Obras de S. Freud: Sobre la sexualidad femenina (1931) Capítulo II

Sobre la sexualidad femenina

He anticipado los dos hechos que me resultaron novedosos, a saber: que la intensa

Sobre la sexualidad femenina

He anticipado los dos hechos que me resultaron novedosos, a saber: que la intensa
dependencia de la mujer respecto de su padre no es sino la heredera de una igualmente intensa ligazón-madre, y que esta fase anterior tuvo una duración inesperada. Ahora volveré atrás para insertar estos resultados dentro del cuadro del desarrollo sexual femenino, tal como nos hemos ido familiarizando con él; no podremos evitar algunas repeticiones. La comparación continua con las constelaciones que hallamos en el varón no hará sino beneficiar nuestra exposición.
En primer lugar, es innegable que la bisexualidad, que según nuestra tesis es parte de la
disposición {constitucional} de los seres humanos, resalta con mucho mayor nitidez en la mujer que en el varón. En efecto, este tiene sólo una zona genésica rectora, un órgano genésico, mientras que la mujer posee dos de ellos: la vagina, propiamente femenina, y el clítoris, análogo al miembro viril. Nos consideramos autorizados a suponer que durante muchos años la vagina es como si no estuviese, y acaso sólo en la época de la pubertad proporciona sensaciones. En los últimos tiempos, es verdad, se multiplican las voces de los observadores que hacen remontar mociones vaginales hasta esos años tempranos. Lo esencial, vale decir, lo que
precede a la genitalidad en la infancia, tiene que desenvolverse en la mujer en torno del clítoris.
La vida sexual de la mujer se descompone por regla general en dos fases, de las cuales la
primera tiene carácter masculino; sólo la segunda es la específicamente femenina. Por tanto,
en el desarrollo femenino hay un proceso de trasporte de una fase a la otra, que carece de
análogo en el varón. Otra complicación nace de que la función del clítoris viril se continúa en la
posterior vida sexual de la mujer de una manera muy cambiante y que por cierto no se ha
comprendido satisfactoriamente. Desde luego, no sabemos cuál es la base biológica de estas
particularidades de la mujer; menos todavía podemos atribuirles un propósito teleológico.
Paralela a esta primera gran diferencia corre la otra en el campo del hallazgo de objeto. Para
el varón, la madre deviene el primer objeto de amor a consecuencia del influjo del suministro de
alimento y del cuidado del cuerpo, y lo seguirá siendo hasta que la sustituya un objeto de su
misma esencia o derivado de ella. También en el caso de la mujer tiene que ser la madre el
primer objeto. Es que las condiciones primordiales de la elección de objeto son idénticas para
todos los niños. Pero al final del desarrollo el varón-padre debe haber devenido el nuevo objeto
de amor; vale decir: al cambio de vía sexual de la mujer tiene que corresponder un cambio de
vía en el sexo del objeto. Surgen aquí, como nuevas tareas para la investigación, las preguntas
por los caminos que sigue esa migración, el grado de radicalidad o de inacabamiento con que
se cumple, y las diversas posibilidades que se presentan a raíz de este desarrollo.
Ya hemos discernido otra diferencia entre los sexos en su relación con el complejo de Edipo.
Aquí tenemos la impresión de que nuestros enunciados sobre el complejo de Edipo sólo se
adecuan en términos estrictos al niño varón, y que acertamos rechazando la designación
«complejo de Electra» (1), que pretende destacar la analogía en la conducta de
ambos sexos. El inevitable destino del vínculo de simultáneo amor a uno de los progenitores y
odio al rival se establece sólo para el niño varón. Y luego es en este en quien el descubrimiento
de la posibilidad de castración, como se prueba por la vista de los genitales femeninos, impone la replasmación del complejo de Edipo, produce la creación del superyó y así introduce todos los procesos que tienen por meta la inserción del individuo en la comunidad de cultura. Tras la interiorización de la instancia paterna en el superyó, la siguiente tarea por solucionar es desasir este último de las personas de quienes originariamente fue la subrogación anímica. En esta asombrosa vía evolutiva ha sido justamente el interés genital narcisista, el de la conservación del pene, el utilizado para limitar la sexualidad infantil (2).
