Obras de S. Freud: Sueño y Ocultismo

30ª conferencia. Sueño y ocultismo

(1)
Señoras y señores: Hoy andaremos por una senda estrecha, pero que puede llevarnos a una vasta perspectiva.

30ª conferencia. Sueño y ocultismo

(1)
Señoras y señores: Hoy andaremos por una senda estrecha, pero que puede llevarnos a una vasta perspectiva.
Difícilmente les sorprenda el anuncio de que he de hablarles acerca del vínculo del sueño con el ocultismo. En efecto, a menudo se consideró al sueño como la puerta de acceso al mundo de la mística, y muchos siguen teniéndolo todavía hoy por un fenómeno oculto. Tampoco
nosotros, que lo hicimos objeto de indagación científica, ponemos en entredicho que uno o
varios hilos lo enlacen con aquellas cosas oscuras. Mística, ocultismo, ¿qué se designa con
esos nombres? No esperen de mí intento alguno de acotar mediante definiciones este ámbito
mal deslindado. De una manera general e indeterminada, todos sabemos a qué se refiere. Es
una suerte de más allá del mundo luminoso, gobernado por leyes implacables, que la ciencia ha
edificado para nosotros.
El ocultismo afírmala existencia real de aquellas «cosas entre Cielo y Tierra con que nuestra sabiduría escolar ni sueña». Ahora bien, no queremos aferrarnos a la estrechez de miras de la escuela; estamos dispuestos a creer lo que nos hagan creíble.
Nos proponemos proceder con esas cosas como con cualquier otro material de la ciencia:
primero comprobar si tales procesos son efectivamente demostrables, y luego -pero sólo
luego-, una vez que su facticidad no deje lugar a dudas, empeñarnos en su explicación. Pero no
puede desconocerse que factores intelectuales, psicológicos e históricos nos dificultan ya el
mero propósito de hacerlo. No es el mismo caso que abordar otras indagaciones.
Consideremos primero la dificultad intelectual. Permítanme que recurra a unas ilustraciones
groseras, palmarias. Supongamos que se trate de averiguar la constitución del interior de la
Tierra. Como es notorio, no sabemos nada seguro sobre eso. Conjeturamos que consiste en
metales pesados en estado incandescente. Alguien enuncia la tesis de que el interior de la
Tierra sería agua saturada con ácido carbónico, vale decir, una especie de soda. Diremos, sin
duda, que es muy improbable, contradice todas nuestras expectativas, no toma en cuenta los
puntos de apoyo de nuestro saber que nos han llevado a formular la hipótesis de la composición
metálica. Pero de todos modos no es inconcebible; si alguien nos enseñara un camino para
comprobar la hipótesis de la soda, lo seguiríamos sin resistirnos. Pero hete aquí que otro
sostiene, con seriedad, la tesis de que el núcleo de la Tierra se compone de mermelada. Frente
a esto, nuestra conducta será muy diversa. Nos diremos que la mermelada no se presenta en
la naturaleza, es un producto de la cocina humana, y además la existencia de esa sustancia
presupondría la presencia previa de árboles frutales y sus frutos, y no sabríamos cómo situar
vegetación y artes culinarias en el interior de la Tierra; el resultado de estas objeciones
intelectuales será una oscilación de nuestro interés: en vez de ponernos a indagar si
efectivamente el núcleo de la Tierra se compone de mermelada, nos preguntaremos qué clase
de hombre es el que puede llegar a semejante idea, y a lo sumo seguiremos inquiriendo de
dónde lo sabe. El desdichado autor de la teoría de la mermelada lo tomará a grave afrenta y nos
acusará de denegarle una apreciación objetiva a su tesis por un prejuicio supuestamente
científico. Pero de nada le valdrá. Comprobamos que los prejuicios no siempre son reprobables,
que muchas veces están justificados, son adecuados para ahorrarnos un gasto inútil. En
verdad, no son más que unos razonamientos por analogía con otros juicios, bien
fundamentados.
