Se hizo entonces reproches y se dijo que habría estado en su poder conservarle la vida si le hubiera dado su amor. De tal manera adquirió el convencimiento de la omnipotencia de su amor y su odio. Sin desconocer la omnipotencia del amor, nosotros destacaremos que en ambos casos se trata de la muerte y adheriremos a la explicación evidente de que nuestro enfermo, como otros obsesivos, está compelido a sobrestimar el efecto que sus sentimientos hostiles producen sobre el mundo exterior porque un gran fragmento del efecto psíquico interior de tales sentimientos escapa a su noticia conciente. Su amor -o más bien su odio- son realmente hiperpotentes; crean, justamente, aquellos pensamientos obsesivos cuyo origen él no comprende y de los cuales se defiende sin éxito. Nuestro paciente tenía una relación muy particular con el tema de la muerte. Tomaba cálida participación en todos los fallecimientos, asistía lleno de piedad a las exequias, de suerte que sus hermanos y hermanas lo llamaban en broma «pájaro de mal agüero»; pero también en la fantasía él mataba gente de continuo para exteriorizar a los deudos entrañable simpatía. La muerte de una hermana mayor cuando él tenía entre 3 y 4 años de edad desempeñaba un gran papel en sus fantasías y había entrado en el más íntimo vínculo con los desaguisados infantiles de aquellos años. Sabemos, además, cuán temprano lo había ocupado el pensamiento de la muerte del padre, y tenemos derecho a concebir la contracción misma de su enfermedad como una reacción frente a ese suceso que él, en la compulsión, había deseado quince años antes. No otra cosa que una compensación por esos deseos de muerte contra el padre es la extraña extensión de sus temores obsesivos al «más allá». Ella se introdujo cuando el duelo por el padre difunto experimentó un refrescamiento un año y medio después, y estaba destinada a volver a cancelar la muerte del padre en desafío a la realidad y por amor del deseo que antes se había insinuado en toda clase de fantasías. En varios pasajes hemos aprendido a traducir el agregado «en el más allá» con las palabras «si mi padre viviera todavía». Pero no muy diverso del comportamiento de nuestro paciente es el de otros enfermos obsesivos a quienes el destino no ha deparado en años tan tempranos el primer encuentro con el fenómeno de la muerte. Sus pensamientos se ocupan sin cesar de la duración de la vida y la posibilidad de la muerte de otros; sus inclinaciones supersticiosas no tuvieron al comienzo otro contenido, y quizá tampoco sea otro su origen. Pero, sobre todo, ellos necesitan de la posibilidad de muerte para solucionar los conflictos que dejan sin resolver. Su carácter esencial es su incapacidad para decidirse, sobre todo en asuntos de amor; procuran posponer toda decisión, y en la duda sobre la persona por la cual habrían de decidirse, o sobre el partido que adoptarían frente a una persona, no puede menos que servirles de arquetipo el antiguo Tribunal Supremo del Reich, cuyos procesos solían acabarse por la muerte de las partes querellantes antes de que se dictara sentencia. Así, en cada conflicto vital acechan la muerte de una persona significativa para ellos, las más de las veces una persona amada, sea uno de los progenitores, sea un rival o uno de los objetos de amor entre los que oscila su inclinación. Pero con esta apreciación del complejo de muerte en la neurosis obsesiva rozamos ya la vida pulsional de los enfermos, que ahora ha de ocuparnos.
La vida pulsional y la fuente de la compulsión y la duda.
Si queremos tomar conocimiento de las fuerzas psíquicas cuyo juego y contrajuego ha edificado a esta neurosis, tenemos que remontarnos a lo averiguado en nuestro paciente sobre las ocasiones de su enfermedad en la madurez y la infancia. Enfermó en la tercera década de su vida, cuando se vio ante la tentación de casarse con una muchacha que no era aquella a quien desde hacía tiempo amaba, y se sustrajo de la decisión de este conflicto posponiendo todas las actividades que se requerían para prepararla, a cuyo propósito la neurosis le brindó los medios. La oscilación entre la amada y la otra se puede reducir al conflicto entre el influjo del padre y el amor a la dama, vale decir, a una elección conflictiva entre padre y objeto sexual como la que ya había existido, según los recuerdos y las ocurrencias obsesivas, en la primera infancia. Además, a lo largo de toda su vida es inequívoco que tanto con relación a su amada como a su padre hubo en él una querella entre amor y odio. Fantasías de venganza y fenómenos obs esivos como la compulsión de comprender y los manejos con la piedra en aquella calle de campo atestiguan esa biescisión en su interior, que hasta cierto grado podía entenderse como normal, pues la