Señorita Anna O. (Breuer)
Señorita Anna O. (Breuer) La señorita Anna O., de 21 años cuando contrajo la enfermedad (1880), parece tener un moderado lastre neuropático a juzgar por algunas psicosis sobrevenidas en su familia extensa; los padres son sanos, pero nerviosos. Ella fue siempre sana antes, sin mostrar nerviosismo alguno en su período de desarrollo; tiene inteligencia sobresaliente, un poder de combinación asombrosamente agudo e intuición penetrante; su poderoso intelecto habría podido recibir un sólido alimento espiritual y lo requería, pero este cesó tras abandonar la escuela. Ricas dotes poéticas y fantasía, controladas por un entendimiento tajante y crítico. Este último la volvía también por completo insugestionable; sólo argumentos, nunca afirmaciones, influían sobre ella. Su voluntad era enérgica, tenaz y persistente; muchas veces llegaba a una testarudez que sólo resignaba su meta por bondad, por amor hacia los demás. Entre los rasgos más esenciales del carácter se contaba una bondad compasiva; el cuidado y el amparo que brindó a algunos pobres y enfermos le prestaron a ella misma señalados servicios en su enfermedad, pues por esa vía podía satisfacer una intensa pulsión. – Mostraba siempre una ligera tendencia a la desmesura en sus talantes de alegría y de duelo; por eso era de genio un poco antojadizo. El elemento sexual estaba asombrosamente no desarrollado; la enferma, cuya vida se volvió trasparente para mí como es raro que ocurra entre seres humanos, no había conocido el amor, y en las masivas alucinaciones de su enfermedad no afloró nunca ese elemento de la vida anímica. Esta muchacha de desbordante vitalidad espiritual llevaba una vida en extremo monótona, y es probable que el modo en que ella se la embellecía resultara decisivo para su enfermedad. Cultivaba sistemáticamente el soñar diurno, al que llamaba su «teatro privado». Mientras todos la creían presente, revivía en su espíritu unos cuentos: si la llamaban, estaba siempre alerta, de suerte que nadie sospechaba aquello. Esa actividad trascurría junto a los quehaceres hogareños, que ella cumplía de manera intachable. Informaré luego sobre cómo esa ensoñación habitual de la mujer sana pasó directamente a la enfermedad. El ciclo de la enfermedad se descompone en varias fases bien separadas; ellas son: A. Incubación latente. Desde mediados de julio de 1880 hasta el 10 de diciembre, más o menos. Esta fase casi siempre se sustrae de nuestro conocimiento, pero en este caso, debido a su peculiaridad, se pudo averiguarla de una manera tan completa que ya por ese hecho estimo en mucho su interés patológico. Expondré luego esta parte del historial. B. Contracción manifiesta de la enfermedad; una psicosis peculiar, parafasia, strabismus convergens, perturbaciones graves de la visión, parálisis por contractura, total en la extremidad superior derecha y en ambas inferiores, parcial en la extremidad superior izquierda, paresia de la musculatura cervical. Progresiva reducción de la contractura en las extremidades del lado derecho. Alguna mejoría, interrumpida por un grave trauma psíquico (muerte del padre) en abril, a lo cual sigue: C. Un período de sonambulismo persistente, que luego alterna con estados más normales; continuación de una serie de síntomas duraderos hasta diciembre de 1881. D. Progresiva involución de esos estados y fenómenos hasta junio de 1882. En julio de 1880, el padre de la paciente, a quien ella amaba con pasión, contrajo un absceso de peripleuritis que no sanó y a consecuencia del cual murió en abril de 1881. Durante los primeros meses de esa enfermedad, Anna se consagró al cuidado del enfermo con toda la energía de su ser, y a nadie sorprendió que se debilitara mucho. Nadie, quizá tampoco la propia paciente, sabía lo que le estaba sucediendo; pero poco a poco empeoró tanto su estado de debilidad, anemia, asco ante los alimentos, que para su máximo dolor la alejaron del cuidado del enfermo. La ocasión más inmediata para ello la ofreció una tos intensísima, a raíz de la cual la examiné por primera vez. Era una típica tussis nervosa. Pronto acusó una llamativa necesidad de reposo en las horas de la siesta, a lo cual seguía al atardecer un estado de adormecimiento y luego una