Un buen número de las tesis ocultistas nos producen un efecto parecido a la hipótesis de la
mermelada, por lo cual nos creemos autorizados a rechazarlas de antemano sin ulterior
examen. Empero, eso no es tan simple. Una comparación como la que he elegido no prueba
nada, prueba tan poco como cualquier comparación. Su pertinencia es cuestionable, y se
comprende claramente que su elección ya estuvo determinada por la actitud de desestimación
despreciativa. Los prejuicios son muchas veces adecuados y justificados, pero otras veces son
erróneos y dañinos, y nunca se sabe cuándo son lo uno y cuándo lo otro. La propia historia de
las ciencias sobreabunda en ejemplos aptos para disuadirnos de una condena apresurada. Por
mucho tiempo se juzgó disparatada la hipótesis de que las piedras que hoy llamamos
meteoritos llegaban a la Tierra desde el espacio sideral, o que la roca de montaña que tiene
incrustados restos de conchilla formó una vez el lecho del mar. Por lo demás, cuando nuestro
psicoanálisis salió a la palestra con el descubrimiento de lo inconciente, no sucedió algo muy
diverso. De ahí que nosotros, los analistas, tenemos especial fundamento para ser cautos en
desautorizar tesis nuevas aduciendo el motivo intelectual, y debemos admitir que esto no nos
lleva más allá de la aversión, la duda y la incertidumbre.
He dicho que el segundo factor es psicológico. Me refiero a la universal inclinación de los
seres humanos hacía la credulidad y la milagrería. Desde el comienzo mismo, cuando la vida
nos coge en su riguroso yugo, nace en nosotros una resistencia a la implacabilidad y monotonía
de las leyes del pensamiento y a los requisitos del examen de realidad (2). La razón
pasa a ser la enemiga que nos escatima tantas posibilidades de conseguir placer. Se descubre
el placer que depara sustraérsele al menos temporariamente y entregarse a las seducciones de
lo sin sentido. El escolar se deleita retorciendo las palabras; tras un congreso científico el
erudito se mofa de su actividad, y hasta el hombre grave goza con los juegos del chiste (3). Una hostilidad má s seria a «razón y ciencia, la fuerza suprema del hombre (4)»
acecha su oportunidad, se apresura a preferir al doctor taumaturgo o al curandero naturista
sobre el médico «leído y escribido», se muestra solícita con las tesis del ocultismo en la medida
en que sus presuntos hechos son considerados infracciones de la ley y de la regla, adormece la
crítica, falsea las percepciones, arranca corroboraciones y asentimientos que no son
justificables. Quien tome en cuenta esta inclinación de los seres humanos tendrá todo el
derecho a desvalorizar muchas comunicaciones de la bibliografía ocultista.
Llamé histórico al tercer reparo, y con esto quiero destacar que en el mundo del ocultismo en
verdad no ocurre nada nuevo, sino que se presentan como novedades todos los signos,
milagros, profecías y apariciones de que se nos informa desde tiempos antiguos y en viejos
libros, y que creíamos haber disipado hace mucho como engendros de una fantasía
desenfrenada o de un fraude tendencioso, como productos de una época en que la ignorancia
de la humanidad era muy grande y el espíritu científico estaba todavía en pañales. Si aceptamos
por verdadero lo que según las comunicaciones de los ocultistas sigue sucediendo hoy,
tendremos que admitir también como creíbles aquellas noticias que nos vienen de la
Antigüedad. Y ahora nos percatamos de que las tradiciones y libros sagrados de los pueblos
rebosan de tales historias milagrosas, y las religiones apoyan su pretensión de credibilidad
justamente en esos episodios extraordinarios y milagrosos, considerándolos otras tantas
pruebas de la acción de unos poderes sobrehumanos. Por eso nos resultará difícil evitar la
sospecha de que el interés ocultista es en verdad un interés religioso, que entre los motivos
secretos del movimiento ocultista se cuenta el de acudir en auxilio de la religión amenazada por
el progreso del pensamiento científico. Y con el discernimiento de semejante motivo, no puede
menos que crecer nuestra desconfianza, junto con nuestra aversión a consentir en indagar los
supuestos fenómenos ocultos.