amada, con su primer rechazo y su frialdad posterior, le había dado motivos para unos sentimientos hostiles. Pero esa misma condición biescindida de los sentimientos gobernaba, según lo averiguamos merced a la traducción de sus pensamientos obsesivos, su relación con el padre, y también este por fuerza le habrá dado en la niñez motivos para su hostilidad, como pudimos comprobarlo casi con certeza. Su relación con la amada, compuesta de ternura y hostilidad, caía en buena parte dentro de su percepción conciente. A lo sumo se engañaba sobre la medida y sobre la expresión del sentimiento negativo; en cambio, la hostilidad contra el padre, antaño intensamente conciente, le había sido sustraída desde mucho tiempo atrás y sólo contra su más violenta resistencia pudo ser devuelta a su conciencia. En la represión del odio infantil contra el padre vemos aquel proceso que compelió dentro de los marcos de la neurosis todo el acaecer ulterior. Los conflictos de sentimientos enumerados en el caso de nuestro paciente no son independientes entre sí, sino que están soldados de a parejas. El odio contra la amada tuvo que sumarse a la fidelidad hacia el padre, y a la inversa. Pero las dos corrientes conflictivas que restan tras esta simplificación, la oposición entre el padre y la amada, y la contradicción de amor y odio dentro de cada una de esas relaciones, nada tienen que ver entre sí, ni por su contenido ni genéticamente. El primero de esos dos conflictos corresponde a la oscilación normal entre varón y mujer como objetos de la elección amorosa, que le es acercada al niño por primera vez con la famosa pregunta: «¿A quién quieres más, a papá o a mamá? », y lo acompañará toda la vida a pesar de las diferencias en cuanto a la plasmación de las intensidades de sensación y a la fijación de las metas sexuales definitivas. Ahora bien, lo normal es que esta relación de oposición pierda pronto el carácter de una contradicción tajante, de un intransigente «o bien… o bien»; se deja espacio para los desiguales títulos de ambas partes, aunque también en la persona normal la estimación del valor de un sexo se compensa siempre con la desvalorización del otro. Más extrañeza nos causa el otro conflicto, entre amor y odio. Sabemos que un enamoramiento incipiente es percibido con frecuencia como odio, que un amor al que se deniega satisfacción se traspone fácilmente en parte en odio, y por los poetas nos enteramos de que en estadíos tormentosos del enamoramiento ambos sentimientos opuestos pueden existir uno junto al otro durante un tiempo, como en competencia. Pero una coexistencia crónica de amor y odio hacia la misma persona, ambos sentimientos en su intensidad máxima, nos causa asombro. Habríamos esperado que desde mucho tiempo atrás el gran amor venciera al odio, o fuera consumido por este. En realidad, semejante persistencia de los opuestos sólo es posible bajo particulares condiciones psicológicas y por cooperación del estado inconciente. El amor no ha podido extinguir al odio, sino sólo esforzarlo a lo inconciente; y en lo inconciente, protegido del influjo de la conciencia que pudiera cancelarlo, es capaz de conservarse y aun de crecer. Bajo estas circunstancias, el amor conciente suele hincharse por vía de reacción hasta alcanzar una intensidad particularmente elevada, a fin de estar a la altura del trabajo que se le impone de una manera constante: retener en la represión a su adversario. Una división muy prematura de estos dos opuestos, ocurrida en los años prehistóricos de la infancia, con represión de una de las partes -por lo común el odio-, sería la condición para esta sorprendente constelación de la vida amorosa. Si se abarca en ojeada panorámica cierto número de análisis de obsesivos, se tendrá por fuerza la impresión de que una conducta de amor y odio como la que hallamos en nuestro enfermo es uno de los caracteres más frecuentes, más declarados y por eso probablemente más sustantivos de la neurosis obsesiva. Sin embargo, aunque sería atractivo referir el problema de la «elección de neurosis» a la vida pulsional, se tienen bastantes razones para apartar esa tentación, y es preciso decirse que en todas las neurosis uno descubre, como portadoras de síntoma, las mismas pulsiones sofocadas. El odio retenido por el amor en la sofocación de lo inconciente desempeña, sin duda alguna, un importante papel también en la patogénesis de la histeria y de la paranoia. Conocemos demasiado poco la esencia de] amor para adoptar aquí una decisión terminante; en particular, la relación de su factor negativo con el componente sádico de la libido permanece en total oscuridad. Acaso posea entonces el valor de un expediente provisional si decimos: En los casos en cuestión de odio inconciente, el