En el varón, sin duda, resta como secuela del complejo de castración cierto grado de
menosprecio por la mujer cuya castración se ha conocido. A partir de ese menosprecio se
desarrolla, en el caso extremo, una inhibición de la elección de objeto y, si colaboran factores
orgánicos, una homosexualidad exclusiva. Muy diversos son los efectos del complejo de
castración en la mujer. Ella reconoce el hecho de su castración y, así, la superioridad del varón
y su propia inferioridad, pero también se revuelve contra esa situación desagradable. De esa
actitud bi-escindida derivan tres orientaciones de desarrollo. La primera lleva al universal
extrañamiento respecto de la sexualidad. La mujercita, aterrorizada por la comparación con el varón, queda descontenta con su clítoris, renuncia a su quehacer fálico y, con él, a la sexualidad en general, así como a buena parte de su virilidad en otros campos. La segunda línea, en porfiada autoafirmación, retiene la masculinidad amenazada; la esperanza de tener alguna vez
un pene persiste hasta épocas increíblemente tardías, es elevada a la condición de fin vital, y la
fantasía de ser a pesar de todo un varón sigue poseyendo a menudo virtud plasmadora durante
prolongados períodos. También este «complejo de masculinidad» de la mujer puede terminar en
una elección de objeto homosexual manifiesta. Sólo un tercer desarrollo, que implica sin duda rodeos, desemboca en la final configuración femenina que toma al padre como objeto y así halla la forma femenina del complejo de Edipo. Por lo tanto, el complejo de Edipo es en la mujer el resultado final de un desarrollo más prolongado; no es destruido por el influjo de la castración, sino creado por él; escapa a las intensas influencias hostiles que en el varón producen un efecto destructivo, e incluso es frecuentísimo que la mujer nunca lo supere. Por eso son más pequeños y de menor alcance los resultados culturales de su descomposición. Probablemente no se yerre aseverando que esta diferencia en el vínculo recíproco entre complejo de Edipo y  complejo de castración imprime su cuño al carácter de la mujer corno ser social (3).
La fase de la ligazón-madre exclusiva, que puede llamarse preedípica, reclama entonces una
significación muchísimo mayor en la mujer, que no le correspondería en el varón. Numerosos
fenómenos de la vida sexual femenina, mal comprendidos antes, hallan su esclarecimiento
pleno si se los reconduce a ella. Por ejemplo, uno observado desde tiempo atrás: muchas
mujeres que han escogido a su marido según el modelo del padre o lo han puesto en el lugar de
este repiten con él, sin embargo, en el matrimonio, su mala relación con la madre (4). El debía heredar el vínculo-padre y en realidad hereda el vínculo-madre. Se lo
comprende con facilidad como un evidente caso de regresión. El vínculo-madre fue el originario;
sobre él se edificó la ligazón-padre, y ahora en el matrimonio sale a la luz, desde la represión, lo
originario. El endoso de ligazones afectivas del objeto-madre al objeto-padre constituye, en
efecto, el contenido principal del desarrollo que lleva hasta la feminidad.
Si tantas mujeres nos producen la impresión de que la lucha con el marido ocupa su madurez
como la lucha con la madre ocupó su juventud, a la luz de las puntualizaciones precedentes
inferiremos que su actitud hostil hacia la madre no es una consecuencia de la rivalidad del complejo de Edipo, sino que proviene de la fase anterior y halla sólo refuerzo y empleo en la situación edípica. Lo corrobora, en efecto, la indagación analítica directa. Nuestro interés tiene
que dirigirse a los mecanismos que se han vuelto eficaces para el extrañamiento del
objeto-madre, amado de manera tan intensa como exclusiva. Estamos preparados para hallar,
no un único factor de esa índole, sino toda una serie, que cooperen en la misma meta final.