Pero, en definitiva, es preciso superar esa aversión a pesar de todo. Se trata de una cuestión
de hecho: si lo que los ocultistas refieren es o no verdadero. Debe podérselo decidir mediante la
observación. En el fondo, tenemos que estar agradecidos a los ocultistas. Los informes sobre
milagros de épocas pasadas se sustraen de nuestro examen. Si creemos que no son
comprobables, tenemos que admitir, sin embargo, que en rigor no son refutables. Pero acerca
de lo que ocurre en el presente, y de lo cual podemos ser testigos, por fuerza podremos
formarnos un juicio cierto. Si llegamos a la convicción de que tales milagros no suceden hoy, no
temeremos la objeción de que pudieron, empero, haber ocurrido en otros tiempos. Otras
explicaciones serán mucho más verosímiles. Por ello hemos depuesto nuestros reparos y nos
prestamos a participar en la observación de los fenómenos ocultos.
Por desdicha, tropezamos enseguida con circunstancias en extremo desfavorables para
nuestro honrado propósito. Las observaciones de las que debe depender nuestro juicio se
realizan en condiciones que vuelven inciertas nuestras percepciones sensoriales, embotan
nuestra atención, se rodean de oscuridad o de una tenue luz roja tras prolongados períodos de
vana expectativa. Se nos dice que ya nuestra actitud incrédula (vale decir, crítica) es capaz de
impedir la producción de los fenómenos esperados. La situación así establecida es una
verdadera caricatura de las circunstancias en que solemos realizar la indagación científica. Las
observaciones se hacen en los llamados «médiums», personas a las que se atribuyen
particulares facultades «sensitivas», pero que en manera alguna se distinguen por
sobresalientes cualidades espirituales o de carácter, ni están sostenidas por una gran idea o un
propósito serio como los antiguos taumaturgos. Al contrario, aun quienes creen en sus poderes
ocultos consideran a esos individuos particularmente sospechosos; la mayoría ya han sido
desenmascarados como impostores, y tendemos a prever que lo mismo sucederá pronto a los
restantes. Lo que operan produce la impresión de unas petulantes niñerías o juegos de
prestidigitación (5). Nada valioso se ha sacado a luz todavía de las sesiones con
esos médiums, como podría serlo el acceso a una nueva fuente de poder. Sin duda que
tampoco se espera un progreso para la cría de palomas del truco del prestidigitador que por arte
de magia las saca de su galera vacía. Me resulta fácil ponerme en la situación de alguien que
quiere cumplir con los requisitos de la objetividad y por eso participa en las sesiones ocultistas,
pero trascurrido un lapso se cansa y, molesto por las exigencias que se le hacen, se aparta y
regresa a sus anteriores prejuicios sin haber obtenido esclarecimiento alguno. A una persona
así se le puede reprochar que su conducta no es la correcta, pues si uno pretende estudiar
ciertos fenómenos, no tiene derecho a prescribirles cómo deben ser y bajo qué condiciones han
de presentarse. Más bien se impone perseverar y valorar las medidas de precaución y control
con que recientemente se ha buscado prevenir lo sospechoso de los médiums. Por desdicha,
esta moderna técnica de prevención pone fin a la fácil accesibilidad de las observaciones
ocultistas. El estudio del ocultismo se convierte en una profesión especial, difícil, una actividad
que nadie puede cultivar junto a sus demás intereses. Y en tanto los investigadores que se
ocupan de ella no hayan llegado a conclusiones, quedaremos librados a la duda y a nuestras
propias conjeturas.
Entre esas conjeturas, la más probable es, sin duda, que hay en el ocultismo un núcleo real
de hechos todavía no discernidos en cuyo rededor el fraude y la fantasía han tejido una corteza
difícil de atravesar. Pero, ¿cómo podríamos aunque sólo fuera acercarnos a ese núcleo? ¿Por
dónde abordaríamos el problema? Yo creo que aquí el sueño viene en nuestro auxilio,
sugiriéndonos que de toda esa mescolanza escojamos el tema de la telepatía.