intensa inquietud. A. comienzos de diciembre surgió el strabismus convergens. Un oculista lo explicó (erróneamente) como paresia de un abductor. El 11 de diciembre la paciente cayó en cama, y siguió en ella hasta el 1º de abril. En rápida sucesión se desarrollaron una serie de graves perturbaciones, en apariencia totalmente nuevas. Dolores en el sector posterior izquierdo de la cabeza; strabismus convergens (diplopia), que las emociones agravaban mucho; queja de ver inclinarse las paredes (afección del obliquus). Perturbaciones visuales de difícil análisis; paresia de los músculos anteriores del cuello, de suerte que la paciente terminó por mover la cabeza sólo si la apretaba hacia atrás entre los hombros alzados y giraba la espalda. Contractura y anestesia de la extremidad superior derecha y, pasado algún tiempo, de la inferior de ese mismo lado; esta última, extendida por completo, aducida y rotada hacia adentro; luego, igual afección apareció en la extremidad inferior izquierda y, por último, en el brazo izquierdo, cuyos dedos conservaron empero cierta movilidad. Tampoco las articulaciones del hombro de ambos lados quedaron por completo rígidas. El máximo de la contractura afectaba a los músculos del brazo, así como luego, cuando la anestesia pudo ser examinada con mayor precisión, la zona del codo demostró ser la más insensible. Al comienzo de la enfermedad, el examen de la anestesia no era completo a causa de la resistencia de la paciente, debida a unos sentimientos de angustia. En ese estado empecé a tratar a la enferma, y pronto pude convencerme de estar ante una grave alteración psíquica. Existían dos estados de conciencia enteramente separados; alternaban entre sí muy a menudo, y sin transición, y fueron divorciándose cada vez más en el curso de la enfermedad. En uno de ellos conocía a su contorno, estaba triste y angustiada pero relativamente normal; en el otro alucinaba, se «portaba mal», vale decir insultaba, arrojaba las almohadas a la gente toda vez que se lo permitía su contractura, arrancaba con sus dedos móviles los botones del cubrecamas y la ropa blanca, etc. Si durante esa fase se alteraba algo dentro de la habitación, entraba o salía alguien, ella se quejaba después de que le faltaba tiempo, e indicaba las lagunas en el decurso de sus representaciones concientes. Toda vez que luego se le disimulaba eso en lo posible y se procuraba tranquilizarla ante su queja de que se volvía foca, a aquella botadura de los almohadones, etc., seguían todavía quejas en cuanto al trato a que se la sometía, el desorden en que se la dejaba, etc. Esas ausencias ya se habían observado cuando aún no había caído en cama; entonces se atascaba en mitad de lo que iba diciendo, repetía las últimas palabras y tras breve lapso retomaba el hilo. Poco a poco esto tomó las dimensiones descritas, y en el apogeo de la enfermedad, cuando la contractura le afectó también el lado izquierdo, sólo por breves lapsos estaba casi normal durante el día. Pero las perturbaciones desbordaban también sobre los momentos de conciencia relativamente clara; rapidísima alternancia de talantes extremos, fugacísima alegría, de ordinario sentimientos de angustia grave, oposición empecinada a todas las prescripciones terapéuticas, angustiosas alucinaciones sobre unas serpientes negras, que tal le parecían sus cabellos, cintas, etc., Tras eso ella misma se exhortaba a no ser tan tonta, pues que eran sólo sus cabellos, etc. En momentos de claridad total, se quejaba de las profundas tinieblas que invadían su cabeza, de que no podía pensar, se volvía ciega y sorda, tenía dos yoes, el suyo real y uno malo que la constreñía a un comportamiento díscolo, etc. A las siestas caía en una somnolencia que duraba más o menos hasta pasada una hora de la puesta del sol; luego despertaba, se quejaba de que algo la martirizaba, o más bien repetía siempre el infinitivo: «Martirizar, martirizar». Después, simultánea a la formación de las contracturas sobrevino una profunda desorganización funcional del lenguaje. Primero se observó que le faltaban palabras, y poco a poco esto cobró incremento. Luego, su lenguaje perdió toda gramática, toda sintaxis, la conjugación íntegra del verbo; por último lo construía todo mal, las