Entre ellos resaltan algunos que están totalmente condicionados por las constelaciones de la sexualidad infantil, o sea que valen de igual manera para la vida amorosa del varoncito. En primera línea han de nombrarse aquí los celos hacia otras personas, hermanitos, rivales entre quienes también el padre encuentra lugar. El amor infantil es desmedido, pide exclusividad, no se contenta con parcialidades. Ahora bien, un segundo carácter es que este amor carece propiamente de meta, es incapaz de una satisfacción plena, y en lo esencial por eso está condenado a desembocar en un desengaño (5) y dejar sitio a una actitud hostil. En
épocas posteriores de la vida, la ausencia de una satisfacción final puede favorecer otro
desenlace: como en el caso de los vínculos amorosos de meta inhibida, este factor puede
asegurar la persistencia imperturbada de la investidura libidinal; pero en el esfuerzo de los
procesos de desarrollo sucede por lo común que la libido abandone la posición insatisfactoria
para buscar una nueva.
Otro motivo, mucho más específico, de extrañamiento respecto de la madre resulta del efecto
del complejo de castración sobre la criatura sin pene. En algún momento la niña pequeña
descubre su inferioridad orgánica, desde luego antes y más fácilmente cuando tiene hermanos
o hay varoncitos en su cercanía. Enunciamos ya las tres orientaciones que se abren entonces:
a) la suspensión de toda la vida sexual; b) la porfiada hiperinsistencia en la virilidad, y c) los
esbozos de la feminidad definitiva. No es fácil aquí hacer precisiones temporales más exactas
ni establecer circuitos típicos. Ya el momento en que se descubre la castración es variable,
muchos otros factores parecen ser inconstantes y depender del azar. Cuenta el estado del
propio quehacer fálico; también, que este sea descubierto o no, y el grado de impedimento que
se vivencie tras el descubrimiento.
El propio quehacer fálico, la masturbación en el clítoris, es hallado por la niña pequeña casi
siempre de manera espontánea (6), y al comienzo no va por cierto acompañado de
fantasías. El influjo que sobre su despertar ejerce el cuidado del cuerpo es testimoniado por la
tan frecuente fantasía en la que la madre, nodriza o niñera es la seductora (7). No
entramos a considerar si el onanismo de la niña es más raro y, desde el comienzo, menos
enérgico que el del varón; sería muy posible. También la seducción real es harto frecuente, de
parte de otros niños o de personas a cargo de la crianza que quieren calmar al niño, hacerlo
dormir o volverlo dependiente de ellas. Toda vez que interviene una seducción, por regla general
perturba el decurso natural de los procesos de desarrollo; a menudo deja como secuela vastas
y duraderas consecuencias.
Según dijimos, la prohibición de masturbarse se convierte en la ocasión para dejar de
hacerlo, pero también es motivo para rebelarse contra la persona prohibidora, vale decir, la
madre o su sustituto (que más tarde se fusiona regularmente con ella). La porfía en la
masturbación parece abrir el camino hacia la masculinidad. Aun en los casos en que la niña no
logró sofocar la masturbación, el efecto de la prohibición en apariencia ineficaz se muestra en
su posterior afán de librarse a costa de cualquier sacrificio de esa satisfacción que la hace
padecer. Además, ese propósito en que así se persevera puede influir sobre la elección de
objeto de la muchacha madura. El rencor por haberle impedido el libre quehacer sexual
desempeña un gran papel en el desasimiento de la madre. Ese mismo motivo vuelve a producir
efectos tras la pubertad, cuando la madre cree su deber preservar la castidad de la hija (8). No olvidaremos, desde luego, que la madre estorba de igual manera la
masturbación del varoncito, y así crea también en él un fuerte motivo para la rebelión.