Como ustedes saben, llamamos telepatía al presunto hecho de que un acontecimiento
sobrevenido en determinado momento llega de manera casi simultánea a la conciencia de una
persona distanciada en el espacio, y sin que intervengan los medios de comunicación
consabidos. Una premisa tácita es que ese acontecimiento afecte a una persona en quien la
otra, el receptor del mensaje, tenga un fuerte interés emocional. Por ejemplo, la persona A sufre
un accidente o muere, y la persona B, muy allegada a ella -su madre, hija o amada-, se entera
más o menos en el mismo momento a través de una percepción visual o auditiva; en este
último caso es como si se lo hubieran comunicado por teléfono, aunque no fue así de hecho: en
cierto modo, un correlato psíquico de la telegrafía sin hilos. No necesito insistirles en la
improbabilidad de tales sucesos. Además, la mayoría de estos informes pueden ser
desautorizados con buenas razones; pero restan algunos respecto de los cuales no es tan fácil
hacerlo. Ahora permítanme que a los fines de la comunicación que me propongo hacer omita la
palabreja «presunto» y continúe como sí creyera en la realidad objetiva del fenómeno telepático.
Pero retengan que esto no es así, que no me he adherido a ninguna convicción.
En verdad, es poco lo que tengo para comunicarles; sólo un hecho nimio. Y desde ahora
quiero poner un límite a la expectativa de ustedes diciéndoles que, en el fondo, el sueño tiene
poco que ver con la telepatía. Ni la telepatía arroja nueva luz sobre la naturaleza del sueño, ni este brinda un testimonio directo en favor de la realidad de la telepatía. Y por otra parte, el fenómeno telepático no está ligado al sueño, puede producirse también durante el estado de vigilia. La única razón para elucidar el vínculo entre sueño y telepatía reside en que el estado del dormir parece particularmente apto para la recepción del mensaje telepático. En tal caso se tiene lo que se llama un «sueño telepático», y mediante su análisis uno se convence de que la noticia telepática ha desempeñado el mismo papel que cualquier otro resto diurno; como tal, fue
alterado por el trabajo del sueño y puesto al servicio de la tendencia de este último.
Ahora bien, en el análisis de un sueño telepático de esa índole ocurrió algo que a mi juicio presentaba suficiente interés para, a pesar de su nimiedad, tomarlo como punto de partida de esta conferencia. Cuando en 1922 hice mi primera comunicación sobre este asunto, sólo
disponía de una observación. Desde entonces hice muchas del mismo tenor, pero persisto en
el primer ejemplo (6) porque es facilísimo de exponer, y los introducirá enseguida in medias res.
Un hombre de evidente inteligencia, carente en absoluto -como él mismo asevera- de
«inspiración ocultista», me escribe acerca de un sueño que le parece asombroso. Comienza
diciendo que su hija casada, que vive en un lugar distante, espera su primer parto para
mediados de diciembre. Esta hija le es muy querida, y sabe que también ella siente fuerte apego
por él. Entonces, en la noche del 16 al 17 de noviembre, él sueña que su propia mujer ha dado a
luz mellizos. Siguen numerosos detalles que puedo omitir aquí; por lo demás, no todos fueron
esclarecidos. La que en su sueño pasó a ser madre de los mellizos es su segunda mujer,
madrastra de su hija. No desea tener hijos con ella, pues no la considera apta para la educación
racional de los niños; además, por la época del sueño había suspendido hacía largo tiempo el comercio sexual con ella. Lo que le mueve a escribirme no es una duda sobre la doctrina del
sueño, que habría estado justificada por el contenido manifiesto del suyo: en efecto, ¿por qué el
sueño, en total oposición a sus deseos, hace que alumbre hijos esta mujer? Y de acuerdo con su informe, tampoco lo motiva el temor de que ese acontecimiento indeseado pudiera ocurrir.
Lo que lo movió a referirme ese sueño fue la circunstancia de que el 18 de noviembre por la
mañana recibió la noticia telegráfica de que su hija había dado a luz mellizos. El telegrama había
sido despachado el día anterior, y el nacimiento se produjo la noche del 16 al 17, más o menos
a la misma hora en que él soñaba que su mujer tenía mellizos. El soñante me pregunta si la
coincidencia de sueño y acontecimiento debe considerarse casual. No se atreve a llamar
telepático al sueño, pues la diferencia entre contenido del sueño y acontecimiento atañe
justamente a lo que le parece lo esencial, la persona de la parturienta. Pero de una de sus
observaciones se infiere que no le habría asombrado un sueño telepático correcto. Cree que su
hija sin duda «ha pensado particularmente en él» durante sus horas difíciles.