componente sádico del amor se ha desarrollado constitucionalmente con particular intensidad; por eso ha experimentado una sofocación prematura y demasiado radical, y así los fenómenos observados de la neurosis derivan por una parte de la ternura conciente elevada por reacción, y por otra parte del sadismo que en lo inconciente sigue produciendo efectos como odio. Pero comoquiera que haya de comprenderse esta singular relación de amor y odio, la observación de este enfermo destaca fuera de duda su presencia, y conforta ver cuán fácil resulta concebir los enigmáticos procesos de la neurosis obsesiva mediante la referencia a este solo factor. Si un amor intenso se contrapone, ligándolo, a un odio de fuerza casi pareja, la consecuencia inmediata tiene que ser una parálisis parcial de la voluntad, una incapacidad para decidir en todas las acciones en que el amor deba ser el motivo pulsionante. Pero la irresolución no permanece mucho tiempo limitada a un grupo de acciones. En efecto, en primer lugar, ¿qué acciones de un amante no entrarían en relación con su motivo principal? En segundo lugar, a la conducta sexual le corresponde un poder paradigmático, con el que ejerce un efecto modelador sobre las restantes reacciones de un ser humano; y, en tercero, forma parte del carácter psicológico de la neurosis obsesiva. el hacer el uso más extenso del mecanismo del desplazamiento. Así, la parálisis de la decisión se difunde poco a poco por todo el obrar de un ser humano. Con esto queda dado el imperio de compulsión y duda, tal como nos sale al paso en la vida anímica de los enfermos obsesivos. La duda corresponde a la percepción interna de la irresolución que se apodera del enfermo a raíz de todos sus actos deliberados, como consecuencia de la inhibición del amor por el odio. Es, en verdad, una duda en cuanto al amor, que debería ser lo más cierto subjetivamente; esa duda se ha difundido a todo lo demás y se ha desplazado con preferencia a lo ínfimo más indiferente. Quien duda en cuanto a su amor, ¿no puede, no debe, dudar de todo lo otro, de menor valía? Es la misma duda que lleva a la incertidumbre sobre las medidas protectoras y a su repetición continuada para desterrarla, y que al cabo vuelve a estas acciones protectoras tan incumplibles como lo era la decisión de amor originariamente inhibida. Al comienzo de mis experiencias me vi llevado a suponer una derivación más general de la incertidumbre en los obsesivos, que parecía ceñirse más a lo normal. Por ejemplo, si mientras redacto una carta otra persona me interrumpe con preguntas, siento después una justificada incertidumbre sobre lo que pueda haber escrito bajo el influjo de la perturbación y me veo constreñido, para asegurarme, a releer la carta luego de terminada. Así pude creer que la incertidumbre de los obsesivos, por ejemplo en sus plegarias, se debía a que de continuo unas fantasías inconcientes se les inmiscuían en la actividad de rezar. Este supuesto era correcto, y es bien fácil reconciliarlo con nuestra tesis anterior. Es acertado que la incertidumbre de haber cumplido una medida protectora proviene de las fantasías inconcientes perturbadoras, pero estas fantasías contienen el impulso contrario, aquel, justamente, contra el cual la plegaria debía servir de defensa. Esto se volvió harto nítido en cierta oportunidad en nuestro enfermo, pues la perturbación no permaneció inconciente sino que se hizo escuchar en alta voz. Cuando quiso rezar «Dios la proteja», se precipitó de pronto desde lo inconciente un «No» hostil, y él ha colegido que es el amago de una maldición. Aunque ese «No» permaneciera mudo, él se encontraría lo mismo en estado de incertidumbre y prolongaría cada vez más su plegaria; puesto que habló en voz alta, terminó por resignar la actividad de rezar. Antes de hacerlo, intentó, como otros enfermos obsesivos, toda clase de métodos para atajar la intromisión de lo opuesto: abreviar la plegaria, pronunciarla más rápidamente. Otros ponen cuidado en «aslar» de lo demás cada una de esas acciones protectoras. Pero, a la larga, ninguna de esas técnicas da fruto; cada vez que el impulso amoroso ha podido ejecutar algo en su desplazamiento a una acción ínfima, pronto el hostil lo alcanza ahí y vuelve a cancelar su obra. Si de este modo el obsesivo ha descubierto el punto débil en la certidumbre de nuestra vida anímica, la infidelidad de la memoria, puede entonces, con su auxilio, extender la duda a todo, aun a acciones ya consumadas que todavía no estaban referidas al complejo amor-odio, y al pasado íntegro. Me acuerdo de aquella mujer que acababa de comprar en la tienda un peine para su hijita, y tras el recelo contra su marido empezó a dudar sobre si más bien no poseía el peine desde mucho tiempo