho «reprimida» como sólo puede serlo una representación muy poco intensiva. Consumada la reunificación asociativa, los enfermos aseveran que desde la génesis del síntoma histérico nunca más se ocuparon en su pensamiento de la representación inconciliable. Sostuve antes que en ciertas oportunidades, si bien de manera sólo fugitiva, la enferma discernía también concientemente el amor hacia su cuñado. Un momento así fue, por ejemplo, cuando ante el lecho de su hermana se le pasó por la cabeza el pensamiento: «Ahora él queda libre y tú puedes convertirte en su esposa». Debo elucidar el significado de este momento para la concepción de la neurosis en su conjunto. Pues bien, opino que en el supuesto de una «histeria de defensa» ya está contenida la exigencia de que haya ocurrido al menos uno de tales momentos. Antes de él la conciencia no sabe cuándo se instalará una representación inconciliable; esta, que luego será excluida junto con su séquito para la formación de un grupo psíquico separado, tiene que ser inicialmente admitida en el comercio de pensamiento, pues de lo contrario no se habría producido el conflicto que llevó a su exclusión (4). Justamente a esos momentos, pues, cabe designar «traumáticos»; en ellos ha sobrevenido la conversión cuyos resultados son la escisión de conciencia y el síntoma histérico. En la señorita Von R. todo indica una multiplicidad de tales momentos (las escenas de la caminata, la meditación matinal, el baño, ante el lecho de la hermana); y hasta quizá nuevos momentos de esa índole ocurrieron en el curso del tratamiento. En efecto, la multiplicidad de esos momentos traumáticos es posibilitada por el hecho de que una vivencia semejante a la que introdujo por primera vez la representación inconciliable aporta excitación nueva al grupo psíquico divorciado, y así cancela provisionalmente el éxito de la conversión. El yo se ve precisado a ocuparse de esta representación reforzada que surge como súbito relámpago y a restablecer el estado anterior mediante una nueva conversión. La señorita Elisabeth, que mantenía continuo trato con su cuñado, por fuerza estaba expuesta de particular modo a la emergencia de nuevos traumas. Para esta exposición yo habría preferido un caso cuya historia traumática estuviera clausurada en el pasado. Ahora debo ocuparme de un punto que he señalado como una dificultad para entender el presente historial clínico. Sobre la base del análisis supuse que en la enferma sobrevino una primera conversión mientras cuidaba a su padre, y ello en el momento en que sus deberes como cuidadora entraron en querella con su ansiar erótico; y que ese proceso fue el arquetipo del otro, posterior, que llevó al estallido de la enfermedad en aquel lugar de restablecimiento alpino. Sin embargo, de las comunicaciones de la enferma se desprende que en la época de su cuidado del padre y en el lapso que siguió, que yo he designado como «primer período», no sufrió dolores ni debilidad al caminar. Es verdad que unos dolores en los pies la postraron en cama durante algunos días cuando la enfermedad de su padre, pero era dudoso que ese ataque debiera atribuirse ya a la histeria. En el análisis no se comprobó vínculo causal alguno entre estos primeros dolores e impresiones psíquicas cualesquiera; es posible, y aun verosímil, que en ese tiempo se tratara de dolores reumáticos musculares, comunes. Y aunque uno se aviniera a suponer que ese primer ataque de dolores fue el resultado de una conversión histérica a consecuencia de la desautorización de sus pensamientos eróticos de entonces, permanece inconmovible el hecho de que los dolores desaparecieron a los pocos días, de suerte que la enferma parecía haberse comportado en la realidad de manera diversa a la que mostraba en el análisis. Durante la reproducción del llamado primer período, acompañaba todos los relatos de la enfermedad y muerte del padre, de las impresiones recibidas en su trato con el primer cuñado, etc., con exteriorizaciones de dolores, en tanto que en la época en que vivenció esas impresiones no había registrado dolor alguno. ¿No es esta una contradicción apta para disminuir en mucho la confianza en el valor esclarecedor de semejante análisis? Creo poder solucionar la contradicción suponiendo que los dolores -el producto de la conversión– no se generaron mientras la enferma vivenciaba las impresiones del primer período, sino con efecto retardado (nachträglich}, vale decir, en el segundo período, cuando la enferma reprodujo esas impresiones en sus pensamientos. La conversión no habría seguido a las impresiones frescas, sino al recuerdo de ellas. Por lo demás, opino que un proceso así no es nada desacostumbrado en la histeria, tiene participación regular en la génesis de los síntomas histéricos. Pero como es evidente que una aseveración como esta no ilumina el problema, intentaré hacerla verosímil exponiendo otras experiencias. Cierta vez me sucedió, durante un tratamiento analítico de esta clase, que en una enferma se plasmara un síntoma histérico nuevo, de suerte que yo pude abordar su remoción al día siguiente de su génesis. Intercalaré aquí, en sus rasgos esenciales, la historia de esta enferma; es bastante simple y no carece de interés.