Señoras y señores: Estoy seguro de que ustedes ya pueden explicarse este sueño y
comprenden también por qué se los referí. Hay ahí un hombre insatisfecho con su segunda
mujer; preferiría tener una esposa como su hija del primer matrimonio. Este «como», desde
luego, falta en lo inconciente. Entonces durante la noche lo alcanza el mensaje telepático de que
su hija ha dado a luz mellizos. El trabajo del sueño se apodera de esta noticia, deja que influya
sobre ella el deseo inconciente que preferiría poner a la hija en el lugar de la segunda mujer, y
así nace el sueño manifiesto que provoca extrañeza, que oculta el deseo y desfigura el
mensaje. Debemos decir que sólo la interpretación del sueño, nos ha mostrado que se trata de
un sueño telepático; el psicoanálisis ha descubierto un sumario de hechos telepáticos (7) que
de otro modo no habríamos discernido.
¡Pero no se equivoquen ustedes! A pesar de ello, la interpretación del sueño no ha enunciado
nada acerca de la verdad objetiva de ese sumario de hechos telepáticos. También podría ser
una apariencia susceptible de otro esclarecimiento. Es posible que los pensamientos oníricos
latentes de ese hombre rezaran: «Hoy es el día en que debería producirse el parto sí mi hija,
como en verdad lo creo, erró la cuenta por un mes. Y ya la última vez que la vi su aspecto era
de tener mellizos. ¡Ah, cómo se habría regocijado mí difunta mujer, tan amante de los niños, si
nacieran mellizos!». (Introduzco este último factor de acuerdo con unas asociaciones del
soñante, que no he citado.) En tal caso, la estimulación para el sueño la habrían dado unas
conjeturas bien fundadas del soñante, y no un mensaje telepático; el resultado sería el mismo.
Como ustedes ven, de hecho la interpretación del sueño no ha enunciado nada acerca del
problema de saber si es lícito atribuir realidad objetiva a la telepatía. Sólo se podría decidirlo
mediante una averiguación en profundidad de todas las circunstancias del suceso, lo que por
desdicha resultó tan imposible de lograr en este ejemplo como en los otros de mi conocimiento.
Admitido que la hipótesis de la telepatía proporciona con mucho la explicación más simple; pero
con esto no hemos ganado gran cosa. La explicación más simple no es siempre la correcta;
hartas veces la verdad no es simple; y antes de resolverse a adoptar una hipótesis de tan
vastos alcances uno quiere extremar todas las precauciones.
Ahora podemos abandonar el tema «sueño y telepatía»; no tengo nada más que decirles sobre
él. Pero reparen en que no fue el sueño el que pareció enseñarnos algo sobre la telepatía, sino
la interpretación de él, la elaboración psicoanalítica. Con esto podemos prescindir totalmente del
sueño en lo que sigue, y abrigaremos la expectativa de que la aplicación del psicoanálisis pueda
arrojar alguna luz sobre otros sumarios de hechos llamados ocultos. Tenemos, por ejemplo, el
fenómeno de la inducción o trasferencia {Ubertragung} del pensamiento, muy vecino a la
telepatía y que en verdad puede unirse a ella sin forzar mucho las cosas. Enuncia que ciertos
procesos anímicos que ocurren en una persona -representaciones, estados de excitación,
impulsos de la voluntad- pueden trasferirse a otra persona a través del espacio libre sin el
empleo de las consabidas vías de comunicación por palabras y signos. Comprenden ustedes
cuán maravilloso sería, y acaso también cuánta importancia práctica tendría, que algo así
Ocurriera efectivamente. Dicho sea de pasada, asombra que justo este fenómeno sea el
menos mencionado en los antiguos informes referidos a los milagros.