atrás. ¿Acaso no dice esta mujer, directamente: «Si puedo dudar de tu amor (y esto es sólo una proyección de su duda acerca de su propio amor hacia él), también puedo dudar de esto, puedo dudar de todo», entregando así a nuestro entendimiento el sentido oculto de la duda neurótica? En cuanto a la compulsión, es un ensayo de compensar la duda y de rectificar el estado de inhibición insoportable de que esta da testimonio. Si por fin se ha logrado, con ayuda del desplazamiento, llevar a resolución alguno de los designios inhibidos, es fuerza que este se ejecute; por cierto que ya no será el originario, pero la energía ahí acumulada no renunciará a la oportunidad de hallar su descarga en la acción sustitutiva. Se exterioriza entonces en mandamientos y prohibiciones, puesto que es ora el impulso tierno, ora el hostil, el que se conquista este camino para la descarga. Si el mandamiento obsesivo no ha de cumplirse, la tensión es insoportable y se la percibe como suprema angustia. Pero el camino mismo hacia la acción sustitutiva desplazada a algo ínfimo es disputado con tanto ardor que, las más de las veces, aquella sólo puede imponerse como una medida protectora en estrechísimo empalme con un impulso sobre el que recae la defensa. Además, mediante una suerte de regresión, actos preparatorios remplazan a la resolución definitiva, el pensar sustituye a la acción y, en vez de la acción sustitutiva, se impone con violencia compulsiva algún estadio que corresponde al pensamiento previo de la acción. Según que esté más o menos pronunciada esta regresión del actuar al pensar el caso de neurosis obsesiva cobrará el carácter del pensar obsesivo (representación obsesiva) o el del actuar obsesivo en el sentido estricto. Ahora bien, estas acciones obsesivas en el sentido genuino sólo son posibles por haberse producido dentro de ellas, en formaciones de compromiso, una suerte de reconciliación entre los dos impulsos que se combaten mutuamente. En efecto, las acciones obsesivas se asemejan cada vez más -y con mayor nitidez mientras más dure el padecer- a las acciones sexuales infantiles del tipo del onanismo. Entonces, en esta forma de la neurosis se llega, sí, a actos de amor, pero sólo con el auxilio de una nueva regresión: ya no a actos dirigidos a una persona, al objeto de amor y odio, sino a acciones autoeróticas como en la infancia. La primera regresión, del actuar al pensar, es promovida por otro factor que participa en la génesis de la neurosis. Un suceso casi regular en los historiales de los obsesivos es la temprana emergencia y la represión prematura de la pulsión sexual de ver y de saber, que también en nuestro paciente dirige una pieza de su quehacer sexual infantil. Ya hemos considerado la significatividad de los componentes sádicos para la génesis de la neurosis obsesiva; toda vez que la pulsión de saber prevalezca en la constitución del obsesivo, el cavilar se convertirá en el síntoma principal de la neurosis. El proceso mismo del pensar es sexualizado, pues el placer sexual, que de ordinario se refiere al contenido del pensar, se vuelve aquí hacía el acto mismo del pensar, y la satisfacción de alcanzar un resultado cognitivo es sentida como satisfacción sexual. Este vínculo de la pulsión de saber con los procesos de pensamiento la vuelve particularmente apta, en las diversas formas de neurosis obsesiva en que ella tiene parte, para atraer hacia el pensamiento la energía que en vano se empeña en irrumpir hasta la acción; allí se ofrece la posibilidad de una satisfacción placentera de otra índole. Así, con ayuda de la pulsión de saber, la acción sustitutiva puede ser remplazada más y más por actos preparatorios de pensamiento. Ahora bien, la dilación en el actuar pronto halla su sucedáneo en el demorarse en el pensar, y todo el proceso, conservándose sus peculiaridades, es traducido a un nuevo terreno, tal como los norteamericanos son capaces de cambiar de sitio una casa entera. Ahora me atrevería, apuntalado en las anteriores elucidaciones, a definir el largamente buscado carácter psicológico que lo «compulsivo» presta a los productos de la neurosis obsesiva. Compulsivos se vuelven aquellos procesos del pensar que (a consecuencia de la inhibición de los opuestos en el extremo motor de los sistemas del pensar) se emprenden con un gasto de energía que de ordinario sólo se destina (tanto cualitativa como cuantitativamente) al actuar; vale decir, unos pensamientos que regresivamente tienen que subrogar a acciones. Creo que no estará sujeto a contradicción alguna el supuesto de que el pensar, por razones económicas, en el caso común se realiza con desplazamientos de energía más pequeños (probablemente en un nivel más alto [de investidura] ) que el actuar destinado a la