más de las veces con un infinitivo creado a partir de formas débiles del participio y el pretérito, sin artículo. En un desarrollo ulterior, también le faltaron casi por completo las palabras, las rebuscaba trabajosamente entre cuatro o cinco lenguas y entonces apenas si se la entendía. En sus intentos de escribir (al principio, hasta que la contractura se lo impidió por completo), lo hacía en ese mismo dialecto. Durante dos semanas enteras cayó en total mutismo, y en sus continuados y tensos ensayos de hablar no profería sonido alguno. Aquí por vez primera se volvió claro el mecanismo psíquico de la perturbación. Yo sabía que algo la había afrentado {mortificado} mucho N, se había decidido a no decir nada. Cuando lo hube colegido y la compelí a hablar acerca de ello, desapareció la inhibición que hasta entonces le imposibilitara además cualquier otra proferencia. Esto coincidió en el tiempo con el retorno de la movilidad en las extremidades del lado izquierdo, en marzo de 1881; la parafasia cedió, pero ahora sólo hablaba en inglés, al parecer sin saber que lo hacía; reñía con la enfermera, quien desde luego no la entendía; sólo varios meses después logré convencerla de que hablaba en inglés. Empero, ella entendía a su contorno germanohablante. Sólo en momentos de gran angustia el lenguaje se le denegaba por completo o mezclaba entre sí los más diversos idiomas. En sus horas mejores, más libres, hablaba en francés o italiano. Entre esos períodos y aquellos en que hablaba en inglés existía una amnesia total. Entonces cedió también el estrabismo, que por último aparecía únicamente en caso de emoción violenta; volvió a mover la cabeza. El 1º de abril abandonó la cama por primera vez. Pero el 5 de abril murió su padre, endiosado por ella, y a quien en el curso de su propia enfermedad sólo había visto por breve tiempo y raras veces. Era el más grave trauma psíquico que pudiera afectarla. A una emoción violenta siguió un profundo estupor, que duró cerca de dos días y del que salió en un estado muy alterado. Continuaron la contractura del brazo y la pierna del lado derecho, así como la anestesia, no profunda, de esos miembros. Subsistió un alto grado de estrechamiento del campo visual. De un ramillete de flores, que la alegraba mucho, veía sólo una flor por vez. Se quejaba de no reconocer a las personas. Antes reconocía los rostros sin verse precisada a un empeño deliberado; ahora, en ese laboriosísimo «recognizing work» {«trabajo de reconocimiento »} debía decirse: la nariz es así, de tal suerte los cabellos, por consiguiente es tal o cual persona. La gente se le convertía como en unas figuras de cera, sin relación con ella. Muy penosa le resultaba la presencia de algunos parientes cercanos, y ese «instinto negativo» fue en aumento. Si entraba en la habitación alguien a quien antes habría tenido gusto en ver, lo reconocía, por breve lapso estaba presente, y enseguida volvía a su ensimismamiento; esa persona desaparecía así para ella. Sólo a mí me conocía siempre cuando yo entraba; también permanecía siempre presente y despabilada mientras hablaba con ella, salvo en las ausencias alucinatorias que le seguían sobreviniendo de una manera por entero repentina. Ahora sólo hablaba en inglés y no entendía lo que se le decía en alemán. Sus allegados debían hablar en inglés con ella; hasta la enfermera aprendió a entenderla en alguna medida. Pero leía en francés e italiano; sí debía hacerlo en voz alta, con asombrosa presteza y fluidez daba una versión inglesa de lo escrito en la hoja. Empezó a escribir de nuevo, pero de una manera curiosa; escribía con la mano izquierda ágil, pero en letras de imprenta del tipo «Antigua», con un alfabeto que se había construido a partir de su Shakespeare. Si ya antes había tomado mínimas porciones de alimento, ahora se rehusaba por completo a comer; pero permitió que yo la alimentara, de suerte que su nutrición fue en rápido aumento. Después que se le suministraba comida, nunca omitía lavarse la boca, y lo hacía también cuando por una razón cualquiera no había comido nada -un signo de cuán ausente se encontraba . La. somnolencia a la siesta y el sopor profundo hacia el atardecer perduraban. Pero si después se declaraba {Aus sprechen} (más