Continúa en ¨Historiales clínicos: Señorita Elisabeth von R. (Freud) EPICRISIS, segunda parte; señorita Rosalia H.¨
Notas:
1- [Esta descripción del «trabajo de recuerdo» parece anticipar la del «trabajo de duelo», que Freud efectuó mucho después en «Duelo y melancolía» (1917e).]
2- Cierta vez hube de enterarme con asombro de que tal «abreacción reparadora» -tras unas impresiones que no se debían al cuidado de un enfermo- puede formar el contenido de una neurosis de otro modo enigmática. Sucedió con una bella muchacha de diecinueve años, la señorita Mathilde H. La había visto por primera vez a causa de una parálisis parcial de las piernas, pero meses más tarde acudió a mi tratamiento porque su carácter se había alterado: desazonada hasta la desgana de vivir, se mostraba desconsiderada con su madre, irritable y hosca. El cuadro total de la paciente no me permitía suponer una melancolía ordinaria. Era muy fácil situarla en sonambulismo profundo, y me valí de esta peculiaridad suya para impartirle en cada oportunidad mandamientos y sugestiones que ella escuchaba en un dormir profundo y acompañaba con profusas lágrimas, pero que poco modificaban su estado. Cierto día se volvió más locuaz en la hipnosis y me comunicó que la causa de su desazón era la ruptura de su noviazgo, ocurrida varios meses antes. En el trato asiduo con su prometido habían ido saliendo a la luz muchas más cosas que -según aseveró- les resultaban desagradables a ella y a su madre, pero por otra parte las ventajas materiales del enlace eran tan palpables que no era fácil decidirse a la ruptura. Así, ambas oscilaron entre una y otra alternativa durante largo tiempo; ella misma había caído en un estado de indecisión en que, apática, dejaba que pasara lo que pasase, y por fin su madre pronunció en lugar de ella el «No» decisivo. Continuó refiriendo que tiempo después despertó como de un sueño, empezó a ocuparse celosamente en su pensamiento de la decisión ya tomada, a pesar entre sí los pros y contras, y este proceso proseguía aún en su interior. Dijo vivir en la duda en aquel tiempo; cada día tenía el talante y los pensamientos que correspondían a los días de aquel período, su animadversión hacia la madre sólo se fundaba en circunstancias entonces vigentes, y al lado de esta actividad de pensamiento la vida presente se le antojaba como una seudoexistencia, como algo soñado. – No volví a conseguir que la muchacha hablara; continué con mis consejos en sonambulismo profundo, la vi anegarse en lágrimas cada vez sin que me respondiera nunca, y un buen día, más o menos el del aniversario del compromiso, hete aquí que todo el estado de desazón se le pasó, lo cual se me computó como un gran éxito terapéutico hipnótico.
3- A esta proclividad se refiere tal vez la expresión «solicitación somática», utilizada en el caso «Dora» (1905e), AE, 7, págs. 37-8.
4- Diverso es el caso de una histeria hipnoide; en este, el contenido del grupo psíquico separado nunca habría estado en el yo-conciencia.