En el curso del tratamiento psicoanalítico de pacientes he tenido la impresión de que la actividad
de los decidores profesionales de la suerte esconde una favorable oportunidad para emprender
observaciones exentas de objeción sobre la trasferencia del pensamiento. Son personas de
escaso valor o aun de inferiores dotes que se entregan a alguna clase de manejo (8)
echan cartas, estudian escritos y líneas de la mano, emprenden cálculos astrológicos, y así
adivinan el futuro a sus visitantes tras haberse mostrado familiarizados con algunas de sus
peripecias pasadas o presentes. Sus clientes las más de las veces se muestran muy
satisfechos con estas operaciones y ni siquiera les guardan rencor cuando luego las profecías
no se cumplen. He tenido a mano varios de estos casos, pude estudiarlos analíticamente y
enseguida pasaré a referirles el más notable de estos ejemplos. Por desgracia, la fuerza
probatoria de estas comunicaciones se verá perjudicada por las numerosas reservas a que me
obliga el deber de la discreción médica. Empero, me he ajustado rigurosamente al designio de
evitar desfiguraciones. Escuchen, pues, la historia de una de mis pacientes, que tuvo una
vivencia de esta índole con un decidor de la suerte (9).
Era la mayor de una serie numerosa de hermanos; había crecido en una ligazón
extraordinariamente intensa con su padre, y luego se casó joven, hallando plena satisfacción en
su matrimonio. Sólo una cosa le faltaba para su dicha: no tenía hijos, y por eso no podía colocar
del todo a su amado marido en el lugar del padre. Cuando tras largos años de desengaño
decidió someterse a una operación ginecológica, su marido le reveló que la culpa era de él,
pues una enfermedad que contrajera antes del matrimonio lo había incapacitado para procrear
hijos. Ella soportó mal la desilusión, se volvió neurótica y era evidente que la aquejaban unas
angustias de tentación. Para distraerla, el marido la llevó consigo en un viaje de negocios a
París. Allí, cierto día, estando sentados en el vestíbulo del hotel, les llamó la atención cierto
ajetreo entre los empleados. Ella preguntó qué sucedía, y se enteró de que había llegado
Monsieur le professeur y atendía consultas en un gabinete. Exteriorizó su deseo de hacer ella
también la prueba. El marido se lo desaconsejó, pero en un momento en que estuvo sin
vigilancia se filtró en la sala que hacía de consultorio y se presentó al decidor de la suerte. Ella
tenía 27 años, aparentaba ser mucho más joven, se había quitado la alianza. Monsieur le
professeur le hizo estampar la mano sobre una taza llena con cenizas, estudió con cuidado la
impresión y luego le dijo que la aguardaban toda clase de difíciles luchas, concluyendo con la
consoladora seguridad de que empero se casaría y a los 32 años tendría dos hijos. Cuando me
refirió esta historia, ella tenía 43 años, estaba gravemente enferma y sin perspectiva alguna de
tener hijos jamás. Por tanto, la profecía no se había cumplido, a pesar de lo cual no la
mencionaba en absoluto con amargura; antes bien, parecía como si en su recuerdo fuera una
vivencia gozosa. Fue fácil comprobar que ni sospechaba qué podrían significar las dos cifras de
la profecía [2 y 32], ni si en definitiva significaban algo.
Dirán ustedes que es una historia tonta e incomprensible, y preguntarán para qué se la he
contado. Ahora bien, compartiría por entero su opinión si el análisis -y este es el punto capitalno
nos hubiera posibilitado una interpretación de aquella profecía, que, justamente por el
esclarecimiento del detalle, produce gran convencimiento. En efecto, las dos cifras encuentran
su lugar en la vida de la madre de mi paciente. Esta se había casado tarde, después de los
treinta años, y en la familia habían comentado a menudo que se apuró con tanto éxito que llegó
a recuperar el tiempo perdido. Los dos primeros hijos, empezando por nuestra paciente,
nacieron el mismo año calendario con el menor intervalo posible, y de hecho a los 32 años ya
tenía dos. Lo que Monsieur le professeur dijera a mi paciente significaba, pues: «Consuélese,
es usted muy joven. Todavía tendrá el mismo destino que su madre, quien debió esperar largo
tiempo los hijos; tendrá dos a los 32 años». Ahora bien, tener el mismo destino que la madre,
ponerse en su lugar, ocupar su puesto junto al padre, ese había sido el deseo más intenso de
su juventud, aquel por cuyo incumplimiento empezaba ahora a enfermar. La profecía le prometía
que aún le sería cumplido; ¿podía abrigar hacia el profeta sentimientos que no fueran
amistosos? Pero, ¿consideran ustedes posible que Monsieur le professeur estuviera
familiarizado con los datos de la historia familiar íntima de su clienta accidental? No; es
imposible. Entonces, ¿de dónde le vino el conocimiento que lo habilitó para expresar en su
profecía el deseo más intenso y secreto de la paciente mediante la recepción de las dos cifras?