adelante consideraré este punto con profundidad), le volvían la claridad, la tranquilidad, la alegría. Ese estado relativamente tolerable no duró mucho. Unos diez días después de la muerte de su padre se llamó a un médico en consulta; ella lo ignoró absolutamente, como a todos los extraños, mientras yo le hacía demostración de todas sus rarezas. «That’s like an examination» {«Es como un examen»}, dijo riendo cuando le hice leer en voz alta un texto en francés que ella pasó al inglés. El médico extraño procuraba meter baza, hacérsele notable; en vano. Era la verdadera «alucinación negativa» que después se ha producido tan a menudo por vía experimental. Por fin el médico consiguió quebrar esta soplándole humo al rostro. De pronto ella vio a un extraño, se precipitó sobre la puerta para quitar la llave, y cayó al piso desmayada; siguió un breve ataque de cólera y luego uno de fuerte angustia, que pude apaciguar con gran trabajo. Desdichadamente debí partir de viaje esa misma tarde, y cuando regresé varios días después hallé muy empeorada a la enferma. Se había abstenido totalmente de comer durante ese tiempo, sentimientos de angustia la anegaban, en sus ausencias alucinatorias proliferaban figuras terroríficas, calaveras, esqueletos. Como al vivir estas cosas las teatralizaba diciéndolas en parte, sus allegados las más de las veces conocían el contenido de estas alucinaciones. A la siesta, somnolencia; hacia el atardecer, la hipnosis profunda para la cual ella había hallado la designación técnica de «clouds» («nubes»). Si luego podía referir las alucinaciones del día, despertaba con mente clara, tranquila, alegre, se ponía a trabajar, dibujaba o escribía durante la noche con pleno uso de razón; hacia las cuatro se metía en cama, y por la mañana la misma escena recomenzaba, igual al día anterior. Era en extremo llamativa esa oposición entre la enferma diurna enajenada, asediada por alucinaciones, y la muchacha con plena claridad espiritual por las noches. A pesar de esta euforia nocturna, su estado psíquico siguió empeorando cada vez más; sobrevinieron intensos impulsos suicidas, que volvieron imposible que siguiera residiendo en un tercer piso. Por eso se la trasladó contra su voluntad a una casa de campo de las cercanías de Viena (el 7 de junio de 1881). Yo nunca la había amenazado con este alejamiento que le resultaba aborrecible, pero ella lo esperaba y temía en silencio. También con esta ocasión se volvió patente el dominio que sobre su perturbación psíquica ejercía el afecto de angustia. Así como tras la muerte de su padre le sobrevino un estado calmo, también se tranquilizó ahora, después que se produjo lo que temía. No, en verdad, sin que los primeros tres días con sus noches, siguientes a la mudanza, los pasara sin dormir ni probar bocado, con repetidos intentos de suicidio (que en el jardín no eran peligrosos), rotura de ventanas, etc., alucinaciones sin ausencia, lo cual las diferenciaba enteramente de las otras. Después se tranquilizó, tomó el alimento que le suministraba la enfermera, y también cloral al anochecer. Antes de describir la ulterior trayectoria, debo retroceder una vez más y exponer una peculiaridad del caso, que hasta ahora sólo rocé de pasada. Ya señalé que en todo el ciclo anterior diariamente aquejaba a la enferma una somnolencia a las siestas, que hacia el atardecer se convertía en sueño profundo («clouds»). (Es muy verosímil derivar esta periodicidad simplemente de las circunstancias que rodearon su cuidado del padre, al que se había consagrado durante meses. Por la noche velaba junto al lecho del enfermo, o permanecía en su cama despierta hasta la mañana, al acecho y llena de angustia; a la siesta se recostaba para reposar algún tiempo, como casi siempre suele hacerlo una persona en su situación, y acaso este tipo de vigilia nocturna y sueño a las siestas se deslizó de contrabando en su propia enfermedad y persistió cuando hacía ya tiempo que el sueño había sido reemplazado por un estado hipnótico.) Cuando el sopor duraba más o menos una hora, se ponía inquieta, removiéndose de un lado al otro y exclamando una y otra vez: «Martirizar, martirizar», siempre con los ojos cerrados. Por otra parte, se había reparado en que durante