descarga y a la alteración del mundo exterior. Ahora, lo que ha irrumpido con hiperintensidad en la conciencia como pensamiento obsesivo tiene que ser asegurado contra los empeños disolventes del pensar conciente. Sabemos ya que esa protección se logra mediante la desfiguración {dislocación} que el pensamiento obsesivo ha experimentado antes de su devenir-conciente. Empero, no es el único medio. Rara vez se deja de apartar a la idea obsesiva singular de la situación de su génesis, dentro de la cual se volvería asequible al entendimiento con la mayor facilidad, a pesar de su desfiguración. Con este propósito, por una parte, se interpola un intervalo entre la situación patógena y la idea obsesiva subsiguiente, lo cual despista a las investigaciones causales del pensar conciente; por otra parte, el contenido de la idea obsesiva es desasido, por generalización, de sus referencias especiales. Nuestro paciente nos da un ejemplo de ello en la «compulsión de comprender»; otro, quizá mejor, es el de una enferma que se prohibió llevar alhaja alguna, aunque en verdad el ocasionamiento se remontaba a una única alhaja que ella le había envidiado a su madre, y esperaba que a su tiempo le tocara en herencia. Por último, para proteger la idea obsesiva del trabajo de disolución conciente, sirve también escoger un texto indeterminado o ambiguo, si es que se quiere separar esto de la desfiguración como concepto unitario. Entonces ese texto, sobre el que se incurre en un malentendido, puede entrar en los delirios {Delirie}, y las ulteriores formaciones o sustituciones de la compulsión se anudan al malentendido, en vez de hacerlo al texto correcto. Sin embargo, se puede observar que esos delirios se afanan de continuo por obtener nuevas referencias a la sustancia y texto de la compulsión, no acogidos en el pensar conciente. Quiero volver todavía a la vida pulsional de la neurosis obsesiva para hacer una sola puntualización. Nuestro paciente resultó ser también un olfateador, y en su infancia, según sostenía, era capaz de discernir a las personas por el olor como si fuera un perro; y todavía hoy las percepciones olfatorias le decían más que otras. En otros neuróticos, obsesivos e histéricos, he hallado algo parecido, lo que me aleccionó para incluir en la génesis de las neurosis un placer de oler sepultado desde la infancia. Y en términos generales yo plantearía esta cuestión: Si la atrofia del sentido del olfato, inevitable al apartarse el ser humano del suelo, y la represión {esfuerzo de desalojo y suplantación} orgánica del placer de oler así establecida, no pueden contribuir en mucho a su aptitud para contraer neurosis. Ello nos proporcionaría algún entendimiento sobre el hecho de que en un ascenso cultural tenga que ser justamente la vida sexual la víctima de la represión. En efecto, desde hace tiempo sabemos del íntimo nexo establecido en la organización animal entre la pulsión sexual y la función del órgano del olfato. Para concluir este trabajo, sólo quiero declarar la esperanza de que mis comunicaciones, en todo sentido incompletas, al menos inciten a otros a sacar a la luz más cosas en un estudio profundizado de la neurosis obsesiva. Lo característico de esta neurosis, lo que la distingue de la histeria, no ha de buscarse, a mí juicio, en la vida pulsional, sino en las constelaciones psicológicas. No puedo abandonar a mi paciente sin expresar en palabras mi impresión de que él estaba fragmentado, por así decir, en tres personalidades; yo diría: en una inconciente y dos preconcientes, entre las cuales podía oscilar su conciencia. Su inconciente abarcaba las mociones tempranamente sofocadas, mociones que cabe designar como apasionadas y malas; en su estado normal era bueno, jovial, reflexivo, prudente y esclarecido, pero en una tercera organización psíquica rendía tributo a la superstición y el ascetismo, de suerte que podía tener dos credos y sustentar dos diversas cosmovisiones. Esta persona preconciente contenía sobre todo las formaciones reactivas frente a sus deseos reprimidos, y es fácil prever que, de continuar la enfermedad, habría devorado a la persona normal. Ahora tengo oportunidad de estudiar a una dama que padece de graves acciones obsesivas, en parecido modo fragmentada en una personalidad tolerante, alegre, y en otra muy taciturna y ascética, presentada la primera como su yo oficial, mientras que ella está gobernada por la segunda. Ambas organizaciones psíquicas tienen acceso a su conciencia, y tras la persona ascética se descubre lo inconciente de su ser, desconocido por completo para ella, y que consiste en unas mociones de deseo de antigüedad primordial, hace mucho reprimidas.
Continúa en ¨Anexo. Apuntes originales sobre el caso de neurosis obsesiva (1909)¨