Sólo veo dos posibilidades de explicación. O bien la historia, tal como ella me la refirió, no es
verdadera y las cosas ocurrieron de otro modo, o bien debe admitirse que existe una
trasferencia del pensamiento como fenómeno real. Fácilmente puede formularse la hipótesis de
que la paciente, tras un intervalo de 16 años, introdujo en ese recuerdo las dos cifras en
cuestión desde su inconciente. No tengo asidero alguno para esta conjetura, pero tampoco
puedo excluirla, e imagino que ustedes estarán más dispuestos a creer en esa explicación que
no en la realidad de la trasferencia del pensamiento. Si se deciden por esto último, no olviden
que sólo el análisis ha establecido el sumario de los hechos ocultistas, lo ha descubierto,
puesto que se encontraba desfigurado hasta volverse irreconocible.
Si se tratara de un solo caso como el de mi paciente, lo pasaríamos por alto con un
encogimiento de hombros. A nadie se le ocurre edificar sobre una observación aislada una
creencia que implica un vuelco tan decisivo. Pero, créanme, no es el único caso que conozco.
He reunido toda una serie de tales profecías, y de todas recibí la impresión de que el decidor de
la suerte no había hecho más que expresar los pensamientos de la persona que lo consultaba,
y muy en particular sus deseos secretos; que, por tanto, era lícito analizar tales profecías como
si fueran producciones subjetivas, fantasías o sueños de la persona en cuestión. Desde luego `
no todos los casos poseen la misma fuerza probatoria, y no en todos es igualmente posible
excluir explicaciones más acordes con la ratio; empero, del conjunto resta un fuerte superávit de
probabilidades en favor de una efectiva trasferencia del pensamiento. La importancia del tema
justificaría que les presentara todos mis casos, pero no puedo hacerlo por el espacio que
demandaría exponerlos y el inevitable menoscabo de la discreción debida. Intentaré apaciguar
en lo posible mis escrúpulos dándoles algunos otros ejemplos.
Cierto día acudió a mí un joven, de notable inteligencia, estudiante que debía pasar sus últimos
exámenes de doctorado mas no podía rendirlos porque, según su queja, había perdido todo su
interés, su capacidad de concentración y hasta la posibilidad de tener una memoria ordenada
(10). La prehistoria de ese estado de cuasi-parálisis se descubrió pronto: cayó
enfermo a raíz de una gran violencia que se hizo por vencerse a sí mismo. Tiene una hermana
a quien quiere con un amor intenso, pero siempre recatado, lo mismo que ella a él. «¡Qué pena
que no podamos casarnos!», se dijeron muchas veces entre sí. Un hombre digno se enamoró
de esa hermana, ella correspondió a su inclinación, pero los padres no consentían el enlace. En
este trance, la pareja se dirigió al hermano, quien no les denegó su ayuda. Facilitó la
correspondencia entre ambos y mediante su influencia logró que por fin los padres diesen su
consentimiento. En el período que siguió al compromiso le ocurrió un accidente cuyo significado
es fácil de colegir. Emprendió, sin contratar un guía, una difícil expedición a la montaña con su
futuro cuñado; ambos perdieron el rumbo y corrieron el peligro de no regresar sanos y salvos.
Poco tiempo después de realizarse la boda de su hermana, cayó en aquel estado de
agotamiento anímico.