sus ausencias diurnas evidentemente forjaba siempre alguna situación o historia, de cuya trama daban noticia ciertas palabras murmuradas. Pues bien; sucedió, por casualidad al comienzo, y luego de manera deliberada, que alguno de sus allegados dejaba caer una de esas palabras claves mientras la paciente se quejaba de su «martirizar»; de pronto ella se acordaba y empezaba a pintar una situación o a relatar una historia, al principio balbuciéndola en su dialecto parafásico, y con mayor fluidez cuando avanzaba, hasta que al final hablaba un correctísimo alemán. (En la primera época, antes que diera en hablar sólo en inglés.) Las historias, siempre tristes, eran en parte muy lindas, del tipo de Bilderbuch obne Bilder, de Andersen, y probablemente construidas según este modelo; las más de las veces, su punto de partida o su argumento era la situación de una muchacha sentada ante el lecho de un enfermo y presa de angustia; no obstante, también eran procesados otros motivos, de índole por entero diversa. – Momentos después de terminado el relato, despertaba, manifiestamente tranquilizada o, como ella decía, «gehäglich». Por las noches volvía a intranquilizarse, y a la mañana, tras dos horas de sueño, no había duda de que ya estaba dentro de otro círculo de representaciones. Si en la hipnosis del anochecer no podía referirme la historia, le faltaba aquella calma y al día siguiente era preciso que refiriera dos historias para producir esa tranquilidad. Lo esencial del fenómeno descrito -la acumulación y condensación de sus ausencias en la autohipnosis del anochecer, la eficacia de los productos fantásticos como estímulo psíquico, y el alivio y eliminación del estado estimulador mediante su declaración en la hipnosis permaneció constante a lo largo del medio año de observación que restaba. Tras la muerte de su padre, las historias se volvieron desde luego más trágicas aún, aunque sólo con el empeoramiento de su estado psíquico, que siguió al ya referido violento quebrantamiento de su sonambulismo, esos informes del anochecer perdieron el carácter de una creación poética más o menos libre y se trocaron en unas series de alucinaciones temerosas, terroríficas, que ya a lo largo del día se podían deducir del comportamiento de la enferma. Pero ya he descrito cuán completa era la liberación de su psique después que, sobrecogida de angustia y horror, había reproducido y declarado todas esas imágenes terroríficas. En el campo, donde yo no podía visitar a la enferma diariamente, el asunto se desarrolló del siguiente modo: Yo acudía al anochecer, cuando la sabía dentro de su hipnosis, y le quitaba todo el acopio de fantasmas {Phantasme} que ella había acumulado desde mi última visita. Esto debía ser exhaustivo si se quería obtener éxito. Entonces ella quedaba completamente tranquila, y, al día siguiente, amable, dócil, laboriosa, hasta alegre; pero el día subsiguiente, cada vez más caprichosa, terca, desagradable, lo cual tomaba incremento el tercer día. En este talante, ni siquiera en la hipnosis era siempre fácil moverla a declarar, procedimiento para el cual ella había inventado el nombre serio y acertado de «talking cure» («cura de conversación») y el humorístico de «chimney-sweeping» («limpieza de chimenea») . Ella sabía que tras la declaración perdería toda su testarudez y «energía»; y cuando (a raíz de un intervalo más largo) ya estaba de mal humor, rehusaba «conversar» y yo debía arrancarle las palabras esforzándola, y con ruegos y algunos artificios, como empezar yo mismo pronunciando una fórmula inicial estereotipada de sus historias. De todas maneras, sólo hablaba después que se había convencido de mi identidad tanteando con cuidado mis manos. Las noches en que no se había conseguido el sosiego por declaración era preciso recurrir al cloral. Antes ya lo había intentado alguna vez, pero ahora debí suministrarle cinco gramos, y al sueño le precedía una embriaguez que duraba horas; estando yo presente, esa embriaguez era alegre, pero en mi ausencia emergía un desagradable estado de emoción angustiosa. (Señalo de pasada que esa severa embriaguez no modificaba en nada la contractura.) Yo había podido evitar los narcóticos porque la declaración traía consigo al menos