Cuando la niña pequeña se entera de su propio defecto por la vista de un genital masculino, no
acepta sin vacilación ni renuencia la indeseada enseñanza. Como tenemos dicho, se obstina en
la expectativa de poseer alguna vez un genital así, y el deseo de tenerlo sobrevive todavía largo
tiempo a la esperanza. En todos los casos, el niño considera al comienzo la castración sólo
como un infortunio individual, sólo más tarde la extiende también a ciertos niños, y por fin a
algunos adultos (9). Cuando se capta la universalidad de este carácter negativo, se
produce una gran desvalorización de la feminidad, y por eso también de la madre.
Es muy posible que la precedente pintura del comportamiento de la niña pequeña frente a la
impresión de la castración y a la prohibición del onanismo haya parecido al lector confusa y
contradictoria. No es enteramente culpa del autor. En realidad, apenas es posible una
exposición universalmente válida. En diversos individuos hallamos las más diferentes
reacciones y en un mismo individuo coexisten actitudes contrapuestas. Tan pronto interviene
por primera vez la prohibición, se genera el conflicto, que en lo sucesivo acompañará al
desarrollo de la función sexual. También significa un particular obstáculo para la intelección el
hecho de que resulte tan trabajoso distinguir los procesos anímicos de esta primera fase y los
de fases posteriores, que se les superponen y los desfiguran en el recuerdo. Por ejemplo, en
algún momento se concebirá el hecho de la castración como un castigo por el quehacer
onanista, pero se atribuirá al padre su ejecución, cuando en verdad ninguna de ambas
creencias puede ser originaria. De manera similar, el varoncito teme la castración regularmente
de su padre, aunque también en su caso la amenaza partió casi siempre de la madre.
Comoquiera que fuese, al final de esta primera fase de la ligazón-madre emerge como el más
intenso motivo de extrañamiento de la hija respecto de la madre el reproche de no haberla
dotado de un genital correcto, vale decir, de haberla parido mujer (10). No sin
sorpresa se oye otro reproche, que se remonta un poco menos atrás: la madre dio escasa
leche a su hija, no la amamantó el tiempo suficiente. Acaso ello sea cierto hartas veces en
nuestras circunstancias culturales, pero sin duda no con tanta frecuencia como se lo asevera
en el análisis. Parece más bien que esa acusación expresara el universal descontento de los
niños que, bajo las condiciones culturales de la monogamia, son destetados trascurridos de
seis a nueve meses, mientras que la madre primitiva se consagraba a su hijo durante dos o tres
años de manera exclusiva; parece, pues, que nuestros niños permanecieran insaciados para
siempre, como si no hubieran mamado el tiempo suficiente del pecho materno. Empero, no
estoy seguro de que no se tropezaría con idéntica queja en el análisis de niños amamantados
durante tanto tiempo como los hijos de los primitivos. ¡Tan grande es la voracidad de la libido
infantil!
Repasemos toda la serie de las motivaciones que el análisis descubre para el extrañamiento
respecto de la madre: omitió dotar a la niñita con el único genital correcto, la nutrió de manera
insuficiente, la forzó a compartir con otro el amor materno, no cumplió todas las expectativas de
amor y, por último, incitó primero el quehacer sexual propio y luego lo prohibió; tras esa ojeada
panorámica, nos parece que esos motivos son insuficientes para justificar la final hostilidad.
Algunos son consecuencia inevitable de la naturaleza de la sexualidad infantil; los otros presentan el aspecto de unas racionalizaciones amañadas más tarde para explicar un cambio de sentimientos no comprendido. Quizá lo más correcto sea decir que la ligazón-madre tiene que irse a pique {al fundamento} justamente porque es la primera y es intensísima, algo parecido a lo que puede observarse sobre el primer matrimonio de mujeres jóvenes enamoradas con la máxima intensidad. Aquí como allí, la actitud {Postura} de amor naufragaría a raíz de los inevitables desengaños y de la acumulación de las ocasiones para la agresión. Por lo general, un segundo matrimonio marcha mucho mejor.