El influjo del psicoanálisis le devolvió su capacidad de trabajo, y me dejó para rendir sus exámenes; empero, luego de pasarlos con éxito retornó a mí por breve lapso en el otoño de ese mismo año. Entonces me informó acerca de una asombrosa vivencia que había tenido antes
del verano. En su ciudad universitaria había una decidora de la suerte que gozaba de gran
predicamento. Hasta los príncipes de la casa gobernante solían consultarla de manera regular
antes de iniciar empresas importantes. Trabajaba de una manera muy simple. Hacía que le
diesen la fecha de nacimiento de una persona determinada, y no pedía saber nada más de ella,
ni siquiera su nombre; después consultaba libros astrológicos, hacía largos cálculos y al fin
daba una profecía sobre la persona en cuestión, Mi paciente decidió requerir para su cuñado su
arte secreto. La visitó y le mencionó la fecha de nacimiento de aquel. Después que hubo
echado sus cuentas, pronunció la profecía: Esa persona moriría en julio o agosto de ese año a
raíz de un envenenamiento con langostas u ostras. Mí paciente concluyó su relato con estas
palabras: «¡Y eso fue grandioso!».

Notas:

1- [En mi «Nota introductoria» a «Psicoanálisis y telepatía» (Freud, 1941d), AE, 18, pág. 168, se encontrará una lista de escritos de Freud sobre este tema. Ernest Jones, en el capítulo XIV del tercer volumen de su biografía (1957), hace una amplia reseña de la actitud de Freud hacia el ocultismo.]
2- [Freud se ocupa del examen de realidad en «Complemento metapsicológico a la doctrina de los sueños» (1917d), AE, 14, págs. 229-33. Cf. también Conferencias de introducción al psicoanálisis (1916-17), AE, 16, pág. 339.]
3- [El «placer que depara lo sin sentido» ya había sido cabalmente analizado por Freud en su libro sobre el chiste (1905c), AE, 8, págs. 120-2.]
4- [Goethe, Fausto, parte I, escena 4.]
5- [Una acotación similar aparece en El porvenir de una ilusión (1927c), AE, 21, págs. 27-8.]
6- [Freud informó sobre este ejemplo con mucho más detalle en «Sueño y telepatía» (1922a), AE, 18, págs. 192 y sigs.]
7- {«. . . telepathischen Taibestand»; «sumario» en el sentido del que levanta el juez de instrucción, una comprobación de hechos anterior al juicio mismo.}
8- [En su trabajo anterior, publicado póstumamente, «Psicoanálisis y telepatía» (1941d), AE, 18, pág. 176, Freud se había referido a la importancia que tiene para el adivino distraer las fuerzas psíquicas del sujeto y ocuparlo en una «actividad inofensiva» como medio de liberar un proceso inconciente. Comparó allí esa actividad de distracción con la que se practica en ciertos chistes; véase para esto su libro sobre el chiste (1905c), AE, 8, págs. 144-6. Mucho antes, en su contribución a Estudios sobre la histeria (1895d), AE, 2, págs. 277-8, había dado igual explicación para ciertos procedimientos de hipnosis, en particular su antiguo método de evocar hechos olvidados por el paciente aplicándole la mano sobre la frente; sobre estos procedimientos se explayó en su examen del hipnotismo contenido en Psicología de las masas y análisis del yo (1921c), AE, 18, págs. 119-20. Asimismo, en Psicopatología de la vida cotidiana (1901b), AE, 6, pág. 131, afirma que el dirigir la atención a una actividad automática interfiere en su ejecución.]
9- [Se informa sobre este caso con más detalle y leves variantes en «Psicoanálisis y telepatía» (1941d), AE, 18, págs. 177-8], y mucho más sucintamente en «Algunas notas adicionales a la interpretación de los sueños en su conjunto» (1925i), AE, 19, págs. 139-40.]
10- [También este caso es relatado con algo más de detalle en «Psicoanálisis y telepatía» (1941d), AE, 18, págs. 173-6.]
Continúa en ¨Obras de S. Freud: Sueño y ocultismo¨ (segunda parte)

Autor: psicopsi

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