tranquilidad, si bien no sueño. En el campo, las noches entre los alivios hipnóticos eran tan insoportables que resultó forzoso buscar refugio en el cloral; pero poco a poco fue necesitando menos. El sonambulismo persistente no reapareció; en cambio, prosiguió la alternancia de los dos estados de conciencia. En medio de la conversación alucinaba, salía corriendo, intentaba treparse a un árbol, etc. Si se la retenía, pasado brevísimo lapso retomaba la frase interrumpida, sin saber qué había ocurrido entretanto. Pero en la hipnosis todas esas alucinaciones aparecían luego en su informe. Su estado mejoró en líneas generales; se podía alimentarla, dejaba que la enfermera le llevara la comida a la boca; sólo al pan lo pedía, y luego lo rechazaba tan pronto tocaba sus labios; la paresia por contractura de la pierna cedió sustancialmente; también cobró el debido aprecio y gran afecto por el médico que la visitaba, mi amigo el doctor B. De Gran ayuda fue un perro de Terranova que le habían dado y al que amaba con pasión. Cierta vez que este, su preferido, atacó a un gato, fue hermoso ver cómo la endeble muchacha rescataba a la víctima empuñando la fusta en la mano izquierda y dominando con ella al enorme animal. Más tarde amparó a algunos enfermos pobres, lo cual le fue de gran utilidad. La prueba más nítida del efecto estimulador patógeno que sobre ella ejercían los complejos de representación producidos en las ausencias, su «condition seconde», así como de su trámite mediante la declaración en estado de hipnosis, la recibí a mi regreso de un viaje de vacaciones de varías semanas. En ese intervalo no se emprendió ninguna «talking cure», pues no había caso de que la enferma refiriera sus historias a alguien que no fuera yo, ni siquiera al doctor B., con quien había simpatizado cordialmente. La encontré en un triste estado moral: desidiosa, indócil, lunática, hasta maligna. En los relatos del anochecer se advirtió que su vena de fantasía poética sin duda estaba por agotarse; eran, cada vez más, unos informes sobre sus alucinaciones y a veces sobre lo que la había enojado durante los días trascurridos: de ropaje fantástico, es cierto, pero lo fantástico consistía más en fórmulas estereotipadas que en lo poético de su creación. Ahora bien, sólo se obtuvo un estado soportable cuando hice trasladar a la paciente por una semana a la ciudad, y allí cada anochecer le arrancaba de tres a cinco historias. Cuando se terminó con esto, quedó acabado todo cuanto ella había acumulado en las semanas de mi ausencia. Únicamente entonces se restableció aquel ritmo de su estado psíquico: al día siguiente de una declaración, estaba amable y alegre; el segundo día, irritable y desagradable, y el tercero, directamente «antipática». Su estado moral era una función del tiempo trascurrido desde la última declaración, porque cada producto espontáneo de su fantasía y cada episodio concebido por la parte enferma de su psique seguían obrando como estímulos psíquicos hasta que eran relatados en la hipnosis, lo cual eliminaba por completo su eficacia. Cuando en el otoño la paciente regresó a la ciudad (a una vivienda distinta de aquella en que había enfermado), su estado tanto físico como mental era tolerable, pues muy pocas vivencias, en verdad sólo las más profundas, eran procesadas patológicamente como estímulos psíquicos. Yo esperaba una mejoría creciente si mediante la declaración regular se impedía que nuevos estímulos quedaran como lastre permanente en su psique. Primero me desilusioné. En diciembre su estado psíquico desmejoró sustancialmente; estaba de nuevo inquieta, presa de triste desazón, irascible, y tenía poquísimos «días totalmente buenos», aunque no se pudiera rastrear en ella nada «atascado». A fines de diciembre, para las Navidades, estuvo particularmente intranquila y en los atardeceres de toda esa semana no relataba nada nuevo, sino los fantasmas que bajo el imperio de intensos afectos de angustia había forjado día por día en ese mismo período festivo de 1880 [un año antes]. Acabada la serie, un gran alivio. Así se renovaron su separación del padre, su caída en cama, y a partir de ahí su estado se aclaró y sistematizó de una manera muy curiosa. Los dos estados de conciencia se