No podemos llegar tan lejos como para aseverar que la ambivalencia de las investiduras de
sentimiento sea una ley psicológica de validez universal, ni que sea de todo punto imposible
sentir gran amor por una persona sin que vaya aparejado un odio acaso de igual magnitud, o a
la inversa. Es indudable que la persona normal y adulta consigue separar entre sí ambas
posturas para no tener que odiar a su objeto de amor ni amar también a su enemigo. Pero esto
parece ser el resultado de desarrollos más tardíos. En las primeras fases de la vida amorosa es
evidente que la ambivalencia constituye la regla. En muchos seres humanos este rasgo arcaico
se conserva durante toda la vida; es característico del neurótico obsesivo el equilibrio de amor y
odio en sus vínculos de objeto. También respecto de los primitivos podemos sostener el
predominio de la ambivalencia (11). Entonces, la intensa ligazón de la niña pequeña
con su madre debió de haber sido muy ambivalente, y justamente por esa ambivalencia, con la
cooperación de otros factores, habrá sido esforzada a extrañarse de ella, vale decir: el proceso
es, también aquí, consecuencia de un carácter universal de la sexualidad infantil.
En contra de este intento de explicación enseguida se planteará la pregunta: ¿Cómo puede
en tal caso el varoncito conservar incólume su ligazón-madre, que por cierto no es menos
intensa? Con igual rapidez acude la respuesta: Porque le resulta posible tramitar su
ambivalencia hacia la madre colocando en el padre todos sus sentimientos hostiles. Pero, en
primer lugar, no debe darse esta respuesta antes de estudiar a fondo la fase preedípica del
varón; y en segundo lugar, probablemente lo más cauto sea confesar que uno todavía no
penetra bien estos procesos, de los que se acaba de tomar conocimiento.

Notas:
1- [Cf. «Sobre la psicogénesis de un caso de homosexualidad femenina» (1920a), AE, 18, pág. 148n. La frase había sido usada por Jung (1913, pág. 370).]
2- [Véase, respecto de todo esto, «El sepultamiento del complejo de Edipo» (1924d), AE, 19, pág. 181.]
3- Se puede prever que los feministas entre los hombres, pero también nuestras analistas mujeres, discreparán con estas puntualizaciones. Difícilmente dejarán de objetar que tales doctrinas provienen del «complejo de masculinidad» del varón y están destinadas a procurar justificación teórica a su innata tendencia a rebajar y oprimir a la mujer. Sólo que semejante argumentación psicoanalítica recuerda en este caso, como en tantos otros, a la famosa «vara de dos puntas» de Dostoievski. En efecto, a su vez los oponentes de quienes sostengan tales asertos hallarán muy comprensible que el sexo femenino no quiera aceptar algo que parece contradecir su igualación al varón, cálidamente ansiada. Es evidente que el uso del psicoanálisis como instrumento polémico no lleva a decidir las cuestiones.  [La frase de Dostoievski aparece (aplicada como símil a la psicología) en el alegato en favor de Dmitri de Los hermanos Karamazov, libro XII, capítulo X. Freud ya la había citado en «Dostoievski y el parricidio» (1928b), supra, pág. 186.]
4- [Cf. «El tabú de la virginidad» (1918a), AE, 11, págs. 199 y sigs.]
5- [Cf. «Pegan a un niño»» (1919), AE, 17, pág. 185.]
6- [Cf.. Tres ensayos de teoría sexual (1905d), AE, 7, pág. 201.]
7- [Esto se examina con más amplitud infra, págs. 239-40.]
8- [Cf. «Un caso de paranoia que contradice la teoría psicoanalítica» (1915f), AE, 14, pág, 267.]
9- [Se da un ejemplo en una nota al pie de El yo y el ello (1923b), AE, 19, pág. 33.]
10- [Freud había señalado esto en «Algunos tipos de carácter dilucidados por el trabajo psicoanalítico» (1916d), AE, 14, pág. 322.]
11- [Cf. Tótem y tabú (1912-13), pássim, especialmente el segundo ensayo.]

Continúa en ¨Sobre la sexualidad femenina (1931) Capítulo III¨

Autor: psicopsi

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