sucedían alternados, y siempre así: desde la mañana, y a medida que avanzaba el día, las ausencias (es decir, el afloramiento de la «condition seconde») se volvían cada vez más frecuentes, para subsistir ellas solas hacia el atardecer; esos dos estados, decía, ya no difirieron meramente como antes, a saber, que en uno (el primero) ella era normal y en el segundo alienada, sino que en el primero vivía como los demás en el invierno de 1881-82, mientras que en el segundo vivía en el invierno de 1880-81 y había olvidado por completo todo lo sucedido después. Sólo la conciencia de que el padre había muerto parecía quedarle, no obstante, las más de las veces. El retraslado al año anterior se produjo con tanta intensidad que en su nueva vivienda alucinaba su dormitorio anterior, y cuando quería dirigirse hacia la puerta embestía la estufa, que en la nueva vivienda estaba situada, respecto de la ventana, como en la otra la puerta. El vuelco súbito de un estado al otro se producía de manera espontánea, pero también se lo podía provocar con la mayor facilidad mediante alguna impresión sensorial que recordara vívidamente al año anterior. Bastaba mostrarle una naranja (que era su principal alimento durante la primera época de su enfermedad) para remitirla, saltando todo el año 1882, a 1881. Ahora bien, ese retraslado al período pasado no se producía de una manera general e indeterminada, sino que revivía día por día el invierno anterior. En cuanto a esto, yo habría podido conjeturarlo meramente, si no fuera porque en la hipnosis del atardecer ella formulaba en palabras lo que la había excitado ese mismo día de 1881, y pude comprobar la absoluta corrección de los hechos supuestos mediante un diario íntimo que la madre llevara en 1881. Esta revivencia del año trascurrido duró hasta el definitivo cese de la enfermedad, en junio de 1882. Era muy interesante ver los efectos de repercusión que en el primer estado, más normal, ejercían los estímulos psíquicos revividos del estado segundo. Ocurrió que una mañana la enferma me dijo sonriendo que no sabía qué tenía, pues estaba enojada conmigo; gracias al diario íntimo supe de qué se trataba, y esto se corroboró en la hipnosis del atardecer: en 1881, ese mismo anochecer, yo había causado mucho enojo a la paciente. En otra ocasión dijo que algo fallaba en sus ojos, veía falsamente los colores; sabía que su vestido era marrón, y no obstante lo veía azul. Enseguida se demostró que en los papeles del examen visual distinguía de manera correcta y tajante todos los colores, y la perturbación recaía sólo sobre la tela de su vestido. La razón era que en 1881 se había ocupado mucho por esos días de una camisa de dormir para su padre, en la que se utilizó la misma tela, pero azul. Y aun solía patentizarse un efecto anticipado de estos recuerdos emergentes: la perturbación del estado normal sobrevenía ya, mientras que el recuerdo sólo poco a poco despertaba para la «condition seconde». Sí la hipnosis del anochecer ya estaba muy recargada, pues no debían apalabrarse sólo los fantasmas de producción reciente, sino también las vivencias y las «vexations» {«disgustos»} de 1881 (por suerte ya había eliminado los fantasmas de 1881 en aquel momento), la suma de trabajo a realizar por la paciente y el médico aumentaba todavía enormemente en virtud de una tercera serie de perturbaciones singulares que era preciso tramitar de igual manera: los sucesos psíquicos de la incubación de la enfermedad, de julio a diciembre de 1880, que habían producido el conjunto de los fenómenos histéricos y con cuya declaración desaparecieron los síntomas. La primera vez que por una declaración casual, no provocada, en la hipnosis del anochecer desapareció un síntoma que ya llevaba largo tiempo, quedé muy sorprendido. En el verano hubo un período de intenso calor, y la paciente sufrió mucho a causa de la sed; entonces, y sin que pudiera indicar razón alguna, de pronto se le volvió imposible beber. Tomaba en su mano el ansiado vaso de agua, pero tan pronto lo tocaban sus labios, lo arrojaba de sí como si fuera una hidrofóbica. Era evidente que durante esos segundos caía en estado de ausencia. Sólo vivía a fuerza de frutas, melones, etc., que le mitigaban su sed martirizadora.